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Resumen de La Vorágine PDF

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Summary

Este resumen de "La Vorágine" introduce el escenario y los personajes del inicio de la novela, que nos sumerge en la atmósfera de la selva amazónica. El texto describe un viaje de exploración lleno de aventuras y tensiones. El narrador enfatiza la soledad y la belleza agreste del paisaje, preparándonos para la aventura.

Full Transcript

¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas m...

¡Oh, selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina! ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes, como inmensa bóveda, siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración y el cielo claro, que sólo entreveo cuando tus copas estremecidas mueven su oleaje, a la hora de tus crepúsculos angustiosos. ¿Dónde estará la estrella querida que de tarde pasea las lomas? Aquellos celajes de oro y múrice con que se viste el ángel de los ponientes, ¿por qué no tiemblan en tu dombo? ¡Cuántas veces suspiró mi alma adivinando al través de tus laberintos el reflejo del astro que empurpuraba las lejanías, hacia el lado de mi país, donde hay llanuras inolvidables y cumbres de corona blanca, desde cuyos picachos me vi a la altura de las cordilleras! ¿Sobre qué sitio erguirá la luna su apacible faro de plata? ¡Tú me robaste el ensueño del horizonte y sólo tienes para mis ojos la monotonía de tu cénit, por donde pasa el plácido albor, que jamás alumbra las hojarascas de tus senos húmedos! Tú eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tú tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad, y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión. ¡Déjame huir, oh, selva, de tus enfermizas penumbras, formadas con el hálito de los seres que agonizaron en el abandono de tu majestad! ¡Tú misma pareces un cementerio enorme donde te pudres y resucitas! ¡Quiero volver a las regiones donde el secreto no aterra a nadie, donde es imposible la esclavitud, donde la vista no tiene obstáculos y se encumbra el espíritu en la luz libre! ¡Quiero el calor de los arenales, el espejeo de las canículas, la vibración de las pampas abiertas! ¡Déjame tornar a la tierra de donde vine, para desandar esa ruta de lágrimas y sangre que recorrí en nefando día, cuando tras la huella de una mujer me arrastré por montes y desiertos, en busca de la Venganza, diosa implacable que sólo sonríe sobre las tumbas! \*\*\* Olvidada sea la época miserable en que vagamos por el desierto en cuadrilla prófuga, como salteadores. Sindicados de un crimen ajeno, desafiamos a la injusticia y erguimos la enseña de la rebelión. ¿Quién osó desafiar el rencor bárbaro de mi pecho? ¿Quién habría podido amansarnos? Las sendas múltiples de la pampa quedaron chafadas en aquellos días al galope de nuestros potros, y no hubo noche que no prendiéramos en distinto paraje la fugitiva llamarada del vivac.Después, bajo moriches inextricables, improvisamos un refugio. Allí amontonábanse los enseres que Mauco y Tiana salvaron de la ignición, y que pusieron en nuestras manos antes de irse a Orocué, en misión de espionaje. Mas no sabíamos qué suerte hubieran corrido. Fidel y el mulato, el Pipa y yo nos turnábamos cada día en atalayar sobre una palmera la presencia de alguna gente en el horizonte o el triángulo de humo, convenido como señal. ¡Nadie nos buscaba ni perseguía! ¡Nos habían olvidado todos! Yo no era más que un residuo humano de fiebres y pesares. De noche, el hambre nos desvelaba como un vampiro, y porque ya venían las lluvias, concertamos la dispersión para asilarnos luego en Venezuela. Pensé entonces que don Rafo vendría de regreso a La Maporita, y que con él podríamos volver a Bogotá. Muchos días lo esperamos en las llanuras aledañas a Tame. Mas apenas declaró Franco que continuaría su vida nómade, no por recelo de la justicia ordinaria, sino por el peligro de que algún Consejo de Guerra lo castigara como a desertor, desistí de la idea del viaje, para mancomunarnos en el destierro y afrontar vicisitudes iguales, ya que una misma desventura nos había unido y no teníamos otro futuro que el fracaso en cualquier país. Y nos decidimos por el Vichada. \*\*\* El Pipa nos condujo a los platanares silvestres de Macucuana, sobre la margen del túrbido Meta, después de la desembocadura del Guanapalo. Moraba en esos montes una tribu guahiba, semidomada, que convino en acogernos, a condición de que admitiéramos el guayuco, respetáramos a las pollonas y les ordenáramos a los wínchesters «no echar truenos». Aparecióse una tarde el Pipa con cinco indígenas, que se resistían a acercarse mientras no amarráramos los dogos. Acurrucados en la maleza, erguíanse para observarnos, listos a fugarse al menor desliz, por lo cual el ladino intérprete fue conduciéndolos de la mano hasta nuestro grupo, donde recibían el advertido abrazo de paz con esta frase protocolaria: «Cuñao, yo queriéndote mucho, perro no haciendo nada, corazón contento». Todos eran fornidos y jóvenes, de achocolatada cutis y hercúleas espaldas, cuya membratura se estremecía temerosa de los fusiles. Arcos y aljabas habíanlos dejado entre la canoa, que iba a mecernos sobre las aguas desconocidas de un río salvaje, hacia refugios recónditos y temibles, adonde un fátum implacable nos expatriaba, sin otro delito que el de ser rebeldes, sin otra mengua que la de ser infortunados. Había llegado el momento de licenciar nuestros caballos, que nos dieron apoyo en la adversidad. Ellos recobraban la pampa virgen y nosotros perdíamos lo que gozosos recuperaban, la zona donde sufrimos y batallamos inútilmente, comprometiendo la esperanza y la juventud. Cuando mi alazán sudoroso se sacudió, libre de la montura, y galopó con relinchos trémulos en busca del bebedero lejano, me sentí indefenso y solo, y copié en mis ojos tristes el confín, con la amargura del condenado a muerte que se resigna al sacrificio y ve sobre los paisajes de su niñez arrebolarse el último sol. Al descender el barranco que nos separaba de la curiara, torné la cabeza hacia el límite de los llanos, perdidos en una nébula dulce, donde las palmeras me despedían. Aquellasinmensidades me hirieron, y, no obstante, quería abrazarlas. Ellas fueron decisivas en mi existencia y se injertaron en mi ser. Comprendo que en el instante de mi agonía se borrarán de mis pupilas vidriosas las imágenes más leales; pero en la atmósfera sempiterna por donde ascienda mi espíritu aleteando, estarán presentes las medias tintas de esos crepúsculos cariñosos, que, con sus pinceladas de ópalo y rosa, me indicaron ya sobre el cielo amigo la senda que sigue el alma hacia la suprema constelación. \*\*\* La curiara, como un ataúd flotante, siguió agua abajo, a la hora en que la tarde alarga las sombras. Desde el dorso de la corriente columbrábanse las márgenes paralelas, de sombría vegetación y de plagas hostiles. Aquel río, sin ondulaciones, sin espumas, era mudo, tétricamente mudo como el presagio, y daba la impresión de un camino oscuro que se moviera hacia el vórtice de la nada. Mientras proseguíamos silenciosos principió a lamentarse la tierra por el hundimiento del sol, cuya vislumbre palidecía sobre las playas. Los más ligeros ruidos repercutieron en mi ser, consustanciado a tal punto con el ambiente, que era mi propia alma la que gemía, y mi tristeza la que, a semejanza de un lente opaco, apenumbraba todas las cosas. Sobre el panorama crepuscular fuese ampliando mi desconsuelo, como la noche, y lentamente una misma sombra borró los perfiles del bosque estático, la línea del agua inmóvil, las siluetas de los remeros... Desembarcamos al comienzo de una barranca, suavizada por escalones que descendían al puerto, en cuyo remanso se agrupaban unas canoas. Por un sendero lleno de barro que se perdía entre el gramalote, salimos a una plazuela de árboles derribados, donde nos aguardaba el rancho pajizo, tan solitario en aquel momento, que vacilábamos en ocuparlo, sospechosos de alguna emboscada. El Pipa alegaba con los nativos que a semejante vivienda nos condujeron, y nos transmitía la traducción de la jerigonza, según la cual los de la ramada se dispersaron al ver los mastines. Los bogas me pedían permiso para dormir entre las curiaras. Y cuando se fueron, Fidel le ordenó a Correa que se acostara con el Pipa en la barbacoa, por si intentaba traicionarnos esa noche; les quitó los collares a los perros, y, a oscuras, les mudó el sitio a nuestras hamacas. Ofreciéndole mi costado a la carabina, me entregué al sueño. \*\*\* El Pipa solía hacerme protestas de adhesión incondicional, y acabó por relatarme la pavorosa serie de sus andanzas. Su mano sabía disparar la barbada flecha, en cuya punta iba ardiendo la pelota de peramán, que cruzaba el aire como un cometa, con el aullido de la consternación y del incendio. Muchas veces, para librarse del enemigo, se aplanó en el fondo de las lagunas como un caimán, y emergía sigiloso entre los juncales por renovar la respiración; y si los perros le nadaban sobre la cabeza, buscándolo, los destripaba y consumía, sin que los vaqueros pudieran ver otra cosa que el chapoteo de algunos juncos en el apartado centro de los charcones.Adolescente apenas, vino a los Llanos cuando estaba en su auge el hato de San Emigdio y allí sirvió de coquis varios meses. Trabajaba todo el día con los llaneros, y por la noche agregábase a sus fatigas la de acopiar la leña y el agua, prender el fuego y asar carne. De madrugada lo despertaban los caporales a puntapiés para que recociera el café cerrero; y tras de tomarlo, se iban sin ayudarle a ensillar la mañosa bestia ni decirle hacia qué banco se dirigían. Y él, llevando de cabestro la mula de los calderos y los víveres, trotaba por las estepas oscurecidas, poniendo oído a las voces de los jinetes, hasta orientarse y seguir con ellos. Para colmo, la cocinera de la ramada le exigía cooperar en sus menesteres, y él, tiznado y humilde como un guiñapo, se resignaba a su situación. Mas una vez, al vaciar el cocido en la barbacoa, sobre las hojas frescas que servían de manteles, atropáronse los peones con la presteza de buitres hambrientos, y él tendió, como todos, las desaseadas manos a la carne para trinchar algún trozo con su belduque. El arrimado de la maritornes, un abuelote de empaque torvo, que lo celaba estúpidamente y que ya lo había vapuleado con el cinturón, comenzó a vociferar, masticando, porque no se repetía presto la calderada. Como el coquis no se afanó por obedecerle, lo agarró de una oreja y le bañó la cara en caldo caliente. El muchacho, enfurecido, le rasgó el buche de un solo tajo, y la asadura del comilón se regó humeando en la barbacoa, por entre las viandas. El dueño del hato apresó al chicuelo, liándole garganta y brazos con un mecate, y mandó dos hombres a que lo mataran ese mismo día, abajo de las resacas del Yaguarapo. Por fortuna, pescaban allí unos indios, que destrizaron a los verdugos y le dieron al sentenciado la libertad, pero llevándoselo consigo. Errante y desnudo vivió en las selvas más de veinte años, como instructor militar de las grandes tribus, en el Capanaparo y en el Vichada; y como cauchero, en el Inírida y en el Vaupés, en el Orinoco y en el Guaviare, con los piapocos y los guahibos, con los banivas y los barés, con los cuivas, los carijonas y los huitotos. Pero su mayor influencia la ejercía sobre los guahibos, a quienes había perfeccionado en el arte de las guerrillas. Con ellos asaltó siempre las rancherías de los sálivas y las fundaciones que baña el Pauto. Cayó prisionero en distintas épocas, cuando una raya le lanceó el pie, o cuando las fiebres le consumían; pero, con riesgosa suerte, se hizo pasar por vaquero cautivo de los hatos de Venezuela, y conoció diferentes cárceles, donde observaba intachable conducta, para volver pronto a la inclemencia de los desiertos y al usufructo de las revoltosas capitanías. ---Yo ---decía--- seré su lucero en estos confines, si pone a mi cuidado la expedición: conozco trochas, vaguadas, caminos, y en algunos caños tengo amistades. Buscaremos a los caucheros por dondequiera, hasta el fin del mundo; pero no vuelva a permitir que el mulato Correa duerma conmigo, ni que me satirice con tanta roña. Eso no es corriente entre cristianos y desanima a cualquier hombre de sentimiento. ¡Algún día lo rasguño, y quedamos en paz! \*\*\* Por ese tiempo me invadió la misantropía, ensombreciéndome las ideas y descoyuntándome la decisión. En el sonambulismo de la congoja devoraba mis propias hieles, inepto, adormilado, como la serpiente que muda escama.Nadie había vuelto a nombrar a Alicia, por desterrarla de mi pensamiento; mas esa misma delicadeza sublevaba en mi corazón todos los odios reconcentrados, al comprender que me compadecían como a un vencido. Entonces las blasfemias sollamaban mis labios y un velo de sangre se reteñía sobre mis ojos. ¿Y a Fidel lo atormentaba el tenaz recuerdo? Sólo me parecía triste en sus confidencias, quizás por acoplarse con mi quebranto. Todo lo había perdido en hora impensada, y sin embargo daba a entender que desde ese instante se sintió más libre y poderoso, cual si el infortunio fuera simple sangría para su espíritu. ¿Y yo por qué me lamentaba como un eunuco? ¿Qué perdía en Alicia que no lo topara en otras hembras? Ella había sido un mero incidente en mi vida loca y tuvo el fin que debía tener. ¡Barrera merecía mi gratitud! Además, la que fue mi querida tenía sus defectos: era ignorante, caprichosa y colérica. Su personalidad carecía de relieve: vista sin el lente de la pasión amorosa, aparecía la mujer común, la de encantos atribuidos por los admiradores que la persiguen. Sus cejas eran mezquinas, su cuello corto, la armonía de su perfil un poquillo convencional. Desconoció la ciencia del beso y sus manos fueron incapaces de inventar la menor caricia. Jamás escogió un perfume que la distinguiera; su juventud olía como la de todas. ¿Cuál era la razón de sufrir por ella? Había que olvidar, había que reír, había que empezar de nuevo. Mi destino así lo exigía, así lo deseaban, tácitos, mis camaradas. El Pipa, disfrazando la intención con el disimulo, cantó cierta vez un llorao genial, a los compases de las maracas, para infundirme la ironía confortadora: El domingo la vi en misa, el lunes la enamoré, el martes ya le propuse, el miércoles me casé; el jueves me dejó solo, el viernes la suspiré; el sábado el desengaño... y el domingo a buscar otra porque solo no me amaño. Mientras tanto, se iniciaba en mi voluntad una reacción casi dolorosa, en que colaboraron el rencor y el escepticismo, la impenitencia y los propósitos de venganza. Me burlé del amor y de la virtud, de las noches bellas y de los días hermosos. No obstante, alguna ráfaga del pasado volvía a refrescar mi ardido pecho, nostálgico de ilusiones, de ternura y serenidad. \*\*\* Los aborígenes del bohío eran mansos, astutos, pusilánimes, y se parecían como las frutas de un mismo árbol. Llegaron desnudos, con sus dádivas de cambures y mañoco, acondicionadas en cestas de palmarito, y las descargaron sobre el barbecho, en lugar visible. Dos de los indios que manejaron la canoa traían pescados cocidos al humo. Cuidadosos de que los perros no gruñeran, fuimos al encuentro del arisco grupo, y después de una libre plática en gerundios y monosílabos castellanos, resolvieron los visitantes ocupar un extremo de la vivienda, el inmediato a los montes y a la barranca. Con indiscreta curiosidad les pregunté dónde habían dejado a las mujeres, pues ninguna venía con ellos. Apresuróse a explicarme el Pipa que era imprudencia hacer tan desusadas indagaciones, so riesgo de que se alarmaran los celosos indios, a cuyas petrivas les fue negado,por tradicional experiencia, mostrar incautamente su desnudez a forasteros blancos, siempre lujuriosos y abusivos. Agregó que no tardarían en acercarse las indias viejas, para ir aquilatando nuestra conducta, hasta convencerse de que éramos varones morigerados y recomendables. Dos días después apareciéronse las matronas, en traje de paraíso, seniles, repugnantes, batiendo al caminar los flácidos senos, que les pendían como estropajos. Traían sobre la greña sendas taparas de chicha mordicante, cuyos rezumos pegajosos les goteaban por las arrugas de las mejillas, con apariencia de sudor ácido. Ofreciéronnos la bebida a pico de calabaza, imponiendo su hierático gesto, y luego rezongaron malhumoradas al ver que sólo el Pipa pudo saborear el cáustico brebaje. Más tarde, cuando principió a resonar la lluvia, acurrucáronse junto al fogón, como gorilas momificadas, mientras los hombres enmudecían en los chinchorros con el letargo de la desidia. Nosotros callábamos también en el tramo opuesto, viendo caer el agua en la extensión de la umbrosa vega, que oprimía el espíritu con sus neblinas y cerrazones. ---Es imperioso ---prorrumpió Franco--- decidir esta situación poniendo en práctica algún propósito. En la semana entrante dejaremos esta guarida. ---Ya las indias vinieron a prepararnos el bastimento ---repuso el Pipa---. Remontaremos el río, cruzándolo frente a Caviona, un poco más arriba de las lagunas. Por allí va una senda terrestre para el Vichada y en recorrerla se gastan siete días. Hay que llevar a cuestas el equipo, mas ninguno de estos cuñaos quiere ir de carguero. Yo estoy trabajando para decidirlos. Pero es urgente la compra de algunos corotos en Orocué. ---¿Y con qué dinero los adquirimos? ---advertí alarmado. ---Eso corre de mi cuenta. Sólo pido que crean en mí y que sigan siendo afables con la tribu. Necesitamos sal, anzuelos, guarales, tabacos, pólvora, fósforos, herramientas y mosquiteros. Todo para ustedes, porque a mí nada me es indispensable. Y como nadie sabe qué nos espera en esas lejanías... ---¿Será preciso vender las sillas y los aperos? ---¿Y quién los compra? ¿Y quién los vende sin que lo apañen? Ya podemos irlos botando. De aquí en adelante no tendremos otro caballo que la canoa. ---¿Y en qué lugar escondes el oro para tus planes? ---En el garcero de Las Hermosas. ¡Cuatro libras de pluma fina, si mal nos va! Cada semana cambiaremos un manojito por mercancías. Cuando les provoque, yo soy baquiano, pero es muy lejos. ---¡Eso no importa! ¡Mañana mismo! \*\*\* ¡Bendita sea la difícil landa que nos condujo a la región de los revuelos y la albura! El inundado bosque del garcero, millonario de garzas reales, parecía algodonal de nutridos copos;y en la turquesa del cielo ondeaba, perennemente, un desfile de remos cándidos, sobre los cimborios de los moriches, donde bullía la empeluzada muchedumbre de polluelos. A nuestro paso se encumbraba en espiras la nívea flota, y, tras de girar con insólito vocerío, se desbandaba por unidades que descendían al estero, entrecerrando las alas lentas, como un velamen de seda albicante. Pensativo, junto a las linfas, demoraba el "garzón soldado", de rojo quepis, heroica altura y marcial talante, cuyo ancho pico es prolongado como una espada; y a su redor revoloteaba el mundo babélico de zancudas y palmípedas, desde la corocora lacre, que humillaría al ibis egipcio, hasta la azul cerceta de dorado moño y el pato ilusionante de color de rosa, que en el rosicler del alba llanera tiñe sus plumas. Y por encima de ese alado tumulto volvía a girar la corona eucarística de garzas, se despetalaba sobre la ciénaga, y mi espíritu sentíase deslumbrado, como en los días de su candor, al evocar las hostias divinas, los coros angelicales, los cirios inmaculados. Parecía imposible que pudiéramos arrimar al sitio de los nidos y las plumas. El transparente charco nos dejó ver un sumergido ejército de caimanes, en contorno de las palmeras, ocupado en recoger pichones y huevos, que caían cuando las garzas, entre algarabías y picotazos, desnivelaban con su peso las ramazones. Nadaba pues dondequiera la innúmera banda de caribes, de vientre rojizo y escamas plúmbeas, que se devoran unos a otros y descarnan en un segundo a todo ser que cruce las ondas de su dominio, por lo cual hombres y cuadrúpedos se resisten a echarse a nado, y mucho más al sentirse heridos, que la sangre excita instantáneamente la voracidad del terrible pez. Veíase la traidora raya, de aletas gelatinosas y arpón venino, que descansa en el fango como un escudo; la anguila eléctrica, que inmoviliza con sus descargas a quien la toca; la palometa de nácar y oro, semejante al disco lunar, que desciende al fondo y enturbia el agua para escaparse a las dentelladas de la tonina. Y todo el inmenso acuario se extendía hacia el horizonte, como un lago de peltre donde flotan las plumas ambicionadas. Bogando en balsitas inverosímiles, nos distribuimos aquí y allí para recoger el caro tesoro. Los indios invadían a trechos las espesuras, hurgando en las tinieblas con las palancas, por miedo a güíos y caimanes, hasta completar su manojo blanco, que a veces cuesta la vida de muchos hombres, antes de ser llevado a las lejanas ciudades a exaltar la belleza de mujeres desconocidas. \*\*\* Aquella tarde rendí mi ánimo a la tristeza y una emoción romántica me sorprendió con vagas caricias. ¿Por qué viviría siempre solo en el arte y en el amor? Y pensaba con dolorida inconformidad: ¡si tuviera ahora a quién ofrecerle este armiñado ramillete de plumajes, que parecen espigas blancas! ¡Si alguien quisiera abanicarse con este alón de "codúa" marina, donde va prisionero el iris! ¡Si hubiera hallado con quién contemplar el garcero nítido, primavera de aves y colores! Con humillada pena advertí luego que en el velo de mi ilusión se embozaba Alicia, y procuré manchar con realismo crudo el pensamiento donde la intrusa resurgía.Afortunadamente, tras penoso viaje por cenagosas llanuras y hondos caños, dimos con el lugar donde habían quedado las canoas, y a palanca comenzamos a remontar los sinuosos ríos, hasta que entramos, a boca de noche, en el atracadero de la ramada. Desde lejos nos llevó la brisa el llanto de un niño, y, cuando llegamos a la huta, salieron corriendo unas indias jóvenes, sin atender al Pipa, que en idioma terrígeno alcanzó a gritarles que éramos gente amiga. En soleras y horcones había chinchorros numerosísimos, y en el fogón, a medio rescoldo, gorgoreaba la olla de las infusiones. Lentamente, apenas la candela irguió su lumbre, se nos fueron presentando los indios nuevos, acompañados de sus mujeres, que les ponían la mano derecha en el hombro izquierdo para advertirnos que eran casadas. Una que llegó sola, nos señalaba el chinchorro de su marido y se exprimía el lechoso seno, dando a entender que había dado a luz ese día. El Pipa, ante ella, comenzó a instruirnos en las costumbres que rigen la maternidad en dicha tribu: al presentir el alumbramiento, la parturienta toma el monte y vuelve, ya lavada, a buscar a su hombre para entregarle la criatura. El padre, al punto, se encama a guardar dieta, mientras la mujer le prepara cocimientos contra las náuseas y los cefálicos. Como si entendiera estas explicaciones, hacía la moza signos de aprobación a cuanto el Pipa refería; y el cónyuge follón, de cabeza vendada con hojas, se quejaba desde el chinchorro y pedía cocos de chicha para aliviar sus padecimientos. Las indias que habían huido eran las pollonas, y cada uno de nosotros podía coger la que le placiera, cuando el jefe, un cacique matusalénico, recompensara de esa suerte nuestra adhesión. Mas sería candidez pensar que con requiebros y sonrisitas aceptarían nuestro agasajo. Era preciso atisbarlas como a gacelas y correr en los bosques hasta rendirlas, pues la superioridad del macho debe imponérseles por la fuerza, en cambio de sumisión y de ternura. Yo me sentía incapaz de toda ilusión. \*\*\* El jefe de la familia me manifestaba cierta frialdad, que se traducía en un silencio despectivo. Procuraba yo halagarlo en distintas formas, por el deseo de que me instruyera en sus tradiciones, en sus cantos guerreros, en sus leyendas; inútiles fueron mis cortesías, porque aquellas tribus rudimentarias y nómades no tienen dioses, ni héroes, ni patria, ni pretérito, ni futuro. Aconteció que traje del garcero dos patos grises, pequeños como palomas, ocultos en una mochila. Hallé uno muerto al día siguiente, y lo desplumé junto al fogón para que mis perros se lo comieran. Mas, al verme, el cacique tomó sus flechas y me amenazó con la macana, dando alaridos y trenos, hasta que las mujeres, pavoridas, recogieron las plumas y las soplaron en el aire de la mañana. Rodeáronme mis compañeros y me arrebataron la carabina porque no amenazara al abuelo audaz. Este arrojóse al suelo, cubriéndose la cara con las manos, se retorcía en epilépticas convulsiones, empezó a dar sollozos de despedida, besaba la tierra y la manchaba con espumarajos. Luego quedóse rígido, entre el espanto del desnudo harén, pero el Pipa le echó rescoldo en las orejas para que la muerte no le comunicara su fatal secreto.Entonces me advirtió nuestro intérprete que las almas de aquellos bárbaros residen en distintos animales, y que la del cacique se asemejaba a un pato gris. Probablemente moriría de sugestión por haber contemplado el ave sin vida, y la tribu se vengaría de mi "homicidio". Apresuréme a sacar el otro pato y lo dejé revolotear entre la ramada; al verlo, el indio quedóse en éxtasis ante el milagro y siguió los zigzags del vuelo sobre la plenitud del inmediato río. El pueril incidente bastó para acreditarme como ser sobrenatural, dueño de almas y destinos. Ningún aborigen se atrevía a mirarme, pero yo estaba presente en sus pensamientos, ejerciendo influencias desconocidas sobre sus esperanzas y sus pesadumbres. A mis pies cayeron dos muchachones, y se brindaron a completar nuestra expedición, sin que sus mujeres se resintieran. Nunca he podido recordar sus nombres vernáculos, y apenas sé que traducidos a buen romance querían decir, casi literalmente, "Pajarito del Monte" y "Cerrito de la Sabana". Abracélos en señal de que aceptaba su ofrecimiento, por lo cual descolgaron del techo las palancas y les remudaron el fique de las horquetas, para que soportaran el impulso de la canoa al hincarse en los carameros de los charcos, o en los arrecifes costaneros. A su vez, las indias viejas rallaban yuca para la preparación del cazabe que debía alimentarnos en el desierto. Echaban la mezcla acuosa en el sebucán, ancho cilindro de hojas de palma retejidas, cuyo extremo inferior se retuerce con un tramojo para exprimir el almidonoso jugo de la rallada. Otras, desnudas en contorno de la candela, recalentaban el budare, tiesto redondo y plano, sobre cuya superficie iban extendiendo la masa inmunda y la alisaban con los dedos ensalivados hasta que la torta endureciera. Quiénes torcían sobre los muslos las fibras sacadas del cogollo de los moriches, para tejer un chinchorro nuevo, digno de mi estatura y mi persona, mientras el cacique, gesticulando, me hacía entender que celebraría con baile pomposo el vasallaje debido a mi fortaleza y a mi autoridad. Mi espíritu pregustaba el acre sabor de las próximas aventuras. \*\*\* Los indios encargados de procurarnos la mercancía fueron estafados por los tenderos de Orocué. En cambio de los artículos que llevaron: seje, chinchorros, pendare y plumas, recibieron baratijas que valían mil veces menos. Aunque el Pipa les enseñó cuidadosamente los precios razonables, sucumbieron a su ignorancia y la avilantez de los explotadores volvió a enriquecerse con el engaño. Unos paquetes de sal porosa, unos pañuelos azules y rojos y algunos cuchillos, fueron írrito pago de la remesa, y los emisarios tornaban felices de que, como otras veces, no los hubieran obligado a barrer las tiendas, cargar agua, desyerbar la calle, empacar cueros. Fallida la esperanza de acrecentar los equipajes, nos consolamos con la certeza de que el viaje sería menos complicado. Y, por fin, una noche de plenilunio, quedó lista la gran curiara, que, con blando meneo, ofrecía conducirnos a Caviona. Afluyeron al baile más de cincuenta indios, de todo sexo y edad, pintarrajeados y silenciosos, y fueron amojonándose en la abierta playa, con las calabazas de hervidora chicha. Desde por la tarde habían hecho acopio de mojojoyes, gruesos gusanos de anillos peludos, queviven enroscados en los troncos podridos. Descabezábanlos con los dientes, como el fumador que despunta el cigarro, y sorbían el contenido mantequilloso, refregándose luego la vacía funda del animal en las cabelleras, para lustrarlas. Las de las pollonas, de altivos senos, resplandecían como el charol, bajo el nimbo de plumas de guacamayo y sobre los collares de corozos y cornalinas. El cacique se había embijado el rostro con achiote y miel, y aspiraba el polvo del yopo, introduciéndose en las narices sendos canutillos. Cual si lo hubiera atacado el delirium tremens, bamboleábase embrutecido entre las muchachas, y las apretaba y perseguía, semejante a un cabrío rijoso, pero impotente. A veces, a media lengua, venía a felicitarme porque, según el Pipa, era yo, como él, enemigo de los vaqueros y les había quemado las fundaciones, cosas que me hacían digno de una macana fina y de un arco nuevo. En medio de la orgiástica baraúnda prodigábase la chicha de fermento atroz, y las mujeres y los chicuelos irritaban con su vocerío la bacanal. Luego empezaron a girar sobre las arenas en moroso círculo, al compás de los fotutos y las cañas, sacudiendo el pie izquierdo a cada tres pasos, como lo manda el rigor del baile nativo. Parecía más bien la danza un tardo desfile de prisioneros, alrededor de inmensa argolla, obligados a repisar una sola huella, con la vista al suelo, gobernados por el quejido de la chirimía y el grave paloteo de los tamboriles. Ya no se oía más que el son de la música y el cálido resollar de los danzantes, tristes como la luna, mudos como el río que los consentía sobre sus playas. De pronto, las mujeres, que permanecían silenciosas dentro del círculo, abrazaron las cinturas de sus amantes y trenzaban el mismo paso, inclinadas y entorpecidas, hasta que con súbito desahogo corearon todos los pechos ascendente alarido, que estremecía selvas y espacios como una campanada lúgubre: «¡Aaaaay!... ¡Ohé!...». Tendido de codos sobre el arenal, aurirrojizo por las luminarias, miraba yo la singular fiesta, complacido de que mis compañeros giraran ebrios en la danza. Así olvidarían sus pesadumbres y le sonreirían a la vida otra vez siquiera. Mas, a poco, advertí que gritaban como la tribu, y que su lamento acusaba la misma pena recóndita, cual si a todos les devorara el alma un solo dolor. Su queja tenía la desesperación de las razas vencidas, y era semejante a mi sollozo, ese sollozo de mis aflicciones que suele repercutir en mi corazón aunque lo disimulen los labios: «¡Aaaaay!... ¡Ohé!...». \*\*\* Cuando me retiré a mi chinchorro, en la más completa desolación, siguieron mis pasos unas indias y se acurrucaron cerca de mí. Al principio conversaban a medio tono, pero más tarde atrevióse una a levantar la punta de mi mosquitero. Las otras, por sobre el hombro de su compañera, me atisbaban y sonreían. Cerrando los ojos, rechacé la provocación amorosa, con profundo deseo de libertarme de la lascivia y pedirle a la cas tidad su refugio tranquilo y vigorizante. Al amanecer regresaron a la ramada los juerguistas. Tendidos en el piso, como cadáveres, disolvían en el sueño la pesadilla de la embriaguez. Ninguno de mis camaradas había vuelto, y sonreí al notar que faltaban algunas pollonas. Mas cuando bajé al río para observar el estado de la curiara, vi al Pipa, boca abajo en la arena, exánime y desnudo al rayo del sol.Cogiéndolo por los brazos lo arrastré hacia la sombra, disgustado por su prurito de desnudarse. Aquel hombre, vanidoso de sus tatuajes y cicatrices, prefería el guayuco a la vestimenta, a pesar de mis reprensiones y amenazas. Dejélo que dormitara la borrachera, y allí permaneció hasta la noche. Rayó el día siguiente y ni despertaba ni se movía. Entonces, descolgando la carabina, cogí al cacique por la melena y lo hinqué en la grava, mientras que Franco hacía ademán de soltar los perros. Abrazóme el anciano las pantorrillas trabajando una explicación: ---¡Nada! ¡Nada! Tomando yagé, tomando yagé... Ya conocía las virtudes de aquella planta, que un sabio de mi país llamó "telepatina". Su jugo hace ver en sueños lo que está pasando en otros lugares. Recordé que el Pipa me habló de ella, agradecido de que sirviera para saber con seguridad a qué sabanas van los vaqueros y en cuáles sitios abunda la caza. Habíale ofrecido a Franco ingerirla para adivinar el punto preciso donde estuviera el raptor de nuestras mujeres. El visionario fue conducido en peso y recostado contra un estantillo. Su cara singular y barbilampiña había tomado un color violáceo. A veces babeaba su propio vientre, y, sin abrir los ojos, se quería coger los pies. Entre el lelo corro de espec tadores le sostuve la frente con mis manos. ---Pipa, Pipa, ¿qué ves? ¿Qué ves? Con angustioso pujo principió a quejarse y saboreaba su lengua como un confite. Los indios afirmaron que sólo hablaría cuando despertara. Con descreída curiosidad nuevamente dije: ---¿Qué ves? ¿Qué ves? ---Un... ri... o. Hom... bres..., dos... hombres... ---¿Qué más? ¿Qué más? ---Un... n... a... ca... no... a... ---¿Gente desconocida? ---Uuuh... Uuuuuuh... Uuuuuuh... ---¿Pipa, te sientes mal? ¿Qué quieres? ¿Qué quieres? ---Dor... mir... dor... mir... dor... mir... dor... Las visiones del soñador fueron estrafalarias: procesiones de caimanes y de tortugas, pantanos llenos de gente, flores que daban gritos. Dijo que los árboles de la selva eran gigantes paralizados y que de noche platicaban y se hacían señas. Tenían deseos de escaparse con las nubes, pero la tierra los agarraba por los tobillos y les infundía la perpetua inmovilidad. Quejábanse de la mano que los hería, del hacha que los derribaba, siempre condenados a retoñar, a florecer, a gemir, a perpetuar, sin fecundarse, su especie formidable, incomprendida. El Pipa les entendió sus airadas voces, según las cuales debían ocupar barbechos, llanuras y ciudades, hasta borrar de la tierra el rastro del hombre y mecer un solo ramaje en urdimbrecerrada, cual en los milenios del Génesis, cuando Dios flotaba todavía sobre el espacio como una nebulosa de lágrimas. ¡Selva profética, selva enemiga! ¿Cuándo habrá de cum plirse tu predicción? \*\*\* Llegamos a las márgenes del río Vichada derrotados por los zancudos. Durante la travesía los azuzó la muerte tras de nosotros y nos persiguieron día y noche, flotando en halo fatídico y quejumbroso, trémulos como una cuerda a medio vibrar. Éranos imposible mezquinar nuestra sangre asténica, porque nos succionaban al través de sombrero y ropa, inoculándonos el virus de la fiebre y la pesadilla. Las que enantes fueron sabanas úberes se habían convertido en desoladas ciénagas; y con el agua a la cintura seguíamos el derrotero de los baquianos, bañada en sudor la frente y húmedas las maletas que portábamos a la espalda, famélicos, macilentos, pernoctando en altiplanos de breña inhóspita, sin hoguera, sin lecho, sin protección. Aquellas latitudes son inmisericordes en la sequía y en el invierno. Cierta vez en La Maporita, cuando Alicia me amaba aún, salí al desierto a coger para ella un venadillo recental. Calcinaba el verano la estepa tórrida, y las reses, en el fogaje del calor, trotaban por todas partes buscando agua. En los meandros de árido cauce escarbaban la tierra del bebedero unas vaquillonas, al lado de un caballejo que agonizaba con el hocico puesto sobre el barrizal. Una bandada de caricaris cogía culebras, ranas, lagartijas, que palpitaban locas de sed entre carroñas de cachicamos y chigüires. El toro que presidía la grey repartía topes con protectora solicitud, por obligar a sus hembras a acompañarlo hacia otros parajes en busca de alguna charca, y mugía arreando a sus compañeras en medio del banco centelleante y pajonaloso. Empero, una novilla recién parida, que se destapó las pezuñas cavando el secadal, regresó a buscar a su ternerillo por ofrecerle la ubre cuarteada. Echóse para lamerlo, y allí murió. Levanté la cría y expiró en mis brazos. Mas luego, al caer de unas cuantas lluvias, invertía el territorio su hostilidad: por doquiera, encaramados sobre troncos, veíanse lapas, zorros y conejos, sobreaguando en la inundación; y aunque las vacas pastaban en los esteros, con el agua sobre los lomos, perdían sus tetas en los dientes de los caribes. Por aquellas intemperies atravesamos a pie desnudo, cual lo hicieron los legendarios hombres de la conquista. Cuando al octavo día me señalaron el monte del Vichada, sobrecogióme intenso temblor y me adelanté con el arma al brazo, esperando encontrar a Alicia y a Barrera en sensual coloquio, para caerles de sorpresa, como el halcón sobre la nidada. Y jadeante y entigrecido me agazapé sobre los barrancos de la orilla. ¡Nadie! ¡Nadie! El silencio, la inmensidad... \*\*\* ¿A quién podíamos preguntarle por los caucheros? ¿Para qué seguir caminando río arriba sobre la costa desapacible? Era mejor renunciar a todo, tendernos en cualquier sitio y pedirle ala fiebre que nos rematara. El fantasma impávido del suicidio, que sigue esbozándose en mi voluntad, me tendió sus brazos esa noche; y permanecí entre el chinchorro, con la mandíbula puesta sobre el cañón de la carabina. ¿Cómo iría a quedar mi rostro? ¿Repetiría el espectáculo de Millán? Y este solo pensamiento me acobardaba. Lenta y oscuramente insistía en adueñarse de mi conciencia un demonio trágico. Pocas semanas antes, yo no era así. Pero pronto los conceptos de crimen y los de bondad se compensaban en mis ideas, y concebí el morboso intento de asesinar a mis compañeros, movido por la compasión. ¿Para qué la tortura inútil, cuando la muerte era inevitable y el hambre andaría más lenta que mi fusil? Quise libertarlos rápidamente y morir luego. Con la siniestra mano entre el bolsillo, principié a contar las cápsulas que tenía, escogiendo para mí la más puntiaguda. ¿Y a cuál debía matar primero? Franco estaba cerca de mí. En la noche lluviosa extendí el brazo y le tenté la cabeza febricitante. ---¿Qué quieres? ---dijo---. ¿Por qué le movías el manubrio al wínchester? La fiebre me vuelve loco. Y pulsándome la muñeca, repetía: ---¡Pobre!... La tuya tiene más de cuarenta grados. Abrígate con mi ruana hasta que sudes. ---¡Esta noche será interminable! ---Pronto saldrá el lucero de la madrugada. ¿Sabes ---agre- gó--- que el mulatico puede rasgarse? ¿No has sentido cómo se queja? Ha delirado con Sebastiana y con los rodeos. Dice que tiene el hígado endurecido como piedra. ---Tuya es la culpa. No quisiste que se quedara. Ardías por verlo morir en el desamparo. ---Creí que su ansia de regreso obedecía a la aversión que siente por el Pipa. ---Yo los reconciliaré para siempre. ---Es que Correa le teme por la amenaza de que va a causarle maleficio. Ha dado en entristecerse cuando escucha cantar cierto pájaro. Recordando los filtros de Sebastiana, repuse dudoso: ---¡Ignorancia, superstición! ---Ayer sacó el tiple para reponerle la clavija rota. Pero al tocarlo se puso a yorar. ---Dime, ¿no habrá moronas de cazabe en tu maletera? Párate, acércate. ---¿Para qué? ¡Todo se acabó! ¡Cómo me duele que tengas hambre! ---¿Las pepas de este árbol serán venenosas? ---Probablemente. Pero los indios están pescando. Aguardemos hasta mañana. Y con los ojos llenos de lágrimas, balbucí, desviando el calibre:---¡Bueno, bueno! Hasta mañana... \*\*\* Los perros comenzaron a manotear en mi mosquitero para que abandonáramos el playón. Evidentemente, seguía creciendo el río. Cuando nos guarecimos en una laja del promontorio, había estrellas sobre los montes. Los perros ladraban desde los barrancos. ---Pipa, llama a esos cachorros, que aúllan como viendo al diablo. Y los silbé lúgubremente. Franco me aclaró que el Pipa andaba con los indígenas. Entonces advertimos un reflejo como de linterna, que, muy abajo, parecía surcar el agua. Con intermitencia alumbraba y se perdía, y al amanecer no lo vimos más. Pajarito del Monte y Cerrito de la Sabana llegaron fatigosos con esta noticia: ---Falca subiendo río. Compañero siguiéndola por la orilla. Falca picureándose. El Pipa nos trajo nuevos informes: era una canoa ligera, con techo de palma entretejida. Al notar que en la sombra andaban indios, apagó el candil y sesgó rumbo. Debíamos acecharla, hacerle fuego. Como a las once del día, remontó a palanca, sigilosamente, escondiéndose en los rebalses, bajo los densos guamos. Se empeñaba en forzar un chorro, y, por escaparse al remolino, tocó la costa para que un hombre la remolcara al extremo de la cadena. Enderezamos hacia el boga la puntería, mientras que Franco le salió al encuentro con el machete en alto. Al instante, el que timoneaba la embarcación exclamó de pie: ---¡Teniente!, ¡mi teniente!, ¡yo soy Helí Mesa! Y saltando a la orilla, se apretaron enternecidos. Después, al ofrecernos la yucuta hecha de mañoco, el cual parecía salvado grueso, expuso Mesa, repitiéndonos la ración: ---¿Qué proyectos ocultan ustedes, que me preguntan por los caucheros? El tal Barrera se robó esa gente y se la lleva para el Brasil, a venderla en el río Guainía. A mí también me enganchó hace ya dos meses, pero me le fugué a la entrada del Orinoco, después de matarle un capataz. Estos dos indios que me acompañan son de Maipures. Miré estupefacto a mis camaradas, sintiendo un vértigo más horripilante que el de la fiebre. Callábamos cogitabundos, estremecidos. Mesa nos observaba con inquietud. Franco rompió el silencio. ---Dime, ¿con los caucheros va la Griselda? ---Sí, mi teniente. ---¿Y una muchacha llamada Alicia? ---le pregunté con voz convulsa.---¡También, también!... \*\*\* Junto al fogón que fulgía en la arena, nos envolvíamos en el humo, para esquivar la plaga. Ya sería la medianoche cuando Helí Mesa resumió su brutal relato, que escuchaba yo, sentado en el suelo, hundida la cabeza entre las rodillas. ---Si ustedes hubieran visto el caño Muco el día del embarco, habrían pensado que aquella fiesta no tenía fin. Barrera prodigaba abrazos, sonrisas, enhorabuenas, satisfecho de la mesnada que iba a seguirlo. Los tiples y las maracas no descansaron, y, a falta de cohetes, disparábamos los revólveres. Hubo cantos, botellas, almuerzo a rodo. Luego, al sacar nuevas damajuanas de aguardiente, pronunció Barrera un falaz discurso, empalagoso de promesas y cariño, y nos suplicó que llevásemos nuestras armas a un solo bongo, no fuera que tanto júbilo provocara alguna desgracia. Todos le obedecimos sin protesta. «Aunque muy bebido, me siguió la corazonada de que por aquí no hay monte apropiado para organizar caucherías, y estuve a punto de volverme a buscar mi rancho, a rejuntarme con la indiecita que dejé. Pero como hasta la niña Griselda hacía la burla a mis recelos, resolví gritar como todos al embarcarme: "¡Viva el progresista señor Barrera! ¡Viva nuestro empresario! ¡Viva la expedición!". «Ya les referí lo que aconteció después de una marcha de horas, apenas caímos al Vichada. El Palomo y el Matacano estaban acampados con quince hombres en un playón, y cuando arribábamos, nos intimaron requisa a todos, diciendo que habíamos invadido territorios venezolanos. Barrera, director de la jugada, nos ordenó: "Compatriotas queridos, hijos amados, no os resistáis. Dejad que estos señores esculquen bongo por bongo, para que se convenzan de que somos gente de paz". «Aquellos hombres entraron pero no salieron: se quedaron en popa y en proa como centinelas. Seguros de que íbamos desarmados, nos mandaron permanecer en un solo sitio, o dispararían sobre nosotros. Y descalabraron a los cinco que se movieron. «Entonces clamó Barrera que él seguiría adelante, hacia San Fernando del Atabapo, a protestar contra el abuso y a reclamar del coronel Funes una crecida indemnización. Iba en el mejor bongo, con las mujeres aludidas y con las armas y las provisiones. Y se fue, se fue, sordo a los llantos y a los reproches. «Aprovechando la borrachera que nos vencía, nos filiaba el Palomo y nos amarraba de dos en dos. Desde ese día fuimos esclavos y en ninguna parte nos dejaban desembarcar. Tirábannos el mañoco en unas coyabras, y, arrodillados, lo comíamos por parejas, como perros en yunta, metiendo la cara en las vasijas, porque nuestras manos iban atadas. «En el bongo de las mujeres van los chicuelos, a pleno sol, mojándose las cabecitas para no morir carbonizados. Parten el alma con sus vagidos, tanto como las súplicas de las madres, que piden ramas para taparlos. El día que salimos al Orinoco, un niño de pechos lloraba de hambre. El Matacano, al verlo lleno de llagas por las picaduras de los zancudos, dijo que se trataba de la viruela, y, tomándolo de los pies, volteólo en el aire y lo echó a las ondas. Al punto, un caimán lo atravesó en la jeta, y, poniéndose a flote, buscó la ribera para tragárselo. Laenloquecida madre se lanzó al agua y tuvo igual suerte que la criaturilla. Mientras los centinelas aplaudían la diversión, logré zafarme las ligaduras, y, rapándole el gras al que estaba cerca, le hundí al Matacano la bayoneta entre los riñones, lo dejé clavado contra la borda, y, en presencia de todos, salté al río. «Los cocodrilos se entretuvieron con la mujer. Ningún disparo hizo blanco en mí. Dios premió mi venganza y aquí estoy». \*\*\* Las manos de Helí Mesa me reconfortaron. Estrechélas ansioso, y me transmitían en sus pulsaciones la contracción con que le hincaron al capataz el temerario acero en su carne odiosa. Aquellas manos, que sabían amansar la selva, también desbravaban los ríos con el canalete o con la palanca, y estaban cubiertas de dorado vello como las mejillas del indomable joven. ---No me felicite usted ---decía---: ¡yo debí matarlos a todos! ---¿Entonces para qué mi viaje? ---le repliqué. ---Tiene usted razón. A mí no me han robado mujer ninguna, pero un simple sentimiento de humanidad me enfurece el brazo. Bien sabe, mi teniente, que seguiré siendo subalterno suyo, como en Arauca. Vamos, pues, a buscar a los forajidos, a libertar a los enganchados. Estarán en el río Guainía, en el siringal de Yaguanarí. Dejando el Orinoco, pasarían por el Casiquiare, y quién sabe qué dueño tengan ahora, porque allá dizque abundan los compradores de hombres y mujeres. El Palomo y el Matacano eran socios de Barrera en este comercio. ---¿Y tú crees que Alicia y Griselda vivan esclavas? ---Lo que sí garantizo es que valen algo, y que cualquier pudiente dará por una de ellas hasta diez quintales de goma. En eso las avaluaban los centinelas. Me retiré por el arenal a mi chinchorro, sombrío de pesar y satisfacción. ¡Qué dicha que las fugitivas conocieran la esclavitud! ¡Qué vengador el latigazo que las hiriera! Andarían por los montes sórdidos, desgreñadas, enflaquecidas, portando en la cabeza los calderos llenos de goma, o el tercio de leña verde o los peroles de fumigar. La venenosa lengua del sobrestante las aguijaría con indecencias y no les daría respiro ni para gemir. De noche dormirían en el tambo oscuro con los peones, en hedionda promiscuidad, defendiéndose de pellizcos y de manoseos, sin saber quiénes las forzaban y poseían, en tanto que la guardia pasaría número como indicando el turno a la hombrada lúbrica: ¡uno!... ¡dos!... ¡tres!... De repente, con el augurio de tales visiones, el corazón empezó a crecerme dentro del pecho hasta postrarme en sofocadora impotencia. ¿Alicia llevaría en sus entrañas martirizadas a mi hijo? ¿Qué tormento más inhumano que mi tormento podía inventarse contra varón alguno? Y caí en un colapso sibilador y mi cabeza desangrábase bajo mis uñas. Insensiblemente, reaccioné de modo perverso. Barrera la habría reservado para su lecho y para su negocio, porque aquel miserable era capaz de tener concubina y vivir de ella. ¡Qué salaces depravaciones, qué voluptuosos refinamientos le habría enseñado! ¡Y de haberlavendido, bien, muy bien! ¡Diez quintales de caucho la repagaban! ¡Ella se entregaría por una sola libra! Quizás no estaba de peona en los siringales, sino de reina en la entablada casa de algún empresario, vistiendo sedas costosas y finos encajes, humillando a sus siervas como Cleopatra, riéndose de la pobreza en que la tuve, sin poder procurarle otro goce que el de su cuerpo. Desde su mecedora de mimbres, en el corredor de olorosa sombra, suelta la cabellera, amplio el corpiño, vería desfilar a los cargadores con los bultos de caucho hacia las balandras, sudorosos y desgarrados, mientras que ella, ociosa y rica, entre los abanicos de las iracas, apagaría sus ojos en el bochorno, al son de una victrola de sedantes voces, satisfecha de ser hermosa, de ser deseada, de ser impura. ¡Pero yo era la muerte y estaba en marcha!... \*\*\* En la ranchería autóctona de Ucuné nos regaló un cacique tortas de cazabe y discutió con el Pipa el derrotero que debíamos seguir: cruzar la estepa que va del Vichada al caño del Vúa, descender a las vegas del Guaviare, subir por el Inírida hasta el Papunagua, atravesar un istmo selvoso en busca del Isana bramador, y pedirles a sus corrientes que nos arrojaran al Guainía, de negras ondas. Este trayecto, que implica una marcha de meses, resulta más corto que la ruta de los caucheros por el Orinoco y el Casiquiare. Carenamos la embarcación con peramán, y nos dimos a navegar sobre las enlagunadas sabanetas, arrodillados en la canoa, en martirizadora incomodidad, con perros y víveres, sacando, por turnos, en una concha, el agua impertinente de las lluvias. El mulato Correa seguía con fiebres, ovillado entre la curiara, bajo el bayetón llanero que otros días le sirvió para defenderse de los toros perseguidores. Cuando le oí decir que inclinaba la cabeza sobre el pecho para escuchar un tenaz gorgojo que le iba carcomiendo el corazón, lo abracé con lástima: ---¡Ánimo, ánimo! ¡No pareces el hombre que conocí! ---Blanco, esa es la verdá. El que yo era quedó en los yanos. Quejóseme de que el Pipa le quería "apretar la maturranga", porque se resistió a prestarle el tiple. Llamé al marrullero y lo sacudí. ---Si vuelves a asustar a este pobre muchacho con tantas mentiras, te amarraré desnudo en un hormiguero. ---No me crea usted de tan pésima índole. Cierto que les apreté la maturranga a los fugitivos, pero a este socio se le ha encajao que el maleficio es para él. Convénzase de lo que oye ---sacó de su mochila un manojo de paja, liada con alambre por la mitad, como si fuera escoba inútil, y la desenrolló exponiendo---: todas las noches la retorcía, pensando en el Barrera, para que sienta el estrangulamiento en la cintura y vaya trozándose hasta dividirse.

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