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madre de Frankenstein, La - Almudena Grandes.pdf

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Índice Portada Sinopsis Portadilla Episodios de una guerra interminable Dedicatoria y cita Citas I. El asombro (1954) II. La compañía (1955) III. La soledad (1956) IV. La madre de Frankenstein La historia de Germán. Nota de la autora Los personajes Créditos ...

Índice Portada Sinopsis Portadilla Episodios de una guerra interminable Dedicatoria y cita Citas I. El asombro (1954) II. La compañía (1955) III. La soledad (1956) IV. La madre de Frankenstein La historia de Germán. Nota de la autora Los personajes Créditos SINOPSIS En 1954, el joven psiquiatra Germán Velázquez vuelve a España para trabajar en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos, al sur de Madrid. Tras salir al exilio en 1939, ha vivido quince años en Suiza, acogido por la familia del doctor Goldstein. En Ciempozuelos, Germán se reencuentra con Aurora Rodríguez Carballeira, una parricida paranoica, inteligentísima, que le fascinó a los trece años, y conoce a una auxiliar de enfermería, María Castejón, a la que doña Aurora enseñó a leer y a escribir cuando era una niña. Germán, atraído por María, no entiende el rechazo de ésta, y sospecha que su vida esconde muchos secretos. El lector descubrirá su origen modesto como nieta del jardinero del manicomio, sus años de criada en Madrid, su desdichada historia de amor, a la par que los motivos por los que Germán ha regresado a España. Almas gemelas que quieren huir de sus respectivos pasados, Germán y María quieren darse una oportunidad, pero viven en un país humillado, donde los pecados se convierten en delitos, y el puritanismo, la moral oficial, encubre todo tipo de abusos y atropellos. ALMUDENA GRANDES LA MADRE DE FRANKENSTEIN Agonía y muerte de Aurora Rodríguez Carballeira en el apogeo de la España nacionalcatólica, Manicomio de mujeres de Ciempozuelos, Madrid, 1954-1956 EPISODIOS DE UNA GUERRA INTERMINABLE PLAN DE LA OBRA I Inés y la alegría El ejército de la Unión Nacional Española y la invasión del valle de Arán, Pirineo de Lérida, 19-27 de octubre de 1944 II El lector de Julio Verne La guerrilla de Cencerro y el Trienio del Terror, Jaén, Sierra Sur, 1947-1949 III Las tres bodas de Manolita El cura de Porlier, el Patronato de Redención de Penas y el nacimiento de la resistencia clandestina contra el franquismo, Madrid, 1940-1950 IV Los pacientes del doctor García El fin de la esperanza y la red de evasión de criminales de guerra y jerarcas nazis dirigida por Clara Stauffer, Madrid - Buenos Aires, 1945-1955 V La madre de Frankenstein Agonía y muerte de Aurora Rodríguez Carballeira en el apogeo de la España nacionalcatólica, Manicomio de Ciempozuelos (Madrid), 1954-1956 VI Mariano en el Bidasoa Los topos de larga duración, la emigración económica interior y los 25 años de paz, Castuera (Badajoz) - Eibar (Guipúzcoa), 1939-1964 A Luis. Otra vez, y nunca serán bastantes Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas, Aún en estos libros te es querida y necesaria, Más real y entresoñada que la otra; No esa, mas aquella es hoy tu tierra. La que Galdós a conocer te diese, Como él tolerante de lealtad contraria, Según la tradición generosa de Cervantes, Heroica viviendo, heroica luchando Por el futuro que era el suyo, No el siniestro pasado donde a la otra han vuelto. La real para ti no es esa España obscena y deprimente En la que regentea hoy la canalla, Sino esta España viva y siempre noble Que Galdós en sus libros ha creado. De aquella nos consuela y cura esta. Luis Cernuda, «Díptico español», Desolación de la quimera (1956-1962) El sueño de la razón produce monstruos. Título del grabado número 43 de los Caprichos de Francisco de Goya (1797-1799) INVENTARIO DE LUGARES PROPICIOS AL AMOR Son pocos. (...) Por todas partes ojos bizcos, córneas torturadas, implacables pupilas, retinas reticentes, vigilan, desconfían, amenazan. Queda quizá el recurso de andar solo, de vaciar el alma de ternura y llenarla de hastío e indiferencia, en este tiempo hostil, propicio al odio. Ángel González, «Inventario de lugares propicios al amor», Tratado de urbanismo (1967) Por las mañanas, alguien tocaba el piano. En el pabellón del Sagrado Corazón, donde se alojaban las señoras pensionistas de primera clase, los pasillos eran de tarima, madera de roble barnizada que brillaba bajo la luz del sol como un estanque de caramelo. Cuando la pisé por primera vez, apreciando la flotante naturaleza de las tablas que cedían bajo mi peso para crujir antes de recuperar la firmeza, no me di cuenta de que acababa de recuperar una sensación infantil. El suelo de la casa de mi madre, astillado, negruzco, ya no parecía de caramelo. Había pasado mucho tiempo, más del que yo había vivido fuera de España, desde que lo barnizaron por última vez. Durante quince años me había esforzado por recordar los colores, las texturas, las sensaciones que había perdido, pero cuando regresé, todo me sorprendía. La rotundidad del sol de enero sobre los campos encogidos por la escarcha, la vastedad de las llanuras secas, la aridez de la tierra, la forma de las nubes, la silueta de las mujeres a las que veía cada mañana recogiendo agua en la fuente de la plaza, sus cabezas humilladas, cubiertas con un pañuelo, pero aquel piano no. Absorto en otro ritmo, el que producían mis pisadas sobre la madera, ni siquiera le presté atención hasta que la música cesó bruscamente cuando pasé por delante de una puerta. Sólo entonces recordé dónde vivía. España no era Suiza, las emisoras de radio españolas no emitían conciertos de piano a las doce de la mañana. Un segundo después, como si quisieran acompasarse con mi extrañeza, todas las campanas de Ciempozuelos repicaron al unísono para señalar la hora del Ángelus. Todavía no me había acostumbrado a aquel ritual, el doctor Robles y sus discípulos abandonando cualquier tarea a las doce del mediodía para congregarse en el vestíbulo y rezar con fulminante devoción una oración fragmentada, en la que una hermana pronunciaba unos versículos a los que parecían responder los demás. La primera mañana no entendí lo que pasaba, y seguí hablando hasta que un compañero me cogió del brazo mientras apoyaba sobre sus labios el dedo índice de la otra mano. Él no se arrodilló, tampoco rezaba, pero se quedó quieto, las piernas juntas y las manos cruzadas en el regazo, hasta que los demás terminaron. Dos días después, comprobé que no era el único. Otro psiquiatra del equipo de Robles hacía lo mismo y eso, dejar lo que estuviera haciendo, acudir al vestíbulo, juntar las piernas, cruzar las manos, cerrar los labios, hice yo a partir de entonces. Pero en el pasillo del Sagrado Corazón estaba solo y me limité a escuchar el silencio un instante antes de seguir andando. Cuando llegué al final del pasillo, el piano había vuelto a sonar. Me quité los zapatos, deshice el camino muy despacio y la música no cesó. Desde aquella mañana, siempre que podía, me refugiaba del Ángelus en el Sagrado Corazón, un edificio de aspecto señorial que parecía menos un sanatorio que un hotel, un antiguo balneario bien conservado, encerrado en un jardín antiguo, frondoso, de árboles altos, podados con sabiduría. Los otros pabellones también tenían jardines, también hermosos pero menos exuberantes, con menos flores en primavera y menos sombra en verano, como si la clasificación de las internas en cuatro clases, según el dinero que pudieran o no pagar, alcanzara incluso a la variedad de tonos del color verde que contemplaban desde las ventanas de sus dormitorios. En estos, la diferencia se marcaba aún más. El alojamiento de la pianista era de los más caros, no tanto una habitación como una vivienda propia. Un pequeño salón comunicaba con el dormitorio, al que se abría también un cuarto de baño privado que no pude ver desde el pasillo. A ella la vi sólo de espaldas, sentada ante un piano de pared colocado frente a una ventana, a un lado de la cama. Había abierto la puerta lentamente, con todo el sigilo del que fui capaz, pero tuve la impresión de que aunque hubiera hecho ruido, no se habría vuelto a mirarme. Era una mujer mayor, con el pelo blanco, muy corto. A la distancia desde la que la observaba, sin traspasar nunca el umbral, aprecié la buena calidad de su ropa, cada día distinta pero siempre negra, tan pulcra como si la hubiera cepillado antes de ponérsela. La limpieza era un atributo raro en una enferma mental, la dignidad, una condición insólita, pero nada resultaba tan extraordinario como el movimiento de sus dedos sobre el teclado. Yo no era un gran melómano, pero había escuchado muchos conciertos en mi vida. Mi madre, que se había ganado la vida como profesora de piano antes de casarse y volvería a hacerlo después de la guerra, nunca había dejado pasar un día entero sin sentarse a tocar. Además, en Neuchâtel y sobre todo en Berna, había tratado a varios músicos y a muchos pacientes que no lo eran antes de cultivar el arte como terapia. Por eso comprendí enseguida que aquella mujer era diferente. La pianista del Sagrado Corazón no sólo interpretaba como una virtuosa, sino como una virtuosa perfectamente cuerda. La música que brotaba de sus dedos no sólo era exacta, tan fluida y melodiosa como la que producía el piano de mi madre, sino que más allá de su regularidad, la ausencia de pausas y errores, poseía una condición misteriosamente elástica. La pianista del Sagrado Corazón reinaba sobre las notas, gobernaba los acordes como si fueran seres vivos que subieran, y bajaran, y se acoplaran, y se separaran por su propia voluntad. Más que sonidos, creaba un bucle de armonía infinita que parecía haber existido siempre, porque no se detenía, apenas descansaba, cuando daba por terminada una obra y comenzaba otra. La paciente de la habitación 19 del pabellón de primera clase no sólo tocaba admirablemente un piano en cuya bandeja no reposaba partitura alguna. El teclado y su cuerpo se habían integrado para producir un único instrumento, tan poderoso que sabía reflejar todas las emociones humanas, desde la piedad hasta la ira. Pero aquella anciana vestida de negro aún guardaba más sorpresas para mí. Por las tardes, alguien leía para ella en voz alta. Desde que llegué a Ciempozuelos había destinado las mañanas a analizar las historias clínicas de las pacientes que el doctor Robles había sugerido para mi programa. Por las tardes me dediqué a entrevistar a las candidatas, hasta que descubrí que mi criterio no coincidía siempre con el del director del manicomio. Estudié otras historias con la esperanza de completar una lista idónea, y aquel propósito me llevó al Sagrado Corazón un día de mediados de febrero, a media tarde. Pretendía visitar a una interna para explicarle el programa y proponerle que se reuniera conmigo al día siguiente, pero al llegar no oí el piano. El silencio torció mis planes. Me quité los zapatos y avancé muy despacio hasta la habitación 19. A medio camino distinguí un sonido inesperado, la voz de una mujer joven que cambiaba de entonación rítmicamente, formulando preguntas a las que ella misma respondía a continuación, como si interpretara a dos personajes distintos. Al escucharla fruncí el ceño, pero cuando apenas había tenido tiempo para procesar esa polifonía, otra voz ronca, cansada, deshizo mi confusión. —Léeme eso otra vez. La pianista emitió la orden en el tono seco, autoritario, de una mujer acostumbrada a mandar. —¡Ay, qué pesada se pone usted! —su lectora poseía a cambio una voz bonita de timbre casi infantil, aguda como un cascabel—. Pero sólo un ratito, que es muy tarde, y si me retraso me va a caer una bronca que no vea... Y repitió un diálogo de lo que supuse que era un tratado filosófico, porque se tropezaba de vez en cuando con la pronunciación de términos griegos cuyo significado seguramente desconocía. —¡Hala, ya está! —dijo al terminar—. Mañana más. —No —la dama autoritaria se opuso con energía—. Quédate otro rato, hoy has leído muy poco. —Que no puedo, doña Aurora, de verdad —escuché el ruido de una silla que se movía, el roce del libro al posarlo sobre una mesa—. Tengo que irme ya. Intuí que iba a abrir la puerta y retrocedí hasta el centro del pasillo con mis zapatos todavía en la mano. Eso fue lo primero que la lectora vio al descubrirme, pero la anciana la reclamó antes de que pudiera reunirse conmigo. —¿Vas a venir mañana? —su voz había cambiado para dar paso a la urgencia de una niña pequeña, caprichosa—. Prométemelo, prométeme que mañana vas a volver. —Pues claro —la joven sonrió, no para mí, y volvió sobre sus pasos para despedirse de la pianista—. ¡Qué cosas se le ocurren! Mañana a las cinco me tiene usted aquí otra vez. Se inclinó sobre la paciente de la habitación número 19 y ella la rodeó con sus brazos, la apretó tan fuerte como si no estuviera dispuesta a dejarla marchar, apoyó la cabeza en su estómago, el rostro vuelto hacia mí, los ojos cerrados. En ese instante la reconocí. I El asombro (1954) Cuando el taxi se detuvo ante el portal de Gaztambide 21, sentí que me faltaba el aire. El resto de los síntomas se manifestó muy deprisa, antes de que tuviera tiempo para autodiagnosticarme una dolencia que habría reconocido a tiempo en cualquier otro paciente. —¿Le pasa algo, señor? —el taxista se volvió a mirarme con el ceño fruncido—. Se ha puesto usted muy blanco. ¿Quiere que le lleve a la Casa de Socorro? —No, gracias —me esforcé por ralentizar el ritmo de mi respiración aunque sabía que la opresión en el pecho aumentaría—. ¿Cuánto le debo? —así aprendí que al controlar la hiperventilación también se disparaba la frecuencia de las palpitaciones cardíacas. Nunca antes había tenido un episodio de ansiedad. Miedo sí, mucho miedo y muchas veces, durante los bombardeos, en el coche que me llevó a Alicante, en el muelle del que nunca acababa de zarpar mi barco, en la celda de una comisaría de Orán, en el puerto de Marsella y después, en un interminable viaje en coche entre Francia y Suiza. Había tenido miedos grandes y pequeños, de mí mismo y de otras personas, miedo a morir, a que me mataran, a perder el control, mucho miedo, pero nunca ansiedad. Hasta el 21 de diciembre de 1953. Hasta que aquel taxista al que le dejé una propina desorbitada para poder salir a toda prisa de su coche, se paró delante de la casa donde había vivido yo, donde seguía viviendo mi madre, donde ya no vivía mi padre. Tardé un buen rato en subir. Antes me paré a un lado del portal, dando la espalda a la calle, y abrí la bolsa de viaje para meter la cabeza dentro hasta que logré respirar normalmente. Mi corazón se fue tranquilizando poco a poco, pero la sensación de opresión bajó desde el pecho hasta el estómago y no se movió de ahí. Tenía ganas de fumar, pero el temblor de mis manos me advirtió que no me convenía. Comprendí que sólo tenía dos opciones, entrar de una vez en aquel portal o volverme a Suiza. Como mis piernas querían quedarse, salvaron sin esfuerzo los tres escalones que daban acceso al interior. En el chiscón de Margarita, aquella anciana destemplada que olía mal pero a mí me caía bien, porque me daba un caramelo cada tarde al verme volver del colegio, un desconocido me miró de través y se levantó de su silla a toda prisa para preguntarme adónde iba. Desde que pisé el andén de la estación del Norte, me había enfrentado a Madrid como a un animal raro, un monstruo sujeto a una metódica, fantástica metamorfosis. Bajo la piel nueva, en algunos lugares aún transparente, de aquella que siempre había considerado mi ciudad, descubrí vestigios de un mundo conocido, aromas, detalles, sonidos familiares que se mezclaban en un paisaje ajeno, indiferente a mi regreso, con otros que nunca habría acertado a imaginar. No sólo habían cambiado las banderas. También el color de los tranvías, los escudos pintados en las puertas de los taxis, los uniformes de los municipales, las chaquetas de los barrenderos, los nombres de los cines, de las tiendas, de las calles, el modelo de las placas donde estaban escritos. Pero mientras explicaba al sucesor de Margarita quién era yo y por qué iba al primero derecha B, me di cuenta de que algunas cosas no cambiarían nunca. La arrogancia que enmascaraba la curiosidad de los porteros madrileños, por ejemplo. La hostilidad con la que se dirigían a los desconocidos. La facilidad con la que su antipatía se trocaba en una sonrisa obsequiosa al identificar a cualquier recién llegado susceptible de darles propina. Muy pronto descubrí que si algunas cosas no cambiaban fuera, otras permanecían inmutables dentro de mí. Mientras subía las escaleras, el corazón se me salía por la boca y sin embargo, en el sexto peldaño la realidad se dio la vuelta sobre sí misma, como si los infinitos engranajes de una máquina compleja, delicadísima, encajaran entre sí en un instante para proclamar que, aunque yo no lo creyera, Germán Velázquez Martín acababa de volver a casa. Podía recordar al menos seis pares distintos. Mis favoritas eran unas chinelas de piel de color rosa muy claro, que dejaban sus talones al aire y enmarcaban los empeines en dos nubes de plumas pequeñas, finísimas, que daba gusto acariciar. Pero hubo más, unas verdes de pana en invierno, en verano unas babuchas de cuero amarillo que mi padre le había traído de Marruecos. Cuando hacía mucho frío usaba otras rojas, forradas por dentro de piel de borrego. Las últimas que se habían grabado en mi memoria eran de color azul marino, como las que estaba viendo en aquel momento, porque antes de que llegara a su lado, ella ya estaba allí. Las zapatillas de mi madre, un infalible reloj viviente que tenía la costumbre de esperarnos en el descansillo con la puerta entreabierta a sus espaldas, anunciaban su presencia como un amoroso heraldo. Durante la niñez, cuando me había salido mal un examen o me había pegado en el recreo con algún compañero, nada me consolaba tanto como distinguirlas al fondo de la escalera, ni me desanimaba más que su ausencia. Pero ninguna emoción podía compararse con la que sentí en aquel momento. Quizás porque, a seis peldaños de distancia, distinguí ya el trabajo del tiempo en unos tobillos insospechadamente frágiles, la piel reseca y pálida de unos pies hacia los que corrí con una ansiedad repentina, distinta, que no me oprimía en el pecho pero dolía más. —Mamá. La piel de su rostro, tan fina y arrugada como la de mis zapatillas favoritas, me impresionó menos que su melena desaparecida, el pelo ralo y canoso, corto, que transparentaba ahora el contorno de su cráneo. Pero nada me preocupó más que el volumen que había perdido su cuerpo, la desconocida, huesuda delicadeza de los brazos que me rodeaban, la crueldad del aire que rellenaba el contorno de su cintura, el grito de sus costillas, visibles sobre la ausente redondez de sus caderas. Y sin embargo era ella, seguía siendo ella y estaba allí. Era mi madre y la llamé muchas veces, mamá, mamá, mamá, sólo por escucharme decir esa palabra, por pronunciar dos sílabas idénticas que muchas veces había temido no volver a pronunciar jamás. —¡Ay, Germán! —musitó mi nombre mientras me abrazaba, y separó su cabeza de la mía para mirarme con una sonrisa abierta, las mejillas empapadas en llanto—. Germán, hijo mío, no sabes cómo me alegro... Ahora ya no me importaría morirme, de verdad te lo digo —y me besó muchas veces en los mofletes, haciendo ruido, como cuando era pequeño —. ¡Ay, cariño! Pero qué bien estás, y qué mayor, si eras un crío cuando... —me tocaba la cara, el cuello, los hombros, como si no pudiera verlos, y se echó a reír, y dejó de llorar—. No me puedo creer que estés aquí, aunque la verdad es que no entiendo... —tiró suavemente de mí para meterme en el recibidor y, aunque cerró la puerta, su voz descendió en un segundo, como un animal bien domesticado, hasta el volumen de un susurro—. Con lo bien que estabas en Suiza, sigo pensando que no deberías haber vuelto. En la primavera de 1952, la Clínica Waldau fue seleccionada por un laboratorio farmacéutico que trabajaba en el desarrollo de la clorpromazina, un medicamento descubierto hacía sólo unos meses. El primer neuroléptico de la Historia fue recibido con desconfianza por los psiquiatras más prestigiosos de mi hospital, que no acertaron a intuir la magnitud de la revolución que estaba a punto de desatar. Su conservadurismo me dio la oportunidad de dirigir un ensayo clínico que cambiaría la vida de algunos de mis pacientes, y mi propia vida. Me gustaba ser psiquiatra, pero mi trabajo nunca había llegado a emocionarme. Casi todos los días me sentía igual que un entomólogo que clavara insectos en un corcho, para observar durante cuánto tiempo eran capaces de seguir moviendo las patas y anotar cuidadosamente los resultados, pero aquella experiencia me convirtió en un médico de verdad. La nueva medicación no sólo funcionaba mucho mejor que los electrochoques, los comas insulínicos, los baños en agua helada y otras torturas terapéuticas. La clorpromazina curaba o, al menos, suprimía los síntomas de enfermedades que habíamos creído no poder derrotar jamás. Por eso, para contarlo, fui a Viena en septiembre de 1953. El día que firmé la primera autorización para que pasara una semana con su familia, Walter Friedli estaba a punto de cumplir cuarenta y ocho años. Había ingresado en la Clínica Waldau a los diecinueve. Cuando lo conocí, a media mañana de un día de enero de 1947, apenas me miró. Levantó un instante hacia mí sus ojos claros, aguados, hundidos en las cuencas, y volvió a fijarlos en sus manos. No le interesaba yo, no le interesaba nada, no le interesaba nadie. Dormía muchas horas. No le dirigía la palabra al personal de la clínica ni al resto de los internos. Pasaba la mayor parte del día sumido en una apatía casi absoluta, sólo interrumpida por la energía con la que negaba de vez en cuando con la cabeza, pero por las tardes sufría enormemente. A la hora de la merienda, se sentaba en el alféizar de una ventana de la galería. Siempre la misma ventana, a la misma hora, en la misma postura. Entonces sí hablaba, al principio en un murmullo, aunque el volumen de su voz se iba incrementando en proporción al tormento que le causaban las voces que escuchaba. Walter Friedli era esquizofrénico y tenía alucinaciones acústicas. Todas las tardes se peleaba con su madre, que había fallecido de un ataque cardíaco antes de que él cumpliera tres años, pero le culpaba de haberla asesinado. Recibía otras visitas, de personas a las que había conocido, de otras que jamás habían existido, y todas le perseguían con la misma saña, todas le acosaban, le insultaban, le exigían que hiciese cosas que no podía hacer. No puedo, gritaba, no puedo hacer eso, no puedo salir de aquí, sabes que no puedo... Durante un par de horas argumentaba, gritaba, desafiaba a sus enemigos, luchaba con ellos y, al fin, se rendía. Luego se echaba a llorar, cubriéndose la cabeza con los brazos para protegerse de los ataques del aire, que le dolían más que los golpes auténticos. En la hora más triste de cada día, el señor Friedli se deshacía en sollozos como un animalillo inerme acosado por una manada de fieras. Así era exactamente como se sentía. Si el cielo estaba nublado, era difícil distinguir el color de las nubes del color de su rostro. Si llovía, el llanto manso, impotente, de su rendición parecía una prolongación natural del agua que empapaba los cristales. El crepúsculo y él se convertían entonces en una sola cosa, siempre la lluvia, la oscuridad, un cielo de nubes negras con forma humana. Ni siquiera los intensos contrastes de las puestas de sol del verano impedían que él siguiera lloviendo por dentro, porque el infierno donde vivía era insensible al clima, a las estaciones, a la luz. Sólo respetaba, con una puntualidad escrupulosa, la hora de su cita con los monstruos. Así vivía el ser más desamparado que yo había conocido, un hombre que estaba sano, que era fuerte, que tenía una hermana mayor que le quería. Cada domingo, Marie Augustine Bauer, nacida Friedli, se arreglaba el pelo, se pintaba los labios, se ponía su mejor ropa para venir a visitar a Walter. Era una mujer encantadora, siempre amable, sonriente incluso en el instante en el que se sentaba en el alféizar, a su lado, e intentaba cogerle de la mano. Él a veces se dejaba. Otras no. A veces, Marie Augustine le hablaba de la madre de ambos. Le contaba que había sido una mujer muy buena, cariñosa, que le había querido mucho antes de morir durmiendo, sin la intervención de nadie. Walter hablaba con sus propias voces, como si no escuchara la de su hermana, aunque algunos domingos, después de un rato, guardaba silencio y parecía interesarse en lo que oía. Entonces era peor. Entonces la pegaba, la empujaba, la tiraba al suelo, pero Marie Augustine jamás se enfadaba con él. Se levantaba, se arreglaba la ropa, iba un momento al baño y volvía a su lado. Cuando se despedía de nosotros, sonreía una vez más y nos daba las gracias por cuidar de su hermano. Por ella, más que por él, elegí a Walter. Cuando la clorpromazina empezó a dar resultados en los pacientes agudos, los que habían ingresado con brotes psicóticos o estados de ansiedad profunda, cuando empezaron a mejorar tan deprisa que ellos mismos me contaban cómo habían evolucionado sus síntomas, y comprendían lo mal que habían estado, y decidían que ya estaban en condiciones de volver a casa y hacer una vida normal, empecé a medicar al señor Friedli. Era un caso previsto en el protocolo. Aunque, en principio, lo que se esperaba de la clorpromazina era que mejorara las condiciones de vida de los agudos, el ensayo contemplaba la valoración de su efecto en los enfermos crónicos. Antes de explicar cómo había cambiado la vida de Walter, hice una pausa y miré hacia los asientos centrales de la octava fila. En septiembre de 1953, en el simposio de neuropsiquiatría de Viena, intervine en una sesión dedicada íntegramente a los ensayos clínicos de la clorpromazina, junto con cinco psiquiatras de otras tantas clínicas europeas con los que había estado en contacto a lo largo del proceso. No teníamos límite de tiempo. La organización había reservado para nosotros una mañana entera, y ya habían transcurrido casi tres horas cuando tomé la palabra en penúltimo lugar. Sólo en ese momento, una señora rubia y muy alta, como una giganta de formas más obesas que opulentas, empezó a cuchichear en el oído del individuo sentado a su lado. Él era moreno de piel, más menudo, con la frente estrecha tan común en los europeos meridionales y el pelo fuerte, ondulado, muy oscuro aún pese a las canas, más amarillentas que blancas, que lo salpicaban. Al principio, pensé que sería italiano, pero me di cuenta a tiempo de que durante la intervención de mi colega milanés, la segunda de la mañana, había estado callada. Aquella valquiria madura sólo se interesó por Walter, sólo me molestó a mí. Así me di cuenta de que el destinatario de su traducción era español. La Asociación Europea de Psiquiatría no había invitado a ningún psiquiatra del que jamás dejaría de ser mi país. Su exclusión no sólo representaba una toma de postura contra la dictadura de Franco. Era también una denuncia expresa de las doctrinas eugenésicas patrocinadas por el Estado franquista, y de la férrea aplicación de la moral ultracatólica que, al interferir continuamente con la práctica psiquiátrica, había provocado un dramático retroceso a épocas muy oscuras. Sin embargo, aquella mañana, dos especialistas muy célebres, uno belga, otro alemán, estaban sentados entre el público, pese a que la organización les había invitado a marcharse antes de que empezara el simposio en el que pretendían inscribirse. Aunque todo el mundo sabía que, antes de la derrota de Hitler, ambos habían pedido a los directores de algunos campos de concentración nazis que les enviaran cerebros de personas gaseadas para su estudio, las sesiones de Viena eran públicas y nadie les había impedido entrar a escucharnos. Pero si seguí hablando de Walter Friedli, si traté de transmitir al auditorio la euforia que me invadió cuando empezó a hablar conmigo, cuando me dijo que hacía algunos días que no escuchaba la voz de su madre, que había estado pensando que Marie Augustine tenía razón, que ella no podía acusarle de haberla asesinado, no fue por eso, ni porque la mujer rubia no se diera por aludida cuando dejé de hablar y la miré. Si seguí hablando fue porque el hombre sentado a su lado aprovechó mi pausa para sonreírme, y movió la mano en el aire como si estuviera seguro de que yo le devolvería el saludo. Al terminar la sesión, me esperaba en el vestíbulo con una sonrisa aún más radiante. Avanzó hacia mí, abrió los brazos y me llamó por un nombre que sólo recordaba haber escuchado antes en otra voz. —¡Piloto! —era mi padre quien me llamaba así, porque de pequeño quería ser aviador—. ¡Qué alegría volver a verte! Dame un abrazo. Me dejé abrazar por él sin saber quién era, pero cuando sus brazos me soltaron, la expresión de su rostro, en especial la leve ironía que la curva de sus cejas imprimía sobre un gesto sorprendido y risueño a partes iguales, me resultó dolorosamente familiar. —Claro —y le hablé en español, sin pararme a calcular cuánto tiempo hacía que no hablaba en mi lengua salvo conmigo mismo—. Claro, usted era... —hice una pausa para volver a mirarle y estuve ya seguro—. Usted era alumno de mi padre, ¿verdad? —¡Justo! Pero no me llames de usted, hombre. Cuando levantabas esto del suelo —extendió el brazo con la mano en posición horizontal, para marcar la estatura de un niño de cinco o seis años— me llamabas Pepe Luis, así que... Aquel diminutivo hizo todo el trabajo. Gracias a él, recuperé la imagen de un chico muy joven, delgado pero atlético, con cierto atractivo agitanado. Tenía los brazos largos, fuertes, y el pecho imberbe en contraste con la sombra perpetua de una barba negra, que se resistía al afeitado con tanta tenacidad como si no adivinara que su espesura sucumbiría al paso del tiempo. Todo eso rescaté de mi memoria pero, antes que nada, recordé que me caía mal. Entre todos los discípulos de mi padre que solían venir a casa a cenar o a tomar una copa, él era el único que se comía a mi madre, su melena clara, sus costillas mullidas, sus caderas redondas, con los ojos. Volví a verle mirándola, siguiendo sus pasos por el salón con la misma devota fascinación con la que un niño habría mirado el mar por primera vez. Recordé la velocidad a la que se levantaba para ayudarla a recoger los vasos, las risas de ambos resonando desde la cocina, la mueca burlona de mi padre mientras negaba con la cabeza y los celos salvajes, terribles, que me inspiraba su inofensivo galanteo. Cuando se marchaba, mi madre se sentaba al lado de su marido y se quejaba sin dejar de sonreír, joder, qué pesado es Pepe Luis, deberías dejar de invitarle. Él respondía tomándole el pelo, anda, tonta, no te quejes, que en el fondo te gusta... Eso debería haber bastado para serenarme, y sin embargo, nunca desperdicié la ocasión de ser desagradable con él. Deja en paz a mi mamá, le decía. Te odio. Le voy a decir a papá que te suspenda. Mamá ha dicho que no quiere que vuelvas por aquí nunca más... Él se echaba a reír y levantaba los puños en el aire como si me invitara a boxear, o me cogía por la cintura para ponerme boca abajo. Entonces le odiaba todavía más. A punto de cumplir treinta y tres años, en el vestíbulo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena, aquella hostilidad me inspiró tanta vergüenza que acepté sin titubeos su invitación a cenar. Estábamos alojados en el mismo hotel. Cuando entré en el restaurante, esperaba una larga noche de evocaciones y nostalgia, pero me equivoqué. Su mujer, a la que me había presentado como Ángela pese al fuerte acento alemán con el que me saludó, no nos acompañó. Él no perdió el tiempo en excusar su ausencia, y ni siquiera me dio la oportunidad de disculparme por mi vieja enemistad. —He venido hasta aquí por ti, Germán —anunció antes incluso de que el maître se acercara a nuestra mesa—. La clorpromazina me interesa muchísimo, por supuesto, como a todo el mundo, pero cuando vi tu nombre en el programa, no me lo pensé. En junio de 1953, José Luis Robles era el director del manicomio de mujeres de Ciempozuelos, un puesto sorprendentemente ventajoso para un discípulo del catedrático de Psiquiatría de la Universidad Central de Madrid, que había sido condenado a muerte después de la guerra y se había suicidado en una celda de la cárcel de Porlier antes de que se cumpliera su sentencia. Pero eso tampoco me lo explicó antes de tiempo. —Yo entendería perfectamente que me dijeras que no. Después de la muerte de tu padre, ejercer como psiquiatra en España... ¡Joder! No te creas que no lo comprendo. Pero compréndeme tú a mí. Eres un mirlo blanco, Germán, una oportunidad única. Entendería que me dijeras que no, pero mi obligación es intentar convencerte. A esas alturas, yo ya había empezado a pesar y a medir, a calibrar factores con los que Robles no podía contar cuando tuvo la descabellada, aunque muy generosa idea de ofrecerme no ya un ensayo clínico, sino todo un programa de actuación en el manicomio que dirigía. Algunas de esas razones las desarrollaría después en voz alta, para explicarle mi decisión a mi madre, a mi hermana Rita, al profesor Goldstein, al propio Robles. Otras, las más profundas, me las guardé para mí, aunque resultaron más decisivas. Porque, a esas alturas, yo sabía que tenía que decir que no. Sabía que al principio diría que no. Pero presentía que al final acabaría diciendo que sí. —Te conozco desde que eras un crío y tu padre me enseñó casi todo lo que sé, así que no te voy a engañar. Vivir en España no es un premio de la lotería, precisamente. Y te estarás diciendo que a mí no me ha ido tan mal, que estoy dirigiendo un hospital, ¿no? —Sí —un camarero trajo el vino, lo sirvió y vacié media copa de un sorbo—. Estaba a punto de preguntártelo, de hecho. —Ya, y lo entiendo, pero es que... —él también bebió antes de proseguir—. Nuestra profesión, en España... —y siguió bebiendo—. No sólo murió tu padre, Germán. Entre los fusilados, los exiliados y los depurados, la mayoría de los psiquiatras que yo conocí antes de la guerra han desaparecido. Los alumnos de Kraepelin, los discípulos de Freud, los becarios de la Junta de Ampliación de Estudios... Aunque sea difícil de creer, la verdad es que no queda ni uno solo en ejercicio. Muchos lograron marcharse al extranjero, y los que no pudieron están en su casa, malográndose como maestros, malográndonos a todos como discípulos. Nunca podremos aprender de ellos porque no van a perdonarles, a esos no, pero hace unos años llegó un momento en el que tuvieron que levantar la mano, habilitar a psiquiatras a quienes ellos mismos habían expulsado de la carrera, porque no tenían bastante gente para cubrir todos los puestos vacantes —levantó la cabeza para mirarme, se dio cuenta de que no le creía y volvió a beber—. Yo tuve suerte, eso es verdad. El hermano de mi mujer me ayudó mucho. Son alemanes, supongo que te habrás dado cuenta. A Ángela no le interesa la política. Está muy escarmentada, porque después de la derrota de Hitler, en su casa pasaron hambre. Todos los hombres de su familia eran del Partido Nazi y sólo uno logró escapar. Hermann había venido a España en 1936, como voluntario de la Legión Cóndor. Hizo toda la guerra con Franco, conoció a mucha gente, y justo después del armisticio, alguien le ayudó a cruzar la frontera con documentación falsa. Después se aclimató muy deprisa. Se casó con una aristócrata, hizo amigos poderosos, y en el 46 convenció a su hermana pequeña de que en Madrid estaría mejor que en Núremberg. La conocí al poco tiempo de llegar, nos hicimos novios enseguida y nos casamos sin demasiadas preguntas. En aquel momento, yo no sabía que mi cuñado estaba tan bien relacionado, pero cuando se presentó la ocasión... Digamos que lo único que tuve que hacer fue aparecer en el momento justo, en el lugar donde tenía que estar. —Vallejo Nájera, supongo. —Sí —y por fin dijo la verdad—. Vallejo. Después de pronunciar ese apellido siguió hablando, no paró de hablar en toda la cena. Porque España seguía existiendo. Porque los españoles tenían que vivir. Porque, como yo comprendería, allí seguía habiendo enfermos mentales, ahora más incluso que antes de nuestra guerra. Porque alguien tenía que encargarse de ellos. Porque no estaba orgulloso de haber agachado la cabeza, pero tampoco podía permitirse el lujo de arrepentirse. Porque él no era rico, no había tenido la suerte de exiliarse, y tenía que comer, dar de comer a sus hijos. Porque la dirección del manicomio de mujeres de Ciempozuelos no era un cargo codiciado. Porque el importante, el prestigioso, era el de hombres, que dirigía el propio Vallejo. Porque el puesto que ocupaba no despertaba envidias. Porque el trabajo, a cambio, era más interesante. Porque España no desaparecería cuando Franco desapareciera. Porque mi país no podía seguir prescindiendo de gente como yo. Porque el exilio había representado una descomunal sangría de conocimiento. Porque no le costaba trabajo reconocer que la ciencia española había quedado en manos de los segundones. Porque los segundones, ignorantes, mediocres en su mayoría, eran hasta peores que los fascistas. Porque en España nadie estaba familiarizado con la clorpromazina. Porque eso me situaba en una posición inmejorable en el caso de que quisiera volver a casa. Porque él se comprometía a arreglar todos los trámites, a librarme del servicio militar, a allanar los obstáculos burocráticos que pudieran surgir. Porque la psiquiatría de mi país me necesitaba. Porque podría hacer grandes cosas por ella y por muchas mujeres que sufrían atrozmente. Porque si volvía a España, no tendría competencia. Porque mi carrera se impulsaría hasta alcanzar una cota a la que no sería fácil que pudiera acceder en Suiza. Porque, incluso así, podría planteármelo como una estancia temporal. Porque si quisiera volver a marcharme, él se comprometía a conseguirme un pasaporte sin restricciones. Porque ya había comentado el asunto en la Dirección General de Sanidad. Porque tal vez me gustaría volver a ver a mi madre, que ya debía de tener casi sesenta años. Porque me garantizaba que, si me incorporaba a su equipo en Ciempozuelos, nadie a quien yo no se la contara sabría nada de mi vida. Porque no iba a trabajar para Franco, sino para varios cientos de mujeres abandonadas a su suerte. Porque de todas formas, ni yo ni mi familia teníamos nada que reprocharnos. —Al contrario —remachó—. Tu padre fue un hombre admirable. Desde el principio hasta el final. Antes del café ya había descubierto varias cosas acerca de José Luis Robles. La más importante fue que no era un traidor, ni un chaquetero, ni un converso. Era algo mejor y peor, un hombre pragmático, con su poco de oportunista, su poco de cínico, al que no le importaba exhibir su triple condición. También era un hombre inteligente, ambicioso, que jugaba con las cartas boca arriba, pero sólo hasta cierto punto. Su oferta era una apuesta profesional basada en sus propios intereses, el prestigio que obtendría si su hospital fuera el primer manicomio de España en aplicar la nueva medicación. Eso también era malo y bueno a la vez. Si la aceptaba, yo sólo sería un peón, con suerte un alfil, en un tablero donde jugaba otro. Pero si no me lo hubiera dejado entrever, si se hubiera presentado ante mí como un represaliado honesto y virtuoso, jamás habría depositado en él ni un ápice de la escasa confianza que me inspiraba. Entonces no habríamos llegado ni al postre, y tuve la sensación de que lo sabía. Le dije que necesitaba meditar mi respuesta y nos despedimos con un abrazo. Luego, durante el resto del simposio y en mi largo viaje de regreso a Berna, seguí pesando y midiendo, calibrando el tamaño, el volumen de mis propios porqués, las razones que no pensaba compartir con nadie. Cuando llegué a una conclusión, escribí a mi madre y ella se asustó tanto que me llamó por teléfono el mismo día que recibió mi carta. —Piénsatelo bien, hijo mío. España ya no es el país que tú recuerdas y no se parece a Suiza, eso desde luego. Ahora todo es distinto... Pero yo había cumplido treinta y tres años. Ya no era un muchacho que pudiera cultivar la vaga ilusión de volver cualquier día. Aquella podría ser mi última oportunidad de seguir siendo español, de romper la cadena de días iguales que muy pronto me habría convertido en un suizo más. —Estoy segura de que allí vives mucho mejor. Aquí hay mucha miseria, Germán, miseria material y de la otra, de esa más todavía. Tú tienes la vida hecha allí, hijo, y ¿qué vas a hacer con tu mujer? Tienes que pensar también en ella... Aunque echaba de menos muchas cosas, tan importantes como mi familia, tan nimias como la comida o la rotundidad de la luz, aquel sol salvaje, casi sólido, que no había vuelto a iluminarme, no me habría importado morir de viejo en Suiza si mi vida hubiera sido distinta. Pero el único vínculo que me retenía allí era mi maestro, un psiquiatra judío alemán que había escapado por los pelos de las cámaras de gas gracias a la ciudadanía que yo estaba a punto de rechazar. Samuel Goldstein siempre se había comportado conmigo como un segundo padre. Me había salvado la vida, me había acogido en su casa, me había introducido en su familia, me había alimentado, cuidado, guiado, patrocinado, sin más obligación que la lealtad que guardaba a mi padre muerto, a la amistad que ambos habían forjado durante sus años de estudiantes en Leipzig. Pero desde hacía tres años, para nuestra común desgracia, Samuel Goldstein era, además, mi suegro. —Ya, ya me contaste que te habías separado, pero los matrimonios se separan, se arreglan, se reconcilian, yo qué sé... Si vuelves, ya no tendrá remedio. Perderás a Rebecca para siempre. Yo quería muchísimo a aquel hombre, pero sabía que si me marchaba, aligeraría sus hombros y los míos de un peso equivalente. Mi matrimonio había resultado una ratonera en la que ambos estábamos condenados a hacernos compañía en una sociedad mutuamente amarga. No hemos tenido suerte, solía decir, sin llegar más lejos. No hacía falta. Pero aquella noche de Viena, mientras Robles hablaba por los codos, yo tampoco cené. Estaba demasiado concentrado en la promesa de una puerta que se abría lentamente, en el punto de luz que se divisaba más allá. —¿Y el trabajo? Te voy a decir una cosa, José Luis no es de los peores. Ese por lo menos me cogía el teléfono cuando tu padre estaba en la cárcel, y vino a casa cuando murió, que fue como ir a su entierro, porque como no nos dejaron enterrarlo ni nos dijeron adónde se lo habían llevado, pues... Pero me imagino que se habrá vuelto como los demás, porque tú no sabes lo que es vivir aquí, Germán. La dictadura convierte en mierda todo lo que toca, créeme. Además, trabajar en un manicomio, fuera de Madrid, ahora mismo... Y con el puesto que tienes en esa clínica tan buena, creo que te equivocarías, en serio. José Luis Robles vivía en España, donde no había de nada, donde faltaba de todo, pero sabía mucho de la profesión, y conocía muy bien el funcionamiento de los sanatorios psiquiátricos. Estaba seguro de que había hecho las averiguaciones precisas para descubrir que en la Clínica Waldau yo tenía un buen contrato, pero un contrato corriente. Por eso, porque mis jefes se sentían demasiado importantes como para ocuparse de una medicación nueva en cuyos resultados no confiaban, me habían invitado a dirigir aquel ensayo clínico que me convirtió en un psiquiatra mejor, pero también adicto a la mejoría de sus pacientes. Cuando volviera a Berna, mi margen para investigar con la clorpromazina se estrecharía mucho. Gracias a mi trabajo, su uso básico se había institucionalizado, y los desarrollos más complejos no iban a encargármelos a mí. Antes o después, volvería a sentirme como un entomólogo, un poco más sabio, sí, más poderoso, pero aproximadamente igual de frustrado. En España, sin embargo, todo estaba por hacer. Y el único que sabía cómo hacerlo era yo. —Pero, sobre todo, Germán, prométeme que no vuelves por mí. Porque yo te agradezco en el alma todo el dinero que me has mandado durante estos años, pero ya te he dicho muchas veces que no lo necesito. Me las arreglo muy bien sola, de verdad. Tu hermana vive en un piso que está enfrente, al otro lado del jardín, viene a verme con los niños todas las tardes, Rafa gana un buen sueldo en una agencia de transportes... No me malinterpretes, hijo. Me muero de ganas de volver a verte, esa es la verdad, pero nunca podría perdonarme que arruinaras tu vida por mí. Durante quince años seguidos, me había sentido culpable todos los días por no haber arruinado mi vida. Durante quince años seguidos, todas las mañanas me asqueaba el olor del café y todas las noches me torturaba la culpa de haberme acostado sin hambre. Casi todos los meses recibía carta de Madrid, una cuartilla de mi madre y otra de Rita, en la que se disculpaban por no escribir más a menudo porque los sellos eran muy caros. Al principio me daban noticias de mi padre encarcelado. Después ya no, aunque seguían contándome su vida. A mí me daba vergüenza contarles la mía. Por la mañana voy a la universidad, escribía, vuelvo a casa a comer, estudio un poco y a las ocho entro a trabajar en el restaurante... Nunca les confesé que en esa rutina plácida, fecunda, las dos estaban siempre presentes. Porque yo no hacía cola en la puerta de ninguna cárcel. Porque pagaba el sello que habían visto en el sobre con cualquier moneda de las que llevara en el bolsillo. Porque no cenaba sobras. Porque cuando necesitaba una pluma, un libro, un cuaderno, no tenía que hacer nada más que entrar en una tienda y comprarlo. Porque me sobraba todo lo que habían perdido, porque vivía la vida que les habían arrebatado, porque me había salvado mientras ellas se hundían en un agujero que también me pertenecía, un destino que debería haber sido el mío, una desgracia que compartían juntas y yo desconocía solo, sin ellas. Nunca le conté eso a mi madre. Tampoco el 21 de diciembre de 1953, cuando nos cansamos de besarnos, de tocarnos, de mirarnos, de estar contentos y tristes a la vez. Pero no pude evitar fijarme en las ausencias. Con la única excepción del piano, todos los objetos que tenían algún valor habían desaparecido. Los huecos de las paredes, de las estanterías, de las repisas, me dieron otra clase de bienvenida antes de que sonara el timbre de la puerta. Después, todo fue más fácil. —¿Qué, te ha echado mucho la bronca? El tiempo parecía haber depositado en mi hermana todo lo que le había robado a nuestra madre. Jamás habría adivinado la clase de mujer en la que se había convertido, más delgada y más gorda de lo que recordaba, con la grasa justa, admirablemente bien repartida en la que, a pesar de dos partos, seguía siendo su esbelta silueta de siempre. Rita no sólo estaba muy guapa. Derrochaba esa clase de belleza reservada a las personas felices. Su piel, su pelo, sus dientes, brillaban con una luz secreta que parecía irradiar desde su interior para alcanzar hasta el último extremo de su cuerpo, pero no pude abrazarla hasta que mamá vino a hacerse cargo del bebé que llevaba en los brazos. Después sí. Después nos abrazamos durante mucho tiempo y, aunque las lágrimas llegaron hasta el borde de sus párpados, de los míos, ninguno de los dos lloró. —Pues yo me alegro mucho de que hayas vuelto, Germán. Pero muchísimo —cuando ya nos habíamos soltado, me abrazó otra vez—. Muchísimo muchísimo, de verdad. Y ella también, aunque diga que no, porque... —se colgó de mi brazo para entrar en el salón y levantó la cabeza de pronto—. ¿Qué te estaba diciendo? Adivina lo que ha hecho para cenar, con lo mal que le sientan. Cuando los probé, creí que los pimientos rellenos de carne de mi madre, el plato favorito de todas las etapas de mi vida, eran la última razón que necesitaba para estar satisfecho de haber vuelto, pero me equivoqué. Tenía otro motivo para vivir en España, aunque tardaría algún tiempo en descubrirlo. El 9 de junio de 1933, el timbre de la consulta de mi padre sonó a las nueve y media de la mañana. Aquel día él no había ido a la universidad, ni yo al instituto. Nuestras clases habían terminado casi a la vez, pero mis vacaciones todavía estaban lejos. Tenía que preparar el examen final de francés, la asignatura que había atormentado mi infancia y se disponía a atormentar mi adolescencia. Las úes agudas estaban muy por encima de mis capacidades fonéticas, no era capaz de comprender el caprichoso uso de determinadas partículas que en mi opinión no servían para nada, y eso no era lo peor. Lo peor era que mi madre jamás se daba por vencida. Su cabeza sobre mi hombro, esto lo has puesto mal, aquí te has vuelto a equivocar, ¿pero todavía no sabes cómo se forma el pasado perfecto?, me daba más pereza que el libro y me asustaba más que un suspenso. Sólo conocía una manera de escapar a aquel asfixiante escrutinio. Cuando mi padre tenía que preparar clases, corregir exámenes o recibir a algún paciente al que no podía ver en otro sitio, cambiaba su despacho de la universidad por el pequeño piso que había alquilado en el bajo y yo salía corriendo detrás de él. En la consulta me concentro mejor, mamá. Abajo no hay ruido y hace menos calor, decía en verano, y está más calentito, aseguraba en invierno. Ella no se creía ni una cosa ni la otra, pero a su marido le gustaba pasar tiempo conmigo, aunque se metiera en su despacho mientras yo hacía como que estudiaba francés en la mesa de una cocina que no se usaba para otra cosa. Allí acababa de montar mi decorado, los libros, los cuadernos, los lápices, el tintero y la pluma, cuando aquella mañana sonó el timbre. ¡Germán, ve a abrir, que serán Eloy y el fontanero!, gritó mi padre sin levantarse de la silla, están mirando no sé qué de las tuberías... Pero no era el marido de Margarita. Y nadie venía a mirar las tuberías. Mi memoria partiría para siempre esa mañana en dos mitades opuestas a partir del sonido de aquel timbre. Hasta aquel momento, evocaría una escena luminosa, el reflejo de un sol todavía joven, pero ya ambicioso, inundando el recibidor a través de las vidrieras del despacho, el presentimiento del calor sobre la piel. Entonces abrí la puerta y no pude sentir frío, pero eso es lo que recuerdo. Y recuerdo una bruma imposible, un resplandor grisáceo atravesando unos cristales fantasmagóricamente privados de color. No pudo ser así, pero algo de eso debió de pasar cuando descubrí a aquella extraña pareja. No hacía mucho que el marido de Lucila, la carnicera del mercado de Vallehermoso, se había fugado con su dependienta. Una mañana, al volver de la compra, mi madre comentó que la pobre estaba despachando con los ojos rojos y la cara desencajada. Aquella frase me intrigó mucho. Pregunté cómo podía desencajársele la cara a alguien y nadie se molestó en responderme. El 9 de junio de 1933 lo aprendí en el rostro de un hombre algo mayor que mi padre, su mandíbula inferior caída, desconectada del resto de la boca, los ojos tan dilatados como si hubieran visto un fantasma. Eso no fue lo único que me enseñó. Nunca había visto a nadie tan pálido como la cera, ni gotas de sudor tan gordas, tan perfectamente redondas como las que se limpió antes de darme los buenos días. Al disolverlas, el pañuelo convirtió su cara en una máscara blancuzca y húmeda, semejante a la que ofrecen las estatuas de las fachadas de las iglesias bajo la lluvia. Parecía un ser de ultratumba, el fantasma de alguien que hubiera sufrido mucho, pero daba menos miedo que la mujer que le acompañaba. A primera vista parecía una señora corriente. No mostraba ninguna señal de alarma o de dolor, nada fuera de lo normal excepto ella misma. Tenía cara de general romano, un aspecto en el que la altivez de una barbilla que tiraba de su cabeza hacia arriba no pesaba tanto como la nariz larga, picuda, igual que las de las brujas que dibujaba yo de pequeño. Sus labios eran tan finos que apenas se veían, pero sus ojos oscuros, levemente desenfocados, me miraron como si tuvieran el poder de taladrarme. Iba bien vestida, la cabeza cubierta con un casquete de tela oscura que le daría un calor terrible al cabo de un par de horas, y llevaba un collar de perlas, pendientes de oro, demasiadas joyas para consultar a un psiquiatra por la mañana temprano. Su serenidad contrastaba con el nerviosismo de su acompañante pero su voz, niño, ¿qué haces ahí parado?, vete a avisar al doctor, anda, era dura, tan áspera que hizo reaccionar al hombre que me pidió, con mucha más educación, que les hiciera el favor de ir a avisar a mi padre. ¡Papá, papá! Fui corriendo hasta el despacho y abrí la puerta sin llamar. No es Eloy, papá, tienes visita. Son un señor normal y una señora muy rara... Unas horas después, cuando ya habíamos recobrado la serenidad, él me felicitó por esa definición. Tienes ojo clínico, Germán, me dijo, la verdad es que nadie habría podido describirlos mejor. Después de lo que había visto y escuchado aquella mañana, recibí aquel elogio con orgullo. Siempre había querido ser aviador, pero acababa de decidir que estudiaría lo mismo que mi padre aunque él no se hubiera asustado menos que yo al recibir a sus visitantes. Juan, doña Aurora, ¡qué sorpresa tan agradable! Al llegar hasta ellos comprendió que había escogido una fórmula de bienvenida equivocada y su sonrisa se esfumó. ¿Qué puedo hacer por ustedes? El señor me señaló con la cabeza, no tenemos mucho tiempo, Andrés, vamos a tu despacho, mejor. Mi padre ni siquiera me miró mientras los guiaba por el pasillo, pero al empuñar el picaporte volvió la cabeza, comprobó que les había seguido, me dijo que me fuera a estudiar. No lo hice. Su despacho comunicaba con otra habitación exterior por una puerta doble que estaba entreabierta. Me quité las zapatillas para no hacer ruido, me aposté detrás de la hoja fija y desde allí vi perfectamente las dos sillas situadas frente a la mesa de despacho de mi padre. Ni él ni sus visitantes me descubrieron mientras asistía en silencio a una escena que parecía arrancada de una pesadilla. Verás, Andrés, el hombre hablaba con una hebra de voz ronca, ahogada, hemos venido porque esta mañana, hace poco más de una hora, doña Aurora ha matado a su hija. Así empezó todo. No podía ver la cara de mi padre, pero escuché su voz, el eco de un temblor apenas perceptible. ¿Cómo? No entiendo... El señor que se llamaba Juan sacó un bulto envuelto en un pañuelo de uno de los bolsillos de su americana, lo destapó para que su interlocutor pudiera verlo, se aflojó el nudo de la corbata y carraspeó, sin mucho éxito, para aclararse la voz. Le ha pegado a Hildegart cuatro tiros en la cabeza con este revólver. Luego ha venido a mi despacho y me ha entregado el arma. ¿Cómo?, volvió a preguntar mi padre, sin obtener otra respuesta que un chasquido de los labios de una mujer que se estaba impacientando. ¿Ha hecho usted eso, doña Aurora? Claro que lo he hecho, después de tomar la palabra cruzó las piernas. Verdaderamente, no sé por qué se asombran tanto, no tiene nada de particular... Yo escuchaba fascinado aquella voz firme, potente, segura de lo que decía, el mismo tono con el que cualquier amiga de mi madre, ella misma, habría comentado cómo habían subido los precios de los alquileres o a qué partido iba a votar. Hildegart era mi obra, explicó doña Aurora, y no me salió bien. Tardé demasiado en darme cuenta, pero ahora estoy segura. Todos mis esfuerzos han sido vanos, y después... Lo que he hecho es lo mismo que hace un artista que comprende que se ha equivocado y destruye su obra para empezar de nuevo. Al llegar a ese punto, mi padre ya se había recuperado lo suficiente como para avanzar algunas preguntas cautelosas. ¿No cree usted que Hildegart fuera un ser independiente? ¿No era una persona completa, en su opinión? Era una persona, reconoció ella, lo fue porque yo lo quise así, pero completa no. No podía serlo puesto que yo la plasmé, le insuflé mi propio espíritu. ¿Espíritu? Mi padre volvió a intervenir con suavidad. Perdóneme, doña Aurora, pero no sé muy bien qué quiere decir con esa palabra. ¿Alma le gusta más?, propuso ella, haciendo con la boca un ruido impreciso, a medio camino entre la risa y el bufido. Pues alma, entonces. Y no crea que no lo he notado. Esta mañana, en el momento de su muerte... Entonces se inclinó hacia delante, abrió las manos en el aire, se abandonó por primera vez a algo parecido a una emoción. En el segundo exacto en que dejó de existir, el alma que yo le había dado salió de su cuerpo y regresó al mío. Volvió a dejar sobre la falda la mano que acababa de apoyarse en el pecho y recuperó la indiferente compostura que había guardado hasta entonces. Ahora vuelvo a estar en posesión de mi alma completa. ¿Y por eso la ha matado?, no veía a mi padre pero oía el rasguido veloz, incesante, de su pluma sobre el papel. ¿La ha matado para recuperar el alma que le prestó? No. La he matado porque mi hija era buena, era espiritual, y merecía elevarse, volar. En este mundo cochino, mis enemigos habrían acabado por prostituirla y yo eso no lo podía consentir. ¿Sus enemigos? ¿Quiénes son sus...? Perdóname, Andrés. El hombre que tuteaba a mi padre levantó una mano en el aire e interrumpió un diálogo en el que apenas había intervenido. Yo comprendo que esto es muy interesante para ti, percibí que ya había recuperado la voz, el color volvía poco a poco a su rostro, pero como te he dicho antes, no tenemos mucho tiempo. Doña Aurora me ha pedido que la asesore, que sea su defensor. Yo he aceptado, pero lo primero que tiene que hacer es entregarse. Por eso hemos venido a verte, para pedir tu opinión profesional antes de ir al juzgado. En principio, yo le he aconsejado que declare que obró por un arrebato, un impulso incontrolable, pero después me he quedado pensando, y... La acusación va a pedir un peritaje, por descontado. Nosotros pediremos otro y por eso prefiero saber qué opinas tú, que serás mi perito si te parece bien, antes de decidir lo que vamos a hacer. Mi padre guardó silencio durante unos segundos. ¿Fue así, doña Aurora?, preguntó por fin, ¿sintió usted de pronto la irrefrenable necesidad de matar a su hija? No, respondió ella con el mismo asombroso aplomo con el que había confesado su crimen. Lo tenía ya decidido desde hacía unos días. No podía hacer otra cosa, la situación era insostenible, ¿comprende?, porque ellos la habían convencido, mis enemigos le habían ordenado que se alejara de mí... Hasta aquel momento me había parecido una señora rara y una asesina corriente. A partir de entonces, me di cuenta de que había algo más. Ellos son muy poderosos, se agitó de pronto, su voz crispándose hasta el punto de que me costaba trabajo entender lo que decía, ellos, los agentes de las potencias internacionales, habían alejado a Hilde de mí. Se balanceaba en la silla de una manera extraña, moviendo los puños apretados, muy juntos, al mismo ritmo irregular con el que su cuerpo se inclinaba hacia la izquierda, se enderezaba, volvía a inclinarse siempre hacia el mismo lado. Su cuerpo no les interesaba, claro está, ellos querían apoderarse de su alma, prostituir su espíritu, yo lo veía venir. Hilde me había dicho que me dejaba, que se iba a vivir con una vecina, pero yo sabía la verdad, sabía que se marchaba para estar con ellos, para conspirar con ellos contra mí, ¿es que no lo entienden? Sí, doña Aurora, sí, yo la entiendo... La voz de mi padre la tranquilizó. La culpa fue de ellos, insistió con suavidad. Justo, la asesina asintió con la cabeza varias veces, por fin un hombre culto, y dirigió una mirada de reproche, muy fea, a su acompañante, un hombre inteligente. Creo que es un error, Juan, opinó mi padre mientras aquella mujer se arreglaba las tablas de la falda hasta dejarlas perfectamente rectas, le conviene contar la verdad. Pero entonces alegarán premeditación, objetó el abogado, y eso endurecerá mucho la pena. Ya lo sé, pero... Tú lo has dicho, habrá peritajes. Si mantiene esta misma versión, saldrá mejor librada, hazme caso. No estará usted sugiriendo que estoy loca, ¿verdad? Hasta ese momento no había entendido bien en qué discrepaban los dos amigos, pero la suspicacia de doña Aurora me lo explicó. No, volví a detectar la cautela en la voz de mi padre, yo no digo que usted esté loca. Sólo digo que tal vez le convenga que el tribunal crea que sí lo está. De ninguna manera, ¿me oye? Se levantó de la silla y empezó a moverse por la habitación a zancadas para parecer un general romano más que nunca. Eso sí que no se lo voy a consentir, se detuvo, se volvió hacia mi padre, le señaló con el dedo, de ninguna manera, ni a usted, ni a nadie. ¿Es que no lo entienden? Salió de mi ángulo de visión por la izquierda y regresó enseguida. ¿Alguien puede creer que no estoy en mis cabales?, gritó, mirando hacia la puerta tras la que me ocultaba. He hecho lo que tenía que hacer, me he portado como lo que soy, una madre, increpó a su abogado. ¿Qué se creen, que yo no quería a mi hija? La he matado para salvarla, por fin apoyó las manos en la mesa de mi padre, levantó la cabeza hacia él, entérense de una vez. Yo la hice y yo la he destruido, era mi prerrogativa, mi derecho... ¡Uy! Esa exclamación inauguró una nueva etapa, una transformación inesperada, tan radical como el giro más absurdo del mal sueño que nos había atrapado. ¿Y tú? ¿De dónde has salido tú? Mi gata se había despertado. Después de salir de casa y bajar las escaleras detrás de mí, me había seguido a la cocina y se había quedado dormida en su sitio favorito, encima de una almohada vieja que yo había colocado en una esquina, sobre el viejo fogón de la cocina inútil. Me gustaba mirarla dormir mientras estudiaba o aparentaba estudiar, pero hacía un rato que me había olvidado de ella. Al despertarse vino a buscarme, se rozó un par de veces contra mis tobillos y lo que estaba pasando en el despacho le pareció más interesante. Aunque se coló por la puerta entreabierta sin hacer ningún ruido, su aparición resultó espectacular, no tanto por su voluntad como por la respuesta de una mujer que se olvidó de que había matado a su hija para cogerla en brazos y dejarse lamer el cuello, la garganta, el escote, mientras le dirigía palabras calientes, dulcísimas. Eres muy guapo tú, ¿a que sí?, eres precioso, hasta que estiró las dos manos para separar al animal de su cuerpo y mirar su sexo. Preciosa, perdona, eres preciosa, ¿sabes?, y se volvió hacia mi padre con una expresión risueña, el rostro de otra mujer, distinta de la que le había chillado un rato antes. ¿Es suya la gata? Es de mi hijo Germán, el niño que les ha abierto la puerta. ¿Y cómo se llama? Greti, se llama Greti. ¿Como la Garbo? No, no es por eso. Escogimos ese nombre porque es tigre al revés, y como tiene la piel atigrada... ¡Ah!, muy bien. Pues tienes un nombre muy bonito, Greti, le acariciaba el lomo, pero muy bonito, le rascaba en la mandíbula como si ya supiera que eso era lo que más le gustaba, vamos a ver qué hay por aquí, y se la llevó en brazos hasta el balcón, a lo mejor encontramos algún pajarillo... Ya te gustaría, ¿eh, ladrona? Su abogado la miraba con los ojos muy abiertos, un gesto abrumado, una consternación tan completa como si ya hubiera renunciado a procesar todo lo que le había pasado en dos horas escasas. ¿Lo ves?, mi padre le interpeló en un tono casi risueño, hazme caso, Juan. Esta tarde nos vemos y te lo explico mejor. Pero tiene que prometerme una cosa, doctor, la súbita enamorada de mi gata se dirigió a él como si hubiera recordado algo importantísimo. Prométame que va a esterilizar a este animal. Todavía es muy joven para eso, pero en dos o tres meses... En ese instante, Greti saltó de sus brazos y salió corriendo como si hubiera entendido lo que decía, tiene que esterilizarla, pobrecita, los gatos en las ciudades... Nos tenemos que ir, doña Aurora. Su abogado se levantó, se acercó a ella. Si no la esteriliza, cuando le llegue el celo se escapará, no sabrá volver, la atropellará un coche, un tranvía, y si no, estará preñada de cualquier macho callejero... Doña Aurora, se nos está haciendo muy tarde. A saber qué enfermedades tendrían los gatitos, por eso le digo que... Se quedó callada. Miró a don Juan. Miró a mi padre. Miró a su alrededor como si no supiera qué hacía en aquel despacho. Luego se acercó a la silla donde había estado sentada, cogió su bolso, se lo colgó del brazo. Vamos, sí, le dijo a su abogado, y salieron en silencio del despacho. Mi padre les acompañó a la puerta y aproveché para volver a la cocina tan sigilosamente como pude, pero él vino a buscarme enseguida. Se apoyó en la pared, cruzó los brazos y se quedó quieto, mirándome. Cuando levanté la vista del cuaderno, sus labios insinuaban una sonrisa que no llegó a madurar del todo. ¿Y a ti no te había dicho yo que te vinieras aquí a estudiar? La visita de Aurora Rodríguez Carballeira a la consulta del doctor Velázquez se convertiría en uno de los momentos más transcendentales de mi vida, aunque aquella mañana no fui capaz de calibrar sus efectos. Ya, ya sé que me has dicho lo de estudiar, reconocí, pero desde que he abierto la puerta, era todo tan raro que no he podido resistir la tentación de enterarme... Le miré, busqué señales de enfado en su rostro, no las encontré y terminé de decir la verdad, creía que no me habías pillado. Y no te he pillado a ti, por fin sonrió, se acercó a la mesa, se sentó en la silla que estaba frente a la mía, asintió con la cabeza, he pillado a Greti. La he visto asomar el hocico, retroceder, moverse en círculos antes de entrar... Los gatos no se frotan con el aire. Aquel día, pese a que acababa de cumplir trece años, mi padre dejó de tratarme como a un niño. Oye, papá, ¿puedo hacerte una pregunta?, como esa señora habla tan bien y parece tan normal... No tanto, me interrumpió, cuando la has visto te ha parecido muy rara. Sí, admití, eso es verdad, pero luego, al oírla hablar... No es que no sea rara, pero no todos los raros están locos. Muchos años después, cuando ya sabía que nunca podría preguntárselo, comprendí que a Andrés Velázquez le había gustado mi iniciativa, el interés que me había impulsado a desobedecerle, la osadía de esconderme detrás de una puerta. Aquella mañana no sólo no se enfadó, sino que habló conmigo como con un adulto. No censuró ninguna de mis preguntas, no me escamoteó una sola respuesta. Así descubrí que era cierto lo que sus alumnos decían, y al excelente profesor que era el catedrático de Psiquiatría de la Universidad Central de Madrid, mi padre. Aquella mañana, en una cocina que no se usaba para guisar, me inició en la especialidad que algún día compartiríamos. Empezó por el principio, no les llames locos porque son enfermos. Aunque puedan impulsarles a cometer crímenes tan horribles como este, las enfermedades mentales son dolencias físicas, igual que las del cuerpo. Pero las del cuerpo se pueden curar, objeté, y en cambio, a los locos, o sea, a los enfermos de la cabeza... Esos no se curan. O sí, replicó él, yo espero que algún día podamos curarlos, y siguió hablando, alternando lo que sabía con lo que apenas podía intuir, ya hemos descubierto que muchas veces la causa de lo que llamamos locura es física, aunque todavía no entendemos qué es lo que falta, o qué es lo que sobra, en los organismos de esas personas... Se fue muy lejos, me contó por qué había elegido aquella especialidad, me habló de sus maestros españoles y de los alemanes, de las cosas que ahora sabía él y ellos no habían podido enseñarle cuando asistía a sus clases, de la evolución permanente del conocimiento sobre la mente humana, del presentimiento de que el avance decisivo estaba cerca. Entonces merece la pena que me haga psiquiatra, ¿no?, le pregunté, si falta tan poco... Mi cálculo le hizo gracia, pero recobró la seriedad enseguida. Sólo merecerá la pena si te apetece, si te interesa de verdad. Nunca lograrás hacer bien nada que no te apetezca hacer. Eso fue lo más importante que me enseñó mi padre el día que decidí que sería psiquiatra. Sin embargo, cuando subimos juntos a casa y encontramos a mamá pegada a la radio, me había impresionado mucho más su diagnóstico de doña Aurora. He hablado muy poco con ella, me había dicho, todavía no estoy completamente seguro, pero yo diría que es una paranoica pura. La paranoia es una enfermedad muy misteriosa, porque no afecta a las facultades intelectuales. Los paranoicos se mueven, hablan y hasta razonan como las personas sanas, aunque no sobre las mismas premisas, porque su dolencia distorsiona gravemente la realidad... En ese instante recordó mi edad y comprendió que se había elevado demasiado. Lo que quiero decir es que llevan un ritmo de vida aparentemente normal. Pueden vivir solos, cuidar de ellos mismos, administrar su dinero, relacionarse con otras personas, casarse, tener hijos... En las actividades de todos los días no se distinguen de las personas sanas, ¿me entiendes? No sólo le entendía. Mientras le escuchaba, iba comparando cada una de sus afirmaciones con el recuerdo de la señora que acababa de marcharse, y su misterio me parecía cada vez más fascinante. Pero además, concluyó, doña Aurora no es una mujer corriente. Es muy inteligente, muy culta, se expresa muy bien. Está acostumbrada a hablar en público, tiene un vocabulario rico y maneja perfectamente las abstracciones, volvió a rebajar el tono, las ideas complejas, difíciles de captar. Por eso te ha hecho dudar. No puede ser, mi madre ni siquiera bajó el volumen de la radio al vernos entrar, es que no me lo creo, una mujer como ella, que escribe artículos, que da conferencias, que sabe tanto de tantas cosas... Nos miraba como si no supiera qué estábamos haciendo en nuestra propia casa, un desconcierto absoluto paralizando su rostro, si es que no puede ser, no me lo creo... Cuando me senté a su lado, yo ya me lo creía todo. Había aprendido que existen paranoicos tontos y listos, brillantes y del montón, pero que todos tienen delirios persecutorios. Mi padre me había explicado sus síntomas con palabras más sencillas, pero le había entendido tan bien que, después de enterarme de que la megalomanía era otra característica de su enfermedad, dije algo que le impresionó. ¿Y cómo sabéis que los delirios de grandeza van por delante de los persecutorios?, le pregunté. A lo mejor, primero sienten que les persiguen y luego se les ocurre que, si les persiguen tanto, será porque son muy importantes. Quiero decir que no es que se crean que son Napoleón y que por eso les persiguen, sino que... Ya, ya, si te he entendido, me respondió él. Y tienes razón, asintió con la cabeza para concedérmela, yo también me lo he preguntado muchas veces, pero la verdad es que no lo sabemos. Mi madre tampoco sabía que Aurora Rodríguez Carballeira había venido a la consulta una hora y media después de asesinar a su hija. Al enterarse, se asustó tanto como si papá y yo hubiéramos corrido peligro. No me digas que vas a defenderla... ¿Yo?, mi padre se echó a reír con pocas ganas, como si presintiera que no lograría ponerla de su parte, ¿cómo voy a defenderla yo, si no soy abogado? ¿No te he dicho que ha venido con Juan Botella? Él es quien va a defenderla. Me la ha traído porque quiere que sea su perito en el juicio, y le he dicho que sí, claro, porque... ¿Que le has dicho que sí?, mi madre saltó de la butaca en el mismo instante en el que su marido levantaba las dos manos en el aire para apaciguarla. Vamos a ver, Caridad, la sujetó por los brazos con suavidad, vivimos en un país civilizado, ¿no?, todos los criminales tienen derecho a la defensa... Ella volvió a sentarse y él continuó hablando con toda la convicción que pudo reunir, Juan es abogado, son amigos desde hace años, ¿qué quieres que haga el pobre? Y para mí es un caso interesantísimo, la verdad, no se tropieza uno con algo así todos los días... Sí, interesantísimo, su mujer le dedicó una mueca burlona, pues vaya... Pero luego se quedó pensando. Bueno, mira, haz lo que quieras, pero no me cuentes nada, ¿eh?, que te conozco. Lo único que falta es que te encariñes con ella, que anda que no te gustan a ti los asesinos... Mi padre se puso la mano derecha sobre el corazón, te prometo que me resistiré con todas mis fuerzas. Ella también intentó resistirse, pero acabó sonriendo a la cómica solemnidad de su marido. Me voy a la facultad, tengo que ver a gente, consultar un par de cosas... No me esperéis a comer. Mi madre tampoco comió en casa ese día. Después de un rato, se levantó y me dijo que se iba a ver a su amiga Matilde. Estará destrozada, la pobre, aventuró, era íntima de las dos, de la madre y de la hija... ¡Qué barbaridad!, y siguió hablando conmigo, o con su reflejo, mientras se ponía el sombrero ante el espejo del recibidor, una muchacha tan valiosa, tan inteligentísima, un prodigio, con lo orgullosa que estaba su madre de ella... Cuando se marchó, volví a encender la radio y escuché noticias sobre el crimen hasta que Herminia me llamó para comer. Después, le dije que no quería postre, me levanté y seguí hablando desde la puerta de la cocina. Me voy al instituto, tengo que estudiar francés y en la biblioteca me concentro... ¡Mentira!, mi hermana Rita me desmintió con la boca llena de natillas, odias el francés, me voy a chivar. ¿Tú qué sabes, mona?, valoré durante un instante la posibilidad de enredarme en una bronca y la descarté porque no me convenía. Hasta luego, Herminia. Y tú, chívate si quieres, aquel era el único método eficaz para desactivar a mi hermana, no me importa. Yo había visto a Hildegart una vez, aunque sólo la reconocí cuando mi madre me recordó que nos la habíamos encontrado una tarde, en la puerta del Ateneo. Fue en diciembre del año pasado, habíamos ido al centro a comprar turrón, no me digas que no te acuerdas... Entonces recuperé una imagen difusa de una chica a la que en aquel momento no presté demasiada atención, pero que tampoco encajaba con las descripciones que publicarían todos los periódicos al día siguiente. Hildegart Rodríguez no era tan fea como su madre pero, en mi opinión, tampoco era guapa. Tenía cara de torta, una sombra de papada sobre el escote, las cejas gruesas y un cuerpo macizo, de matrona, que contrastaba con los tirabuzones sujetos con lazos de raso que enmarcaban su rostro. En eso fue en lo que más me fijé, porque me pareció un peinado impropio de una señora tan pedante. Cuando la conocí, no sabía que tenía dieciséis años, y cuando lo supe, no me lo creí. No me interesó nada de lo que decía, pero tampoco pude ahorrarme la discusión que sostuvo con mi madre mientras yo tiraba discretamente de su manga sin resultado alguno. El día de su muerte, mamá me contó que Hildegart pretendía que convenciera a su marido para que se uniera a la Liga por la Reforma Sexual, una organización eugenesista internacional cuya sección española habían fundado, entre otros, doña Aurora y ella misma, y a la que mi padre nunca quiso sumarse aunque recibió muchas presiones de distintas personas para que lo hiciera. ¿Y quién soy yo para decidir quién tiene derecho a vivir y quién debe morir? Él mismo me explicó por qué aquel verano. ¿Qué derecho tiene nadie a prohibir que un ser humano se case y tenga hijos porque sea bajo, o feo, o tenga una enfermedad hereditaria, o la piel negra? Yo sé que hay muchos eugenesistas bienintencionados, que sólo aspiran a mejorar el futuro de la humanidad, lo sé, tengo algunos amigos entre ellos, pero hay muchos que opinan lo mismo que yo. El fin nunca justifica los medios, y quien se cree capaz de decidir sobre la vida de los demás, puede acabar creyéndose con derecho a decidir cualquier cosa. Aquella tarde, en la puerta del Ateneo, mi madre no invocó estos argumentos. Se limitó a responder con evasivas a la insistencia de aquella señora que manejaba conceptos incomprensibles para mí, un discurso del que apenas logré entender las conjunciones y las preposiciones, porque ni siquiera conocía la mitad de los sustantivos a los que recurrió. Luego me contó que aquella chica era un ser extraordinario, una niña prodigio que había aprendido a leer y a escribir siendo casi un bebé, que obtuvo un diploma de mecanografía a los cuatro años, que a mi edad ya daba discursos, escribía artículos y hasta libros, que estudiaba en la universidad, y daba conferencias y era una líder para muchos jóvenes. Todo eso, y más, había hecho cuando su madre la mató. Y sin embargo, en su ataúd, Hildegart Rodríguez Carballeira parecía exactamente lo que era. Una adolescente, casi una niña. El 9 de junio de 1933, cuando salí de casa después de comer con la cartera en la que llevaba un libro de francés que tampoco abriría aquella tarde, tuve miedo de que no me dejaran entrar en el Círculo Federal. No había ido nunca hasta allí, no conocía a nadie de aquel partido, pero en la Puerta del Sol me engulló una variopinta multitud que avanzaba en la misma dirección que yo había previsto tomar. Había personas de todas las edades, muchas mujeres, muchos jóvenes, incluso niños pequeños, pero muy poco dolor. Pensé que los madrileños que acudían al velatorio de su vecina más precoz se movían por motivos semejantes a la morbosa curiosidad que me empujaba, por más que intentara justificarme ante mí mismo arguyendo que yo había asistido a la confesión de su asesina y ellos no. Pero después de esperar casi una hora, cuando logré avanzar hasta el féretro, tampoco vi la menor huella de llanto en los ojos, los semblantes de los jóvenes federales que hacían guardia al fondo. Hacía muy poco tiempo que Hildegart Rodríguez se había pasado a su partido, pero en el PSOE, donde había militado durante cuatro años, tampoco la llorarían mucho. El periódico que había estado leyendo mientras hacía cola contaba que, después de su expulsión, había escrito un libro, ¿Se equivocó Marx?, que los socialistas no le habían perdonado. Si la hubieran visto con mis ojos, se lo habrían perdonado todo. Su imagen en el ataúd, el cuerpo cubierto de flores rojas y blancas, los colores del Partido Federal, los ojos cerrados, los agujeros de las balas en su rostro muy abiertos, pese a la pasta oscura con la que los habían rellenado sin pretender disimularlos, era tan conmovedora que hasta me arrepentí de haberla recordado gorda y sabihonda, repelente y sin gracia mientras estaba viva. Me habría gustado mirarla más tiempo, aprenderme mejor su rostro, pero la gente que estaba detrás de mí me metió prisa, y los compañeros de la difunta no me permitieron unirme a ellos. Quizás por eso, decidí que al día siguiente iría a su entierro, y para lograrlo ni siquiera tuve que mentir. Mi padre había salido de casa muy temprano. Cuando llamó a media mañana para anunciar que no vendría a comer, mi madre le preguntó si quería ir con ella por la tarde al Círculo Federal para despedir a Hildegart. Él le dijo que no podía, yo me ofrecí en su lugar y fui sorprendentemente aceptado en una pequeña comitiva de señoras asustadas que no pararon de hablar en todo el camino. Mientras repasaban las rarezas de doña Aurora, las actitudes que deberían haberlas alertado de lo que era capaz de hacer, el horror intrínseco en aquel crimen incomparable, yo miraba a mi alrededor e intentaba pensar por mi cuenta. Así reparé en algo muy importante. A pesar de la pena que me había paralizado ante el cadáver de su víctima, a pesar de la emoción que me había inspirado el desamparo de aquella muchacha muerta, a pesar de que comprendía perfectamente la repugnante magnitud de aquel crimen, no conseguí odiar a su asesina. No la odié entonces, mientras las amigas de mi madre se entretenían en enumerar los apabullantes méritos de Hildegart, y no la odiaría nunca, tan bien había aprendido la primera lección del profesor Velázquez. Un merecidísimo suspenso en francés me regaló un verano madrileño en el que ni siquiera me quejé del calor. Mi única obligación era aguantar por las mañanas dos horas de clase con una profesora particular que mi familia había contratado como último recurso. Mi mayor placer eran las conversaciones íntimas con el psiquiatra que visitaba a la criminal todas las semanas en la cárcel de Quiñones, como perito de su defensa. Entre la obligación y el placer, dedicaba todo mi tiempo libre a devorar periódicos, sobre todo los reportajes que La Tierra empezó a publicar en la segunda mitad de julio. Su autor, Eduardo de Guzmán, se alternaba con mi padre en sus visitas a la cárcel de mujeres. Yo cotejaba las impresiones de ambos y consultaba mis conclusiones con el único de los dos que se sentaba a charlar conmigo al menos una vez al día, mientras desayunábamos juntos en algún café. Mi padre y yo nunca habíamos estado tan unidos. Esa fue la principal deuda que contraje en el verano de 1933 con la parricida más famosa de la historia de España, pero no la única. Aurora Rodríguez Carballeira no sólo me descubrió una vocación. También me inspiró cierta confianza en mis aptitudes para desarrollarla. Me demostró hasta qué punto era capaz de apasionarme por los inextricables resortes del comportamiento humano y, más allá de mi profesión, trazó una línea decisiva en mi vida. Cuando llegó septiembre y aprobé el francés con una facilidad inconcebible hasta para mí mismo, no sabía que estaría abocado a hablar en esa lengua durante muchos años. Tampoco podía imaginar que jamás lograría conversar con mi padre de igual a igual, de psiquiatra a psiquiatra. Pero nada resultó tan asombroso como lo que ocurrió al cabo de veinte años, cuando ya creía que no me quedaba nada por aprender. En febrero de 1954, descubrí que Aurora Rodríguez Carballeira tocaba el piano todas las mañanas en la habitación número 19 del pabellón del Sagrado Corazón, en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos. Su historia clínica llevaba el número 6.966. En el encabezamiento constaba que la paciente había ingresado en la institución el 24 de diciembre de 1935, a petición de su tutor y en virtud de una orden de la Audiencia. El diagnóstico tenía una fecha muy posterior, 30 de abril de 1942. La demora resultaba irrelevante puesto que no existía dictamen en sí, sólo dos preguntas sin tentativa de respuesta, comentario o anotación alguna. ¿Paranoia? ¿Esquizofrenia paranoica? Eso era todo lo que la mujer que me había fascinado a los trece años había llegado a inspirar a los psiquiatras que la trataron durante casi dos décadas. —Bueno, pues... —José Luis Robles se quedó mirándome con la boca abierta—. Si crees que tienes tiempo para ocuparte de una más... Pero la verdad es que no entiendo por qué te interesa tanto. En alguna parte leí que había escapado. Tuve que leerlo, porque durante quince años mi contacto con España se había limitado a la correspondencia que sostenía con mi familia. En Neuchâtel no vivían exiliados republicanos o, al menos, yo no encontré a ninguno. Suiza no había sido un país acogedor para mis compatriotas. El doctor Goldstein había escuchado que en Ginebra había un grupo organizado que se reunía para comer paella los domingos, pero aunque me animó a asistir a sus reuniones, nunca me decidí. Ginebra estaba lejos, yo estaba solo, en aquel país ni siquiera sabían lo que era el azafrán, no tenía ninguna historia heroica que contar e iba a echarme a llorar en el instante en que escuchara alguna. Ya estaba cansado de llorar, así que tuve que leerlo, o tal vez lo escuché en el barco que me alejó de España, o en la cuarentena que me vi obligado a pasar en su interior antes de obtener permiso para desembarcar en el puerto de Mazalquivir, o en otro barco que me llevó a Marsella. No me acordaba. Sólo sabía que durante quince años había estado convencido de que doña Aurora había huido. Cuando volví a encontrarla, mis prioridades profesionales se duplicaron. La clorpromazina no me interesaba más que llegar a convertirme en su psiquiatra. —Yo la conocí, ¿sabes? El día del crimen, vino con su abogado a la consulta de mi padre y la vi, yo estaba allí. La historia clínica número 6.966 era muy breve, menos de cincuenta páginas para contar veinte años de la vida de una señora muy rara, una asesina extraordinaria. Su extensión era engañosa, porque más de cuatro quintas partes del documento estaban fechadas en los años inmediatamente posteriores a su ingreso. Durante la guerra, mientras la República siguió existiendo, aunque estuviera lejos, aunque perdiera más territorio del que ganaba en cada ofensiva, aunque su derrota pareciera cada día más irremediable, mis colegas habían hecho su trabajo. La novela familiar de Aurora, su amor por su padre, su desprecio hacia su madre, su odio por su hermana, había sido descrita con solvencia profesional, pero sin demasiada pasión. Mucho más interés habían merecido los delirios de una enferma que se había autoasignado la prometeica tarea de reformar la sociedad para crear un mundo mejor. La crónica de sus primeros años como interna reflejaba el empeño de la paciente por elaborar un relato propio sobre la vida y la muerte de su hija. La madre de Hildegart había narrado su absoluta seguridad de haber concebido una hembra, el minucioso proceso de elección del hombre que la engendraría, la decepción que más tarde le inspiró su conducta, sus vanos intentos por cambiar el sexo del feto con el poder de su mente y, sobre todo, la derrota que supuso el descubrimiento de que la mala semilla de aquel sujeto había sido más fuerte que su amorosa determinación de concebir a una nueva mujer, redentora de los vicios y sufrimientos de la Humanidad. Hasta el final de la guerra, Aurora Rodríguez Carballeira habló por los codos, y quienes la escuchaban se interesaron por lo que decía. Hasta el 22 de diciembre de 1939. —No te hagas ilusiones, Germán —a Robles no le hizo gracia mi petición, pero ya contaba con eso—. No vas a sacar nada de ella. Hace muchos años que vive encerrada en sí misma, en una apatía total. En 1940 no se añadió a su expediente ni una sola palabra. A partir de 1941, las entradas se limitaban a informar, a menudo en una línea, de que la paciente se negaba a mantener contacto con los psiquiatras. No quiere nada de nosotros, se niega a venir al despacho, no quiere hablar. Cada una de estas frases resumía un año entero. En otros, pese a que se consignaban hechos tan relevantes como su obsesión por fabricar grandes muñecos de trapo con los que parecía intentar relacionarse, o el enorme sufrimiento que le produjo que el jardinero y unos cuantos mozos entraran en su cuarto para destruirlos, no existía la menor voluntad de analizar o interpretar una conducta que ni siquiera se narraba con detalle. A partir de 1941, los médicos que deberían haberla cuidado se olvidaron de pesarla, de tomarle la tensión, de describir su estado físico. Sin embargo, ella no se olvidó del día en que vivía. En diciembre de 1948 reclamó la libertad alegando que estaba privada de ella desde 1933, que su condena era a quince años de reclusión y que ya los había cumplido. Sabía que vivía en un Año Santo Compostelano y propuso que desde Ciempozuelos se solicitara su indulto. Este alarde de consciencia en una paciente que parecía haberse rendido, aparentemente sumida en la desorientación más completa, no llamó la atención de quien redactó su historia clínica. Tampoco despertó su interés. —Yo no estoy muy seguro de que su apatía sea total —respondí con suavidad—. Toca el piano todas las mañanas, de memoria, sin partituras —estuve a punto de añadir que lo hacía también con emoción pero me mordí la lengua a tiempo—. Así fue como la descubrí. Aunque la música pueda representar un vehículo para encerrarse en sí misma, sentarse a tocar es un acto de voluntad, ¿no te parece? —Bueno, pero toca mecánicamente, como si se rascara —no objeté nada a aquella estupidez, mi jefe se dio cuenta de que no tenía ganas de discutir y decidió que imitarme era lo mejor para los dos—. Pero de acuerdo, como quieras. A partir de hoy, puedes considerarla tu paciente. El 1 de marzo de 1954 me convertí oficialmente en el psiquiatra de Aurora Rodríguez Carballeira. Una semana después, tal vez no lo habría conseguido. Sólo llevaba dos meses trabajando con el equipo de Robles, pero me había sobrado tiempo para reconocer que mi madre tenía razón. España se había convertido en un país remoto, desconocido para mí. Siete años antes, cuando obtuve una plaza en la Clínica Waldau, mi experiencia como psiquiatra residente en la Maison de Santé de Préfargier me había ayudado a dominar en poco tiempo la mecánica del hospital, pero aquí todo era distinto. En Neuchâtel, casi la mitad de la plantilla de enfermería estaba integrada por monjas. Nunca había tenido problemas con ellas, pero no eran más que enfermeras con hábito, a veces más abnegadas, más sacrificadas que las demás, ni siquiera siempre. Sin embargo, todo el manicomio de mujeres de Ciempozuelos, los pabellones, el terreno que los albergaba y la institución en sí, eran propiedad de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, aunque las llamadas enfermas pobres, las que no podían pagar su plaza, ingresaban por un convenio con la Diputación de Madrid, que subvencionaba su tratamiento. El hospital funcionaba con una dirección colegiada, el doctor Robles por una parte y la hermana Belén, superiora de la comunidad, por otra. Él me había asegurado que nunca habían tenido la menor fricción pero, de todas formas, yo andaba con pies de plomo. Por lo poco que nos habíamos conocido, y dejando al margen que ella era monja y yo no era creyente, aquella señora me había causado mejor impresión que mi jefe. Pero me resultaba muy extraño trabajar en un hospital donde apenas había mujeres que no llevaran la cabeza cubierta con una toca blanca con dos grandes alas terminadas en pico, como pájaros vestidos de negro que estuvieran a punto de echarse a volar. La lectora de Aurora era una de las pocas seglares que trabajaban en el complejo. Era tan joven que conservaba en las mejillas el rubor sonrosado de la infancia. Menuda, de piel blanca, el pelo castaño claro, casi rubio, se distinguía de las demás auxiliares no religiosas por la espesa trenza que asomaba debajo de la cofia, bailando sobre su espalda a cada paso. Se llamaba María, y parecía la única persona de todo el manicomio capaz de relacionarse con la paciente de la habitación número 19 del Sagrado Corazón, pero no me resultó fácil hablar con ella. La primera vez, a pesar del susto que se había llevado al verme en el pasillo con los zapatos en la mano, se escabulló después de darme las buenas tardes, como si todos los días se tropezara con médicos descalzos que fisgaban detrás de aquella puerta. Luego me la encontré un par de veces en el pabellón de San José, el de las pobres, donde trabajaba. Una mañana nos cruzamos en un pasillo. Transportaba entre las manos una pila enorme de toallas limpias y me saludó con una inclinación de la cabeza, pero ni siquiera me dio los buenos días. Poco después la vi de refilón, sirviendo la comida a las internas sentadas en un banco larguísimo, ante una mesa adosada a la pared frente a la que comían como niñas castigadas. Me quedé un rato en la puerta, mirándola, y ni siquiera movió la cabeza hacia mí. Tuve la impresión de que había descubierto que estaba allí y no había querido verme. —Es un caso especial —me contó Eduardo Méndez, el primer amigo que hice en Ciempozuelos—. Cuando vino a trabajar aquí, doña Aurora llevaba mucho tiempo pidiendo que alguien leyera para ella. Tiene la vista muy fatigada, sólo ve bultos, y nosotros lo sabíamos, claro, pero Robles nunca quiso enviarle a nadie. María la conoce desde que era pequeña porque siempre ha vivido aquí, su abuelo era el jardinero del sanatorio. Total, que pidió permiso para ir a leer a la habitación de doña Aurora en su rato libre, media hora que tienen para merendar, y lo juntó con el de las mañanas para poder estar allí una hora entera cada tarde. Por eso va siempre corriendo, la pobre, porque no se atreve a llegar con retraso a la lavandería, o a la cocina, lo que le toque. Y por eso no quiere hablar contigo. Sabe que lo que hace es irregular, y tiene miedo de que le prohíban volver. Aunque nadie lo entienda, la verdad es que quiere mucho a esa mujer. —Ya, pero... Yo tampoco lo entiendo. ¿Robles sabe lo que hace? — Eduardo asintió con la cabeza—. Entonces, lo que no quiere es que lea en su horario laboral, ¿es eso? —volvió a asentir—. ¿Y por qué? —Porque esa paciente no les gusta, porque les pone muy nerviosos — no especificó a quiénes se refería con aquel plural, y antes de que pudiera volver a preguntar, lo hizo él—. ¿Tú has leído su historia clínica? La había pedido dos veces con el mismo resultado. La primera vez, la hermana que me atendió me dijo que tenía mucho trabajo atrasado, que volviera en otro momento. Cuando lo hice, otra me recomendó que hablara con el doctor Robles, porque ella no estaba autorizada a facilitar documentos de las enfermas. Sin embargo, Eduardo me la trajo al día siguiente, aunque Aurora Rodríguez Carballeira no se contaba entre sus pacientes. —A mí me conocen —me explicó—. Yo siempre he vivido en España, no vengo del extranjero, no les doy miedo. Tienes que comprenderlo, Germán. Tú, aquí, entre tu historia, la de tu padre y la clorpromazina... Eres muy exótico, yo diría que hasta demasiado. Y el exotismo no es un valor que se aprecie en este país, ya te irás dando cuenta. Después de pasar la Navidad de 1953 con mi familia, telefoneé a José Luis Robles para informarle de que ya estaba en Madrid, instalado provisionalmente en casa de mi madre. Se ofreció a hacernos una visita, pero ella me dijo que no le apetecía verle, no todavía, precisó, y quedamos en un café. Aquella entrevista solucionó todas las cuestiones prácticas con una sola excepción. Cuando le pregunté cuál era el mejor medio de transporte para ir y volver de Ciempozuelos a diario, me preguntó si conducía, y le respondí que sí, aunque no tenía coche. Me recomendó que consiguiera uno tan pronto como pudiera y me ofreció tres opciones. Descarté alquilar una casa en el pueblo y elegí el tren, porque pagar dos taxis todos los días me parecía un despilfarro, pero enseguida comprobé que no había escogido la mejor solución. La estación estaba muy lejos del manicomio, en el pueblo sólo había un taxi y el primer día llegué con retraso porque no encontré a nadie que me acercara. Por la tarde, mientras preguntaba en el mostrador de recepción qué podría hacer para ahorrarme otra caminata y llegar a tiempo al tren, el doctor Fernández me ofreció una plaza en su coche. Roque Fernández, siempre Fernández a secas aunque su padre hubiera firmado siempre con dos apellidos, Fernández Reinés, era el psiquiatra más joven del equipo, pero no lo aparentaba. También parecía gordo, aunque no lo era. Su cuerpo grande y ancho, compacto, habría necesitado estirarse al menos diez centímetros más para conquistar la armonía que le faltaba, pero eso no era lo que más llamaba la atención en él. Cuando me pidió que le siguiera, me di cuenta de que hasta aquel momento no había llegado a escuchar su voz. Por la mañana, al saludarme, me había estrechado la mano sin hablar y así era como solía hacerlo todo. Taciturno, más que callado, su gesto grave, imperturbable, parecía revelar algún problema importante incluso cuando no existía el menor contratiempo, y no solía celebrar las bromas, ni siquiera los chistes de Robles. Su aversión a gastar saliva solía producir malentendidos como el de aquella tarde, porque el coche hasta el que me guio no era suyo, sino un taxi de Madrid ante el que ya nos esperaba el doctor Méndez. Eduardo, el compañero que me había cogido del brazo y había atravesado el índice sobre sus labios mientras los demás rezaban el Ángelus, era un año mayor que yo y el complemento perfecto para el carácter de su amigo Roque. Esbelto y elegante, buen conversador, encarnaba al compañero ideal, divertido y muy simpático. Pronto descubriría que su capa

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