Evaluación Educativa al Servicio de Quien Aprende (2004) PDF

Summary

Un documento que discute la evaluación educativa desde una perspectiva ética y justa, argumentando que la evaluación no es simplemente una cuestión técnica, sino que entraña consideraciones éticas fundamentales. Argumenta la importancia de procedimientos justos y equitativos en la evaluación, así como de priorizar el significado didáctico y formativo sobre lo meramente técnico en el proceso educativo.

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1 La evaluación educativa al servicio de quien aprende: el compromiso necesario con la acción crítica Juan Manuel Álvarez Méndez El niño entra en la escuela como un signo de interrogación...

1 La evaluación educativa al servicio de quien aprende: el compromiso necesario con la acción crítica Juan Manuel Álvarez Méndez El niño entra en la escuela como un signo de interrogación y sale de ella como un punto (Postman, 2001) 1. Declaración de principio(s): la evaluación como cuestión ética La evaluación ejercida con intención educativa es prioritaria y esencialmente una cuestión ética, no técnica. Los aspectos técnicos adquieren sentido precisamente cuando están guiados por principios éticos. Si entre los aspectos técnicos preocupa la objetividad, entre los éticos la preocupación se centra en la acción justa, ecuánime. No se excluyen, pero tampoco se confunden, ni se identifican, y menos, cuando el ejercicio de la justicia sale perjudicada por tanto empeño puesto en la aplicación de fórmulas que pretenden la objetividad. Por tanto, en la evaluación que persigue fines educativos lo fundamental es actuar de un modo justo y cabal. Al serlo, actuaremos a la vez de un modo equitativo que no atentará contra la objetividad proclamada, tan pocas veces conseguida y muy pocas, demostrada (Cardinet, 1988; Apel, 1993). Cuando se mezclan las dos categorías (justicia y objetividad) en contextos de evaluación educativa se identifican y se confunden al mismo tiempo las decisiones que se toman, las acciones que siguen y las técnicas que se emplean. Se convierten artificialmente en términos equivalentes. El uso de uno o de otro se limita a elección de estilo. La trampa es que al hacer sinónimos dos términos que no lo son (responden a principios distintos), se simplifican las decisiones que hay que tomar en momentos determinados. Por esta vía y administrativamente el profesor se siente eximido de compromisos y de responsabilidades personales y profesionales que vayan más allá de la 2 tarea técnicamente programada. La pretensión de objetividad se resuelve en la mayoría de los casos con fórmulas fabricadas para la ocasión con la búsqueda de respuestas únicas y estandarizadas. Las pruebas objetivas ejemplifican muy claramente esta simplificación. Pero no resuelven el asunto de fondo que se da en la evaluación que pretende ser formativa y formadora, además de justa, en contextos de aprendizaje. Se da la paradoja de que estas mismas técnicas sobreviven independientemente de cuál sea el discurso que idea y define las diferentes reformas que se proclaman (Álvarez Méndez, 2003). Lo que no aseguramos con el proceder que deriva del equívoco semántico inicial es que por medio de correcciones exclusivamente objetivas actuemos simultáneamente y en todos los casos con justicia. En Educación, la objetividad por sí misma no lleva a priori al ejercicio justo ni garantiza sin más la acción ecuánime. Incluso, conviene advertir, podemos ser objetivamente injustos y nunca estaremos seguros de actuar con justicia limitando nuestra responsabilidad a comportarnos de un modo objetivo y neutro. Y nunca, por descontado, podremos ser justos obrando arbitrariamente. En cambio, al actuar de un modo justo garantizamos la acción ecuánime y equitativa, que será además, objetiva. Al obrar con justicia en procesos de formación, la preocupación por la objetividad se desplaza del centro a la periferia; del afán por las técnicas al interés por los efectos formativos de las mismas para garantizar el aprendizaje; de la sensación de seguridad que ofrecen los recursos al actuar de modo neutro a la necesidad de comprometerse con acciones morales que miran más allá de la inmediatez del aula; de limitar las relaciones humanas a simples relaciones desinteresadas e impersonales a reconocer y potenciar el valor de los vínculos intersubjetivos. Enfrentamos pues dos perspectivas básicas que representan dos formas de situarnos ante la educación: una que podemos identificar con la racionalidad técnica; otra, con la racionalidad práctica. Aquella, identificada con el racionalismo positivista; 3 ésta, más próxima a la tradición humanista ilustrada y que tiene en cuenta lo razonable de nuestras acciones y los efectos que pueden provocar (Álvarez Méndez, 2001b). Como cuestiones propias del razonamiento técnico y de las preocupaciones que conlleva, surgen preguntas sobre qué evaluar, cuándo evaluar, y cómo evaluar, cuestiones técnicas que revisten una importancia que no les corresponde. Además desvían la atención sobre otros asuntos que tienen que ver con los valores esencialmente formativos. Desde el interés técnico se busca obsesivamente evaluar con bases científicas para garantizar el rigor de los métodos racionalmente planificados y garantizar así procedimientos objetivos, que terminan siendo objetivantes. Trata de neutralizar las relaciones y separar al sujeto que conoce del objeto de conocimiento, al estudiante que aprende del profesor que le enseña y que ha de corregir y decidir la calidad de lo aprendido asignándole una calificación determinada, que servirá de base para la clasificación. Por contra, y como preocupaciones sustantivas de la racionalidad práctica, surgen preguntas que manifiestan el interés por conocer al servicio de quién está la evaluación que el profesor realiza, en qué principios se inspira, qué fines persigue, y qué usos se va a hacer de la información y de los resultados de la evaluación. El componente ético, intrínseco al razonamiento práctico de la evaluación, es consustancial a esta visión crítica de la evaluación (Adelman, 1993; Bélair, 2000; Álvarez Méndez, 2001a). Para actuar de un modo coherente, es imprescindible asumir los compromisos, tantas veces olvidados o encubiertos por los efectos de eufemismos reformistas, que derivan de la toma de postura personal ante el hecho de educar, y en él, el de evaluar. Las dimensiones éticas de la evaluación se relacionan directamente con preguntas de orden práctico, no ya técnico. Interesa conocer al servicio de qué fines está la evaluación que el profesor practica; qué principios formativos orientan la evaluación. Se indaga por la razón de la evaluación y por los fines que persigue (por qué evaluar; para 4 qué evaluar). En concreto, interesa conocer al servicio de quién y al servició de qué, está la evaluación que cada profesor practica con los alumnos con los que trabaja en el aula. Con el mismo propósito, interesa conocer quiénes son los destinatarios y quiénes son los que se benefician de las prácticas de evaluación. Para ello, hace falta tomar conciencia del uso que hacen los profesores y el uso que hacen los alumnos de la evaluación. ¿Para qué les sirve a unos y a otros? Si no están al servicio de quien enseña y de quien aprende, ¿quién saca provecho? ¿Mejora la enseñanza con la evaluación que el profesor lleva a cabo? ¿Mejoran los alumnos en sus formas de aprender? ¿Quién utiliza los resultados de la evaluación, más allá de la inmediatez del aula, donde adquieren sentido y significado? ¿Qué funciones reales desempeña la evaluación, cuando la despojamos de la retórica que la envuelve? En un sentido más amplio, pero no alejado de las preocupaciones que planteo, surgen preguntas sobre la calidad de vida dentro del sistema educativo que ofrecen las prácticas habituales de evaluación y sobre la calidad del aprendizaje que fomentan los actuales sistemas de evaluación y de calificación, orientados por intereses de selección (Torres, 1999). Interesa evaluar sentando las bases de entendimiento entre las personas implicadas y contando con ellas para garantizar la participación en un evaluación que hace uso razonable, no sólo racional, de los recursos disponibles y de la información que recoge y sobre la cual se toman medidas de carácter académico en lo inmediato, pero con repercusiones sociolaborales que van más allá de este entorno escolar (Connell, 1997; Álvarez Méndez, 2003; Laval,2004). Desde la racionalidad práctica, la participación de los sujetos implicados en la enseñanza y en el aprendizaje es imprescindible para mantener la cohesión en las ideas y la coherencia en las prácticas con el fin de asegurar el correcto funcionamiento del proceso educativo, que será siempre interactivo. En él, el diálogo se constituye en un 5 medio imprescindible para el aprendizaje por medio de la evaluación compartida. Más que instrumento para el intercambio de información, el diálogo se vuelve en recurso epistemológico y en fuente de conocimiento que se construye mediante procesos de deliberación (James, 1990; Bélair, 2000). Así se construye el aprendizaje relevante y valioso. Más allá del obrar racional, la ética de la responsabilidad obliga al profesor a tener en cuenta las consecuencias que se derivan de su actuación para con los sujetos evaluados. En este sentido, preocupa lo razonable de la acción. Es necesario que el profesor tome conciencia de que cualquier decisión que adopte en el momento de la evaluación acarrea unas consecuencias que pueden ser determinantes para el futuro del sujeto que hoy aprende. Por eso es importante trabajar con el entusiasmo y la esperanza de la formación integral de las personas. Es ahí donde cabe plantearse que toda evaluación debe ser siempre y en todos los casos formativa, la única que debería ser aplicada en contextos educativos obligatorios (no universitarios) en los que la educación es un derecho de los ciudadanos y es un deber del Estado democrático proporcionarla en condiciones de equidad. La evaluación que aspira a ser formativa tiene que estar siempre y en todos los casos al servicio de la práctica y al servicio de quienes participan en la misma construyendo aprendizaje. Como corolario implícito de estos principios de partida se deriva que aquellas prácticas de evaluación que no forman, y de las cuales quienes participan de y en ellas no aprenden, deben descartarse de los niveles básicos. Ejercida con intención formativa, ella misma es procedimiento de educación, es educación y acto de conocimiento. En este sentido, toda evaluación acaba siendo aprendizaje para la autoevaluación (Stenhouse, 1984). Por eso mismo debe ser además formadora. En esta propuesta, la evaluación deja de considerarse como un apéndice de la enseñanza y del aprendizaje para ser entendida como recurso epistemológico al servicio 6 de las personas que participan en los procesos educativos. La evaluación educativa actúa como recurso de aprendizaje, no como instrumento de selección (Bates, 1984). En ese marco de referencias, no se acepta el fracaso escolar como un fenómeno natural, por tanto, inevitable. Y resulta moralmente inadmisible, cuando éste se fabrica en la escuela sobre escalas artificiales de tasación. En este caso, la propia idea de fracaso escolar en sí choca contra el sentido básico de justicia, máxime cuando por esa vía se abren las puertas para la exclusión. 2. Autodefinido: la necesaria toma de postura personal y el compromiso que de ella deriva Una cuestión clave que cada profesor debe preguntarse sobre evaluación, como sobre otros tantos aspectos y tantos tópicos o lugares comunes que abarca la educación, es su propia concepción, visión o lectura del mundo y su posicionamiento en él sobre el valor de la educación, del conocimiento, de la enseñanza, del aprendizaje, del sujeto educado, de las relaciones democráticas de participación. Lo que se plantea en esta interpretación es el modelo de Sociedad por la que apuesta la Educación y quienes la llevan a cabo. También subyace el ideal de ser humano que la educación pretende formar. A ellos apuntan los fines, tan supuestos siempre y tan pocas veces explicitados y casi nunca ideados para prácticas concretas que se dan en contextos específicos con sujetos determinados. Tomar postura, situarse, es un modo sano de enfrentarse a la ardua y gratificante tarea de educar, que en ningún caso es actividad neutra. Según nos situemos en este escenario, no sólo podremos explicar nuestras acciones sino también comprender las de los demás, y entender qué nos acerca a unos y qué nos separa de otros y por qué, en algunos casos incluso, es imposible trabajar juntos. Es lo que llamo autodefinido: la necesidad y la exigencia moral de explicitar nuestra toma de postura, ideológica, 7 actitudinal, profesional (Perrenoud, 2001). Política también, no para hacer proselitismo, sino para reconocer y aceptar que cualquier persona con la que nos encontramos tiene o puede tener sus propias opciones, tan justificadas como las que defendemos, aunque no sean coincidentes con las nuestras. Y algunas, que simplemente nos resultarán inadmisibles. Pero esto obliga a una vigilancia epistemológica constante y una actitud crítica permanente. Lo que importa es la coherencia que debe unir la postura personal y las acciones con las que nos comprometemos. Desde esta interpretación podremos entender que una educación entendida como proceso de selección y de exclusión restringe las posibilidades de acceder al conocimiento, y acarrea consecuencias directas sobre el curriculum y su implementación. Una educación elitista profundiza más la segregación y busca menos la integración, cuando no directamente cierra el paso a aquella población que puede resultar una amenaza para mantener un grado de excelencia no muy bien definido, pero con un peso social y de estatus que condiciona decisiones cuestionables desde otros intereses, el educativo y el moral van de la mano en este punto (Ball, Bowe y Gewietz, 1994). Por la misma razón, pero desde un prisma muy diferente, si la educación se entiende como proceso de acceso a y promoción del conocimiento, como vía de la emancipación que da acceso al saber, el enfoque cambia de raíz. Sólo la miopía intelectual puede confundir estos planteamientos y las consecuencias que acarrea a la hora de evaluar. 3. Las variables condicionantes Una cuestión que reviste especial importancia en la evaluación es saber qué fines marca la educación. Deben ser referentes permanentes para dar sentido y significado a las acciones que la concretan, entre ellas, las relativas a la evaluación. Resulta imprescindible conocer las finalidades porque a la vez podremos entender al servicio de 8 qué y de quién está la enseñanza: ¿de la selección y de la exclusión o de la promoción de las personas, garantizando la calidad del aprendizaje y la mejora o perfeccionamiento de la competencia individual? ¿Pretende formar ciudadanos ‘educados’, instruidos, capacitados para disfrutar y participar de los bienes culturales comunes o para preparar mano de obra productiva, mejor aún si es además obediente, sumisa, enajenados del pensamiento y de la palabra? ¿Busca el desarrollo y el refuerzo de la autonomía –y de la autoestima– o el fomento del conformismo y estímulo del oportunismo académico? ¿Persigue la integración, mediante la formación, en sociedades pluriculturales o el incremento de privilegios de clase o la segregación para evitar la contaminación con estratos sociales considerados no deseables? La Educación, ¿se entiende como desafío intelectual para quien desarrolla pensamiento crítico o pretende el afianzamiento en un estatus inamovible que garantiza certezas sobre la base de no salir del mismo círculo meritocrático que garantiza el ascenso en el escalafón social? ¿Qué refuerza la educación: la solidaridad, la cooperación entre los sujetos que participan de las mismas experiencias de aprendizaje y de enseñanza o el distanciamiento entre las personas, la competitividad y el hedonismo del éxito individual? (Perrenoud, 1990; Coraggio, 1999). Son interrogantes que necesitamos plantearnos y a las que necesitamos dar respuesta para tomar postura que comprometa nuestras acciones, más allá de la apropiación de las expresiones grandilocuentes que no trascienden la frontera de la retórica. Igualmente es importante tomar conciencia del tipo de conocimiento al que damos valor y que realmente consideramos que merece la pena alcanzar y poseer. Según sea la visión o lectura que se haga del conocimiento, las acciones pedagógicas que se deriven para la práctica docente variarán, deberían variar, si pretendemos mantener la 9 coherencia entre las palabras que expresan nuestras intenciones y las acciones que las concretan. También debe diferenciar las distintas concepciones y los distintos posicionamientos que de ahí se derivan y que cada uno puede adoptar frente a la acción pedagógica. Para entenderlo, basta con analizar el tipo de preguntas que el profesor elige para que el alumno responda en un examen: cada una de ellas representa una selección intencional de contenido. Por ellas se puede comprender lo que cada profesor entiende por conocimiento valioso. Los fines y el tipo de conocimiento son condicionantes importantes de las decisiones metodológicas que cada profesor debe adoptar. Ambos marcan necesariamente diferencias significativas a la hora de analizar las prácticas docentes, en las que están las de evaluación. Son también opciones ideológicas a las que ningún profesor situado en una perspectiva crítico-constructiva puede renunciar. Responden a concepciones distintas, pero también son lecturas interesadas que llevan a posturas definidas, y cada una obliga a compromisos diferentes, a veces distantes, e incluso, irreconciliables en alguna de las opciones que se pueden presentar. Las consecuencias que de cada una se derivan son igualmente diferentes y en parte enfrentadas. Según el posicionamiento ideológico y conceptual que cada uno adopte se verá obligado, si pretende ser coherente, a compromisos diferenciados, con los fines, con el conocimiento, con la evaluación y necesariamente con el sujeto que aprende. 4. El campo semántico de la evaluación. Aproximación al concepto La evaluación no es una sola cosa, aunque con mucha frecuencia se confunde con el instrumento, con el examen y sus variantes. Abarca muchas actividades, acciones distintas, técnicas y métodos que permanentemente buscan dar soluciones definitivas, aunque lógicamente ninguna llegue a posibles propuestas concluyentes. Por esta razón, merece la pena pensar en la evaluación como el punto neurálgico, cruce de caminos en el 10 que se recogen y se manifiestan todas las contradicciones del sistema educativo, pero también del sistema social. Pensemos que en las narrativas actuales es fácil encontrar expresiones con una carga connotativa muy elevada: “Alumnos críticos, autónomos, independientes... ” “Aprender a aprender” “Aprendizaje significativo”, “autonomía personal”, “autoevaluación”, “responsabilidad personal en el aprendizaje”... En sí, digamos, representan valores a los que la Educación no debería renunciar. En cambio, cuando bajan a la arena de las prácticas cotidianas pierden su fuerza alegórica y se quedan en palabras vacías que no valen para transformar las prácticas evaluadoras concretas. En este terreno todo es más confuso: los conceptos, los significados, las técnicas –desligadas de sus concepciones–, se utilizan para fines distintos para los que fueron concebidos. ¿Acaso no sería el momento de la evaluación el momento ideal para que los alumnos ejercitaran su espíritu crítico, autónomo e independiente, sin miedo al error o al pensamiento divergente? ¿No debería ser la evaluación significativa si el profesor ha dirigido su enseñanza a un aprendizaje significativo? ¿Acaso no tiene responsabilidad el alumno a la hora de evaluar su aprendizaje, que antes se reconocía como responsabilidad de quien aprende? Si aprende a aprender, ¿no aprende a evaluar en el mismo sentido? Señalo en este breve apunte a algunas contradicciones tan presentes y tan repetidas en las prácticas, que por habituales dejan de verse como tales. Y esto acarrea confusión semántica sobre el significado y el sentido de la propia evaluación, identificada de un modo equívoco con la calificación. Sin embargo, la evaluación es actividad natural de apreciación y de valoración, de decisión sobre lo que merece o no la pena, sobre lo que tiene o no valor, sobre lo justo o lo arbitrario, sobre el equilibrio o el desajuste, sobre la calidad del saber o sobre la ausencia de un saber determinado. En cambio, la calificación es una invención humana para ‘controlar’ el saber y justificar la asignación de un valor cuantificable 11 exclusivamente a partir del cual se asigna un número de orden dentro de un conjunto. Esta calificación y el sistema al que simbólicamente representa se determinan convencionalmente. De hecho, cada sistema educativo, o cada campo de aplicación, lo hacen de modos distintos aunque pretendan representar valores equivalentes. Lo que sucede es que en la práctica (y en los discurso también), la evaluación se confunde interesadamente con la calificación, en una amalgama de la cual los dos conceptos pierden el sentido, confundiendo lo que cada una representa y las funciones que cada una debe desempeñar. Y aquí surgen muchos de los problemas artificiales y de conveniencia que empañan la imprescindible claridad que necesitamos para entender la evaluación educativa. Debemos convenir en que la calificación (medición) respecto a la evaluación representa un artificio de conveniencias. Lo explicaré con un ejemplo: el día es una unidad natural de tiempo, pero las horas son una creación humana para ‘controlar’ al tiempo natural y ‘acomodarlo’ a nuestras conveniencias. No podemos confundir la medición del tiempo con el tiempo mismo. Podemos cambiar los instrumentos que miden el tiempo (de hecho, hay sociedades que lo hacen de modos distintos y con referentes diferentes), pero el tiempo seguirá siendo. Desde una lectura crítica (hermenéutica), evaluar es conocer, es contrastar, es dialogar, es indagar, es argumentar, es deliberar, es razonar. Quien evalúa: quiere conocer, valorar, sopesar, discriminar, discernir, contrastar el valor de una acción humana, de una actividad, de un proceso, de un resultado; quiere conocer la calidad de los procesos y de los resultados (Álvarez Méndez, 2001a). Y en Educación, en la Enseñanza, quien evalúa –normalmente el profesor– quiere conocer para valorar los procesos que producen ciertos resultados, e intervenir a tiempo si es necesario (sentido de la evaluación formativa, que necesariamente será además continua). Son decisiones que brotan del propio proceso evaluador enmarcado en acciones didácticas razonables. 12 Consecuentemente, la evaluación es acto de conocimiento y ejercicio de acción ética. La evaluación debería ser el momento en el que quien enseña y quien aprende se encuentran con la sana intención de entenderse mientras aprenden. Ahí radican la importancia y la fuerza del diálogo como fuente epistemológica de conocimiento. 5. La relativa importancia de los instrumentos de evaluación Como ya señalé, el valor de la evaluación no está en el instrumento en sí sino en el uso que de él se haga, y lo que es más importante, el uso que se haga de la información que los instrumentos recogen. Interesa, sobre todo, el tipo de conocimiento que ponen a prueba, el tipo de preguntas que se formulan, el tipo de cualidades (mentales o no) que se exigen, y las respuestas que se espera obtener según las preguntas o problemas que se formulan y que se dan por buenas. Como punto de referencia global y principio en el que me apoyo, debe quedar claro el papel mediacional que los instrumentos están llamados a desempeñar. Más importante que ellos es el uso que se haga de los resultados que aquellos recursos aporten. En este sentido, podemos asegurar que los instrumentos no deben ir más allá de la mera función instrumental. Desde esta perspectiva, podemos enumerar, entre otros, el examen tradicional, las pruebas objetivas, el ensayo, la observación, los diarios, las exposiciones, los debates entre pares, los cuestionarios, las entrevistas, las carpetas de aprendizaje (portafolios), las tareas, los trabajos individuales o en grupo. Lo que realmente importa es: a) en primer lugar, la explicitación de lo que vale la pena y lo que no merece más que una atención secundaria. La constancia pública y por escrito de esta referencia ahorrará mucho esfuerzo baldío en intentar averiguar ‘qué entra en el examen’ y ‘qué queda fuera’ del mismo y asegurará que lo aprendido es valioso; 13 b) en segundo lugar, explicitación de los criterios por los cuales van a ser corregidos, valorados, calificados los trabajos y las tareas objeto de tal actividad. Y mejor aún si los criterios surgen como consecuencia de un diálogo, de una negociación entre y con el profesor y los alumnos (James, 1990); y, c) en tercer lugar, no menos importante, conocer los usos que se van o se puedan hacer de los resultados de la evaluación escolar (ética de la responsabilidad). Estos van ligados estrechamente al contexto en el que se producen los resultados específicos. Insisto en este punto sobre la responsabilidad acerca de los usos que se puedan hacer de los resultados de la evaluación: escapan al control de los profesores y al sentido y a la intención formativas de los resultados. La significación y la interpretación suelen darse fuera de los escenarios y contextos en los que se producen. Sólo cuando se conoce el contexto en el que se da una calificación, ésta adquiere sentido. Por la misma razón, cuando el contexto no aparece, la calificación pierde el valor de representación que se le otorga en el momento en el que se produce. Los instrumentos de evaluación deben elegirse en función del tipo de información que queramos recoger y sobre todo, en función de los fines que se persiguen con la Educación en primer lugar, y en función del propósito de la evaluación en sentido concreto. En este contexto de reflexión y de acción surgen cuestiones de otro orden que responden a inquietudes que van más allá de los aspectos burocrático-administrativos y que tienen que ver con los fines que se persigue con la acción de evaluar. No es lo mismo ni debería ser la misma evaluación si la evaluación se utiliza con fines de reproducción de la palabra prestada del profesor, de memorización y de repetición de apuntes o se utiliza, por contra, para comprobar el nivel de comprensión y de asimilación, o persigue descubrir las capacidades que los alumnos ponen en práctica en la solución de 14 determinados problemas o en la toma de postura ante una situación conflictiva planteada. El tipo de preguntas y el contenido seleccionado en las preguntas del examen servirán de referencia para el análisis crítico. También debe llevar a prácticas distintas, e incluso opuestas, el profesor que limita la evaluación a un ejercicio de poder o a un recurso para mantener la disciplina. Como marcadamente diferentes tendrán que ser las prácticas de evaluación que pretenden estimular el aprendizaje y desarrollar actitud crítica, actitud de confianza y de refuerzo del autoconcepto, de la autopercepción, de la autoestima y de credibilidad como opuestas a la actitud de sumisión, de obediencia, de reproducción. Como vengo sosteniendo, es necesario situarnos, tomar postura, comprometernos... ante la educación, ante los fines que el profesor persigue con ella, ante el conocimiento, ante los sujetos que aprenden, ante la sociedad, ante los valores establecidos e incuestionados, pero que a veces actúan como revulsivo de los valores morales y formativos que deben orientar las acciones de formación. 6. El examen: consideraciones de carácter general Entre los instrumentos de que dispone el profesor, tal vez sea el examen conocido como tradicional el recurso más utilizado (Díaz Barriga, 1993). Dedicaré alguna consideración crítica de carácter general para su análisis. El examen no es el instrumento adecuado para saber lo que es una enseñanza de calidad. Tampoco es el instrumento adecuado para definir lo que es un aprendizaje de calidad ni un aprendizaje significativo y relevante que vaya más allá del rendimiento puntual. Con frecuencia, los exámenes suelen poner a prueba aspectos fáciles de controlar porque son los que se prestan para los propósitos de la calificación, lo cual lleva a que los 15 profesores tiendan a centrarse en niveles de comprensión bajos. En este intercambio de valores, la auténtica evaluación formativa del aprendizaje sale perdiendo. Es más fácil subir o bajar puntos en una escala de tasación por una falta de ortografía que conocer el nivel de comprensión de unos textos determinados y valorar la expresión propia de quien aprende acerca de aquellos textos. No saber (no recordar) los elementos de la tabla periódica da pie para una calificación exacta, según las conveniencias en la distribución del error, pero no garantiza que el alumno comprenda el valor de los mismos elementos cuando entran en relación. Siempre fue más fácil puntuar cuando la pregunta es sobre un autor determinado que sobre el análisis del contenido de una obra específica, y mucho más que sobre el valor que representa haber disfrutado de la lectura de una obra literaria. Recordar una fecha en Historia ha tenido más importancia en muchos casos que saber explicar las causas que motivaron un hecho histórico y las consecuencias que produjo. Como consecuencia de este razonamiento, y en líneas generales, se puede sostener que los exámenes fomentan más la retención momentánea en cantidad de elementos inconexos –memorización no relevante– que la calidad del aprendizaje, que lleva implícita una comprensión global de interrelaciones e interdependencias múltiples. Fomenta más la acumulación de datos discretos que la integración de la información recibida en un pensamiento estructurado. Los contenidos de los exámenes son formas reduccionistas y parcializadas del discurso científico y cultural, aspecto que se ve potenciado por la dependencia que generan en el alumno los apuntes de clase. Por otra parte, los exámenes, si acaso, dicen lo que ya sabe el alumno y lo que en gran parte el profesor sabe del alumno. No dicen nada ni ayudan en esta tarea para decir sobre lo que él puede ser capaz de conseguir en el futuro y de cómo hacer frente a las dificultades que se puedan presentar en situaciones no previsibles. Tampoco aporta 16 bases para conocer las causas del error ni información valiosa para evitarlos y superarlos en casos futuros. El examen actúa contra la riqueza y la complejidad del pensamiento y del conocimiento, del hacer científico y cultural. Busca de soluciones simples y simplificadoras que aseguran el éxito del rendimiento académico en un momento dado. Ataca, mina el pluralismo y la diversidad en la adquisición, desarrollo y creación del conocimiento porque apunta y da por válida una única respuesta. Fomenta una cultura hegemónica, incuestionable y definitiva, en la que es imposible la diversidad, en la búsqueda de fuentes o en las formas de comprenderla o de expresarla. Premia y tiende a la homogeneización, en contra de la diversificación. Fomenta la falsa ilusión y el engaño de que el sistema es realmente justo porque trata igualitariamente a los alumnos por encima del respeto a la diversidad y a las características individuales que configuran el ser de cada sujeto. Pervierte la enseñanza y el aprendizaje porque se orientan al examen (acción estratégica), convertido en el instrumento supremo sobre el que se fabrican el éxito y el fracaso escolares. Trata al conocimiento como material neutro y a los sujetos que aprenden como entes sin intereses, sin historia ni contexto social. Reduce los elementos del conjunto a simples categorías de relación. El examen cumple en muchos casos una función de disciplinamiento, de represión, de coacción y de representación, de mostración y de ejercicio de poder, de ejercicio simbólico de una autoridad que impone irracionalmente estos rituales de sometimiento a través de unas normas a las que se les da el rango de legitimación. ¿Por qué, entonces, el poder y persistencia de este instrumento, al que parece no encontrarse alternativa viable y aplicable, además de creíble? El poder del instrumento ‘examen’ reside más en la percepción que de él tienen los sujetos que en la fortaleza didáctica y en el valor educativo del instrumento en sí. De ahí surge el poder mágico que adquiere el examen, poder simbólico que condiciona la 17 visión que de él se tiene, sobre todo de aquellos que viven fuera de la escuela. En él se deposita una confianza desmedida sobre el valor de diagnóstico de las capacidades de quienes responden a sus demandas y del valor de certeza sobre lo aprendido (de hecho, lo certifica) dando por comprendido y por asimilado lo que debe ser analizado como respuesta dada a una pregunta específica formulada, sin más base ni alcance para la generalización sobre el saber de quien aprende. Certifica certezas coyunturales que se dan por definitivas. En el mismo sentido, se deposita en él un valor o capacidad de predicción sobre el rendimiento del conocimiento acumulado, confianza sostenida en presupuestos nunca verificados, cuales son los que descansan en la base objetiva y científica en su elaboración y aplicación, que simplemente se presuponen. En esta visión, las otras formas de ser inteligente (Gardner, 1995 Goleman, 1996; Darling-Hammond, 1997; Sternberg, 1997) que vayan más allá de lo estrictamente académico, no sólo no entran sino que salen perjudicadas. 7. Exhortaciones para una práctica razonable de evaluación 9 Cuando ponga un examen formule preguntas que realmente desafíen el pensamiento, el razonamiento, la argumentación, la inteligencia. No espere respuestas geniales a preguntas triviales, y menos, respuestas sinceras a preguntas tramposas. 9 No podemos hablar de calidad de la educación si la desligamos de la idea de equidad, de ecuanimidad, y de justicia. Éstas son condiciones de lo público, que es lo común, aquello que nos identifica como humanos, como ciudadanos comunitarios (Cullen, 1997). 9 No permita que el examen condicione todo el proceso de enseñanza y de aprendizaje. Que el examen no determine el curriculum. Que no sea el examen el instrumento que decide lo que es importante y lo que es secundario respecto a los contenidos de 18 aprendizaje. Que no sea el examen o las previsibles preguntas del examen lo que definan o delimiten lo que merece la pena estudiar y aprender y lo que simplemente se interpreta como mero complemento. 9 No confunda el instrumento, el artificio (examen) ni con la actividad ni con el concepto ni con el fin formativo de la evaluación educativa. El instrumento, el recurso, es un medio y debe estar siempre al servicio de las personas que participan en los procesos de formación y al servicio de los fines educativos. 9 La educación representa uno de los pocos espacios públicos en los que todavía y a pesar de las dificultades, es posible entusiasmarse y trabajar con ilusión en nombre de valores que nos confirman en nuestra condición de seres de razón, en seres de palabra, en seres inteligentes, conscientes de nuestro devenir y dispuestos a pensar en nuestro porvenir. 9 La educación, recuerde, no es una mercancía ni los profesores son los administradores de bienes materiales ajenos ni los alumnos son nuestros clientes. Necesitamos recuperar el lenguaje que expresa relaciones humanas (intersubjetivas) dignas que aseguran el crecimiento y desarrollo de las personas porque por la educación pueden acceder al conocimiento. Y al hacerlo, entran a formar parte de una ciudadanía ilustrada que participa democráticamente en la sociedad. 9 No acepte resignadamente que la desigualdad y la exclusión son fenómenos naturales, y por tanto, inevitables, porque acabará produciendo desigualdad y exclusión. Y ésta resulta moralmente inadmisible en la educación, más cuando aceptamos que la educación tiene por misión básica el desarrollo de las personas, facilitando el acceso a la ciencia y a la cultura que es patrimonio de todos y busca la integración de todos los ciudadanos. 9 Más que de las técnicas de evaluación, preocúpese de los usos que se puedan hacer de los resultados que se obtienen por cualquiera de los recursos utilizados. Lo importante 19 es que ellas contribuyan a enriquecer la formación de quienes aprenden y de quienes enseñan. 9 Nunca renuncie a la esperanza y a la ilusión. Sólo nos queda hacer posible la utopía, la honesta utopía de quienes trabajan por causas nobles. 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