Fontana - Origen de la Guerra Fría PDF
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Análisis de los orígenes del enfrentamiento entre los aliados occidentales y la Unión Soviética. El texto explora las causas fundamentales y los proyectos de ambas partes.
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LOS ORÍGENES DEL ENFRENTAMIENTO: LOS PROYECTOS NORTEAMERICANO Y SOVIÉTICO ¿Cuándo y cómo comenzó el enfrentamiento entre los aliados «occidentales» y la Unión Soviética? Aunque sus primeras formulaciones abiertas sean de comienzos de 1946, no puede ignorarse que por lo menos un sector de las clases...
LOS ORÍGENES DEL ENFRENTAMIENTO: LOS PROYECTOS NORTEAMERICANO Y SOVIÉTICO ¿Cuándo y cómo comenzó el enfrentamiento entre los aliados «occidentales» y la Unión Soviética? Aunque sus primeras formulaciones abiertas sean de comienzos de 1946, no puede ignorarse que por lo menos un sector de las clases dirigentes de los Estados Unidos y Gran Bretaña se preparaba para ello desde mucho antes. Durante la segunda guerra mundial muchos altos jefes militares británicos y norteamericanos consideraban a la Unión Soviética como «el próximo enemigo». El 27 de julio de 1944 el mariscal Alan Brooke escribía en su diario que convenía ir convirtiendo a Alemania en un aliado para enfrentarse a la futura amenaza rusa. En la primavera de 1945, antes de la rendición del Reich, Churchill mandó al mariscal Montgomery que guardase las armas tomadas a los alemanes por si era necesario usarlas contra los soviéticos (una orden que los servicios de inteligencia rusos interceptaron), y encargó que se preparasen los primeros planes para una posible acción contra Rusia. Los autores del proyecto, que llevaba el nombre de «Operación Impensable», presentaron sus conclusiones el 22 de mayo de 1945, apenas dos semanas después de la rendición del Reich. En los Estados Unidos se boicoteaban en plena guerra los envíos a Rusia: «las máquinas se rompían, las listas se perdían, las asignaciones no se hacían correctamente» —decía Joe Marcus, un economista del New Deal. «Poco antes del fin de la guerra surgió la cuestión de un préstamo a Rusia. Generales y embajadores se pusieron a enviar telegramas: “No lo hagáis sin poner condiciones”.» Después de una etapa de vacilaciones, el Joint Chiefs of Staff (Estado Mayor Conjunto) decidió en abril de 1946 preparar un plan de guerra que comenzaría con la destrucción mediante bombardeos del «corazón industrial de la URSS», en el área al oeste de los Urales y al norte del mar Caspio y del mar Negro, tomando como objetivo esencial el petróleo. Los aviones partirían de los aeropuertos de Egipto, en manos en aquellos momentos de los británicos, y utilizarían los planes de bombardeo nazis, basados en un inmenso archivo de fotografías de reconocimiento aéreo, parte de las cuales estaban guardadas en el refugio de montaña de Hitler en Berchtesgaden. En 1949 la Operación Dropshot proyectaba la destrucción de cien ciudades soviéticas mediante el empleo de 300 bombas atómicas, que eran ahora mucho más potentes que las que se habían lanzado sobre Japón. Las causas fundamentales de este enfrentamiento hay que buscarlas en la voluntad de los Estados Unidos de construir un mundo que funcionase de acuerdo con sus reglas, que se quería legitimar con la pretensión de que eran las únicas que garantizaban el progreso. Un mundo en el cual tendrían no solo un dominio económico —salían de la guerra habiendo doblado su capacidad productiva, mientras todos los demás participantes lo hacían muy mermados—, sino también una hegemonía militar indiscutida, reforzada con el monopolio de la bomba atómica, que «custodiarían en nombre de toda la humanidad», como dijo Truman en septiembre de 1945. Esta situación debía quedar asegurada por el llamado Plan Baruch, presentado el 14 de junio de 1946, que proponía crear un organismo internacional para inspeccionar y controlar todas las actividades nucleares, capaz de garantizar que ningún otro país podía construir una bomba atómica; solo tras haberse asegurado de ello se ofrecían los Estados Unidos, en fecha indeterminada, a destruir su propio arsenal nuclear. Este plan, que consagraba el monopolio norteamericano de las armas atómicas, fue rechazado por la Unión Soviética, como era previsible. La visión del mundo que pretendían establecer los norteamericanos se basaba en la convicción de la superioridad del «modo de vida americano», asociada a la idea de que su componente religioso era una garantía de su ventaja moral sobre «el comunismo ateo». En los papeles personales de Truman encontramos una incomprensión total acerca de la política soviética, que aparece confrontada con su propio gran proyecto personal de «organizar Éxodo XX, Mateo V, VI y VII para salvar la moral en el mundo». Si recordamos que Éxodo XX se refiere a la promulgación del decálogo, y Mateo V, VI y VII al sermón de la montaña y a las bienaventuranzas, parece evidente que desde estas bases era imposible plantear una política de coexistencia con los soviéticos. Solo que el problema no se reducía a una confrontación puntual con la Unión Soviética, sino que implicaba asumir un proyecto de hegemonía mundial. Como había escrito Henry Luce en 1941, los norteamericanos debían «aceptar sin reservas nuestro deber de ejercer sobre el mundo el pleno impacto de nuestra influencia para aquellos propósitos que creamos convenientes y por aquellos medios que creamos convenientes». Ello obligaba a establecer una amplia red de alianzas con el fin de impedir que su antagonista ganase influencias y apartase a otros países del área de control informal, político y económico, norteamericano. Contaban con que el temor a que los soviéticos pretendiesen extender su modelo de sociedad a otros países por la acción de los partidos comunistas locales les facilitaría movilizar a los gobiernos de estados basados en un sistema económico capitalista, en especial a los europeos occidentales, que eran los que podían sentirse más inmediatamente amenazados, debido a la existencia en su seno de organizaciones sindicales potentes y de partidos comunistas arraigados. El miedo al cambio social fue desde el principio la base de la solidaridad de «Occidente». El problema era distinto en el caso de los países subdesarrollados y de las colonias que pretendían acceder en estos años a la independencia, en los cuales no existían sociedades firmemente asentadas con las que se pudiera colaborar para estos propósitos. En estos casos convenía dejar en un segundo plano la retórica democrática y «ejercer la influencia» por aquellos medios que se considerasen convenientes. Los norteamericanos sabían —lo habían descubierto después de la primera guerra mundial— que sus asociados más fiables eran las dictaduras de derechas, que podían garantizarles las tres condiciones que exigían de un aliado: estabilidad política, apoyo decidido contra los enemigos de los Estados Unidos (lo cual significaba, después de 1945, anticomunismo), y una actitud favorable al comercio y a las inversiones norteamericanas. Esta exigencia podía crear problemas en los países en vías de desarrollo, donde las demandas colectivas de mejora económica podían dificultar que se mantuvieran condiciones favorables a los intereses de las empresas norteamericanas, lo que los apartaría de su alianza política. En unos casos, como en los países de América Latina, lo mejor era combatir a los gobiernos «nacionalistas» que manifestaban preocupaciones sociales, y apoyar a dictadores, que eran por definición «estables»; en el de las colonias independizadas, recurrir a gobiernos militares capaces de mantener el orden social por la violencia. En 1958 el secretario de Estado John Foster Dulles sostenía que no debía darse la independencia a la ligera a las colonias, argumentando que «hoy muchos de los nuevos países independientes, que no estaban preparados para su independencia, se han convertido en objetivos del comunismo internacional y esto ha conducido con frecuencia a una dictadura del proletariado». Una afirmación que demuestra el grado de delirio a que podían conducir unos temores irracionales (dejando a un lado que la «dictadura del proletariado» no existía ni siquiera en la Unión Soviética). «De todos los malentendidos que guían la política exterior de los Estados Unidos —ha escrito Mark Weisbrot— el más importante y duradero tal vez sea el fracaso de reconocer o entender lo que la autodeterminación nacional significa para la mayoría de los pueblos del mundo.» En la base de esta actitud política estaba una visión racista que sostenía que estos pueblos eran incapaces de vivir en un sistema democrático. En el caso de los países latinoamericanos por su inferioridad cultural (las manifestaciones de menosprecio hacia los «latinos» eran constantes en las conversaciones privadas de los políticos norteamericanos). En el de las colonias africanas y asiáticas, la desconfianza se basaba en la creencia, que contradecía la retórica anticolonialista oficial, de que para alcanzar la estabilidad política necesitaban una etapa previa de desarrollo económico y social que solo podía realizarse bajo la férrea tutela de un régimen militar. Estas eran las condiciones para que pudiera construirse un mundo de libre circulación de mercancías y capitales en que los Estados Unidos tendrían un papel predominante. Como había dicho Cordell Hull: «Si las mercancías no pueden cruzar las fronteras, lo harán los soldados». Significaba un cambio profundo en la filosofía política de un país que se había construido sobre la base del proteccionismo y que adoptaba ahora el ideal del libre cambio, convencido de que su superioridad le iba a dar todas las ventajas (lo cual fue cierto al principio, pero acabó conduciendo, medio siglo más tarde, a su desindustrialización). Este librecambismo requería, sin embargo, la continuidad del predominio político: una idea que ha recorrido la política norteamericana desde 1945 hasta la actualidad, pasando por los años finales del siglo, cuando los neocons formularon el proyecto de nuevo imperio de G.W. Bush. Nadie lo expresó con más claridad que el secretario de Defensa, Robert McNamara, en un memorándum destinado al presidente Johnson, en que afirmaba su convicción de que el papel de liderazgo que los norteamericanos habían asumido «no podía ejercerse si a alguna nación poderosa y virulenta —sea Alemania, Japón, Rusia o China— se le permite que organice su parte del mundo de acuerdo con una filosofía contraria a la nuestra». De ahí la preocupación norteamericana al ver que los soviéticos se negaban a integrarse en el sistema diseñado en Bretton Woods en julio de 1944. Los dirigentes soviéticos se mostraron inicialmente dispuestos a aceptar la integración, porque necesitaban préstamos y ayudas de Occidente, pero acabaron rechazándola, porque temieron, no sin razón, que iba a servir para someterles a la clase de reglas del juego que querían imponer sus rivales, que eran incompatibles con su propio modelo económico y social. La actuación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en los años que siguieron vendría a demostrar que sus temores no eran infundados. En cuanto a la Unión Soviética, una de las preocupaciones fundamentales de Stalin era asegurarse en la Europa del este una zona de protección contra nuevas invasiones de ejércitos europeos y, ante todo, contra un posible renacimiento del militarismo alemán. Pero el más acuciante de sus problemas era el de rehacerse de los tremendos daños que había causado la guerra. Las pérdidas soviéticas habían sido las mayores sufridas por cualquiera de los contendientes (27 millones de muertos, en comparación con 6 millones de alemanes y 300.000 británicos), y se encontraron, además, con el súbito cese de la ayuda norteamericana, el rechazo por parte de sus aliados de sus aspiraciones a obtener mayores reparaciones económicas de Alemania y la negativa de Truman a concederles los créditos para la reconstrucción que se habían comenzado a negociar con Roosevelt. Todo lo cual se combinó con los efectos de la desmovilización de ocho millones de soldados y con el retorno de los presos de guerra. A ello se añadió una desastrosa cosecha que dio lugar a que en el invierno de 1946 a 1947 la Unión Soviética sufriese la peor hambruna de los últimos cincuenta años, que causó más de un millón de muertes por hambre y enfermedad. No fue hasta el 15 de diciembre de 1947 cuando la mejora de la situación permitió acabar con el racionamiento de los alimentos. La situación política interna sufrió algunos cambios. El Consejo de comisarios del pueblo (Sovnarkom) fue reemplazado por un Consejo de ministros, como prueba, en palabras de Stalin, de que se había llegado a una fase de estabilidad después que «la guerra ha demostrado que nuestro orden social es seguro». Este organismo iba a ocuparse sobre todo de las cuestiones económicas, como parte de una reorganización general que tendía a poner la gestión en manos de comités de especialistas, mientras los asuntos de carácter político quedaban en teoría en manos del Comité Central, que apenas se reunía, y de hecho en las del Politburó (un órgano más reducido que actuaba permanentemente) y de una llamada Comisión de asuntos exteriores, que estaba formada por el núcleo más íntimo de los colaboradores de Stalin, que eran además los compañeros a los que invitaba con frecuencia a su dacha de Kuntsevo para combatir la soledad en que se encontraba a partir del momento en que su hija Svetlana se casó con un individuo que no le gustaba y se alejó del Kremlin. Esta situación reflejaba la realidad de un Stalin envejecido y cansado, que centraría a partir de este momento su actuación personal en las grandes cuestiones de política exterior, aunque se reservaba el derecho de intervenir en cualquier asunto, en especial en los que hacían referencia a la seguridad. Nada cambió, por el contrario, en lo que se refiere a las libertades de los ciudadanos. El régimen, que se sentía reforzado por el entusiasmo patriótico suscitado por la guerra, no consideró necesario hacer concesiones. El aparato de seguridad de la NKVD se dividió ahora entre el MVD (Ministerio de Asuntos Interiores), que controlaba los campos de prisioneros del gulag, y el MGB (Ministerio de la Seguridad del Estado), que se ocupaba de los servicios secretos y de la policía. Lejos de amainar, la represión fue creciendo, cebándose en nuevos enemigos, con el resultado de que a comienzos de 1950 los campos alcanzaron un máximo, con más de dos millones y medio de prisioneros: un millón más de los que había en 1945, al final de la guerra. En el terreno de la política internacional Stalin no tenía un proyecto de hegemonía mundial parecido al norteamericano, porque era consciente de su debilidad y porque estaba convencido de que la superioridad del socialismo le daría a la larga la victoria frente a un capitalismo que acabaría derrotado por sus propias contradicciones internas. En cuanto al futuro inmediato, pensaba que iba a ser el de un mundo en que los Estados Unidos dominarían el conjunto de las Américas y el Pacífico, y en que Gran Bretaña y la Unión Soviética se repartirían Europa. Los soviéticos consideraban que su aspiración a ser tratados en un pie de igualdad con Gran Bretaña y los Estados Unidos estaba plenamente justificada por la aportación decisiva que habían hecho, asumiendo enormes costes humanos y materiales, a la derrota del nazismo: sin las pérdidas que Hitler sufrió en Rusia es improbable que hubiesen sido posibles el desembarco en Normandía y el asalto a Alemania desde el oeste. Pero cuando se vieron excluidos de Italia, del Mediterráneo y de Japón, se encontraron ante una situación en que solo cabían o la aceptación de un papel subalterno en un mundo de predominio norteamericano, o el esfuerzo por mantener en Europa un área separada que se organizaría de acuerdo con sus reglas. EL NUEVO MAPA EUROPEO Uno de los primeros motivos de fricción entre los dos bandos se produjo en relación con los gobiernos de coalición que los soviéticos habían ido instalando en los países del este de Europa, lo cual se había hecho siguiendo el acuerdo tomado por la conferencia de ministros de Asuntos Exteriores en Moscú, en octubre de 1943, de que sería la potencia que recibiese la rendición de un estado la que determinaría las condiciones que habían de establecerse, tal como hicieron británicos y norteamericanos en Italia. El caso más complejo era el de Polonia. En 1939, cuando la invasión nazi acabó con el gobierno polaco heredero del régimen dictatorial de Piłsudski, se formó un gobierno en el exilio dirigido por el general Władysław Sikorski e integrado por miembros de los cuatro partidos que figuraban en 1939 en la oposición a la dictadura. El llamado «gobierno polaco de Londres», que creía tener la garantía de que los británicos le asegurarían su integridad territorial, contaba con que los soviéticos serían incapaces de vencer a las tropas hitlerianas, y que iban a ser los ejércitos occidentales los que liberasen Polonia, acompañados por los polacos que combatían a su lado (en 1944 tenían 65.000 hombres luchando en Italia junto a los británicos), dispuestos no solo a liberar su país, sino a ampliar su territorio y a enfrentarse a la URSS. Pero las cosas sucedieron de modo muy distinto, y cuando, tras el descubrimiento de la matanza de oficiales polacos en Katy´n, el «gobierno de Londres» rompió sus relaciones con los soviéticos, advirtió que a Churchill le importaba más mantener buenas relaciones con Moscú que atender a las ambiciones de unos nacionalistas polacos cuyas pretensiones empezaban a resultar molestas. Sus planes se vinieron definitivamente abajo cuando los rusos entraron en Polonia y formaron un Comité Nacional Polaco de Liberación que se instaló en Lublin, con una composición de frente popular dominada por los comunistas. Uno de los problemas más serios que se les planteaba era el de las fronteras con la URSS. Cuando el estado polaco reapareció, al término de la primera guerra mundial, tras 128 años de inexistencia, el ministro británico de Asuntos Exteriores, lord Curzon, propuso, en diciembre de 1919, una frontera entre territorio polaco y ruso, la llamada «línea Curzon», que fue rechazada inicialmente por los dos bandos. La victoria de los polacos en su guerra contra los soviéticos les permitió imponer en 1921 una frontera a unos 200 km al este de la «línea Curzon», con lo que se incorporaron unos 135.000 km2 de territorio reivindicado por los rusos, donde la población de etnia polaca era minoritaria y donde había un gran número de ucranianos y bielorrusos, oprimidos y marginados desde entonces por los polacos. El gobierno en el exilio de Londres pretendía que se le garantizasen las fronteras de 1939, mientras Churchill sostenía que el tema había de decidirse en las conferencias que se celebrasen después de la guerra. La misteriosa muerte de Sikorski en un accidente aéreo en aguas de Gibraltar, en julio de 1943, vino seguida, el 28 de noviembre de este mismo año, por la sugerencia por parte de Churchill, en la conferencia de Teherán, de que los soviéticos se incorporasen los territorios al este de la línea Curzon y se los compensasen a los polacos por el oeste con tierras tomadas a los alemanes, que fue la solución aprobada finalmente en Yalta y confirmada en Potsdam. Sus aliados comprendían, aunque no lo reconociesen en público, que los soviéticos, que habían firmado ya en diciembre de 1943 un tratado de amistad con los checos, quisieran asegurarse gobiernos amigos en sus fronteras europeas, y en especial en la de Polonia. Averell Harriman recordaba «a Stalin diciéndome que las llanuras de Polonia eran la ruta de invasión de Rusia desde Europa y que siempre lo habían sido, y que, por consiguiente, él necesitaba controlar Polonia». Unas semanas antes de la conferencia de Potsdam, Stalin le recordaba a Truman en una carta que necesitaba asegurarse un gobierno amigo en Polonia y que, del mismo modo que él no preguntaba si los gobiernos que se habían instalado en Grecia y en Bélgica, acerca de los cuales nadie le había consultado, eran genuinamente democráticos, porque sabía cuán importantes eran Grecia y Bélgica para la seguridad británica, se le debía respetar a él EL CAMINO HACIA LA GUERRA FRÍA Si Truman se sentía inseguro y desconfiado en cuanto al futuro de las relaciones con los soviéticos, Stalin tenía, por su parte, motivos sobrados para estar descontento de la conducta de los norteamericanos, que le estaban excluyendo de una escena política internacional en que se habían atribuido el mundo entero, de Japón al Mediterráneo, como su campo de acción reservado, y pretendían además inmiscuirse en su área de seguridad de la Europa del este. A fines de 1945 un Truman presionado por los anticomunistas que le rodeaban, como el almirante Leahy y el secretario de Marina Forrestal, había abandonado la actitud aparentemente conciliadora de seis meses antes, en la época de la nota a Hopkins, lo cual, añadido a su irritación por la forma personal en que Byrnes llevaba la política internacional, llegando a acuerdos con los soviéticos sin ni siquiera consultarle, dio lugar a que el 5 de enero de 1946 le dirigiera a su secretario de Estado una reprimenda, quejándose de que no le hubiera mantenido informado, a la vez que denunciaba la amenaza de la Unión Soviética a Turquía y su «agresión» a Irán, reclamaba «el control completo de Japón y del Pacífico», sostenía que la única política que entendían los rusos era la de la amenaza de la fuerza y afirmaba que en modo alguno reconocería a los gobiernos de Rumania y Bulgaria, contra lo que Byrnes había aceptado en Moscú. Y lo remachaba diciendo que «después» exigiría a Rusia que devolviera los barcos y la forzaría a un arreglo por la deuda que mantenía como consecuencia del programa de préstamo y arriendo. Todo lo cual concluía con un: «Estoy harto de mimar a los rusos». Ante una manifestación semejante, que Offner ha calificado como la «declaración personal de la guerra fría» por parte de Truman, resulta ridículo atribuir un supuesto cambio de la política norteamericana a la «provocación» que habría significado el discurso «electoral» (para unas elecciones al Soviet supremo con candidatos únicos, designados por el partido) que Stalin pronunció un mes más tarde, el 9 de febrero de 1946, en el teatro Bolshoi de Moscú. Si acudimos directamente al texto del discurso, se puede ver que las «provocaciones» se reducen a afirmar que el desarrollo desigual que causa el capitalismo trae aparejadas crisis que llevan regularmente a conflictos armados (aunque se apresuraba a añadir que en la segunda guerra mundial había habido más que esto, porque había implicado la lucha contra el fascismo por parte de la Unión Soviética, los Estados Unidos, Gran Bretaña «y otros países amantes de la libertad»). Y que la guerra había demostrado, contra todas las suposiciones hechas habitualmente en «Occidente», que el sistema social y el sistema estatal de la URSS eran sólidos, y que el ejército soviético, vencedor de los alemanes, tenía una potencia indiscutible. Tras de esto venía una interpretación de la historia de la Unión Soviética que atribuía los éxitos alcanzados a los aciertos políticos de Stalin, y un doble juego de promesas, que comenzaba afirmando que se iba a restablecer el país de los daños sufridos por la guerra y a mejorar los niveles de vida de los ciudadanos y que, prosiguiendo por el mismo camino que en el pasado inmediato, se iniciaría un nuevo salto adelante que multiplicaría por tres la producción industrial de preguerra, para lo cual «se necesitarían tal vez otros tres planes quinquenales o más». El discurso pretendía sacar provecho del sentimiento colectivo de orgullo por el triunfo en la «Gran guerra patria» y, consciente de la imposibilidad de plantear objetivos ambiciosos a corto plazo, se refugiaba en planes para un futuro lejano de triunfo del socialismo. Se puede considerar lamentable que Stalin se expresase en estos términos triunfalistas cuando Rusia estaba sufriendo una terrible hambruna. Pero el contenido global del discurso, expresado en términos del marxismo escolástico estalinista, no tenía nada de nuevo, y en todo caso no planteaba ningún escenario de conflicto inmediato. Contra lo que se suele afirmar, Stalin no actuaba de forma arbitraria en el campo de la política internacional, sino que tenía unos objetivos coherentes, entre los que destacaba el de reivindicar para su país su condición de gran potencia y ponerlo en pie de igualdad con las de «Occidente», tanto en el terreno económico como en el militar. Que no esperaba una agresión inminente, y que no pensaba en hacer la guerra por su parte, lo demuestra el hecho de que desmovilizase el ejército (que pasó de más de once millones de hombres a menos de tres de 1945 a 1947) y redujese el presupuesto de defensa a menos de la mitad. A fines de 1945 le decía a Gomułka , en una conversación confidencial, que no creía que las potencias occidentales fuesen a declararle la guerra, aunque sus agentes iban difundiendo noticias de que estaba a punto de estallar. «Sus ejércitos se han desarmado por la agitación a favor de la paz y no tomarán las armas contra nosotros. La guerra no la deciden las bombas atómicas, sino los ejércitos (...). Que en unos treinta años más o menos deseen hacer otra guerra es una cuestión distinta.» En lo cual se equivocaba, porque no supo ver que, si bien sus antiguos aliados no iban a entrar ahora en combate abierto contra los soviéticos, estaban ya preparándose para otra clase de guerra que Stalin fue incapaz de prever. No se puede entender su política en estos años si se olvidan su fe en la superioridad a largo plazo del socialismo y su esperanza de que la situación mundial podía cambiar por la subida al poder a través de mecanismos parlamentarios de unos partidos comunistas que, por lo menos en Europa, habían abandonado hacía mucho tiempo cualquier tentación revolucionaria. Stalin había dado instrucciones tanto a Togliatti como a Thorez para que los comunistas italianos y franceses siguieran una política de frente popular, aliándose a las fuerzas de izquierda, y evitasen cualquier tipo de confrontación que pudiera alarmar a norteamericanos y británicos. Entre sus grandes errores figuran la previsión de que sus antiguos aliados, enfrentados entre sí por unos intereses divergentes, iban a darle treinta años de tregua y, sobre todo, la esperanza de que los partidos comunistas del occidente europeo podían llegar un día al poder democráticamente. Al acabar la segunda guerra mundial los partidos comunistas de Francia o de Italia, que tenían un peso considerable —en octubre de 1946 los comunistas franceses obtuvieron un 28,5 por ciento del sufragio popular, lo que les convertía en el más votado de los partidos— no intentaron hacerse con el poder por una vía revolucionaria, entre otras razones porque estaban convencidos de que podían llegar a él a través de elecciones libres y del establecimiento de alianzas con otras fuerzas de izquierda. Que sus adversarios también lo temiesen explica los esfuerzos que hicieron para impedírselo. Era desde el lado norteamericano que se estaba organizando la escalada hacia el enfrentamiento. A darle un programa y una legitimación ideológica vinieron las primeras formulaciones de la doctrina de la guerra fría. El 22 de febrero de 1946 un funcionario de la embajada norteamericana en Moscú, George Kennan, que había quedado como encargado de los asuntos después de la marcha del embajador Averell Harriman, contestó a una demanda de interpretación de las actitudes soviéticas hacia las instituciones financieras internacionales. Kennan, que estaba frustrado por el hecho de que no se hubiese hecho caso hasta entonces de sus admoniciones contra los soviéticos, decidió que este era el momento de que le escuchasen y respondió con el llamado «telegrama largo» de ocho mil palabras, enviado como cinco telegramas separados, para no despertar sospechas. Kennan sostenía que los soviéticos estaban fanáticamente convencidos de que no era posible un modus vivendi con los norteamericanos y que, para preservar su propia seguridad, necesitaban «romper la armonía interna de nuestra sociedad, destruir nuestro modo de vida tradicional y acabar con la autoridad internacional de nuestro estado». La conducta de los rusos respondía, en opinión de Kennan, que era historiador de formación y conocía la lengua rusa, a una mentalidad de siglos. Temerosos de los extranjeros, e inseguros ante la superioridad tecnológica de Occidente, habían desarrollado una visión del mundo paranoica que les hacía creerse sitiados. En cuanto al marxismo, los dirigentes soviéticos no creían en él, sino que lo utilizaban como un pretexto para disimular la vaciedad de lo que no era más que la última de una larga serie de tiranías rusas que habían recurrido al poder militar para reforzar «la seguridad externa de unos regímenes internamente débiles». No se podía negociar con los soviéticos, ni se debía tratar de aplacarlos. Solo una actitud de firmeza, unida a la voluntad de usar la fuerza si era necesario, podía contener a la Unión Soviética, sensible ante todo a la lógica de la fuerza. «Por esta razón puede retirarse —y normalmente lo hace— cuando encuentra una fuerte resistencia en algún punto.» Los errores de Kennan eran evidentes e iban a tener graves consecuencias en el futuro. Al demonizar a los dirigentes soviéticos, ha escrito Herring, Kennan «confirmaba la futilidad e incluso el peligro de más negociaciones», y preparaba el camino para una política de enfrentamiento. Este texto venía a dar una confirmación de experto al giro político que se estaba produciendo en Washington. Aunque se trataba de un documento secreto, James Forrestal lo hizo circular por todo el gobierno. Pocos días más tarde, el 5 de marzo, se producía el discurso de Churchill en Fulton. Alejado del poder por la derrota electoral de los conservadores, y sintiéndose a disgusto sin el protagonismo de que había gozado en los años de la guerra, Churchill había aceptado una invitación para pasar unas vacaciones en Florida, con la esperanza de que tendría oportunidad de participar en algún acto relevante. Aunque no era lo que hubiese querido —esperaba que le invitasen a dirigirse al Congreso—, aceptó pronunciar una conferencia en el Westminster College de Fulton, Missouri, donde acudió en el tren presidencial, acompañado por Truman y jugando al póker con él hasta la madrugada. En Fulton formuló una denuncia de las tendencias expansivas y el proselitismo de la Rusia comunista —los rusos, decía, no querían la guerra, pero querían «los frutos de la guerra y la indefinida expansión de su poder y sus doctrinas»—, en un discurso que iba a recordarse sobre todo por la imagen del «telón de acero» que habría caído en Europa, de Stettin a Trieste. Stalin se indignó al conocer el discurso de Churchill. Los alemanes habían invadido Rusia y dado muerte a millones de sus ciudadanos gracias a que en Polonia, Rumania, Bulgaria y Hungría había gobiernos hostiles a los soviéticos que les facilitaron el paso. Los rusos vivían bajo el síndrome de la invasión nazi y aspiraban a asegurarse de que no volvería a repetirse. ¿Cómo podía alguien sorprenderse de que, ansiosos por su seguridad futura, quisieran ver gobiernos favorables a ellos en estos países, con el fin de establecer una barrera contra Alemania? Las propuestas de Kennan no se difundieron públicamente hasta febrero de 1947, con la publicación de un artículo en la revista Foreign Affairs. En «Las fuentes de la conducta soviética», que ha sido considerado como «el más famoso de los textos de la guerra fría», Kennan reiteraba la interpretación que había hecho en el «telegrama largo» y sostenía que, como no se podía hacer nada para razonar con los rusos, lo mejor era desarrollar una política de contención que aplicase una «contrafuerza» en puntos geográficos y políticos cambiantes, oponiéndose siempre a sus actuaciones expansivas, sin necesidad de llegar a una confrontación global. Así se evitaría un choque frontal y, al demostrar que el marxismo no podía derrotar al capitalismo, acabaría conduciendo a los comunistas a la autodestrucción de su sistema o los forzaría a adoptar una actitud negociadora. Walter Lippman, el periodista norteamericano de mayor prestigio en aquellos años, atacó duramente esta propuesta de una política de presión militar constante que podía condenar a los Estados Unidos a una costosa escalada de inversión en armamento, y les exponía al riesgo de verse embarcados en conflictos internacionales en que no se ventilase nada realmente importante para ellos, con lo que acertó a prever lo que iba a suceder en Corea y en Vietnam. Lippman dedicó a su crítica una serie de artículos que se reunieron en un libro que iba a llevar como título una expresión que haría fortuna: La guerra fría. Los círculos conservadores, por el contrario, dominados por miedos irracionales a la subversión social, le reprochaban a Kennan que plantease una política meramente defensiva, cuando lo que querían era una acción decidida contra el comunismo. La formulación de esta política de contención se completaba con la suposición de que el sistema soviético era esencialmente inestable, porque no tenía apoyo popular, por una parte, pero también porque la intriga y las maquinaciones dominaban en los escalones más altos del poder: un elemento fundamental de debilidad, que se dejaría sentir en la lucha por la sucesión que habría de producirse a la muerte de Stalin, que tenía por entonces cerca de setenta años de edad y una salud precaria. Kennan creía que el colapso de la Unión Soviética podía producirse en un plazo máximo de diez a quince años, y que lo que había que hacer para asegurarlo era fomentar la inestabilidad detrás del «telón de acero», llegando incluso «a la plena aceptación del riesgo de guerra», que podía evitarse, sin embargo, si los Estados Unidos mantenían su superioridad militar. Estas ideas inspiraron programas confusos como el «Project Troy» y el «Soviet vulnerabilities project», elaborados en asociación con el Center for International Studies del MIT. El «Project Troy», por ejemplo, hacía propuestas como la de enviar propaganda a los países del este en globos, infiltrar a individuos con poderes hipnóticos o usar aviones para escribir consignas en el cielo en zonas cercanas a la frontera y, basándose en la suposición «de la tendencia histórica de los rusos a creer que un jefe muerto no ha muerto en realidad», proponía que, cuando se produjese la muerte de Stalin, agentes americanos difundiesen que había sido asesinado por un nuevo grupo de poder, o que estaba todavía vivo, refugiado en Georgia, en Siberia o preso de los servicios secretos en el Kremlin, con el fin de crear confusión. El objetivo final de esta política, según el documento NSC 20/45, era la destrucción del bloque soviético. ¿Por qué medios? Los textos de Kennan hablan indistintamente de «guerra psicológica» y de «guerra política», equívocamente definida esta última como «la contención política de una amenaza política». En el terreno «psicológico» el arma fundamental iba a ser la propaganda radiofónica, destinada a promover el descontento popular en los países del área sometida a los soviéticos, que sería difundida por dos emisoras que se pretendían privadas, surgidas espontáneamente de la actuación de grupos de emigrados anticomunistas, cuando habían sido puestas en marcha y eran mantenidas por el gobierno: Radio Free Europe (que comenzó a emitir en 1950) y Radio Liberation, que cambiaría el nombre por el de Radio Liberty, a partir de 1953. Revisando estas ideas cuarenta años más tarde, en 1987, Kennan insistiría en que lo que él había planteado era una confrontación política y no militar, y que al hablar de «contención» no se refería a una amenaza armada, sino ideológica y política, a la que había que responder en los mismos términos. Pero la forma en que usó expresiones bélicas creó sin duda un equívoco que facilitó que otros utilizasen sus mismas palabras para sostener programas más agresivos. Esta confusión podía advertirse, por ejemplo, en la forma en que definía la naturaleza y el alcance de la «guerra política». La directiva NSC 10/2, inspirada por Kennan, sostenía que «en interés de la paz mundial y de la seguridad nacional» era necesario organizar operaciones encubiertas en que no apareciera la responsabilidad del gobierno de los Estados Unidos. «Específicamente estas operaciones deben incluir todas las actividades encubiertas relativas a propaganda, guerra económica; actos de prevención directa, incluyendo sabotaje, antisabotaje, medidas de demolición y evacuación; subversión contra estados hostiles, incluyendo asistencia a movimientos de resistencia, guerrillas y grupos de liberación de refugiados, y apoyo a elementos anticomunistas en países amenazados del mundo libre». Medidas de rollback (retroceso a una situación previa) destinadas a forzar la vuelta atrás de los avances del comunismo, que eran más de acoso que de contención y que definían una guerra que sería más lógico calificar de «sucia» que de «fría». Paralelamente a la formulación de estos programas de acción encubierta, la política exterior norteamericana empezó a endurecerse en el verano de 1946 con motivo de los problemas de Turquía y de Irán. En el caso de Turquía los rusos estaban presionando para revisar el Convenio de Montreux de 1936 que dejaba en manos de los turcos el control de la navegación por los estrechos que unen el mar Negro con el Mediterráneo (pedían el derecho a cruzar libremente con sus buques de guerra por los estrechos, tal como los turcos lo habían concedido a los nazis). Esta petición rusa iba acompañada inicialmente por la demanda de una base y por reivindicaciones acerca de la recuperación de territorios fronterizos que Turquía se había incorporado en 1921, como las provincias armenias o la zona alrededor de Trebisonda, que los georgianos reclamaban como propia. Pero cuando Stalin se dio cuenta de que iba a encontrarse aislado en la ONU, cuyo Consejo de Seguridad estaba dominado por los aliados de los Estados Unidos, prefirió ceder, defraudando las esperanzas que había engendrado en armenios, georgianos y azeríes, y se limitó al tema de los estrechos. Teniendo en cuenta que esta era una vieja reivindicación rusa y que británicos y norteamericanos se habían mostrado en Yalta de acuerdo respecto de la conveniencia de revisar el convenio de 1936, cuesta entender que esta fuese una cuestión a la que los norteamericanos decidiesen ahora que habían de oponerse incluso con el riesgo de llegar a un conflicto, si no fuese porque en el trasfondo de estas cuestiones estaba la preocupación por salvaguardar las reservas de petróleo del Oriente Próximo. De hecho sabemos que se llegaron a desarrollar planes para poner en marcha operaciones de bombardeo contra la Unión Soviética en un plazo de veinte días, que se mantuvieron en activo hasta octubre de 1946, cuando Stalin abandonó su presión. En agosto de 1946 el subsecretario de Estado Dean Acheson, que había mantenido anteriormente actitudes conciliadoras respecto de los soviéticos, inició un giro que iba a convertirle en uno de los principales protagonistas de la guerra fría, al denunciar los daños que podían producirse si los rusos dominaban Turquía —peligrarían el cercano y el medio Oriente, quedaría cortada la comunicación entre Gran Bretaña y la India, etc.—, y contribuyó a convencer a Truman para que advirtiese a Stalin que los estrechos debían seguir siendo controlados por Turquía y para que enviase una flota norteamericana al Mediterráneo. El caso de Irán era todavía más complejo. Británicos y rusos habían ocupado Irán en agosto de 1941 —con el acuerdo de retirarse en los seis meses siguientes al fin de la guerra— para impedir que los alemanes, que tenían una considerable influencia sobre el gobierno de aquel país y que se estaban aproximando con sus ejércitos a la frontera, se adueñasen de su petróleo; el Shah abdicó entonces y fue sucedido por su joven hijo Muhammad Reza. La permanencia de los soviéticos en Irán hasta abril de 1946, mientras alentaban las revueltas autonomistas en el Azerbaiján y en el Kurdistán iraníes, y pedían participar en la extracción de petróleo en el norte del país, donde sus ingenieros creían que había reservas sustanciales, con la formación de empresas mixtas soviético-iraníes, dio lugar a que los norteamericanos ofreciesen pleno apoyo a Irán para que denunciara en las Naciones Unidas la permanencia de tropas rusas y se resistiera a las concesiones petrolíferas que se le pedían. Los rusos, que no querían quedar aislados internacionalmente, retiraron sus tropas antes de que el tema se discutiese en la ONU, y ello vino a confirmar a Washington su convicción de que convenía seguir aplicándoles una política de dureza. Así el joven Shah pudo invadir el territorio del Azerbaiján iraní y restablecer su unidad a sangre y fuego, al igual que hizo con la república kurda de Mahabad. En julio de 1946 Clark Clifford, uno de los asistentes del presidente, recibió de Truman el encargo de redactar un informe acerca de la marcha de las relaciones con los soviéticos. La tarea la realizó sobre todo George Elsey, un joven oficial naval que prestaba servicio en la Casa Blanca, y su resultado fue un extenso texto que recogía tan solo los aspectos negativos de estas relaciones, aderezado con referencias al telegrama largo de Kennan y a los prejuicios antisoviéticos del núcleo más duro del entorno de Truman, para llegar a la conclusión de que «los líderes soviéticos creen que es inevitable un conflicto entre la Unión Soviética y los estados capitalistas, y que su deber es preparar a la Unión Soviética para este conflicto», lo cual obligaba a los Estados Unidos a mantener una fuerza militar suficiente para frenarles. Con la destitución del secretario de Comercio Henry Wallace, el último partidario de una negociación con los soviéticos que quedaba en el gobierno, el escenario estaba preparado para el inicio de las primeras batallas del nuevo conflicto. LAS PRIMERAS BATALLAS Las primeras batallas abiertas de la guerra fría comenzaron en marzo de 1947 con la formulación de la llamada «doctrina Truman», seguida en el mes de junio por el anuncio del Plan Marshall. El paso de lo que hasta entonces había sido simplemente un envío de advertencias a una intervención en el Mediterráneo oriental se produjo cuando Gran Bretaña comunicó a los norteamericanos, en febrero de 1947, que por razones económicas no podía seguir sosteniendo la intervención militar en Grecia. Convencidos de que, tras haber sido frenado en Irán y en Turquía, Stalin se disponía ahora a apoderarse de Grecia, lo que era totalmente falso, los hombres que rodeaban a Truman se dispusieron a iniciar una política de intervención más activa. Fue Dean Acheson quien, en una reunión secreta con Truman, el secretario de Estado Marshall y algunos dirigentes importantes del Congreso, les convenció de la gravedad de la situación con una visión apocalíptica del problema. En unos momentos en que ya no quedaban más que dos potencias reales, la Unión Soviética y los Estados Unidos, enfrentados como Roma y Cartago, si Grecia caía, «igual que manzanas en un barril, infectadas por una podrida, la corrupción de Grecia infectará a Irán y a todo el territorio hacia el este. Y llevará también la infección a África, a través de Asia Menor, y a Europa, a través de Italia y de Francia, que ya están amenazadas por los partidos comunistas domésticos más fuertes». Los congresistas quedaron impresionados por la visión de Acheson (una anticipación de la teoría del «dominó», que iba a conducir a los Estados Unidos a tantos disparates) y el senador Vandenberg, presidente del Comité de Relaciones Exteriores y figura destacada del Partido Republicano, dijo: «Señor presidente; si usted les dice esto al Congreso y al país, yo le daré apoyo y pienso que la mayoría de sus miembros harán lo mismo». Acheson había puesto los fundamentos de la retórica apocalíptica con que los presidentes convencieron al país de que no había otro modo de sobrevivir que embarcarse en un costoso programa de gasto militar para conseguir la contención global del comunismo. Lo que estaban haciendo en realidad, afirma Neil Sheehan, era «poner los fundamentos morales e intelectuales de un nuevo sistema mundial norteamericano». Se comenzó sugiriendo a los gobiernos griego y turco que pidiesen ayuda a los Estados Unidos, y Truman, con un discurso cuidadosamente preparado por sus asesores, consiguió el 12 de marzo de 1947 suscitar el terror en el Congreso hablando de la confrontación del bien y el mal, del «mundo libre» y del comunismo. Se le podía objetar que el gobierno de Grecia era antidemocrático y corrupto, como lo habían demostrado las falseadas elecciones de 1946, que Turquía ni siquiera era formalmente una democracia, y que esta actuación implicaba dejar de lado las Naciones Unidas, pero el caso es que consiguió el dinero que necesitaba para auxiliar tanto a Turquía como al gobierno griego, que recibió 345,5 millones de dólares y pudo dominar en un par de años a los 26.000 guerrilleros, a los que opuso unos 250.000 hombres, entre ejército regular y bandas derechistas. El resultado significó, para Grecia, un total de 100.000 muertos, 5.000 ejecutados y 800.000 desplazados, con una brutal represión en cárceles y campos de concentración, la formación de una especie de estado paralelo integrado por una «red de oscuras organizaciones paramilitares sostenidas clandestinamente por los norteamericanos» con el pretexto de proteger el país de la izquierda, y el establecimiento de un régimen que, como dirá un jurista, «ofrece el espectáculo original de una “democracia” dominada por el espíritu del fascismo, que admite instituciones que implican la abolición en la práctica de todas las garantías constitucionales, de los derechos del hombre y del ciudadano». Teniendo en cuenta que el apoyo a Grecia se había justificado en nombre de la defensa de la democracia, el resultado de esta primera gran intervención de la guerra fría muestra a las claras la vaciedad de esta retórica. El discurso del presidente —que hasta su secretario de Estado, George Marshall, encontró de un anticomunismo exagerado— fijaba lo que se llamará la «doctrina Truman»: «La política de los Estados Unidos ha de ser: dar apoyo a los pueblos libres que estén resistiendo las tentativas de sometimiento de que son objeto por parte de minorías armadas o por las presiones exteriores». En la medida en que parecía poner fin a los intentos de negociación con la Unión Soviética, la «doctrina Truman» podía considerarse como una declaración explícita y formal de guerra. Sus consecuencias, además, serían duraderas. Como ha dicho Bacevich: «En manos de sus sucesores la doctrina Truman se convirtió en un cheque en blanco para la intervención». Durante las cuatro décadas siguientes la supuesta obligación de Norteamérica de «dar apoyo a los pueblos libres» (algunos de ellos muy poco libres) «proporcionó cobertura moral y política para acciones abiertas y encubiertas, sensatas e insensatas, afortunadas o fracasadas en casi cualquier parte del mundo». LA SITUACIÓN DE EUROPA Y EL PLAN MARSHALL Lo que más preocupaba a los norteamericanos era la situación en que se encontraba Europa. En abril de 1945, a punto de concluir las hostilidades, el secretario adjunto de Guerra, John J. McCloy, regresó de un viaje diciendo que en Europa central había «un colapso total, económico, social y político... de una extensión nunca vista en la historia». Acheson añadía, poco después, que «toda la estructura de la vida social podía quedar destruida, si no se tomaban las más enérgicas medidas en todos los frentes». La ayuda proporcionada por la UNRRA (United Nations Relief and Rehabilitation Administration), sobre la base de distribuir excedentes de aprovisionamientos civiles y militares que estuvieran todavía disponibles, permitió que los países europeos liberados pudiesen adquirir en los primeros momentos lo que necesitaban con mayor urgencia; pero esta institución acababa sus funciones en junio de 1947. El frío invierno de 1946-1947, el peor en el transcurso de un siglo, había arruinado las cosechas de cereales y no se contaba con recursos para importarlos. El hambre comenzó a hacer estragos en Francia, Italia y Alemania, mientras en Gran Bretaña el paro aumentaba amenazadoramente. Expertos norteamericanos preveían a comienzos de 1947 que Europa no podría seguir con sus compras a los Estados Unidos más que por un período de 12 a 18 meses, al término de los cuales habría agotado sus reservas de divisas, lo cual, por otra parte, podía tener graves repercusiones en la actividad y el empleo en Norteamérica. Había, además, unas razones políticas que obligaban a pensar en las consecuencias de esta situación. Los pueblos europeos liberados pensaban que todos sus males, desde la crisis de los años treinta a la segunda guerra mundial, habían sido causados por el capitalismo y lo que deseaban, decía A.J.P. Taylor, era el socialismo acompañado por el respeto a los derechos humanos. En los países de Europa occidental crecía rápidamente la afiliación a los partidos comunistas, que obtenían alrededor del 20 por ciento de los votos en las elecciones en Francia, Italia y Finlandia. «Para muchos norteamericanos —afirma Leffler— la empresa privada y la libertad de los mercados estaban amenazados por una izquierda en ascenso.» Se temía que la desastrosa situación económica de la Europa occidental pudiese dar lugar a que los comunistas ganasen elecciones libres en Francia, en Bélgica o en Italia. El secretario de Estado, Marshall, había regresado de Europa con la convicción de que la mayor amenaza a que habían de enfrentarse no era la posibilidad de una agresión soviética, sino la de un avance espectacular de los partidos comunistas locales, obedientes a las órdenes de Moscú. De ahí la urgencia de un plan de ayuda económica, que no solo tenía la finalidad de contribuir a la recuperación de los países de la Europa occidental, sino la de eliminar en ellos la influencia política de los partidos comunistas, a la vez que abría sus mercados a los productos norteamericanos. La apuesta más importante de la nueva política de Truman fue precisamente el European Recovery Program (ERP), más conocido como Plan Marshall. La oferta, hecha el 5 de junio de 1947 en un discurso pronunciado por Marshall en la Universidad de Harvard, sin cifras ni precisiones, iba dirigida incluso a la Unión Soviética y a los países de su área de influencia. Aunque lo acogieran con desconfianza, los soviéticos, necesitados de créditos para la reconstrucción del país, decidieron estudiarlo. Stalin envió a París en julio de 1947 a Molotov con un amplio equipo de asistentes para evaluar las condiciones del plan; pero reaccionó rápidamente, cuando se dio cuenta de que no solo implicaba la penetración económica de los norteamericanos —«hubiéramos dependido de ellos y no habríamos recibido nada», afirmaba Molotov—, sino que podía utilizarse para apartar de la órbita soviética a los países de la Europa oriental. De modo que no solo lo rechazaron, sino que, temiendo quedar aislados, sin el área de protección que habían establecido en la Europa del este, ordenaron a los checos y a los polacos, que deseaban participar en él, que se echaran atrás. Y es que, como reconocía el senador Henry Cabot Lodge, el Plan Marshall iba a ser «la mayor interferencia en los asuntos internos [de otros países] que jamás hubiera habido en la historia». Fue la percepción de la amenaza que implicaban la doctrina Truman y el Plan Marshall lo que llevó a Stalin a endurecer el control sobre los países de su entorno, lo cual, al confirmar la división de Europa en dos bloques, iba a reforzar el «telón de acero» que Churchill había anunciado anticipadamente en Fulton. Truman aprovechó la emoción que produjo la crisis política checoeslovaca de febrero de 1948, con la toma del poder por los comunistas y la dramática muerte del ministro Jan Masaryk, para pronunciar un nuevo discurso sobre la lucha de «la tiranía contra la libertad» y para condenar el comunismo que niega «la existencia misma de Dios». A lo que añadía que la recuperación europea era esencial «para mantener la civilización en que se asienta el modo de vida americano». Argumentos que le aseguraron la aprobación del Plan Marshall por el Congreso de los Estados Unidos y su firma el 3 de abril de 1948. El importe total de la ayuda del ERP fue, de 1948 a 1951, de unos 12.700 millones de dólares —los países europeos habían pedido 22.000—, que se destinaban a pagar importaciones de alimentos (alrededor de un tercio del total), materias primas y maquinaria de los Estados Unidos, que debían ser transportados a Europa en embarcaciones estadounidenses. Los gobiernos debían formar un fondo de valor equivalente en su propia moneda, nutrido por el importe de lo que pagaban quienes adquirían las mercancías norteamericanas. Estos recursos en monedas locales se destinaban a finalidades de reconstrucción muy diversas, según los países, desde a rescatar la deuda pública a corto plazo, en el caso de Gran Bretaña, a créditos de ayuda al desarrollo industrial; un cinco por ciento de estos fondos —unos 650 millones de dólares— se devolvieron a los norteamericanos, que los reservaron para financiar las actividades secretas de la CIA, que pudo disponer así de amplios recursos para operaciones encubiertas. Se realizó, a la vez, una inmensa campaña de propaganda, con carteles, panfletos, exposiciones, conciertos y espectáculos de todo tipo, pero muy especialmente a través de documentales y noticiarios cinematográficos destinados a mostrar el «modo de vida americano» y el «sistema de libre empresa» como modelos de progreso y bienestar. Una propaganda que tuvo escasos efectos políticos sobre los votantes de los partidos comunistas o los afiliados a los sindicatos, pero que ejerció una considerable influencia en otro sentido, al alentar la aspiración popular a los niveles de consumo «americanos» que se exhibían en la pantalla. El plan tuvo efectos positivos para la economía estadounidense, a la que evitó una previsible crisis de posguerra; cuál fuese su importancia real en el inicio del rápido proceso de crecimiento económico europeo de los años cincuenta es algo que ha sido largamente debatido. La recuperación de la economía europea había comenzado con anterioridad; la ayuda total recibida ascendía tan solo al 2,5 por ciento del producto combinado de los países beneficiados, y la evidencia muestra que el crecimiento de los distintos países no guardó proporción con el volumen de recursos recibidos: los estudios sobre el crecimiento económico europeo entre 1950 y 1973 muestran que la mayor parte de los países de la Europa occidental crecieron a tasas del 5 al 6 por ciento anual, mientras que Gran Bretaña, que fue el mayor receptor de fondos del Plan Marshall, lo hizo por debajo del 3 por ciento. Los objetivos políticos del Plan Marshall estaban en línea con las orientaciones de la doctrina Truman. El primero fue la eliminación de los comunistas de los gobiernos europeos occidentales y la marginación de los socialistas. El segundo, y el de consecuencias más duraderas, el de impulsar la Unión Europea, que era la única forma de que los países que habían sido invadidos por Hitler aceptasen la integración de Alemania en el bloque defensivo occidental. Su administración requirió la constitución de una Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE, que se transformaría en 1961 en la OECD) y contribuyó a promover las primeras fases de una política de coordinación internacional, a la vez que consolidaba «la división del continente en un ámbito de hegemonía occidental y otro oriental». Los orígenes de la Unión Europea arrancan del Plan Schumann de 1950, inspirado por Jean Monnet, que proponía coordinar la producción de acero y de carbón de la Europa occidental en un sistema dirigido por instituciones comunes. Así nació en 1951 la CECA, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, integrada por seis naciones —Francia, Alemania federal, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo — cuyo móvil político inconfesado era el de ayudar a la recuperación económica de la Alemania occidental para facilitar su integración en la nueva Europa, venciendo las reticencias de los franceses, que necesitaban el carbón alemán para su siderurgia, pero temían ver una Alemania nuevamente fortalecida. El paso siguiente se dio el 25 de marzo de 1957 con la firma, por parte de los mismos integrantes de la CECA, del tratado de Roma, que creaba la Comisión Económica Europea, destinada a organizar un Mercado común entre estos seis países, mediante la abolición de las tarifas aduaneras entre los estados miembros, y la creación de otras comunes entre estos y los del exterior. Lo cual se completó en 1962 con la creación de la PAC, la Política Agraria Comunitaria, que establecía precios mínimos protegidos para los agricultores.