Corpus sobre Historia - Universidad de Buenos Aires - 2024 PDF
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Universidad de Buenos Aires
2024
White, Hayden
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This is a past exam paper from Universidad de Buenos Aires for the 2024 academic year for the course "Taller de Lectura y Escritura Académicas". The topics covered include history, narratives, and the way history is presented.
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Universidad de Buenos Aires Ciclo Básico Común Semiología (cátedra di Stefano) Taller de Lectura y Escritura Académicas Corpus sobre Historia Sede Puan 2024 Texto 1: White, Hayden (1992) "El valor de la narrativa en la representación de la realidad". El contenido de la forma, Barcelona, Paidós. LA HISTORIA, EL SABER Y EL DISCURSO ¿Qué implica la producción de un discurso en el que "los acontecimientos parecen hablar por sí mismos", especialmente cuando se trata de acontecimientos que se identifican explícitamente como reales en vez de imaginarios, como en el caso de las representaciones históricas? Los acontecimientos reales no deberían hablar por sí mismos. Los acontecimientos reales deberían simplemente ser; pueden servir perfectamente de referentes de un discurso, pueden ser narrados pero no deberían ser formulados como tema de una narrativa. La tardía invención del discurso histórico en la historia de la humanidad y la dificultad de mantenerlo en épocas de crisis cultural (como en la alta Edad Media) sugiere la artificialidad de la idea de que los acontecimientos reales podrían "hablar por sí mismos" o representarse como acontecimientos que "cuentan su propia historia". ¿Qué implica, pues, hallar el "verdadero relato", ese descubrir la "historia real"que subyace oestá detrás de los acontecimientos que nos llegan en la caótica forma de los "registros históricos"? ¿Qué anhelo se expresa, qué deseo se gratifica con la fantasía de que los acontecimientos reales se representan de forma adecuada cuando se representan con la coherencia formal de una narración? En el enigma de este anhelo, este deseo, se vislumbra la función del discurso narrativizador en general, una clave del impulso psicológico subyacente a la necesidad aparentemente universal no sólo de narrar sino de dar a ls acontecimientos un aspecto de narratividad. La crónica consiste sólo en una lista de acontecimientos ordenados cronológicamente. A menudo parece desear querer contar una historia, aspira a la narratividad, pero característicamente no lo consigue. Más específicamente, suele caracterizarse por el fracaso en conseguir el cierre narrativo. Más que concluir la historia suele terminarla simplemente. Empieza a contarla pero se quiebra in media res, en el propio presente del autor de la crónica; deja las cosas sin resolver o, más bien, las deja sin resolver en forma similar a la historia. El autor de la crónica representa la realidad histórica como si los acontecimientos reales se mostrasen a la conciencia humana en la forma de relatos inacabados. Y el saber oficial quiere que, por objetivo que pueda ser un historiador en su valoración de las pruebas, por escrupuloso que haya sido en su datación de las res gestae, su exposición seguirá siendo algo menos que una verdadera historia si no ha conseguido dar a la realidad una forma de relato. Donde no hay narrativa, dijo Croce, no hay historia. La narrativa histórica, frente a la crónica, nos revela un mundo supuestamente "finito", acabado, concluso, pero aún no disuelto, no desintegrado. En este mundo, la realidad lleva la máscara de un significado, cuya integridad y plenitud sólo podemos imaginar, no experimentar. En la medida en que los relatos históricos pueden completarse, que pueden recibir un cierre narrativo, o que puede superponérseles una trama, le dan a la realidad el aroma de lo ideal. Sugiero que la existencia de cierre en el relato histórico es una demanda de significación moral, una demanda de valorar las secuencias de acontecimientos reales en cuanto a su significación como elementos de un drama moral. ¿Se ha escrito alguna vez una narrativa histórica, a la que no se diese la forma de juicio moral sobre los acontecimientos que relataba? Texto 2: White, Hayden (1992) “La poética de la Historia”. En Arnoux, Elvira (comp.) Curso completo de elementos de Semiología. Buenos Aires, Ediciones Universitarias. Edición original: White, Hayden (1988) “The Poetics of History”. Metahistory, The John Hopkins University Press, Baltimore y London. LA POÉTICA DE LA HISTORIA El producto del trabajo histórico es una estructura verbal, una forma de un discurso narrativo en prosa, que intenta ser un modelo o ícono de procesos y estructuras pasadas, cuya representación sirve para explicarlas. Este trabajo es un intento de identificarlos componentes estructurales de este discurso. Si consideramos los trabajos de los grandes historiadores y filósofos de la historia, su valor como posible modelo de conceptualización o representación histórica no reside en la naturaleza de los datos usados, sino en la consistencia, coherencia y poder ilustrativo de las respectivas visiones que ofrecen del campo histórico. Su estatuto como modelo de variación y conceptualización histórica depende de la naturaleza preconceptual y especificación poética de sus perspectivas de la historia y sus procesos. Considerando los trabajos históricos como estructuras verbales, ellos pueden dar cuenta de los mismos datos, usando aparatos conceptuales con características formales totalmente diferentes. En un trabajo histórico pueden distinguirse los siguientes niveles de conceptualización: a) crónica, b) historia, c) intriga, d) argumentación y e) implicación ideológica. La crónica y la historia constituyen los “elementos primitivos” en el discurso histórico, ya que ambos representan procesos de selección y ordenamiento de datos tomados de un registro histórico no procesado. Los elementos del campo histórico constituyen una crónica cuando los hechos se ordenan teniendo en cuenta la línea temporal de ocurrencia. La crónica se organiza como una historia cuando los hechos se tratan como partes de un proceso en el que se propone un principio, medio y fin. Esta transformación de crónica en historia ocurre si se caracterizan algunos sucesos como motivos inaugurales (causas o antecedentes), otros como motivos terminales (desenlaces, consecuencias) y otros como motivos transicionales. En este caso, una crónica de sucesos se transforma en un proceso diacrónico completo que se puede investigar como si se tratara de una estructura sincrónica de relaciones. En este caso, los hechos están jerarquizados y se les asigna una función específica. Existen ciertas preguntas que el historiador hace para construir un discurso histórico a partir de una crónica: ¿qué pasó luego? ¿cómo sucedió? , ¿por qué pasó eso y no otra cosa? ¿cómo se arribó al final?, ¿qué factores lo permitieron?, etc.. Si como ya se ha dicho, la crónica y la historia constituyen un primer nivel de conceptualización, existe un segundo nivel en el que se plantea un juicio sinóptico de relación entre una historia dada y otras historias que podrían identificarse en la crónica. Este nivel incluye la explicación por a) la intriga, b) la argumentación y c) la implicación ideológica. a) Explicación por intriga Consiste en descubrir el “significado” de una historia, identificando el tipo de relato que se ha usado. La intriga es la forma en que una secuencia de hechos se revela gradualmente como una historia de un tipo particular. Siguiendo a Northrop Frye se pueden identificar al menos cuatros diferentes modos de intriga: novela, tragedia, comedia y sátira. Toda historia, aún la más “sincrónica” o estructural, tiene algún tipo de intriga. La novela es fundamentalmente una intriga de autoidentificación simbolizada por la trascendencia del héroe, su victoria sobre el mundo y su liberación final de él. Es un drama dl triunfo del bien sobre el mal. La sátira es la intriga opuesta a la novela, es la historia dominada por el concepto de que el hombre es un cautivo del mundo, más que su conductor, y por el reconocimiento de que en un análisis final, la conciencia y voluntad humana son inadecuadas para superar las oscuras fuerzas de la muerte. La comedia y la tragedia sugieren la posibilidad de una liberación parcial de la condición de caída y una superación provisional del estado en que el hombre se encuentra. La reconciliación que ocurre al final de la comedia es reconciliación del hombre con el hombre, del hombre con el mundo y con la sociedad. Esta es sana, pura y saludable como resultado positivo de los sucesivos conflictos. La reconciliación que ocurre al final de la tragedia es más sombría. Tiene que ver con la resignación del hombre ante las condiciones impuestas por el mundo. Estas son eternas, y el hombre poco puede hacer para cambiarlas. La novela y la sátira son formas mutuamente excluyentes de tramar procesos de la realidad. La novela considera la historia como un proceso de redención. La comedia y la tragedia toman el conflicto con seriedad. Pero la sátira tiene una distinta concepción de la esperanza, posibilidad y sentido de la existencia humana. Estas formas arquetípicas de historia nos permiten caracterizar los distintos tipos de texto histórico desde el nivel de la intriga a la narrativa. Esto permite distinguir discursos diacrónicos (o de proceso), y sincrónicos (o de estructura). La tragedia y la sátira son modos de intriga consonantes con aquellos historiadores que perciben una estructura estable, un eterno retorno a lo mismo en lo diferente. La novela y la comedia acentúan la emergencia de nuevas fuerzas en un proceso de cambio. Cada uno de estos arquetipos implica una operación por la cual el historiador trata de explicar “qué sucede realmente” durante el proceso del relato. b) Explicación por la forma de argumentación Así como la intriga elegida permite al historiador dar cuenta de lo que sucedió, hay otro nivel que busca explicar el punto de vista frente al hecho. En este nivel se describe la argumentación discursiva. Esta argumentación provee una explicación de lo que sucedió en la historia usando principios de combinación que sirven como leyes putativas de explicación histórica. Por ejemplo, la ley de relación entre la superestructura y la base en Marx. Siguiendo el análisis de S. Pepper, se pueden diferenciar cuatro paradigmas de una argumentación histórica discursiva: formalista, organicista, mecanicista y contextualista. Estos cuatro tipo de argumentaciones son un componente ideológico irreductible en todo discurso histórico de la realidad. b.1. Argumentación formalista Este tipo de discurso considera que se ha completado una explicación cuando han sido identificados los elementos en su clase y género, se han consignado sus atributos y se han rotulado sus particularidades. Cuando un historiador ha establecido la unicidad de un objeto particular en la variedad de los tipos de fenómenos que el campo histórico manifiesta, ha dado una explicación formalista. Un discurso de argumentación formalista se inclina a hacer generalizaciones acerca de la naturaleza del proceso histórico. Se trata de una operación analítica dispersiva y no integrativa. b.2. Argumentación organicista Es un texto reductivo en sus operaciones. Se concibe el hecho histórico como componente de un proceso sintético. Las entidades individuales son vistas como partes que integran procesos mayores. Hechos aparentemente dispersos se integran en entidades que le dan organicidad. El organicismo se inclina a hablar de “principios” o “ideas” de un proceso y que vienen de un campo histórico mayor. Estas ideas prefiguran el proceso en estudio (por ejemplo, Hegel). b.3. Argumentación mecanicista Es también integrativa, pero no sintética. Ve los hechos como manifestaciones de agentes extra- históricos. Trabaja sobre la búsqueda de leyes causales que determinan el proceso en estudio. Para un historiador mecanicista (por ejemplo, Marx), una explicación se considera completa solamente si se han descubierto las leyes que gobiernan la historia (presumiblemente como las leyes de la física gobiernan la naturaleza). Los mecanicistas se caracterizan por la precisión conceptual y, como los organicistas, tienden a la abstracción. Desde el punto de vista de un formalista, ambos son reduccionistas con respecto a reflejar la variedad y el color de los hechos particulares. b. 4. Argumentación contextualista Representa una concepción funcional del significado de los hechos enmarcados en el campo histórico. La presuposición es que los hechos pueden explicarse en el contexto de su ocurrencia. Como en la argumentación formalista, el campo histórico se ve como un espectáculo. Pero el contextualista afirma que lo que sucede puede explicarse por la especificación de sus interrelaciones con los agentes que ocupan el campo en un momento dado. La operación más importante es establecer la “coligación” entre las tendencias de un sector o entidad individual y las del espectro sociocultural coetáneo. El trabajo intenta una integración relativa de los fenómenos locales en términos de fisonomías generales de períodos y épocas. no se postulan leyes universales de causa-efecto (como en los mecanicistas), ni principios teleológicos generales (como en los organicistas), sino relaciones que se presume han existido en tiempos y lugares determinados. El contextualismo puede considerarse una combinación de la tendencia dispersiva del formalismo y de la integrativa del organicismo. Se inclina a la representación sincrónica de segmentos de un proceso, explicados por otros recortados en la estructura de la misma época.. c) Explicación por implicación ideológica El término ideología enumera un conjunto de prescripciones para tomar una posición en el mundo presente de praxis social y actuar sobre él. Siguiendo a Manheim, se pueden postular cuatro posiciones ideológicas básicas: anarquista, conservadora, radical y liberal. Aunque existen otras posibles posturas, estas cuatro representan sistemas de valores que apelan a la autoridad de la razón y la ciencia o la realidad. Con respecto al problema del devenir y el cambio social , las cuatro lo reconocen como innegable, pero su óptica de él varía: los conservadores recelan de las transformaciones programáticas del status quo. Aspiran al cambio (y por analogía con los vegetales), como algo gradual (argumentación organicista). Los liberales buscan el cambio de acuerdo con una visión de ajuste mecánico. En ambas ideologías se concibe el cambio como algo que afecta a las partes y no a las relaciones estructurales. Radicales y anarquistas creen en la necesidad de transformaciones estructurales. Los primeros para reconstruir la sociedad sobre nuevas bases, los segundos para “abolirla”. Con respecto al ritmo del cambio, los conservadores insisten en un ritmo natural, los liberales , en un ritmo social dado por el debate y la educación. Los radicales y anarquistas proponen transformaciones cataclísmicas. Los historiadores conservadores imaginan la evolución histórica como la elaboración progresiva de la estructura institucional actual orientada hacia una estructura utópica no definida. Los liberales imaginan y perfilan el futuro utópico, al que llegarán por medio de ajustes presentes. Los radicales se inclinan a ver la condición utópica como inminente y alcanzable por medio de una revolución. Los anarquistas idealizan el pasado remoto y ven los procesos históricos como degradación social. De este modo, el concepto de progreso difiere en cada ideología. Lo que es progreso para unos, es decadente para otros. Los radicales y liberales creen en la posibilidad de estudiar la historia “racional y científicamente”, aunque no coinciden en la caracterización de estos términos. Los anarquistas prefieren el discurso de intriga novelesca, mientras los conservadores explican los hechos históricos con una argumentación organicista. De este modo, las consideraciones ideológicas inciden en el intento de construir un modelo verbal que dé cuenta de los procesos históricos. Texto 3: Hobsbawn, Eric (1998) Sobre la historia. Barcelona, Crítica. DENTRO Y FUERA DE LA HISTORIA Esta ponencia fue presentada en la Universidad Centroeuropea de Budapest como discurso de apertura del curso académico 1993-1994, por lo que la audiencia ante la que se pronunció estaba compuesta en su mayoría por estudiantes procedentes de la desaparecida Unión Soviética y de los países europeos que integraban el antiguo bloque comunista. Posteriormente aparecería con el título “The New Threat to History” en el New York Review of Books el 16 de diciembre de 1994, pp. 62-65, para después publicarse traducida en varios países. Es un honor para mí inaugurar el presente curso académico de la Universidad Centroeuropea. Por otra parte, siento algo extraño al tener que ser yo quien se encargue de llevar a cabo tal misión, ya que, a pesar de pertenecer a la segunda generación de una familia de ciudadanos británicos, también me considero centroeuropeo. De hecho, mi condición de judío me convierte en el miembro típico de la diáspora que protagonizaron los pueblos de Europa central. Mi padre llegó a Londres procedente de Varsovia y mi madre era vienesa, lo mismo que mi esposa, quien, todo hay que decirlo, ahora se expresa en italiano mejor que en alemán. De pequeña, mi suegra hablaba en húngaro y sus padres fueron dueños de una tienda en Herzegovina durante los años que vivieron bajo la antigua monarquía austrohúngara. Una vez, en la época en que aún había paz en aquella desafortunada zona de los Balcanes, mi esposa y yo fuimos a Mostar para tratar de averiguar dónde estaba ubicada. En aquellos tiempos, yo mismo solía mantener contactos con algunos historiadores húngaros. De ahí que me presente ante ustedes como un forastero que, de un modo indirecto, también forma parte del grupo. A todo esto, ustedes se preguntarán qué me propongo decirles. Pues bien, hay tres cosas de las que me gustaría hablarles. La primera se refiere a Europa central y oriental. El mero hecho de ser oriundos de la zona -como creo que es el caso de la mayoría de los presentes-, los convierte a ustedes en ciudadanos de una serie de países que se encuentran hoy en una situación doblemente incierta. No estoy diciendo que los habitantes del centro y el este de Europa tengan el monopolio de la incertidumbre. Es muy probable que en la actualidad ésta sea más universal que nunca. Sin embargo, en el horizonte de ustedes se alzan más nubes que en el de los demás. A lo largo de mi vida, he sido testigo de cómo la guerra asolaba todos los países de esta parte del continente y posteriormente los he visto convertirse en objeto de sucesivas conquistas, ocupaciones, liberaciones y nuevas invasiones. Ninguno de los estados conserva las fronteras que tenía en el momento de mi nacimiento. Sólo seis de los veintitrés países que hoy componen el mapa que se extiende entre Trieste y los Urales existían cuando yo nací, o habrían llegado a existir de no haber sido ocupados antes por uno u otro ejército: Rusia, Rumanía, Bulgaria, Albania, Grecia y Turquía, ya que ni la Austria ni la Hungría que surgieron en 1918 eran comparables a la Hungría de la época de los Habsburgo ni a Cisleithania. Algunos estados se crearon al finalizar la primera guerra mundial y otros muchos han ido surgiendo a partir de 1989. Entre ellos, hay algunos que en ningún otro momento de la historia habían alcanzado el rango de estado en el moderno sentido de la palabra o que sólo habían llegado a disfrutar de él durante un corto período de tiempo -uno o dos años en ciertos casos o una o dos décadas en otros- para después perderlo. Entre los que lo han recuperado figuran los tres estados bálticos, Bielorrusia, Ucrania, Eslovaquia, Moldavia, Eslovenia, Croacia o Macedonia, por no mencionar otros situados más hacia el este. He asistido al nacimiento y la muerte de algunos de ellos, como Yugoslavia y Checoslovaquia. En cualquier ciudad de Europa central es muy corriente encontrar a personas mayores que han tenido de manera consecutiva documentos de identidad expedidos por tres estados distintos. Un habitante de Lemberg o Czernowitz que tenga una edad similar a la mía ha vivido bajo cuatro estados, sin contar las ocupaciones sufridas durante la guerra. Es muy posible que un ciudadano de Munkacs haya pertenecido a cinco, si decidimos incluir en la lista la breve autonomía concedida a Podkarpatska Rus en 1938. Puede que, en épocas más civilizadas, pongamos por caso 1919, le estuviera permitido elegir la ciudadanía que prefiriese, pero, a partir de la segunda guerra mundial, lo más probable es que se viera obligado a salir del país por la fuerza o que tuviera que integrarse en el nuevo estado en contra de su voluntad. ¿De dónde son los centroeuropeos y los europeos del este? ¿Quiénes son? Es esta una pregunta de gran importancia que muchos de ellos llevan mucho tiempo formulándose y para la cual no han encontrado todavía una respuesta satisfactoria. En algunos países se trata de una cuestión de vida o muerte, y en la mayor parte de ellos no sólo afecta, sino que también puede llegar a determinar en gran medida, la situación legal y las opciones vitales de sus habitantes. Sin embargo, existe otro tipo de incertidumbre de carácter más colectivo. El bloque de naciones situadas en el centro y el este de Europa forma parte de una zona del mundo a la que desde 1945 los diplomáticos y los expertos de las Naciones Unidas vienen refiriéndose mediante el uso de elegantes eufemismos como «subdesarrollado» o «en vías de desarrollo», es decir, o relativamente pobre y atrasado o absolutamente pobre y atrasado. En muchos sentidos, la línea que separa ambas Europas no es demasiado nítida, más bien podríamos hablar de una cima o cordillera principal del dinamismo económico y cultural europeo con dos laderas que descienden respectivamente hacia el este y el oeste. Dicha cadena montañosa comienza en la Italia septentrional y atraviesa los Alpes hasta el norte de Francia y los Países Bajos y se prolonga más allá del canal de la Mancha hasta Inglaterra. Su trazado coincide con el de las rutas comerciales del Medievo, con los mapas que muestran la distribución de la arquitectura gótica y con las cifras de los PIB de las diferentes áreas que componen la Comunidad Europea. De hecho, la zona en cuestión sigue siendo actualmente la espina dorsal de la Comunidad. Sin embargo, existe una frontera histórica que separa la Europa «avanzada» de la Europa «subdesarrollada», y que hay que situar aproximadamente en el centro del imperio de los Habsburgo. Sé que, en este tipo de asuntos, la gente se muestra muy susceptible. Ljubljana se considera más próxima al centro del mundo civilizado que, pongamos por caso, Skopje, y Budapest opina lo mismo respecto a Belgrado. Lo último que desea el actual gobierno de Praga es que le llamen «centroeuropeo» por miedo a que el contacto con el Este que el adjetivo sugiere pueda llegar a contaminarlo. De ahí que insista en que el país pertenece exclusivamente a Occidente. No obstante, lo que trato de decir es que ninguna región o estado de Centroeuropa o de Europa del Este ha pensado en sí mismo como tal centro. Todos han buscado en otra parte el modelo que hay que seguir para ser avanzados y modernos; y sospecho que esto mismo es lo que le ocurrió a la culta clase media de Viena, Budapest y Praga, que optó por volver los ojos hacia París y Londres del mismo modo en que los intelectuales de Belgrado y Ruse habían dirigido antes la mirada hacia Viena. Sin embargo, de acuerdo con la mayoría de los parámetros que suelen aplicarse en estos casos, la actual República Checa y algunas zonas de lo que hoy es Austria formaban parte en su día del área industrial más avanzada de Europa y, desde un punto de vista cultural, Viena, Budapest y Praga no tenían motivo alguno para sentirse inferiores a otras ciudades. La historia de los países atrasados a lo largo de los siglos XIX y XX es la historia de los esfuerzos que hicieron por ponerse al nivel del mundo desarrollado por medio de diversas estrategias de imitación. El Japón del siglo XIX tomó a Europa como modelo y, una vez acabada la segunda guerra mundial, Europa occidental decidió imitar la economía norteamericana. A grandes rasgos, la historia de Europa central y del Este se resume en una sucesión de intentos fallidos que tenían como meta la adopción de distintos modelos foráneos. En el período que se abrió en 1918, con un mapa de Europa plagado de naciones de nuevo cuño, el modelo de referencia era la democracia occidental y el liberalismo económico. El presidente Wilson -¿ha recuperado la estación central de Praga el nombre que un día llevó en honor suyo?- era el santo patrón de la zona, con excepción de los bolcheviques, que iban por libre. (En realidad, ellos también seguían modelos importados como Rathenau y Henry Ford.) La cosa no funcionó y el modeló fracasó política y económicamente en los años veinte y treinta. La Gran Depresión acabó por arruinar la democracia plurinacional incluso en Checoslovaquia. Durante un breve período de tiempo, algunos de estos países adoptaron o flirtearon con el modelo fascista, que parecía estar llamado a ser la historia del gran éxito económico y político de la década de los treinta. (Tenemos cierta tendencia a olvidar que, en muchos sentidos, la Alemania nazi consiguió superar la Gran Depresión con notable éxito.) El intento por integrarse en un gran sistema económico alemán tampoco funcionó, ya que Alemania fue derrotada. En la etapa posterior a 1945, la mayoría de los países de la zona escogieron, o fueron obligados a escoger, el modelo bolchevique, que, en esencia, era un sistema ideado para modernizar las economías atrasadas de tipo agrario por medio de una revolución industrial planificada. Esta es la razón de que nunca tuviera una excesiva repercusión en lo que es hoy la República Checa y en lo que hasta 1989 fue la República Democrática Alemana, si bien es verdad que su incidencia fue mayor en el resto de la zona, incluida la URSS. No hace falta que les hable sobre las carencias y defectos que presentaba el sistema desde un punto de vista económico, y que al final acabaron por conducirlo al desastre, ni sobre los regímenes políticos cada vez más insoportables que instauró en Europa central y Europa del Este. Tampoco necesito recordarles los increíbles sufrimientos que causó a los pueblos de la antigua URSS, sobre todo durante la edad de hierro de Iosiv Stalin. A pesar de todo -y aunque sé que a muchos de ustedes no les gustará lo que voy a decir-, creo que fue lo que mejor funcionó desde el desmembramiento de las monarquías ocurrido en 1918. Para el ciudadano medio de los países más atrasados de la región, como Eslovaquia o gran parte de la península balcánica, aquella fue probablemente la mejor época de su historia. El colapso se debió a la progresiva rigidez e inoperancia económica del sistema y, sobre todo, a su probada incapacidad para generar novedades o para aplicarlas al ámbito de la economía, por no mencionar la represión ejercida sobre la creación intelectual. Por otra parte, fue imposible ocultar a los habitantes de la zona que el nivel de progreso material alcanzado por otras naciones era superior al registrado en los países socialistas. Dicho de otra manera, la causa del fracaso estuvo tanto en la actitud de indiferencia u hostilidad que mostraban los ciudadanos como en la pérdida de confianza de los propios regímenes respecto a los objetivos que se habían marcado. No obstante, se mire como se mire, lo cierto es que el sistema se vino abajo de manera estrepitosa entre 1989 y 1991. ¿Qué ocurre en la actualidad? Pues que hay un nuevo modelo que todo el mundo se ha apresurado a copiar, y que implica la adopción de la democracia parlamentaria en la esfera política y de formas extremas del capitalismo de libre mercado en el ámbito de la economía. En su forma actual, no se trata todavía de un modelo propiamente dicho, sino más bien de una reacción contra lo sucedido en épocas anteriores. Si se le concede la oportunidad de desarrollarse, es posible que acabe echando raíces y se convierta en algo más viable. Sin embargo, aunque así fuera, a la luz de la historia desde 1918 es poco probable que esta región consiga entrar, salvo contadas excepciones, en el club de las naciones «realmente» avanzadas y modernas. Las consecuencias de imitar al presidente Reagan y a la señora Thatcher han sido decepcionantes incluso en aquellos países que no se han visto asolados por la guerra, el caos y la anarquía. Debo añadir que la aplicación del modelo de Reagan y Thatcher tampoco ha producido resultados demasiado brillantes en sus países de origen, para decirlo de un modo mesurado y típicamente inglés. Así pues, en general, los habitantes del centro y el este de Europa continuarán viviendo en unos países descontentos con su pasado, probablemente bastante desilusionados de su presente y llenos de dudas respecto a su futuro. Esta situación entraña un gran peligro, ya que la gente no tardará en buscar a alguien a quien echar la culpa de sus fracasos e inseguridades. Los movimientos e ideologías que tienen más posibilidades de sacar partido de este clima emocional no son, al menos en esta generación, los que desean la vuelta a una versión remozada de la etapa anterior a 1989, sino los inspirados en la intolerancia y el nacionalismo xenófobo. Como siempre, lo más fácil es culpar de todo a los extranjeros. Con esto llego al segundo punto de mi exposición, que, aparte de constituir el argumento central de la misma, también está relacionado de un modo más directo con la actividad universitaria o al menos con aquellas tareas que a mí personalmente me interesan más por mi condición de historiador y profesor de universidad. Porque la historia es la materia prima de la que se nutren las ideologías nacionalistas, étnicas y fundamentalistas, del mismo modo que las adormideras son el elemento que sirve de base a la adicción a la heroína. El pasado es un factor esencial -quizás el factor más esencial- de dichas ideologías. Y cuando no hay uno que resulte adecuado, siempre es posible inventarlo. De hecho, lo más normal es que no exista un pasado que se adecue por completo a las necesidades de tales movimientos, ya que, desde un punto de vista histórico, el fenómeno que pretenden justificar no es antiguo ni eterno, sino totalmente nuevo. Esto es válido tanto para las diferentes formas que en la actualidad adopta el fundamentalismo religioso -el estado islámico del ayatolá Jomeini data tan sólo de principios de los años setenta- como para el nacionalismo contemporáneo. El pasado legitima. Cuando el presente tiene poco que celebrar, el pasado proporciona un trasfondo más glorioso. Recuerdo haber visto en alguna parte un estudio acerca de la antigua civilización de las ciudades del valle del Indo titulado Cinco mil años de Pakistán. Antes de 1932-1933, momento en que algunos líderes estudiantiles inventaron el nombre, Pakistán ni siquiera existía como concepto. No se convirtió en una reivindicación política firme hasta 1940 y, como estado, su creación se remonta tan sólo a 1947. Las pruebas de que exista una relación entre la civilización de Mohenjo-Daro y los actuales gobernantes de Islamabad son tan escasas como las que se tienen acerca de una posible conexión entre la guerra de Troya y el gobierno de Ankara, que reivindica el retorno del tesoro del rey Príamo de Troya descubierto por Schliemann, aunque sólo sea para mostrarlo a la luz pública en una primera exposición. Sin embargo, lo cierto es que «5.000 años de Pakistán» suena mejor que «cuarenta y seis años de Pakistán». En estas circunstancias, los historiadores se encuentran con que han de interpretar el inesperado papel de actores políticos. Antes pensaba que la historia, a diferencia de otras disciplinas como, por ejemplo, la física nuclear, al menos no le hacía daño a nadie. Ahora sé que puede hacerlo y que existe la posibilidad de que nuestros estudios se conviertan en fábricas clandestinas de bombas como los talleres en los que el IRA ha aprendido a transformar los abonos químicos en explosivos. Esta situación nos afecta de dos maneras: en general, tenemos una responsabilidad con respecto a los hechos históricos y, en particular, somos los encargados de criticar todo abuso que se haga de la historia desde una perspectiva político-ideológica. No hace falta que me extienda en el comentario de la primera de estas responsabilidades. De no ser por dos circunstancias totalmente nuevas, ni siquiera la mencionaría. Una es la actual tendencia de los novelistas a basar la trama de sus obras en hechos reales en vez de en argumentos imaginarios, con lo cual se desdibuja la frontera que separa la realidad histórica de la ficción. La otra es el gran auge que están experimentando las modas intelectuales «posmodernas» en las universidades occidentales, especialmente en los departamentos de literatura y antropología; en ellas subyace la idea de que todos los «hechos» a los que se presupone una existencia objetiva no son sino meras creaciones mentales: en resumen, que no hay una diferencia clara entre la realidad y la ficción. Sin embargo, la diferencia existe, y es fundamental que los historiadores -incluso aquellos de nosotros que son más radicalmente antipositivistas sean capaces de distinguir entre ambas. El historiador no puede inventar los hechos que estudia. O Elvis Presley está muerto o no lo está. Hay una forma de responder a dicha pregunta de un modo inequívoco, y es tomando como punto de partida las pruebas existentes, siempre que, como sucede en algunos casos, se disponga de pruebas fidedignas. El gobierno turco, que niega ser el autor del intento de genocidio de los armenios ocurrido en 1915, tiene razón o no la tiene. Partiendo de un discurso histórico riguroso, la mayoría de nosotros rechazaría cualquier intento de negar la matanza, aunque ni hay un modo inequívoco de poder elegir entre las diferentes formas de interpretar el fenómeno ni es posible encuadrarlo adecuadamente en el contexto más amplio de la historia. Hace poco, los zelotes hindúes destruyeron una mezquita en Aodhya, con el pretexto de que había sido erigida en contra de la voluntad del pueblo hindú por el conquistador mogol Babur en un emplazamiento especialmente sagrado, considerado como lugar de nacimiento del dios Rama. Mis colegas y amigos de las universidades de la India publicaron un estudio en el que se demostraba: a) que, hasta el siglo XIX, a nadie se le había ocurrido que Aodhya pudiera ser el lugar de nacimiento de Rama, y b) que casi con toda seguridad la mezquita no se construyó en tiempos de Babur. Me gustaría poder decir que el trabajo ha contribuido en gran medida a frenar el ascenso del partido que provocó el incidente, pero al menos estas personas cumplieron con su deber como historiadores, para bien de los que saben leer y que tanto ahora como en el futuro se encuentran expuestos a la propaganda de la intolerancia. Cumplamos también con el nuestro. Son contadas las ideologías de la intolerancia que se basan en simples mentiras o invenciones de las que no existe la menor prueba. Después de todo, es cierto que hubo una batalla de Kosovo en 1389, que los guerreros serbios y sus aliados fueron derrotados por los turcos, y que este hecho dejó profundas huellas en la memoria del pueblo serbio, lo cual no implica que pueda servir para justificar la opresión de los albaneses, que en la actualidad forman el 90 por 100 de la población de la zona, ni la pretensión serbia de que la tierra les pertenece por derecho propio. Dinamarca no reclama la extensa área del este de Inglaterra que los daneses colonizaron y gobernaron antes del siglo XI, conocida desde entonces como la «Danelaw», y cuyas poblaciones llevan nombres que, desde un punto de vista filológico, siguen siendo daneses. El mal uso que la ideología suele hacer de la historia se basa más en el anacronismo que en la mentira. El nacionalismo griego le niega a Macedonia incluso el derecho a llamarse así, aduciendo que, en realidad, se trata de una región griega que forma parte de un estado-nación griego, es de suponer que desde que el padre de Alejandro Magno, que era rey de Macedonia, se convirtió en soberano de los territorios griegos de la península balcánica. Como todo lo relacionado con Macedonia, esta dista mucho de ser una simple cuestión académica, pero un intelectual griego tendrá que ser muy valiente para atreverse a afirmar que, desde un punto de vista histórico, es una tontería. En el siglo IV a.C. no existía ningún estado-nación griego ni ninguna otra entidad política que pudiera denominarse así; el imperio macedónico no se parecía en nada a un estado-nación griego o a cualquiera de los modernos, sea este griego o no, y, en todo caso, lo más probable es que los antiguos griegos vieran a sus gobernantes macedonios como bárbaros, y no como griegos, concepción esta que también aplicarían después a los romanos, aunque, sin duda, eran demasiado educados o prudentes para confesarlo. Históricamente, Macedonia es una mezcla tan inextricable de etnias -no en vano los franceses llamaron así a la ensalada de frutas- que cualquier intento de identificarla con una nacionalidad concreta por fuerza ha de estar equivocado. Para ser justos, por este mismo motivo habría que rechazar los planteamientos más extremistas del nacionalismo macedonio y todas aquellas publicaciones croatas que pretenden convertir a Zvonimir el Grande en el antepasado del presidente Tudjman. Sin embargo, es difícil plantar cara a los inventores de una historia nacional de manual, aunque hay algunos historiadores en la Universidad de Zagreb, a los que estoy orgulloso de poder contar entre mis amigos, que han tenido suficientes agallas para hacerlo. Estos y otros muchos intentos de sustituir la historia por el mito y la invención no son simples bromas pesadas de tipo intelectual. Después de todo, tienen el poder de decidir lo que se incluye o no en los libros de texto, algo de lo que eran plenamente conscientes las autoridades japonesas cuando insistieron en que en las escuelas del país debía darse una versión aséptica de la intervención japonesa en China. Hoy día, el mito y la invención son fundamentales para la política de la identidad a través de la que numerosos colectivos que se definen a sí mismos de acuerdo con su origen étnico, su religión o las fronteras pasadas o presentes de los estados tratan de lograr una cierta seguridad en un mundo incierto e inestable diciéndose aquello de «somos diferentes y mejores que los demás». Ambas cosas son motivo de inquietud en las universidades, porque las personas que formulan tales mitos e invenciones son personas cultas: maestros laicos y religiosos, profesores de universidad (espero que no muchos), periodistas, productores de radio y televisión. Lo más seguro es que en la actualidad la mayoría de ellos hayan pasado por una u otra universidad. No les quepa la menor duda. La historia no es una memoria atávica ni una tradición colectiva. Es lo que la gente aprendió de los curas, los maestros, los autores de libros de historia y los editores de artículos de revista y programas de televisión. Es muy importante que los historiadores recuerden la responsabilidad que tienen y que consiste ante todo en permanecer al margen de las pasiones de la política de la identidad incluso si las comparten. Después de todo, también somos seres humanos. El grado de trascendencia que puede llegar a tener el tema queda ilustrado en un reciente artículo del escritor israelí Amos Elon sobre el modo en que el genocidio de los judíos a manos de Hitler se ha transformado en un mito legitimador de la existencia del estado de Israel. Más aún: durante los años en que la derecha ocupó el poder, se convirtió en una especie de fórmula ritual de afirmación de la identidad y la superioridad del estado israelí y, junto a Dios, en un elemento esencial del conjunto oficial de creencias nacionales. Elon, que describe con todo detalle la evolución de la transformación sufrida por el concepto de «Holocausto» afirma -siguiendo al recién nombrado ministro de Educación del nuevo gobierno laborista israelí- que es necesario separar la historia de los mitos, los rituales y la política nacional. Como no soy israelí -aunque sí judío-, prefiero no opinar al respecto. Sin embargo, como historiador, lamentablemente no he podido dejar de fijarme en una de las observaciones que hace Elon y es la de que las aportaciones más destacadas que se han hecho a la historiografía académica sobre el genocidio sean o no judíos sus autores, o bien no han sido traducidas al hebreo, como es el caso de la gran obra de Hilberg o, si lo han sido, han visto la luz con considerable retraso, y a veces con declaraciones de descargo de responsabilidad por parte de las editoriales. La historiografía seria del genocidio no ha minimizado en absoluto aquella tragedia incalificable. Simplemente, discrepaba del mito legitimador. A pesar de todo, esta misma historia nos permite concebir ciertas esperanzas, porque es un ejemplo de cómo la historia mitológica o nacionalista es criticada desde dentro. Me doy cuenta de que la historia de la creación del estado de Israel dejó de escribirse para servir básicamente como propaganda nacional o como defensa de la causa sionista unos cuarenta años después de que el estado comenzara su andadura. He observado que esto mismo ocurrió con la historia irlandesa. Aproximadamente medio siglo después de que la mayor parte de Irlanda lograra la independencia, los historiadores irlandeses dejaron de escribir la historia de su isla en términos de la mitología del movimiento de liberación nacional. En la actualidad, la historia irlandesa, tanto en la República como en el norte, atraviesa un momento de esplendor porque ha conseguido liberarse a sí misma. Esta sigue siendo una cuestión cargada de riesgos e implicaciones políticas. La historia que se escribe hoy día rompe con una antigua tradición que se ha mantenido desde los fenianos hasta el IRA, y que continúa luchando con armas y bombas en nombre de los viejos mitos. Pero el hecho de que haya una nueva generación que ha alcanzado la madurez y está en condiciones de distanciarse de las pasiones que acompañaron aquellos períodos tan trascendentales y traumáticos de la historia de sus países es un signo de esperanza para los historiadores. Sin embargo, no podemos estar esperando a que las generaciones se sucedan. Debemos oponer resistencia a la formación de mitos nacionales, étnicos o de cualquier otro tipo, mientras se encuentren en proceso de gestación. Al hacerlo no ganaremos en popularidad: Thomas Masaryk, fundador de la República Checoslovaca no se hizo demasiado popular cuando entró en la política como el hombre que probó, con gran pesar, pero sin la menor vacilación, que los manuscritos medievales en que se basaba buena parte del mito nacional checo no eran más que falsificaciones. Pero hay que hacerlo, y espero que así lo hagan aquellos de ustedes que sean historiadores. Esto es todo lo que deseaba decirles acerca del deber del historiador. Sin embargo, antes de terminar, me gustaría recordarles algo más. El hecho de ser estudiantes de esta universidad les convierte a ustedes en personas privilegiadas. Lo más probable es que, como alumnos que son de una institución ilustre y prestigiosa, gozarán, si así lo quieren, de una posición social destacada, tendrán mejores carreras y ganarán más dinero que otra gente, aunque nunca tanto como un próspero hombre de negocios. Lo que deseo recordarles es algo que me dijeron a mí cuando empecé a enseñar en la universidad. «Aquellos por los que estás aquí -me dijo mi propio profesor- no son estudiantes tan brillantes como tú. Son estudiantes mediocres con mentes faltas de imaginación que se licencian sin pena ni gloria con un aprobado justito y cuyos exámenes dicen todos las mismas cosas. Los que son realmente buenos pueden cuidar de sí mismos, aunque disfrutarás enseñándoles. Pero son los otros los que de verdad te necesitan.» Esto es aplicable no sólo a la universidad, sino también al mundo. Los gobiernos, la economía, las escuelas, todo lo que forma parte de la sociedad, no existe para beneficio de unas minorías privilegiadas. Estamos capacitados para cuidar de nosotros mismos. Existe por el bien de las personas comunes y corrientes, que no son especialmente inteligentes ni interesantes (a menos, claro está, a que nos enamoremos de una de ellas), ni tienen demasiada cultura, ni demasiado éxito ni parecen destinadas a tenerlo: en resumen, personas que no son nada del otro mundo. Existe por las personas que, a lo largo de la historia, sólo han entrado en ella como individuos con entidad propia al margen de las comunidades a las que pertenecían por la constancia que ha quedado de su paso en las actas de nacimiento, matrimonio y defunción. La única sociedad en la que merece la pena vivir es aquella que haya sido diseñada para ellos, no para los ricos, los inteligentes, los excepcionales, aunque esa sociedad en la que valga la pena vivir deba reservar un espacio y un margen de acción para dichas minorías. Sin embargo, el mundo no ha sido creado para nuestro disfrute personal ni hemos venido a él por tal motivo. Un mundo que pretenda que esa es su razón de ser no es un buen mundo ni debería ser un mundo perdurable. Texto 4: Saer, Juan José (1997) “El concepto de ficción”. El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel. EL CONCEPTO DE FICCIÓN Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero nos trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero tanto las fuentes del primero como las del segundo -entrevistas y cartas- son por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del «hombre que vio al hombre que vio al oso", con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos biografías, la de Gorman, el informante principal fue el oso en persona. Aparte de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los informantes pueden ser puestas en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia cuestiones teóricas y metodológicas. En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entran do en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial. El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos -lo que no siempre es así- sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera. Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable. La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria. La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado -fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera-, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: “No basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a cabo”. Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser (“¿Quién cuenta una novela?”): “La Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadidura”. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso. Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo verdadero. La Verdad-Por-Fin-Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la ficción. Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración dostoyevskiana. Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de “lo verdadero”, las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de “lo falso”. Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: “Rien ne déforme plus l'histoire que d'y chercher un plan concerté”.) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambigüedad. La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges -numerosos textos suyos lo prueban-, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas. Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente. Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola “a su manera”. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito. A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás -no me atrevo a afirmarlo- esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez. Texto 5: Barthes, Roland (1994) "Enunciación de la historia". El susurro del lenguaje. Barcelona, Paidós. ENUNCIACIÓN DE LA HISTORIA En primer lugar, ¿qué condiciones llevan al historiador clásico a indicar en su discurso el acto por el cual lo profiere? En otras palabras, ¿cuáles son, al nivel del discurso, los shifters o embragues (en el sentido que Jakobson ha dado a esta palabra) que aseguran el paso del enunciado a la enunciación (o a la inversa)? Al parecer, el discurso histórico comprende dos tipos regulares de embragues. El primer tipo incluye lo que podría llamarse embrages de escucha. Ese shifter designa, pues, toda mención de fuentes y testimonios, toda referencia a "una forma de escuchar" del historiador que recoge un "afuera" de un discurso lo dice. La explicitación de lo escuchado es una elección puesto que es posible no referirse a ello. Adopta diversas formas: desde los incisos del tipo Según he oído..., Por lo que sabemos... hasta el presente del historiador (tiempo que atestigua la intervención del enunciante) y toda mención de su experiencia personal. Evidentemente el shifter de escucha no es exclusivo del discurso histórico: se lo encuentra con frecuencia en la conversación y en ciertos artificios de exposición de la novela. El segundo tipo de shifters cubre todos los signos declarados por medio de los cuales el enunciante organiza su propio discurso. Se trata de un shifter importante y los “organizadores" del discurso pueden recibir diversas expresiones; estas, sin embargo, pueden reducirse a la indicación de un movimiento del discurso con respecto a su materia (o, más exactamente, a lo largo de esa materia), un poco a la manera de los deícticos temporales o locativos he aquí/ he allí; se tendrá, entonces, con relación al flujo de la enunciación: la inmovilidad (como dijimos más arriba), el ascenso (volviendo al mismo lugar), el descenso (volviendo a nuestro orden), la detención (sobre él no diremos nada más), el anuncio (he aquí los otros hechos dignos de memoria que llevó a cabodurante su reinado). El shifter de organización presenta un problema notable que aquí no se puede menos que señalar: el que nace de la coexistencia, o mejor dicho, del roce de dos tiempos: el tiempo de la enunciación y el tiempo de la materia enunciada. Ese roce da lugar a hechos de discurso importantes. El primero remite a todos los fenómenos de aceleración de la historia: un número igual de "páginas" para hechos que en la historia tuvieron distinta duración: no hay isocronía. El segundo hecho recuerda que el discurso, aunque materialmente lineal, es al parecer, cuando se enfrenta con el tiempo histórico, el encargado de profundizarlo: se trata de lo que podría llamarse historia en zig- zag: así, para cada personaje que aparece en su historia, Heródoto se remonta a los antepasados del recién llegado, vuelve luego a su punto de partida, para continuar un poco más lejos y volver a empezar. Un tercer hecho de discurso, de considerable importancia, atestigua el papel destructor de los shifters de organización con relación al tiempo crónico de la historia: se trata de inauguraciones del discurso histórico, lugares donde se juntan el comienzo de la materia enunciada y el exordio de la enunciación (En nombre de Dios voy a escribir la vida de...; Como no encontré en mí efectos interesados ni odios implacables pensé que podía juzgar a los hombres). Los signos (o shifters) de que acabamos de hablar se refieren únicamente al proceso mismo de la enunciación. Hay otros que mencionan, no ya al acto de enunciación, sino a sus protagonistas: el destinatario o el enunciante. En el discurso histórico, los signos de destinación están generalmente ausentes y sólo se encuentran cuando la historia se presenta como lección. Los signos del enunciante (o "destinador") son evidentemente mucho más frecuentes; hay que agrupar allí los fragmentos de discurso en que el historiador se va llenando de predicados diversos destinados a fundarlo como una persona. En el discurso histórico llamado objetivo, el enunciante anula su persona pasional pero la sustituye por otra persona, la persona objetiva: el sujeto subsiste plenamente, pero como sujeto objetivo. Texto 6: Chartier, Roger (2007) “Las relaciones en el pasado. Historia y ficción”. La Historia o la lectura del tiempo, Barcelona, Gedisa. Texto 6: