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LIBRO - Historia de la Psicología (2017).pdf

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HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA Enrique Lafuente Niño José Carlos Loredo Narciandi Jorge Castro Tejerina Noemí Pizarroso López GRADO HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA ENRIQUE LAFUENTE NIÑO JOSÉ CARLOS LOREDO NARCIANDI JORGE CASTRO TEJERINA NOEMÍ PIZARROSO LÓPEZ UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA HISTOR...

HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA Enrique Lafuente Niño José Carlos Loredo Narciandi Jorge Castro Tejerina Noemí Pizarroso López GRADO HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA ENRIQUE LAFUENTE NIÑO JOSÉ CARLOS LOREDO NARCIANDI JORGE CASTRO TEJERINA NOEMÍ PIZARROSO LÓPEZ UNIVERSIDAD NACIONAL DE EDUCACIÓN A DISTANCIA HISTORIA DE LA PSICOLOGÍA Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos. © Universidad Nacional de Educación a Distancia Madrid, 2017 www.uned.es/publicaciones © Enrique Lafuente Niño José Carlos Loredo Narciandi Jorge Castro Tejerina Noemí Pizarroso López © Ilustración de cubierta: Rubén Gómez-Soriano ISBN electrónico: 978-84-362-7184-3 Edición digital: febrero 2017 ÍNDICE Introducción Parte I LA PSICOLOGÍA ANTES DE LA PSICOLOGÍA Capítulo I. Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología El alma en la filosofía griega y romana: entre el idealismo platónico y el naturalismo aristotélico Mundo helenístico y romano: la filosofía como terapia para el alma La ciencia del alma en la Edad Media: de la filosofía platónico-agustinana a la Escolástica El Renacimiento y la Reforma protestante: la ciencia del alma al servicio de la salvación La ciencia moderna y la mente como espacio de la experiencia subjetiva La Ilustración: del análisis de la mente a la psicologización del ser humano Capítulo II. Antecedentes filosóficos de la psicología moderna Empirismo y asociación de ideas: Berkeley, Hume, Hartley y Mill Immanuel Kant: del sujeto trascendental de la filosofía crítica a la psicología empírica como antropología Contra-Ilustración y Romanticismo Georg Wilhelm Friedrich Hegel y la filosofía del espíritu Johann Friedrich Herbart y la ciencia de las representaciones Hacia la psicofísica y la psicología fisiológica Capítulo III. Antecedentes científico-sociales de la psicología moderna Ciencias humanas y de la cultura Sociología y ciencias de lo social El estudio de la conciencia colectiva: entre la sociología, la psicología y la historia Historia de la Psicología Capítulo IV. Antecedentes científico-naturales de la psicología moderna La fisiología a finales del siglo XIX Evolucionismo y darwinismo Darwinismo social y hereditarismo El neodarwinismo y su crisis Parte II LA PSICOLOGÍA DE WUNDT Y SUS ALTERNATIVAS Capítulo V. Wilhelm Wundt y el proyecto de la psicología moderna: I.La psicología experimental Inicios en Heidelberg: la influencia de Helmholtz y la inferencia inconsciente Fundamentos de psicología fisiológica (1873-1874): la mente según Wundt Consolidación en Leipzig: Institucionalización y método de la psicología experimental (1875-1900) Interludio: Wundt contra Wurzburgo, o las limitaciones del experimentalismo en psicología (1907) Capítulo VI. Wilhelm Wundt y el proyecto de la psicología moderna: II.La psicología de los pueblos (Völkerpsychologie) La fundación de la Völkerpsychologie por Lazarus y Steinthal La Völkerpsychologie de Wundt El destino de la Völkerpsychologie ¿Retornar a Wundt? Capítulo VII. Alternativas a la psicología wundtiana: I.Orientaciones fenomenológicas La psicología del acto: Franz Brentano Psicología experimental y fenomenología: Carl Stumpf La psicología como fundamento de las ciencias del espíritu: Wilhelm Dilthey Capítulo VIII. Alternativas a la psicología wundtiana: II.Desarrollos experimentales El estudio experimental de la memoria: Hermann Ebbinghaus El estudio experimental del pensamiento: Oswald Külpe y la escuela de Wurzburgo El estructuralismo: Edward Bradford Titchener Índice Parte III LAS ESCUELAS PSICOLÓGICAS CLÁSICAS Capítulo IX. El funcionalismo: I.Los orígenes de la psicología funcionalista Lo que da forma al funcionalismo La formulación de la psicología funcionalista Capítulo X. El funcionalismo: II.Desarrollos del funcionalismo y psicología comparada Funcionalismo y psicología genética Otros desarrollos del funcionalismo La psicología comparada Derivas del funcionalismo y de la psicología comparada Capítulo XI. El Psicoanálisis freudiano: I.Los orígenes Freud: inevitabilidad y controversia Freud antes del psicoanálisis La formulación del inconsciente y la primera tópica Capítulo XII. El Psicoanálisis freudiano: II.Desarrollos y alternativas La nueva teoría de los instintos: Eros y Thanatos Revisión de la teoría de la personalidad: la segunda tópica Teorías en torno a la civilización: el origen de la cultura y su condición sublimadora El psicoanálisis después de Freud Freud redimido Capítulo XIII. La psicología de la Gestalt El punto de vista de la Gestalt El punto de partida: el fenómeno fi La organización de las percepciones: los experimentos de Max Wertheimer Inteligencia y aprendizaje: los experimentos de Wolfgang Köhler La perspectiva evolutiva de Kurt Koffka El estudio del pensamiento: la aportación de Max Wertheimer La teoría del campo de Kurt Lewin Historia de la Psicología Parte IV CLAVES DEL PANORAMA CONTEMPORÁNEO Capítulo XIV. Los conductismos: I. El conductismo clásico John B. Watson y el manifiesto conductista Algunos antecedentes El sistema watsoniano La estela de Watson Capítulo XV. Los conductismos: II. Los neoconductismos El conductismo metodológico: Edward C. Tolman y Clark L. Hull El conductismo radical: Burrhus F. Skinner Capítulo XVI. Los cognitivismos: I. Orígenes La psicología del procesamiento de la información El mito de la revolución cognitiva Capítulo XVII. Los cognitivismos: II. La psicología cognitiva y sus desarrollos El «tipo ideal» de la psicología cognitiva Desarrollos del cognitivismo Una alternativa al cognitivismo: la psicología ecológica de James J. Gibson Capítulo XVIII. Los constructivismos: I. La escuela socio-histórica La escuela socio-histórica de L.S. Vygotski Los fundamentos de la teoría vygotskiana Áreas de aplicación específica Desarrollos inmediatos: discípulos y líneas de trabajo Encrucijadas sociohistóricas Capítulo XIX. Los constructivismos: II. La psicología genética y la psicología histórica La psicología genética: Jean Piaget y algunas derivas piagetianas La psicología histórica: Ignace Meyerson y el proyecto para una historia polifónica del pensamiento A modo de conclusión Bibliografía Aquí podrá encontrar información adicional y actualizada de esta publicación INTRODUCCIÓN Aunque pueda parecer obvio, creemos que es importante reconocer que este libro de Historia de la Psicología es un texto de circunstancias que responde con cierta conciencia de precariedad y provisionalidad a la tarea que nos planteamos, entendiendo esto en, al menos, dos sentidos. El primero tiene que ver con el propio lugar que ocupa la historia de la disciplina en la configuración oficial de la identidad profesional del psicólogo actual. Es un hecho que, sobre todo desde la reforma europea de la educación —el así llamado «Plan Bolonia» que impulsó en 2009 la modificación de los estudios superiores en España—, la historia de la psicología ha perdido peso en los planes de estudio de psicología en favor de materias más orientadas a la aplicación de técnicas para la resolución de cualquier demanda individual y social que pueda llegar a surgir. Sin embargo, algunos docentes y profesionales consideramos que, dada la pluralidad teórica y metodológica que caracteriza a la psicología desde sus inicios, así como la complejidad conceptual que encierra todo intento de teorizar el comportamiento o la vida mental, conviene tener un mapa de las diferentes escuelas y teorías que han ido desarrollándose en el tiempo. Muchas de ellas conviven de una u otra forma en el presente de la disciplina, y conocer su historia nos permite manejarnos con más herramientas en esa complejidad y posicionarnos ante ella con cierta conciencia crítica. Su función, por tanto, no es puramente ornamental o erudita, sino sustantiva. El segundo sentido de la conciencia de precariedad obedece a la necesidad de haber tenido que tomar decisiones como elegir entre una irrenunciable función didáctica y una deseable actitud crítica, o entre lo que se cuenta y lo que se deja fuera en una obra de extensión ajustada como tiene que ser ésta. Ello ha provocado que hayamos tenido que dejar fuera —no sin controversias— temas tan relevantes como, por ejemplo, la psicología humanista o la psicología aplicada. El resultado final es el texto que el lector tiene ante sí, pero podía haber sido otro distinto. Historia de la Psicología Sin renunciar a su compromiso eminentemente didáctico, esta obra está concebida para reflexionar, para estimular la capacidad crítica o para poner en suspenso lo que se da por evidente en otras áreas, orientaciones y ramas de la psicología. No narramos una historia de superación disciplinar y victorias científicas apoteósicas, sino de permanentes tensiones teóricas y prácticas, pactos de no agresión entre corrientes y, como mucho, alguna que otra victoria pírrica. No es este un texto, en definitiva, de autoayuda para psicólogos emprendedores, sino de autorreflexión y autocrítica disciplinar para psicólogos curiosos e inquietos. Podría decirse que algunas de las estrategias adoptadas para la redacción de este texto, sobre todo ante las cuestiones más formales, se poseen de oficio, máxime con el respaldo de algunas buenas propuestas de protocolización (por ejemplo, Rosa, Huertas y Blanco, 1996). Así, es un lugar común en los manuales contemporáneos de historia de la psicología señalar una diferencia metodológica —incluso moral— entre la vieja historia y la nueva historia: la primera supuestamente construida a través de datos vagos y no comprobados, reproducidos miméticamente de relato en relato; y la segunda rigurosamente asentada en el trabajo directo con las fuentes originales —conocidas como «fuentes primarias» —, esto es, las obras de los autores tratados, e incluso sus documentos personales y privados conservados en archivos (una breve y excelente revisión del devenir de la «nueva historia» puede encontrarse en Vera, 2006). En realidad, la cuestión es un poco más compleja: incluso la investigación de alto nivel de temas nuevos y originales —o de revisión crítica de antiguos— recurre a estudios previos, si bien rigurosos —las así llamadas «fuentes secundarias»—, para ilustrar y dar por sabidos ciertos aspectos secundarios de su argumento. Esta estrategia compositiva es mucho más habitual en los trabajos con una orientación eminentemente didáctica como éste. Con todo, en nuestro proceso de redacción hemos recurrido constantemente a obras originales de los autores tratados, sobre todo siempre que en las fuentes secundarias detectábamos aspectos importantes que habían sido obviados, malentendidos o resultaban contradictorios. Como señalábamos antes, más importante para nosotros ha sido la forma de delimitar los contenidos a tratar, y particularmente una cuestión tan básica como definir los límites temporales en los que encuadrar nuestro relato. ¿Por dónde empezar? ¿Cuándo nace la Psicología? Con frecuencia se insiste en que la psicología es aún una ciencia joven, naci- Introducción da apenas en los últimos años del siglo xix con la fundación del primer laboratorio de psicología experimental. A la vez, sin embargo, suele ser un lugar común referirse a obras como el Tratado del alma de Aristóteles, del siglo iv a. C., para hablar de las primeras obras de psicología. Entre lo uno y lo otro transcurre prácticamente toda la historia del pensamiento occidental. Situar los inicios de la psicología en uno u otro momento dependerá de los criterios que utilicemos para definir qué entendemos por psicología, pero también qué entendemos por ciencia. Todo ello, además, dependerá de cuáles sean nuestros propósitos a la hora de contar esta historia, que pueden ir desde la legitimación de su estado actual hasta la apertura de un espacio para la crítica y la reflexión. ¿Cuándo y dónde nace la psicología? La historiografía convencional sitúa el origen de la psicología como disciplina científica a finales del siglo xix, en Alemania, con el establecimiento del primer laboratorio de psicología en Leipzig, en 1879, por parte de Wilhelm Wundt. Se trata de un mito fundacional que deposita en el empleo del método experimental —en el que Wundt se había formado durante sus investigaciones precedentes en el campo de la fisiología, con científicos como Johannes Müller y Hermann von Helmholtz— el rasgo definitorio de una psicología científica. Es sobre todo esa impronta «experimental», junto al papel institucional desempeñado por el laboratorio como centro ineludible de formación (también a nivel internacional), lo que ha hecho que el nombre de Wundt haya pasado muy por delante de otros contemporáneos suyos que planteaban proyectos bastante diferentes1. Por ejemplo, en 1874, el mismo año en que aparecía un famoso 1 Que los psicólogos de hoy en día tendamos a subrayar nuestra independencia disciplinar y nuestra condición «científica» a partir de la gran importancia atribuida a un hito fundacional eminentemente institucional como un laboratorio —y no a un hallazgo científico, teórico o epistemológico— no es algo anecdótico. Revela algo incómodo, quizá cierto «complejo de inferioridad», en nuestra identidad colectiva como profesionales de la investigación o la práctica científica; sobre todo cuando aspiramos a equipararnos, siendo más papistas que el Papa, al referente epistemológico inevitable representado por las así llamadas «ciencias duras» (la física, la química, la fisiología, etc.). La pregunta por el origen histórico de estas últimas —bien en sentido teórico, bien en sentido institucional—suele resultar anecdótico o irrelevante, entre otros motivos porque nadie suele cuestionarse que sean «verdaderas ciencias» (sobre estas cuestiones puede verse Blanco y Castro, 1999; Castro, 2007; y Castro, Jiménez, Morgade y Blanco, 2001). Historia de la Psicología tratado de Wundt titulado Fundamentos de psicología fisiológica, Franz Brentano publicaba su Psicología desde el punto de vista empírico. Unos años más tarde, Wilhelm Dilthey, que a partir de sus trabajos sobre las ciencias históricas se había interesado por una psicología real, concreta y total, desarrollaría su propuesta en una obra de 1894, Ideas sobre una psicología analítica y descriptiva. Todos estos nombres y proyectos, en todo caso, nos siguen situando en un momento y un lugar muy concretos: la Alemania de finales del siglo xix. Ciertamente, el modelo de universidad por el que se apostó en Alemania a partir de 1810 permitió una proliferación excepcional no solo de la psicología, que en realidad empezó a contar con cátedras propias de forma comparativamente tardía, sino de otras muchas disciplinas, como la fisiología, la filología o las ciencias históricas. Ahora bien, la investigación historiográfica de los últimos años ha defendido la existencia de una psicología empírica e incluso experimental mucho antes de esta institucionalización. A este respecto, el siglo xviii, según el historiador de la psicología Fernando Vidal (2006), parece haber sido el escenario de un desarrollo sin igual de trabajos de carácter psicológico, visible especialmente en la explosión de publicaciones tanto académicas como populares (revistas y novelas). Vidal plantea la existencia ya entonces de todo un debate metodológico en torno a las posibilidades de una psicología empírica (matemática y experimental), en el que habría venido a intervenir Kant a la hora de juzgar la posibilidad de que ésta fuera una ciencia. Ese escenario era fundamentalmente germano, pero en él venían a confluir importantes intercambios con otras tradiciones nacionales, especialmente la británica y la francesa (o francófona, más bien), que seguirán teniendo su importancia mucho después, a la hora por ejemplo de interpretar la formación recibida en el laboratorio de Wundt, convertido en el punto de encuentro y formación internacional de las primeras generaciones de psicólogos. Así, a muy grandes rasgos, en Gran Bretaña, a partir del análisis de la «mente» que planteó John Locke a finales del xvii y su desarrollo posterior por David Hume, durante el siglo xix dominaría una tradición psicológica basada en el asociacionismo y el empirismo. En Francia, donde Locke tuvo una gran influencia, se desarrolló también durante el siglo xviii una filosofía marcadamente empirista y materialista, de la mano Introducción de los llamados «ideólogos». Estos filósofos se planteaban precisamente desarrollar una «ciencia de las ideas», aunque preferían llamarla «ideología» en lugar de «psicología» —un término que ya había introducido y sistematizado en Alemania el filósofo racionalista Christian Wolff— por ser éste un término que asociaban a la metafísica del Antiguo Régimen. Wolff había incorporado en su sistema la psicología como parte de la metafísica, distinguiendo entre una psicología racional (estudio del alma a priori) y una psicología empírica (a partir de la observación de los fenómenos mentales). A partir de ahí se sucedieron toda una serie de intentos de medición de los procesos mentales, con los consiguientes debates en torno a la posibilidad de una investigación psicológica empírico-experimental (Vidal, 2006). En todo caso, otros investigadores se remontan mucho más atrás en el tiempo y defienden la existencia de una psicología empírica, natural, ligada a las primeras apariciones del término «psicología», en el contexto de la reforma protestante, en un momento de inquietud religiosa, de crisis de la espiritualidad, que conlleva nuevas reflexiones sobre la naturaleza humana. El término, en efecto, había empezado a utilizarse con cierta sistematicidad a finales del siglo xvi, en pleno auge del Humanismo, de reforma de las universidades y de nuevas lecturas del tratado De Anima de Aristóteles. A juicio de Paul Mengal (2005), la presencia del término en estos textos, que se enmarcan en un contexto de crisis de la filosofía natural medieval y de renovación del conocimiento anatómico, implicaría la emergencia de un nuevo campo disciplinar: una psicología como ciencia natural, en estrecha relación con los desarrollos antropológicos y anatómicos de la época, que habría contribuido a instaurar el dualismo mente-cuerpo que encontraremos poco después en Descartes2. Otros autores defenderán, sin embargo, que la aparición del vocablo «psicología» en esos textos no es más que una traducción erudita (helenizante) de la expresión latina De Anima (Sobre el alma), uno de 2 Como veremos en el primer capítulo, el dualismo mente-cuerpo cartesiano plantea que el ser humano está compuesto de dos sustancias radicalmente distintas: el cuerpo (res extensa), por un lado, entendido como una máquina (cuyas operaciones se pueden explicar como procesos físicos, sin necesidad de recurrir a fuerzas vitales) y el alma o mente (res cogitans), por otro, que Descartes identifica con el «yo pensante». Esta alma cartesiana se distingue por la capacidad de pensar y por ser lo contrario de la materia, es decir: inextensa, indivisible e incuantificable (no requiere de ningún lugar ni depende de nada material para existir). Historia de la Psicología los libros más comentados de Aristóteles desde el final de la Edad Media, sin que dicha terminología haya tenido por sí misma mayores repercusiones conceptuales y prácticas (Gantet, 2008). Es decir, la irrupción y difusión del vocablo «psicología» a finales del siglo xvi no parece haber ido acompañada de una reorganización del conocimiento sobre el alma o la mente en torno a una ciencia unitaria, que pudiera considerarse antecedente más o menos directo de la psicología moderna. Para Gantet, en línea con Vidal (2006), no será hasta el siglo xviii cuando algo así empiece a dibujarse, como parte de un proceso de psicologización del ser humano que se desarrollaría sobre todo a partir de la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke (1690) y que conllevaría un nuevo lenguaje para referirse a la mente y a la conciencia. Multiplicidad de saberes y prácticas: ¿unidad disciplinar? Ciertamente, las reflexiones que hoy calificaríamos como «psicológicas» que se hacían en los siglos xvi y xvii, como por otro lado venía ocurriendo desde la propia filosofía clásica y los inicios del pensamiento cristiano, se podían encontrar tanto en el ámbito de la filosofía natural (física y medicina) como en el de la filosofía moral, y estaban ligadas a cuestiones teológicas (especialmente a la cuestión de la inmortalidad del alma). El auge de este tipo de discusiones desde finales del xvi y durante todo el siglo xvii no tiene que ver sólo con una dimensión teórica del conocimiento; antes bien, se encuentra ligado a una serie de cuestiones prácticas, que tienen que ver con el gobierno (especialmente con el control social) y con el autogobierno, en un momento en que el hombre empieza a dejar de ser un súbdito para tantear la senda del individualismo moderno. Todas estas prácticas, que se apoyan en un conocimiento del funcionamiento de nuestra psique, contribuirán precisamente al acervo de las llamadas «tecnologías del yo», es decir, procedimientos técnicos utilizados para regular el propio comportamiento o los propios pensamientos y emociones (como la confesión o la oración, por ejemplo; Foucault, 1990). La importancia de toda esta historia «pre-institucional» o «pre-disciplinar», por así llamarla, radica entre otras cosas en el hecho de que la psicología contemporánea encuentra ahí, probablemente a su pesar, el Introducción desarrollo de sistemas conceptuales que, con más o menos variaciones y discontinuidades, siguen permeando hoy nuestro vocabulario y pensamiento. Pero también, y sobre todo, encontramos ahí la historia de las aplicaciones o dimensiones prácticas de la psicología, especialmente relacionadas con el gobierno de los otros y de sí mismo. La carcasa disciplinar o institucional (en el sentido de entramado de puestos en la universidad, academias, sociedades científicas, etc.) intentará aunar la pluralidad de saberes y prácticas al servicio de un discurso «psicológico» y «científico» típico de la modernidad occidental. Pero antes de ese momento, como decimos, existían teorías, prácticas y técnicas sobre la mente y el comportamiento directamente relacionadas con lo que hoy, en sentido amplio, podemos entender por «psicológico». Esa historia pre-disciplinar debe contemplarse como una polifonía de historias, ideas y prácticas, que tienen que ver tanto con la medicina como con el derecho, la filosofía (natural y moral) y la teología, que dominará sobre todas las demás hasta el siglo xviii. Aunque ofrecer una síntesis del panorama pre-disciplinar de la psicología sería una tarea tan titánica como quimérica, sí creemos pertinente ofrecer algunas pinceladas al respecto. Eso nos permitirá 1) reconocer la historicidad de nuestros conceptos y muy particularmente de la propia idea de sujeto que constituye nuestro objeto de estudio; 2) vislumbrar la genealogía —es decir, los procesos a través de los cuales han ido tomando forma— de una parte de las discusiones teóricas y metodológicas en las que se mantiene enredada la psicología (como la cuestión del dualismo mente-cuerpo); y 3) constatar que esa pluralidad de saberes y prácticas sigue muy presente hoy en nuestra disciplina, cuya unidad responde, más que a un realidad teórica y metodológica, a «un pacto de coexistencia pacífica» (Canguilhem, 2002). Así pues, antes de iniciar nuestra andadura por la historia de la psicología como disciplina científica e institucionalizada (con sus revistas, cátedras y laboratorios) a partir del siglo xix, dedicaremos un primer capítulo a señalar algunos de los hitos de esa historia pre-disciplinar, desde la filosofía clásica, donde ya coexiste una noción platónica de alma (inmortal, transcendente) con otra aristotélica (más naturalista, como principio de vida inseparable de los cuerpos) hasta la revolución científica del xvii, donde se impondrá la noción de mente como espacio Historia de la Psicología subjetivo, pasando por la Edad Media y el humanismo renacentista. En ese largo periodo, donde los clásicos se olvidan, se recuperan, se combinan con otras filosofías y se reinterpretan a la luz de diferentes contextos hasta hacerlos más o menos irreconocibles, encontraremos claves para entender muchos de los rasgos que marcan su desarrollo posterior. Podremos así aproximarnos con más elementos de análisis a algunos de los nudos conceptuales sobre los que se asienta la disciplina. Más allá de Occidente y la ciencia moderna Conviene en todo caso no olvidar que restringir nuestro punto de partida al contexto alemán de los siglos xviii y xix supone ya una elección que deja fuera otras muchas posibilidades, y no sólo otras tradiciones nacionales europeas. Del mismo modo que en el contexto occidental asistimos a una larga historia filosófico-religiosa, de la Antigüedad a la Edad Media, el Renacimiento y la época de la ciencia moderna, de la que se va nutriendo la cultura psicológica que eclosionará con su institucionalización disciplinar en el siglo xix, existen otras tradiciones no occidentales, cuyos respectivos acervos de saberes y prácticas acerca del funcionamiento del alma siguen su propio curso, marcadas por sus propios contextos sociales, religiosos y técnicos. Una historia más ambiciosa de la psicología que la que nos proponemos trazar aquí bien podría aspirar a cubrir este tipo de cuestiones, no sólo por la distancia que un mínimo ejercicio comparativo nos permitiría tomar respecto de la supuesta universalidad de nuestras propias categorías, teorías y prácticas3, sino por la actualidad de que gozan estas «otras psicologías» en sus respectivos lugares de origen. Allí, como ha estudiado por ejemplo la historiadora de la psicología Irmingaard Staeuble (2004), se ha de convivir en un mundo post-colonial con una psicología occidental de importación. Pero entrar en eso nos llevaría demasiado lejos. 3 Este fue, por ejemplo, el punto de partida de la tarea historiográfica de Kurt Danziger en su clásico Naming the mind (Danziger, 1997), en el que «desnaturaliza» las categorías de la psicología occidental ante su contacto con la psicología local en Indonesia. Por lo demás, téngase en cuenta que, tal y como nos muestran la etnopsicología y la etnopsiquiatría, no en todas las culturas se tiene la idea de que existe lo psicológico como un ámbito específico de la realidad, ni tampoco en todas las culturas se experimentan los problemas psicológicos que nosotros experimentamos (Leenhardt, 1997; Nathan, 2013; Pazos, 2008). Introducción Con todo, y por lejanas que nos parezcan, no estará de más recordar que la propia filosofía griega, sobre la que se asientan los pilares del pensamiento occidental, bebe también de algunas de las tradiciones orientales que han alimentado a esas «otras psicologías». Así ocurre por ejemplo tanto con ideas sobre la inmortalidad y reencarnación del alma como con prácticas asociadas a su purificación a través de la meditación, el ayuno y otras técnicas propias del ascetismo —tan de moda, en versiones más o menos adulteradas, en el mundo globalizado de nuestros días—. Curiosamente, algunos aspectos relacionados con estas prácticas disfrutan hoy, con todos los matices que impone su importación, de un renovado interés por parte de la psicología «científica» occidental. A este respecto, cabe mencionar por ejemplo el creciente protagonismo de prácticas como el llamado mindfulness, que recoge técnicas de la práctica budista de la meditación, si bien con la pretensión de desligarlo del sistema filosófico y religioso en el que se basa y someterlo a criterios científicos mediante el análisis cuantitativo del bienestar que produce en quienes lo practican. ¿Para qué sirve la historia de la psicología (y este libro)? ¿Para qué sirve mirar al pasado y conocer la historia de la psicología? Hasta hace relativamente poco tiempo, la historia de la psicología —como la de otras disciplinas— se venía construyendo sobre el supuesto de un desarrollo acumulativo y de progreso. Este tipo de reconstrucciones históricas, cuya base solía ser una perspectiva internalista —denominada así por remitir el cambio histórico a una lógica interna de las teorías— se acompañaba habitualmente de un punto de vista según el cual el mérito personal de los grandes genios científicos, sus anhelos y motivos, era lo que impulsaba los logros y desarrollos alcanzados. Era ésta una historia testimonial, poco integrada en el cuerpo teórico-epistemológico de los saberes y prácticas de la disciplina, aunque cumplía un papel muy importante a la hora de reforzar la memoria colectiva y, con ella, la identidad profesional del psicólogo. El psicólogo, en efecto, quedaba así inscrito en una historia de progreso y superación científica donde cada investigador, terapeuta, orientador, etc., se convertía en un eslabón más, en un actor relevante de la trama, aunque sólo fuera como un actor secundario o un extra. Se trata de una historia no exenta, además, de importantes efectos paradójicos —y que se reflejan bien en el arrinconamiento que, tal y Historia de la Psicología como comentábamos al principio, los contenidos de historia de la psicología están sufriendo en los planes académicos desde el Plan Bolonia—. Toda vez que la identidad científica del psicólogo está supuestamente garantizada, que su conciencia profesional no está atormentada por el malestar epistémico, una historia estrictamente legitimadora pierde su función, se vuelve innecesaria (sobre estas cuestiones pueden verse Blanco y Castro, 2007 y Castro, 2007). Sin embargo, desde aproximadamente la década de los años setenta del pasado siglo, la historiografía empezó a atender a los aspectos más contextuales o externos de la empresa psicológica, poniendo en entredicho el modelo «internalista» de progreso o, al menos, matizándolo en gran medida. Cuestiones culturales, socio-institucionales, técnicas, políticas o morales de todo tipo empezaron a verse como decisivas en los derroteros que seguían las teorías y las prácticas de la disciplina (Caparrós, 1985; Furumoto, 1989; Hilgard, Leary y McGuire, 1991; Woodward, 1980). Las consecuencias de esta nueva perspectiva, sus causas, efectos y alianzas con nuevas formas de mirar hacia el pasado, han sido múltiples y complejas (véase Vezzetti, 2007). Aquí sólo vamos a señalar muy brevemente algunos de los derroteros que consideramos más interesantes, aunque en puridad ninguno de ellos deba englobarse dentro la «nueva historia de la psicología». Más bien comparten con ella cierta sensibilidad o aire de familia. Uno de esos derroteros es la historia compensatoria, como la que procede de la crítica feminista y su reivindicación de la contribución realizada por las mujeres a la historia de la ciencia y la cultura (véase García, 2005). Junto a esta mirada crítica se ha promovido la necesidad de dar visibilidad a otro tipo de cuestiones, de tal manera que actualmente su denominador común sería la sospecha ante las narraciones históricas tradicionales y asentadas. En lo que toca a nuestra disciplina, la historia compensatoria se fundiría con la sensibilidad que reclama la atención sobre opciones psicológicas abandonadas y eclipsadas por otras. Esto incluiría, claro está, el caso particular de las mujeres. Una segunda aproximación que consideramos relevante señalar es la genealógica. Según esta, el campo psicológico sólo sería un dominio de prácticas y teorías más entre los dispuestos históricamente por la cultura occidental para construir tipos de sujetos (o subjetividades) bien Introducción ajustados sus fines sociales (democracia, totalitarismo, felicidad, independencia, autogobierno, etc.). De esta perspectiva se derivan algunas posiciones especialmente críticas que señalan el carácter de la psicología científica como instrumento de control y sometimiento del sujeto moderno. Otras posiciones genealógicas, sin embargo, asumen la inevitable utilización de herramientas culturales y artefactos con los que el sujeto iría construyéndose históricamente, definiéndose así lo que en cada momento asumiría como «naturaleza humana». Podríamos considerar este último planteamiento como una tercera perspectiva. En ella la psicología se reconoce a sí misma como una tecnología de construcción de subjetividades, lo cual convierte la mirada al pasado de la disciplina en algo imprescindible o sustantivo de la misma. El análisis del pasado se reintegraría plenamente en el cuerpo teórico-epistemológico de los saberes y prácticas psicológicos. No hablaríamos ya, por tanto, de una historia legitimadora de la identidad del psicólogo —una historia periférica o testimonial—, sino de mirar al pasado como algo necesario para entender en toda su complejidad lo que denominamos «sujeto psicológico» (diversas aproximaciones a esta cuestión pueden encontrarse en Fuentes, 2007; Loredo, Sánchez y Fernández, 2007; Smith, 2007). Conviene en todo caso advertir que, como siempre que hablamos de la identidad disciplinar de la psicología, las cosas no son tan simples y claras: no es tan fácil distinguir entre una vieja historia triunfalista y obsoleta y una nueva historia crítica y suspicaz. En puridad, apenas se han hecho historias «internalistas» y de «grandes genios» sin atender en absoluto a los aspectos socio-institucionales y culturales que condicionaron el supuesto progreso de la disciplina (Lovett, 2006). Igualmente, resulta difícil hacer una historia contextual, compensatoria, crítica o genealógica de la psicología sin tratar de reconstruir algo de lo que sucedió en el pasado, identificar agentes relevantes y suponer una proyección, sea la que sea, hacia el futuro. El propio relato que el lector encontrará en las páginas que siguen se ajusta bien a esta lógica híbrida. Su imperativo didáctico exige una narración concatenada de hechos históricos a través de teorías y figuras consideradas como relevantes por la disciplina tal y como la entendemos hoy, pero nos gustaría no haber renunciado a preservar un espíritu crítico alimentado de compensaciones y aperturas genealógicas del campo cuando corresponda. Historia de la Psicología Teniendo todas estas cuestiones presentes, podríamos considerar que el propósito básico de este libro es ofrecer unos contenidos que permitan al lector, en primer lugar, entender las condiciones históricas, filosóficas y científicas que posibilitan la constitución de la disciplina en el siglo xix; y, en segundo lugar, conocer las diferentes vías de desarrollo que sigue, tanto en el sentido de las diferentes corrientes y escuelas que se proponen desde un primer momento, con sus respectivas bases teóricas, como sus sucesivas derivas y las diferentes aplicaciones con las que se irá engranando en la sociedad. De esta forma, esperamos ofrecer un panorama más o menos global que ayude a dar sentido a la fragmentación de contenidos y propuestas teóricas a las que solemos enfrentarnos cuando oteamos el paisaje de lo psicológico. Esperamos así dotar al estudiante de unas herramientas con las que poder posicionarse críticamente en el complejo paisaje de la psicología, afectado por lo que se ha dado en llamar un pluralismo epistemológico crónico o crítico y, en último término, constitutivo de la disciplina (diferentes perspectivas al respecto pueden consultarse en Blanco, 2002; Ferreira, 2010; Gergen, 2010; Parker, 2010; Pinillos, 1962; y Richards, 2002). También, esperamos abrir una reflexión acerca del ambivalente lugar ocupado por la psicología en el conjunto de las ciencias, desde las primeras disquisiciones de Kant sobre el lugar de la psicología empírica y el doble programa de Wundt, hasta la progresiva deriva neurocientífica de la investigación en psicología. A este respecto, y retomando algunas de las inquietudes con las que iniciábamos esta introducción, cabe señalar por ejemplo que la adscripción, cada vez más generalizada, de la psicología al área de las Ciencias de la Salud otorga a la vertiente clínica un lugar preponderante entre las diferentes áreas de investigación. Ciertamente, se recoge con ello una supuesta demanda social, al tratarse de la práctica más popular y solicitada en nuestros días, en parte probablemente por el gran impacto mediático y cultural de las terapias psicoanalíticas (marginadas sin embargo desde el ámbito académico por su presunta falta de cientificidad). Pero la centralidad de la cuestión sanitaria impone sobre el conjunto de la investigación una mirada que, por más laxa que sea la definición de salud que ofrece la Organización Mundial de la Salud, que se refiere a un bienestar físico, psicológico y social, no deja de distorsionar muchas líneas de investigación, no directamente ligadas a esa dimensión clínica. Introducción Adicionalmente, cabe señalar que esta adscripción sanitaria de la psicología no repercute sólo sobre el predominio de la práctica clínica o terapéutica, sino que apuntala también una mayor apertura a una investigación básica de carácter biológico, especialmente ligada a la genética y las neurociencias —ciencias naturales de las que una buena parte de la psicología no deja de sentirse algo así como la acomplejada «hermana menor»—. Se dan aquí nuevamente una serie de paradojas importantes, especialmente en la medida en que las modernas neurociencias, que empiezan su despegue a partir de los años sesenta reuniendo a científicos de múltiples ámbitos (matemática, física, química, cibernética, farmacología, etc.), estudian los procesos cerebrales en un plano molecular, en términos biofísicos, químicos y eléctricos no traducibles al plano psicológico (Rose y Abi-Rached, 2013). Como venimos señalando, este tipo de cuestiones configura buena parte del horizonte de sentido actual de lo que se relatará a partir de aquí, y de hecho volveremos sobre ellas en el epílogo. En todo caso, el relato histórico que ofrecemos también está trufado de claves para poder observar la psicología actual desde otros muchos puntos de vista, algunos, esperamos, especialmente críticos, reveladores y enriquecedores a la hora de pensar en alternativas teóricas y prácticas. 1  1  2 Sería injusto cerrar esta introducción sin reconocer la ayuda y apoyo que nos han ofrecido muchos amigos y compañeros. La redacción de este libro ha sido una labor larga y ardua que ha ocupado buena parte del tiempo de los autores estos últimos años. A estas alturas, nuestra memoria histórica alcanza a recordar los consejos, correcciones y opiniones de Elena Battaner Moro, Florentino Blanco Trejo, Saulo de Freitas Araujo, Rubén Gómez Soriano, Fania Herrero González, Álvaro Pazos Garciandía, Alberto Rosa Rivero y José Carlos Sánchez González. También habría que incluir en esta lista a los numerosos alumnos y tutores del Grado de Psicología de la UNED que con sus preguntas y apreciaciones nos ayudaron a aquilatar la primera versión divulgada de este texto. Muchas de las mejores cosas que siguen a continuación se deberán a ellos. Los errores son, naturalmente, exclusiva responsabilidad de los autores. PARTE I LA PSICOLOGÍA ANTES DE LA PSICOLOGÍA CAPÍTULO I NOTAS PARA UNA HISTORIA PRE-DISCIPLINAR DE LA PSICOLOGÍA EL ALMA EN LA FILOSOFÍA GRIEGA Y ROMANA: ENTRE EL IDEALISMO PLATÓNICO Y EL NATURALISMO ARISTOTÉLICO La aparición del término «psicología» en el siglo xvi está ligada a una nueva ola de comentarios, en el contexto de la reforma protestante, al tratado De anima (Sobre el alma) de Aristóteles (384-322 a. C.), en el que se aborda el problema de la definición del alma. Esta obra es en efecto considerada por muchos como el primer tratado de psicología. Ahora bien, el concepto de «alma» que se maneja ahí está muy lejos del que se desarrollará a lo largo de la modernidad. Para empezar, el tratado forma parte de sus estudios de biología. Podría parecer por ello que se anticipa a la creciente biologización de lo psíquico, pero no es así. Aristóteles no pretende reducir el alma al cuerpo, y menos aún al cerebro. Antes bien, entiende el alma como aquello que da vida al cuerpo (anima), y sería ella precisamente la que vendría a explicar la diferencia entre los seres vivos (animados) y los no vivos (inanimados). Estamos pues ante un dualismo muy diferente del que se impondrá más adelante entre mente y cuerpo. Aristóteles define el alma como la «forma» del cuerpo, en concreto la forma de un cuerpo natural que potencialmente tiene vida. Como tal «forma», el alma es mortal y muere con el cuerpo. Se opone así a la tradición platónica, para la que el alma era inmortal y eterna, sometida a un ciclo de reencarnaciones, siendo el cuerpo la cárcel o tumba en la que el alma viviría encerrada. La inmortalidad del alma, en efecto, es un rasgo fundamental del pensamiento de Platón (427 a. C.–347 a. C.), que recogía a este respecto la doctrina de la transmigración de las almas. Para Platón existe un mundo aparte, divino, más real y verdadero que el mundo sensible y cambiante en el que vivimos. Este mundo material no sería más que una Historia de la Psicología copia, mero reflejo de ese mundo eterno e inmutable en el que residirían las Ideas o Formas. Las Ideas serían algo así como los conceptos universales que existirían más allá de las cosas o acciones particulares (por ejemplo, la Idea de «triángulo» como figura geométrica de tres lados, de ningún tamaño en concreto, pero también las Ideas de Verdad, Justicia y Belleza). De este mundo ideal procederían originalmente todas las almas y a él volverían cíclicamente, tras varias reencarnaciones, una vez liberadas del cuerpo mortal. El alma actuaría así como punto de conexión entre el mundo de las cosas y el mundo de las Ideas, entre los que estaría dividida. Una de las imágenes que Platón utiliza para exponer esta cuestión es la de un carro alado conducido por dos caballos, uno blanco, que tiraría del alma hacia el mundo divino del que procede, donde ha contemplado las Ideas y al que anhela regresar, y otro negro, que representaría la parte del alma dominada por las pasiones mundanas. Las almas en las que predomine esta parte mundana se reencarnarán en seres inferiores, mientras que las más virtuosas (entre las que Platón situaba las de los filósofos) podrán incluso llegar a escapar del ciclo de reencarnaciones. En línea con este planteamiento, el conocimiento verdadero para Platón consistirá en el recuerdo de esa visión original de las Ideas, que guiará nuestro razonamiento, y no en la percepción de un mundo de apariencias. Frente a esta idea de alma atrapada en un cuerpo mortal, para Aristóteles el alma sería precisamente aquello que da vida y completa al cuerpo, no sólo al humano sino al de todos los seres vivos. Distingue así una serie de facultades (capacidades) del alma, distribuidas jerárquicamente en la escala de la naturaleza. En función de su presencia en diferentes seres, plantea la existencia de tres tipos de alma, a saber: 1) el alma vegetativa, presente en las plantas, a la que se asocian las facultades de la nutrición, la reproducción y el crecimiento; 2) el alma sensitiva, presente en los animales, asociada al deseo, al movimiento y a la percepción, dentro de la cual distingue entre los sentidos externos (tacto, vista, oído, gusto, olfato) y los «sentidos internos», que serían: el sentido común, encargado de integrar las formas recibidas por los distintos sentidos externos; la imaginación, capaz de representar la forma de un objeto en su ausencia; implicada también a la hora de juzgar de qué objeto se trata (inferir qué objeto está afectando a nuestros sentidos), así como si es bueno o malo para el organismo; la memoria, algo así como el registro de las percepciones, disponible para ser recuperado a través de Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología la imaginación; y 3) el alma racional o intelectiva, exclusiva de los humanos, capaz de conocer los conceptos abstractos universales (a diferencia del conocimiento de los objetos individuales que permiten los sentidos). Sería lo más parecido a lo que hoy en día entendemos por pensamiento o actividad cognitiva. En lo que se refiere al alma racional o intelectiva (nous en griego), Aristóteles distingue entre un intelecto «paciente» (en potencia, es decir, que puede llegar a ser) y otro «activo» (en acto, es decir, que de hecho es), que completaría y llevaría a la perfección al anterior. Ese intelecto «activo», también llamado «agente», se encargaría de actualizar las imágenes recibidas por los sentidos para convertirlas en conceptos y juicios universales, garantizando el conocimiento racional, más allá del conocimiento de las cosas particulares que adquirimos a través de la percepción. El carácter de este «intelecto agente», que al ser común a todos los hombres sería inalterable y, como tal, eterno e inmortal, ha sido muy discutido e interpretado de formas muy diferentes a lo largo de la historia, algo sobre lo que volveremos más adelante. MUNDO HELENÍSTICO Y ROMANO: LA FILOSOFÍA COMO TERAPIA PARA EL ALMA En el mundo helenístico y romano (siglo iii a. C. – siglo v d. C.), momento de crisis de los antiguos valores de la democracia griega a partir de la fragmentación del Imperio universal soñado por Alejandro Magno y la aparición de nuevas unidades políticas, las filosofías platónica y aristotélica cederán terreno a otras que van a poner el acento en la necesidad de enseñar a vivir. Estas filosofías (cinismo, escepticismo, epicureísmo, estoicismo) se presentan como sistemas de creencias y prácticas para la salvación individual1. Tratan de recuperar para el individuo cuestiones como la libertad de acción y decisión o la autosuficiencia sobre la que poder garantizarse una existencia virtuosa en un contexto de decadencia. En este sentido, encontramos en las filosofías helenísticas un amplio y detallado tratamiento del alma al servicio de una serie de prácticas para 1 En lo que sigue, la exposición que ofrecemos de las filosofías helenísticas se basa fundamentalmente en la presentación que hacen Carlos García Gual y María Jesús Ímaz (2008). Historia de la Psicología la transformación interior. Las prácticas, que se presentan como terapias para la vida, consisten básicamente en actividades dirigidas al dominio de las pasiones, consideradas como la principal causa de sufrimiento. Estos ejercicios, muy conocidos y parte de la vida cotidiana de las diferentes escuelas, implicaban cuestiones relacionadas con la atención, la memorización (de la regla de vida, de los principios de vida) y la meditación, con el objeto de vigilar el espíritu, concentrarse sobre el presente y dominar el pensamiento y la voluntad. Así, además de ejercicios «intelectuales» como la lectura, la audición o la investigación, había ejercicios prácticos dirigidos a la creación de hábitos como el dominio de sí mismo o el cumplimiento con los deberes de la vida comunitaria. En este contexto, el tratamiento del alma no puede entenderse como un ámbito de conocimiento en sí mismo; hay que verlo como parte de una concepción de la física (o metafísica), la lógica y la ética que, en líneas muy generales, se mantendrá más próxima al materialismo y naturalismo aristotélico que al idealismo platónico. El estoicismo, por ejemplo, manejará una noción de alma muy cercana a la que veíamos en Aristóteles, como «forma» del cuerpo, pero extendiéndose más allá de los seres vivos al conjunto del Universo, que en una línea más platónica aparecerá dotado de inteligencia (logos o razón universal). El alma humana sería, de hecho, una partícula del alma (pneuma) que anima ese universo inteligente. Su centro y elemento superior sería lo que los estoicos llamaban un «guía interior» (hegemonikon), situado en el corazón y regido por la razón (humana), en armonía con la razón universal o logos. Gracias a esa armonía, el sabio estoico confía en el poder de su razón para vivir de acuerdo con nuestra naturaleza y alcanzar una vida serena y virtuosa. Esta noción de alma humana, y especialmente esta idea de «guía interior», profundiza tentativamente en la idea de conciencia de sí, aunque la noción de interioridad psíquica todavía esté lejos del desarrollo que alcanzará siglos después, en la Modernidad, donde los planteamientos estoicos volverán a cobrar gran importancia, con la reaparición de cuestiones como la autonomía moral o la superioridad de la razón sobre las pasiones (Hadot, 2002). El estoicismo, que fue la más influyente de las filosofías helenísticas y romanas, entre otras cosas por su mayor relación con el orden sociopolítico dominante (funcionó también hasta cierto punto como una religión pagana) sería desplazado por el cristianismo a partir del fin del Imperio Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología Romano, si bien entre ambos existieron muchas continuidades. En un tiempo de constantes guerras y penurias, el cristianismo ofrecía la promesa de un mundo mejor, una justicia tras la muerte y la inmortalidad de las almas en el más allá, apelando además a aspectos pasionales del alma humana. Al mismo tiempo, surgía el neoplatonismo, la última de las filosofías helenísticas, una actualización y profunda reinterpretación de la filosofía de Platón que influiría en la concepción cristiana de la divinidad y que también incluía técnicas de cuidado de sí mismo (Hadot, 2004). En plena crisis del Imperio Romano, Plotino (204-270 d. C.), su máximo representante, lleva al extremo el idealismo de la filosofía platónica. Frente al materialismo estoico y su idea de una Razón divina (logos) inmanente y omnipresente en el mundo, el neoplatonismo plantea un mundo trascendente y divino, del que el mundo material, sensible, sería solo una copia degradada. Plotino revitaliza así el pensamiento de Platón, poniendo el foco en el problema de la relación del alma con la verdad e incorporando desarrollos aristotélicos y estoicos, entre otros. Así, al tratar de la relación entre el alma humana particular y el alma del mundo (pneuma), Plotino recurrirá al tratado De anima de Aristóteles, señalando que el alma humana pertenece a la vez al mundo sensible (alma inferior sensitiva y vegetativa) y al «intelecto agente», esa alma superior-intelectiva que está fuera del mundo. Igual que para Platón, para quien el recuerdo de la visión de las Ideas permitía al alma reencontrarse con el mundo de las Ideas y liberarse de la cárcel del cuerpo, para Plotino, el alma caída en el cuerpo, aunque muy unida a él por sus deseos inferiores, podía volver a levantarse e iniciar el proceso inverso de conversión o vuelta a lo que llamaba el Uno, el escalón último de su estructura de la realidad transcendente. ¿Cómo? A través de ejercicios espirituales, de la práctica de virtudes cívicas y purificadoras en la línea de la moral estoica. Plotino abre así la puerta a la «unión mística» según la cual el alma, purificada, se reconoce como parte del alma universal, divina. El neoplatonismo tuvo una gran influencia sobre aquellos cristianos preocupados por dotar de un sistema filosófico a su fe. Frente al materialismo pagano, el neoplatonismo ofrecía la ventaja de un alma humana inmortal y de un mundo espiritual transcendente más real que el mundo de la materia. La primera filosofía cristiana recogió también, adaptándolos, elementos clave del estoicismo como la providencia divina y su Historia de la Psicología ordenación del mundo y los ideales ascéticos (de transformación de sí mismo), ya incorporados por el propio neoplatonismo. Pero el cristianismo ofrecía algo de lo que carecían tanto el logos cósmico y natural del estoicismo como el logos transcendente del neoplatonismo: un logos encarnado y revelado en la figura de Jesucristo. Los primeros filósofos cristianos continuarían la tradición de los ejercicios espirituales en la vida monástica, profundizando en la meditación y en el examen de conciencia; pero el fin último de su filosofía y de estos ejercicios no será otro que conocer a Dios. San Agustín (354-430 d. C.) dará de hecho un gran impulso al estudio introspectivo del alma como forma de acceso al conocimiento de Dios, en obras como sus Confesiones (400 d. C.). LA CIENCIA DEL ALMA EN LA EDAD MEDIA: DE LA FILOSOFÍA PLATÓNICO-AGUSTINIANA A LA ESCOLÁSTICA Mientras que los representantes del neoplatonismo ejercerían su influencia sobre todo en Oriente Próximo, donde las obras de la filosofía clásica serían traducidas al árabe, al hebreo y al latín, la filosofía platónico-agustiniana dominaría el pensamiento medieval en Occidente durante toda la Alta Edad Media (siglos v-xi). El reencuentro con la filosofía clásica no se produciría hasta el final de este periodo, con la expansión de la cultura árabe y el acceso a dichas traducciones. El naturalismo de Aristóteles, que empezó a difundirse durante la Baja Edad Media (siglos xi-xv), resultaba en principio incompatible con el dogma eclesiástico, la concepción cristiana de la inmortalidad del alma humana y la meditación introspectiva como fuente del conocimiento. Sus textos se vieron así sometidos a importantes transformaciones e interpretaciones. La filosofía desarrollada en ese contexto, que intentaba precisamente comprender la revelación religiosa del cristianismo desde las nuevas perspectivas que esas obras aportaban, recibió el nombre de Escolástica (que remite a las «escuelas» monásticas y catedralicias, predecesoras de las primeras universidades). Filosofía y teología iban así de la mano, buscando la compatibilidad entre fe y razón. El apogeo de la Escolástica tuvo lugar en torno al siglo xiii, un momento especialmente importante en el plano de la reflexión teológica, Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología con nombres como San Buenaventura (1221-1274) o Santo Tomás de Aquino (1224-1274). Mientras que el primero, con una dimensión mística, subordinaba el trabajo filosófico a la búsqueda de lo divino, el segundo apostará por una relativa autonomía de la filosofía. En el mundo islámico, tras una primera huella de neoplatonismo, el alma se había seguido estudiando fundamentalmente desde una perspectiva naturalista, combinando la filosofía aristotélica con la medicina romana tardía, como la de Galeno (129-216 d. C.). Siguiendo de cerca el planteamiento de Aristóteles y sus comentaristas islámicos, y en contra de la idea platónico-agustiniana del cuerpo como tumba o prisión del alma, Santo Tomás definirá el alma humana como la forma del cuerpo. Sigue también la clasificación aristotélica de las facultades del alma, manteniendo la distinción entre alma vegetativa, sensitiva y racional, si bien se cuidó más de introducir aspectos que separaban al ser humano del animal, incorporando algunos matices importantes que otorgaban al primero un mayor control racional. Asimismo, se aleja de la noción de «intelecto agente» planteada por los comentaristas islámicos de Aristóteles, que lo habían identificado, influidos por el neoplatonismo, con la divinidad2. En su lugar, Santo Tomás devuelve el «intelecto agente» al alma humana, haciendo del conocimiento un producto activo del pensamiento humano y no un don de la iluminación divina. Con este desplazamiento, Santo Tomás restringe la razón humana al conocimiento del mundo de la naturaleza. Según él, a Dios sólo podemos conocerlo o bien por la revelación sobrenatural que nos transmite la Iglesia, o bien infiriéndolo a partir de sus efectos, de su obra en el mundo. Aunque Santo Tomás trató de conciliar razón y revelación, introduciendo la perspectiva naturalista en el seno del cristianismo platónico tradicional, al separar el conocimiento del mundo (la filosofía) del conocimiento de Dios (la teología) también sentó las bases para el futuro conflicto entre razón y fe, con el que dará comienzo la filosofía moderna. 2 Avicena (980-1037) hablaba de una especie de «intelecto angélico» que nos iluminaría y guiaría hacia el conocimiento de las Ideas. Esta concepción de un intelecto agente independiente, en acto puro, sería la que llegara a Europa a través de Averroes (1126-1198) en el siglo xii. Esta versión del intelecto agente, inmortal y separado del alma humana, daría lugar a controversias en el seno del cristianismo: si era idéntica a todos los seres humanos, y en ningún caso equiparable a un alma personal, difícilmente podía ser juzgada en un supuesto Juicio final. Historia de la Psicología EL RENACIMIENTO Y LA REFORMA PROTESTANTE: LA CIENCIA DEL ALMA AL SERVICIO DE LA SALVACIÓN Con el progresivo redescubrimiento de las fuentes clásicas, se difundieron las ideas del antiguo humanismo griego, promoviendo una nueva concepción del ser humano y del mundo que intentaba dejar atrás el teocentrismo medieval. En este momento, además, la Reforma Protestante iniciada por Martin Lutero (1483-1546) en Alemania, que denunciaba la degeneración de la institución eclesiástica. Se producía con él la división confesional del Sacro Imperio Romano Germánico3, que abría la puerta a un pluralismo religioso hasta entonces insólito. En la línea de la filosofía greco-latina como terapia para la salvación individual, el conocimiento del alma humana se convierte a partir del Renacimiento en un tema central, si bien en estos momentos, en el marco de una sociedad cristiana, su objetivo fundamental es alejarnos de nuestra naturaleza pecaminosa. Todo teólogo debía dominar las discusiones más eruditas sobre el alma, sobre los cinco sentidos externos, sobre el saber y la voluntad (Gantet, 2008). En ese sentido, Philipp Melanchthon (1497-1560), discípulo de Lutero, otorgó en su reconstrucción de las universidades protestantes centroeuropeas un lugar primordial a las artes prácticas para el manejo del alma, como por ejemplo la «retórica». Es precisamente en este contexto, en la última década del siglo xvi, cuando empieza a aparecer en algunos textos de la escolástica protestante el término «psicología», como una traducción helenizante de lo que se venía llamando «ciencia del alma» (psiqué + logos). Ahora bien, lejos de apuntar al nacimiento de una nueva disciplina, el estudio del alma se sigue dando en diferentes ámbitos: la física, donde se estudiaba la parte del alma ligada al cuerpo, es decir, a los sentidos (más o menos lo que hoy llamaríamos fisiología); la llamada pneumatología, dedicada al estudio de los espíritus (el alma inmortal); y la filosofía moral (ética y política), centrada en el escrutinio del alma racional, compuesta de entendimiento y voluntad así como de una conciencia moral, juez interno 3 Agrupación de países europeos en torno a la Europa central formada a mediados del siglo x con la pretensión de dar continuidad al Imperio Romano, así como al dominio de la dinastía de Carlomagno, que prevaleció en gran parte de Europa en los siglos viii y ix Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología ante el que responden aquellos actos de la voluntad que no pasan por el entendimiento (los afectos) (Gantet, 2008). Por otro lado, con la disolución de la antigua comunidad cristiana jerárquica (articulada a través de unidades políticas como el Sacro Imperio Romano Germánico) en numerosos Estados, cada uno de los cuales se entiende como una asociación (societas) de individuos, empezarán a aparecer diferentes teorías del contrato social, jurídicas, éticas y políticas, que tratarán de explicar la unión entre esos individuos que ahora se consideran como originalmente aislados (teorías como las de Hobbes o Locke a lo largo del siglo xvii y Rousseau en el xviii) (Dumont, 1985). La noción de individuo independiente y autónomo, base de la sociedad moderna, se encuentra en pleno despegue, aunque tampoco aquí se pueda hablar aún de esa conciencia psicológica propia de la modernidad ligada al concepto de mente como espacio de la subjetividad. Según Roger Smith (1997), lo que marcará el paso a la modernidad, más que la dignificación del ser humano en sí misma, propia del Renacimiento, será la concepción del alma humana como instrumento de conocimiento, resultado de una confianza en las capacidades humanas. En ese proceso, obras como las de Francis Bacon (1561-1626), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (15641642) resultarán fundamentales a la hora de hacer valer dichas capacidades a través de la experiencia, el razonamiento y la experimentación en la construcción del conocimiento. El desarrollo científico de los siglos xvi y xvii comportará así una preocupación creciente por un método que garantice la fiabilidad del conocimiento. LA CIENCIA MODERNA Y LA MENTE COMO ESPACIO DE LA EXPERIENCIA SUBJETIVA Una parte importante de la responsabilidad del nacimiento de la psicología moderna recae, siguiendo a Georges Canguilhem (2002), en el desarrollo de la física mecanicista en el siglo xvii. Esta nueva concepción de la física se enfrentaba al naturalismo renacentista, de raíz aristotélica, por su atribución de capacidades o poderes a la materia (como, por ejemplo, en su tratamiento de los imanes, que se consideraban dotados del poder de la «atracción magnética»). Alineada con la sensibilidad más puritana y austera de la Reforma, la nueva filosofía natural reser- Historia de la Psicología vaba el poder activo sólo para Dios. En este contexto, los reformadores cristianos más comprometidos con el desarrollo de la ciencia dieron un giro hacia el mecanicismo, haciendo de la materia algo completamente inerte, sin capacidades. La materia se volvía así algo mecánico, movido únicamente por la mano de Dios4. Este fue el marco científico y religioso en el que desarrolló su trabajo René Descartes (1596-1650), que llevaría ese mecanicismo hasta el cuerpo humano. Formado en la tradición escolástica, Descartes, cuyo contacto con la física le había convencido de la necesidad de desconfiar de los sentidos, se proponía desarrollar un método que nos permitiera ordenar nuestro pensamiento y no confundir lo verdadero con lo falso. A partir de una serie de premisas, la primera de las cuales consistía en no aceptar como verdadero nada que no fuera conocido de forma clara y distinta, se propuso dudar sistemáticamente de todas sus creencias, incluyendo su propia existencia. En el proceso de esa «duda metódica», Descartes concluyó que lo único indudable era que, mientras estuviese pensando, él era algo: existía. Así lo recogió su famosa fórmula cogito ergo sum, «pienso, luego existo». El «yo pensante» es descrito por Descartes como una sustancia que se distingue por la capacidad de pensar y por ser lo contrario de la materia, es decir: inextensa, indivisible e incuantificable (no ocupa espacio alguno ni depende de nada material para existir). Ese yo, alma inmaterial e inmortal, se presenta en términos radicalmente opuestos al cuerpo. Descartes se desmarca así de la noción aristotélica y tomista de alma como forma del cuerpo. En su lugar, establece una nueva división ontológica, el famoso «dualismo cartesiano», entre el cuerpo, entendido como una sustancia con todos los atributos de la materia (res extensa), como una máquina cuyas operaciones pueden ser perfectamente explicadas como procesos físicos sin necesidad de recurrir a fuerzas vitales, y el alma en general, la res cogitans, «algo que duda, concibe, afirma, niega, desea, rechaza, que también imagina y siente» (Descartes, 1647/2009, p. 99). De esta división entre cuerpo y yo pensante se desprende una idea de especial importancia, a saber, la realidad del alma inmortal, que le permitía satisfacer tanto su propia fe religiosa como la de los teólogos 4 El mecanicismo por tanto sólo se mantenía suponiendo una inteligencia superior que hubiera puesto en marcha la maquinaria del universo e incluso la reajustara de vez en cuando. Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología católicos. Por otro lado, de la división entre alma y cuerpo se desprendía otra idea fundamental: que la presencia combinada de alma y cuerpo sólo se da en el ser humano. Desde el punto de vista cartesiano, los animales carecen de alma; son meras máquinas. Ahora bien, Descartes quería que los lectores advirtieran que cuando hablaba de yo o res cogitans no estaba hablando del alma en el sentido aristotélico de la palabra, y por eso recurrió al empleo del término «mens», que se refiere únicamente al principio en virtud del cual pensamos, por oposición al de «anima», que se refiere al principio vital por el que nos nutrimos, crecemos y estamos sometidos a las demás funciones que compartimos con los animales (Mengal, 2000 y 2005). A partir de este momento, pues, lo opuesto a «alma» (anima, principio de vida) ya no será la ausencia de vida (lo inanimado), sino el cuerpo, que pasa a entenderse como un autómata. Se desarrolla entonces un nuevo discurso sobre la naturaleza humana y la mente, caracterizada en términos similares a lo que era el alma intelectiva (el pensamiento consciente), del que se ocupará la moderna psicología. A ese discurso contribuirá de forma decisiva el inglés John Locke (1632-1704) con su Ensayo sobre el entendimiento humano (Smith, 1997). Como Descartes, Locke defenderá, contra el pensamiento aristotélico-tomista, que la mente sólo conoce sus propias ideas —no conoce formas o esencias, ni siquiera objetos en sí mismos—. Sin embargo, a diferencia de Descartes, que defendía el carácter innato de una serie de ideas, como la de perfección y la existencia de Dios (pero también de los axiomas matemáticos y de todas aquellas que representan esencias verdaderas, inmediatas y eternas del estilo de las Ideas platónicas), Locke planteará que todas las ideas provienen de la experiencia (de ahí que se le considere un representante del empirismo, mientras que Descartes lo es del racionalismo). Nuestros contenidos mentales más complejos, pues, no serían sino el resultado de la combinación de las sensaciones particulares que recibimos de la realidad material. Las ideas que suponíamos innatas no se encuentran en los niños ni en los retrasados mentales. Igualmente, apoyándose en la literatura de viajes, defendía por ejemplo que había pueblos que carecían de algunas ideas como la de Dios. Para ilustrar este planteamiento empirista, Locke se sirve de la metáfora de la mente como una tabula rasa, una pizarra en blanco donde las sensaciones imprimen registros de lo que ocurre en el mundo. Aunque negaba el Historia de la Psicología carácter innato de las ideas, Locke sí admitía capacidades innatas como la reflexión, que nos permite percibir y reflexionar sobre las sensaciones que recibimos del medio físico y nuestras propias operaciones internas. La percepción, la reflexión sobre lo que percibimos y la facultad de conservar las ideas simples durante un tiempo (memoria) serían los primeros pasos del conocimiento, a los que seguirían operaciones mentales como la combinación de ideas simples en ideas complejas (por ejemplo, la idea de belleza procedería de combinar las de color y forma), la comparación de ideas particulares entre sí (ideas de relación, causa y efecto, identidad, etc.) y la abstracción, que aísla y separa a una idea de todas las que le acompañan en la vida real (Gondra, 1997). La aproximación de Locke a la experiencia está sin duda relacionada con la mirada científica de la modernidad, pero también, como en el caso de Descartes, con asuntos de fe y salvación (Smith, 1997). En una Europa devastada por las guerras entre católicos y protestantes, conocer los límites y fundamento del entendimiento humano en la experiencia podía favorecer la aceptación de la tolerancia en materia religiosa. Aunque los planteamientos de Locke podían abrir (y abrieron) la puerta al relativismo, su análisis del entendimiento humano tenía más que ver con la búsqueda de un fundamento del orden moral que no residiese en una razón transcendente, divina, sino en las leyes de la naturaleza. Así por ejemplo explicaba las pasiones (amor, deseo, esperanza, miedo…) como ideas derivadas de las sensaciones de placer y dolor, en las que se apoyaba también para explicar el fundamento último de la acción: actuamos cuando el dolor supera al placer, para escapar de la incomodidad5. Por otro lado, el papel otorgado a la experiencia le hizo conceder una gran importancia a la educación, algo que tendría gran influencia en filósofos posteriores como Jean Jacques Rousseau (1712-1778). A lo largo del siglo xvii, indagar en el funcionamiento de la mente en la línea inaugurada por Locke constituirá una preocupación fundamental para la mayoría de los pensadores. Su influencia tanto en Inglaterra 5 Filósofos morales posteriores como Jeremy Bentham (1748-1832) se apoyarían en sus ideas para desarrollar una teoría naturalista de la motivación como el utilitarismo, según el cual nuestras acciones buscarían siempre maximizar el placer y minimizar el dolor. Locke consideraba sin embargo que, gracias a la reflexión, tenemos la capacidad de suspender nuestros deseos (provocados por las sensaciones de placer y dolor) y examinar y juzgar la bondad o maldad de nuestros actos. Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología como en Francia será fundamental a este respecto. De hecho, en Francia entusiasmaba todo lo inglés, especialmente el empirismo de Locke y la física de Newton. Allí su Ensayo sobre el entendimiento humano se convertirá en un pilar fundamental para el desarrollo de las ciencias humanas. Voltaire (1694-1778) por ejemplo mostraba su admiración por el logro que suponía explicar la razón humana del mismo modo en que un anatomista explica las partes del cuerpo. Y llevando al extremo su empirismo se desarrollarán doctrinas como el sensualismo, de la mano de Etienne Bonnot de Condillac (1714-1780), que reducirá todo lo mental a sensaciones, negando la existencia de facultades del alma, incluida la reflexión. No ocurrirá lo mismo en el ámbito germano, donde se plantearía una concepción alternativa, abriéndose una nueva tensión: entre una concepción mecanicista de la mente, entendida como un escenario de asociaciones entre sensaciones e ideas, propia de la tradición empirista británica y francesa, y su concepción en términos de una conciencia en la que se reflejarían las leyes lógico-matemáticas conforme a las cuales se estructura el mundo, propia de la tradición racionalista alemana. Así, el filósofo racionalista alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (16461716) contestará la obra de Locke con unos Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (publicación póstuma, en 1765, redactado entre 17031704). Como Descartes, Leibniz admitía la existencia de ideas innatas y desconfiaba de la experiencia sensible como base del conocimiento. Para él, el empirismo, al carecer de garantías acerca de la validez del conocimiento que tenemos del mundo a través de la experiencia, abría la puerta al escepticismo. A la vez, sin embargo, como hiciera unos años antes el también filósofo racionalista Baruch Spinoza (1632-1677), Leibniz se enfrentaba al dualismo cartesiano entre mente (res cogitans) y mundo material (res extensa). Mientras que el racionalismo de Spinoza sostenía que solo podía existir una sustancia, la divina, en una doctrina panteísta que identificaba a Dios con la naturaleza, Leibniz afirmaba la existencia de infinitas sustancias, «mónadas», que serían las unidades básicas constituyentes del conjunto del universo, de la realidad (una especie de «átomos», pero no inertes). Según su Monadología (1714), cada una de estas mónadas estaría en cierto modo «viva» (animada) y poseería un cierto grado de conciencia. Aquellas mónadas provistas de percepciones conscientes y razón formarían el «reino de los espíritus». Como forma de combatir el escepticismo, Leibniz planteó que entre dicho reino (la razón) y el «reino Historia de la Psicología de la naturaleza» (el mundo físico), habría una «armonía preestablecida» por Dios que garantizaría la verdad del conocimiento. Si la filosofía de Locke y de su principal seguidor, David Hume (17111776), contribuirán al desarrollo de una psicología empirista y asociacionista, el sistema de Leibniz sentará las bases de lo que será la psicología de habla germana, que caracterizaría la mente como actividad (frente a la pasividad defendida por las tradiciones más empiristas) y unidad (frente a la idea de mente como agregado de sensaciones) (Smith, 1997)6. El énfasis que todos estos nuevos sistemas metafísicos, tanto continentales como británicos, pondrán en el poder de la razón sentará las bases para el desarrollo de la Ilustración a lo largo del siglo xviii. Pero serán sobre todo los escritos de Locke y su recepción en Francia, en una filosofía natural que vendría a socavar las bases teóricas del Antiguo Régimen, los que tendrían un mayor impacto en ese sentido. Además, su defensa de la libertad de conciencia como derecho fundamental sería el pivote en torno al cual girarían los demás derechos y libertades que la Revolución Francesa exigía. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, adoptada en 1789 por la Asamblea Constituyente, marcaría la consagración del individualismo moderno (Dumont, 1985). LA ILUSTRACIÓN: DEL ANÁLISIS DE LA MENTE A LA PSICOLOGIZACIÓN DEL SER HUMANO Uno de los conceptos clave de la Ilustración era el de «naturaleza humana». Los relatos que llegaban de la colonización, con extensas descripciones de los nativos de lejanas tierras, favorecían debates sobre la clasificación de los seres humanos, que mostraban una gran diversidad física y cultural. La contraposición entre una Europa civilizada (superior pero artificial) y un supuesto estado natural (salvaje), estaba ampliamente extendida. Los discursos sobre el ser humano, influidos por la amplia difusión del Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, se van «psi- 6 Asimismo, al reconocer la existencia de percepciones imperceptibles y confusas (lo que llamaba «petites perceptions») Leibniz abría la puerta para una actividad mental no consciente. Sería a través de la «apercepción», eje de nuestra actividad mental, como llegaríamos a tener una conciencia unitaria de esas «pequeñas percepciones», que se convertirían así en sensaciones. Notas para una historia pre-disciplinar de la psicología cologizando» a lo largo del siglo xviii (Vidal, 2000). Se presentan como descripciones naturales o empíricas, ajenas a disquisiciones sobre la inmaterialidad o la inmortalidad del alma. Es en esos momentos cuando el uso del término «psicología» se va a sistematizar, trayendo consigo, ahora sí, una verdadera transformación conceptual. Este desarrollo tendrá lugar fundamentalmente en Alemania, donde la psicología se introduce por primera vez como una parte de la filosofía académica, dotada de un lugar análogo al de otras ramas en los manuales y en la docencia. Aparecerán entonces numerosos tratados antropológicos y psicológicos identificados como tales, así como obras de una literatura más «popular» en forma de novelas y ensayos dedicados a la indagación del alma (Vidal, 2000). Fuera del contexto alemán la psicología está menos claramente dibujada como especialidad. En Gran Bretaña el análisis de la mente ocupará después de Locke un lugar un tanto inestable entre una versión más empírica del análisis del entendimiento, que se identifica más bien con la lógica, y la pneumatología (ciencia de los espíritus). De fondo, lo que hay es una tensión entre, por un lado, el máximo heredero de Locke, Hume, que llevará a sus últimas consecuencias el empirismo con su escepticismo moral y epistemológico, y por otro lado, la denominada Escuela del Sentido Común del escocés Thomas Reid (1710-1796), que defendía la existencia de un sentido común que nos permite aprehender lo real y fundar las verdades morales. Frente a la idea de la mente como un conjunto de imágenes de la realidad (sin garantía de correspondencia con ella), esta Escuela escocesa defiende la perspectiva realista aristotélica, según la cual podemos conocer el mundo tal y como es. En Francia, como decíamos, las ideas de Locke fueron recibidas con entusiasmo por la filosofía sensualista y materialista, pero los propios franceses esquivarían el nombre de psicología, por sus connotaciones metafísicas, adoptando preferiblemente el de ideología, en el sentido de ciencia de las ideas. Por otro lado, el posterior rechazo por parte de Napoleón de esta filosofía sensualista y materialista contribuirá al desarrollo de una tendencia más espiritualista que se inspirará, entre otros, en la ya mencionada Escuela escocesa del Sentido Común de Thomas Reid 7. 7 Será esta filosofía espiritualista, representada por Victor Cousin (1792-1897), la que lidere en Francia el desarrollo académico de la psicología desde principios del siglo xix, si bien no tardaría en ser atacada por el positivismo (de la mano de Auguste Comte, Hippolyte Taine o Théodule Ribot). Frente a este, a su vez, un nuevo espiritualismo será revitalizado a principios del siglo xx por autores como Henri Bergson. Historia de la Psicología Ciertamente, sin el intercambio con estos desarrollos británicos y franceses no podría entenderse el desarrollo inicial de la psicología como un ámbito pretendidamente autónomo de saber. Ahora bien, su despunte definitivo se da en Alemania, a partir de la obra Christian Wolff (16791754), cuando incluye en su sistema filosófico la psicología como parte de la metafísica (junto a la cosmología y la teología). Como las demás ramas de su sistema, la psicología consta de una parte racional, dedicada al conocimiento a priori de la esencia y naturaleza del alma (deduciendo las cualidades del alma, en concreto las de ser una sustancia inmaterial e inmortal), y otra empírica, dedicada al conocimiento a posteriori, mediante la observación de los acontecimientos de nuestra alma de los que somos conscientes. Será esta psicología empírica, cuyo conocimiento se basa en la experiencia, la que cobre una gran importancia en esos momentos, presentándose como el núcleo de una ciencia general del hombre. El despegue de la psicología como ciencia universitaria tiene así lugar en el siglo xviii, en Alemania, marcado por una psicologización del discurso filosófico que procede del análisis del entendimiento de Locke y que se hibrida con la filosofía racionalista. A partir del lugar que Wolff reserva a la psicología empírica en su sistema se abrirá todo un debate metodológico sobre sus límites y posibilidades. En ese debate intervendrá activamente Immanuel Kant (1724-1804), apostando por hacer de la psicología empírica, como descripción natural del alma, una disciplina independiente de la metafísica. El proyecto kantiano, la reacción romántica a la Ilustración y la posterior filosofía del espíritu terminarán de dar forma a ese espacio de la subjetividad moderna inaugurado por Descartes y Locke. De él se ocupará una incipiente y titubeante psicología cuyas elaboraciones, a su vez, no dejarán de contribuir a la construcción de ese mismo espacio. CAPÍTULO II ANTECEDENTES FILOSÓFICOS DE LA PSICOLOGÍA MODERNA El discurso que venía dominando las teorías sobre el alma desde la escolástica medieval hasta la psicología racional, preocupado por definir a priori su naturaleza y estructura, se ve directamente afectado por la actitud empírica de la ciencia moderna. Asumida la sustitución cartesiana del concepto de alma por el de mente, pero cuestionando su definición como sustancia inextensa e incuantificable, la psicología empírica del siglo xviii se planteará precisamente introducir la observación y cuantificación de los fenómenos psicológicos (atención, ingenio, juicio, voluntad, virtud, intelecto...). Su objetivo será el de formular leyes matemáticas en el ámbito de lo que empieza a denominarse dynametria o psychometria, un término introducido por el propio Christian Wolff (1679-1754) en su Psicología Empírica (1732). Esta psicología, que se ocupa de lo que pasa en nuestra alma en la vía abierta por John Locke (1632-1704), acaparará la atención de filósofos, naturalistas y médicos, dando lugar a una serie de debates, con sus desarrollos terminológicos y bibliográficos, que apuntan a una psicologización de las formas de comprender al ser humano como ser individual, social e histórico (Vidal, 2006). Así, el Tratado de la naturaleza humana de 1739 del filósofo inglés David Hume (1711-1776), notable expresión del esfuerzo por desvelar las leyes que rigen la naturaleza humana, hará de la psicología la parte fundamental de una ciencia humana que, basada en la experiencia y la observación, vendría a fundamentar todas las ciencias, incluidas la lógica, la moral y la política. La psicología se ocuparía de los principios y mecanismos del conocimiento. Siguiendo a Locke, para Hume nuestros contenidos mentales más complejos y abstractos no serían sino el resultado de procesos asociativos que operan sobre las sensaciones más simples, de acuerdo con una serie de leyes equivalentes a las de la física newtoniana. En esta línea, se desarrollará toda una psicología empirista Historia de la Psicología y asociacionista, característica de la tradición británica, a la que nos referiremos brevemente en la primera parte de este capítulo. La reducción de la metafísica a una teoría empírica del origen del cono­ cimiento y el abandono de los conceptos universales encontrará sin embargo fuertes reticencias en Alemania, donde se desarrollará una psicología más ligada al racionalismo. No obstante, el despegue de la psicología como ámbito disciplinar se dará aquí, precisamente a partir de la reorganización de la filosofía que lleva a cabo Wolff. Aunque su sistema no renuncia a una psicología racional basada en la deducción a partir de definiciones y axiomas, el espacio propio del que dota a la psicología empírica servirá de punto de partida para un amplio debate, en buena medida metodológico, que conformará cierta estructura social e intelectual previa a su institucionalización como disciplina. Más allá de la academia, la literatura popular también se hará cargo de esta psicologización, con innovadoras novelas que narran la autoconstrucción del protagonista, como Anton Reiser (1790) de Karl Philipp Moritz (1756-1793), o la puesta en marcha de publicaciones periódicas como la Revista de Psicología Empírica, dirigida por el mismo autor (Vidal, 2006). En los debates más metodológicos sobre la posibilidad de una psicología empírica intervendrá Immanuel Kant (1724-1804), último filósofo de la Ilustración, al que dedicaremos el grueso de este capítulo. A partir de él, veremos abrirse fundamentalmente dos caminos: el de una antropología que, más allá de la introspección, se dedica a la observación del comportamiento humano en su sentido más amplio, y el de una psicología matemática que asume el reto de la cuantificación de los fenómenos mentales. El primero, en estrecho contacto con el romanticismo y la filosofía del espíritu, tomará la forma de una psicología de los pueblos, entendida como una historia del espíritu. El segundo, más vinculado a los desarrollos de la fisiología y la matemática, tomará la forma de una psicofísica y una psicología experimental. EMPIRISMO Y ASOCIACIÓN DE IDEAS: BERKELEY, HUME, HARTLEY Y MILL En el ámbito anglosajón, el empirismo de Locke encontró su continuidad más inmediata en George Berkeley (1685-1753), uno de sus mayores Antecedentes filosóficos de la psicología moderna admiradores. Como ya hicieran Spinoza (1632-1677) y Leibniz (16461716), Berkeley pretendía combatir el problema de la relación entre la mente y el mundo inaugurado por Descartes. Si lo único que podemos conocer son los contenidos internos a nuestra mente (las ideas), es difícil estar seguros de que tales contenidos se correspondan con objetos externos. Berkeley enfrentó el problema con su famoso lema esse est percipi («ser es ser percibido»). Mientras que para Locke las ideas de la mente tenían su origen en la experiencia externa, en objetos reales del mundo exterior, para Berkeley estas ideas serían todo lo que existe, siendo únicamente la coexistencia habitual de ciertos conjuntos de sensaciones (provenientes de diferentes sentidos) lo que nos llevaría a creer en la existencia de esas relaciones en la realidad externa y en la permanencia de los objetos más allá de nuestra percepción subjetiva de los mismos. Para Berkeley, la única garantía de su realidad sería la existencia de Dios, único ser capaz de estar percibiendo simultáneamente todas las realidades del universo. La presencia de las cosas en la mente de Dios es lo único que asegura la existencia de las mismas; de no ser así sólo cabría escepticismo absoluto. En su teoría perceptiva sobre la permanencia de los objetos como resultado de la coexistencia de sensaciones, Berkeley manejaba una concepción en cierto modo asociacionista de la mente. Pero será Hume quien sistematizará la doctrina asociacionista, profundizando además en el escepticismo que Berkeley trataba precisamente de evitar. Si todo nuestro conocimiento proviene de la experiencia, como defienden los empiristas, según Hume, dado que nuestra experiencia es limitada, nunca podemos tener la certeza absoluta de nada. Por ejemplo, la afirmación (inductiva) «todos los cisnes son blancos» dejaría de ser cierta en el momento en que apareciera uno negro. Por lo mismo, no tenemos garantía alguna de que mañana vaya a salir el sol; sólo sabemos que hasta hoy ha salido todos los días. Las creencias son meros hábitos. Hume vendría a culminar la sustitución de la metafísica por la psicología como base de las demás ciencias, clasificando los contenidos de la mente y estableciendo las leyes mediante las que estos se asocian. Las impresiones —que distingue de las ideas por su mayor fuerza y vivacidad— provenientes de la sensibilidad se moverían en nuestra mente como átomos en un sistema mecánico, determinados por una especie de gravitación natural. El equivalente psicológico de las leyes newtonianas de la física serían la ley de la semejanza y la ley de la contigüidad, según Historia de la Psicología las cuales aquellas sensaciones que se parecen entre sí y/o que aparecen juntas (en el espacio o en el tiempo) se unen entre sí y dan lugar a ideas más complejas. Nuestras ideas de causación (el establecimiento de una relación de causa-efecto entre dos fenómenos) se deberían también a la ley de contigüidad, es decir, serían el resultado de hábitos mentales basados en nuestra experiencia pasada, que nos ha enseñado que una determinada sensación va siempre seguida de otra, sin que ello pruebe relación causal alguna entre ambas. Hume, que rechazaba cualquier discurso metafísico sobre el carácter divino del alma, extiende a la filosofía moral esta crítica al racionalismo, que para él caía en la metafísica y se basaba en definiciones puramente especulativas, sin fundamento en la experiencia, de las cosas. Hume defendía que aquello que guía nuestra acción no es el entendimiento sino las pasiones, cuya raíz situaba en el sentimiento de placer y de dolor. Como Locke, Hume pensaba que lo que mueve las pasiones siempre se puede analizar en términos de placer y dolor, y que es en esas sensaciones donde residen nuestras nociones de lo que es bueno y malo. Así, la virtud produciría impresiones agradables y el vicio, impresiones incómodas. En todo caso, el principio de placer y dolor se complementaría con un principio de empatía, según el cual tenemos una inclinación a tener sentimientos positivos hacia nuestros semejantes, la cual se desarrolla gracias a nuestra comunidad de ideas, orígenes, etc. Esto alejaba a Hume de otros planteamientos empiristas basados en el egoísmo, que hacían residir en la búsqueda del placer personal toda explicación de la acción. Con ciertas semejanzas, pero con un sentido religioso ajeno a Hume, un contemporáneo suyo, David Hartley (1705-1757), médico de profesión a la vez que teólogo, se proponía demostrar que la mente humana está diseñada por Dios para avanzar hacia la virtud y la felicidad. Los medios dispuestos para ello serían precisamente el principio del placer y el dolor como determinantes de la conducta (buscamos el primero y evitamos el segundo) y la asociación de ideas. Inspirado como Hume por Newton, Hartley adoptó su teoría de las vibraciones nerviosas para proporcionar un sustrato fisiológico a las leyes de la asociación. Según esta teoría, los nervios contendrían unas partículas imperceptibles que vibrarían con el contacto sensorial. A cada asociación de ideas correspondería un conjunto de vibraciones. La explicación de la mente y de la conducta en estos términos, por la que ganaría muy posteriormente el reconocimiento en la Antecedentes filosóficos de la psicología moderna historia de la psicología científica, tendría sobre todo una gran repercusión en el ámbito de la filosofía moral. Aunque por un lado se le acusó de un excesivo determinismo y materialismo que comprometía la libertad de elección humana, por otro lado, especialmente desde posiciones reformistas, sus ideas se utilizaron para defender la necesidad de cambiar la sociedad y las condiciones materiales que nos determinan (Smith, 1997). Fue justamente en el marco del pensamiento reformista, y muy especialmente en el del pensamiento social utilitarista guiado por el principio de maximización del placer y minimización del dolor, donde el análisis asociacionista de la mente alcanzaría principalmente su culminación. Lo hizo con la figura de James Mill (1773-1836), cuyo Análisis de los fenómenos de la mente humana (1829), fundamentado en la doctrina utilitaria de Bentham1, proponía diseccionar la mente humana hasta encontrar sus componentes más básicos. A diferencia de sus predecesores, Mill sólo aceptaría un principio asociativo: el de la contigüidad (simultánea y sucesiva), que sería suficiente para dar cuenta de la complejidad de toda la vida mental. Según su concepción de la mente, las sensaciones simples se combinarían como las piezas de un mecano, siguiendo el mismo orden en que fueron recibidas y sin alteración alguna. Llevando al extremo la metáfora de la tabula rasa y convencido de la plena maleabilidad de la mente, Mill puso en práctica sus ideas educativas con su propio hijo, John Stuart Mill (1806-1873), que heredó también su filosofía utilitaria y asociacionista2. Frente a esta tradición empirista y asociacionista, que dibuja una imagen de la vida mental fundamentalmente pasiva y mecánica, la tradi1 James Mill se convirtió al utilitarismo a través de Jeremy Bentham (1748-1832), quien planteó una especie de ingeniería social para la felicidad humana, a partir de la idea de que el placer y el dolor eran cuantificables. Bentham se dedicó a formular un sistema teórico de legislación y un código legal criminal y civil basado en el principio de utilidad. A través de lo que llamaba el «cálculo felicífico», aspiraba a predecir la conducta y desarrollar ecuaciones para tomar las decisiones adecuadas y maximizar así la felicidad. 2 Mill hijo introduciría sin embargo algunos matices importantes en el mecanicismo de su padre, influido por algunas ideas del romanticismo, al que nos referiremos más adelante. Le parecía imposible, por ejemplo, reducir la vida emocional al cálculo de placeres y dolores. En su propio análisis de la mente, que entendía como una «química mental», Mill planteó que en el proceso de asociación de ideas podían darse cambios cualitativos y surgir ideas complejas con nuevas propiedades, de carácter emergente. Proponía así una nueva noción de asociación, entendida más como síntesis que como mero agregado de componentes, lo cual anticipaba algunos aspectos clave de la psicología posterior, como veremos. Historia de la Psicología ción racionalista alemana, que ya había contestado a Locke en la figura de Leibniz, mantendrá una concepción de la vida mental más activa. No obstante, el diálogo y las interferencias entre ambas tradiciones, así como con el materialismo francés, serán constantes. La lectura de Hume constituye precisamente una de las claves del despertar de Kant de lo que él mismo denominó su «sueño dogmático». IMMANUEL KANT: DEL SUJETO TRANSCENDENTAL DE LA FILOSOFÍA CRÍTICA A LA PSICOLOGÍA EMPÍRICA COMO ANTROPOLOGÍA Kant supone un punto de inflexión en la historia de la filosofía y el inicio de la filosofía contemporánea. Su obra se considera habitualmente una síntesis entre el racionalismo, en el que se forma con Martin Knutzen (1713-1751), filósofo wolffiano y admirador de la física de Newton, y el empirismo de Hume, cuyo escepticismo vino a alejarle de la pretensión de alcanzar, mediante el mero uso de la razón y la deducción, el conocimiento objetivo de realidades que están más allá de la experiencia posible (como Dios, el alma o el mundo en su totalidad). La filosofía crítica: los límites del conocimiento La Crítica de la Razón Pura (1781) constituye una indagación acerca de las condiciones en que podemos conocer. Kant trataba de superar el racionalismo de Descartes, Leibniz y Wolff, según el cual la razón nos permite conocer (mediante la deducción) realidades transcendentes, que están más allá de nuestra experiencia; pero no quería caer en el escepticismo de Hume, para quien todo conocimiento proviene de la experiencia (mediante inducción) y nunca podemos tener una certeza absoluta del mismo. El punto de partida de Kant es examinar cómo funcionan las ciencias por excelencia, a saber, la física y la matemática, analizando el tipo de proposiciones (juicios sintéticos a priori)3 que encontramos en estas cien3 Kant llama a estas proposiciones juicios sintéticos a priori, o lo que es lo mismo, juicios que amplían nuestro conocimiento (nos aportan nueva información) y son universales y necesarios, anteriores a la experiencia. Antecedentes filosóficos de la psicología moderna cias, para ver si la metafísica, que se ocupa de los fundamentos últimos del mundo físico y psíquico, puede aportar un conocimiento semejante: universal, necesario y nuevo. Según su argumento, todo conocimiento requiere la concurrencia de dos facultades mentales: la sensibilidad, por la que conocemos los objetos sensorialmente, y el entendimiento, por el que los pensamos, es decir, los colocamos bajo un concepto. Los conceptos son en su mayoría a posteriori, vienen de la experiencia (como los de «perro» o «mesa», que elaboramos a partir de la percepción de múltiples perros o mesas, mediante la abstracción de aquellos rasgos que comparten). Pero para poder comenzar a pensar, necesitamos de partida de algunos conceptos a priori, previos a la experiencia. Estos conceptos a priori o puros (que recuerdan a las ideas innatas del racionalismo) son lo que Kant llama «categorías»4. Estas categorías, lógicas y necesarias, que el entendimiento impone a la experiencia, son las que nos permiten hacer el tipo de juicios que encontramos en las ciencias y afirmar o no ciertas verdades en relación con los fenómenos. Al igual que el entendimiento, la sensibilidad también tiene sus formas a priori: el espacio y el tiempo, que no tienen un origen empírico, sino que son precisamente la condición de posibilidad del conocimiento sensible o empírico5. Así pues, para Kant, que intenta superar la dicotomía entre el conocimiento puramente racional (deductivo) y el puramente empírico (inductivo), el conocimiento sería una síntesis de sensibilidad y el entendimiento. Las categorías del entendimiento sólo se pueden aplicar a los objetos que, a través de los sentidos, se dan en nuestra experiencia, lo que Kant denomina fenómenos. En ningún caso podemos aplicarlos a lo que queda más allá de nuestra experiencia sensible, a lo que llama noúmenos o «cosas en sí», que serían las cosas independientemente de su relación con nuestros sentidos. Pues bien, según Kant todos los objetos 4 Hay tantas formas de categorizar o conceptualizar como formas puras de juicios. A partir de los tipos de juicio que la lógica de su tiempo había investigado (según la cantidad: universales, particulares, singulares; según la cualidad: afirmativos, negativos, infinitos; según la relación: categóricos, hipóteticos, disyuntivos; según la modalidad: problemáticos, asertóricos, apodícticos), Kant establece un listado de doce categorías (unidad, pluralidad, totalidad, realidad, negación, limitación, inherencia, causalidad, comunidad, posibilidad, existencia y necesidad). 5 Kant distingue entre la sensibilidad externa (la percepción de las cosas del mundo físico), cuyas formas a priori nos permiten estructurar las sensaciones en una dimensión espacio-temporal, y la sensibilidad interna (la percepción de nuestros fenómenos psíquicos), que se daría en una única dimensión, la temporal. Historia de la Psicología trascendentes de los que se ocupa la Metafísica (el alma, el fundamento último del mundo físico y Dios) pertenecerían a la realidad «nouménica» y por tanto nunca podríamos tener de ellos una intuición o percepción sensible. El uso de la razón para pensarlos resulta, por ende, inadecuado y da lugar a contradicciones y errores de razonamiento (paralogismos). Por ejemplo, la categoría de unidad es válida si la usamos para pensar una mesa, pero no para pensar en Dios como una realidad. Igualmente, la categoría de causalidad es válida si se aplica a la relación entre fenómenos (como calentar agua a 100 grados y que ésta hierva), pero no para atribuir a Dios que sea la causa del mundo. Del mismo modo, los argumentos utilizados por los racionalistas para afirmar que el alma es una sustancia, que es simple o inmortal constituyen para Kant falacias lógicas. No hay modo de fundamentar un conocimiento teórico, racional y certero de las cualidades del alma humana a priori; jamás podremos demostrar teóricamente su ve

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