La Inteligencia Emocional - Daniel Goleman PDF
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Daniel Goleman
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Este libro de Daniel Goleman analiza la importancia de la inteligencia emocional sobre el coeficiente intelectual. Explica cómo la comprensión y el manejo de las emociones influyen en el éxito y la adaptación a los desafíos. Presenta ejemplos y reflexiones sobre la crisis emocional en la sociedad.
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Libro proporcionado por el equipo Le Libros Visite nuestro sitio y descarga esto y otros miles de libros http://LeLibros.org/ Descargar Libros Gratis, Libros PDF, Libros Online ¿Por qué algunas personas parecen dotadas de un don especial que les permite vivir bien, aunque no sean las que más se destacan por su inteligencia? ¿Por qué no siempre el alumno más inteligente termina siendo el más exitoso? ¿Por qué unos son más capaces que otros para enfrentar contratiempos, superar obstáculos y ver las dificultades bajo una óptica distinta? El libro demuestra cómo la inteligencia emocional puede ser fomentada y fortalecida en todos nosotros, y cómo la falta de la misma puede influir en el intelecto o arruinar una carrera. La inteligencia emocional nos permite tomar conciencia de nuestras emociones, comprender los sentimientos de los demás, tolerar las presiones y frustraciones que soportamos en el trabajo, acentuar nuestra capacidad de trabajar en equipo y adoptar una actitud empática y social, que nos brindará mayores posibilidades de desarrollo personal. En un lenguaje claro y accesible, Goleman presenta una teoría revolucionaria que ha hecho tambalear los conceptos clásicos de la psicología, que daban prioridad al intelecto. Daniel Goleman La inteligencia emocional Por qué es mas importante que el coeficiente intelectual EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo. Aristóteles, Ética a Nicómaco. Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuy o rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso « ¡Hola! ¿Cómo está?» , un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo. No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su tray ecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un « ¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!» , todos respondían con una abierta sonrisa. El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma en que tienen lugar estas transformaciones. La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los mecanismos de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a través de sus pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus corazones. Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de la última semana: En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos compañeros de tercer curso le habían llamado « mocoso» , vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e impresoras y destruy ó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento. Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud con un revólver de calibre 38. El periodista subray a el aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias que se interpretan como faltas de respeto. Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de doce años fueron cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su conducta aduciendo que « lo único que deseaban era castigar al pequeño». Cuy a falta, la may oría de las veces, había consistido en una « infracción» tan grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar los pañales. Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su creencia de que los culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluy ó su declaración diciendo « Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos». A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos. Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida. En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias que constituy e el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos años constituy en la apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños cuy a madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la violencia cony ugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el moderno cambio de eslogan desde el jovial « ¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del « ¡Hazme tener un buen día!». Este libro constituy e una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como psicólogo y —en la última década— como periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada posición he podido constatar la existencia de dos tendencias contrapuestas, una que refleja la creciente calamidad de nuestra vida emocional y la otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente esperanzadoras. ¿POR QUÉ ESTA INVESTIGACIÓN AHORA? A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la última década hemos asistido a una eclosión sin precedentes de investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuy os ejemplos más elocuentes ha sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro gracias a la innovadora tecnología del escaner cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado por vez primera en la historia humana uno de los misterios más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada masa de células mientras estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando. Este aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con may or claridad que nunca la manera en que los centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal. Esta comprensión —desconocida hasta hace muy poco— de la actividad emocional y de sus deficiencias pone a nuestro alcance nuevas soluciones para remediar la crisis emocional colectiva. Para escribir este libro he tenido que aguardar a que la cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente fructífera. Este conocimiento ha tardado tanto en llegar porque, durante muchos años, la investigación ha soslay ado el papel desempeñado por los sentimientos en la vida mental, dejando que las emociones fueran convirtiéndose en el gran continente inexplorado de la psicología científica. Y todo este vacío ha propiciado la aparición de un torrente de libros de autoay uda llenos de consejos bien intencionados, aunque basados, en el mejor de los casos, en opiniones clínicas con muy poco fundamento científico, si es que poseen alguno. Pero hoy en día la ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar con autoridad de las cuestiones más apremiantes y contradictorias relativas a los aspectos más irracionales del psiquismo y de cartografiar, con cierta precisión, el corazón del ser humano. Esta tarea constituy e un auténtico desafío para quienes suscriben una visión estrecha de la inteligencia y aseguran que el CI (CI: coeficiente o cociente intelectual) es un dato genético que no puede ser modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras vidas se halla, en buena medida, determinado por esta aptitud. Pero este argumento pasa por alto una cuestión decisiva: ¿qué cambios podemos llevar a cabo para que a nuestros hijos les vay a bien en la vida? ¿Qué factores entran en juego, por ejemplo, cuando personas con un elevado CI no saben qué hacer mientras que otras, con un modesto, o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente bien? Mi tesis es que esta diferencia radica con mucha frecuencia en el conjunto de habilidades que hemos dado en llamar inteligencia emocional, habilidades entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Y todas estas capacidades, como podremos comprobar, pueden enseñarse a los niños, brindándoles así la oportunidad de sacar el mejor rendimiento posible al potencial intelectual que les hay a correspondido en la lotería genética. Más allá de esta posibilidad puede entreverse un ineludible imperativo moral. Vivimos en una época en la que el entramado de nuestra sociedad parece descomponerse aceleradamente, una época en la que el egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la importancia de la inteligencia emocional, porque constituy e el vínculo entre los sentimientos, el carácter y los impulsos morales. Además, existe la creciente evidencia de que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos en la vida se asientan en las capacidades emocionales suby acentes. Hay que tener en cuenta que el impulso es el vehículo de la emoción y que la semilla de todo impulso es un sentimiento expansivo que busca expresarse en la acción. Podríamos decir que quienes se hallan a merced de sus impulsos —quienes carecen de autocontrol— adolecen de una deficiencia moral porque la capacidad de controlar los impulsos constituy e el fundamento mismo de la voluntad y del carácter. Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la empatía, en la habilidad para comprender las emociones de los demás y es por ello por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o la desesperación ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo. NUESTRO VIAJE El presente libro constituy e una guía para conocer todas esas visiones científicas sobre la emoción, un viaje cuy o objetivo es proporcionarnos una mejor comprensión de una de las facetas más desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos rodea. La meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender el significado —y el modo— de dotar de inteligencia a la emoción, una comprensión que, en sí misma, puede servirnos de gran ay uda, porque el hecho de tomar conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un efecto similar al que provoca un observador en el mundo de la física cuántica, es decir, transformar el objeto de observación. Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una revisión de los descubrimientos más recientes sobre la arquitectura emocional del cerebro que nos explica una de las coy unturas más desconcertantes de nuestra vida, aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por el sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las diferentes estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y nuestros temores —o nuestras pasiones y nuestras alegrías— puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos los hábitos emocionales que socavan nuestras mejores intenciones, así como también puede mostrarnos el mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales más destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún más importante, todos estos datos neurológicos dejan una puerta abierta a la posibilidad de modelar los hábitos emocionales de nuestros hijos. En la segunda parte, la siguiente parada importante de nuestro recorrido, examinaremos el papel que desempeñan los datos neurológicos en esa aptitud vital básica que denominamos inteligencia emocional, esa disposición que nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de nuestros impulsos emocionales, comprender los sentimientos más profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o desarrollar lo que Aristóteles denominara la infrecuente capacidad de « enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto». (Aquellos lectores que no se sientan atraídos por los detalles neurológicos tal vez quieran comenzar el libro directamente por este capítulo). Este modelo ampliado de lo que significa « ser inteligente» otorga a las emociones un papel central en el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la tercera parte examinamos algunas de las diferencias fundamentales originadas por este tipo de aptitudes: cómo pueden ay udarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras relaciones más preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede llegar a destruirlas; cómo las fuerzas económicas que modelan nuestra vida laboral están poniendo un énfasis sin precedentes en estimular la inteligencia emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las emociones tóxicas pueden llegar a ser tan peligrosas para nuestra salud física como fumar varios paquetes de tabaco al día y cómo, por último, el equilibrio emocional contribuy e, por el contrario, a proteger nuestra salud y nuestro bienestar. La herencia genética nos ha dotado de un bagaje emocional que determina nuestro temperamento, pero los circuitos cerebrales implicados en la actividad emocional son tan extraordinariamente maleables que no podemos afirmar que el carácter determine nuestro destino. Como muestra la cuarta parte de nuestro libro, las lecciones emocionales que aprendimos en casa y en la escuela durante la niñez modelan estos circuitos emocionales tornándonos más aptos —o más ineptos— en el manejo de los principios que rigen la inteligencia emocional. En este sentido, la infancia y la adolescencia constituy en una auténtica oportunidad para asimilar los hábitos emocionales fundamentales que gobernarán el resto de nuestras vidas. La quinta parte explora cuál es la suerte que aguarda a aquellas personas que, en su camino hacia la madurez, no logran controlar su mundo emocional y de qué modo las deficiencias de la inteligencia emocional aumentan el abanico de posibles riesgos, riesgos que van desde la depresión hasta una vida llena de violencia, pasando por los trastornos alimentarios y el abuso de las drogas. Esta parte también documenta extensamente los esfuerzos realizados en este sentido por ciertas escuelas pioneras que se dedican a enseñar a los niños las habilidades emocionales y sociales necesarias para mantener encarriladas sus vidas. El conjunto de datos más inquietantes de todo el libro tal vez sea el que nos habla de la investigación llevada a cabo entre padres y profesores y que demuestra el aumento de la tendencia en la presente generación infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la impulsividad y la agresividad, un aumento, en suma, de los problemas emocionales. Si existe una solución, ésta debe pasar necesariamente, en mi opinión, por la forma en que preparamos a nuestros jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos al azar la educación emocional de nuestros hijos con consecuencias más que desastrosas. Como y a he dicho, una posible solución consistiría en forjar una nueva visión acerca del papel que deben desempeñar las escuelas en la educación integral del estudiante, reconciliando en las aulas a la mente y al corazón. Nuestro viaje concluy e con una visita a algunas escuelas innovadoras que tratan de enseñar a los niños los principios fundamentales de la inteligencia emocional. Quisiera imaginar que, algún día, la educación incluirá en su programa de estudios la enseñanza de habilidades tan esencialmente humanas como el autoconocimiento, el autocontrol, la empatía y el arte de escuchar, resolver conflictos y colaborar con los demás. En su Ética a Nicómaco. Aristóteles realiza una indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y la felicidad, desafiándonos a gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras pasiones pueden abocar al fracaso con suma facilidad y. de hecho, así ocurre en multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia. Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las emociones en sí sino en su conveniencia y en la oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es: ¿de qué modo podremos aportar más inteligencia a nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más afecto a nuestra vida social? PARTE I EL CEREBRO EMOCIONAL 1. ¿PARA Q UÉ SIRVEN LAS EMOCIONES? Sólo se puede ver correctamente con el corazón; lo esencial permanece invisible para el ojo. Antoine de Saint-Exupéry, El principito Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary y Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado a Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis cerebral terminó confinando a una silla de ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un río de la región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza chocara contra el puente del ferrocarril y lo semidestruy era. Pensando exclusivamente en su hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla mientras el tren iba sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate. Instantes después, el vagón terminó sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron. La historia de Andrea, la historia de unos padres cuy o postrero acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su hija, refleja unos instantes de un valor casi épico. No cabe la menor duda de que este tipo de episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la prehistoria y la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que habrá ocurrido algo similar en el dilatado curso de la evolución. Desde el punto de vista de la biología evolucionista, la autoinmolación parental está al servicio del « éxito reproductivo» que supone transmitir los genes a las generaciones futuras, pero considerado desde la perspectiva de unos padres que deben tomar una decisión desesperada en una situación limite, no existe más motivación que el amor. Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el poder y el objetivo de las emociones, constituy e un testimonio claro del papel desempeñado por el amor altruista —y por cualquier otra emoción que sintamos — en la vida de los seres humanos. De hecho, nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más profundos constituy en puntos de referencia ineludibles y nuestra especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos humanos. El poder de las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al hijo amado, por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional pero, visto desde el corazón, constituy e la única elección posible. Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera— como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y automáticas de nuestro corazón. Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslay e el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo sapiens —la especie pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto —y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente desbordada. CUANDO LA PASIÓN DESBORDA A LA RAZÓN Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de catorce años, quería gastar una broma a sus padres y se ocultó dentro de un armario para asustarles cuando éstos, después de visitar a unos amigos, volvieran a casa pasada la medianoche. Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a pasar la noche en casa de una amiga. Por ello cuando, al regresar a su hogar, oy eron ruidos. Crabtree no dudó en coger su pistola, dirigirse al dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a bocajarro en el cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del interior del armario. Doce horas más tarde, Matilda Crabtree fallecía. El miedo que nos lleva a proteger del peligro a nuestra familia constituy e uno de los legados emocionales con que nos ha dotado la evolución. El miedo fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a coger su pistola y buscar al intruso que creía que merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que le llevó a disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el blanco, antes incluso de que pudiera reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante todavía, porque cumplió con la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo, a la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree, todo esto no deja de ser una triste ironía. Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos presenta la civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al lento paso de la evolución. Las primeras ley es y códigos éticos —el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento o los edictos del emperador Ashoka— deben considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida emocional puesto que, como y a explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo. No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuy o origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil —a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional. Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones —como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable incidente acaecido en el hogar de los Crabtree—, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema fundamental sobre el que versa nuestro libro. Impulsos para la acción Un día de comienzos de primavera, y o me hallaba atravesando un puerto de montaña de una carretera de Colorado cuando, de pronto, mi vehículo se vio atrapado en una ventisca. La cegadora blancura del remolino de nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no podía ver absolutamente nada. Disminuí entonces la velocidad mientras la ansiedad se apoderaba de mi cuerpo y podía escuchar con claridad los latidos de mi corazón. Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo y entonces detuve mi coche a un lado de la calzada dispuesto a esperar a que amainase la tormenta. Media hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad volvió y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros más abajo, sin embargo, me vi obligado a detenerme de nuevo porque dos vehículos que habían colisionado bloqueaban la carretera mientras el equipo de una ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber seguido adelante en medio de la tormenta, es muy probable que y o también hubiera chocado con ellos. Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida. Como un conejo paralizado de terror ante las huellas de un zorro —o como un protomamífero ocultándose de la mirada de un dinosaurio— me vi arrastrado por un estado interior que me obligó a detenerme, prestar atención y tomar conciencia de la proximidad del peligro. Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos llevan a actuar, programas de reacción automática con los que nos ha dotado la evolución. La misma raíz etimológica de la palabra emoción proviene del verbo latino movere (que significa « moverse» ) más el prefijo « e» , significando algo así como « movimiento hacia» y sugiriendo, de ese modo, que en toda emoción hay implícita una tendencia a la acción. Basta con observar a los niños o a los animales para darnos cuenta de que las emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo « civilizado» de los adultos en donde nos encontramos con esa extraña anomalía del reino animal en la que las emociones —los impulsos básicos que nos incitan a actuar— parecen hallarse divorciadas de las reacciones. La distinta impronta biológica propia de cada emoción evidencia que cada una de ellas desempeña un papel único en nuestro repertorio emocional (véase el apéndice A para may ores detalles sobre las emociones « básicas» ). La aparición de nuevos métodos para profundizar en el estudio del cuerpo y del cerebro confirma cada vez con may or detalle la forma en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo diferente de respuesta. El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las manos, haciendo más fácil empuñar un arma o golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo cardíaco y la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad de energía necesaria para acometer acciones vigorosas. En el caso del miedo, la sangre se retira del rostro (lo que explica la palidez y la sensación de « quedarse frío» ) y fluy e a la musculatura esquelética larga — como las piernas, por ejemplo— favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para calibrar, tal vez, si el hecho de ocultarse pudiera ser una respuesta más adecuada. Las conexiones nerviosas de los centros emocionales del cerebro desencadenan también una respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta general, sumiéndolo en la inquietud y predisponiéndolo para la acción, mientras la atención se fija en la amenaza inmediata con el fin de evaluar la respuesta más apropiada. Uno de los principales cambios biológicos producidos por la felicidad consiste en el aumento en la actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir los sentimientos negativos y de aquietar los estados que generan preocupación, al mismo tiempo que aumenta el caudal de energía disponible. En este caso no hay un cambio fisiológico especial salvo, quizás, una sensación de tranquilidad que hace que el cuerpo se recupere más rápidamente de la excitación biológica provocada por las emociones perturbadoras. Esta condición proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo y una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que se esté llevando a cabo y fomentar también, de este modo, la consecución de una amplia variedad de objetivos. El amor, los sentimientos de ternura y la satisfacción sexual activan el sistema nervioso parasimpático (el opuesto fisiológico de la respuesta de « lucha- o-huida» propia del miedo y de la ira). La pauta de reacción parasimpática —ligada a la « respuesta de relajación» — engloba un amplio conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y que dan lugar a un estado de calma y satisfacción que favorece la convivencia. El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre más luz en la retina, lo cual nos proporciona más información sobre el acontecimiento inesperado, facilitando así el descubrimiento de lo que realmente ocurre y permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de acción más adecuado. El gesto que expresa desagrado parece ser universal y transmite el mensaje de que algo resulta literal o metafóricamente repulsivo para el gusto o para el olfato. La expresión facial de disgusto —ladeando el labio superior y frunciendo ligeramente la nariz— sugiere, como observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas nasales para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un alimento tóxico. La principal función de la tristeza consiste en ay udarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la muerte de un ser querido o un gran desengaño). La tristeza provoca la disminución de la energía y del entusiasmo por las actividades vitales —especialmente las diversiones y los placeres— y, cuanto más se profundiza y se acerca a la depresión, más se enlentece el metabolismo corporal. Este encierro introspectivo nos brinda así la oportunidad de llorar una pérdida o una esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar, cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta disminución de la energía debe haber mantenido tristes y apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las proximidades de su hábitat, donde más seguros se encontraban. Estas predisposiciones biológicas a la acción son modeladas posteriormente por nuestras experiencias vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado vivir. La pérdida de un ser querido. por ejemplo, provoca universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que expresamos esa aflicción —el tipo de emociones que expresamos o que guardamos en la intimidad— es moldeada por nuestra cultura, como también lo es, por ejemplo, el tipo concreto de personas que entran en la categoría de « seres queridos» y que, por tanto, deben ser llorados. El largo período evolutivo durante el cual fueron moldeándose estas respuestas fue, sin duda, el más crudo que ha experimentado la especie humana desde la aurora de la historia. Fue un tiempo en el que muy pocos niños lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en el que menos adultos todavía llegaban a cumplir los treinta años, un tiempo en el que los depredadores podían atacar en cualquier momento, un tiempo, en suma, en el que la supervivencia o la muerte por inanición dependían del umbral impuesto por la alternancia entre sequías e inundaciones. Con la invención de la agricultura, no obstante, las probabilidades de supervivencia aumentaron radicalmente aun en las sociedades humanas más rudimentarias. En los últimos diez mil años, estos avances se han consolidado y difundido por todo el mundo al mismo tiempo que las brutales presiones que pesaban sobre la especie humana han disminuido considerablemente. Estas mismas presiones son las que terminaron convirtiendo a nuestras respuestas emocionales en un eficaz instrumento de supervivencia pero, en la medida en que han ido desapareciendo, nuestro repertorio emocional ha ido quedando obsoleto. Si bien, en un pasado remoto, un ataque de rabia podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, la facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece años puede acceder a una amplia gama de armas de fuego ha terminado convirtiendo a la rabia en una reacción frecuentemente desastrosa. Nuestras dos mentes Una amiga estuvo hablándome de su divorcio, un doloroso proceso de separación. Su marido se había enamorado de una compañera de trabajo y un buen día le anunció que quería irse a vivir con ella. A aquel momento siguieron meses de amargos altercados con respecto al hogar cony ugal, el dinero y la custodia de los hijos. Ahora, pocos meses más tarde, me hablaba de su autonomía y de su felicidad. « Ya no pienso en él —decía, con los ojos humedecidos por las lágrimas— eso es algo que ha dejado de preocuparme.» El instante en que sus ojos se humedecieron podía perfectamente haber pasado inadvertido para mí, pero la comprensión empática (un acto de la mente emocional) de sus ojos húmedos me permitió, más allá de las palabras (un acto de la mente racional), percatarme claramente de su evidente tristeza como si estuviera ley endo un libro abierto. En un sentido muy real, todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y estas dos formas fundamentales de conocimiento interactúan para construir nuestra vida mental. Una de ellas es la mente racional, la modalidad de comprensión de la que solemos ser conscientes, más despierta, más pensativa, más capaz de ponderar y de reflexionar. El otro tipo de conocimiento, más impulsivo y más poderoso —aunque a veces ilógico —, es la mente emocional (véase el apéndice B para una descripción más detallada de los rasgos característicos de la mente emocional). La dicotomía entre lo emocional y lo racional se asemeja a la distinción popular existente entre el « corazón» y la « cabeza». Saber que algo es cierto « en nuestro corazón» pertenece a un orden de convicción distinto —de algún modo, un tipo de certeza más profundo— que pensarlo con la mente racional. Existe una proporcionalidad constante entre el control emocional y el control racional sobre la mente y a que, cuanto más intenso es el sentimiento, más dominante llega a ser la mente emocional, y más ineficaz, en consecuencia, la mente racional. Ésta es una configuración que parece derivarse de la ventaja evolutiva que supuso disponer, durante incontables ocasiones, de emociones e intuiciones que guiaran nuestras respuestas inmediatas frente a aquellas situaciones que ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las que detenernos a pensar en la reacción más adecuada podía tener consecuencias francamente desastrosas. La may or parte del tiempo, estas dos mentes —la mente emocional y la mente racional— operan en estrecha colaboración, entrelazando sus distintas formas de conocimiento para guiarnos adecuadamente a través del mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente racional y la mente racional ajusta y a veces censura las entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo, la mente emocional y la mente racional constituy en, como veremos, dos facultades relativamente independientes que reflejan el funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues, estas dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los sentimientos son esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre a la inversa. Pero, cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se rompe y la mente emocional desborda y secuestra a la mente racional. Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió irónicamente del siguiente modo esta tensión perenne entre la razón y la emoción: « Júpiter confiere mucha más pasión que razón, en una proporción aproximada de veinticuatro a uno. El ha erigido dos irritables tiranos para oponerse al poder solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida ordinaria del hombre evidencia claramente la impotencia de la razón para oponerse a las fuerzas combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la razón hace lo único que puede, repetir fórmulas virtuosas, mientras que las otras dos se desgañitan, de un modo cada vez más ruidoso y agresivo, exhortando a la razón a seguirlas hasta que finalmente ésta, agotada, se rinde y se entrega.» EL DESARROLLO DEL CEREBRO Para comprender mejor el gran poder de las emociones sobre la mente pensante —y la causa del frecuente conflicto existente entre los sentimientos y la razón— consideraremos ahora la forma en que ha evolucionado el cerebro. El cerebro del ser humano, ese kilo y pico de células y jugos neurales, tiene un tamaño unas tres veces superior al de nuestros primos evolutivos, los primates no humanos. A lo largo de millones de años de evolución, el cerebro ha ido creciendo desde abajo hacia arriba, por así decirlo, y los centros superiores constituy en derivaciones de los centros inferiores más antiguos (un desarrollo evolutivo que se repite, por cierto, en el cerebro de cada embrión humano). La región más primitiva del cerebro, una región que compartimos con todas aquellas especies que sólo disponen de un rudimentario sistema nervioso, es el tallo encefálico, que se halla en la parte superior de la médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las funciones vitales básicas, como la respiración, el metabolismo de los otros órganos corporales y las reacciones y movimientos automáticos. Mal podríamos decir que este cerebro primitivo piense o aprenda porque se trata simplemente de un conjunto de reguladores programados para mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurarla supervivencia del individuo. Éste es el cerebro propio de la Edad de los Reptiles, una época en la que el siseo de una serpiente era la señal que advertía la inminencia de un ataque. De este cerebro primitivo —el tallo encefálico— emergieron los centros emocionales que, millones de años más tarde, dieron lugar al cerebro pensante —o « neocórtex» — ese gran bulbo de tejidos replegados sobre sí que configuran el estrato superior del sistema nervioso. El hecho de que el cerebro emocional sea muy anterior al racional y que éste sea una derivación de aquél, revela con claridad las auténticas relaciones existentes entre el pensamiento y el sentimiento. La raíz más primitiva de nuestra vida emocional radica en el sentido del olfato o, más precisamente, en el lóbulo olfatorio, ese conglomerado celular que se ocupa de registrar y analizar los olores. En aquellos tiempos remotos el olfato fue un órgano sensorial clave para la supervivencia, porque cada entidad viva, y a sea alimento, veneno, pareja sexual, predador o presa, posee una identificación molecular característica que puede ser transportada por el viento. A partir del lóbulo olfatorio comenzaron a desarrollarse los centros más antiguos de la vida emocional, que luego fueron evolucionando hasta terminar recubriendo por completo la parte superior del tallo encefálico. En esos estadios rudimentarios, el centro olfatorio estaba compuesto de unos pocos estratos neuronales especializados en analizar los olores. Un estrato celular se encargaba de registrar el olor y de clasificarlo en unas pocas categorías relevantes (comestible, tóxico, sexualmente disponible, enemigo o alimento) y un segundo estrato enviaba respuestas reflejas a través del sistema nervioso ordenando al cuerpo las acciones que debía llevar a cabo (comer, vomitar, aproximarse, escapar o cazar). Con la aparición de los primeros mamíferos emergieron también nuevos estratos fundamentales en el cerebro emocional. Estos estratos rodearon al tallo encefálico a modo de una rosquilla en cuy o hueco se aloja el tallo encefálico. A esta parte del cerebro que envuelve y rodea al tallo encefálico se le denominó sistema « límbico» , un término derivado del latín limbus, que significa « anillo». Este nuevo territorio neural agregó las emociones propiamente dichas al repertorio de respuestas del cerebro.” Cuando estamos atrapados por el deseo o la rabia, cuando el amor nos enloquece o el miedo nos hace retroceder, nos hallamos, en realidad, bajo la influencia del sistema límbico. La evolución del sistema límbico puso a punto dos poderosas herramientas: el aprendizaje y la memoria, dos avances realmente revolucionarios que permitieron ir más allá de las reacciones automáticas predeterminadas y afinar las respuestas para adaptarlas a las cambiantes exigencias del medio, favoreciendo así una toma de decisiones mucho más inteligente para la supervivencia. Por ejemplo, si un determinado alimento conducía a la enfermedad, la próxima vez seria posible evitarlo. Decisiones como la de saber qué ingerir y qué expulsar de la boca seguían todavía determinadas por el olor y las conexiones existentes entre el bulbo olfatorio y el sistema límbico, pero ahora se enfrentaban a la tarea de diferenciar y reconocer los olores, comparar el olor presente con los olores pasados y discriminar lo bueno de lo malo, una tarea llevada a cabo por el « rinencéfalo» —que literalmente significa « el cerebro nasal» — una parte del circuito límbico que constituy e la base rudimentaria del neocórtex, el cerebro pensante. Hace unos cien millones de años, el cerebro de los mamíferos experimentó una transformación radical que supuso otro extraordinario paso adelante en el desarrollo del intelecto, y sobre el delgado córtex de dos estratos se asentaron los nuevos estratos de células cerebrales que terminaron configurando el neocórtex (la región que planifica, comprende lo que se siente y coordina los movimientos). El neocórtex del Homo sapiens, mucho may or que el de cualquier otra especie, ha traído consigo todo lo que es característicamente humano. El neocórtex es el asiento del pensamiento y de los centros que integran y procesan los datos registrados por los sentidos. Y también agregó al sentimiento nuestra reflexión sobre él y nos permitió tener sentimientos sobre las ideas, el arte, los símbolos y las imágenes. A lo largo de la evolución, el neocórtex permitió un ajuste fino que sin duda habría de suponer una enorme ventaja en la capacidad del individuo para superar las adversidades, haciendo más probable la transmisión a la descendencia de los genes que contenían la misma configuración neuronal. La supervivencia de nuestra especie debe mucho al talento del neocórtex para la estrategia, la planificación a largo plazo y otras estrategias mentales, y de él proceden también sus frutos más maduros: el arte, la civilización y la cultura. Este nuevo estrato cerebral permitió comenzar a matizar la vida emocional. Tomemos, por ejemplo, el amor. Las estructuras límbicas generan sentimientos de placer y de deseo sexual (las emociones que alimentan la pasión sexual) pero la aparición del neocórtex y de sus conexiones con el sistema límbico permitió el establecimiento del vinculo entre la madre y el hijo, fundamento de la unidad familiar y del compromiso a largo plazo de criar a los hijos que posibilita el desarrollo del ser humano. En las especies carentes de neocórtex —como los reptiles, por ejemplo— el afecto materno no existe y los recién nacidos deben ocultarse para evitar ser devorados por la madre. En el ser humano, en cambio, los vínculos protectores entre padres e hijos permiten disponer de un proceso de maduración que perdura toda la infancia, un proceso durante el cual el cerebro sigue desarrollándose. A medida que ascendemos en la escala filogenética que conduce de los reptiles al mono rhesus y, desde ahí, hasta el ser humano, aumenta la masa neta del neocórtex, un incremento que supone también una progresión geométrica en el número de interconexiones neuronales. Y además hay que tener en cuenta que, cuanto may or es el número de tales conexiones, may or es también la variedad de respuestas posibles. El neocórtex permite, pues, un aumento de la sutileza y la complejidad de la vida emocional como, por ejemplo, tener sentimientos sobre nuestros sentimientos. El número de interconexiones existentes entre el sistema límbico y el neocórtex es superior en el caso de los primates al del resto de las especies, e infinitamente superior todavía en el caso de los seres humanos; un dato que explica el motivo por el cual somos capaces de desplegar un abanico mucho más amplio de reacciones —y de matices— ante nuestras emociones. Mientras que el conejo o el mono rhesus sólo dispone de un conjunto muy restringido de respuestas posibles ante el miedo, el neocórtex del ser humano, por su parte, permite un abanico de respuestas mucho más maleable, en el que cabe incluso llamar al 091. Cuanto más complejo es el sistema social, más fundamental resulta esta flexibilidad; y no hay mundo social más complejo que el del ser humano.' Pero el hecho es que estos centros superiores no gobiernan la totalidad de la vida emocional porque, en los asuntos decisivos del corazón —y, más especialmente, en las situaciones emocionalmente críticas—, bien podríamos decir que delegan su cometido en el sistema límbico. Las ramificaciones nerviosas que extendieron el alcance de la zona límbica son tantas, que el cerebro emocional sigue desempeñando un papel fundamental en la arquitectura de nuestro sistema nervioso. La región emocional es el sustrato en el que creció y se desarrolló nuestro nuevo cerebro pensante y sigue estando estrechamente vinculada con él por miles de circuitos neuronales. Esto es precisamente lo que confiere a los centros de la emoción un poder extraordinario para influir en el funcionamiento global del cerebro (incluy endo, por cierto, a los centros del pensamiento). 2. ANATOMÍA DE UN SECUESTRO EMOCIONAL La vida es una comedia para quienes piensan y una tragedia para quienes sienten. Hornee Walpole Era una calurosa tarde de agosto del año 1963, la misma en que el reverendo Martin Luther King, jr. pronunciara en Washington aquella famosa conferencia que comenzó con la frase « Hoy tuve un sueño» ante los manifestantes de la marcha en pro de los derechos civiles. Aquella tarde, Richard Robles, un delincuente habitual condenado a tres años de prisión por los más de cien robos que había llevado a cabo para mantener su adicción a la heroína y que, por aquel entonces, se hallaba en libertad condicional, decidió robar por última vez. Según declaró posteriormente, había tomado la decisión de dejar de robar pero necesitaba desesperadamente dinero para su amiga y para su hija de tres años de edad. El lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York que Robles eligió para aquella ocasión pertenecía a dos jóvenes mujeres, Janice Wy lie, investigadora de la revista Newsweek, de veintiún años, y Emily Hoffert, de veintitrés años de edad y maestra en una escuela primaria. Robles creía que no había nadie en casa pero se equivocó y. una vez dentro, se encontró con Wy lie y se vio obligado a amenazarla con un cuchillo y amordazaría, y lo mismo tuvo que hacer cuando, a punto de salir, tropezó con Hoffert. Según contó años más tarde, mientras estaba amordazando a Hoffert, Janice Wy lie le aseguró que nunca lograría escapar porque ella recordaría su rostro y no cejaría hasta que la policía diera con él. Robles, que se había jurado que aquél sería su último robo, entró entonces en pánico y perdió completamente el control de sí mismo. Luego, en pleno ataque de locura, golpeó a las dos mujeres con una botella hasta dejarlas inconscientes y, dominado por la rabia y el miedo, las apuñaló una y otra vez con un cuchillo de cocina. Veinticinco años más tarde, recordando el incidente, se lamentaba diciendo: « estaba como loco. Mi cabeza simplemente estalló». Durante todo este tiempo Robles no ha dejado de arrepentirse de aquel arrebato de violencia. Hoy en día, treinta años más tarde, sigue todavía en prisión por lo que ha terminado conociéndose como « el asesinato de las universitarias». Este tipo de explosiones emocionales constituy e una especie de secuestro neuronal. Según sugiere la evidencia, en tales momentos un centro del sistema límbico declara el estado de urgencia y recluta todos los recursos del cerebro para llevar a cabo su impostergable tarea. Este secuestro tiene lugar en un instante y desencadena una reacción decisiva antes incluso de que el neocórtex —el cerebro pensante— tenga siquiera la posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que está ocurriendo, y mucho menos todavía de decidir si se trata de una respuesta adecuada. El rasgo distintivo de este tipo de secuestros es que, pasado el momento crítico, el sujeto no sabe bien lo que acaba de ocurrir. Hay que decir también que estos secuestros no son, en modo alguno, incidentes aislados y que tampoco suelen conducir a crímenes tan detestables como « el asesinato de las universitarias». En forma menos drástica, aunque no, por ello, menos intensa, se trata de algo que nos sucede a todos con cierta frecuencia. Recuerde, sin ir más lejos, la última ocasión en la que usted mismo « perdió el control de la situación» y explotó ante alguien —tal vez su esposa. su hijo o el conductor de otro vehículo— con una intensidad que retrospectivamente considerada, le pareció completamente desproporcionada. Es muy probable que aquél también fuera un secuestro, un golpe de estado neural que, como veremos, se origina en la amígdala, uno de los centros del cerebro límbico. Pero no todos los secuestros límbicos son tan peligrosos porque cuando por ejemplo, alguien sufre un ataque de risa, también se halla dominado por una reacción límbica, y lo mismo ocurre en los momentos de intensa alegría. Cuando Dan Jansen, tras varios intentos infructuosos de conseguir una medalla de oro olímpica en la modalidad de patinaje sobre hielo (que, por cierto, había prometido alcanzar, en su lecho de muerte, a su moribunda hermana) logró finalmente alcanzar su objetivo en la carrera de mil metros de la Olimpiada de Invierno de 1994 en Noruega, la excitación y la euforia que experimentó su esposa fue tal, que tuvo que ser asistida de urgencia por el equipo médico junto a la misma pista de patinaje. LA SEDE DE TODAS LAS PASIONES La amígdala del ser humano es una estructura relativamente grande en comparación con la de nuestros parientes evolutivos, los primates. Existen, en realidad, dos amígdalas que constituy en un conglomerado de estructuras interconectadas en forma de almendra (de ahí su nombre, un término que se deriva del vocablo griego que significa « almendra» ), y se hallan encima del tallo encefálico, cerca de la base del anillo límbico, ligeramente desplazadas hacia delante. El hipocampo y la amígdala fueron dos piezas clave del primitivo « cerebro olfativo» que, a lo largo del proceso evolutivo, terminó dando origen al córtex y posteriormente al neocórtex. La amígdala está especializada en las cuestiones emocionales y en la actualidad se considera como una estructura límbica muy ligada a los procesos del aprendizaje y la memoria. La interrupción de las conexiones existentes entre la amígdala y el resto del cerebro provoca una asombrosa ineptitud para calibrar el significado emocional de los acontecimientos, una condición que a veces se llama « ceguera afectiva». A falta de toda carga emocional, los encuentros interpersonales pierden todo su sentido. Un joven cuy a amígdala se extirpó quirúrgicamente para evitar que sufriera ataques graves perdió todo interés en las personas y prefería sentarse a solas, ajeno a todo contacto humano. Seguía siendo perfectamente capaz de mantener una conversación, pero y a no podía reconocer a sus amigos íntimos, a sus parientes ni siquiera a su misma madre, y permanecía completamente impasible ante la angustia que les producía su indiferencia. La ausencia funcional de la amígdala parecía impedirle todo reconocimiento de los sentimientos y todo sentimiento sobre sus propios sentimientos. La amígdala constituy e, pues, una especie de depósito de la memoria emocional y, en consecuencia, también se la puede considerar como un depósito de significado. Es por ello por lo que una vida sin amígdala es una vida despojada de todo significado personal. Pero la amígdala no sólo está ligada a los afectos sino que también está relacionada con las pasiones. Aquellos animales a los que se les ha seccionado o extirpado quirúrgicamente la amígdala carecen de sentimientos de miedo y de rabia, renuncian a la necesidad de competir y de cooperar, pierden toda sensación del lugar que ocupan dentro del orden social y su emoción se halla embotada y ausente. El llanto, un rasgo emocional típicamente humano, es activado por la amígdala y por una estructura próxima a ella, el gy rus cingulatus. Cuando uno se siente apoy ado, consolado y confortado, esas mismas regiones cerebrales se ocupan de mitigar los sollozos pero, sin amígdala, ni siquiera es posible el desahogo que proporcionan las lágrimas. Joseph LeDoux, un neurocientífico del Center for Neural Science de la Universidad de Nueva York, fue el primero en descubrir el Importante papel desempeñado por la amígdala en el cerebro emocional. LeDoux forma parte de una nueva hornada de neurocientíficos que, utilizando métodos y tecnologías innovadoras, se han dedicado a cartografiar el funcionamiento del cerebro con un nivel de precisión anteriormente desconocido que pone al descubierto misterios de la mente inaccesibles para las generaciones anteriores. Sus descubrimientos sobre los circuitos nerviosos del cerebro emocional han llegado a desarticular las antiguas nociones existentes sobre el sistema límbico, asignando a la amígdala un papel central y otorgando a otras estructuras límbicas funciones muy diversas. La investigación llevada a cabo por LeDoux explica la forma en que la amígdala asume el control cuando el cerebro pensante, el neocórtex, todavía no ha llegado a tomar ninguna decisión. Como veremos, el funcionamiento de la amígdala y su interrelación con el neocórtex constituy en el núcleo mismo de la inteligencia emocional. EL REPETIDOR NEURONAL Los momentos más interesantes para comprender el poder de las emociones en nuestra vida mental son aquéllos en los que nos vemos inmersos en acciones pasionales de las que más tarde, una vez que las aguas han vuelto a su cauce, nos arrepentimos. ¿Cómo podemos volvemos irracionales con tanta facilidad? Tomemos, por ejemplo, el caso de una joven que condujo durante un par de horas para ir a Boston y almorzar y pasar el día con su novio. Durante la comida él le regaló un cartel español muy difícil de encontrar y por el que había estado suspirando desde hacia meses. Pero todo pareció desvanecerse cuando ella le sugirió que fueran al cine y él respondió que no podían pasar el día juntos porque tenía entrenamiento de béisbol. Dolida y recelosa, nuestra amiga rompió entonces a llorar, salió del café y arrojó el cartel a un cubo de la basura. Meses más tarde, recordando el incidente, estaba más arrepentida por la pérdida del cartel que por haberse marchado con cajas destempladas. No hace mucho tiempo que la ciencia ha descubierto el papel esencial desempeñado por la amígdala cuando los sentimientos impulsivos desbordan la razón. Una de las funciones de la amígdala consiste en escudriñar las percepciones en busca de alguna clase de amenaza. De este modo, la amígdala se convierte en un importante vigía de la vida mental, una especie de centinela psicológico que afronta toda situación, toda percepción, considerando una sola cuestión, la más primitiva de todas: « ¿Es algo que odioNo hay ? ¿A lo que temo?» En el caso de que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa, la amígdala reaccionará al momento poniendo en funcionamiento todos sus recursos neurales y cablegrafiando un mensaje urgente a todas las regiones del cerebro. En la arquitectura cerebral, la amígdala constituy e una especie de servicio de vigilancia dispuesto a alertar a los bomberos, la policía y los vecinos ante cualquier señal de alarma. En el caso de que, por ejemplo, suene la alarma de miedo, la amígdala envía mensajes urgentes a cada uno de los centros fundamentales del cerebro, disparando la secreción de las hormonas corporales que predisponen a la lucha o a la huida, activando los centros del movimiento y estimulando el sistema cardiovascular, los músculos y las vísceras: La amígdala también es la encargada de activar la secreción de dosis masivas de noradrenalina, la hormona que aumenta la reactividad de ciertas regiones cerebrales clave. entre las que destacan aquéllas que estimulan los sentidos y ponen el cerebro en estado de alerta. Otras señales adicionales procedentes de la amígdala también se encargan de que el tallo encefálico inmovilice el rostro en una expresión de miedo, paralizando al mismo tiempo aquellos músculos que no tengan que ver con la situación, aumentando la frecuencia cardíaca y la tensión sanguínea y enlenteciendo la respiración. Otras señales de la amígdala dirigen la atención hacia la fuente del miedo y predisponen a los músculos para reaccionar en consecuencia. Simultáneamente los sistemas de la memoria cortical se imponen sobre cualquier otra faceta de pensamiento en un intento de recuperar todo conocimiento que resulte relevante para la emergencia presente. Estos son algunos de los cambios cuidadosamente coordinados y orquestados por la amígdala en su función rectora del cerebro (véase el apéndice C para tener una visión más detallada a este respecto). De este modo, la extensa red de conexiones neuronales de la amígdala permite, durante una crisis emocional, reclutar y dirigir una gran parte del cerebro, incluida la mente racional. EL CENTINELA EMOCIONAL Un amigo me contó que, hace unos años, se hallaba de vacaciones en Inglaterra almorzando en la terraza de un café ubicado junto a un canal. Luego dio un paseo por la orilla del canal cuando de pronto, vio a una niña que miraba aterrada el agua. Antes de poder formarse una idea clara y darse cuenta de lo que pasaba, y a había saltado al canal, sin quitarse la chaqueta ni los zapatos. Sólo una vez en el agua comprendió que la chica miraba a un niño que estaba ahogándose y a quien finalmente pudo terminar rescatando. ¿Qué fue lo que le hizo saltar al agua antes incluso de darse cuenta del motivo de su reacción? La respuesta, en mi opinión, hay que buscarla en la amígdala. En uno de los descubrimientos más interesantes realizados en la última década sobre la emoción, LeDoux descubrió el papel privilegiado que desempeña la amígdala en la dinámica cerebral como una especie de centinela emocional capaz de secuestrar al cerebro. Esta investigación ha demostrado que la primera estación cerebral por la que pasan las señales sensoriales procedentes de los ojos o de los oídos es el tálamo y, a partir de ahí y a través de una sola sinapsis, la amígdala. Otra vía procedente del tálamo lleva la señal hasta el neocórtex, el cerebro pensante. Esa ramificación permite que la amígdala comience a responder antes de que el neocórtex hay a ponderado la información a través de diferentes niveles de circuitos cerebrales, se aperciba plenamente de lo que ocurre y finalmente emita una respuesta más adaptada a la situación. La investigación realizada por LeDoux constituy e una auténtica revolución en nuestra comprensión de la vida emocional que revela por vez primera la existencia de vías nerviosas para los sentimientos que eluden el neocórtex. Este circuito explicaría el gran poder de las emociones para desbordar a la razón porque los sentimientos que siguen este camino directo a la amígdala son los más intensos y primitivos. Hasta hace poco, la visión convencional de la neurociencia ha sido que el ojo, el oído y otros órganos sensoriales transmiten señales al tálamo y. desde ahí, a las regiones del neocórtex encargadas de procesar las impresiones sensoriales y organizarlas tal y como las percibimos. En el neocórtex, las señales se interpretan para reconocer lo que es cada objeto y lo que significa su presencia. Desde el neocórtex —sostiene la vieja teoría— las señales se envían al sistema límbico y, desde ahí, las vías eferentes irradian las respuestas apropiadas al resto del cuerpo. Ésta es la forma en la que funciona la may or parte del tiempo, pero LeDoux descubrió, junto a la larga vía neuronal que va al córtex, la existencia de una pequeña estructura neuronal que comunica directamente el tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta —una especie de atajo— permite que la amígdala reciba algunas señales directamente de los sentidos y emita una respuesta antes de que sean registradas por el neocórtex. Este descubrimiento ha dejado obsoleta la antigua noción de que la amígdala depende de las señales procedentes del neocórtex para formular su respuesta emocional a causa de la existencia de esta vía de emergencia capaz de desencadenar una respuesta emocional gracias un circuito reverberante paralelo que conecta la amígdala con el neocórtex. Por ello la amígdala puede llevarnos a actuar antes incluso de que el más lento —aunque ciertamente más informado— neocórtex despliegue sus también más refinados planes de acción. El hallazgo de LeDoux ha transformado la noción prevalente sobre los caminos seguidos por las emociones a través de su investigación del miedo en los animales. En un experimento concluy ente, LeDoux destruy ó el córtex auditivo de las ratas y luego las expuso a un sonido que iba acompañado de una descarga eléctrica. Las ratas no tardaron en aprender a temer el sonido. aun cuando su neocórtex no llegara a registrarlo. En este caso, el sonido seguía la ruta directa del oído al tálamo y, desde allí, a la amígdala, saltándose todos los circuitos principales. Las ratas, en suma, habían aprendido una reacción emocional sin la menor implicación de las estructuras corticales superiores. En tal caso, la amígdala percibía, recordaba y orquestaba el miedo de una manera completamente independiente de toda participación cortical. Según me dijo LeDoux: « anatómicamente hablando, el sistema emocional puede actuar independientemente del neocórtex. Existen ciertas reacciones y recuerdos emocionales que tienen lugar sin la menor participación cognitiva consciente». La amígdala puede albergar y activar repertorios de recuerdos y de respuestas que llevamos a cabo sin que nos demos cuenta del motivo por el que lo hacemos, porque el atajo que va del tálamo a la amígdala deja completamente de lado al neocórtex. Este atajo permite que la amígdala sea una especie de almacén de las impresiones y los recuerdos emocionales de los que nunca hemos sido plenamente conscientes. Fig. 1 - RESPUESTA DE LUCHA O HUÍDA Aumento de la frecuencia cardíaca y de la tensión arterial. La musculatura larga se prepara para responder rápidamente. Una señal visual va de la retina al tálamo, en donde se traduce al lenguaje del cerebro. La may or parte de este mensaje va después al cortex visual, en donde se analiza y evalúa en busca de su significado para emitir la respuesta apropiada. Si esta respuesta es emocional, una señal se dirige a la amígdala para activar los centros emocionales, pero una pequeña porción de la señal original va directamente desde el tálamo a la amígdala por una vía más corta, permitiendo una respuesta más rápida (aunque ciertamente también más imprecisa). De este modo la amígdala puede desencadenar una respuesta antes de que los centros corticales hay an comprendido completamente lo que está ocurriendo. ¡Y LeDoux afirma que es precisamente el papel subterráneo desempeñado por la amígdala en la memoria el que explica, por ejemplo, un sorprendente experimento en el que las personas adquirieron una preferencia por figuras geométricas extrañas cuy as imágenes habían visto previamente a tal velocidad que ni siquiera les había permitido ser conscientes de ellas! Otra investigación ha demostrado que, durante los primeros milisegundos de cualquier percepción, no sólo sabemos inconscientemente de qué se trata sino que también decidimos si nos gusta o nos desagrada. De este modo, nuestro « inconsciente cognitivo» no sólo presenta a nuestra conciencia la identidad de lo que vemos sino que también le ofrece nuestra propia opinión al respecto. Nuestras emociones tienen una mente propia, una mente cuy as conclusiones pueden ser completamente distintas a las sostenidas por nuestra mente racional. EL ESPECIALISTA EN LA MEMORIA EMOCIONAL Las opiniones inconscientes son recuerdos emocionales que se almacenan en la amígdala. La investigación llevada a cabo por LeDoux y otros neurocientíficos parece sugerir que el hipocampo —que durante mucho tiempo se había considerado como la estructura clave del sistema límbico— no tiene tanto que ver con la emisión de respuestas emocionales como con el hecho de registrar y dar sentido a las pautas perceptivas. La principal actividad del hipocampo consiste en proporcionar una aguda memoria del contexto, algo que es vital para el significado emocional. Es el hipocampo el que reconoce el diferente significado de, pongamos por caso, un oso en el zoológico y un oso en el jardín de su casa. Y si el hipocampo es el que registra los hechos puros, la amígdala, por su parte, es la encargada de registrar el clima emocional que acompaña a estos hechos. Si, por ejemplo, al tratar de adelantar a un coche en una vía de dos carriles estimamos mal las distancias y tenemos una colisión frontal, el hipocampo registra los detalles concretos del accidente, qué anchura tenía la calzada, quién se hallaba con nosotros y qué aspecto tenía el otro vehículo. Pero es la amígdala la que, a partir de ese momento, desencadenará en nosotros un impulso de ansiedad cada vez que nos dispongamos a adelantar en circunstancias similares. Como me dijo LeDoux: « el hipocampo es una estructura fundamental para reconocer un rostro como el de su prima, pero es la amígdala la que le agrega el clima emocional de que no parece tenerla en mucha estima». El cerebro utiliza un método simple pero muy ingenioso para registrar con especial intensidad los recuerdos emocionales, y a que los mismos sistemas de alerta neuroquimicos que preparan al cuerpo para reaccionar ante cualquier amenaza —luchando o escapando— también se encargan de grabar vívidamente este momento en la memoria. En caso de estrés o de ansiedad, o incluso en el caso de una intensa alegría, un nervio que conecta el cerebro con las glándulas suprarrenales (situadas encima de los riñones), estimulando la secreción de las hormonas adrenalina y noradrenalina, disponiendo así al cuerpo para responder ante una urgencia. Estas hormonas activan determinados receptores del nervio vago, encargado, entre otras muchas cosas, de transmitir los mensajes procedentes del cerebro que regulan la actividad cardíaca y, a su vez, devuelve señales al cerebro, activado también por estas mismas hormonas. Y el principal receptor de este tipo de señales son las neuronas de la amígdala que, una vez activadas, se ocupan de que otras regiones cerebrales fortalezcan el recuerdo de lo que está ocurriendo. Esta activación de la amígdala parece provocar una intensificación emocional que también profundiza la grabación de esas situaciones. Este es el motivo por el cual, por ejemplo, recordamos a dónde fuimos en nuestra primera cita o qué estábamos haciendo cuando oímos la noticia de la explosión de la lanzadera espacial Challenger. Cuanto más intensa es la activación de la amígdala, más profunda es la impronta y más indeleble la huella que dejan en nosotros las experiencias que nos han asustado o nos han emocionado. Esto significa, en efecto, que el cerebro dispone de dos sistemas de registro, uno para los hechos ordinarios y otro para los recuerdos con una intensa carga emocional, algo que tiene un gran interés desde el punto de vista evolutivo porque garantiza que los animales tengan recuerdos particularmente vívidos de lo que les amenaza y de lo que les agrada. Pero, además de todo lo que acabamos de ver, los recuerdos emocionales pueden llegar a convenirse en falsas guías de acción para el momento presente. UN SISTEMA DE ALARMA NEURONAL ANTICUADO Uno de los inconvenientes de este sistema de alarma neuronal es que, con más frecuencia de la deseable, el mensaje de urgencia mandado por la amígdala suele ser obsoleto, especialmente en el cambiante mundo social en el que nos movemos los seres humanos. Como almacén de la memoria emocional, la amígdala escruta la experiencia presente y la compara con lo que sucedió en el pasado. Su método de comparación es asociativo, es decir que equipara cualquier situación presente a otra pasada por el mero hecho de compartir unos pocos rasgos característicos similares. En este sentido se trata de un sistema rudimentario que no se detiene a verificar la adecuación o no de sus conclusiones y actúa antes de confirmar la gravedad de la situación. Por esto que nos hace reaccionar al presente con respuestas que fueron grabadas hace y a mucho tiempo, con pensamientos, emociones y reacciones aprendidas en respuesta a acontecimientos vagamente similares, lo suficientemente similares como para llegar a activar la amígdala. No es de extrañar que una antigua enfermera de la marina, traumatizada por las espantosas heridas que una vez tuvo que atender en tiempo de guerra, se viera súbitamente desbordada por una mezcla de miedo, repugnancia y pánico cuando, años más tarde, abrió la puerta de un armario en el que su hijo pequeño había escondido un hediondo pañal. Bastó con que la amígdala reconociera unos pocos elementos similares a un peligro pasado para que terminara decretando el estado de alarma. El problema es que, junto a esos recuerdos cargados emocionalmente, que tienen el poder de desencadenar una respuesta en un momento crítico, coexisten también formas de respuesta obsoletas. En tales momentos la imprecisión del cerebro emocional, se ve acentuada por el hecho de que muchos de los recuerdos emocionales más intensos proceden de los primeros años de la vida y de las relaciones que el niño mantuvo con las personas que le criaron (especialmente de las situaciones traumáticas, como palizas o abandonos). Durante ese temprano período de la vida, otras estructuras cerebrales, especialmente el hipocampo (esencial para el recuerdo emocional) y el neocórtex (sede del pensamiento racional) todavía no se encuentran plenamente maduros. En el caso del recuerdo, la amígdala y el hipocampo trabajan conjuntamente y cada una de estas estructuras se ocupa de almacenar y recuperar independientemente un determinado tipo de información. Así, mientras que el hipocampo recupera datos puros, la amígdala determina si esa información posee una carga emocional. Pero la amígdala del niño suele madurar mucho más rápidamente. LeDoux ha estudiado el papel desempeñado por la amígdala en la infancia y ha llegado a una conclusión que parece respaldar uno de los principios fundamentales del pensamiento psicoanalítico, es decir, que la interacción —los encuentros y desencuentros— entre el niño y sus cuidadores durante los primeros años de vida constituy e un auténtico aprendizaje emocional. En opinión de LeDoux, este aprendizaje emocional es tan poderoso y resulta tan difícil de comprender para el adulto porque está grabado en la amígdala con la impronta tosca y no verbal propia de la vida emocional. Estas primeras lecciones emocionales se impartieron en un tiempo en el que el niño todavía carecía de palabras y, en consecuencia, cuando se reactiva el correspondiente recuerdo emocional en la vida adulta, no existen pensamientos articulados sobre la respuesta que debemos tomar. El motivo que explica el desconcierto ante nuestros propios estallidos emocionales es que suelen datar de un período tan temprano que las cosas nos desconcertaban y ni siquiera disponíamos de palabras para comprender lo que sucedía. Nuestros sentimientos tal vez sean caóticos, pero las palabras con las que nos referimos a esos recuerdos no lo son. CUANDO LAS EMOCIONES SON RÁPIDAS Y TOSCAS Serían las tres de la mañana cuando un ruido estrepitoso procedente de un rincón de mi dormitorio me despertó bruscamente, como si el techo se estuviera desmoronando y todo el contenido de la buhardilla cay era al suelo. Inmediatamente salté de la cama y salí de la habitación, pero después de mirar cuidadosamente descubrí que lo único que se había caído era la pila de cajas que mi esposa había amontonado en la esquina el día anterior para ordenar el armario. Nada había caído de la buhardilla; de hecho, ni siquiera había buhardilla. El techo estaba intacto…, y y o también lo estaba. Ese salto de la cama medio dormido —que realmente podría haberme salvado la vida en el caso de que el techo ciertamente se hubiera desplomado— ilustra a la perfección el poder de la amígdala para impulsamos a la acción en caso de peligro antes de que el neocórtex tenga tiempo para registrar siquiera lo que ha ocurrido. En circunstancias así, el atajo que va desde el ojo —o el oído— hasta el tálamo y la amígdala resulta crucial porque nos proporciona un tiempo precioso cuando la proximidad del peligro exige de nosotros una respuesta inmediata. Pero el circuito que conecta el tálamo con la amígdala sólo se encarga de transmitir una pequeña fracción de los mensajes sensoriales y la may or parte de la información circula por la vía principal hasta el neocórtex. Por esto, lo que la amígdala registra a través de esta vía rápida es, en el mejor de los casos, una señal muy tosca, la estrictamente necesaria para activar la señal de alarma. Como dice LeDoux: « Basta con saber que algo puede resultar peligroso». Esa vía directa supone un ahorro valiosísimo en términos de tiempo cerebral (que, recordémoslo, se mide en milésimas de segundo). La amígdala de una rata, por ejemplo, puede responder a una determinada percepción en apenas doce milisegundos mientras que el camino que conduce desde el tálamo hasta el neocórtex y la amígdala requiere el doble de tiempo. (En los seres humanos todavía no se ha llevado a cabo esta medición pero, en cualquiera de los casos, la proporción existente entre ambas vías sería aproximadamente la misma.) La importancia evolutiva de esta ruta directa debe haber sido extraordinaria, al ofrecer una respuesta rápida que permitió ganar unos milisegundos críticos ante las situaciones peligrosas. Y es muy probable que esos milisegundos salvaran literalmente la vida de muchos de nuestros antepasados porque esa configuración ha terminado quedando impresa en el cerebro de todo protomamifero, incluy endo el de usted y el mío propio. De hecho, aunque ese circuito desempeñe un papel limitado en la vida mental del ser humano — restringido casi exclusivamente a las crisis emocionales— la may or parte de la vida mental de los pájaros, de los peces y de los reptiles gira en tomo a él, dado que su misma supervivencia depende de escrutar constantemente el entorno en busca de predadores y de presas. Según LeDoux: « El rudimentario cerebro menor de los mamíferos es el principal cerebro de los no mamíferos, un cerebro que permite una respuesta emocional muy veloz. Pero, aunque veloz, se trata también, al mismo tiempo, de una respuesta muy tosca, porque las células implicadas sólo permiten un procesamiento rápido, pero también impreciso». Tal vez esta imprecisión resulte adecuada, por ejemplo, en el caso de una ardilla, porque en tal situación se halla al servicio de la supervivencia y le permite escapar ante el menor asomo de peligro o correr detrás de cualquier indicio de algo comestible, pero en la vida emocional del ser humano esa vaguedad puede llegar a tener consecuencias desastrosas para nuestras relaciones, porque implica, figurativamente hablando, que podemos escapar o lanzarnos irracionalmente sobre alguna persona o sobre alguna cosa. (Consideremos en este sentido, por ejemplo, el caso de aquella camarera que derramó una bandeja con seis platos en cuanto vislumbró la figura de una mujer con una enorme cabellera pelirroja y rizada exactamente igual a la de la mujer por la que la había abandonado su ex-marido.) Estas rudimentarias confusiones emocionales, basadas en sentir antes que en el pensar, son calificadas por LeDoux como « emociones precognitivas» , reacciones basadas en impulsos neuronales fragmentarios, en bits de información sensorial que no han terminado de organizarse para configurar un objeto reconocible. Se trata de una forma elemental de información sensorial, una especie de « adivina la canción» neuronal —ese juego que consiste en adivinar el nombre de una melodía tras haber escuchado tan sólo unas pocas notas—, de intuir una percepción global apenas percibidos unos pocos rasgos. De este modo, cuando la amígdala experimenta una determinada pauta sensorial como algo urgente, no busca en modo alguno confirmar esa percepción, sino que simplemente extrae una conclusión apresurada y dispara una respuesta. No deberíamos sorprendemos de que el lado oscuro de nuestras emociones más intensas nos resulte incomprensible, especialmente en el caso de que estemos atrapados en ellas. La amígdala puede reaccionar con un arrebato de rabia o de miedo antes de que el córtex sepa lo que está ocurriendo, porque la emoción se pone en marcha antes que el pensamiento y de un modo completamente independiente de él. EL GESTOR DE LAS EMOCIONES El día en que Jessica, la hija de seis años de una amiga, pasó su primera noche en casa de una compañera, mi amiga se hallaba tan nerviosa como ella. Durante todo el día había tratado de que Jessica no se diera cuenta de su ansiedad pero, cuando estaba a punto de acostarse, sonó el timbre del teléfono y mi amiga soltó de inmediato el cepillo de dientes y corrió hacia el teléfono, con el corazón en un puño, mientras por su mente desfilaba todo tipo de imágenes de Jessica en peligro. « ¡Jessica!» —dijo mi amiga, descolgando bruscamente el teléfono. Y entonces escuchó la voz de una mujer disculpándose por haberse equivocado de número. Ante aquello, la madre de Jessica, recuperando de golpe la compostura, replicó mesuradamente: « ¿Con qué número desea hablar?». El hecho es que, mientras la amígdala prepara una reacción ansiosa e impulsiva, otra parte del cerebro emocional se encarga de elaborar una respuesta más adecuada. El regulador cerebral que desconecta los impulsos de la amígdala parece encontrarse en el otro extremo de una de las principales vías nerviosas que van al neocórtex, en el lóbulo prefrontal, que se halla inmediatamente detrás de la frente. El córtex prefrontal parece ponerse en funcionamiento cuando alguien tiene miedo o está enojado pero sofoca o controla el sentimiento para afrontar de un modo más eficaz la situación presente o cuando una evaluación posterior exige una respuesta completamente diferente, como ocurrió en el caso de mi amiga. De este modo, el área prefrontal constituy e una especie de modulador de las respuestas proporcionadas por la amígdala y otras regiones del sistema límbico, permitiendo la emisión de una respuesta más analítica y proporcionada. Habitualmente, las áreas prefrontales gobiernan nuestras reacciones emocionales. Recordemos que el camino nervioso más largo de los que sigue la información sensorial procedente del tálamo, no va a la amígdala sino al neocórtex y a sus muchos centros para asumir y dar sentido a lo que se percibe. Y esa información y nuestra respuesta correspondiente las coordinan los lóbulos prefrontales, la sede de la planificación y de la organización de acciones tendentes a un objetivo determinado, incluy endo las acciones emocionales. En el neocórtex, una serie de circuitos registra y analiza esta información, la comprende y organiza gracias a los lóbulos prefrontales, y si, a lo largo de ese proceso, se requiere una respuesta emocional, es el lóbulo prefrontal quien la dicta, trabajando en equipo con la amígdala y otros circuitos del cerebro emocional. Este suele ser el proceso normal de elaboración de una respuesta, un proceso que —con la sola excepción de las urgencias emocionales— tiene en cuenta el discernimiento. Así pues, cuando una emoción se dispara, los lóbulos prefrontales ponderan los riesgos y los beneficios de las diversas acciones posibles y apuestan por la que consideran más adecuada. Cuándo atacar y cuándo huir, en el caso de los animales, y cuándo atacar, cuándo huir, y también cuándo tranquilizar, cuándo disuadir, cuándo buscar la simpatía de los demás, cuándo permanecer a la defensiva, cuándo despertar el sentimiento de culpa, cuándo quejarse, cuándo alardear, cuándo despreciar, etcétera —mediante todo nuestro amplio repertorio de artificios emocionales— en el caso de los seres humanos. El tiempo cerebral invertido en la respuesta neocortical es may or que el que requiere el mecanismo del secuestro emocional porque las vías nerviosas implicadas son más largas… pero no debemos olvidar que también se trata de una respuesta más juiciosa y más considerada porque, en este caso, el pensamiento precede al sentimiento. El neocórtex es el responsable de que nos entristezcamos cuando experimentamos una pérdida, de que nos alegremos después de haber conseguido algo que considerábamos importante o de que nos sintamos dolidos o encolerizados por lo que alguien nos ha dicho o nos ha hecho. Del mismo modo que sucede con la amígdala, sin el concurso de los lóbulos prefrontales gran parte de nuestra vida emocional desaparecería porque sin comprensión de que algo merece una respuesta emocional, no hay respuesta emocional alguna. Desde la aparición (en la década de los cuarenta) de la tristemente famosa « cura» quirúrgica de la enfermedad mental —la lobotomía prefrontal, una operación que consistía en seccionar las conexiones existentes entre el córtex prefrontal y el cerebro inferior o en extirpar parcialmente (con frecuencia de un modo bastante torpe) una parte de los lóbulos prefrontales— los neurólogos han sospechado que éstos desempeñan un importante papel en la vida emocional. En aquella época, anterior a la aparición de una medicación eficaz para el tratamiento de la enfermedad mental, la lobotomía era aclamada como el tratamiento para resolver los problemas mentales más graves: ¡corta los vínculos entre los lóbulos prefrontales y el resto del cerebro y « liberarás» al paciente de su trastorno!… sin embargo, la eliminación de conexiones nerviosas clave terminaba también, por desgracia, « liberando» al paciente de su vida emocional, porque se había destruido su circuito maestro. El secuestro emocional parece implicar dos dinámicas distintas: la activación de la amígdala y el fracaso en activar los procesos neocorticales que suelen mantener equilibradas nuestras respuestas emocionales. En esos momentos, la mente racional se ve desbordada por la mente emocional y lo mismo ocurre con la función del córtex prefrontal como un gestor eficaz de las emociones sopesando las reacciones antes de actuar y amortiguando las señales de activación enviadas por la amígdala y otros centros límbicos, como un padre que impide que su hijo se comporte arrebatando todo lo que quiere y le enseña a pedirlo (o a esperar).' El interruptor que « apaga» la emoción perturbadora parece hallarse en el lóbulo prefrontal izquierdo. Los neurofisiólogos que han estudiado los estados de ánimo de pacientes con lesiones en el lóbulo prefrontal han llegado a la conclusión de que una de las funciones del lóbulo prefrontal izquierdo consiste en actuar como una especie de termostato neural que regula las emociones desagradables. Así pues, el lóbulo prefrontal derecho es la sede de sentimientos negativos como el miedo y la agresividad. mientras que el lóbulo prefrontal izquierdo los tiene a ray a. muy probablemente inhibiendo el lóbulo derecho. En un determinado estudio, por ejemplo, los pacientes con lesiones en el córtex prefrontal izquierdo eran proclives a experimentar miedos y preocupaciones catastrofistas mientras que aquéllos otros con lesiones en el córtex prefrontal derecho eran « desproporcionadamente joviales» , bromeaban continuamente durante las pruebas neurológicas y estaban tan despreocupados que no ponían el menor cuidado en lo que estaban haciendo. Éste fue precisamente el caso de un marido feliz, un hombre al que se le había extirpado parcialmente el lóbulo prefrontal derecho para eliminar una malformación cerebral, una operación después de la cual había experimentado un auténtico cambio de personalidad que le convirtió en una persona más amable y —según dijo la mar de contenta su esposa a los médicos— más afectiva. El lóbulo prefrontal izquierdo, en suma, parece formar parte de un circuito que se encarga de desconectar —o, al menos, de atenuar parcialmente— los impulsos emocionales más negativos. Así pues, si la amígdala constituy e una especie de señal de alarma, el lóbulo prefrontal izquierdo, por su parte, parece ser el interruptor que « desconecta» las emociones más perturbadoras, como si la amígdala propusiera y el lóbulo prefrontal dispusiera. De este modo, las conexiones nerviosas existentes entre el córtex prefrontal y el sistema límbico no sólo resultan esenciales para llevar a cabo un ajuste fino de las emociones sino que también lo son para ay udamos a navegar a través de las decisiones vitales más importantes. ARMONIZANDO LA EMOCIÓN Y EL PENSAMIENTO Las conexiones existentes entre la amígdala (y las estructuras límbicas relacionadas con ella) y el neocórtex constituy en el centro de gravedad de las luchas y de los tratados de cooperación existentes entre el corazón y la cabeza, entre los pensamientos y los sentimientos. Esta vía nerviosa, en suma, explicaría el motivo por el cual la emoción es algo tan fundamental para pensar eficazmente, tanto para tomar decisiones inteligentes como para permitimos simplemente pensar con claridad. Consideremos el poder de las emociones para obstaculizar el pensamiento mismo. Los neurocientíficos utilizan el término « memoria de trabajo» para referirse a la capacidad de la atención para mantener en la mente los datos esenciales para el desempeño de una determinada tarea o problema (y a sea para descubrir los rasgos ideales que uno busca en una casa mientras hojea folletos de inmobiliarias como para considerar los elementos que intervienen en una de las pruebas de un test de razonamiento). La corteza prefrontal es la región del cerebro que se encarga de la memoria de trabajo. Pero, como acabamos de ver, existe una importante vía nerviosa que conecta los lóbulos prefrontales con el sistema límbico, lo cual significa que las señales de las emociones intensas — ansiedad, cólera y similares— pueden ocasionar parásitos neurales que saboteen la capacidad del lóbulo prefrontal para mantener la memoria de trabajo. Éste es el motivo por el cual, cuando estamos emocionalmente perturbados, solemos decir que « no puedo pensar bien» y también permite explicar por qué la tensión emocional prolongada puede obstaculizar las facultades intelectuales del niño y dificultar así su capacidad de aprendizaje. Estos déficit no los registra siempre los tests que miden el CI, aunque pueden ser determinados por análisis neuropsicológicos más precisos y colegidos de la continua agitación e impulsividad del niño. En un estudio llevado a cabo con alumnos de escuelas primarias que, a pesar de tener un CI por encima de la media, mostraban un pobre rendimiento académico, las pruebas neuropsicológicas determinaron claramente la presencia de un desequilibrio en el funcionamiento de la corteza frontal. Se trataba de niños impulsivos y ansiosos, a menudo desorganizados y problemáticos, que parecían tener un escaso control prefrontal sobre sus impulsos límbicos. Este tipo de niños presenta un elevado riesgo de problemas de fracaso escolar, alcoholismo y delincuencia, pero no tanto porque su potencial intelectual sea bajo sino porque su control sobre su vida emocional se halla severamente restringido. El cerebro emocional, completamente separado de aquellas regiones del cerebro cuantificadas por las pruebas corrientes del Cl, controla igualmente la rabia y la compasión. Se trata de circuitos emocionales que son esculpidos por la experiencia a lo largo de toda la infancia y que no deberíamos dejar completamente en manos del azar. También hay que tener en cuenta el papel que desempeñan las emociones hasta en las decisiones más « racionales». En su intento de comprensión de la vida mental, el doctor Antonio Damasio, un neurólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa, ha llevado a cabo un meticuloso estudio de los daños que presentan aquellos pacientes que tienen lesionadas las conexiones existentes entre la amígdala y el lóbulo prefrontal. En tales pacientes, el proceso de toma de decisiones se encuentra muy deteriorado aunque no presenten el menor menoscabo de su CI o de cualquier otro tipo de habilidades cognitivas. Pero, a pesar de que sus capacidades intelectuales permanezcan intactas, sus decisiones laborales y personales son desastrosas e incluso pueden obsesionarse con algo tan nimio como concertar una cita. Según el doctor Damasio, el proceso de toma de decisiones de estas personas se halla deteriorado porque han perdido el acceso a su aprendizaje emocional. En este sentido. el circuito de la amígdala prefrontal constituy e una encrucijada entre el pensamiento y la emoción, una puerta de acceso a los gustos y disgustos que el sujeto ha adquirido en el curso de la vida. Separadas de la memoria emocional de la amígdala, las valoraciones realizadas por el neocórtex dejan de desencadenar las reacciones emocionales que se le asociaron en el pasado y todo asume una gris neutralidad. En tal caso, cualquier estímulo, y a se trate de un animal favorito o de una persona detestable, deja de despertar atracción o rechazo; esos pacientes han « olvidado» todo aprendizaje emocional porque han perdido el acceso al lugar en el que éste se asienta, la amígdala. Estas averiguaciones condujeron al doctor Damasio a la conclusión contraintuitiva de que los sentimientos son indispensables para la toma racional de decisiones, porque nos orientan en la dirección adecuada para sacar el mejor provecho a las posibilidades que nos ofrece la fría lógica. Mientras que el mundo suele presentarnos un desbordante despliegue de posibilidades (¿En qué debería invertir los ahorros de mi jubilación? ¿Con quién debería casarme?), el aprendizaje emocional que la vida nos ha proporcionado nos ay uda a eliminar ciertas opciones y a destacar otras. Es así cómo —arguy e el doctor Damasio— el cerebro emocional se halla tan implicado en el razonamiento como lo está el cerebro pensante. Las emociones, pues, son importantes para el ejercicio de la razón. En la danza entre el sentir y el pensar, la emoción guía nuestras decisiones instante tras instante, trabajando mano a mano con la mente racional y capacitando —o incapacitando— al pensamiento mismo. Y del mismo modo, el cerebro pensante desempeña un papel fundamental en nuestras emociones, exceptuando aquellos momentos en los que las emociones se desbordan y el cerebro emocional asume por completo el control de la situación. En cierto modo, tenemos dos cerebros y dos clases diferentes de inteligencia: la inteligencia racional y la inteligencia emocional y nuestro funcionamiento en la vida está determinado por ambos. Por ello no es el CI lo único que debemos tener en cuenta, sino que también deberemos considerar la inteligencia emocional. De hecho, el intelecto no puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la inteligencia emocional, y la adecuada complementación entre el sistema límbico y el neocórtex, entre la amígdala y los lóbulos prefrontales, exige la participación armónica entre ambos. Sólo entonces podremos hablar con propiedad de inteligencia emocional y de capacidad intelectual. Esto vuelve a poner sobre el tapete el viejo problema de la contradicción existente entre la razón y el sentimiento. No es que nosotros pretendamos eliminar la emoción y poner la razón en su lugar —como quería Erasmo—, sino que nuestra intención es la de descubrir el modo inteligente de armonizar ambas funciones. El viejo paradigma proponía un ideal de razón liberada de los impulsos de la emoción, El nuevo paradigma, por su parte, propone armonizar la cabeza y el corazón. Pero, para llevar a cabo adecuadamente esta tarea, deberemos comprender con más claridad lo que significa utilizar inteligentemente las emociones. PARTE II LA NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL 3. CUANDO EL LISTO ES TONTO Hasta la fecha no ha sido posible determinar todavía el motivo exacto que indujo a un brillante estudiante de secundaria a apuñalar con un cuchillo de cocina a David Pologruto, su profesor de física. Pasemos ahora a describir los hechos, sobradamente conocidos. Jason H., estudiante de segundo año del instituto de Coral Springs (Florida) e indudable candidato a matrícula de honor, estaba obsesionado con la idea de ingresar en una prestigiosa facultad de medicina como la de Harvard. Pero Pologruto le había calificado con un notable alto, una nota que le obligaba a arrojar por la borda todos sus sueños, de modo que, provisto de un cuchillo de carnicero, se dirigió al laboratorio de física y, en el transcurso de una discusión con su profesor, n