JUSTICIA: ¿HACEMOS LO QUE DEBEMOS? PDF
Document Details
Uploaded by WieldyIrrational5645
UNAM FES Acatlán
Michael J. Sandel
Tags
Summary
This book, "Justicia: ¿Hacemos lo que debemos?" by Michael J. Sandel, examines the concept of justice through the lens of market economics and morality. It utilizes the example of price gouging after Hurricane Charley to explore how different ethical systems—utilitarianism, libertarianism, Kantianism, and others—apply to economic behavior during times of crisis. The book concludes by arguing for a form of civic virtue emphasizing consideration for others during times of hardship.
Full Transcript
JUSTICIA ¿HACEMOS LO QUE DEBEMOS? MICHAEL J. SANDEL Índice 1. Hacer lo que es debido 2. El principio de la máxima felicidad. El utilitarismo 3. ¿Somos nuestros propios dueños? El libertarismo 4. Ayuda de pago. Mercado y moral 5. Lo qu...
JUSTICIA ¿HACEMOS LO QUE DEBEMOS? MICHAEL J. SANDEL Índice 1. Hacer lo que es debido 2. El principio de la máxima felicidad. El utilitarismo 3. ¿Somos nuestros propios dueños? El libertarismo 4. Ayuda de pago. Mercado y moral 5. Lo que cuenta es el motivo. Immanuel Kant 6. En defensa de la igualdad. John Rawls 7. Argumentos sobre la acción afirmativa 8. ¿Qué se merece cada cual? Aristóteles 9. ¿Qué nos debemos los unos a los otros? Los dilemas de la lealtad 10............................................... La justicia y el bien común 1 Hacer lo que es debido En el verano de 2004, el huracán Charley salía con toda su violencia del golfo de México para acabar en el Atlántico, y de paso asolaba Florida. Murieron veintidós personas; los daños ascendieron a 11.000 millones de dólares. Pero tras de sí dejó también un debate acerca de los «precios abusivos». En una gasolinera de Orlando vendían a diez dólares las bolsas de hielo que antes costaban dos. Como no había energía eléctrica para las neveras o el aire acondicionado, a muchos no les quedó otro remedio que pagar. Los árboles derribados aumentaron la demanda de motosierras y reparaciones de tejados. Por retirar dos árboles del tejado de una casa se pidieron 23.000 dólares. Las tiendas que vendían pequeños generadores domésticos de electricidad por 250 dólares querían ahora 2.000. A una mujer de setenta y siete años que huía del huracán con su anciano marido y una hija discapacitada le cobraron 160 dólares por noche por una habitación de motel, cuando normalmente solo cuesta 40. Muchos montaron en cólera en Florida por esos precios hinchados. «Tras la tormenta, los buitres», rezaba un titular del periódico USA Today. Un vecino, cuando le dijeron que quitar un árbol que había caído sobre su tejado le iba a costar 10.500 dólares, declaró que estaba mal que los haya que «quieran aprovecharse de las penalidades y desgracias de otros». Charlie Crist, el fiscal general de ese estado, pensaba lo mismo: «Estoy asombrado de hasta dónde debe de llegar la codicia en el corazón de algunos para que pretendan apro- vecharse de quienes están sufriendo por un huracán». Florida tiene una ley que prohíbe las subidas especulativas de precios. Tras el huracán, la oficina del fiscal general recibió más de dos mil quejas. Algunas llegaron a los tribunales, y con éxito.. Un establecimiento de la cadena hotelera Days Inn, en West Palm Beach, tuvo que abonar 70.000 dólares en multas y en devoluciones a clientes a los que había cobrado de más. Sin embargo, a la vez que Crist imponía la ley contra los precios abusivos, algunos economistas sostenían que esa ley, y la indignación ciudadana, estaban fuera de lugar. Los filósofos y teólogos medievales creían que el intercambio de productos debía estar regido por el «precio justo», determinado por la tradición o el valor intrínseco de las cosas. En cambio, decían esos economistas, en una economía de mercado los precios vienen dados por la oferta y la demanda. No existe un «precio justo». Según Thomas Sowell, economista defensor del libre mercado, «precio abusivo» es «una expresión emocionalmente potente pero carente de sentido desde el punto de vista económico, de la que prescinden la mayoría de los economistas porque les parece demasiado confusa para tenerla en cuenta». Sowell pretendió explicar en el Tampa Tribune «que los "precios abusivos" le vienen bien a la gente de Florida». Las acusaciones de que los precios son abusivos se producen cuando «son claramente mayores de lo acostumbrado», escribía. Pero «los precios a los que se está acostumbrado» no son moralmente sacrosantos. No son más «especiales o "equitativos" que otros precios» que las circunstancias del mercado —incluidas las creadas por un huracán— puedan propiciar. Un precio más alto del hielo, el agua embotellada, las reparaciones de los tejados, los generadores y las habitaciones de los moteles tiene la ventaja, sostenía Sowell, de que limita el uso por los consumidores e incentiva a proveedores de lugares distantes a suministrar los bienes y servicios más necesarios tras un huracán. Si el hielo se pone a diez dólares la bolsa cuando Florida sufre cortes de electricidad durante los calores de agosto, los que lo fabrican verán que les merece la pena el esfuerzo de producir y expedir más. No tienen nada de injusto esos precios, explicaba Sowell; solo reflejan el valor que compradores y vendedores deciden darles a las cosas que se intercambian. JeffJacoby, columnista que aboga por el mercado, se basó en razones parecidas para atacar en el Boston Globe las leyes que prohiben las subidas especulativas de precios: «No es abusivo cobrar tanto como el mercado pueda soportar. No es codicioso o desaprensivo. Así es como se asignan los bienes y servicios en una sociedad libre». Reconocía que «las subidas bruscas y transitorias de precios despiertan la ira, sobre todo en aquellos a los que una tormenta mortífera ha sumido en una vorágine». Pero la cólera de la gente no justifica que se interfiera en el libre mercado. Al dar incentivos a los proveedores para que produzcan en mayor cantidad los bienes que se requieren, los precios aparentemente exorbitantes «hacen más bien que mal». Su conclusión: «De- monizar a comerciantes y proveedores no acelerará la recuperación de Florida. Déjeseles que procedan según su voluntad empresarial». El fiscal general Crist (republicano, que luego sería elegido gobernador de Florida) publicó un artículo de opinión en el periódico de Tampa donde defendía la ley que prohibía las subidas especulativas de precios: «Cuando hay una emergencia, el gobierno no puede quedarse a un lado mientras se les están cobrando precios desaforados a quienes huyen para salvar la vida o quieren, tras el huracán, cubrir las necesidades básicas de sus familias». Crist rechazaba que tales «precios desaforados» correspondiesen a un intercambio verdaderamente libre: No se trata de la situación normal de libre mercado, en la que los compradores deciden libremente, por su propia voluntad, acudir al mercado para encontrarse allí con quienes venden, por su propia voluntad también, y acordar con ellos un precio basado en la oferta y la demanda. Un comprador sujeto a coerción por una emergencia no tiene libertad. Forzosamente ha de adquirir lo que necesita, por ejemplo un alojamiento seguro. El debate sobre los precios abusivos que se produjo tras el huracán Charley suscita serias cuestiones concernientes a la moral y a la ley: ¿está mal que los vendedores de bienes y servicios saquen partido de un desastre natural cobrando tanto como el mercado pueda soportar? Si está mal, ¿qué debería hacer la ley al respecto, si es que debe hacer algo? ¿Debe prohibir el Estado las subidas especulativas de precios incluso si, con ello, interfiere en la libertad de compradores y vendedores de cerrar los tratos que deseen? BIENESTAR, LIBERTAD Y VIRTUD Esas cuestiones no se refieren solo a cómo deberían tratarse los individuos entre sí, sino a qué debería ser la ley y a cómo debería organizarse la sociedad. Se refieren a la justicia. Para responderlas, habremos de indagar el significado de la justicia. La verdad es que ya hemos empezado a hacerlo. Si se presta suficiente atención al debate sobre los precios abusivos, se verá que los argumentos a favor y en contra de las leyes que los prohíben giran alrededor de tres ideas: maxi- mizar el bienestar, respetar la libertad y promover la virtud. Cada una de ellas apunta a una manera diferente de concebir la justicia. El argumento común en favor de los mercados sin restricciones descansa en dos aseveraciones, una sobre el bienestar, la otra sobre la libertad. Según la primera, los mercados promueven el bienestar de la sociedad en su conjunto al ofrecer a los individuos incentivos para que trabajen mucho y suministren a los demás lo que quieren. (Aunque a menudo equiparamos informalmente el bienestar con la prosperidad económica, el concepto técnico de bienestar es más amplio; en él caben aspectos de la satisfacción social que no son económicos.) La segunda aseveración sostiene que los mercados respetan la libertad individual; en vez de imponer un cierto valor a los bienes y servicios, dejan que las personas escojan por sí mismas el que le dan a lo que se intercambian. No sorprende que los enemigos de las leyes contra los precios abusivos recurran a estos dos bien conocidos argumentos en favor de los mercados libres. ¿Qué responden los partidarios de esas leyes? En primer lugar, sostienen que el bienestar de la sociedad en su conjunto no gana con que se cobren precios exorbitantes en tiempos dificiles. Aunque los precios elevados incrementen el suministro de bienes, hay que contrapesar tal beneficio con la carga que imponen en quienes menos puedan pagarlos. Para el acomodado, pagar precios inflados por la gasolina o una habitación de motel será irri- tante; pero para quienes no tienen tanto supondrá una verdadera carga, que podrá hacer que se queden donde hay peligro en vez de ponerse a salvo. Los partidarios de las leyes contra los precios abusivos arguyen que todo cálculo del bienestar general ha de incluir las penalidades y el sufrimiento de quienes, por culpa de los precios demasiado altos, no puedan cubrir sus necesidades básicas durante una emergencia. En segundo lugar, quienes defienden las leyes que prohíben los precios abusivos mantienen que, en determinadas circunstancias, el libre mercado no es libre de verdad. Como señala Crist, «un comprador sujeto a coerción no tiene libertad. Forzosamente ha de adquirir lo que necesita, por ejemplo un alojamiento seguro». Cuando se huye con la familia de un huracán, el precio exorbitante que se paga por la gasolina o por un refugio no es en realidad un intercambio voluntario. Está más cerca de una extorsión. Por lo tanto, para establecer si las leyes contra los precios abusivos están justificadas habremos de evaluar estas formas enfrentadas de ver el bienestar y la libertad. Pero habremos también de tener en cuenta un argumento más. Buena parte del apoyo del público a las leyes contra los precios abusivos proceden de algo más visceral que el bienestar o la libertad. La gente se indigna con los «buitres» que medran con la desesperación de otros y quiere que se los castigue, no que se los premie con beneficios extraordinarios. A menudo se tacha a estos sentimientos de emociones atávicas y se cree que no deberían interferir en las políticas públicas o en el derecho. Como escribe Jacoby: «Demonizar a comerciantes y proveedores no acelerará la recuperación de Florida». Pero la indignación contra quienes cobran precios abusivos no es solo una ira irreflexiva. Remite a un argumento moral que debe tomarse en serio. La indignación es el tipo especial de ira que se siente cuando alguien obtiene lo que no se merece. Tal indignación es ira contra la injusticia. Crist llegaba al origen moral de la indignación cuando se preguntaba «hasta dónde debe de llegar la codicia en el corazón de algunos para que pretendan aprovecharse de quienes están sufriendo por un huracán». No relacionaba explícitamente este comentario con las leyes contra los precios abusivos. Sin embargo, en él va implícito un argumento del estilo del que se expone a continuación, el que podríamos llamar «argumento de la virtud». La codicia es un vicio, una mala manera de ser, en especial cuando lleva a que no se tengan en cuenta los sufrimientos de los demás. No es ya que sea un vicio personal; es que choca con la virtud cívica. En tiempos de tribulación, una buena sociedad empuja unida. En vez de empeñarse en obtener el máximo provecho, los unos miran por los otros. Una sociedad donde se explota al prójimo para conseguir una ganancia económica en tiempos de crisis no es una buena sociedad. La codicia excesiva es, pues, un vicio que una buena sociedad debe desalentar, si puede. Las leyes contra los precios abusivos no pueden abolir la codicia, pero sí pueden, al menos, restringir sus expresiones más desaprensivas y demostrar que la sociedad la desaprueba. Al castigar el comportamiento codicioso en vez de recompensarlo, la sociedad expresa su adhesión a la virtud cívica del sacrificio compartido por el bien común. Reconocer la fuerza moral del argumento de la virtud no equivale a insistir en que prevalezca siempre sobre otras consideraciones que se le enfrenten. En ciertas circunstancias podría concluirse que una región golpeada por un huracán debería hacer un pacto con el diablo: permitir los precios abusivos con la esperanza de atraer de bien lejos a un ejército de techadores y albañiles, aunque haya que incurrir en el coste moral de dar el visto bueno a la codicia. Arréglense los tejados ahora y la fibra de la sociedad después. Pero sobre todo hay que percatarse de que el debate sobre las leyes contra los precios abusivos no se refiere solo al bienestar y la libertad, sino también a la virtud, al cultivo de actitudes y disposiciones, a las cualidades del carácter de las que depende una buena sociedad. A algunos, entre ellos muchos que son partidarios de las leyes contra los precios abusivos, el argumento de la virtud les incomoda. La razón: parece que depende de juicios de valor más que los argumentos que se fundamentan en el bienestar y la libertad. Preguntarse si una política acelerará la recuperación económica o estimulará el crecimiento económico no entraña un juicio acerca de las preferencias de las personas. Da por sentado que no hay quien no prefiera ganar más a ganar menos, y no juzga cómo se gaste nadie luego su dinero. De modo parecido, preguntarse si las personas son verdaderamente libres de elegir cuando las circunstancias son coercitivas no lleva a evaluar sus preferencias. El problema está en si son libres o si están sujetas a coerción, y si lo son, en qué medida. El argumento dé la virtud, por el contrario, se basa en un juicio, el de que la codicia es un vicio que el Estado debe desalentar. Pero ¿quién juzga qué es una virtud y qué un vicio? Entre los ciudadanos de las sociedades pluralistas, ¿no hay acaso discrepancias por tales cosas? ¿Y no es peligroso imponer juicios relativos a la virtud por medio de leyes? Movidos por esta inquietud, muchos sostienen que el Estado debe ser neutral en lo que se refiere a virtudes y vicios; no debe perseguir el cultivo de las actitudes buenas o desalentar las malas. Cuando tentamos nuestras reacciones ante los precios abusivos vemos, pues, que nos empujan hacia dos direcciones distintas. Nos indignamos cuando hay quienes reciben lo que no se merecen; habría que castigar, pensamos, la codicia que se nutre de la miseria humana, no recompensarla. Y, sin embargo, nos inquietamos cuando juicios relativos a la virtud llegan a convertirse en ley. Este dilema apunta a una de las grandes cuestiones de la filosofía política: una sociedad justa, ¿ha de perseguir el fomento de la virtud de sus ciudadanos? ¿O no debería más bien la ley ser neutral entre concepciones contrapuestas de la virtud, de modo que los ciudadanos tengan la libertad de escoger por sí mismos la mejor manera de vivir? Según cuentan los manuales, esta cuestión separa el pensamiento político antiguo del moderno. En un aspecto importante, los manuales tienen razón. Aristóteles enseña que la justicia consiste en dar a cada uno lo que se merece. Y para determinar quién merece qué, hemos de determinar qué virtudes son dignas de recibir honores y recompensas. Según Aristóteles, no podemos hacernos una idea de cómo es una constitución justa sin haber reflexionado antes sobre la manera más deseable de vivir. Para él, la ley no puede ser neutral en lo que se refiere a las características de una vida buena. Por el contrario, los filósofos políticos modernos — desde Immanuel Kant en el siglo XVIII a John Rawls en el XX— sostienen que los principios de la justicia que definen nuestros derechos no deberían fundamentarse en ninguna concepción particular de la virtud o de cuál es la forma de vivir más deseable. Muy al contrario, una sociedad justa respeta la libertad de cada uno de escoger su propia concepción de la vida buena. Podría, pues, decirse que las teorías antiguas de la justicia parten de la virtud, mientras que las modernas parten de la libertad. Y en los capítulos siguientes exploraremos los puntos fuertes y débiles de ambas. Pero conviene tener bien presente que esa oposición puede llevar a error. Pues si fijamos nuestra atención en las discusiones sobre la justicia que animan la política contemporánea —no entre los filósofos, sino entre los hombres y mujeres corrientes—, veremos un cuadro más complicado. Es verdad que la mayor parte de esos debates trata, al menos en apariencia, de cómo se fomenta la prosperidad y se respeta la libertad individual. Pero bajo los argumentos, y a veces compitiendo con ellos, podemos vislumbrar a menudo otro grupo de convicciones, acerca de qué virtudes son dignas de honores y recompensas, acerca de qué manera de vivir debería promocionarse en una buena sociedad. Somos devotos de la prosperidad y la libertad; sin embargo, no podemos prescindir sin más de la vena enjuiciadora de la justicia. Parece que pensar en la justicia nos arrastra sin remedio a pensar en la mejor manera de vivir. ¿QUÉ HERIDAS DE GUERRA MERECEN UNA CONDECORACIÓN? Hay asuntos en los que las cuestiones concernientes a la virtud y el honor son demasiado evidentes para que se pueda pasarlas por alto. Pensemos en el reciente debate acerca de quiénes deberían poder optar a un Corazón Púrpura. Desde 1932, las fuerzas armadas de Estados Unidos conceden esta medalla a los soldados que han resultado heridos o que han muerto en combate como consecuencia de una acción del enemigo. Aparte del honor, la medalla otorga a quienes la reciben privilegios en los hospitales de veteranos. Desde el principio de las actuales guerras de Irak y Afganistán, se ha ido diagnosticando estrés postraumático y aplicando el correspondiente tratamiento a un número cada vez mayor de veteranos. Entre los síntomas se cuentan las pesadillas recurrentes, las depresiones graves y el suicidio. Se ha informado de que al menos trescientos mil veteranos sufren de estrés postraumático o depresión grave. Se ha propuesto que también ellos puedan optar a un Corazón Púrpura. Corno las dolencias psicológicas pueden incapacitar tanto o más que las físicas, sostienen quienes lo proponen, los soldados que padecen ese tipo de herida deberían recibir la medalla. El Pentágono anunció en 2009, después de que un comité asesor estudiase el problema, que se reservaría el Corazón Púrpura para los soldados con lesiones físicas. Los que padezcan dolencias mentales y traumas psicológicos no podrán optar a la medalla aunque cumplan los requisitos para recibir tratamientos médicos y pensiones de invalidez a cargo del Estado. El Pentágono dio dos razones por las que había decidido esto: porque el estrés postraumático no está causado intencionalmente por las acciones del enemigo y porque resulta difícil diagnosticarlo con objetividad. ¿Tomó el Pentágono la decisión correcta? En sí mismas, sus razones no resultan convincentes. En la guerra de Irak, una de las lesiones que con mayor frecuencia ha conducido a la concesión de un Corazón Púrpura es la perforación del tímpano causada por explosiones cercanas. Pero a diferencia de las balas y las bombas, esas explosiones no son una deliberada táctica del enemigo para herir o matar; son, como el estrés postraumático, un dañino efecto secundario de lo que ocurre en el campo de batalla. Y si bien quizá resulte más difícil diagnosticar las dolencias postraumáticas que una pierna rota, la lesión que infligen puede ser más grave y duradera. Como puso de manifiesto el debate, ya más en general, acerca del Corazón Púrpura, el meollo de la cuestión estriba en el significado de la medalla y de las virtudes que honra. ¿Cuáles, pues, son las virtudes pertinentes? Al contrario que otras medallas militares, el Corazón Púrpura honra el sacrificio, no el valor. No requiere un acto heroico, solo una lesión causada por el enemigo. El problema está en el tipo de lesiones que deban tomarse en consideración. Un grupo de veteranos, la Orden Militar del Corazón Púrpura, se opuso a que se otorgase la medalla por lesiones psicológicas porque, si se hiciese, se «degradaría» el honor que reporta. Un portavoz del grupo afirmó que «haber derramado sangre» debería ser un requisito esencial. No explicó por qué no debían contar las lesiones sin sangre. Pero Tyler E. Boudreau, antiguo capitán de marines partidario de incluir las lesiones psicológicas, ofrece un convincente análisis de la disputa. Atribuye la oposición a una actitud muy arraigada en el ejército, la de considerar que el estrés postraumático es una especie de debilidad. «La misma cultura que impone el pragmatismo y la dureza de sentimientos alienta también el escepticismo cuando se insinúa que la violencia de la guerra puede herir a la más sana de las mentes [...]. Por desgracia, mientras nuestra cultura militar mantenga su desprecio, al menos tácito, por las heridas de guerra psicológicas, es improbable que esos veteranos vean alguna' vez un Corazón Púrpura.» Por lo tanto, el debate sobre el Corazón Púrpura es más que una disputa médica o clínica sobre cómo se determina que de verdad hay una lesión. En la raíz del disenso se encuentran concepciones opuestas del carácter moral y del valor militar. Quienes insisten en que solo deben tenerse en cuenta las lesiones sangrientas creen que el estrés postraumático refleja una debilidad de carácter que no es merecedora de tal honor. Quienes creen que las lesiones psicológicas deben dar opción a recibir la medalla arguyen que los veteranos que sufren traumas duraderos y depresiones graves se han sacrificado por su país tan indudablemente, y tan honrosamente, como los que han perdido una pierna. La disputa sobre el Corazón Púrpura ilustra la lógica moral de la teoría aristotélica de la justicia. No podemos determinar quién se merece una medalla militar sin preguntarnos qué virtudes debe honrar la medalla. Y para responder esa pregunta habremos de sopesar concepciones contrapuestas del carácter y del sacrificio. Puede decirse que las medallas militares son un caso especial, un retroceso a una ética antigua, del honor y el sacrificio. Hoy en día, la mayor parte de nuestras discusiones en lo tocante a la justicia se refieren al reparto de los frutos de la prosperidad, o de las penalidades de tiempos difíciles, y a la definición de los derechos básicos de los ciudadanos. En tales planteamientos predominan las consideraciones relativas al bienestar y a la libertad. Pero los debates acerca de lo bueno y lo malo de la ordenación económica nos conducen con frecuencia al problema aristotélico de qué se merecen las personas y por qué. INDIGNACIÓN POR EL RESCATE BANCARIO La rabia pública por la crisis financiera de 2008- 2009 viene aquí a cuento. Durante años, los precios de las acciones y de la propiedad inmobiliaria habían estado subiendo mucho. El día del juicio llegó cuando reventó la burbuja inmobiliaria. Los bancos e instituciones financieras de Wall Street habían ganado miles de millones de dólares gracias a complejas inversiones respaldadas por hipotecas, pero su valor cayó en picado. Las antes orgullosas firmas de Wall Street se balanceaban ahora al borde del abismo. El mercado bursátil se hundió, y arrastró consigo no solo a los grandes inversores, sino a los estadounidenses corrientes, cuyos planes de pensiones perdieron buena parte de su valor. La riqueza total de las familias estadounidenses disminuyó en 2008 en once billones de dólares, cantidad igual a la producción anual de Alemania, Japón y el Reino Unido juntos. En octubre de 2008, el presidente George W. Bush pidió al Congreso 700.000 millones de dólares para rescatar a los grandes bancos y entidades financieras de la nación. No parecía equitativo que Wall Street gozase de beneficios enormes en los buenos tiempos y que ahora que las cosas iban mal pidiera a los contribuyentes que pagasen la factura. Pero no parecía haber otra salida. Los bancos y demás entidades financieras habían crecido tanto y habían llegado a influir hasta tal punto en cada aspecto de la economía que su hundimiento habría arrastrado consigo al sistema económico entero. Eran «demasiado grandes para caer». Nadie defendió que los bancos y las entidades de inversión se mereciesen el dinero. Sus desenfrenadas apuestas (posibles gracias a la inadecuada regulación gubernamental) habían creado la crisis. Pero sí cabía argumentar que la salud de la economía en su conjunto parecía depender de que se pasase por alto la equidad. El Congreso concedió a regañadientes los fondos para el rescate. Entonces vino lo de las primas. Poco después de que el dinero del rescate empezase. a fluir, las noticias hacían saber que algunas de las entidades nutridas ahora por la ubre pública estaban entregando a sus ejecutivos millones de dólares en forma de primas. El caso más escandaloso fue el del American International Group (AIG), gigantesca compañía de seguros arruinada por las inversiones de riesgo de su unidad de productos financieros. Pese a haber sido rescatada por masivas inyecciones de dinero público (en total, 173.000 millones de dólares), la compañía pagó 165 millones de dólares en concepto de primas a los ejecutivos de esa misma división que había precipitado la crisis. Setenta y tres empleados recibieron primas de un millón de dólares o más. La noticia de las primas desencadenó airadas protestas públicas por todas partes. Esta vez, la indignación no. era por bolsas de hielo a diez dólares o por habitaciones de motel demasiado caras. Era por unas recompensas muy sustanciosas, costeadas con el dinero de los contribuyentes y percibidas por los miembros de la misma división que había contribuido a que el sistema financiero casi se desintegrara. Algo estaba mal en una situación así. Aunque el Estado poseía ahora el 80 por ciento de la empresa, el secretario del Tesoro rogó en vano al consejero delegado de AIG, nombrado por el propio gobierno, que rescindiese las primas. «No podemos atraer y retener a los mejores y más brillantes talentos —contestó el consejero delegado— si los empleados creen que su remuneración está sometida a ajustes continuos y arbitrarios por parte del Tesoro de Estados Unidos.» Afirmaba que se necesitaban las aptitudes de los empleados para deshacerse de los activos tóxicos en beneficio de los contribuyentes, quienes, al fin y al cabo, eran los dueños de la mayor parte de la compañía. El público reaccionó con furia. Un titular a página completa de un periódico sensacionalista, el New York Post, expresaba el sentimiento de muchos: «No tan deprisa, bastardos codiciosos». La Cámara de Representantes intentó recuperar esos pagos aprobando una proposición de ley por la que se impondría un gravamen del 90 por ciento a las primas entregadas a empleados de empresas que recibiesen fondos de rescate sustanciosos. Presionados por el fiscal general del estado de Nueva York, Andrew Cuomo, quince de los veinte principales perceptores de primas de AIG aceptaron devolverlas; se recuperaron unos 50 millones de dólares. Este gesto templó en cierta medida la ira pública, y la medida fiscal punitiva no aunó ya suficientes apoyos en el Senado. El episodio, no obstante, hizo que la gente fuese reacia a que se gastara más dinero en arreglar el desbarajuste creado por las entidades financieras. La indignación por el rescate se fundamentaba en una sensación de injusticia. Aun antes de que surgiese lo de las primas, el apoyo social al rescate estaba plagado de dudas y contradicciones. Los estadounidenses sentían el desgarro de, por una parte, tener que evitar un colapso económico que perjudicaría a todos, pero sin, por la otra, dejar de creer que destinar sumas enormes a unos bancos que habían fracasado era muy injusto. Para evitar el desastre económico, el Congreso y el público accedieron. Pero, desde un punto de vista moral, se tenía la impresión de haber sido víctimas de una for- ma de extorsión. Tras la indignación por el rescate había una creencia sobre el merecimiento según el punto de vista de la moral: los ejecutivos que recibieron las primas no se las merecían, como tampoco el rescate las firmas a las que se salvó. Pero ¿por qué no? La razón podría ser menos evidente de lo que parece. Piénsese en dos respuestas posibles, una que se refiere a la codicia y la otra al fracaso. Una de las causas de la indignación era que las primas parecían recompensar la codicia, tal y como el titular del tabloide indicaba sin ambages. A la gente le parecía inaceptable. No solo las primas, sino el rescate en su conjunto parecían premiar perversamente la conducta codiciosa en vez de castigarla. Los que negociaban con derivados financieros, con sus desenfrenadas inversiones en busca de beneficios cada vez mayores, habían llevado a sus empresas, y al país, a una angustiosa situación de peligro financiero. Tras embolsarse los beneficios en los buenos tiempos, no veían nada malo en cobrar primas de un millón de dólares pese a que sus inversiones habían sido ruinosas. No solo los acusaron de codicia los periódicos sensacionalistas, sino también, con maneras más decorosas, algunos representantes políticos. El senador Sherrod Brown (demócrata, por Ohio) dijo que la conducta de AIG «apesta a codicia, arrogancia y cosas peores». El presidente Obama afirmó que AIG «se ve en dificultades financieras por culpa de su imprudencia y codicia». El problema con la acusación de codicia es que no distingue entre las recompensas pagadas por el rescate tras la crisis y las recompensas otorgadas por los mercados en épocas boyantes. La codicia es un vicio, una mala actitud, un deseo excesivo, obsesivo, de ganancias. Es comprensible que no se quiera recompensarla. Pero ¿hay alguna razón para suponer que los perceptores de primas tras el rescate son más codiciosos ahora que hace unos años, cuando estaban en la cresta de la ola y se llevaban recompensas aún mayores? Los corredores de Wall Street, los banqueros y los directores de los fondos especulativos no se paran en barras. Se ganan la vida persiguiendo ganancias financieras. Deteriore o no esta vocación su carácter, no es probable que sean más o menos virtuosos porque suba o baje la Bolsa. Por lo tanto, si está mal recompensar la codicia con grandes primas tras el rescate, ¿no estará mal también premiarla con la generosidad del mercado? La gente se indignó en 2008 cuando las entidades de Wall Street (algunas de las cuales, si existían todavía, era solo gracias al respaldo económico de los contribuyentes) entregaron 16.000 millones de dólares en primas. Pero esta cifra no era ni la mitad de las pagadas en 2006 (34.000 millones) y 2007 (33.000 millones).26 Si la codicia es la razón de que no se merezcan ahora el dinero, ¿qué razón puede haber para decir que se lo merecían entonces? Una diferencia obvia es que las primas posteriores al rescate salen de los contribuyentes, mientras que las pagadas en los buenos tiempos proceden de los beneficios empresariales. Si la indignación se basa en la convicción de que las primas no son merecidas, sin embargo, de dónde proceda la remuneración no será fundamental moralmente. Pero sí dará una pista: la razón de que las primas salgan de los contribuyentes es que las entidades financieras han fallado. Esto nos lleva al origen de las quejas. La verdadera objeción de los estadounidenses a las primas —y al rescate— no es que recompensen la codicia, sino que premian el fracaso. Los estadounidenses son más duros con el fracaso que con la codicia. En las sociedades movidas por el mercado se espera que los ambiciosos persigan sus intereses con vigor, y la distinción entre el propio interés y la codicia a menudo se difumina. Pero la distinción entre el éxito y el fracaso es más nítida. Y la idea de que quien tiene éxito se merece la recompensa aneja es un pilar del sueño americano. Pese a que mencionara de paso la codicia, el presidente Obama sabía que premiar el fracaso era la raíz más honda de la discordancia y la indignación. Al anunciar que se impondrían límites a la remuneración de los ejecutivos de las empresas rescatadas con fondos públicos, señaló de dónde procedía de verdad la indignación por el rescate: Esa es América. No hablamos con desprecio de la riqueza. No estamos resentidos con quien ha logrado el éxito. Y, ciertamente, creemos que el éxito debe ser recompensado. Pero lo que saca de sus casillas a la gente —y es justo que sea así— es que se recompense a unos ejecutivos que han fracasado, especialmente cuando esas recompensas las pagan los contribuyentes de Estados Unidos. Una de las aseveraciones más singulares acerca de la ética del rescate fue la del senador Charles Grassley (republicano, por lowa), un conservador en materia fiscal de la América profunda. Dijo en una entrevista de radio, en Iowa, cuando mayor era el furor contra las primas, que lo que más le molestaba era que los ejecutivos se negasen a aceptar responsabilidad alguna por sus fallos. Harían que se «sintiese un poco mejor con ellos si siguiesen el ejemplo japonés, se presentasen ante el pueblo americano, se inclinasen profundamente como hacen allí, dijeran "lo siento", y entonces, una de dos: o que dimitiesen o que se suicidaran». Grassley explicó después que no les estaba pidiendo a los ejecutivos que se suicidasen. Pero sí quería que aceptasen la responsabilidad por su fracaso, mostrasen arrepentimiento y se disculparan pú- blicamente. «No se lo he oído decir a ninguno de ellos, y por eso a los contribuyentes de mi distrito les resulta muy difícil seguir tirando dinero a paletadas por la ventana.» Los comentarios de Grassley me reafirman en mi corazonada de que la ira contra el rescate no se dirige sobre todo contra la codicia; lo que más ofende al sentido de la justicia de los estadounidenses es que los dólares que pagan en sus impuestos se usen para premiar el fracaso. En caso de que sea como digo, habrá que preguntarse si tal manera de ver los rescates financieros estaba justificada. ¿Tuvieron los consejeros y altos ejecutivos de los grandes bancos y entidades de inversión realmente la culpa de la crisis financiera? Muchos de ellos piensan que no. En sus testimonios ante los comités del Congreso que investigaron la crisis financiera recalcaron que habían hecho todo lo que pudieron con la información de que disponían. El antiguo consejero delegado de Bear Stearns, banco de inversiones de Wall Street que se vino abajo en 2008, dijo que había estado reflexionando larga y profundamente sobre si no podría haber hecho algo de otra manera. Su conclusión era que había hecho cuanto había podido: «Sencillamente, no he sido capaz de dar con algo [...] que hubiera cambiado lo más mínimo la situación a que nos enfrentábamos». Otros directores de compañías que fallaron creen lo mismo, e insisten en que fueron víctimas de «un tsunami financiero» que no podían controlar. Los corredores jóvenes adoptan una actitud parecida, y les cuesta entender que sus primas desaten la furia de la gente. «Nadie siente simpatía por nosotros —le dijo un corredor de Wall Street a un periodista de la revista Vanity Fair—. Pero no es que no trabajásemos con todas nuestras fuerzas.» La metáfora del tsunami se convirtió en habitual al hablar del rescate, sobre todo en los círculos financieros. Si los ejecutivos tuviesen razón en que el fracaso de sus empresas se debió a fuerzas eco- nómicas a la mayor escala, no a sus propias decisiones, ahí tendríamos el motivo de que no expresasen remordimiento, como quería el senador Grassley. Pero se suscitaría también una cuestión de muy amplio alcance concerniente al fracaso, el éxito y la justicia. Si son grandes fuerzas económicas, fuerzas sistémicas, las que explican las pérdidas desastrosas de 2008 y 2009, ¿no se podría sostener que explican también las deslumbrantes ganancias de años ante- riores? Si de los años malos hay que echarle la culpa al tiempo, ¿cómo es posible que el talento, la sabiduría y el duro trabajo de banqueros, corredores y ejecutivos de Wall Street sean los causantes de las magníficas rentas que se obtienen cuando brilla el sol? Los directivos de las entidades financieras, enfrentados a la indignación pública creada por que se pagasen primas por fallar, argumentaron que los beneficios financieros no son fruto suyo exclusivamente, sino de fuerzas que escapan a su control. Puede que tengan algo de razón. Pero si es así, hay buenas razones para poner en entredicho su pretensión de cobrar remuneraciones desmesuradas en los buenos tiempos. No cabe duda de que el final de la guerra fría, la globalización del comercio y de los mercados de capitales, y el auge de los ordenadores personales y de internet, entre otros muchos factores, contribuyen a explicar el éxito de las entidades financieras en sus boyantes años noventa y en los primeros años del siglo XXI. En 2007, la remuneración de los directores generales de las mayores empresas de Estados Unidos fue 344 veces la de un trabajador medio. ¿Cuáles son las razones, si es que hay alguna, de qué los ejecutivos se merezcan ganar muchísimo más que sus empleados? La mayoría de esos directivos trabajan con ahínco y aportan aptitudes a lo que hacen. Pero téngase en cuenta lo siguiente: en 1980 ganaban solo 42 veces más que sus trabajadores. Los ejecutivos de 1980, ¿tenían menos aptitudes y se esforzaban menos que los de hoy? ¿O no será que las diferencias en la retribución reflejan contingencias que no tienen nada que ver con la capacidad y la preparación? O comparemos la remuneración total de los ejecutivos en Estados Unidos y en otros países. Los directores generales de las principales empresas estadounidenses ganan, en promedio, 13,3 millones de dólares al año (según los datos de 2004-2006), mientras que en Europa ganan 6,6 millones y en Japón 1,5. El mérito de los ejecutivos estadounidenses, ¿es el doble que el de sus análogos europeos y nueve veces el de los japoneses? ¿O no será que estas diferencias reflejan factores que no tienen nada que ver con el esfuerzo y la brillantez con que los ejecutivos efectúen su trabajo? La indignación contra el rescate financiero que cundió en Estados Unidos a principios de 2009 expresaba una opinión compartida por muchos: que quienes arruinan sus empresas con inversiones arriesgadas no merecen que se les recompense con millones de dólares de bonificación. Pero el debate acerca de las primas suscita otras cuestiones relativas a quién se merece qué en los buenos tiempos. Quienes tienen éxito, ¿se merecen lo que les entregan los mercados? Esos beneficios, ¿no dependen de factores que no controlan? ¿Y cuáles son las consecuencias para las obligaciones mutuas entre los ciudadanos, en los tiempos buenos y en los malos? Está por ver que la crisis financiera vaya a poner en marcha un debate público sobre estas cuestiones más generales. TRES MANERAS DE ENFOCAR LA JUSTICIA Preguntar si una sociedad es justa es preguntar por cómo distribuye las cosas que apreciamos: ingresos y patrimonios, deberes y derechos, poderes y oportunidades, oficios y honores. Una sociedad justa distribuye esos bienes como es debido; da a cada uno lo suyo. Lo difícil empieza cuando nos preguntamos qué es lo de cada uno, y por qué lo es. Ya hemos empezado a lidiar con estas cuestiones. Cuando ponderábamos lo bueno y lo malo de los precios abusivos, las maneras contrapuestas de entender los Corazones Púrpura y los rescates fi- nancieros, hemos distinguido tres formas de abordar la distribución de bienes: según el bienestar, según la libertad y según la virtud. Cada uno de estos ideales sugiere una forma diferente de concebir la justicia. Algunos de nuestros debates reflejan discrepancias acerca de qué significa maximizar el bienestar, respetar la libertad o cultivar la virtud. En otros la discrepancia se refiere a qué debe hacerse cuando esos ideales entran en conflicto. La filosofía política no puede resolver estas discrepancias de una vez por todas, pero sí puede moldear nuestros argumentos y debates, y aportar claridad moral a las alternativas a que hemos de enfrentarnos como ciudadanos democráticos. Este libro explora los puntos fuertes y los débiles de estas tres formas de concebir la justicia. Empezaré por la idea de maximizar el bienestar. En sociedades de mercado como la nuestra, ofrece un punto de partida natural. Buena parte del debate político contemporáneo gira en torno a cómo se podría aumentar la prosperidad, mejorar nuestro nivel de vida, estimular el crecimiento económico. ¿Por qué nos preocupamos por estas cosas? La respuesta más evidente es que pensamos que la prosperidad nos vuelve mejores de lo que seríamos sin ella, en cuanto individuos y en cuanto sociedad. La pros- peridad nos importa, en otras palabras, porque contribuye a nuestro bienestar. Para explorar esta idea prestaremos atención al utilitarismo, la más influyente de las construcciones teóricas que tratan de cómo y por qué debemos maximizar el bienestar, o (como dicen los utilitaristas) de cómo y por qué debemos buscar la mayor felicidad para el mayor número. Luego tomaremos en consideración diversas teorías que ligan la felicidad a la libertad. En su mayor parte, estas teorías ponen en primer lugar el respeto a los derechos individuales, aunque se diferencian en qué derechos consideran más importantes. La idea de que la justicia consiste en respetar la libertad y los derechos individuales es tan conocida en la política contemporánea, al menos, como la idea utilitarista de maximizar el bienestar. Por ejemplo, la Declaración de Derechos estadounidense establece ciertas libertades —entre ellas la de expresión y la religiosa— que ni siquiera las mayorías pueden violar. Y en el mundo cada vez se extiende más la idea (en la teoría, aunque no siempre en la práctica) de que la justicia consiste en respetar ciertos derechos humanos universales. En la escuela que concibe la justicia a partir de la libertad caben muchas posturas, hasta el punto de que algunas de las disputas políticas más encendidas de nuestro tiempo tienen lugar entre dos campos rivales integrados en ella: el campo del laissez faire y el campo de la equidad. A la cabeza del campo del laissez-faire están los libertarios pro libre mercado, que creen que la justicia consiste en respetar y validar lo que los adultos elijan voluntariamente. Al campo de la equidad pertenecen teóricos de una vena más igualitaria. Mantienen que los mercados sin restricciones ni son justos ni son libres. En su opinión, la justicia requiere de políticas que remedien las desventajas sociales y económicas y den a todos equitativamente oportunidades de triunfar. Por último, llegamos a las teorías que ven a la justicia asociada a la virtud y a una vida buena. En la política contemporánea, se suelen identificar las teorías de la virtud con los conservadores culturales y la derecha religiosa. Que se legisle sobre la moralidad es anatema para muchos ciudadanos de las sociedades liberales, pues haciéndolo se corre el riesgo de caer en la intolerancia y la coacción. Pero la noción de que una sociedad justa es la que se adhiere a ciertas virtudes y ciertas formas de concebir una vida buena ha inspirado argumentos y movimientos políticos a lo largo de todo el espectro ideológico. No solo los talibanes han conformado su visión de la justicia según ideales morales y religiosos; también los abolicionistas y Martin Luther King Jr. Antes de intentar una evaluación de estas teorías de la justicia, merece la pena preguntarse de qué modo puede proceder un argumento filosófico, especialmente en disciplinas tan dadas a la polémica como la filosofía política y moral. A menudo se parte de una situación concreta. Como hemos visto con los precios abusivos, los Corazones Púrpura y los rescates financieros, la reflexión moral y política encuentra su ocasión en las discrepancias. Con frecuencia, esas discrepancias enfrentan en la esfera pública a partidarios de tendencias diferentes o a quienes abogan por posturas contrarias ante un determinado problema. A veces, sin embargo, las discrepancias están dentro de nosotros como individuos: cuando un problema moral difícil nos desgarra o crea un conflicto en nuestra propia conciencia. Pero ¿cómo podremos ir con razones desde los juicios que se hacen en situaciones concretas hasta los principios de la justicia que, creemos, deben aplicarse en todas las situaciones? En pocas palabras, ¿en qué consiste un razonamiento moral? Para ver cómo puede proceder un razonamiento moral, pensemos en dos situaciones: la primera, una historia hipotética, fantasiosa, muy estudiada por los filósofos; la otra, una historia real en la que se vivió un angustioso dilema moral. Consideremos primero la situación hipotética de los filósofos. Como todas las historias de esa especie, prescinde de muchas de las complicaciones de la realidad, lo que permitirá que nos centremos en un número limitado de problemas filosóficos. EL TRANVÍA SIN FRENOS Imagine que conduce un tranvía a cien kilómetros por hora. Ante usted hay cinco trabajadores en medio de la vía, herramientas en mano. Intenta frenar, pero no puede. Los frenos no funcionan. Se desespera porque sabe que, si arrolla a esos cinco trabajadores, morirán. (Supondremos que lo sabe con toda seguridad.) De pronto, ve que hay una vía lateral, a la derecha. También hay un trabajador ahí, pero solo uno. Ve también que puede desviar el tranvía a ese apartadero, con lo que mataría a un trabajador pero salvaría a cinco. ¿Qué haría usted? La mayoría diría: «¡Desviarme! Por trágico que sea matar a un inocente, peor aún es matar a cinco». Sacrificar una vida para salvar cinco parece que es lo que hay que hacer. Piense ahora en otra versión de la historia del tranvía. Esta vez, usted no es el conductor, sino un espectador que se encuentra en un puente desde el que se ve la vía (ahora no hay apartaderos). Por la vía viene un tranvía, y al final hay cinco trabajadores. Tampoco ahora funcionan los frenos. El tranvía está a punto de atropellar a los cinco trabajadores. Usted se siente incapaz de impedir el accidente, hasta que se da cuenta de que, cerca, en el puente, hay un hombre muy entrado en carnes. Usted podría empujarlo para que cayese del puente y se precipitase sobre la vía, con lo que interceptaría al tranvía que viene. Ese hombre moriría, pero los cinco trabajadores se salvarían. (Se le ha pasado por la cabeza tirarse usted mismo a la vía, pero es demasiado pequeño para detener el tranvía.) Empujar al hombre corpulento a las vías, ¿es lo que debe hacerse? La mayoría diría: «Claro que no. Estaría muy, pero que muy mal empujarlo a las vías». Parece que tirar a alguien de un puente, con lo que sin la menor duda morirá, es un acto terrible, incluso si con ello se salvan vidas inocentes. Pero entonces se nos plantea un problema moral: ¿por qué el principio que parece valer en el primer caso — sacrificar una vida para salvar cinco— parece equivocado en el segundo? Si, como da a entender nuestra reacción en el primer caso, el número cuenta, ¿por qué no hemos de aplicar ese principio en el segundo caso y empujar al hombre? Parece una crueldad tirar a un hombre a las vías sabiendo que con ello va a morir, incluso si es por una buena causa. Pero ¿es menos cruel matar a un hombre atropellándolo con un tranvía? Quizá la razón de que esté mal arrojar a las vías al hombre del puente es que así se le utiliza contra su voluntad. Al fin y al cabo, no eligió tener que ver con lo que ocurría. Estaba allí, nada más. Pero se puede decir lo mismo del trabajador del apartadero. Estaba trabajando, no ofreciéndose voluntario para sacrificar su vida si pasaba por allí un tranvía sin frenos. Se podría argüir que los trabajadores del tranvía se exponen voluntariamente a un riesgo, cosa que no hace cualquiera que ande por ahí. Aceptemos, no obstante, que estar dispuesto a morir en una emergencia para salvar las vidas de otros no figura en las condiciones laborales; aceptemos, pues, que el trabajador no consintió en dar su vida más que el que miraba desde el puente. La diferencia moral, quizá, no estriba en las consecuencias para las víctimas —ambas mueren—, sino en la intención del que decide. Si usted fuera el conductor del tranvía, para defender su decisión podría decir que no tenía la intención de que el trabajador del apartadero muriese, por previsible que fuera esa muerte; usted habría logrado también su propósito si, gracias a un golpe de suerte, los cinco trabajadores hubiesen salido sanos y salvos, y el sexto también hubiera logrado sobrevivir de alguna manera. Pero lo mismo puede decirse de tirar a las vías al hombre del puente. Su muerte no es esencial para el propósito del que lo empuja. Basta con que le cierre el paso al tranvía; si lo hace y, sin embargo, sobrevive, el que lo empuja se quedará tan feliz. O quizá, reflexionando un poco más, parecerá que ambos casos deberían regirse por el mismo principio. En los dos se opta deliberadamente por quitarle la vida a un inocente para evitar una mayor pérdida de vidas. Quizá la renuencia a empujar al hombre del puente se debe solo a un remilgo, una vacilación que debemos superar. Matar a una persona empujándola con nuestras propias manos parece más cruel que mover los mandos de un tranvía. Pero hacer lo que es debido no siempre es fácil. Se puede poner a prueba esta idea cambiando un poco la historia. Suponga que usted, el espectador, puede hacer que ese hombre tan grande que tiene al lado caiga a las vías sin empujarlo; imagínese que está sobre una trampilla que puede abrirse girando una rueda. No le empuja, pero el resultado es el mismo. Lo que hay que hacer, ¿va a ser, porque no hay que tocarle, abrir la trampilla? ¿O sigue siendo moralmente peor que cuando usted era el conductor del tranvía y se desviaba al apartadero? No es fácil explicar la diferencia moral entre estos casos, por qué desviar el tranvía parece que está bien, mientras que empujar al del puente parece que está mal. Pero obsérvese la presión que impele a nuestra razón a dar con una distinción convincente entre uno y otro caso; y si no lo logramos, a reconsiderar nuestro juicio acerca de qué se debe hacer en cada caso. En ocasiones vemos los razonamientos morales como una manera de convencer a otros. Sin embargo, son también una forma de poner en claro nuestras propias convicciones morales, de descubrir en qué creemos y por qué. Algunos dilemas morales dimanan de principios morales que entran en conflicto. Por ejemplo, un principio que interviene en la historia del tranvía es el que dice que hay que salvar a tantos como sea posible; pero hay otro que dice que está mal matar a un inocente aun por una buena causa. En una situación en la que salvar varias vidas depende de matar a un inocente, topamos con un dilema moral. Hemos de intentar establecer qué principio tiene mayor peso o es el más apropiado habida cuenta de las circunstancias. Otros dilemas morales dimanan de la incertidumbre acerca del desarrollo de los acontecimientos. Ejemplos hipotéticos como el del tranvía eliminan la incertidumbre que rodea las decisiones que hemos de tomar en la vida real. Parten de que sabemos con toda seguridad cuántos morirán si no nos desviamos o no empujamos a un hombre. Por ello, tales ejemplos solo pueden ser guías imperfectas para nuestros actos; pero también los convierte en medios útiles para el análisis moral. Al dejar a un lado las contingencias « z y si los trabajadores ven venir el tranvía y se apartan a tiempo?»—, los ejemplos hipotéticos nos valen para distinguir los principios morales pertinentes y examinar su fuerza. AFGANOS Veamos ahora un dilema moral que se presentó realmente y se parece en algunos aspectos a la historia imaginaria del tranvía sin frenos, aunque con la complicación adicional de la incertidumbre en cómo acabarían las cosas. En junio de 2005, un comando, compuesto por el suboficial Marcus Luttrell y otros tres miembros de las fuerzas de operaciones especiales de la Marina de Estados Unidos, emprendió una misión secreta de reconocimiento en Afganistán, cerca de la frontera con Pakistán, en busca de un líder talibán muy cercano a Osama bin Laden. Según los informes de inteligencia, mandaba un contingente de entre 140 y 150 hombres muy bien armados y se encontraba en un pueblo de la temible región montañosa. Poco después de que la patrulla tomase posiciones en los altos de una montaña que miraba sobre el pueblo, dos pastores afganos que guardaban un rebaño de unas cien baladoras cabras se dieron de bruces con los soldados estadounidenses. Con los cabreros iba un chico de unos catorce años. No llevaban armas. Los soldados les apuntaron con los rifles, les obligaron a sentarse en el suelo y debatieron sobre qué debían hacer con ellos. Por una parte, los cabreros parecían civiles desarmados. Por la otra, si les dejaban marchar corrían el riesgo de que informasen a los talibanes de la presencia de soldados estadounidenses. Al sopesar las opciones, los cuatro soldados cayeron en la cuenta de que no tenían una cuerda, así que no podían dejar allí atados a los pastores mientras ellos buscaban otro escondite. No había más salida que matarlos o dejar que se fueran. Uno de los camaradas de Luttrell abogó por matarlos: «Estamos de servicio tras las líneas enemigas, nos han enviado nuestros jefes. Tenemos derecho a hacer lo que podamos por salvar la vida. La decisión militar es evidente. Soltarlos sería un error». Luttrell no sabía a qué hacer caso. «Sentía con toda mi alma que él tenía razón —escribiría más tarde—. No podíamos soltarlos. Pero mi problema era que yo tenía otra alma, mi alma cristiana. Y se estaba apoderando de mí. En el fondo de mi conciencia algo no paraba de susurrarme que estaría mal ejecutar a sangre fría a esos hombres desarmados.» 39 Luttrell no explica qué entendía por su alma cristiana, pero al final su conciencia no le dejó matar a los cabreros. Suyo fue el voto decisivo a favor de liberarlos. (Uno de sus tres camaradas se abstuvo.) De ese voto, se iba a arrepentir. Alrededor de hora y media después de que hubiesen liberado a los cabreros, los cuatro soldados se vieron rodeados por ciento ochenta combatientes talibanes armados con AK-47 y lanzacohetes. En la feroz lucha, los tres compañeros de Luttrell murieron. Los talibanes derribaron además un helicóptero estadounidense que intentaba rescatar a la unidad de las fuerzas especiales; murieron los dieciséis soldados que iban en él. Luttrell, gravemente herido, sobrevivió dejándose caer por la pendiente de la montaña y arrastrándose once kilómetros hasta una aldea pastún, cuyos habitantes le protegieron de los talibanes hasta que se le rescató. A toro pasado., Luttrell condenaría su propio voto a favor de no matar a los cabreros. «Fue la decisión más estúpida, más descerebrada, más de sureño cerril que haya tomado en mi vida —escribe en el libro donde contó lo sucedido—. Debía de estar fuera de mis cabales. Realmente voté por algo que sabía que podía ser nuestra sentencia de muerte. [...] Al menos, así es como veo ahora aquellos mo- mentos. [...] El voto decisivo fue el mío, y me perseguirá hasta que me entierren en una tumba del este de Texas» Parte de la dificultad del dilema de los soldados se debía a la incertidumbre sobre qué ocurriría si liberaban a los afganos. ¿Se limitarían a seguir su camino o avisarían a los talibanes? Pero supongamos que Luttrell hubiese sabido que soltar a los cabreros acabaría en una batalla devastadora, que en ella morirían sus tres camaradas y dieciséis soldados estadounidenses más, y él mismo quedaría gravemente herido, y que la misión fracasaría. ¿Habría sido otra su decisión? Para Luttrell, mirando hacia atrás, estaba claro: debería haber matado a los cabreros. Dado el desastre final, cuesta no estar de acuerdo. Por lo que se refiere al número, la decisión de Luttrell se parece a las que había que tomar en el caso del tranvía. Si hubiese matado a los tres afganos, habría salvado las vidas de sus tres camaradas y de los dieciséis soldados estadounidenses que intentaron rescatarlos. Pero ¿a qué versión de la historia del tranvía se parece? Matar a los cabreros, ¿se parecería más a desviar el tranvía o a tirar al hombre del puente? Que Luttrell se viera venir el peligro y, pese a ello, no pudiera convencerse de que había que matar a sangre fría a civiles desarmados lleva a pensar que se parece más a la versión del empujón. Y, sin embargo, da la impresión de que, en cierta forma, es más defendible matar a los cabreros que tirar al hombre del puente. Quizá sea porque sospechamos que, dado el resultado, no eran unos inocentes al margen del conflicto, sino simpatizantes de los talibanes. Piense en esta analogía: si tuviésemos alguna razón para creer que el hombre del puente había estropeado los frenos del tranvía esperando que así mataría a los trabajadores de las vías (digamos que eran enemigos suyos), el argumento moral a favor de empujarlo a las vías iría pareciendo más fuerte. Tendríamos todavía que saber quiénes eran sus enemigos y por qué quería matarlos. Si nos enterásemos de que los trabajadores de las vías eran miembros de la Resistencia francesa y el hombre corpulento del puente un nazi que quería matarlos estropeando el tranvía, defender que se le empujase para salvarlos pasaría a ser moralmente convincente. Es posible, claro está, que los cabreros afganos no fuesen simpatizantes talibanes, sino que permanecieran neutrales en el conflicto o incluso que estuviesen en contra de los talibanes, pero que estos los hubiesen forzado a revelar la presencia de los soldados estadounidenses. Supongamos que Luttrell y sus camaradas supiesen con certeza que los cabreros no les deseaban mal alguno, pero que los talibanes los iban a torturar para que les dijeran dónde se encontraban. Los estadounidenses podrían en tal caso haber matado a los pastores de cabras para proteger su misión y protegerse a sí mismos, pero tal decisión habría sido más angustiosa (y más discutible moralmente) que si hubiesen sabido que eran espías de los talibanes. DILEMAS MORALES Pocos habremos de tomar decisiones que puedan tener consecuencias tan graves como las que hubieron de tomar los soldados en la montaña o al que veía venir el tranvía sin frenos. Pero ejercitarse con dilemas de esa especie arroja luz sobre la manera en que procede un argumento moral, sea en nuestra vida privada, sea en la esfera pública. En las sociedades democráticas la vida está llena de desacuerdos acerca de lo que está bien y de lo que está mal, de la justicia y la injusticia. Algunos están a favor del derecho a abortar y otros consideran que el aborto es un asesinato. Algunos creen que es equitativo cobrar impuestos a los ricos para ayudar a los pobres, mientras que otros creen que es injusto obtener mediante un impuesto dinero de quienes se lo han ganado con su esfuerzo. Algunos defienden la «acción afirmativa» —la discriminación positiva a favor de alguna minoría— en la admisión a las universidades como modo de enmendar errores del pasado, mientras que otros creen que es una forma injusta de discriminación inversa que perjudica a personas que se merecen el ingreso por sus propios méritos. Algunos rechazan que se torture a los sospechosos de ser terroristas porque creen que se trata de un acto moralmente abominable indigno de una sociedad libre, mientras que otros lo defienden como una última defensa contra un ataque terrorista. Las elecciones se ganan y pierden por esos desacuerdos. En las llamadas guerras culturales se lucha por ellos. Con la pasión y la intensidad con que debatimos las cuestiones morales en la vida pública, podría tentarnos el pensar que nuestras convicciones morales están fijadas de una vez por todas, sea por nuestra crianza, sea por la fe, más allá del alcance de la razón. Pero si eso fuera cierto, la persuasión moral resultaría inconcebible, y lo que consideramos un debate público sobre la justicia y los derechos no sería más que un intercambio de aserciones dogmáticas, una guerra de tartas ideológica. Nuestra política, en sus peores aspectos, se acerca a esa descripción. Pero no tiene por qué ser así. A veces, un argumento puede cambiar nuestras ideas. ¿Cómo podremos, pues, abrirnos paso mediante razonamientos en el disputado territorio de la justicia y la injusticia, la igualdad y la desigualdad, los derechos individuales y el bien común? Este libro intenta responder tal pregunta. Una manera de empezar es percibir el modo en que la reflexión moral emerge de forma natural al toparse con un problema moral difícil. Al principio tenemos una opinión, o una convicción, acerca de lo que se debe hacer: «Hay que desviar el tranvía al apartadero». Reflexionamos entonces sobre la razón de ese convencimiento y buscamos el principio en que se basa: «Es mejor sacrificar una vida que dejar que mueran muchos». Al encontrarnos con una situación donde el principio en sí resulta confuso, la confusión nos invade a nosotros mismos: «Pensaba que lo que había que hacer era siempre salvar tantas vidas como se pudiese, y sin embargo parece que está mal tirar del puente al hombre (o matar a los cabreros desarmados)». Sentir la fuerza de esa confusión, y la presión por despejarla, es el impulso que nos lleva a la filosofía. Sometidos a una tensión así, revisaremos nuestro juicio sobre lo que debe hacerse o reconsideraremos el principio del que partimos. Cuando nos encontramos con nuevas situaciones, vamos y venimos entre los juicios que adoptamos y los principios a que nos atenemos, y revisamos juicios y principios unos a la luz de los otros. La reflexión moral consiste en este ir cambiando de punto de vista, del propio del mundo de la acción al del reino de las razones, y de este, de nuevo a aquel. Esta forma de concebir los argumentos morales, como una dialéctica entre nuestros juicios sobre las situaciones particulares y los principios a los qué nos adherimos al reflexionar, viene de lejos. Se remonta a los diálogos de Sócrates y a la filosofía moral de Aristóteles. Pese a la antigüedad de su linaje, sin embargo, está sujeta a la siguiente crítica: si la reflexión moral consiste en perseguir la concor- dancia entre los juicios que hacemos y los principios a que nos adherirnos, ¿cómo puede una reflexión de esa naturaleza conducirnos a la justicia o a la verdad moral? Aunque lográsemos, en el curso de una vida, que nuestras intuiciones morales concordasen con los principios con los que nos comprometemos, ¿qué confianza podríamos tener en que el resultado no fuese más que una madeja de prejuicios congruentes? La respuesta es que la reflexión moral no es una empresa solitaria, sino un empeño público. Requiere un interlocutor: un amigo, un vecino, un compañero, otro ciudadano. A veces el interlocutor puede no ser real, puede ser imaginario, como cuando debatimos con nosotros mismos. Pero no podremos descubrir el significado de la justicia o la mejor manera de vivir por medio solo de la intros- pección. En La república de Platón, Sócrates compara los ciudadanos comunes a unos prisioneros encerrados en una cueva. Solo ven sombras cambiantes en la pared, reflejos de objetos que nunca les serán perceptibles. Solo el filósofo, según esta concepción, puede ascender desde la cueva hasta la brillante luz del día, donde ve las cosas como son en realidad. Según Sócrates, solamente el filósofo, por haber vis- lumbrado el sol, es el adecuado para gobernar a los moradores de la cueva, si es que se le puede convencer de que retorne a la oscuridad en que viven. Lo que Platón quiere expresar con esto es que, para captar el significado de la justicia y la naturaleza de la vida buena, hemos de elevarnos sobre los prejuicios y rutinas de la vida diaria. Tiene razón, creo, pero solo en parte. A la cueva debe reconocérsele lo suyo. Si la reflexión moral es dialéctica —si va y viene entre los juicios que hacemos en situaciones concretas y los principios que los informan—, necesitará de opiniones y convicciones, por parciales que sean y poco documentadas, como del aire que se respira. Una filosofía a la que no rocen las sombras sobre la pared no será sino una utopía estéril. Cuando la reflexión moral se vuelve política, cuando se pregunta qué leyes deben gobernar nuestra vida colectiva, le es imprescindible entremezclarse en alguna medida con el tumulto de la ciudad, con las disputas e incidentes que agitan el espíritu público. Los debates acerca de los rescates financieros y de los precios abusivos, de la acción afirmativa y de la desigualdad entre los ingresos de unos y otros, del servicio militar y del matrimonio entre personas del mismo sexo, son los materiales de la filosofía política. Nos incitan a ex presar y justificar nuestras convicciones morales y políticas, no solo ante familiares y amigos, sino también en la exigente compañía de los conciudadanos. Más exigente aún es la compañía de los filósofos políticos, antiguos y modernos, que escudriñaron con su pensamiento, a veces de modo radical y sorprendente, las ideas que animan la vida cívica: la justicia y los derechos, las obligaciones y el consentimiento, el honor y la virtud, la moral y la ley. Aristóteles, Immanuel Kant, John Stuart Mill y John Rawls figuran en estas páginas, pero no por orden cronológico. Este libro no es una historia de las ideas, sino un viaje por la reflexión moral y política. Su meta no consiste en mostrar quién ha influido en quién en la historia del pensamiento político, sino invitar a los lectores a que sometan sus propios puntos de vista sobre la justicia a examen crítico, a que determinen qué piensan y por qué lo piensan. 2 El principio de la máxima felicidad. El utilitarismo En el verano de 1884, cuatro marinos ingleses quedaron a la deriva en medio del mar, a miles de millas de tierra firme, a bordo de un pequeño bote salvavidas. Su barco, el Mignonette, se había ido a pique en una tormenta. Se habían puesto a salvo en el bote con solo dos latas de nabos en conserva y sin agua dulce. Thomas Dudley era el capitán, Edwin Stephens su primer oficial y Edmund Brooks un marinero, «todos ellos hombres de excelente carácter», según los periódicos. El cuarto hombre del bote era el grumete Richard Parker, de diecisiete años de edad. Era huérfano, y ese era su primer viaje largo por el mar. Se había enrolado, pese a que sus amigos le aconsejaron que no lo hiciese, «por las esperanzas que alberga la ambición de un joven», creyendo que el viaje haría de él un hombre. Por desgracia, no fue así. Desde el bote, los cuatro marinos en apuros avizoraban el horizonte con la esperanza de que pasase un barco y los rescatara. Durante los tres primeros días comieron pequeñas raciones de nabos. Al cuarto día cogieron una tortuga. Durante unos cuantos días subsistieron gracias a la tortuga y los nabos que les quedaban. Pero luego, durante ocho días, no comieron nada. Para entonces, Parker, el grumete, yacía en la proa del bote. Había bebido agua salada, pese a las admoniciones de los otros, y enfermado. Parecía que se estaba muriendo. En el decimonoveno día de tormento, el capitán Dudley sugirió que se echase a suertes quién tenía que morir para que los otros viviesen. Pero Brooks se negó, y no se echó a suertes. Pasó un día más, y seguía sin haber un barco a la vista. Dudley le pidió a Brooks que mirase a otra parte y a Stephens le indicó por señas que había que matar a Parker. Dudley ofreció una plegaria, le dijo al chico que había llegado su hora y lo mató con una pequeña navaja cortándole la yugular. Brooks abandonó su objeción de conciencia y participó del siniestro festín. Durante cuatro días, los tres hombres se alimentaron con el cuerpo y la sangre del grumete. Y en esas les llegó la salvación. Dudley describió el rescate en su diario con un eufemismo que deja de una pieza: «En el vigesimocuarto día, mientras desayunábamos», apareció por fin un barco, que recogió a los tres supervivientes. A su vuelta a Inglaterra fueron arrestados y procesados. Brooks se convirtió en testigo de la acusación pública. Dudley y Stephens fueron juzgados. Confesaron libremente que habían matado a Parker y se lo habían comido. Sostuvieron que lo habían hecho por necesidad. Suponga que usted hubiese sido el juez. ¿Qué habría sentenciado? Para simplificar las cosas, deje aparte las cuestiones jurídicas y suponga que habría tenido que dictaminar acerca de si matar al grumete era moralmente aceptable. El mejor argumento de que dispondría la defensa sería el de que, dado lo desesperado de las circunstancias, no quedaba más remedio que matar a uno para salvar a tres. Si no hubiesen matado a uno para comérselo, es probable que hubieran muerto los cuatro. Parker, debilitado y enfermo, era el candidato lógico, puesto que habría muerto pronto de todas formas. Y al contrario que Dudley y Stephens, nadie dependía de él. Su muerte no dejaba a nadie sin sustento, no dejaba a una esposa y unos hijos apenados. Este argumento está sujeto al menos a dos objeciones. La primera, que cabe preguntarse si los beneficios de matar al grumete, tomados en su conjunto, realmente superan a los costes. Incluso contando el número de vidas salvadas y la felicidad de los supervivientes y sus familias, permitir que se mate a alguien de esa forma podría tener malas consecuencias para la sociedad en su conjunto: debilitar la norma que prohíbe el asesinato, por ejemplo, o aumentar la tendencia de la gente a tomarse la justicia por su mano, o hacer que a los capitanes les resulte más difícil reclutar grumetes. En segundo lugar, aunque una vez tenidos en cuenta todos los aspectos los beneficios superen a los costes, ¿no nos invade acaso la acuciante sensación de que matar a un grumete indefenso y comérselo está mal por razones que van más allá del cálculo de los costes y beneficios sociales? ¿No está mal utilizar a un ser humano de ese modo, explotar su vulnerabilidad, quitarle la vida sin su consenti- miento, aun cuando beneficie a otros? A quienes lo que hicieron Dudley y Stephens les resulte espantoso les parecerá que la primera objeción es demasiado floja: acepta la premisa utilitaria de que la moral consiste en ver si los beneficios superan a los costes, y se limita a desear que se eche mejor la cuenta de las consecuencias sociales. Si matar al grumete merece que se despierte la indignación, la segunda objeción resultará más pertinente: rechaza que lo que debe hacerse consista simplemente en calcular consecuencias, los costes y los beneficios. Apunta a que la moral significa algo más, algo que tiene que ver con la manera en que los seres humanos deben tratarse entre sí. Estas dos formas de abordar el caso del bote ilustran dos modos contrapuestos de enfocar la justicia. Según el primero, la moralidad de un acto depende solo de sus consecuencias; deberá hacerse aquello que produzca el mejor estado de cosas, una vez considerados todos los factores. Según el segundo, no solo debemos preocuparnos, en lo que se refiere a la moral, por las consecuencias; hay deberes y derechos que debemos respetar por razones independientes de las consecuencias sociales. Para resolver el caso del bote, así como muchos dilemas menos extremos con los que nos encontramos a menudo, habremos de explorar algunas de las grandes cuestiones de la filosofía moral y política: ¿se reduce la moral a contar vidas y echar el balance de costes y beneficios, o hay deberes morales y derechos humanos tan fundamentales que sobrepujan tales cálculos? Y si hay derechos así de fundamentales —sean naturales, sagrados, inalienables o categóricos—, ¿cómo sabremos cuáles son y qué les hace ser fundamentales? EL UTILITARISMO DE JEREMY BENTHAM Jeremy Bentham (1748-1832) no dejaba lugar a dudas acerca de dónde se situaba él en esta cuestión. Se burlaba de la idea de los derechos naturales; los llamaba «un sinsentido con zancos». La filosofa que promovió tendría una gran influencia a lo largo del tiempo. Todavía hoy sigue teniendo mucho poder sobre el pensamiento de economistas, ejecutivos de empresas, gestores públicos y ciudadanos comunes. Bentham, filósofo moral y reformista legal inglés, fundó la doctrina del utilitarismo. Su idea principal se formula fácilmente y resulta intuitivamente convincente: el principio mayor de la moral consiste en maximizar la felicidad, en maximizar la medida en que, una vez sumado todo, el placer sobrepuja al dolor. Según Bentham, debe hacerse aquello que maximice la utilidad. Por «utilidad» entendía cualquier cosa que produjese placer o felicidad y cualquiera que evitase el dolor o sufrimiento. Llegó a ese principio siguiendo este razonamiento: a todos nos gobiernan las sensaciones de dolor y placer; son nuestros «amos soberanos»; nos gobiernan en todo lo que hacemos y determinan ade- más qué debemos hacer; el patrón de lo que está bien y de lo que está mal «se ata a su trono». A todos nos gusta el placer y nos disgusta el dolor. La filosofía utilitaria reconoce este hecho y lo convierte en la base de la vida moral y política. El de maximizar la utilidad es un principio válido no solo para los individuos, sino también para los legisladores. Cuando decide qué leyes o políticas deben instaurarse, un Estado debería hacer cuanto maximizase la utilidad de la comunidad en su conjunto. ¿Qué es, al fin y al cabo, una comunidad? Según Bentham, «un cuerpo ficticio» compuesto por la suma de los individuos que comprende. Los ciudadanos y los legisladores, pues, deberían preguntarse lo siguiente: si sumamos todos los beneficios de esta política y restamos los costes, ¿producirá más felicidad que la alternativa? El argumento con que Bentham defendía el principio de que debemos maximizar la utilidad toma la forma de una aseveración osada: no puede haber fundamento alguno para rechazarlo. Todo ar- gumento moral, sostiene, ha de fundarse implícitamente en la idea de maximizar la felicidad. Puede que la gente diga que cree en ciertos deberes o derechos absolutos, categóricos. Pero no tendrá base alguna para defender esos deberes o derechos a no ser que crea que respetarlos maximiza la felicidad humana, al menos a largo plazo. «Cuando un hombre intenta combatir el principio de utilidad —escribió Bentham— lo hace con razones, sin que sea consciente de ello, que derivan de ese mismo principio.» Todas las disputas morales, bien entendidas, son en realidad desacuerdos acerca de cómo se aplica el principio utilitario de la maximización del placer y la minimización del dolor, no acerca del principio en sí. «¿Le es posible a un hombre mover la Tierra? —se pregunta Bentham—. Sí, pero antes ha de encontrar otra Tierra que pisar.»Y la única Tierra, la única premisa de la argumentación moral, según Bentham, es el principio de utilidad. Bentham pensaba que su principio de utilidad ofrecía una ciencia de la moral que podría servir de fundamento a la reforma política. Propuso una serie de proyectos encaminados a que la política penal fuese más eficaz y humana. Uno era el Panóptico, una prisión con una torre central de inspección que permitía al vigilante observar a los reclusos sin que ellos lo viesen a él. Sugirió que del Panóptico se encargase una contrata privada (lo ideal sería que se le encargase al propio Bentham), que dirigiría la prisión a cambio de los beneficios que se extrajesen del trabajo de los reclusos, que cumplirían jornadas de dieciséis horas. Aunque el plan de Bentham fue rechazado, podría decirse que iba por delante de su tiempo. En los últimos años se ha visto un resurgimiento, al menos en Estados Unidos y Gran Bretaña, de la idea de encargar la gestión de las cárceles a empresas privadas. Redadas de mendigos Otra de las propuestas de Bentham consistía en un plan para mejorar «la gestión de la mendicidad» mediante la apertura de workhouses, o casas de trabajo, que se autofinanciasen. El plan, que perseguía la reducción de la presencia de mendigos en las calles, ofrece un vivo ejemplo de la lógica utilitaria. Bentham empezaba por señalar que toparse con mendigos en las calles reduce la felicidad de los viandantes de dos formas. A los de corazón blando, ver un mendigo les produce dolor por simpatía; a los más duros, les causa el dolor del desagrado. De una forma o de la otra, toparse con mendigos reduce la utilidad que le corresponde al público en general. Bentham propuso por ello que se los retirase de la calle y se los encerrase en las casas de trabajo. A algunos esto les parecerá injusto para los mendigos. Pero Bentham no desprecia la utilidad que les corresponde a los propios mendigos. Reconoce que algunos se sentirían más felices mendigando que en un asilo de pobres. Pero observa que por cada pordiosero feliz y próspero hay muchos miserables. Concluye que la suma de las penalidades sufridas por el público en general es mayor que la infelicidad que puedan sentir los mendigos obligados a permanecer en la casa de trabajo. A algunos podría inquietarles que los gastos de construcción y mantenimiento de esos asilos de pobres recayesen en los contribuyentes, lo que reduciría su felicidad y, por lo tanto, la utilidad que les correspondiese. Pero Bentham propuso una manera de que su plan de gestión de la mendicidad se autofinanciara por completo. Cualquier ciudadano que se encontrase con un mendigo estaría autorizado a prenderlo y llevarlo a la casa de trabajo más cercano. Una vez encerrado allí, el mendigo tendría que trabajar para pagar su manutención, que se apuntaría en una «cuenta de autoliberación». En la cuenta se incluirían la comida, el vestido, la cama, la atención médica y una póliza de un seguro de vida, por si el mendigo moría antes de que la cuenta estuviese pagada. Para incentivar a los ciudadanos a prender mendigos y entregarlos a la casa de trabajo, Bentham propuso que se les recompensase con veinte chelines por prendimiento, que se sumarían, claro está, a la cuenta pendiente del mendigo. Bentham aplicó también la lógica utilitaria al alojamiento dentro del asilo, con la intención de minimizar las incomodidades que sufriesen los internos por culpa de sus vecinos: «Al lado de cada clase que pueda causar algún inconveniente, instálese una clase que no esté en condiciones de percibir ese inconveniente». Así, por ejemplo, «junto a los lunáticos furiosos o las personas de conversación torrencial se instalará a los sordos y mudos. [...] Junto a las prostitutas y mujeres de costumbres licenciosas, se instalará a mujeres entradas en años». En cuanto a «quienes padezcan deformidades que horroricen», proponía que se los alojase con los ciegos. Por cruel que pueda parecer la propuesta de Bentham, su finalidad no era punitiva. Solo se perseguía fomentar el bienestar general resolviendo un problema que disminuía la utilidad social. No se adoptó nunca el plan de gestión de la mendicidad, pero el espíritu utilitario que lo informaba sigue vivo y bien activo hoy en día. Antes de exponer algunos ejemplos actuales de pensamiento utilitario, cabe preguntarse si la filosofía de Bentham es criticable, y si lo es, basándose en qué. PRIMERA OBJECIÓN: LOS DERECHOS INDIVIDUALES El punto débil más clamoroso del utilitarismo, sostienen muchos, es su falta de respeto a los derechos individuales. Como solo le preocupa la suma de la satisfacción, puede no tener miramientos con los individuos. Para el utilitarista, los individuos son importantes, pero solo en el sentido de que las preferencias de cada uno deben contar junto con las de todos los demás. Pero esto significa que la lógica utilitaria, si se aplica coherentemente, refrenda maneras de tratar a las personas que violan normas de decencia y respeto que creemos fundamentales, como ilustran los casos siguientes. Echar cristianos a los leones En la antigua Roma echaban cristianos a los leones en el Coliseo para divertir a la muchedumbre. Imagine el correspondiente cálculo utilitario: sí, los cristianos sienten un dolor espantoso cuando los leones los muerden y devoran; pero tenga en cuenta el éxtasis colectivo de los vociferantes espectadores que abarrotan el Coliseo. Si hay suficientes romanos que sacan suficiente placer del violento espectáculo, ¿hay alguna razón por la que un utilitarista pueda condenarlo? Al utilitarista quizá le preocupe que semejantes juegos endurezcan las costumbres y alimenten más violencia en las calles de Roma; o que creen pavor entre quienes alguna vez pudieran ser víctimas a que también se los arroje a los leones. Si estas consecuencias fuesen lo bastante malas, sería concebible que sobrepujasen el placer que proporcionan los juegos y le diesen al utilitarista una razón para prohibirlos. Pero si esos cálculos son la única razón para impedir que se someta a los cristianos a una muerte violenta que sirva de espec- táculo, ¿no se pierde algo moralmente importante? ¿Está justificada la tortura en alguna ocasión? Una cuestión parecida surge en los debates actuales acerca de si la tortura está justificada en los interrogatorios de presuntos terroristas. Piense en una bomba que va a estallar a cierta hora. Imagine que usted es el jefe de la rama local de la CIA. Captura a un presunto terrorista; usted cree que tiene información acerca de un dispositivo nuclear que estallará en Manhattan ese mismo día. Usted sospecha incluso que es él quien ha puesto la bomba. El reloj corre, y se niega a admitir que es un terrorista o a decir dónde está la bomba. ¿Estaría bien torturarlo hasta que diga dónde está la bomba y cómo se la desactiva? El argumento a favor de que se le torture parte de un cálculo utilitario. La tortura causa dolor en el sospechoso, lo que reduce mucho su felicidad o la utilidad de que disfruta. Pero miles de vidas inocentes se perderán si estalla la bomba. Por lo tanto, con un fundamento utilitario, podría argumentarse que está moralmente justificado infligir un dolor intenso a una persona si con ello se evitan muertes y sufrimientos de una magnitud gigantesca. El argumento del ex vicepresidente Richard Cheney de que las severas técnicas de inte- rrogatorio a que se sometió a presuntos terroristas de al-Qaeda sirvieron para que no hubiese otro ataque terrorista en Estados Unidos se basa en esa lógica utilitaria. No quiere decir que los utilitaristas hayan de ser necesariamente partidarios de la tortura. Algunos utilitaristas se oponen a la tortura por razones prácticas. Sostienen que rara vez funciona, pues la información sonsacada coactivamente no suele ser de fiar. Por lo tanto, se causa dolor, pero la comunidad no está más segura por ello: no aumenta la utilidad colectiva de que disfruta. O les inquieta que, si el país practica la tortura, se trate peor a sus soldados cuando caigan prisioneros. Esta consecuencia podría reducir la utilidad total asociada a nuestro uso de la tortura, una vez tenidas en cuenta todas las circunstancias. Estas consideraciones prácticas pueden estar o no estar en lo cierto, pero como razones para oponerse a la tortura son del todo compatibles con el pensamiento utilitario. No aseveran que torturar a un ser humano esté intrínsecamente mal, sino solo que practicar la tortura tendrá consecuencias indeseadas que, en conjunto, harán más mal que bien. Algunos rechazan la tortura por principio. Creen que viola los derechos humanos y no respeta la dignidad intrínseca de los seres humanos. Su argumento en contra de la tortura no depende de consideraciones utilitarias. Sostienen que el fundamento moral de los derechos humanos y la dignidad humana va más allá de la utilidad. Si tienen razón, la filosofía de Bentham es errónea. En apariencia, la historia de la bomba con temporizador apoya la postura de Bentham. El número parece marcar una diferencia moral. Una cosa es aceptar la muerte de tres hombres en un bote por no matar a un inocente grumete a sangre fría. Pero ¿y si están en peligro miles de vidas inocentes, como en la historia de la bomba con temporizador? ¿Y si fuesen cientos de miles? El utilitarista argumentaría que, llegadas las cosas a cierto punto, hasta al más ardiente defensor de los derechos humanos le costaría mucho insistir en que es preferible moralmente dejar que muera un gran número de inocentes a torturar a un solo sospechoso de ser terrorista, aunque quizá sepa dónde han puesto la bomba. Sin embargo, como puesta a prueba de la manera utilitaria de razonar moralmente, el caso de la bomba con temporizador conduce a error. Su intención es mostrar que el número cuenta: si el de vidas que está en peligro es suficientemente grande, deberíamos estar dispuestos a dejar a un lado nuestros escrúpulos relativos a la dignidad y a los derechos. Y si eso es verdad, la moralidad consiste, después de todo, en calcular costes y beneficios. Pero el ejemplo de la tortura no muestra que la perspectiva de salvar muchas vidas justifique infligir un gran dolor a un solo inocente. Recuérdese que la persona a la que se tortura para salvar todas esas vidas es un presunto terrorista, incluso el que creemos que ha puesto la bomba. La fuerza moral del argumento a favor de que se le torture depende en muy buena medida de que se suponga que es, de una forma u otra, responsable de la situación peligrosa con la que queremos acabar. O si no es responsable de esa bomba, supongamos que ha cometido otros actos terribles por los que se merezca que se le trate con severidad. Las intuiciones morales pertinentes en el caso de la bomba con temporizador no solo se refieren a los costes y beneficios, sino también a la idea no utilitaria de que los terroristas son malignos y merecen que se los castigue. Lo veremos más claramente si modificamos el ejemplo para eliminar toda traza de presunta culpabilidad. Supongamos que la única forma de inducir al terrorista a hablar es torturar a una hija de corta edad, que no sabe nada de las funestas actividades de su padre. ¿Sería moralmente permisible? Sospecho que ni siquiera un endurecido utilitarista permanecería impasible ante una idea así. Pero esta versión del ejemplo de la tortura pone a prueba de forma más fidedigna el principio utilitario. Deja aparte la intuición de que el terrorista merece ser castigado en cualquier caso (sea cual sea la valiosa información que esperamos obtener) y nos fuerza a evaluar el cálculo utilitario en sí mismo. La ciudad de la felicidad La segunda versión del ejemplo de la tortura (la que incluye a la hija inocente) trae a la mente un cuento de Ursula K. Le Guin, «Los que andando se marchaban de Omelas», que habla de una ciudad, Ornelas, donde imperan la felicidad y las celebraciones públicas, un lugar sin reyes ni esclavos, sin publicidad ni Bolsa de Valores, sin bombas atómicas. Por si este lugar nos parece demasiado irreal para que siquiera podamos imaginarlo, la Autora añade algo más: «En un sótano de alguno de los bellos edificios públicos de Ornelas, o quizá en los bajos de una de sus espaciosas viviendas, hay una habitación. La puerta está cerrada a cal y canto. No tiene ventanas». Y en esa habitación hay un niño que padece una deficiencia mental, que está desnutrido, abandonado. Vive sus días en la miseria más penosa. Todos saben que existe, todos en Omelas lo saben. [...] Todos saben que tiene que existir. [...] Todos saben que su felicidad, la belleza de su ciudad, la ternura de sus amistades, la salud de sus hijos, [...] hasta la abundancia de sus cosechas y el amable clima de sus cielos, dependen por completo de la abominable miseria del niño. [...] Qué bueno sería, realmente, que se sacase al niño del abyecto lugar donde vive y se le llevase a la luz del día y se le lavase y alimentase y confortase; pero si se hiciese, a esa misma hora de ese mismo día, toda la prosperidad y belleza y delicia de Omelas se ajaría y destruiría. La condición es esa. ¿Es moralmente aceptable tal condición? La primera objeción al utilitarismo de Bentham, la que apela a los derechos humanos fundamentales, dice que no, incluso si gracias a ella existe una ciudad feliz. Estaría mal violar los derechos del niño inocente, aunque fuese por la felicidad de la multitud. SEGUNDA OBJECIÓN: UNA UNIDAD COMÚN DE VALOR El utilitarismo dice ofrecer una ciencia de la moral basada en medir, agregar y calcular la felicidad. Sopesa las preferencias sin juzgarlas. Las preferencias de todos cuentan por igual. En este espíritu reacio a enjuiciar reside gran parte de su atractivo. Y su promesa de hacer de la elección moral una ciencia informa en buena medida los razonamientos económicos de hoy. Pero para agregar preferencias hay que medirlas con una misma escala. La utilidad, tal y como la enunció Bentham, ofrece tal unidad común de valor. Sin embargo, ¿es posible traducir todos los bienes morales a una sola unidad de valor sin perder algo en la traducción? La segunda objeción al utilitarismo duda de tal posibilidad. Según esta objeción, con una unidad común de valor no se captan todos los valores. Para explorarla pensemos en cómo se aplica la lógica utilitaria en el análisis de costes y beneficios, una forma de tomar decisiones a la que recurren a menudo los gobiernos y las grandes empresas. El análisis de costes y beneficios intenta aportar racionalidad y rigor cuando hay que tomar decisiones sociales complejas; para ello traduce todos los costes y beneficios a un valor monetario, y entonces los compara. Los beneficios del cáncer de pulmón La tabaquera Philip Morris hace un buen negocio en la República Checa, donde fumar cigarrillos sigue siendo popular y aún resulta socialmente aceptable. Preocupado por los crecientes costes sanitarios del tabaquismo, el gobierno checo pensó no hace mucho en subir los impuestos a los cigarrillos. Con la esperanza de librarse de la subida de impuestos, Philip Morris encargó un análisis de los costes y beneficios del tabaco en los presupuestos del Estado checo. El estudio concluyó que el Estado ingresaba gracias al tabaquismo más de lo que gasta por él. La razón: aunque el gasto médico de los fumadores a cargo del presupuesto es mayor mientras viven, se mueren antes, y así le ahorran al Estado una suma considerable en atención sanitaria, pensiones y residencias de ancianos. Según el estudio, en cuanto se tenían en cuenta los «efectos positivos» del tabaquismo, incluidos los impuestos sobre los cigarrillos y el ahorro gracias a las muertes prematuras de fumadores, resultaba que el Tesoro ganaba 147 millones de dólares netos al año. El análisis de costes y beneficios resultó ser un desastre para las relaciones públicas de Philip Morris. «Las tabaqueras negaban antes que los cigarrillos matasen —escribió un comentarista—. Ahora alardean de que lo hacen.» Un grupo contrario al tabaco publicó un anuncio en los periódicos donde se veía el pie de un cadáver en el depósito de cadáveres con una etiqueta atada al dedo gordo que marcaba un precio de 1.227 dólares, la cantidad que se ahorraba el Estado checo con cada muerte relacionada con el tabaco. Ante la indignación despertada y el ridículo público, el director ejecutivo de Philip Morris se disculpó diciendo que el estudio exhibía «un absoluto e inaceptable desprecio por los valores humanos básicos». Habrá quienes digan que el estudio de Philip Morris sobre el tabaquismo ilustra la insensatez moral del análisis de costes y beneficios y del modo utilitarista de pensar implícito en él. Considerar las muertes por cáncer de pulmón un chollo para la línea de resultados exhibe un insensible desprecio por la vida humana. Cualquier política relativa al tabaquismo que pueda defenderse moralmente ha de tener en cuenta no solo las repercusiones fiscales, sino también las consecuencias para la salud pública y el bienestar humano. Sin embargo, un utilitarista no negaría la pertinencia de consecuencias más amplias: el dolor y el sufrimiento, la pena de las familias, la pérdida de vidas. Bentham inventó la noción de utilidad pre- cisamente para captar en una sola escala la disparidad de las cosas que nos interesan, entre ellas el valor de la vida humana. A un benthamista no le parecerá que el estudio sobre el tabaquismo sirva para poner en entredicho los principios utilitaristas; dirá solamente que los aplicó mal. Un análisis más completo de costes y beneficios añadiría al cálculo moral una cantidad que representase el coste de una muerte prematura para el fumador y su familia, y lo compararía con el ahorro que esa muerte antes de hora supondría para el Estado. Esto nos devuelve a la cuestión de si todos los valores se pueden traducir a un valor monetario. Algunas versiones del análisis de costes y beneficios intentan una traducción así, hasta el punto de que le ponen un valor en dólares a la vida humana. Veamos dos usos del análisis de costes y beneficios que causaron indignación, no porque no calculasen el valor de la vida humana, sino porque lo hicieron. Los depósitos de gasolina explosivos En los años setenta, el Ford Pinto fue uno de los coches pequeños más vendidos en Estados Unidos. Por desgracia, su depósito de gasolina tendía a explotar cuando otro coche chocaba con él por atrás. Murieron más de quinientas personas al estallar sus coches en llamas, y muchos más sufrieron quemaduras graves. Cuando uno de estos se querelló contra la Ford Motor Company por ese diseño deficiente, se supo que a los ingenieros de la Ford no se les había escapado que el depósito de gasolina suponía un peligro. Sin embargo, los ejecutivos de la compañía habían realizado un análisis de costes y beneficios, y con él determinaron que los beneficios de arreglar el problema (en vidas salvadas y quemaduras evitadas) no llegaba a los once dólares por coche que costaba equiparlos con un dispositivo que hacía que el depósito fuese seguro. Para calcular los beneficios que se obtendrían de un depósito de gasolina más seguro, Ford estimó que habría 180 muertos y 180 quemados si no se hacían las modificaciones. Puso entonces un valor monetario a cada vida perdida y quemadura sufrida: 200.000 dólares por vida y 67.000 por las quemaduras. Sumó a estas cantidades el número y el valor de los Pinto que probablemente arderían, y calculó que el beneficio total de la mejora de la seguridad sería de 49,5 millones de dólares. Pero el coste de instalar un aparato de once dólares a doce millones y medio de vehículos ascendía a 137,5 millones de dólares. El fabricante, pues, llegó a la conclusión de que el coste de arreglar los depósitos de gasolina no estaba compensado por el beneficio que reportaban unos coches más seguros. El jurado se indignó cuando supo del estudio. Concedió al querellante dos millones y medio de dólares de indemnización compensatoria y 125 millones adicionales por lo reprensible de la infracción (la cantidad se redujo después a tres millones y medio).13 Puede que el jurado creyese que no estaba bien que una gran empresa asignase un valor monetario a la vida humana, o quizá pensó que los 200.000 dólares se quedaban muy, muy cortos. Ford no había llegado a esta cifra por sí misma. La había sacado de un organismo del Estado. A principios de los años setenta, la Administración Nacional de Seguridad del Tráfico en Carretera de Estados Unidos había calculado el coste de una muerte en accidente de tráfico. Contando las futuras pérdidas de productividad, los costes médicos, el coste del entierro y los sufrimientos de la víctima, llegó a esa cifra de 200.000 dólares por fallecimiento. Si la objeción del jurado hubiera sido al monto de dinero pero no al principio, un utilitarista podría haber coincidido con él. Pocos escogerían morir en un accidente de tráfico por 200.000 dólares. A la mayoría le gusta vivir. Para medir el efecto completo que tiene en la utilidad una muerte en accidente de tráfico habría que incluir la pérdida de la felicidad futura de la víctima, no solo los ingresos que no se percibirán y el coste del funeral. ¿Cuál, pues, sería una valoración de una vida humana en dólares más fidedigna? Rebajas por vejez Cuando la Agencia de Protección Medioambiental de Estados Unidos, la EPA, intentó responder esa pregunta también se suscitó la indignación, pero por otro motivo. En 2003 presentó un análisis de costes y beneficios de las nuevas normas contra la contaminación del aire. Asignó un valor más generoso a la vida humana que la Ford, pero con un matiz relativo a la edad: 3,7 millones de dólares por vida salvada gracias, a un aire más limpio, salvo para los que tenían más de setenta años, cuyas vidas se valoraban en 2,3 millones. Tras esas valoraciones diferentes se escondía una noción utilitarista: salvar la vida de una persona de edad produce menos utilidad que salvar la de alguien más joven (al joven le queda más por vivir y, por tanto, más felicidad que disfrutar). Quienes se ponían de parte de los ancianos no lo veían así. Criticaron el «descuento que se hacía a los ciudadanos mayores» y sostuvieron que la Administración no debía asignar más valor a las vidas de los jóvenes que a las de los viejos. Ante las protestas, la EPA renunció enseguida al descuento y retiró el informe. Los críticos del utilitarismo presentan estos casos como prueba de que el análisis de costes y beneficios va mal encaminado y de que asignar un valor monetario a la vida humana es obtuso. Los que defienden el análisis de costes y beneficios discrepan. Arguyen que muchas decisiones sociales implícitamente intercambian algún número de vidas humanas por otros bienes y ventajas. La vida humana tiene su precio, remachan, se quiera admitirlo o, no. Por ejemplo, el uso del automóvil se cobra un predecible tributo en vidas humanas, más de cuarenta mil muertes al año en Estados Unidos, pero ello no hace que prescindamos, como sociedad, de los coches. En realidad, ni siquiera nos lleva a reducir el límite de velocidad. Durante la crisis del petróleo de 1974, el Congreso de Estados Unidos impuso un límite nacional