Jurisdiccion Constitucional y Derechos Fundamentales PDF

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Universidad de Navarra

2024

Fernando Simón Yarza

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constitutional law fundamental rights jurisprudence comparative law

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This document is a set of lecture notes or outlines on constitutional law and fundamental rights. It is intended for use in a university course and explores the history, principles, and regulations of constitutional provisions, including judicial review. The document emphasizes critical analysis of the existing constitutional framework and includes references to comparative law.

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Jurisdicción constitucional y derechos fundamentales Lineamentos © 2024 – Dr. iur. Fernando Simón Yarza Catedrático de Derecho Constitucional Universidad de Navarra [email protected] unav.academia...

Jurisdicción constitucional y derechos fundamentales Lineamentos © 2024 – Dr. iur. Fernando Simón Yarza Catedrático de Derecho Constitucional Universidad de Navarra [email protected] unav.academia.edu/FSY/ ÍNDICE ABREVIATURAS 5 PRESENTACIÓN 7 1. La jurisdicción constitucional 9 2. Origen, evolución y bases filosóficas de los derechos fundamentales 23 3. La regulación constitucional de los derechos fundamentales 33 4. Los titulares de los derechos fundamentales 43 5. Legislador y juez en el desarrollo de los derechos fundamentales 55 6. La protección de los derechos fundamentales 63 7. El principio de igualdad 79 8. Los derechos de la vida y de la libertad 91 9. La libertad ideológica y religiosa 111 10. Los derechos de la vida privada 125 11. Los derechos de la comunicación 141 12. Los derechos de reunión y asociación 153 13. Los derechos de participación política y petición 165 14. Principio de legalidad penal y otros derechos procesales 177 15. El derecho a la educación y la libertad de enseñanza 193 16. Los derechos económicos y laborales 205 Epílogo 219 SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA BÁSICA 221 Apéndice I. Constitución Española 223 Apéndice II. Ley Orgánica del Tribunal Constitucional 243 PRINCIPALES ABREVIATURAS ATC Auto del Tribunal Constitucional CC Código Civil (Real Decreto de 42 de julio de 1889) CDFUE Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea CE Constitución Española CEDH Convenio Europeo de Derechos Humanos (4 de noviembre de 1950) CP Código Penal (Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre) DA Disposición Adicional DT Disposición Transitoria DUDH Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 diciembre 1948) ET Estatuto de los Trabajadores (RD-Legislativo 2/2015, de 23 octubre) FJ Fundamento Jurídico LFB Ley Fundamental de Bonn LBRL Ley de Bases de Régimen Local (Ley 7/1985, de 2 de abril) LEC Ley de Enjuiciamiento Civil (Ley 1/2000, de 7 de enero) LECr Ley de Enjuiciamiento Criminal (RD de 14 de septiembre de 1882) LGCA Ley general de la comunicación audiovisual (Ley 13/2022, de 7 de julio) LJCA Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa (Ley 29/1998, 13 julio) LJS Ley reguladora de la jurisdicción social (Ley 36/2011, de 10 de octubre) LO Ley Orgánica LOEx LO 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España LODA Ley Orgánica del derecho de asociación (LO 1/2002, de 22 de marzo) LODefP Ley Orgánica reguladora del Defensor del Pueblo (LO 3/1981, 6 abril) LODP Ley Orgánica del derecho de petición (LO 4/2001, de 12 de noviembre) LODR Ley Orgánica del derecho de reunión (LO 9/1983, de 15 de julio) LOE Ley Orgánica de Educación (LO 2/2006, de 3 de mayo) LOHC Ley Orgánica de Habeas Corpus (LO 6/1984, de 24 de mayo) LOLR Ley Orgánica de Libertad Religiosa (LO 7/1980, de 5 de julio) LOMCE Ley Orgánica de mejora de la calidad educativa (LO 8/2013, de 9 dic.) LOPDPGDD Ley Orgánica de protección de datos personales y garantía de los derechos digitales (LO 3/2018, de 5 de diciembre) LOPDH Ley Orgánica de protección civil del derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen (LO 1/1982, de 5 de mayo) LOPJ Ley Orgánica del Poder Judicial (Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio) LOPM Ley Orgánica Procesal Militar (LO 2/1989, de 13 de abril) LOPP Ley Orgánica de Partidos Políticos (LO 6/2002, de 27 de junio) LOREG Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LO 5/1985, de 19 junio) LOTC Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LO 2/1979, de 3 octubre) LPC Ley del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas (Ley 39/2015, de 1 octubre) LRJSP Ley de Régimen Jurídico del Sector Público (Ley 40/2015, de 1 octubre) PIDCP Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (16 diciembre 1966) PIDESC Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (16 de diciembre de 1966) RC Reglamento del Congreso (10 de febrero de 1982) RS Reglamento del Senado (3 de mayo de 1994) STC Sentencia del Tribunal Constitucional STCF Sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán TEDH Tribunal Europeo de Derechos Humanos TFUE Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea TJCE Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas TJUE Tribunal de Justicia de la Unión Europea 6 PRESENTACIÓN Como la propia palabra sugiere, estos lineamentos pretenden ser la «delineación o dibujo de un cuerpo» (DRAE), el constituido por el régimen de la jurisdicción constitucional y los derechos fundamentales de nuestra Constitución, para dar a conocer, de un modo introductorio, sus principios y fundamentos. Son páginas pensadas y escritas teniendo en mente al estudiante actual del grado en Derecho, cuyas necesidades he procurado comprender mejor durante mi experiencia docente. A este propósito, me han sido de gran ayuda los comentarios recibidos tanto en las clases como en las conversaciones privadas con los alumnos, así como los resultados de la evaluación oral y de la corrección de exámenes y prácticas. Fruto de esa interacción con los estudiantes son las páginas que siguen, elaboradas tratando de satisfacer los siguientes objetivos: a) En primer lugar, pretenden ser un complemento que facilite el aprovechamiento de las clases, cuya asistencia no excusan ni suplen. Se trata de que el alumno, en lugar de extenuarse tomando apuntes, participe activamente en las sesiones teóricas; de que, con la lección leída, exponga sus dudas y opiniones respecto a los asuntos más controvertidos, de suerte que las clases se conviertan, en la medida de lo posible, en una especie de diálogo socrático. b) En segundo lugar, están redactados con una extensión acotada deliberadamente de antemano y, por ende, con un notable esfuerzo de síntesis. Se hallan muy lejos de constituir un libro exhaustivo; al contrario, su propósito es modesto y son muy concisos, esquemáticos incluso. En ocasiones, el alumno habrá de completar el texto con la lectura de la propia legislación y con notas en los márgenes para comprenderlo mejor o desarrollarlo. Si bien están redactados procurando guardar la debida claridad, las sesiones teóricas han de servir al alumno para separar el grano de la paja, para discernir las cuestiones más importantes y, como se ha indicado, complementar los lineamentos con anotaciones personales. c) En tercer lugar, los lineamentos tratan de hacer un recorrido crítico por el Derecho constitucional vigente, con referencias al Derecho comparado. No se limitan a describir, sino que formulan objeciones allí donde estimo que la regulación normativa o la jurisprudencia son deficientes. Entiendo que el jurista no debe asumir una especie de función valorativamente «confirmadora» o «abstencionista» respecto al orden vigente, bajo la falsa premisa de que lo que el poder democráticamente elegido dice que es justo, es justo. Más allá del modo en que se califique esta actitud, pienso que supone anular el pleno anclaje del Derecho en la razón práctica, así como la apertura de la razón práctica a una verdad que trasciende el puro car c’est mon plaisir. Dicho lo cual, el mismo honor a la realidad que lleva a no cohibir el sano pensamiento crítico, debe llevar igualmente a distinguir con nitidez la propia opinión de lo que el Derecho positivo dice de facto. A este respecto, pienso que los lineamentos no provocan ninguna confusión. Por último, quisiera agradecer sinceramente la inestimable ayuda del profesor Guillermo A. Morales Sancho en la actualización de estos lineamentos, así como las sugerencias que he recibido de mis alumnos para mejorarlos. De modo particular, quiero dar las gracias a aquellos que me han advertido de los errores que detectaron, y animo a otros alumnos a seguir haciéndolo. 8 Lección 1 La Jurisdicción Constitucional 1. Concepto y naturaleza § 1. El origen de la jurisdicción constitucional. El Estado constitucional pretende llevar al límite el ideal del Estado de Derecho y sujetar todos los poderes constituidos, incluido el legislador, a un Derecho que los precede. Huelga decir a estas alturas que la Constitución es ese Derecho que preside y limita el resto del ordenamiento, el límite de las normas y de los poderes. No se reconocen, valga la insistencia, poderes absolutos en el Estado constitucional, ni siquiera el del legislador. Sin embargo, sólo si el Derecho es efectivo cabe decir que es Derecho en sentido pleno, y para que sea efectivo tiene que haber una instancia imparcial que vele por su cumplimiento. ¿Quién se ocupa de velar por el cumplimiento de la Constitución, incluso frente al legislador? ¿Quién es, en definitiva, el «guardián de la Constitución»? Dos sistemas han tratado de dar respuesta a la cuestión del control de constitucionalidad de las leyes. En los Estados Unidos, la llamada judicial review of legislation fue establecida por el Tribunal Supremo en el célebre caso Marbury v. Madison, de 1803. Fue entonces cuando el gran Chief Justice John Marshall, apoyándose en la supremacy clause del Artículo VI de la Constitución norteamericana —que sostiene que la Constitución es «supreme law of the land»— , afirmó «el principio que debía suponerse esencial en todas las Constituciones escritas», a saber, «que una Ley que repugna a la Constitución es nula» («the principle supposed to be essential to all written constitutions, that a law repugnant to the constitution is void»). En adelante, todo juez que considere que una ley se opone a la Constitución habrá de inaplicarla. El modelo americano no fue recibido en Europa hasta muy tarde, debido principalmente a la confianza revolucionaria en la ley como volonté général y a la desconfianza respecto a los jueces del Antiguo Régimen. Durante el siglo XIX, el constitucionalismo europeo fue «legicentrista», y nuestras constituciones carecieron del inequívoco valor supralegal que poseía ya la norteamericana. A falta de un juez que hiciese valer la Constitución frente a la ley que la vulnerase, no se apreciaba con nitidez su superioridad normativa. La introducción de la Jurisdicción Constitucional en Europa fue debida, sobre todo, al jurista austriaco Hans Kelsen, principal inspirador del Tribunal Constitucional de aquel país, donde se creó a partir de su Constitución de 1920. Kelsen, sin embargo, veía en el Tribunal Constitucional más un legislador negativo que un juez en sentido propio, dado que tendría como misión enjuiciar en abstracto la compatibilidad entre dos normas (Constitución y ley), y no enjuiciar un conflicto concreto. La idea de Kelsen consistía en atribuir a un único órgano, que actuaría como legislador negativo, la capacidad de derogar las leyes inconstitucionales. Al contrario, en los Estados Unidos todos los jueces ostentaban la competencia de declarar nulas —y no simplemente derogadas— las leyes inconstitucionales. El modelo kelseniano es, pues, un modelo de jurisdicción concentrada (1) y derogación ex nunc, «desde ahora» (2), basado en la idea de que la declaración de inconstitucionalidad de la ley es jurisdicción en un sentido impropio, más cercana a una legislación negativa (3); el americano, por contraste, es un modelo de jurisdicción difusa (1) y declaración de nulidad ex tunc, «desde entonces» o retroactiva (2), basado en la idea de que la declaración de inconstitucionalidad de la ley es jurisdicción en sentido estricto (3). Después de la Segunda Guerra Mundial, diversos países europeos han incorporado a su cultura jurídica el modelo kelseniano, aunque muchos aspectos relevantes han sido tomados del sistema americano. El principal rasgo distintivo de la Jurisdicción Constitucional europea, heredado de Kelsen, es la idea de jurisdicción concentrada en un único Tribunal, frente al control de constitucionalidad de las leyes difuso —por todos los jueces y tribunales— que se lleva a cabo en Estados Unidos. De este país, sin embargo, se ha extraído la consecuencia directa de que la Constitución es supreme law of the land, a saber, que las leyes que la vulneran no quedan simplemente derogadas sino que son sencillamente inválidas, nulas ab origine. § 2. La crítica al Tribunal Constitucional: ¿iurisdictio o legislatio? En la época de Entreguerras se produjo una interesante disputa sobre la naturaleza de la jurisdicción constitucional y sobre quién debe ser el guardián de la Constitución. Como otras de las grandes disputas jurídicas del siglo XX europeo, los antagonistas de la controversia fueron los geniales juristas Carl Schmitt y Hans Kelsen. Para Carl Schmitt, la Justicia Constitucional no es verdadera jurisdicción sino justizformig Politik, «política en forma judicial». Para comprender esta tesis, resulta capital su propio concepto de juicio y jurisdicción, que Schmitt explicó en una obra temprana: Ley y Juicio (Gesetz und Urteil: 1912). El juicio (Urteil) no se reduce a interpretar el contenido de la ley, sino que tiene siempre por objeto un caso concreto. A partir del Derecho establecido, el juez dicta una decisión para el asunto que se le plantea. A diferencia de lo que sucede en esta operación, en el enjuiciamiento de constitucionalidad de las leyes el Tribunal Constitucional no se limita a resolver un caso particular sino que concreta, con validez erga omnes, el significado, no siempre claro, de las normas constitucionales. Pero concretar el significado discutido de la Constitución, y hacerlo con validez frente a todos, no es resolver un caso concreto apelando a un Derecho claramente predeterminado. Interpretar con carácter vinculante las cláusulas vagas de la Constitución no es pronunciar, para un caso concreto, el Derecho consensuado, no es simple ius dicere, sino creación de normas constitucionales concretas, legislatio. Sin perjuicio de la penetración de sus observaciones, lo más problemático del análisis de Schmitt radicaba no tanto en la crítica cuanto en la pars construens. En su conocido trabajo sobre El defensor de la Constitución (Der Hüter der Verfassung), Schmitt propone que no sea el Tribunal Constitucional sino el Jefe del Estado, el Presidente del Reich, quien actúe como guardián supremo de la Constitución. Son bien conocidos, sin embargo, los abusos que, durante la República de Weimar, se dieron como consecuencia de los amplios poderes del Reichspräsident. En varias ocasiones, el Jefe del Estado recurrió a sus facultades 10 de disolución del Reichstag (cfr. art. 25 Constitución de Weimar), lo que le obligaba a convocar elecciones a los sesenta días. Entretanto, sin embargo, podía hacerse cargo del gobierno a través de los «decretos de emergencia» (Notverordnungen) que le autorizaba a dictar el artículo 48 de la Constitución de Weimar. La situación era verdaderamente anómala, dado que, con el Parlamento disuelto, el Reichstag no podía ejercer su derecho, previsto en el propio artículo 48, párrafo 3º, de la Constitución, a dejar sin vigor las medidas presidenciales de emergencia. Todo ello redundaba, pues, en un gobierno dictatorial. § 3. El aspecto político de la jurisdicción constitucional. Sería un error, de todos modos, desconocer la parte de razón que asistía a Schmitt al hacer su crítica al Tribunal Constitucional, puesto que «toda realidad desconocida prepara su venganza» (Ortega y Gasset). Ciertamente, la concreción de las decisiones constitucionales con validez erga omnes supone en sí misma una decisión de honda repercusión política, y fija en el ordenamiento auténticas «subnormas» constitucionales que, en calidad de interpretación autorizada de la Constitución, vinculan a todos los ciudadanos y poderes públicos. En la medida en que las reglas adoptadas no se desprenden inequívocamente del texto constitucional, sino que son fruto de la valoración, es innegable su naturaleza de legislatio. No estamos entonces ante normas puramente deducidas, sino ante normas creadas. En algunos casos, es el propio Poder Constituyente quien ha dotado de amplios márgenes de apreciación al Tribunal Constitucional, fijando normas de textura abierta que parecen colisionar entre sí. Así, por ejemplo, los límites que el «derecho al honor» impone a la «libertad de expresión» no son determinados estrictamente por la norma, sino que dependen de una interpretación que, por fuerza, ha de apelar a criterios metatextuales (éticos, políticos, etc.). Fijar en este contexto una regla de validez erga omnes es, desde luego, una decisión de relevancia política, que ha de atender a criterios de prudencia política. § 4. Conclusión: Justicia constitucional y democracia. De las reflexiones apuntadas pueden extraerse algunas conclusiones que un jurista riguroso no puede desconocer, y que explican cabalmente el significado de la Justicia constitucional en nuestro ordenamiento: a) En primer lugar, el Tribunal Constitucional debe evitar convertirse en un legislador al margen del texto constitucional, algo que haría violencia a su función y para lo que no tiene legitimidad. El texto constitucional puede abrir nuevos horizontes interpretativos según el contexto histórico de la interpretación, pero es al mismo tiempo un límite que el Tribunal Constitucional no debe traspasar. Si el texto constitucional no supusiese un límite para la interpretación, sería superfluo. b) En segundo lugar, en el enjuiciamiento de constitucionalidad de las leyes, el Tribunal Constitucional ha de guardar una especial deferencia hacia el legislador. Frente a la jurisdicción constitucional pesa siempre lo que los norteamericanos han denominado la objeción contramayoritaria (countermajoritarian-objection), que pone de relieve lo problemático que, en una democracia, resulta que un Tribunal anule la voluntad del legítimo representante del pueblo. El Tribunal 11 Constitucional no debe, por lo tanto, declarar la inconstitucionalidad allí donde ésta no se desprende claramente de la Constitución. In dubio pro legislatore. c) Dicho lo anterior es inevitable, en última instancia, un margen de valoración política en el control de constitucionalidad de las leyes. Por más que se afirme el principio in dubio pro legislatore, la misma existencia de dudas es a veces una cuestión disputada, especialmente en relación con el alcance y la delimitación de los derechos fundamentales. Más aún, existen decisiones del Tribunal Constitucional con implicaciones éticas y políticas que enfrentan a concepciones ideológicas antagónicas, convencidas ambas de la claridad de sus razones y de la corrección de sus interpretaciones. Al interpretar la Constitución, el juez constitucional no puede prescindir de sus convicciones sobre lo justo, y el hecho de que sus razones no sean compartidas por todos no implica, de suyo, que sea arbitrario. d) Que sea el Tribunal Constitucional el que determine políticamente la voluntad del Estado en estas situaciones, incluso frente al legislador, supone introducir un elemento aristocrático en la Constitución. Estamos, de todas formas, ante un contrapeso querido por el Poder Constituyente para evitar la tiranía de una mayoría parlamentaria desligada de los derechos fundamentales. Ahora bien, no podemos perder de vista que la imposición de una ideología espuria, no consensuada en la Constitución, a través de la manipulación de los derechos fundamentales por parte de unas élites judiciales, no sería más que otra forma de tiranía. Sólo si el Tribunal Constitucional actúa con fidelidad al ordenamiento, sin caer en la invención de falsos derechos, puede mantenerse como custodio de lo acordado por el pacto constitucional y evitar ser factor de polarización social. e) En fin, conviene añadir que, con el fin de evitar que la desconexión entre el Tribunal Constitucional y la voluntad popular sea excesiva, es usual introducir mecanismos de nombramiento político de los magistrados constitucionales que los vinculan con la fuente de la legitimidad democrática. A ello nos referiremos en el siguiente epígrafe. 2. Composición y estatuto de sus miembros § 5. Composición del Tribunal Constitucional. Como acabamos de estudiar, el formidable poder de fijar límites a todos los poderes públicos — incluido el Parlamento— pone al Tribunal Constitucional en una delicada posición política. Es por ello que el nombramiento de los magistrados constitucionales reviste una importancia crucial en un régimen constitucional, y conviene que los conecte de algún modo con el titular del poder originario: el pueblo. Así, los jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos son elegidos por el Presidente con el advice and consent del Senado; y, en España, dos tercios de los Magistrados constitucionales son nombrados por el Parlamento. El artículo 159.1 CE dispone, en efecto, que «el Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el Rey»: «cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del 12 Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial». El Poder Constituyente se decantó por este sistema para dar una cierta participación a todos los poderes del Estado, con evidente predominio, como es razonable, del Parlamento. El hecho de que el nombramiento en el seno de las Cámaras se verifique por una mayoría cualificada de 3/5 obedece a la conveniencia de lograr un consenso en torno a tan delicada cuestión. Conviene recalcar, no obstante, que la regla de los 3/5, unida a la incapacidad de los grupos para llegar a un consenso, ha sido en los últimos años causa de graves retrasos en la renovación del Alto Tribunal. Respecto a la duración del mandato, el artículo 159.3 CE dispone que «los miembros del Tribunal Constitucional serán designados por un período de nueve años y se renovarán por terceras partes cada tres». Aceptada la intervención de otros poderes en su nombramiento, la elevada extensión del mandato constituye una garantía importante de la independencia de la Justicia Constitucional. En los Estados Unidos, los Justices permanecen en el cargo con carácter vitalicio, lo que «puede considerarse —en palabras de Alexander Hamilton— como el ingrediente indispensable en su constitución; y, en gran medida, el baluarte de la justicia y la seguridad pública». La independencia asociada al cargo vitalicio hace aconsejable, a mi juicio, proveer de mecanismos similares en nuestro país. Establece también la Constitución que «los miembros del Tribunal Constitucional deberán ser nombrados entre Magistrados y Fiscales, Profesores de Universidad, funcionarios públicos y Abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional» (art. 159.2 CE). Finalmente, es importante añadir que, a raíz de la aprobación de la LO 2/2024, de 1 de agosto, el artículo 16.1 LOTC dispone que cada uno de los órganos implicados en las propuestas de nombramiento de magistrados «garantizará el principio de presencia equilibrada de mujeres y hombres, de forma que aquéllas incluyan como mínimo un cuarenta por ciento de cada uno de los sexos». § 6. Estatuto de sus miembros. Declarados «independientes e inamovibles en el ejercicio de su mandato» (art. 159.5 CE), los magistrados constitucionales están sujetos a un régimen de incompatibilidades parcialmente distinto del que rige para los jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial. Conforme al artículo 159.4 CE, su condición «es incompatible: con todo mandato representativo; con los cargos políticos o administrativos; con el desempeño de funciones directivas en un partido político o en un sindicato y con el empleo al servicio de los mismos; con el ejercicio de las carreras judicial y fiscal, y con cualquier actividad profesional o mercantil». El precepto se cierra indicando que «en lo demás los miembros del Tribunal Constitucional tendrán las incompatibilidades propias de los miembros del poder judicial». En congruencia con lo expuesto resulta oportuno indicar, como nota distintiva de los magistrados constitucionales respecto a los jueces ordinarios, que pueden pertenecer a partidos políticos siempre que no desempeñen funciones directivas. Hace algunos años, se desató una polémica en torno a la afiliación del 13 Presidente del Tribunal Constitucional a un partido político. Más allá de la mala imagen que obviamente esto producía, lo cierto es que su afiliación no comportaba ninguna incompatibilidad jurídica. Aunque no se encuentra recogido en la Constitución, los magistrados del Tribunal Constitucional gozan también de fuero especial, de suerte que su «responsabilidad criminal (…) sólo será exigible ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo» (art. 26 Ley Orgánica del Tribunal Constitucional: LOTC). Son irresponsables «por las opiniones expresadas en el ejercicio de sus funciones» (art. 22 LOTC), y sólo pueden cesar o ser suspendidos por las causas previstas legalmente, cuya concurrencia es apreciada siempre en el seno del propio Tribunal, bien por el Presidente (renuncia y expiración del mandato), bien por el Pleno (incompatibilidad sobrevenida, violación del deber de sigilo, condena penal por delito doloso o con culpa grave, etc.). 3. La organización del Tribunal Constitucional § 7. El Presidente del Tribunal Constitucional. Teniendo en cuenta que el Tribunal Constitucional está formado por doce miembros, cobra especial relevancia la figura de su Presidente, cuyo voto de calidad o dirimente decide en caso de empate en todos los asuntos que conoce el Pleno: «salvo en los casos para los que esta Ley establece otros requisitos, las decisiones se adoptarán por la mayoría de los miembros del Pleno, Sala o Sección que participen en la deliberación. En caso de empate, decidirá el voto del Presidente» (art. 90 LOTC). El Presidente del Tribunal Constitucional es nombrados entre sus miembros «por el Rey, a propuesta del mismo Tribunal en pleno y por un período de tres años» (art. 160 LOTC). Entre sus principales funciones se encuentran las de representar al Tribunal, convocar y presidir el Pleno y convocar las Salas, adoptar las medidas precisas para el buen funcionamiento del Tribunal, comunicar las vacantes a los órganos encargados de proveer los nombramientos o ejercer las potestades administrativas sobre el personal del Tribunal (cfr. art. 15 LOTC). § 8. Organización interna. El Tribunal Constitucional «actúa en Pleno, en Sala o en Sección» (art. 6 LOTC): a) El Pleno lo forman los doce miembros del Tribunal Constitucional, bajo la dirección de su Presidente o, en su defecto, del Vicepresidente, que es elegido también entre sus miembros (art. 9.4 LOTC). El Pleno conoce los asuntos más importantes (vid. art. 10 LOTC), como la declaración de constitucionalidad previa a la ratificación de tratados (vid. infra § 15), los recursos de inconstitucionalidad contra leyes (vid. infra § 10) que no sean de mera aplicación de doctrina, los conflictos de competencia entre el Estado y las CC.AA. (vid. infra § 14), etc. Puede conocer además, como es lógico, cualquier asunto que recabe para sí. b) El Tribunal se divide, en segundo lugar, en dos Salas formadas, cada una, por seis magistrados «nombrados por el Tribunal en Pleno» (art. 7.1 14 LOTC). El Presidente del Tribunal se halla al frente de la Sala Primera (art. 7.2 LOTC), y el Vicepresidente de la Sala Segunda (art. 7.3 LOTC). Las Salas conocen aquellos asuntos cuya competencia no se esté atribuida el Pleno —en especial, los recursos de amparo (vid. infra § 12)—, así como aquellas cuestiones que, siendo competencia de las secciones, merezcan por su importancia ser decididas por la Sala (art. 11 LOTC) c) En fin, la Ley Orgánica prevé la constitución de Secciones «compuestas por el respectivo Presidente o quien le sustituya y dos Magistrados» (art. 8.1 LOTC). La competencia principal de las Secciones es ocuparse, con carácter general (vid. art. 50.2 LOTC), del trámite de admisión o inadmisión de asuntos, que tiene por objeto verificar si se cumplen los requisitos mínimos (plazo, legitimación, etc.) para proceder a un examen sobre el fondo del recurso. En fin, las Secciones tienen también competencia para conocer y resolver «aquellos asuntos de amparo que la Sala correspondiente les defiera» de acuerdo con la ley orgánica (art. 8.2 LOTC). 4. Las funciones del Tribunal Constitucional § 9. Pluralidad de funciones del Tribunal Constitucional. Como en páginas anteriores se ha indicado, la función principal del Tribunal Constitucional es el control de constitucionalidad de las leyes. Por razones diversas, sin embargo, los Tribunales Constitucionales han ido ampliando sus funciones con el transcurso de su historia. En las páginas que siguen trataremos de determinar el cuadro de competencias del Tribunal Constitucional español. § 10. El recurso de inconstitucionalidad. Una primera competencia a la que hemos de referirnos es el «recurso de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley» (art. 161.1.a CE), al que ya hemos aludido y que constituye el mecanismo más característico de la Justicia Constitucional europea. En Estados Unidos, en efecto, el control de constitucionalidad de las leyes se produce siempre con carácter incidental, o lo que es lo mismo, no existe un recurso directo contra leyes sino que la constitucionalidad de las mismas se enjuicia en el curso de los procesos judiciales ordinarios. Se trata allí, exclusivamente, de un control concreto, basado en un caso que pone al juez en la tesitura de tener que inaplicar una norma inconstitucional. El recurso de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley, sin embargo, es un recurso ante el TC que ciertos sujetos pueden interponer, directamente, contra la norma legal. El control que aquí se ejerce tiene un carácter, en consecuencia, abstracto, porque se contrastan normas al margen de todo caso concreto. Para interponer este recurso están legitimados sólo algunos sujetos, a saber: «el Presidente del Gobierno, el Defensor del Pueblo, 50 Diputados, 50 Senadores, los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y, en su caso, las Asambleas de las mismas» (art. 162.1.a CE). Nada más lógico que restringir así la legitimación pues, de lo contrario, siempre habría ciudadanos dispuestos a impugnar las leyes que no les 15 agradan, y el Tribunal se convertiría en una tercera cámara, encargada de revisar todas las leyes. Puede ser objeto del recurso de inconstitucionalidad cualquier norma con rango de ley, estatal o autonómica. Esto incluye, v. gr., los estatutos de autonomía y las demás leyes orgánicas, los decretos legislativos y decretos leyes (estatales y autonómicos), los reglamentos parlamentarios (estatales y autonómicos), o las leyes ordinarias (estatales y autonómicas). En fin, hay que añadir que el plazo para interponer el recurso de inconstitucionalidad es de «tres meses a partir de la publicación» de la norma impugnada (art. 33.1 LOTC). § 11. La cuestión de constitucionalidad. Sin perjuicio del control abstracto aludido, nuestra Constitución prevé, igualmente, un mecanismo de control incidental —basado en un caso concreto— de la constitucionalidad de normas con rango de ley: la cuestión de constitucionalidad. De acuerdo con el artículo 163 CE, «cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional en los supuestos, en la forma y con los efectos que establezca la ley, que en ningún caso serán suspensivos». No pueden los jueces, por lo tanto, inaplicar las normas con rango de ley que estimen contrarias a la Constitución sino que, antes de dictar Sentencia, han de suspender el procedimiento y plantear la cuestión ante el Tribunal Constitucional. Hay que añadir además que, pese a que los artículos 29.2 y 38.2 LOTC parecen sugerir lo contrario, el hecho de que una norma legal haya sido declarada expresamente conforme a la Constitución por parte del Tribunal Constitucional no impide que un juez plantee la cuestión de inconstitucionalidad sobre esa misma norma. No se puede perder de vista, de un lado, que la nueva cuestión podría plantearse sobre argumentos nuevos, que no fueron examinados en su día por el Tribunal Constitucional; y, de otro, que los tiempos cambian, y lo que hace diez años se consideraba inconstitucional podría dejar de considerarse así. § 12. El recurso de amparo constitucional. De acuerdo con el artículo 161.1.b CE, el Tribunal Constitucional es competente también para conocer «del recurso de amparo por violación de los derechos y libertades referidos en el artículo 53, 2, de esta Constitución, en los casos y formas que la ley establezca». El precepto citado sostiene que «cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos» en los artículos 14 a 30 «a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional». La justificación de este recurso reside en la desconfianza hacia un Poder Judicial que, venido del Franquismo, no se consideraba capacitado para crear un corpus jurisprudencial sobre derechos fundamentales. Mediante el recurso de amparo, el Tribunal Constitucional conoce, en los términos establecidos por la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, de las violaciones de los principales derechos fundamentales (los previstos en los arts. 14-30 CE) que sean imputables a los poderes públicos. Están legitimados para interponerlo «toda persona natural o jurídica que invoque un interés legítimo, así como el Defensor del Pueblo y el Ministerio Fiscal» (art. 162.1.b CE). En cuanto a su objeto, cabe impugnar por esta vía cualquier conducta del poder público salvo las normas 16 con rango de ley. Tiene, en fin, un carácter subsidiario, de modo que para interponerlo es preciso haber agotado con anterioridad todos los medios que ofrece la Justicia ordinaria —los jueces y tribunales ordinarios—. Es de gran interés indicar que, aunque los ciudadanos no pueden recurrir directamente las normas con rango de ley, puede suceder que el acto recurrido que lesiona su derecho fundamental se limite a aplicar una ley, de modo que su inconstitucionalidad derivaría de la misma ley que viene a aplicar. En tales supuestos, la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional exige que la Sala o la Sección del Tribunal Constitucional que examina el recurso de amparo suspenda el procedimiento y eleve al Pleno del propio Tribunal la cuestión de inconstitucionalidad sobre la ley aplicada por el poder público demandado. Es lo que se conoce como la autocuestión de inconstitucionalidad, contemplada por la Ley Orgánica en los términos siguientes: «en el supuesto de que el recurso de amparo debiera ser estimado porque, a juicio de la Sala o, en su caso, de la Sección, la ley aplicada lesione derechos fundamentales o libertades públicas, se elevará la cuestión al Pleno con suspensión del plazo para dictar sentencia» (art. 55.2 LOTC). § 13. La impugnación de disposiciones autonómicas con efectos suspensivos. Al margen del recurso de inconstitucionalidad, el artículo 161.2 CE confiere al Gobierno la posibilidad de «impugnar ante el Tribunal Constitucional las disposiciones y resoluciones adoptadas por los órganos de las Comunidades Autónomas». Esta impugnación, que cabe dirigir contra cualesquiera actos y normas autonómicas —legales o reglamentarias— «producirá la suspensión de la disposición o resolución recurrida, pero el Tribunal, en su caso, deberá ratificarla o levantarla en un plazo no superior a cinco meses». La peculiaridad de esta vía de impugnación reside, precisamente, en su carácter suspensivo, no previsto para otro tipo de recursos. Es preciso señalar que este recurso, dirigido contra todo tipo de actos y normas de las CC.AA., parece contradecir lo previsto por el art. 153.c CE sobre la fiscalización de reglamentos autonómicos. Según este precepto, el control de la Administración autonómica y de sus normas reglamentarias «se ejercerá (…) por la jurisdicción contencioso-administrativa». ¿Por qué, entonces, permite el artículo 161.2 CE impugnar reglamentos autonómicos ante el Tribunal Constitucional? Algún autor ha interpretado que la vía del artículo 161.2 CE no permite esgrimir cualquier tipo de inconstitucionalidad en la impugnación de un reglamento autonómico, sino tan sólo la que resulta de exceder el ámbito de competencias atribuido a la Comunidad Autónoma. De otro modo —se argumenta— el Tribunal Constitucional actuaría como si de jurisdicción administrativa se tratase. § 14. Conflictos de competencias. Sin perjuicio de la vía especial indicada, el artículo 161.1.c CE señala que el Tribunal Constitucional conocerá también «de los conflictos de competencia entre el Estado y las Comunidades Autónomas o de los de éstas entre sí». Los conflictos de competencia pueden ser positivos —cuando dos entes territoriales reclaman para sí una misma competencia— o negativos —cuando dos entes territoriales declinan una competencia. En este último caso están también legitimados para interponer el 17 conflicto los sujetos privados interesados, sean personas físicas o jurídicas (art. 60 LOTC)—. El conflicto positivo puede ser planteado ante el Tribunal Constitucional por el Gobierno de la Nación —cuando una norma infralegal o resolución de una Comunidad Autónoma haya violado el orden de competencias (art. 62 LOTC)— o por una Comunidad Autónoma —cuando sea el Estado u otra Comunidad quien haya invadido competencias que le son propias (art. 63 LOTC)—. En este caso, el gobierno autonómico recurrente ha de formular, con carácter previo al planteamiento del conflicto, un requerimiento al gobierno estatal o autonómico concernido para que rectifique y, sólo en caso de no ser atendido el requerimiento, podrá interponer el conflicto. Por último, el conflicto negativo puede plantearlo un particular —persona física o jurídica— después de que tanto la Administración estatal como la Administración autonómica desestimen su pretensión por alegada falta de competencia (art. 68 y ss. LOTC). También puede plantearlo el Gobierno estatal «cuando habiendo requerido al órgano ejecutivo superior de una Comunidad Autónoma que ejercite las atribuciones propias (…), sea desatendido su requerimiento por declararse incompetente el órgano requerido» (art. 71 y ss. LOTC). § 15. Declaración sobre la constitucionalidad de los tratados. El artículo 95.1 de la Constitución dispone que «la celebración de un tratado internacional que contenga estipulaciones contrarias a la Constitución exigirá la previa revisión constitucional» (art. 95.1 CE). Con este precepto se trata de evitar que España se vincule internacionalmente violando su propia Norma fundamental, ya que no podría alegar semejante contradicción con el fin de eludir eventuales obligaciones internacionales. El segundo epígrafe del propio artículo 95 CE establece que «el Gobierno o cualquiera de las Cámaras puede requerir al Tribunal Constitucional para que declare si existe o no esa contradicción». En 1992, el Gobierno hizo uso de esta facultad para consultar al Tribunal Constitucional si el tratado de Maastricht, que confería a los europeos el derecho al sufragio pasivo en las elecciones municipales, contravenía la Constitución, y el Tribunal Constitucional, mediante la Declaración 1/1992, de 1 de julio, constató la necesidad de reformar el artículo 13.2 CE con carácter previo a la ratificación del Tratado. En 2004, el Tribunal volvió a pronunciarse sobre la constitucionalidad de un tratado mediante la Declaración 1/2004, de 13 de diciembre. Nuevamente a solicitud del Gobierno, el Tribunal examinó entonces la constitucionalidad de algunas normas que preveía el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Aunque la norma no llegaría a entrar en vigor, el Tribunal entendió que era conforme a la Constitución. § 16. Otras competencias previstas en la LOTC. El artículo 161.1.d CE incorpora una cláusula residual por la que se atribuye al Tribunal Constitucional el conocimiento «de las demás materias que le atribuyan la Constitución o las leyes orgánicas». A las competencias señaladas, previstas todas ellas en la Constitución, la ley orgánica del Tribunal Constitucional añade las siguientes: 18 a) En primer lugar, los «conflictos entre órganos constitucionales del Estado» (arts. 2.d, 59 y 73-75 LOTC). Puede interponer este conflicto cualquiera de los órganos constitucionales contemplados por la propia ley orgánica —Gobierno, Congreso de los Diputados, Senado o Consejo General del Poder Judicial (art. 59.3 LOTC)— cuando estime «que otro de dichos órganos adopta decisiones asumiendo atribuciones que la Constitución o las leyes orgánicas» le confieren. b) En segundo lugar, los «conflictos en defensa de la autonomía local» (arts. 2.e y 75 bis-quinque LOTC), que pueden plantear los municipios y provincias, en los términos previstos por la ley orgánica (art. 75 ter LOTC), cuando consideren lesionada la autonomía local que, para la gestión de sus intereses, les garantiza la Constitución (vid. arts. 137, 140 y 141 CE). Hay que señalar que la «autonomía local» tiene un contenido indeterminado, y lo que la Constitución garantiza es su preservación «en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar» (STC 32/1981, FJ 3). c) Por último, hay que referirse a las anulaciones que, en defensa de su jurisdicción, el Tribunal Constitucional está facultado para dictar. En efecto, el artículo 4.1 LOTC afirma expresamente que «en ningún caso se podrá promover cuestión de jurisdicción o competencia al Tribunal Constitucional», y será éste quien «delimitará el ámbito de su jurisdicción y adoptará cuantas medidas sean necesarias para preservarla, incluyendo la declaración de nulidad de aquellos actos o resoluciones que la menoscaben». 5. El parámetro de control y la eficacia de las Sentencias del Tribunal Constitucional § 17. El «bloque de la constitucionalidad». El control de constitucionalidad de las normas tiene por base, como es lógico, la propia Constitución. En buena lógica, las normas que contradigan la Constitución son inconstitucionales y, en consecuencia, nulas. Existen además, sin embargo, normas jurídicas que la Constitución misma establece como parámetro de validez de otras normas. Sin ser parte de la Constitución, estas normas reciben de ella una eficacia que las convierte en normas interpuestas entre la Constitución y el resto del ordenamiento. Con expresión de origen francés, estas normas suelen denominarse el «bloque de la constitucionalidad». ¿A qué normas nos referimos, más exactamente? Principalmente, a aquellas cuyo contenido propio es la delimitación de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Paradigmáticamente esto sucede con los Estatutos de Autonomía, mediante los cuales una Comunidad Autónoma asume sus competencias. Que el Estatuto de Autonomía no forma parte de la Constitución es una obviedad. Ahora bien, si una ley autonómica ejerciese una competencia no prevista por el Estatuto de Autonomía, ¿sería constitucional? La respuesta ha de ser negativa, porque el Estatuto ha sido erigido por la propia Constitución en parámetro de validez de las normas autonómicas. Es la propia Constitución la que confía al Estatuto la asunción de competencias por parte de una Comunidad Autónoma, de suerte que traspasar el límite competencial 19 estatutario no es sólo traspasar el Estatuto, sino la Constitución misma. En este sentido, afirmamos que el Estatuto de Autonomía —y todas las normas que, por encargo constitucional, delimitan las competencias— forman el bloque de la Constitucionalidad y son parámetro de constitucionalidad del resto de normas. § 18. La eficacia de las Sentencias del Tribunal Constitucional. Como conclusión de la lección, hemos de hacer una última referencia a la eficacia de las Sentencias del Tribunal Constitucional, regulada por el artículo 164 CE y por los arts. 38-40 LOTC. Esta regulación puede resumirse en los siguientes puntos: a) En primer lugar, el artículo 164.1 CE dispone que «las Sentencias del Tribunal Constitucional se publicarán en el ‘Boletín Oficial del Estado’ con los votos particulares, si los hubiere». Además, añade que «tienen el valor de cosa juzgada a partir del día siguiente de su publicación y no cabe recurso alguno contra ellas». Citando al profesor Andrés de la Oliva, podemos definir el valor de «cosa juzgada» (material) de las resoluciones «firmes» que deciden sobre el fondo como «una precisa y determinada fuerza de vincular, en otros procesos, a cualesquiera órganos jurisdiccionales (el mismo que juzgó u otros distintos), respecto del contenido de esas resoluciones». Es importante distinguir, en el lenguaje procesal, las sentencias «firmes» de las sentencias «definitivas». Se reserva el primer calificativo a «aquéllas contra las que no cabe recurso alguno bien por no preverlo la ley, bien porque, estando previsto, ha transcurrido el plazo legalmente fijado sin que ninguna de las partes lo haya presentado» (art. 207.2 Ley de Enjuiciamiento Civil: LEC). En contraste, las sentencias definitivas son aquéllas que ponen fin a una instancia judicial concreta, sin perjuicio de que sea posible recurrirlas (cfr. art. 207.1 LEC). b) En segundo lugar, afirma el propio artículo 164.1 CE que «todas las» Sentencias «que no se limiten a la estimación subjetiva de un derecho, tienen plenos efectos frente a todos». Ello supone, ni más ni menos, que las declaraciones de inconstitucionalidad y las interpretaciones del Tribunal Constitucional vinculan a todos los ciudadanos y poderes públicos. Se reconoce así no sólo la «cosa juzgada» respecto a los concretos casos enjuiciados, sino la capacidad del Tribunal Constitucional de incidir sobre el ordenamiento jurídico mismo, ora anulando sus disposiciones, ora interpretándolas con fuerza vinculante. c) El art. 164.2 CE añade que, «salvo que en el fallo se disponga otra cosa, subsistirá la vigencia de la ley en la parte no afectada por la inconstitucionalidad». De esta forma, las leyes impugnadas sólo quedarán expulsadas del ordenamiento en sus extremos afectados por la inconstitucionalidad. Únicamente los artículos declarados inconstitucionales pierden su vigencia. d) El artículo 40.1 LOTC sostiene, en fin, que las declaraciones de inconstitucionalidad no permiten revisar procesos fenecidos mediante sentencia firme, o sea irrevisable. De esta manera, queda explícitamente reconocido que las sentencias del Tribunal Constitucional respetan la eficacia de «cosa juzgada material» de las resoluciones firmes sobre el fondo. Así pues, si el Alto Tribunal declara inconstitucional una norma legal que había sido aplicada en un proceso 20 judicial anterior sobre el que existe sentencia firme, ese proceso no puede reabrirse por más que la ley que se aplicó en su día sea posteriormente declarada inconstitucional. Lo juzgado en aquel proceso no puede revisarse, con la única excepción dispuesta por el artículo 40.1 LOTC, esto es, cuando la sentencia hubiese sido dictada en un proceso penal y la declaración de inconstitucionalidad posterior suponga una reducción de la pena o una limitación de la responsabilidad penal. § 19. El Tribunal Constitucional y la nulidad de las leyes inconstitucionales. El examen de las Sentencias del Tribunal Constitucional debe completarse con una glosa al artículo 39.1 LOTC, el cual dispone que, «cuando la sentencia declare la inconstitucionalidad, declarará igualmente la nulidad de los preceptos impugnados, así como, en su caso, la de aquellos otros de la misma ley, disposición o acto con fuerza de ley a los que deba extenderse por conexión o consecuencia». La declaración de inconstitucionalidad de una norma está asociada, por consiguiente, a la declaración de su nulidad y no a su simple derogación pro futuro o ex nunc —ya nos hemos referido a ello (vid. supra § 1)—. La ley declarada inconstitucional es declarada nula desde su mismo origen, ab origine, porque contradice a la Constitución, norma jerárquicamente suprema. Dicho lo anterior, conviene señalar que el vacío legal que produce la declaración de la nulidad de la ley inconstitucional puede tener efectos perniciosos en el ordenamiento, razón por la que el Tribunal Constitucional modula, en ocasiones, los efectos de sus sentencias. Son destacables, en esta línea, las Sentencias en las que declara la inconstitucionalidad sin nulidad y conmina al legislador a corregir la infracción de la Constitución. Un asunto muy ilustrativo es el que resolvió la STC 45/1989 (caso IRPF), donde la inconstitucionalidad derivaba de la omisión de la posibilidad de que los miembros de la unidad familiar tributasen separadamente. Esta omisión llevaba consigo un trato discriminatorio para los cónyuges, que tenían que acumular sus rentas y tributar como si se tratase de una sola. Teniendo en cuenta que el tributo es progresivo, el hecho de casarse obligaba a los cónyuges a pagar más, lo que no se compadece con el principio de igualdad ante la ley (art. 14 CE) ni con el mandato de proteger la familia (art. 39 CE). A la vista de las graves consecuencias económicas —devolución de una enorme cantidad de dinero— y administrativas —reclamaciones en masa— que habría tenido la declaración de nulidad, el Tribunal Constitucional optó por hacer una mera declaración de inconstitucionalidad sin nulidad, y exhortó al legislador a que corrigiese la ley. Son muchas las ocasiones en que el Tribunal Constitucional ha decidido modular el alcance de sus pronunciamientos para evitar reclamaciones administrativas en masa. Así lo hizo, por ejemplo, tras declarar la inconstitucionalidad de una norma que discriminaba a los trabajadores a tiempo parcial en relación con la percepción de una pensión. Según afirmó el Tribunal, «siguiendo reiterada doctrina constitucional, no solo habrá de preservarse la cosa juzgada (art. 40.1 LOTC), sino que, además, en virtud del principio constitucional de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), la modulación de los efectos de nuestro pronunciamiento se extenderá en este caso a las posibles situaciones administrativas firmes» (STC 155/2021, FJ 6). 21 BIBLIOGRAFÍA. M. Aragón Reyes, «La reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional», Revista Española del Tribunal Constitucional, 85, 2009, pp. 11-43; M. L. Balaguer Callejón, El recurso de inconstitucionalidad, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2001; F. Caamaño Domínguez, Á. J. Gómez Montoro, M. Medina Guerrero y J. L. Requejo Pagés, Jurisdicción y procesos constitucionales, McGrawHill, 2ª edición, Madrid, 2001; F. Cordón Moreno, El proceso de amparo constitucional, La Ley, Madrid, 1992; P. 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Formación y evolución de la noción de derechos fundamentales § 20. Precedentes históricos. En especial, el cristianismo y la ley natural. En la historia del pensamiento jurídico, la existencia de unas exigencias derivadas de la naturaleza humana se manifiesta ya en el influjo de la filosofía estoica en la jurisprudencia romana. El concepto de humanitas, surgido en el llamado círculo de Escipión (Emiliano) —amigo del historiador griego Polibio y cónsul en el año 147 a. C.—, se extiende en la época republicana para expresar la sublimidad propia del ser humano. Aunque no suponga, ciertamente, un principio general de igualdad en el status político de las personas, es con ella que el Derecho principia a reconocer obligaciones de tratar al ser humano en cuanto ser humano. Mayor importancia todavía posee, moviéndose en un plano teológico, superior, la idea cristiana de la filiación divina. Por obra de la Redención, las diferencias sociales se disuelven en una única ciudadanía (cfr. Fil 3,20), en la que «ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer», ya que todos son «uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). No se trata de un principio político sino de una afirmación más profunda, teológica, llamada a transformar internamente las instituciones y a reformarlas a partir de la caridad. El concepto bajo el que, antes de la Modernidad, se han englobado las exigencias jurídicas mínimas que comporta la naturaleza humana ha sido el de la ley natural. Objeto de estudio, primero, de juristas estoicos como Cicerón, la exposición más sólida de esta doctrina no se produce sino con el pensamiento medieval. La versión clásica puede encontrarse en el Tratado de la Ley de santo Tomás de Aquino que, expuesto en su Summa Theologiae (I-II, q. 90-97), compendia la tradición cristiana de la ley natural que llega hasta nuestros días (una exposición introductoria de gran utilidad puede encontrarse en la obra de J. Budziszewski, Commentary on Thomas Aquinas’s Treatise on Law, Cambridge University Press, Cambridge, 2014). § 21. El iusnaturalismo racionalista. Sin perjuicio de lo señalado, el discurso de los derechos humanos no surge históricamente hasta la época moderna. En su surgimiento influyen dos hechos de carácter muy distinto: a) De un lado, tras el descubrimiento de América, en el siglo XVI se planteó la cuestión acerca del status moral de los indios y sus correlativos derechos. Los teólogos-juristas de Salamanca —y, como figura descollante entre todos ellos, Francisco de Vitoria— discutieron entonces sobre los derechos que, en cuanto que seres humanos, correspondían a los nativos de América. Muchos ven en la obra de estos teólogos-juristas la primera construcción moderna de los derechos humanos. A su vez, son bien conocidos quienes, en el plano más práctico, se erigieron en defensores de los derechos humanos de los indios —fray Antonio de Montesinos, fray Bartolomé de las Casas, etc.— frente a los abusos que se cometieron. b) Apenas dos años antes del comienzo de la conquista de México por Hernán Cortés, Europa era sacudida por un hecho espiritual de consecuencias cruciales para el futuro de la civilización occidental: la Reforma protestante, iniciada por Lutero en 1517. Con el tiempo, las consecuencias que el luteranismo tendría para el pensamiento europeo conducirían a una secularización que alteró los cimientos morales del continente. En un nuevo contexto antropocéntrico, incoado ya en la filosofía nominalista bajomedieval, aunque extendido enormemente como consecuencia de la Reforma, se reformula la teoría del Derecho natural evitando las referencias teológicas. Fue Hugo Grocio quien, en 1625, se convirtió en el primer gran expositor del llamado iusnaturalismo racionalista. La idea de ley natural se desgajaba de la trascendencia, y pretendía mantener su vigencia, como afirmaba Grocio, etiamsi daremus non esse Deum («aunque concediésemos que Dios no existiese»). Medio siglo después, la conjunción entre el individualismo moderno y el iusnaturalismo racionalista —ambos ligados a la aludida secularización antropocéntrica— cristalizaría en la principal teoría filosófica de los derechos naturales, debida a John Locke. El filósofo inglés, padre del liberalismo político moderno, publicó sus Two Treatises of Government en 1681, tan sólo ocho años antes del Bill of Rights británico. En el Segundo Tratado, que influiría decisivamente en el constitucionalismo norteamericano, el autor sostiene que el individuo sale del estado de naturaleza y crea la sociedad, mediante un contrato, para tutelar sus derechos naturales: vida, libertad y propiedad. En la tutela de estos derechos naturales reside, según Locke, la justificación última del Estado. § 22. Primeros textos jurídicos modernos de derechos humanos. El primer reconocimiento netamente jurídico de los derechos humanos según la filosofía política moderna ya había tenido lugar, antes de los escritos de Locke, en los pactos fundacionales de algunas de las primeras colonias de Norteamérica. Varios calvinistas independientes o congregacionales embarcaron hacia este país con el propósito de establecer nuevas comunidades democráticas. Aunque reclamaron la tolerancia del gobierno inglés, los llamados pilgrims tuvieron como regla la intolerancia religiosa interna. Sólo con la llegada de Roger Williams al Nuevo Mundo se introdujo la tolerancia religiosa —bien que de modo parcial, pues no alcanzaba a los ateos ni a los católicos—. La tolerancia se introdujo primero en la ciudad de Providence, en 1636, y después en toda la colonia de Rhode Island, cuyo pacto fundamental obligaba a obedecer las leyes democráticas «only in civil things». La libertad religiosa se extendería posteriormente a las Cartas de establecimiento de otras colonias (Connecticut, Rhode Island, Maryland, New Jersey, New York o Pennsylvania), hecho que suele considerarse como el primer reconocimiento jurídico de un derecho humano sobre la base de premisas filosóficas modernas. § 23. Las grandes declaraciones de las revoluciones liberales. Desde el punto de vista simbólico, los principales textos histórico-jurídicos de 24 derechos humanos son, sin embargo, las célebres Declaraciones de finales del siglo XVIII. En primer lugar, el Bill of Rights de Virginia de 1776 y, del mismo año, la Declaración de la Independencia de las colonias norteamericanas, que reconoce como verdad evidente «que todos los hombres son iguales», y que poseen, entre sus «derechos inalienables», el derecho a «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». En Europa ha tenido más influencia aún, por su valor arquetípico, la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, adoptada por la Asamblea revolucionaria francesa en 1789. En ella se encuentran reconocidos casi todos los principales derechos: vida, libertad, igualdad jurídica, propiedad, legalidad penal, etc. Además, su célebre artículo 16 afirma que «toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución». 2. Dignidad del hombre, derechos humanos y derechos fundamentales § 24. Consideraciones críticas sobre el discurso filosófico liberal de los derechos humanos. No es posible llevar a cabo en estas páginas un examen crítico exhaustivo del discurso filosófico moderno de los derechos —la literatura en este sentido es amplia y, en algunos casos, notablemente profunda—. Sí quisiera, no obstante, dejar apuntada una crítica al respecto. La fundamentación contractualista moderna del discurso de los derechos trata de explicar la sociedad recurriendo a modelos ficticios, en lugar de examinarla como una realidad natural al hombre, necesaria para su realización integral en la virtud. Así, el ser humano pasa a ser explicado como un ser primitivo solitario y egocéntrico, asocial (Hobbes) e incluso sin lenguaje (Rousseau), cuya libertad natural carece de una orientación teleológica, también natural, hacia un bien objetivo —la vida virtuosa— que precisa del auxilio de las instituciones políticas y educativas de la sociedad. El último fin de la acción coactiva del Estado, el primer principio de la política, no es entonces el de favorecer —incluso con la violencia legítima— condiciones que permitan a la persona florecer humanamente. Más bien, el Estado se erige con el propósito último de proteger esa tosca libertad natural (Locke), desgajada de sentido objetivo. Como han subrayado numerosos pensadores, esta concepción del ser humano, en un ficticio «estado de naturaleza», es sumamente pobre, y poner al Estado, exclusivamente, al servicio del ideal de libertad que va aparejado a tal concepción del hombre, no se corresponde con su dignidad. Muchas son las razones asociadas a esta filosofía política contractualista, cuyos principales exponentes modernos son Thomas Hobbes, John Locke y Jean-Jacques Rousseau. Una importante razón, a mi juicio, fue advertida perspicazmente por Leo Strauss cuando afirmó que el problema de la «filosofía política moderna» era la «politización de la filosofía», esto es, su servicio a intereses coyunturales: ora el del fin de la guerra civil por la acción del poder absoluto (Hobbes); ora el de la Revolución frente a las arbitrariedades del monarca (Locke). El resultado es, como he señalado, la aparición de modelos ficticios, dotados de una notable coherencia interna pero alienados, en sus mismos fundamentos, de la naturaleza humana. Así, aun cuando cumplen una 25 función adecuada como reacción a un abuso y son recibidos con entusiasmo por los partidarios de una posición política coyuntural —por noble que sea ésta—, con el tiempo terminan volviéndose en contra del ser humano. En conclusión, se hace preciso concebir la idea de los derechos humanos a partir de la philosophia perennis, que reconoce la naturaleza humana en su sentido teleológico, esto es, orientada a un fin moral objetivo —la vida virtuosa— que incluye la trascendencia, y que resulta indisponible para el individuo. Como he tratado de explicar en otros libros, el Estado debe ponerse al servicio del bien integral del hombre, y no de una simple libertad sin ningún rumbo u orientación. En definitiva, es urgente, a mi juicio y al de muchos, regresar a lo que Isaiah Berlin llamó la «tradición central» del pensamiento occidental. Sólo así, los derechos humanos son entendidos como bienes básicos que reciben su justa medida de una ley no escrita: de la razón práctica, del Tao o la ley natural. § 25. La apelación a la dignidad humana después de la Segunda Guerra Mundial. Un punto de inflexión prometedor para la recuperación de la «tradición central» pareció incoarse con la invocación, después de la Segunda Guerra Mundial, de la dignidad humana, y con la apelación a un fundamento trascendente para la comunidad política. Así ocurrió, sobre todo, a raíz de la extraordinaria conmoción que, para la conciencia humana, supusieron los horrores de la primera mitad del siglo XX, en especial de la Segunda Guerra Mundial. La cara más despiadada y destructora del ser humano se hizo visible en los horrores del nazismo y, tardíamente, en los del comunismo. Por primera vez, una Constitución comenzaba declarando, como primero de sus preceptos y pórtico de su catálogo de derechos, que «la dignidad del hombre es inviolable» (art. 1.1 Ley Fundamental de Bonn). La honda sensibilidad que habían producido los horrores vividos se tradujo —de modo todavía más significativo— en la inequívoca apertura a la trascendencia de la Constitución alemana de 1949. Ésta fue aprobada por un pueblo alemán «consciente de su responsabilidad ante Dios y ante la historia» (Preámbulo LFB). Pienso que la memoria trascendente del fin de la Guerra Mundial podría servir, acaso, para una catarsis que detenga la crisis de valores en que nos hallamos inmersos. 3. Nuevos desafíos para la dignidad humana § 26. ¿Por qué los seres humanos tienen «dignidad»? Reflexiones sobre la diferencia entre «alguien» y «algo». El reconocimiento de la dignidad del ser humano, al que nos acabamos de referir, se halla inextricablemente ligado al reconocimiento, detrás de cada de ser humano, de una persona. Pienso que Robert Spaemann es, en nuestro tiempo, uno de los filósofos que ha indagado con más profundidad en la diferencia entre ser alguien y ser algo. Su investigación constituye una aportación fundamental para resolver algunos problemas actuales sobre la titularidad de los derechos fundamentales, motivo por el que, en las reflexiones que a continuación se exponen, se seguirá de cerca la obra del pensador alemán (vid. más ampliamente Spaemann, R., Personen. Versuch über den Unterschied zwischen ‘etwas’ und ‘jemand’, Stuttgart, 1996). 26 a) Los seres inertes, no vivientes, poseen una individuación débil, en la medida en que existen confundidos plenamente con su entorno. No se individúan por ningún principio vital intrínseco, sino tan sólo por la materia delimitada bajo ciertas dimensiones o «materia signada» (materia signata), por emplear palabras de Santo Tomás de Aquino (Super Sent., lib. 4 d. 11 q. 1 a. 3 qc. 1 co). Por esta razón, su transformación en otros seres —piénsese, por ejemplo, en el agua que se mezcla con la tierra para formar barro— no comporta una pérdida ontológica significativa. De alguna manera, existen confundidos, como simples componentes del universo. Respecto a los artefactos, su carácter determinado como artefactos sólo es tal para nosotros. Los coches, por ejemplo, carecen de un modo de ser natural como coches, y bien podrían considerarse un simple conjunto de materiales. Sólo son coches para nosotros, que dotamos a una determinada disposición de materiales de un fin y, en consecuencia, de un modo de ser determinado. b) Muy distinta es la condición de los seres vivientes. Éstos poseen un modo de ser predeterminado propio, que no les hemos asignado nosotros. Más aún, se trata de un modo de ser que no podemos conocer plenamente, dado que encierra una perspectiva interna que no nos es del todo penetrable. Podemos saber en qué consiste «ser coche», porque somos nosotros los que hemos decidido en qué consiste. Es imposible, sin embargo, saber qué es «ser murciélago» sin ser murciélago (vid. Thomas Nagel, «What is like to be a bat», The Philosophical Review, 85, 1974, pp. 435-450). La naturaleza del murciélago lleva consigo un «lado interno», una cierta subjetividad que no nos es del todo accesible, porque no la hemos creado nosotros. c) El caso de las personas plantea un salto ulterior, que es el que nos lleva a reverenciarlas y a dotarles del nomen dignitatis que llamamos «persona». En el caso de los animales, apreciamos que permanecen sumergidos en su modo de ser, que viven absorbidos por su naturaleza. La persona, sin embargo, dirige su vida desde fuera de su propia naturaleza, no está determinada por su naturaleza sino que se conduce con respecto a ella: decide actuar contra sus pulsiones naturales o entregarse a ellas, decide aferrarse a la vida o donarla, etc. La persona es, en definitiva, el «ser» que se esconde detrás de su propia naturaleza, el ser que no es simplemente su naturaleza sino que tiene una naturaleza. En el siglo VI, Boecio definió a la persona como substancia individual de una naturaleza racional; seis siglos después, Ricardo de San Víctor criticó su definición argumentando que la persona no es una substancia sino el titular de una substancia. Y algo parecido dijo Tomás de Aquino cuando afirmó que «el nombre ‘persona’ no se emplea para designar a un individuo por su naturaleza, sino a una cosa que subsiste en esa naturaleza» (S. Th. I, 30, 4). Aquí reside la unicidad de la persona, en que no es un simple ejemplar de una especie sino el «yo» que se esconde tras la naturaleza racional de cada ejemplar de la especie humana. El término «persona» es, pues, un «nombre propio general», y es por ello que sus acciones no derivan simplemente de su naturaleza: non solum aguntur, sicut alia, sed per se aguntur. Es decir, es libre. § 27. La identidad numérica de las personas y su identificación exterior. Duns Scoto calificaba a las personas como ultima solitudo (Reportata 27 parisiensia, I, d. 25, q. 2, n. 14), y Tomás de Aquino como incommunicabilitas (2 Scriptum super Sententiis, II, d. 3, q. 1, a. 2). Spaemann ha expresado lo mismo hablando de la «identidad numérica» de las personas. Se trata de algo que se pone de manifiesto al identificarlas con la simple indicación de un sujeto: «tú», «yo», «él». Referencias de este tipo prescinden de todo contenido para identificar a alguien, precisamente porque apuntan a alguien por encima de cualquier contenido —esto es, de algo—. Es necesario, sin embargo, un contenido exterior para identificar a las personas, y ese contenido no es otro que la presencia de su cuerpo en el espacio y en el tiempo. La corporalidad es decisiva para la localización de la persona en el mundo, porque el «yo» como tal, el «quién», se sustrae definitivamente a nuestras posibilidades de comprehenderlo. No sólo escapa a la percepción física externa sino también a la percepción interna de la vida psíquica. La persona es un misterio que no conocemos directamente, sino que «percibimos», «aceptamos» y «reconocemos» como portador de la naturaleza que nos es dada exteriormente con su cuerpo. Sólo por su corporalidad, pues, podemos identificar y reconocer a quien habita el cuerpo. § 28. El «reconocimiento» de las personas. La identidad hacia la que trascendemos —-la ultima solitudo o incommunicabilitas— no se nos da nunca inmediatamente, sino que ha de ser aceptada y reconocida en la naturaleza en que se exterioriza. Esta identidad se manifiesta en unas cualidades, ante todo en la mirada —la «epifanía del rostro» (épiphanie du visage), como la ha llamado el filósofo francés Emmanuel Levinas (Totalité et infini, LGF, París, 1990, pp. 43, 73, etc.)—. Tener al otro por un «sujeto» entraña un acto de libertad, de renuncia a apoderarse de él. Y es que la persona no se nos impone como sujeto (alguien), sino que se nos ofrece en el mundo exterior como objeto (algo) que nos remite, a su vez, a un «sujeto» —para calificarla, pues, habríamos de hablar de algo así como de un «sujeto-objeto»—. Es fundamental percatarse de que el reconocimiento de la subjetividad nunca se nos impone inexorablemente, sino que entraña siempre un momento de libertad. Siempre es posible quedarse únicamente en el «objeto» que tenemos delante, apoderarse de él y renunciar a «ver» al sujeto que lo habita. Desconocer esta posibilidad conlleva un grave peligro, puesto que supone ignorar lo que de nuestra parte se nos exige para que la subjetividad comparezca ante nosotros: el reconocimiento. El deber de reconocer al otro constituye el fundamento de todos los demás deberes respecto a él —y, en consecuencia, el derecho al reconocimiento constituye el fundamento de todos los demás derechos—. El primer derecho, podría decirse, es el enunciado por el artículo 6 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica». Pocos textos han expresado tan bien esta idea como el relato de Caín y Abel. Tras el asesinato de su hermano, Dios no acusa a Caín de haber violado una norma, sino que simplemente le interpela: «¿Dónde está tu hermano Abel?». Caín, a su vez, rechaza la interpelación, y con ello se confiesa asesino: «¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?». El origen del fratricidio está en no reconocer a su hermano. Y es que, valga la insistencia, todos nuestros deberes respecto a las personas se reducen, en última instancia, a nuestro deber de 28 percibirlas y reconocerlas como personas. Del mismo modo, todos sus derechos fundamentales se reducen en cierto sentido al derecho a ser percibidas y reconocidas como personas. § 29. El último desafío: ¿son todos los hombres personas? En los últimos años, existe una tendencia a excluir de la categoría de personas a una parte de la humanidad, a saber, a aquellos que no reúnen las cualidades de racionalidad en las que se nos manifiesta el ser personal. Desde la Sentencia del Tribunal Supremo norteamericano que creó un derecho constitucional al aborto —Roe v. Wade (1973), felizmente anulada por Dobbs v. Jackson (2022)—, el caso más controvertido es el del no nacido, al que en los últimos años se ha añadido, en diversos círculos intelectuales, el de los niños o los disminuidos. Este modo de proceder tiene su origen en la filosofía empirista, que confunde el «ser» con el mero factum del «estar presente». Se trata de una confusión profundamente contraintuitiva: hablando de nosotros mismos, las personas decimos: «[yo] fui concebido» o «[yo] nací» tal día, dando por sentado que quien fue concebido o quien nació era alguien —concretamente yo—, y no algo que después devino alguien —esto es, una cosa que devino un «yo»—. Como se ha explicado, la persona no es un conjunto de cualidades, sino el sujeto que se halla detrás de todas ellas: no es una naturaleza determinada, sino el titular de una naturaleza. Toda naturaleza humana comporta la aparición, el desarrollo y el ocaso de unas cualidades en las que se despliega exteriormente la persona, sin que pueda afirmarse que el titular de esas cualidades —la persona— deje de ser la misma según éstas van apareciendo, creciendo o menguando. La persona se apropia continuamente de su naturaleza sin dejar de ser ella misma. Reducir a la persona a un conjunto de cualidades dadas en un momento concreto — incluso a su misma racionalidad— supondría negarle como persona, esto es, como alguien y no algo. Así pues, el único criterio no arbitrario para definir a la persona es su relación genealógica con los seres humanos, relación que la constituye en ser humano. Esta conexión genealógica no puede interpretarse como pura biología, y ello porque las relaciones biológicas no son nunca, en los seres humanos, algo puramente biológico. Las relaciones sexuales, por ejemplo, no son mero aparearse, sino relaciones interpersonales. Igualmente, las relaciones de parentesco fundan relaciones interpersonales, más allá de la mera consanguinidad. Y por eso hablamos también, en fin, de «familia humana», ya que el pertenecer a la especie de los humanos connota algo más que biología, a saber, una relación personal de parentesco con los demás hombres. Pues bien, también la filiación entraña una relación personal, aun cuando el titular de la naturaleza humana no haya nacido o no haya desarrollado todavía dicha naturaleza. No en vano las madres, para que los niños desarrollen plenamente la conciencia de sí mismos, tienen que comunicarse con ellos y tratarlos en segunda persona antes de que la hayan desarrollado. Sólo a partir de esa comunicación interpersonal es posible el desarrollo de la naturaleza del niño, que es persona antes de desarrollarse. Puede suceder, incluso, que un defecto en la naturaleza («hamartia tes physeos», decían los griegos) le impida desarrollarla, lo que no permite atribuir un «defecto de personalidad» al titular de dicha naturaleza defectuosa. Reconocer a los seres 29 humanos no nacidos, a los niños, a los ancianos y a los disminuidos como personas entraña, como todo acto de reconocimiento, un acto de libertad, pero sólo desde dicho reconocimiento se alcanza la definitiva comprensión de la persona como alguien y no como meramente algo. Y, valga la reiteración, es este reconocimiento el fundamento último de los derechos fundamentales. 4. La internacionalización de los derechos § 30. Las llamadas generaciones de derechos. Históricamente, los primeros derechos en surgir son los llamados derechos civiles, asociados a la filosofía liberal. Los derechos políticos se van reconociendo en Europa, gradualmente, a lo largo del siglo XIX, mas sólo entrado el siglo XX llega a reconocerse el derecho al sufragio a las mujeres. Los derechos sociales consisten en exigencias prestacionales frente al Estado y aunque, por lo general, tienen una eficacia jurídico-constitucional reducida —se asemejan más a mandatos de actuación política que a genuinos derechos fundamentales—, aparecen en los años veinte del pasado siglo. Asimismo, suelen mencionarse los llamados derechos colectivos, a saber, el derecho al desarrollo, al medio ambiente y a la paz. Con una eficacia jurídica igualmente limitada, el derecho al medio ambiente ha sido incorporado también, en muchas constituciones y tratados, a raíz de la Conferencia de Estocolmo, de 1972. Hasta principios de este siglo, por tanto, ha sido habitual clasificar los derechos humanos en tres grupos: a) los derechos civiles y políticos, derechos de la libertad o de primera generación; b) los derechos económicos, sociales y culturales, derechos de la igualdad económica o de segunda generación; y c) los derechos colectivos, derechos de la solidaridad o de tercera generación. No puede dejar de advertirse la heterogeneidad jurídica de estas «generaciones de derechos», así como el distinto tipo de vinculación que guardan con la dignidad humana. En las últimas dos décadas, de todos modos, han surgido nuevos derechos de todo tipo. En algunas ocasiones responden al desarrollo tecnológico y a nuevos desafíos derivados de un cambio en las condiciones de vida; aunque, en otras muchas, no son más que el resultado de convertir en derechos la simple satisfacción de los propios deseos. Se trata de un problema que ha devaluado enormemente el discurso de los derechos. En una conferencia pronunciada en 2018, la eminente profesora de Harvard, Mary Ann Glendon, afirmó con acierto que «el escepticismo sobre los derechos humanos ha ido creciendo en las democracias liberales occidentales»; debido, en buena medida, a las cesiones de las instituciones internacionales responsables de protegerlos a «la influencia política y de lobbies». § 31. La Declaración Universal de Derechos Humanos. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial viene produciéndose una verdadera globalización de los derechos humanos. El texto jurídico que ha obrado de modelo ha sido la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en París por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Aunque no es un documento vinculante, su valor simbólico hace de la 30 Declaración el texto jurídico-internacional de referencia en materia de derechos humanos. Sus treinta artículos recogen los principales derechos civiles, políticos y sociales, y ha servido de base para la redacción del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, adoptados en Nueva York por la propia Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966. La Declaración Universal de Derechos Humanos es, además, expresamente citada por el artículo 10.2 de la Constitución Española, que afirma que «las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las materias ratificados por España». § 32. El Convenio Europeo de Derechos Humanos. Junto a los tratados internacionales de ámbito universal, existen también relevantes tratados de derechos humanos de ámbito regional. En Europa, el más importante de todos es el Convenio Europeo de Derechos Humanos. El 7 de mayo de 1948 se constituyó en la Haya el Consejo de Europa. Esta organización internacional, que no ha de confundirse con la Unión Europea, tiene como finalidad promover la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho en el continente. El Consejo de Europa suscribió en Roma, el 4 de noviembre de 1950, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH). La enorme importancia jurídica que tiene el CEDH se debe, principalmente, a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Este órgano jurisdiccional, que tiene su sede en Estrasburgo, se encarga de aplicar el Convenio desde 1960. Las Sentencias del TEDH son vinculantes para los cuarenta y seis Estados miembros del Consejo de Europa, y su jurisprudencia se utiliza en España, en virtud del citado art. 10.2 CE, como parámetro interpretativo de los derechos fundamentales de la Constitución. § 33. La Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. El último texto internacional al que hemos de referirnos es la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE). Se trata de un documento que fue «proclamado» en Niza, el 7 de diciembre de 2000, por el Consejo Europeo. Aunque sus nombres son muy similares, hay que evitar confundir el Consejo Europeo con el Consejo de Europa. El Consejo de Europa es una organización internacional a la que nos hemos referido en el epígrafe anterior. El Consejo Europeo, sin embargo, es uno de los principales órganos de la Unión Europea, y lo componen los Jefes de Estado o de Gobierno, además de su Presidente y el Presidente de la Comisión Europea (el órgano «ejecutivo» de la Unión). La CDFUE fue «proclamada», como se ha dicho, por el Consejo Europeo. Sin embargo, ha carecido de todo valor jurídico hasta la aprobación del Tratado de Lisboa, que entró en vigor en diciembre de 2009. Desde entonces, la Carta tiene «el mismo valor jurídico que los Tratados», es decir, la máxima fuerza jurídica entre las normas del Derecho europeo. Es importante precisar, de todos modos, que, de acuerdo con el artículo 51 CDFUE, las disposiciones de la Carta «están dirigidas a las instituciones, órganos y organismos de la Unión», así como «a los Estados miembros únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión». No vinculan, por consiguiente, a los particulares. 31 § 34. Crítica a la inflación de los textos de derechos. Quisiera concluir con una consideración técnica que apunta a una cierta inflación de declaraciones internacionales de derechos. La dispersión en esta materia ha planteado dificultades en el esclarecimiento del derecho aplicable, particularmente acusadas en el ámbito de la Unión Europea. Como más adelante estudiaremos, la coexistencia de diversos Tribunales y textos que aplican los derechos humanos ha dado lugar a conflictos sobre el contenido de los propios derechos y, en última instancia, sobre el valor jurídico de los textos que los reconocen. BIBLIOGRAFÍA. P. Cruz Villalón, «Formación y evolución de los derechos fundamentales», Revista Española de Derecho Constitucional, 25, 1989, pp. 35-62; J. Finnis, Natural Law and Natural Rights, Oxford University Press, 2ª ed., Oxford, 2011; M. Fioravanti, Los derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 1996; M. García-Pelayo, Derecho Constitucional Comparado, Alianza Editorial, Madrid, 1993; R. P. George, Making Men Moral: Civil Liberties and Public Morality, Oxford University Press, Oxford, 1993; M. A. Glendon; «70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos», Nuestro Tiempo, 701, 2019, pp. 104-111 (trad. F. Simón Yarza); y Rights Talk – The Impoverishment of the Political Discourse, The Free Press, Nueva York, 1991; Á. J. Gómez Montoro, «¿De qué hablamos cuando hablamos de dignidad?», en: M. Aragón Reyes (dir.), La Constitución de los españoles: estudios en homenaje a Juan José Solozabal Echavarría, CEPC y Fundación M. Giménez Abad, Madrid, 2019, pp. 539-558; D. L. Holmes, The Faiths of the Founding Fathers, Oxford University Press, Oxford, 2006; J. Isensee, «Würde des Menschen», en Detlef Merten, Hans-Jürgen Papier (eds.) Handbuch der Grundrechte in Deutschland und Europa. Grundrechte in Deutschland: Einzelgrundrechte I, vol. IV, C. F. Müller, Heidelberg, 2011, pp. 3-136; M. Kriele, Introducción a la Teoría del Estado, Depalma, Buenos Aires, 1980; E. Levinas, Totalité et infini (Essai sur l’extériorité) (1961), LGF, París, 1990; F. Rubio Llorente, «Derechos fundamentales, derechos humanos y Estado de Derecho», en Fundamentos, 4, 2006, pp. 203-233; F. Simón Yarza, «¿Derechos humanos sin ley natural? Confusión babélica», en A. A Herrera Fragoso (coord.), Derechos Humanos: perspectivas de juristas iusnaturalistas, Tomo I: Sustento histórico, antropológico y filosófico de los derechos, Tirant lo Blanch, Ciudad de México, 2022, pp. 341-372; Ley natural y realismo clásico. Una defensa, Thomson-Civitas, Cizur Menor, 2022; Entre el deseo y la razón. Los derechos humanos en la encrucijada, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2017; «Individual Rights», Max Planck Encyclopedia of Comparative Constitutional Law, Oxford University Press, 2017; R. Spaemann, Personen. 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En el discurso filosófico se usa generalmente la expresión «derechos humanos» o «derechos del hombre» (human rights, Menschenrechte, diritti umani, droits de l’homme). En el ámbito jurídico, en cambio, esta expresión se reserva a los derechos básicos recogidos por los tratados internacionales (Declaración Universal de los Derechos Humanos, Convenio Europeo de Derechos Humanos, Carta Interamericana de Derechos Humanos, etc.). Cuando es la Constitución de un país la que los recoge, es entonces que hablamos de «derechos fundamentales» (Grundrechte, fundamental rights, diritti fondamentali, droits fondamentaux). Junto con la expresión «derechos fundamentales», se utilizan en ocasiones otras similares, v. gr., «libertades públicas» (libertès publiques), empleada en Francia; o «derechos constitucionales» (constitutional rights) y «libertades civiles» (civil liberties), muy habituales en el lenguaje anglosajón. En España, la expresión adecuada para designar los derechos más básicos de nuestra Constitución es, en cualquier caso, la de derechos fundamentales. 1. Pluralidad de contenidos del Título I de la Constitución Española § 36. La discusión sobre la identificación de los derechos fundamentales en nuestra Constitución. No existe unanimidad en la doctrina acerca de cuáles de los derechos que incorpora la Constitución pueden calificarse como fundamentales. Ello se debe, en primer lugar, a la ambigüedad del propio texto constitucional. Sin perjuicio de que existan derechos en otros lugares de la Carta Magna, el Título I lleva la rúbrica: «De los derechos y deberes fundamentales», y abarca los artículos 10 a 55. Este Título se compone a su vez de tres capítulos, el segundo de los cuales se titula: «Derechos y libertades» (arts. 14-38). Dentro del Capítulo Segundo encontramos un artículo suelto, el 14 (principio de igualdad), y dos secciones respectivamente tituladas: «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas» (arts. 15-29), y «De los derechos y deberes de los ciudadanos» (arts. 30-38). ¿Cuáles son exactamente, pues, los derechos fundamentales? Podemos agrupar las respuestas del siguiente modo: a) Para algunos autores, son derechos fundamentales todos los derechos de la Constitución, con independencia de cuál sea su ubicación sistemática. Esta tesis expansiva, sin embargo, no permite apreciar las diferencias esenciales, jurídicas y materiales, que existen entre unos y otros derechos. Al equiparar todos los derechos constitucionales bajo la categoría de fundamentales se renuncia a una idea clara y distinta sobre el significado sustantivo y la forma jurídica de estos derechos. b) Otros autores sostienen, no sin lógica, que son derechos fundamentales todos los del Título I: «De los derechos y deberes fundamentales». Esta tesis es también excesivamente amplia, pues incluye entre los derechos fundamentales los «principios rectores de la política social y económica». Previstos en el Capítulo Tercero del Título I, los principios rectores no pueden ser invocados inmediatamente por los ciudadanos y, en la mayoría de los casos, vinculan muy débilmente al legislador. No pueden considerarse, por lo tanto, como derechos fundamentales. c) Una tercera tesis, bastante más restrictiva, considera que sólo son derechos fundamentales los de la Sección Primera del Capítulo Segundo del Título Primero, titulada: «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas». Esta Sección abarca los artículos 15 a 29, entre los que se encuentran aquellos derechos que gozan de un régimen jurídico más tuitivo: el derecho a la vida, libertad religiosa, tutela judicial efectiva, legalidad penal, etc. No incluye, sin embargo, derechos tan importantes como el principio de igualdad (art. 14), el matrimonio (art. 32), la propiedad privada (art. 33) o la libertad de empresa (art. 38), lo que la hace algo deficiente desde el punto de vista material. § 37. Los derechos fundamentales: Capítulo Segundo del Título I. La tesis más extendida en la doctrina es aquélla que considera como derechos fundamentales todos los del Capítulo Segundo del Título I, que abarca los artículos 14 a 38. Existen importantes razones para caracterizar a estos derechos como fundamentales, a saber: a) Desde un punto de vista material, se encuentran en estos preceptos los principales derechos que la tradición constitucional considera como fundamentales, sin ausencias lamentables ni inclusiones desmedidas: el principio de igualdad (art. 14), el derecho a la vida (art. 15), la libertad ideológica y religiosa (art. 16), el derecho a la libertad y a la seguridad (art. 17), los derechos de la privacidad (art. 18), el derecho a la libre circulación y residencia (art. 19), los derechos de la libertad de expresión y comunicación (art. 20), el derecho de reunión y manifestación (art. 21), el derecho de asociación (art. 22), los derechos de participación política (art. 23), el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24), el principio de legalidad penal (art. 25) y la prohibición de Tribunales de Honor (art. 26), los derechos de la educación (art. 27), el derecho de sindicación y huelga (art. 28), el derecho de petición (art. 29), el derecho a la objeción de conciencia al servicio militar (art. 30), el derecho al matrimonio (art. 32), el derecho a la propiedad privada (art. 33), el derecho de fundación (art. 34), el derecho al trabajo (art. 35), el derecho a la negociación colectiva y a adoptar medidas de conflicto colectivo (art. 37) y la libertad de empresa (art. 38). b) Desde un punto de vista formal, los derechos del Capítulo Segundo del Título I se definen precisamente por aquellos rasgos propios de lo que se entiende tradicionalmente por un «derecho fundamental». Su régimen jurídico se encuentra en el artículo 53.1 CE, que afirma: «los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo segundo del presente Título vinculan a todos los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido 34 esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161, 1, a)». De este precepto puede concluirse lo siguiente: 1.- Todos los poderes públicos (legislativo, ejecutivo y judicial) se encuentran obligados a respetar los derechos del Capítulo Segundo. Son éstos auténticos derechos, y pueden ser alegados por los ciudadanos apelando directamente a la Constitución. 2.- La regulación del ejercicio de los derechos del Capítulo Segundo no puede hacerse mediante reglamento, puesto que se encuentra reservada al legislador. 3.- Aunque sólo él sea el encargado de regular el ejercicio de los derechos fundamentales, el legislador no puede cumplir esta tarea de cualquier modo. Los derechos fundamentales tienen un «contenido esencial» previo que la ley ha de respetar. Si la ley restringe el contenido esencial del derecho es inconstitucional, y procede interponer el recurso de inconstitucionalidad (art. 161.1.a). § 38. Los derechos fundamentales especialmente protegidos. Como hemos visto, todos los derechos del Capítulo Segundo del Título I son derechos fundamentales. No obstante, existen dentro de este Capítulo algunos derechos que tienen una especial protección constitucional: a) En primer lugar, el «desarrollo» de los derechos de la Sección Primera (arts. 15-29) está reservado a la ley orgánica, de acuerdo con el artículo 81.1 de la Constitución. b) En segundo lugar, el artículo 53.2 CE prevé un régimen jurisdiccional especial para algunos derechos. Concretamente, los derechos de la Sección Primera (arts. 15-29) y el principio de igualdad del artículo 14 pueden ser alegados en un procedimiento judicial especialmente rápido, caracterizado por los principios de preferencia y sumariedad. Asimismo, los derechos señalados (14-29) y la objeción de conciencia del art. 30.2 CE pueden invocarse en el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. § 39. Los principios rectores de la política social y económica. Queda por comentar, del Título I, el Capítulo Tercero: «Principios rectores de la política social y económica» (arts. 39-52). Una somera ojeada permite comprobar que nos hallamos ante preceptos de distinta naturaleza a la de los derechos fundamentales del Capítulo Segundo: a) Desde el punto de vista material, el Capítulo Tercero incluye principios muy heterogéneos: el mandato de protección de la familia y la igualdad de los hijos (art. 39), el mandato de realizar una política de progreso económico y promoción social (art. 40), la garantía de la Seguridad Social (art.

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