Los Bandera PDF: Novela Infantil y Juvenil Argentina, 2021
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2021
Laura Ávila, Mario Méndez
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Los Bandera, una novela argentina para jóvenes, narra la historia de Pedro Hendler y Mayra Quispe. Los personajes enfrentan la decepción del equipo de fútbol y exploran sus emociones y relaciones en el contexto de su vida cotidiana. Sus interacciones reflejan el día a día en una pequeña ciudad.
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Los bandera Laura Ávila | Mario Méndez Los bandera Laura Ávila Mario Méndez Los bandera Laura Ávila Mario Méndez www.normainfantilyjuvenil.com/ar Ávila, Laura Los bandera / Laura Ávila ; Mario Méndez ; dirigido por Laura Leibiker ; editado por Laura Linzuain. - 1a ed. - Ciud...
Los bandera Laura Ávila | Mario Méndez Los bandera Laura Ávila Mario Méndez Los bandera Laura Ávila Mario Méndez www.normainfantilyjuvenil.com/ar Ávila, Laura Los bandera / Laura Ávila ; Mario Méndez ; dirigido por Laura Leibiker ; editado por Laura Linzuain. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Grupo Editorial Norma, 2021. 192 p. ; 21 x 14 cm. - (Zona libre) ISBN 978-987-545-975-5 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. I. Méndez, Mario. II. Leibiker, Laura, dir. III. Linzuain, Laura, ed. IV. Título. CDD A863.9283 © Laura Ávila, 2021 © Mario Méndez, 2021 © Editorial Norma, 2021 Av. Leandro N. Alem 720, Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso de la editorial. Marcas y signos distintivos que contienen la denominación “N”/Norma/Carvajal® bajo licencia de Grupo Carvajal (Colombia). Primera edición: febrero de 2021 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina Dirección editorial: Laura Leibiker Edición: Laura Linzuain Corrección: Patricia Motto Rouco Jefa de arte: Valeria Bisutti Diagramación: Julia Rodríguez Gerenta de producción: Paula García Jefe de producción: Elías Fortunato CC: 61095800 ISBN: 978-987-545-975-5 A nuestro querido Julio. 1 Hacía frío ese atardecer en Las Arquillas, pero Pe- dro Hendler no se daba cuenta. Iba tan enojado que no sentía el viento cortante de la tarde sobre la camise- ta manchada de barro. Las luces del pequeño pueblo, perdido en la llanura chata, se encendían a medida que el sol se apagaba. Pedro caminaba solo, bordeando la plantación que empezaba ahí nomás, apenas termina- ban las calles, junto a las dos canchas de su querido Atlético: la de entrenamiento, donde jugaban ellos, los chicos de las inferiores, y la de la primera, con sus dos tribunas. No había querido que ninguno de los com- pañeros del equipo caminara con él. Tenía demasiada bronca para charlar y ninguna gana de compartir los detalles, como otras veces. El partido con San Martín era un clásico. Era el partido distinto, el que no se podía perder. Y habían perdido. 9 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez El ruido inconfundible de un avión lo distrajo por un momento. Se lo quedó mirando. Sobrevolaba la planta- ción rumbo a la otra punta del pueblo, donde estaban los galpones grandes. Pensó, apenas por un instante, que si no llegaba a ser un jugador profesional, no esta- ría nada mal ser piloto. Los pilotos paraban en el único hotel de Las Arquillas, y era común verlos en la con- fitería, a la tarde, siempre bien vestidos, con un vaso en la mano, muy seguros de sí mismos, muy ganado- res. Pero enseguida se sacó la idea de la cabeza. Él sería un jugador de primera. No por nada llevaba la diez en la espalda, no por nada habían venido a verlo algunos buscadores de talentos desde Rosario y desde Santa Fe. Acompañó con la mirada el vuelo del avión fumiga- dor hasta que lo perdió de vista y volvió a pensar en el partido perdido. Cada tanto pateaba una piedra y se imaginaba que era una pelota que entraba al arco del Flaco Torales, el arquero de la quinta de San Martín. To- davía no podía creer que hubieran perdido ese clásico con los santos, los eternos rivales. Y menos podía creer que Alexis, capitán y número dos del equipo, titular in- discutible e indispensable, no hubiera ido a jugar. No tenía dudas de que por eso habían perdido. Y no lo po- día perdonar. Alexis era su mejor amigo, su compañero. Se cono- cían desde que eran muy chicos, vivían en la misma manzana. Cuando pasó por enfrente, Pedro se sintió 10 tentado de golpear las manos y saltar la puertita baja del patio delantero, como tantas veces. Estuvo a punto de frenar, de entrar a preguntarle qué le había pasado. Pero la bronca pudo más. Refunfuñando, siguió de lar- go. Alexis era el que tenía la obligación de ir a buscarlo, de explicarles a él y a sus compañeros, pero principal- mente a él, por qué no había ido a jugar. “¿Se habrá quedado con la bolita esa?”, se preguntó, con rabia. Antes de entrar a su casa lo chistó un vecino que pasaba en bicicleta. —¿Y, gringo, cómo salieron? —le gritó el tipo, sin de- tenerse del todo. Pedro no contestó, apenas si levantó los hombros y puso una cara que suponía elocuente. No quería de- cir que habían perdido ni tampoco le gustaba que le dijeran gringo. Los Hendler, la familia de su padre, y los Böhl, la de su madre, eran de origen alemán, todos rubios de cejas blancas, pecosos. Claro que estaban acriollados desde hacía varias generaciones, pero para medio mundo seguían siendo los gringos. Al fin entró a su casa, para recibir un reto de su ma- dre. Ella lo seguía tratando como a un chico. La mayor parte de las veces no se daba por enterada de que su hijo ya tenía quince años. Se acordaba, sí, cuando entraban a tallar las obligaciones; el “ya estás grande, Pedro, no sos un nene” era habitual, pero solo cuando le convenía. El resto del tiempo era un mocoso al que se podía retar. 11 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —¡Ponete un buzo, Pedro! ¿O te querés enfermar? Y andá a bañarte, querés. Pedro se quedó pensando en la contradicción. Si se iba a bañar, ¿para qué tenía que ponerse un buzo? An- tes de irse a la ducha pasó por la cocina y agarró una manzana, que empezó a masticar mientras buscaba la ropa para cambiarse. La madre ni le preguntó cómo ha- bían salido; en ese momento era una suerte que a ella no le interesara el fútbol. Bajo la ducha Pedro pensó que al que sí le interesaba el fútbol, y mucho, era a su padre. Seguramente el viejo le preguntaría por todos los detalles apenas llegara del trabajo. “Ojalá que hoy tenga que trabajar hasta tarde”, pensó, mientras terminaba de bañarse. Después del baño debía ponerse a hacer una tarea para el otro día, pero no tuvo ganas. No estaba de áni- mo para resolver cuestiones matemáticas que nunca terminaba de entender del todo, porque le importaban muy poco. En todo caso, ya vería cómo se las arreglaba. No sería la primera vez que alguna de sus compañeras le prestara la tarea. Exagerando un bostezo le avisó a su mamá que se haría un sándwich y se metería en la cama. —Ya ni la mesa querés compartir conmigo. ¿Te das cuenta? —le dijo su madre. Pedro miró al techo, resoplando. —Estoy cansado, ma, me quiero ir a dormir. 12 Ella sacó el fiambre de la heladera y le preparó el sándwich sin dejar de protestar. —Nunca te veo la cara, nene. Comé acá y contame algo. Pedro se sentó a la mesa y mordió el sándwich. Esta- ba muy bueno. Miró a su mamá de reojo. —Perdimos —dijo con la boca llena. La madre suspiró. —¿Hay alguna otra cosa que te guste, además de pa- tear una pelota? Pedro no volvió a hablar. Comió en diez minutos y se fue a su habitación. Antes de dormirse, volvió a pensar en el faltazo de Alexis. Se durmió con bronca y soñó que volvían a perder. 13 2 Mayra Quispe se levantó a las seis de la mañana, como hacía todos los otoños. Todavía era de noche. Pren- dió la lámpara de la cocina del galpón, un poco sorpren- dida de que alrededor de la luz no se llenara de polillas. Hizo un poco de té en el anafe. Sirvió uno para ella y otro para la abuela, que ya estaba en pie, preparando los rastrillos para pasar en el campo. —Buen día, Mayra. ¿Hoy hay escuela? —Siempre hay escuela —dijo Mayra, echándose el aliento en los dedos. Para calentárselos, los apoyó en el borde de la taza. Después de desayunar, se abrigó bien y salió a reco- rrer el campo con sus primos. Limpiaron el sembrado arrancando las malas hierbas y Mayra vio cómo nacía el sol por encima de los brotes de frutales. Se acordó de Alexis. 15 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez “Las va a pagar caro, este pibe”, pensó en argentino. —Son las siete y cuarto, ya —le dijo Fredy, su primo el mayor. Mayra asintió, volvió despacio al galpón, se lavó con cuidado las manos y la cara y se cambió de ropa para ir al colegio. Su papá la vio prepararse en silencio. Desa- yunaba también de parado, a punto de cargar las cha- tas con espinacas para llevar. —La bendición —le dijo Mayra, medio en broma. El padre agachó la cabeza, como haciéndole una re- verencia, y siguió comiendo su pan y tomando su café. Mayra fue a la casa, agarró la mochila y se subió a la bicicleta. Era un poco grande para ella y tenía un canas- to delantero siempre sucio de tierra, porque muchas veces repartían pedidos en el pueblo. Pedaleó las trein- ta cuadras de campo que la separaban de la escuela. A mitad de camino se le cruzó una perra con sus ca- chorros. Mayra frenó y la perra le mostró los dientes. Parecía enferma, arrastraba una pata al caminar, pero aun así vigiló a Mayra con ojos de odio hasta que sus perritos atravesaron la ruta. Mayra retomó su pedaleo, acelerando para no llegar tarde. Entró a la parte poblada a toda velocidad. En la plaza ya estaban armando una tarima para la fiesta del pueblo. Faltaba más de un mes para el aniversario de Las Arquillas, pero los vecinos del club El Progreso se tomaban esa fecha muy en serio. 16 Llegó justo cuando la maestra tocaba la campana. En el colegio convivían los chicos de la primaria y los de la secundaria. Casi nunca había problemas, aunque no siempre la convivencia fuera pacífica. —¡Dejen esos juegos! —gritaba la seño de la campa- na. Mayra la saludó y la mujer le dedicó una sonrisa rá- pida. Había sido su maestra en cuarto grado. Los compañeros de Mayra estaban haciendo tiempo antes de entrar, con la esperanza de que algo ocurriera y no tuvieran, una vez más, que pasarse la mañana en el colegio. Los chiquitos de la primaria abandonaron los subibajas nuevos y caminaron hacia la puerta arrastran- do los pies. Tampoco parecían muy felices de entrar. —¡Al que no se forma le pongo ausente! —bramó la maestra. Los más chicos se fueron a formar al patio. Los de noveno les hicieron lugar, de mala gana. Estaban casi todos los varones: Matías Giraldi, Lucas Mendoza, Lau- taro Tozzi y el más bobo de todos, Pedro Hendler… Pero Alexis brillaba por su ausencia. Silenciosa, como era su estilo, Mayra estacionó la bicicleta y caminó lo más cerca que se atrevió de los muchachos. Estaban comentando el partido con San Martín. —Nos faltó Alexis, el dos suplente es un calambre. —¿El Alexis no fue a jugar? —preguntó Mayra sin pensar. 17 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Los chicos la miraron de arriba abajo. Mayra casi nun- ca les hablaba, ni ellos a Mayra. Pedro se volvió hacia ella. —No, tu novio nos dejó tirados, por su culpa perdi- mos el partido. Los otros ulularon unas risas que pusieron incómo- da a Mayra. —No es mi novio, Alexis. Pensé que era el tuyo, Hendler —le respondió. Los otros estallaron de risa. Pedro se puso rojo. Mayra analizó el terreno ganado y se animó a agregar: —A mí también me plantó. Íbamos a hacer el trabajo de Matemática, pero no vino a buscarme. Pedro la miró. Iban juntos a la escuela desde que co- mían tierra y se peleaban por la plastilina. Habían ter- minado noveno y empezado, él a los tropezones y ella como si nada le costara, el camino del polimodal. Ha- brían debido conocerse bien, pero sus vidas nunca se habían cruzado. Mayra era petisa, chiquita, morocha. Un rodete ne- gro hacía equilibrio en su cabeza, como reclamándole al mundo unos centímetros más de altura. Jean elas- tizado, buzo, la campera le llegaba apenas debajo de la cintura. Las manos, nerviosas y de uñas cortas, ha- blaban casi tanto como sus ojos. Y esos ojos marrones, ahora, lo estaban estudiando. —¿Hiciste el trabajo de Matemática? —preguntó Pedro. —Qué te importa. 18 La seño de cuarto ya arriaba a los chicos a las aulas. Los del polimodal, más lentos, también enfilaron a su curso. Pedro dio dos zancadas para alcanzar a Mayra, que se había filtrado entre las chicas. —¿No me pasás el trabajo? Mayra lo miró con una sonrisa. —Estás soñando. —No lo hice porque perdimos el partido, por culpa de Alexis. Estaba deprimido. —¿Y yo qué tengo que ver? —Nada, pero a vos también te plantó. Algunas chicas del curso se estaban acercando a Pe- dro. Siempre pasaba. Mayra pensó en las polillas que se juntaban al calor de la lámpara del galpón. —Dejala, Peter, yo te doy el trabajo —dijo Patsy, la más rubia de todas. Mayra se reunió con sus amigas, bajitas y morochas como ella. Pedro vio cómo se iba, un poco sorprendido de haberle hablado tanto. En la primera hora, cuando entró la de Matemática, lo hizo pasar al frente. Le puso un uno. —Mucho fútbol pero nada de aritmética, Hendler. Pedro hizo un puchero exagerado que levantó suspi- ros de la platea femenina y motivó la risa amortiguada de los varones. —Por favor, profe, deme otra oportunidad. —Ya veremos. Trabajo especial: ecuaciones. 19 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez El día siguió más o menos normal. Después de Ma- temática tuvieron Lengua e Historia, una más aburrida que la otra, al menos para Pedro: aunque a la profe Ma- riela la quisieran todos, Historia era un embole. —¿Cómo van con los proyectos para el día de Las Ar- quillas? —indagó Mariela. Ese año tenían que contar la historia del pueblo de manera innovadora. Otro embole más. Pedro no había pensado ni una sola idea. A la hora de la salida volvió a cruzarse con Mayra Quispe. Ella estaba preparando esa bicicleta rotosa que tenía para volver a su casa. —¿Qué le pasó a Alexis? ¿Por qué no fue a jugar? —le preguntó a Pedro. —Qué sé yo por qué no vino. A lo mejor estaba cha- pando con vos. —Me hubiera dado cuenta, creeme. Pedro bajó la cabeza, sin encontrar respuesta. Mayra se subió a la bicicleta. —Voy a verlo a la casa. ¿Venís? —le dijo. Pedro miró para atrás, buscando alguna excusa. Pero no había ninguna. —Algo le pasó, estoy segura. Si no vino por lo de Ma- temática, bueno. Pero a un partido no falta por nada del mundo. Pedro se rascó la cabeza. No quería que lo vieran solo con Mayra. Pero también estaba preocupado por Alexis. 20 —Yo voy para ese lado —dijo, ambiguo, como para no afirmar que estaba yendo con ella. Mayra se bajó y agarró la bici por el manubrio descascarado. Los dos to- maron el camino que bordeaba los campos. 21 3 Mayra caminaba muda. Pedro la miraba de reojo. Iban casi juntos, pero para quien los viera de afuera po- día tratarse de una casualidad. Los campos plantados eran extensos y verdes, pero no de un verde natural, con tonalidades y grados dis- tintos de madurez; las plantas parecían pintadas, todas iguales, todas brillantes. Pedro las contempló, distraído, mientras intentaba silbar algo para paliar el silencio. No se oía ni el zumbar de los insectos. —No sos de mucho hablar, vos —le dijo por fin a Mayra. —¿De qué querés hablar? Pedro se encogió de hombros. —No sé. ¿De dónde lo conocés a Alexis? —De la escuela, de dónde va a ser. 23 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Lo que de verdad quería saber Pedro era qué pasaba entre ellos. Era algo que Alexis nunca le había contado, aunque sabía que muchas veces Mayra y él se junta- ban en la plaza, en el balneario viejo o a buscar algo en Internet. Suponía que su amigo y Mayra tenían una historia, aunque nunca los había visto ni abrazados ni tomados de la mano. Si tenían algo eran bien reserva- dos. Alexis nunca lo había invitado a juntarse con ellos, pero él tampoco le había pedido ir. Mayra no era el tipo de chica que le interesaba. Una cuadra larga antes de llegar, Fleco, el perro de Alexis, se les apareció en el camino. Venía al trotecito. Se acomodó entre los dos, moviendo la cola, y los escol- tó hasta la casa. Mayra se detuvo ante la pared baja que separaba la vereda del descuidado jardín. Pedro empujó la puertita y cruzó por el camino de ladrillos que él y el propio Alexis habían puesto dos ve- ranos atrás, para no embarrarse cada vez que llovía. —¡Abrí, Alexis! —gritó. Como nadie salió, tomó el picaporte y entró. Mayra lo siguió. Ni Alexis ni su padre estaban en el comedor, donde ha- bía dos sillas y una mesa torcida como único mobiliario. —Qué olor raro… —murmuró Mayra. Fleco hizo una especie de gemido y se fue para la pieza de Alexis. Los chicos lo siguieron. 24 Había dos camas. Una estaba deshecha y desordena- da, con las cobijas tocando el suelo. En la otra, tapado con una colcha hasta la barbilla, estaba Alexis. Pedro, que venía a descargar su enojo por el parti- do, se quedó con la palabra en la boca, impresionado. Su amigo tiritaba y estaba muy pálido. Tenía los labios azulados, y a pesar de que quería mirarlos, la vista se le perdía. —¡Chino! —dijo Mayra, compadecida y asustada. Se acercó a la cabecera y le tocó la frente. Pedro vio sus manos de uñas mordidas: el dedo pulgar se movió, aca- riciándole a Alexis el nacimiento del pelo. —¡Tiene calenturas! Pedro soltó una risotada. —¡Calentura tiene siempre! ¿Y de dónde le decís “Chino”? Si nadie le dice así… Mayra se puso roja. Cuando estaba muy sorprendi- da, o muy asustada, o demasiado contenta, se ponía a hablar como en su casa. En vez de fiebre, la abuela hablaba de calenturas. Recuperando la argentinidad, dijo: —Está muy afiebrado, Hendler. ¿No ves que no pue- de hablar? Alexis sacó una mano de entre las colchas y se tocó la garganta. —¿Te duele? —preguntó Pedro. —¡Quiere agua! 25 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Los dos abandonaron la pieza a la carrera y fueron hacia la heladera. Pero adentro no había nada, ni un li- món partido. —Atrás de la casa hay una bomba —recordó Pedro. Salieron al extenso patio con Fleco pisándoles los talones. El padre de Alexis estaba ahí, sentado en un banco de madera, la espalda apoyada en la pared des- cascarada. Parecía borracho. O perdido. Mayra miró con apren- sión su cara abotagada, la nariz roja, hinchada como un pimiento de los que vendían para el mercado. —Don Servando, ¿podemos sacar agua de la bomba? El viejo negó con la cabeza. —Está mala. Sacó algo de atrás del banquito. Era un cartón de vino. Abierto. —Acá hay para tomar. Pedro y Mayra tragaron saliva. —No, don Servando. Queremos agua para el Alexis. ¿Desde cuándo está así de enfermo? El viejo los miró con los ojos rojos, sin contestar, y empinó el cartón. Mayra tuvo miedo. Agarró fugazmen- te a Pedro del brazo. —Vamos adentro. Pedro le hizo caso. Cuando volvieron a la pieza, Alexis había hecho un gran esfuerzo para sentarse en la cama. Se puso a toser. 26 Pedro recordó de golpe que guardaba un jugo en la mochila. Debía tener dos días ahí, y estaría caliente, pero al menos era algo líquido. Y sin alcohol. Lo sacó y se lo ofreció a su amigo. Alexis lo tomó de tres largos tragos sin disimular la avidez. Se volvió a tender en su cama, algo aliviado. —¿Qué te pasó? ¿Es gripe? Alexis negó con la cabeza. —Me duele. Se tocó los riñones. Mayra se quedó pensativa. —Tendrías que tomar algo para bajarte la fiebre. —La calentura —aclaró Pedro. Ella lo fulminó con la mirada. —En mi casa tengo hierbas que bajan la temperatu- ra. Voy a traerlas. —Hierbas… ¡Aguantá! ¿Sos bruja? Mejor traele una aspirina. Alexis lo agarró del brazo. Pedro dio un respingo. Es- taba hirviendo. —Dejala… La Mayra sabe… Mayra no esperó más. Sin decir nada salió de la pie- za. Un instante después, Pedro vio por la ventana cómo ganaba velocidad montada en esa bicicleta más grande que ella. Alexis manoteó un balde que estaba debajo de la cama y vomitó. 27 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —Te agarró con todo… —murmuró Pedro. Nunca se había enfermado nadie cerca de él. Mejor dicho, nunca había tenido que cuidar a nadie. —Empezó antes del partido… —murmuró Alexis, limpiándose la boca con el antebrazo—. Tengo que cu- rarme rápido. Brizuela me va a echar si no aparezco… Brizuela era el dueño del campo donde Alexis tra- bajaba. Alexis tosió. Pedro pensó por un inquietante mo- mento que parecía un pescado boqueando fuera del agua. Tuvo miedo de encontrarse solo ahí con su amigo tan enfermo. —Ella va a volver —murmuró Alexis, como leyéndole el pensamiento. 28 4 Alexis tenía fiebre, tenía sed, necesitaba agua y frío. Pedro recordó lo que su madre hacía cuando él es- taba engripado. —Aguantá —le dijo—. En cinco minutos estoy acá. Alexis no quería quedarse solo otra vez, pero Pedro no le dio tiempo a negarse. En un par de saltos estuvo en la vereda, dobló la esquina y un minuto después en- traba en su casa, tiraba la mochila en el sillón del living y abría la heladera. Pensó que no había nadie porque su madre, a esas horas, atendía el bar de la terminal y en la puerta no estaba la camioneta de la municipalidad que manejaba su papá. Por eso lo sorprendió la voz de su padre, que le hablaba desde su pieza, tirado frente a la tele. Estaba viendo un partido de una liga europea. —¿Qué hacés, Pedrito? No me contaste nada de ayer. Vení. 29 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —Ya vuelvo, pa —le dijo Pedro, acercándose hasta la puerta de la habitación—. Voy hasta lo de Alexis. ¿No fuiste a trabajar? —Sí, pero tuve que dejar la camioneta en el taller, se rompió el embrague. Hago fiaca acá, mientras la arreglan. Pedro no dijo nada. Su padre seguía con la mirada fija en el televisor: cada vez que se enganchaba con un partido, podían pasar delante de él traficando elefantes africanos sin que se apartara de la pantalla. Por eso no vio que su hijo llevaba un cargamento raro: una cubete- ra llena, una botella de agua, un repasador. —Volvé rápido, así me contás de ayer —insistió. “Qué densos que se ponen con que les cuente co- sas”, pensó Pedro de sus padres. Por lo menos a su papá sí le interesaban sus partidos, aunque se ponía mal cuando perdían. Antes hablaba más con ellos, sobre todo con su mamá. Pero después de la crisis del 2001 ella había em- pezado a trabajar y ya no tenía tiempo para charlas. Pedro cruzó el jardín de la casa de su amigo. Fleco lo esperaba en la puerta, como si supiera que tenía que hacer guardia. Alexis se había dormido. Se sentó a los pies de la cama. Lo miró dormir, pensa- tivo. La cara de Alexis se relajaba cuando dormía, recupe- raba un gesto infantil. ¿Cuántas veces lo había visto así, entregado al sueño? ¿Cuántas veces se había quedado a 30 dormir en su casa, cuántos campamentos, carpas y fo- gones habían compartido? No se acordaba, pero le pare- cía que Alexis había estado siempre en su vida. Su amigo sonreía en sueños, una sonrisa de niño. Se despertó de golpe, desorientado. Reconoció a Pedro sen- tado al borde de la cama y se pasó la mano por los ojos. —Soñé que jugábamos en el estadio, con gente en las tribunas —le dijo en voz baja—. Estaban los de la primera pero también nosotros dos. Zabalita jugaba para los contrarios. Y en la platea, justo arriba del ban- co de suplentes, estaba mi vieja. —¿Ganábamos, esta vez? —Qué sé yo. No me importaba. ¿Me das agua? Pedro le sirvió el agua fresca en un vaso que parecía más o menos limpio y se lo pasó. —Tomá despacio —le dijo, sin saber muy bien por qué. Quizá lo había escuchado en la tele, en alguna pe- lícula. Su amigo le hizo caso: tomó mucho más despa- cio que la vez anterior, aunque le pidió que le sirviera tres veces. Pedro envolvió la mitad de los cubitos en el repasador y se lo puso en la frente. —Uh, está helado —se quejó Alexis. —Son hielos, ¿cómo querés que estén? —le dijo Pe- dro, y se los acomodó mejor. Se quedaron en silencio. Era un silencio raro, un si- lencio que nunca antes se había instalado entre los dos. —Ayer estaba hecho mierda, peor que ahora. 31 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Pedro hizo una mueca resignada. —Perdimos —dijo. —Puta madre —fue todo el comentario de Alexis. Le dio un brusco ataque de tos. Pedro le alcanzó más agua. —Tendría que ir a trabajar, mañana. Brizuela no me va a bancar —dijo, cuando pudo recuperar el habla. Pa- recía cansado, a pesar de que había dormido. —Si hace falta yo te puedo reemplazar unos días, ¿querés? —le ofreció Pedro, sin pensarlo demasiado. Lo había dicho por decir, porque le parecía que era lo que su amigo quería escuchar, pero después, a medida que hablaba, se fue entusiasmando con la idea. Siem- pre le había parecido una aventura eso de andar con las banderas en el campo, señalándoles a las avionetas por dónde tenían que fumigar. Era un poco como si los que corrían debajo también pilotearan. Alexis aguantó el frío en la frente, que era un alivio. Pensó que Brizuela seguramente aceptaría el reempla- zo, al menos por unos días, hasta que él se repusiera. La idea de Pedro era buena. No podía quedarse sin trabajo. —Lo que ganes cuando vayas te quedaría para vos —dijo. Pedro se iluminó. Ya estaba harto de pedirles a sus pa- dres, sin éxito, que le compraran unos botines nuevos, unos que recién habían llegado a la única casa de deportes del pueblo, y que brillaban, negros y naranjas, en la vidriera. 32 — … con esos botines, otra que el Bati, Alex —termi- nó Pedro, y le quitó el trapo de la frente, que ya se había entibiado, para ponerle los pocos cubitos que queda- ban, a medio derretir. Alexis suspiró. A veces Pedro parecía más chico de lo que en verdad era. Eso no lo enojaba, más bien le daban ganas de cuidarlo, de hacerle ver las cosas de la vida que a él le pasaban y que su amigo desconocía. —Mirá que no es joda el laburo. Pensalo bien. —Yo voy, no te preocupes. Por unos días, ese plan podía funcionar. Brizuela no tomaría a nadie más y le daría tiempo a recuperarse. —Anotate el número de Brizuela —le dijo a su amigo. —¿Tenés una birome por ahí? Alexis le señaló la mochila destartalada que estaba tirada contra una pared. Cuando Pedro terminó de ano- tar el número se abrió la puerta y entró Mayra, agita- da. Había venido a toda velocidad. Traía una botella de agua mineral y, en un envoltorio que había hecho con un volante de la fiesta de Las Arquillas, un montoncito de hierbas secas. —La abuela dijo que te haga un té con esto, Chino —le explicó a su amigo, sin importarle que Pedro le echara una mirada burlona. Alexis le dijo que los fós- foros estaban en el primer cajón de la mesada. Volvió a sonreír. El agua, los trapos frescos, la atención de los amigos le habían devuelto algo de salud. Pero no 33 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez mucha. Antes de que el té estuviera listo tuvo un acce- so de esa tos seca, tan rara, y otra vez vomitó. —¿Comiste algo malo? —preguntó Mayra. Alexis negó con la cabeza. —Es como si mi cuerpo se enojara conmigo. Pedro estuvo a punto de reírse, pero Mayra lo detuvo con la mirada. Le acercó a Alexis una taza rebosante de ese té de yuyos que le había preparado. —No jodas, está amarguísimo. —Dale, no seas cagón. Alexis le hizo una mueca a su amiga y se tomó el té. Tosió mucho, parecía que iba a vomitar de nuevo. Mayra lo agarró de la muñeca. —Aguantá —le dijo, con tanta ternura y autoridad, que Alexis se aquietó y apoyó la cabeza en la almohada. Al rato, volvió a quedarse dormido. Mayra le cambió la colcha por una sábana, abrió como pudo la ventana de la pieza y dejó que entrara un poco de viento. Des- pués, tapándose la nariz, tiró el contenido del balde en el patio y lo repuso, ya limpio, debajo de la cama. Pedro la miraba hacer, callado. Ella era muy habi- lidosa. Mayra buscó a Fleco y le puso un poco de agua en un tacho que usaba como bebedero. Era un bidón de plásti- co cortado que decía “Vergel”. El perro tomó moviendo la cola, mientras la chica volvía a la pieza. Inspeccionó los restos de hielo y el repasador y asintió, aprobadora. 34 Pedro se sintió reconfortado con esa aprobación. Ella lo miró, de repente un poco tímida: —Andá nomás, Hendler. Yo me quedo cuidándolo. —Yo también me quiero quedar, Quispe. Mayra lo estudió por unos instantes, en silencio. —Si querés hacemos lo de Matemática mientras le baja la fiebre. Pedro arrugó la cara. No le gustaba para nada la idea. Mayra sacó su carpeta y se sentó a los pies de la cama. Empezó a resolver las ecuaciones, ignorándolo olím- picamente, hasta que Pedro agarró una silla y se sentó a su lado. Resolvieron los ejercicios del día, despacio, mientras a Alexis le mejoraba el color. Se movía en la cama, cada tanto daba una vuelta. —Capaz que está jugando —dijo Pedro, mirándolo. —¿Qué? —Nada. A la hora ya no estaba brillante y tenso como las plantas que cuidaba. Otra vez sus mejillas volvieron a su tono moreno original, y su cara flaca se relajó. —Funcionan esas hierbas —dijo Pedro, admirado. Mayra dio un salto. —Tengo que volver a casa —dijo, mirando el sol por la ventana. Guardó la carpeta, tocó la frente de Alexis por última vez y salió de la pieza. 35 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Pedro la siguió, un poco confundido: —Pero ya faltaba poco para terminar… —Fijate que no tenga calenturas —dijo ella, con una sonrisa pícara—. Nos vemos mañana en el colegio y te paso la última ecuación. Pedro se encontró saludándola con la mano en alto. Enseguida la bajó y miró para todos lados. Por suerte, no pasaba nadie. 36 5 Mayra pedaleó con alma y vida para llegar a su casa. Cruzó a toda velocidad frente al galpón y tiró la bicicleta en la entrada. Corrió hasta donde sus primos estaban trasla- dando la cosecha de estrellas federales a macetas chicas. Se abrió paso entre ellos, a los codazos, y se arrodi- lló para empezar a trabajar. Pero no pudo evitar que su padre, que al parecer estaba ocupado hablando con un corredor de semillas, notara su incorporación a última hora a la rueda del trabajo comunitario. —¡Qué haces con la ropa de la escuela! —dijo la abuela, apareciendo, cernidor en mano, justo en el mo- mento más inoportuno—. ¡Vas a estropear! Mayra cerró los ojos y esperó la tormenta: los primos se abrieron y le dejaron paso al padre, que vino cami- nando tranquilamente y se detuvo ante su hija, mirán- dola desde arriba. 37 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —¿Dónde estabas, Mayra? —dijo, sin alzar la voz. Mayra bajó la cabeza. —Haciendo un trabajo en casa del Chino. Él no está bien, papá. —A mí no me importa cómo esté. Ya sabe que no me gusta que pase tiempo con los argentinos. No son bue- na gente. —Pero, papá… El Alexis es bueno, pues. Y estaba malo de verdad. —No me responda. Por irse, me descuida el trabajo aquí y después no llegamos con los pedidos. —Adelanté la tarea del colegio, ahora puedo quedar- me embalando hasta la noche… No se enoje, papá. La abuela se acercó y le tocó el hombro al padre. Con ese gesto tan sencillo, logró que dejara de retar a Mayra y volviera junto al vendedor de semillas, aunque sin per- derlos de vista. Los primos se reinstalaron. El mayor prendió la tele y pusieron el Canal 9, para esperar la novela que veían todos los días. Antes pasaban el noticiero de Melania Fuentes, una periodista a la que Mayra admiraba en secreto. La mujer conducía el programa, daba un resumen de las noticias del día y además presentaba investigacio- nes originales. Tenía el pelo rubio, muy cortito, hablaba inglés como si fuera su idioma natal y se vestía con un trajecito sastre de color pastel con hombreras. 38 Mayra subió el volumen para escuchar su editorial, mientras todos seguían trasplantando los plantines en las macetas de plástico blando. —Bájale el volumen, Mayra. Dice pura tontería —opi- nó el mayor de los primos. —Ya va a estar el camión del vivero —canturreó el menor— y no vamos a llegar porque la Mayra tiene un novio argentino… —¡Déjese de andar fregando! —lo reprendió la abue- la. Enseguida le tiró un delantal a Mayra: —Y usté póngase esto, así no se ensucia la ropa. Mayra le sonrió agradecida y se puso el delantal pro- tector. La vieja deambuló rengueando, con el cernidor bajo el brazo, guiñando los ojos para enfocarlos mejor. —¿Qué tenía el muchacho? —Tenía fiebre —dijo Mayra, desafiante. Los primos rieron bajito. —Creo que se enfermó en su trabajo. El primo menor sonrió con sus blancos dientes. —Es tan flojo que le hace mal el trabajar. La abuela suspiró y se fue, traqueteando como un viejo tren, a lavar las semillas. Los primos y Mayra siguieron trasplantando con la tele de fondo. —¿Tu novio trabaja en el campo de soja? —preguntó el menor de los primos. 39 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —No es mi novio, tarado. —Los sojeros no tienen malas hierbas en sus sem- brados. No nos vendría mal probar con su Vergel. Ten- dríamos dos cosechas al año y ganaríamos más plata. Mayra se miró las manos, negras de tierra. —Tendrías que trabajar el doble, bobo. Los primos se rieron entre dientes, sin perder el ritmo. Cuando terminaron con el trabajo, volvieron todos a la casa. Mayra se quedó sola en el galpón, sacándose la tierra de los brazos con el agua de la manguera. Después salió al campo y caminó por la arboleda que rodeaba el terreno de su padre. Había muchos álamos que se movían con el viento. Se acordó de la tarde que había pasado con Alexis en el balneario viejo. Él le había enseñado a jugar al truco. Tomaron mate con facturas y hablaron mucho. Alexis le contó de cuan- do su madre todavía vivía en Las Arquillas, y se puso un poco triste. Ella le tocó la cara, conmovida, y Alexis la besó. Fue un beso corto pero intenso. Mayra se tocó los labios, recordando aquel beso. Se preguntó cómo seguiría Alexis. Hacía ya un tiempo que sospechaba que algo malo le pasaba, pero nunca lo ha- bía visto tan enfermo. 40 6 Esa noche, durante la cena, Pedro se sintió inquieto. Su padre le preguntó por el partido y él le contó poco, sin darle demasiados detalles: estaba distraído, pen- sando en que al otro día iría a trabajar a lo de Brizuela y que para eso tendría que ratearse. Alexis iba a clase salteado, esa era una de las razones por las que ya ha- bía repetido dos veces. Pero él nunca había faltado sin permiso de sus padres y estaba nervioso. Había decidido que no llamaría a Brizuela; no quería hablar por teléfono con el gordo, prácticamente un des- conocido. Iría directo, sabía dónde quedaba el galpón en el que se juntaban los chicos para salir al campo, porque alguna vez había acompañado a Alexis. —Estás raro, Pedro —le dijo su madre, cuando se iba a acostar—. ¿Todo bien en el colegio? —Como siempre. 41 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —Como siempre… ¿Te mandaste alguna? No tengo más ganas de andar pagando profesores este verano. Pedro miró a su mamá. La encontró más flaca, los ojos grises más grandes en esa cara pálida. Le vino una ola de ternura y estuvo a punto de soltar la verdad, pero su padre intervino. —Perdieron con San Martín, cómo querés que esté. Lo deben haber cargado todo el día. —Mejor que te pongas a estudiar —dijo la madre. —Vos porque no le tenés fe. Ya lo vas a ver a Pedro en la Selección, acordate. —Yo de diez y Alexis de dos —dijo el chico. Su madre refunfuñó y se fue del cuarto. Pedro la vio salir, un poco triste. Le parecía que ella nunca estaba conforme con él. Su padre le revolvió el pelo y también salió de la ha- bitación. Pedro se metió en la cama, se tapó hasta el cuello y se dio vuelta, de cara a la pared. Sabía que le costaría dormirse. A la mañana siguiente, apenas sonó el desperta- dor, saltó de la cama: ya estaba despierto desde hacía rato. Había dormido poco y mal, a los saltos. Había soñado que los aviones le pasaban por encima de la cabeza y que su madre lo descubría y no lo dejaba ir a entrenar. En vez de las zapatillas y el buzo deportivo, se calzó unas botas de goma y se puso un jean. Y en lugar de 42 una remera eligió una polera que en general no le gus- taba usar, porque le picaba. Pero sabía que Alexis, cuan- do iba al campo, llevaba bufanda o un pañuelo para taparse la boca, así que pensó que el cuello de la polera le vendría bien. Bufanda nunca usaba, y no hacía tanto frío como para ponerse un cuellito de polar. Si lo veía con el cuellito su madre iba a sospechar algo. Desayunó rápido, se despidió de sus padres y al do- blar la esquina se fijó si había luces en la casa de Alexis. Al parecer el viejo Servando y su hijo dormían, así que siguió de largo. Tomó el camino de siempre hasta una cuadra antes de llegar al colegio; entonces giró al revés y buscó una calle poco transitada para que nadie viera que se estaba rateando. Se detuvo ante la casa abando- nada de la turca Alí, una vieja que había muerto hacía un par de años. El frente de la casa estaba lleno de pe- gatinas medio descoladas, con el anuncio de la fiesta de Las Arquillas. Pedro escondió la mochila en el za- guán. A la vuelta la recogería. Cuando llegó al galpón de Brizuela se encontró con otros cuatro chicos, que esperaban afuera. Eran mo- rochos, flacos, todos parecidos a Alexis. Él, tan rubio, desentonaba. Quizá si hubiera sido otro los chicos lo habrían rechazado, pero lo conocían del fútbol, sabían que el gringo la rompía y que se bancaba las patadas y los codazos sin decir ni mu: volvía a pedir la pelota y encaraba. No solo jugaba bien; tenía huevos y eso les 43 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez inspiraba respeto. Marcos Morales, uno de los pibes, que jugaba en Defensores, se le acercó. —Qué hacés acá —le preguntó, bastante extraña- do—. ¿Sabe Brizuela? Pedro no le mintió. —No, ahora le digo. Alexis está enfermo y me pidió que lo reemplace un día o dos. ¿Me dejará? Marcos se encogió de hombros. —Sí, a ese qué le importa. Mientras hagas el laburo… Pedro saludó a los otros tres. Contra todos había ju- gado alguna vez, en la plaza o en el campeonato. Ade- más de Morales, estaba el Indio Zabala, un delantero rápido de la quinta de San Martín. Pedro hacía mucho que no lo veía. Zabala estaba más flaco que de costum- bre, muy ojeroso. —¿Qué hacés, Zabalita? ¿Estás lesionado? El otro día no fuiste. Zabala lo miró y escupió a un costado. —No tengo tiempo de andar jugando, gringo —le dijo—. La última vez que fui a jugar, al otro día no podía levantar las patas, y al laburo no se puede faltar. Esperaron un rato hasta que al fin apareció la camio- neta enorme de Brizuela. El hombre bajó, miró a los pi- bes, saludó apenas y abrió la puerta de la caja para que fueran subiendo. Pedro se adelantó un paso. Lo conocía de haberlo visto en la municipalidad, alguna vez en el bar de la terminal, y de cuando Brizuela y otros socios 44 del club El Progreso llevaron los juegos nuevos a la es- cuela. Pero le pareció más gordo y grandote que las ve- ces anteriores. Y más intimidante. —Don, yo vengo de parte de Alexis. Se sentía mal, y me dijo si lo podía reemplazar. Brizuela lo estudió. —A vos te conozco, sos el que juega en Atlético, ¿no? ¿Tu viejo no es chofer en la muni? Pedro asintió. En el fondo le gustaba el reconoci- miento: algún día todos en el pueblo se iban a ufanar de haber conocido a Hendler, el crack. —¿Tu viejo sabe que estás acá? —Sí —se apresuró a mentir el chico, e improvisó—: Está rota la camioneta de la municipalidad y no tiene trabajo, por eso, vio… Brizuela lo miró, sin terminar de creerle. Estuvo a punto de mandarlo de vuelta, pero le hacía falta un bandera más, no podía darse ese lujo. —Bueno, dale, subí. Hoy hay bastante laburo, hasta las cuatro no volvemos, ¿te dijo el Alexis? Pedro volvió a mentir que sí, que sabía. Con suerte al mediodía no habría nadie en su casa, nadie notaría que no había vuelto del colegio. En menos de veinte minutos llegaron a destino. El sembradío a fumigar estaba en el borde norte del pue- blo: las casas pobres del barrio más nuevo, un asenta- miento reciente, se tocaban con los sembrados. A las 45 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez puertas de los ranchos jugaban los chicos, la mayoría descalzos, algunos muy flacos pero panzones, rodea- dos de perros tan flacos como ellos. Pedro se los quedó mirando, sorprendido. Él vivía en un barrio municipal, donde no sobraba nunca un peso y había casas muy caídas. Pero nunca había visto tanta pobreza. Zabalita lo tocó al pasar, para que se avispara. Había que empezar a trabajar. El sembradío era enorme. Con una bandera en la mano se fueron encaminando a los rincones que les señaló Brizuela. El trabajo era fácil, había que hacerle señas a la avioneta cuando pasara fumigando, nada del otro mundo; en la camioneta Marcos Morales le había explicado lo básico. Pedro vio cómo los chicos se ponían gorritos con vi- sera, se tapaban la boca con pañuelos y se subían los cuellos. Lamentó que la polera apenas le llegara al labio inferior y se dijo que la siguiente vez metería el cuellito de polar en la mochila. Al principio el trabajo le pareció divertido. El avionci- to encaraba hacia donde los pibes de las banderas le se- ñalaban y dejaba caer su lluvia sobre el sembrado. Pedro pensó, una vez más, que estaría buenísimo manejar un avión, hacerlo volar bien alto y después mandarlo casi de punta contra el campo, para enderezarlo cerca de las ban- deras y dejar que el chorro de la fumigación hiciera su di- bujo sobre los cultivos. Pero a la segunda vuelta ya dejó de 46 gustarle. Estaba empapado, porque el avión los rociaba a todos, y le picaban el cuello, la nariz, los ojos. Pronto em- pezó a sentir que le faltaban fuerzas en las piernas. Había que estar parado todo el tiempo, correr de vez en cuando, caminar un poco. Nada tan duro, para un futbolista en- trenado como él. Sin embargo, a media mañana no daba más, esto no tenía nada que ver con el entrenamiento, ni con el juego, ni con la aventura. Se arrepintió de estar allí, pero era tarde. Había que bancarse la jornada hasta el fin. Al mediodía pararon para comer. Caminaron hasta un galpón, y allí Brizuela les repartió unos sándwiches y una gaseosa grande. Todos tomaron con avidez pero ninguno parecía tener mucha hambre, y Pedro menos que nadie. Estaba nauseoso. En el galpón había bolsas de lona con semillas y mu- chos bidones de Vergel, el pesticida que usaban para fumigar el campo. Todas las bolsas tenían un logo que Pedro reconoció vagamente: ProudSeed. Un rato después subieron a la camioneta y fueron a otro campo, que también administraba Brizuela. Con el traqueteo y las náuseas Pedro pensó que iba a vomitar, pero se aguantó. No quería quedar como un flojo de- lante de los compañeros. La tortura continuó hasta las tres y media. A las cua- tro, tal como había dicho Brizuela, estuvieron de vuelta. Al parecer, el hombre tenía una reunión importante en el club El Progreso, por eso la puntualidad. 47 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Pedro agarró los pesos que se había ganado y los guardó en el bolsillo trasero del jean. Pensó, con bronca, que esa plata era nada, que no le iba a alcanzar ni para un tapón de los botines que se quería comprar. Enfiló hacia su casa lo más rápido que pudo, pero aunque es- taba apurado iba despacio, como arrastrando los pies. Nunca le habían pesado tanto las piernas. Al pasar por la puerta de Alexis le pareció ver la bicicleta de Mayra, pero no se detuvo. Otra vez tenía náuseas, y quería dar- se una ducha caliente, tomar mucha agua, tirarse en el sillón. Recién cuando abrió la puerta se dio cuenta de que se había olvidado de buscar la mochila. 48 7 En su casa no había nadie. Pedro se sacó con tra- bajo las prendas humedecidas. Dejó un reguero de bo- tas, pantalón, polera y remera camino al baño. Todo, hasta la ropa interior, tenía un olor ajeno a él, aséptico y picante. Se metió en la ducha y retrocedió enseguida de un salto. El agua caliente le hacía mal. Recordó el verano de sus ocho años en Colón, cuando se había quedado dormido al sol. Así le ardía ahora la piel, como si hubie- ra estado expuesto a un calor silencioso. Abrió la canilla de agua fría, acallando la voz men- tal de su madre, que le decía que con esas mezclas arruinaba el calefón. Se lavó dos veces la cabeza; se re- fregó los brazos, las piernas, luchando por despegarse de esa pátina invisible pero presente, que pugnaba por hurgarle todas las células. Sacó la lengua y dejó que el 49 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez agua se la lavara, que le corriera por cada rincón del cuerpo. Cuando por fin se sintió más compuesto, salió del baño y se secó con cuidado. Tuvo ganas de llorar. ¿Así era como Alexis se ganaba la vida? No le sorprendía nada que estuviese enfermo. Se vistió con cuidado. Le latían, como heridas secre- tas, sus partes más débiles: la rodilla, que siempre le tocaban en los partidos, las encías, el talón. La cabeza se le partía. Juntó sus ropas desperdigadas por el living y las puso a lavar en el lavarropas. Su mamá iba a llegar en cualquier momento del tra- bajo. Tenía que recuperar la mochila. Se puso una campera abrigada, a último momento agregó también el cuellito de polar y salió a la calle. Temblaba de frío. Llegó como entre sueños a la casa de la turca. En el zaguán, haciendo nido sobre su mo- chila, estaba el perro de Alexis. —Fleco… —dijo Pedro. El perro le movió la cola. Pe- dro recuperó la mochila, lo acarició y se dispuso a vol- ver. Pero un timbre oxidado sonó a sus espaldas. Giró despacio y descubrió a Mayra, montada en su bicicleta. —Faltaste —le dijo a modo de saludo. En el canasto tenía un arbusto en una maceta. Sus flores parecían campanillas. Fleco corrió hacia la bicicleta y le hizo fiestas a Mayra. Ella se fijó en Pedro. Se asustó al verlo tan pálido. 50 —¿Te sentís mal? Pedro quiso contestar algo inteligente, pero las pier- nas se le doblaron y quedó ahí, encogido, mirando al piso con el estómago revuelto. Mayra apoyó la bicicleta en el poste de luz y fue a socorrerlo. Pedro tenía la frente llena de sudor. —Me siento mal. Mayra le pasó el brazo por la cintura y lo ayudó a lle- gar a su bici. Le hizo lugar en el asiento de atrás y le indicó que subiera. Pedro se negó, ofendido. —Qué te pasa. Yo no tengo cuatro años. —Tenés cara de muerto. Por eso te quise llevar. Pedro volvió a negar, pero se tomó del asiento, para no perder el equilibrio. Empezó a caminar, lentamente, junto a ella. —¿Adónde vas, Quispe? —A entregar este pedido a la casa de doña Amelia. Y después, iba a pasar por lo del Alexis. —Ya estuviste ahí. —Sí, está mucho mejor. Fleco ladró. Sabía que estaban hablando de su dueño. —Yo quiero verlo también. Le tengo que decir algo. —Vamos, ¿querés? Llevo esto y lo visitamos, dale… Pedro estaba tan cansado que aceptó sin más vuel- tas. Quería sentarse en algún lado. La tercera vez que Mayra se ofreció a llevarlo no lo discutió más y se 51 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez acomodó en el asiento de atrás, plegando un poco las piernas enfundadas en su pantalón de gimnasia. Ella tomó carrera enseguida y él no lo lamentó: el viento fresco en la cara le renovó la sangre. Lo aspiró con avi- dez, como si se fuera a terminar. Se mareó y se agarró de la cintura de Mayra, que dio un respingo que casi los hizo volcar. —¿Te hice doler? —preguntó Pedro. —No… Es que me sorprendiste. Pedro se puso rojo y se volvió a agarrar del asiento. Estiró las piernas al ras del suelo. El malestar se estaba retirando muy rápido de su cuerpo, de la misma manera fulminante con que había llegado. —Ya me siento mejor, es increíble… —pensó en voz alta, perplejo. —Son los poderes de mi súper bici, Hendler. ¿Por qué estabas tan descompuesto? —¿Qué es esa planta que llevás? —dijo Pedro, eva- diendo la pregunta. —Es una cantuta. Una flor de Bolivia. —¿Vos sos boliviana? Mayra giró la cabeza para ver si él se estaba burlan- do. Pero Pedro Hendler se lo preguntaba genuinamente, sin bromas de por medio. —Sí. No. Bah, no sé. —Okey, pensé que era una pregunta simple. 52 Mayra se rio. Tenía una risa linda, alegre como una música. Pedro también se rio. —Nací allá, pero vine de muy chiquita. —Parecés argentina —dijo Pedro. Mayra se quedó callada. Pedaleó con él a cuestas, atravesó la plaza del pueblo, que tenía hermosos jue- gos nuevos y un monumento a San Martín estropeado por las palomas. Sorteó con un golpe de manubrio el cartelón de ProudSeed que estaba junto a la tarima que preparaban para la fiesta y dobló bruscamente hasta pisar la calle de tierra. Se bajó frente a la casa de doña Amelia, le dejó la planta de cantuta y volvió a la bici, donde Pedro estaba jugando con Fleco, aparentemente recuperado. —¡Ya estoy de diez! —dijo, dando unos saltos de en- trenamiento. Mayra lo estudió callada. Quería preguntarle algu- nas cosas, pero él le indicó con un golpe de mentón el asiento del acompañante. —Yo conduzco —dijo, con acento de serie doblada. Mayra se rio y se subió al asiento. —¡Rápido, a lo de Alexis! —dijo, imitándolo. 53 8 Dolorido, con muy pocas ganas de levantarse, Alexis escuchó toser a su padre. Se asomó por la venta- na y lo vio juntando la ropa de la soga. Le daba bronca ver que el viejo ya no fuera el que había sido, que se hubiera convertido en este hombre tan sin entusiasmo, tan triste. Su padre siempre había tomado, eso no era nuevo, pero cada vez le hacía peor. Cuando su madre todavía vivía con ellos, Servando se emborrachaba y se hacía el chistoso. A veces las bro- mas se hacían repetidas, cargosas, y cuando la madre se cansaba y se lo hacía saber con un desplante, el viejo se enojaba. Pero eso era preferible a las borracheras tristes que tenía ahora. Servando entró en la pieza, dejó la ropa en una silla y le preguntó con una ternura áspera si se sentía mejor. 55 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Alexis asintió, sin mucha convicción. El padre revol- vió en el ropero hasta que encontró una camisa más o menos presentable y se cambió. —¿Adónde vas? —quiso saber su hijo. Servando sonrió. —Cruzá los dedos. Parece que me sale un trabajito. Trabajo. Alexis pensó en eso. Pronto tendría que vol- ver con la bandera a los campos de Brizuela. Antes, cuando su padre lo llevaba a las obras en construcción y le enseñaba a hacer pastones, o le mostraba cómo se alineaba un ladrillo sobre otro, a él el trabajo le parecía algo bueno, algo digno de contarse, divertido. Estaba or- gulloso de su viejo, en ese entonces. Servando Aguilera era el mejor albañil de Las Arquillas. Pero después vino la crisis, ya nadie construía nada, no ya una casa, ni si- quiera una pieza para los más chicos, o un galponcito, o al menos una pared medianera. Y su padre terminó trabajando en las cosechas, o en las fumigaciones, jus- to él, que abominaba del trabajo del campo. —Yo soy oficial albañil, no campesino —decía, con el orgullo herido, cuando volvía de una jornada en las plantaciones. Y su esposa, la madre de Alexis, lo miraba callada. Callada aguantaba que la plata no alcanzara, que ella tuviera que agarrar más trabajos de limpieza en las ca- sas de los del club El Progreso, que su marido cambia- ra los chistes de cuando se pasaba de vino por celos y 56 reproches cada vez más violentos. Servando se estaba convirtiendo en un viejo amargo y maltratador. Un día ella no lo aguantó más y se fue, sola y sin decir adónde. —¿Te vas a levantar? —le preguntó el padre, desde la ventana—. Vienen tus amigos. Yo me voy a ver el traba- jito de los Toledo. Quieren hacer una pieza en el fondo, se les casa la hija, andan contentos. Por ahí hasta me dan un anticipo, cruzá los dedos. 57 9 Alexis se vistió y les abrió la puerta, aunque des- pués caminó hasta la cama y se tiró sobre las colchas. Mayra pensó en lo que diría la abuela si alguno de los nietos pisara las frazadas con las zapatillas sucias, pero no dijo nada. —Hoy fui a lo de Brizuela —dijo Pedro—. Si me quie- ro comprar los botines voy a tener que trabajar un mes seguido. Mayra lo miró sorprendida. —Tranquilo, Pedro, yo vuelvo mañana —dijo Alexis. Pedro se sintió aliviado. No quería volver a ese tra- bajo, ni aunque le pagaran cien veces más. Los tres se quedaron en silencio. Mayra se animó a romperlo. —No tendrías que trabajar más ahí, Chino. Ese traba- jo no está bien. Alexis la encaró, enojado. 59 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —¿Me vas a pagar vos la comida, Mayra? Mayra bajó la cabeza. Pedro notó que estaba muy apenada. Alexis también. —No exageres. Chupé frío y me engripé, me podría haber pasado jugando a la pelota. —Jugando a la pelota no te bañan con porquerías. —Es fuerte eso que tiran del avión —dijo Pedro—. A mí también me hizo mal. Mayra lo agarró del brazo, trayéndolo cerca de Alexis, como si fuera una prueba en un juicio. Intuía que su amigo se estaba enfermando. Las toses, los resfríos continuos y el último episodio, que lo había dejado de cama, eran indicios suficientes para ella. —¿Ves? ¡No son imaginaciones mías! Alexis resopló, mirando a Pedro como si fuera un muñequito de torta. —Este porque es medio maricón. Una tarde bajo el sol le derrite las pequitas. Pedro se zafó de Mayra. —Callate, Alexis. Eso que tiran es una basura. Alexis se levantó de la cama, llevado por el enojo. —¿Te pensás que si lo que tiran fuera tan malo lo permitirían? ¡Las plantas crecen igual con el Vergel, si fuera veneno se morirían! Hablá con los pilotos, con Brizuela, con los del club y vas a ver. Todos dicen lo mismo, los que joden con eso son los de la contra, es pura política. 60 Pedro dudó. Sabía que fumigaban las plantas, por- que todo el mundo hablaba de eso y porque a él, como a todos los chicos, le gustaba ver las avionetas volando bajo, haciendo su trabajo sobre los plantíos. Pero tam- bién era cierto que había trabajado apenas un día deba- jo de los chorros de fumigación y la piel le había ardido. Y había tenido ganas de vomitar, y frío, y después calor. —Tenemos que averiguar —dijo Mayra, resuelta. —¿Qué te hacés la Sherlock, nena? ¿Dónde vas a averiguar? —En Internet —dijo Pedro. —Buena, Hendler —se rio Mayra—. Los súper pode- res de mi bici te hicieron más inteligente. Te la voy a alquilar. Pedro también se rio. La risa de Mayra era contagiosa. Alexis los miró serio. A él no le hacía ninguna gracia. De pronto se sentía fuera de la charla, ajeno. ¿Qué era eso de la bici? ¿A qué venían tantas risitas? Iba a decir que él no pensaba averiguar nada, pero lo inte- rrumpió la llegada de su padre. Había vuelto pronto, y parecía contento. —Muy buenas —saludó Servando. Traía una bolsa de la verdulería, llena—. Esta noche hay pucherito, si gus- tan. Para festejar que el Alexis está bien. ¡Y que maña- na empiezo a trabajar con los Toledo! Alexis sonrió. Cuando su padre conseguía alguna changa era otro, era el padre que a él le gustaba. Pero la 61 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez alegría le duró poco, porque Servando pasó al baño y des- de allí les llegaron sus toses fuertes, secas, como de perro. —Tu papá trabajaba con Brizuela —murmuró Mayra. Alexis la miró con fastidio. —Vamos a buscar en Internet, así te dejás de romper. Fue hasta la cocina, a avisarle a su padre que se iba. Podría haberle gritado desde la puerta, pero el viejo se- guía tosiendo y había tenido ganas de preguntarle de cerca si se sentía bien. 62 10 En lo de Pedro tenían computadora. No era la gran cosa, pero seguramente era mejor que la del centro cul- tural, que muchos chicos de Las Arquillas usaban para hacer algunas tareas, pero sobre todo para jugar. Pedro buscó a su madre, pensando que ya debía es- tar en casa. Tenía la excusa perfecta para esconder su rateada: venía con sus amigos de la escuela. Como no la encontró, enchufó el módem de la PC y la encendió. Podían usarla un buen rato, pero sin exa- gerar, porque había que conectarla a la línea telefónica y después, si la boleta venía más abultada que de cos- tumbre, su madre se enojaba. Estaba entusiasmado con la búsqueda y con las visi- tas. Alexis no había ido más a la casa desde que habían empezado el polimodal. 63 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Pedro fue a buscar un jugo a la heladera. Agarró los dos únicos vasos limpios que había en la mesada y manoteó una taza de la alacena, la taza que siem- pre usaba su madre. La compu, mientras tanto, hacía ruido y parpadeaba. Era bastante antigua, tardaba en prender y era lentísima, pero era mejor que ir al cen- tro cultural. —Qué raro mi vieja, que no vino todavía —dijo Pedro. Alexis recordó de pronto a su propia madre. Ella se había ido para siempre, sin avisar, pero ese día le había dejado la mochila llena de golosinas, de esas que nun- ca le quería comprar porque eran caras. Era linda su mamá. Una morocha resuelta y aguerrida que se ponía al hombro la vida. Había hecho cursos de cosas inútiles en el centro cultural, ikebana, corte y con- fección, recetarios de cocina con soja. Después, en casa, decoraba el comedor con adornitos feos de papel maché, le hacía un pantalón nuevo o aumentaba la carne picada de las hamburguesas con esa pasta de porotos sin sabor propio. La soja tomaba el gusto de la carne, del jugo, de los alimentos que le mezclaba. Eso tendría que haber sido antes de la crisis, antes de los saqueos, del Mundial de Ja- pón, otra tristeza, como si no hubiera suficientes. Mayra le tocó el brazo. —¿Qué te pasa? Alexis le sonrió. —Empecemos a buscar, dale, que me embolo. 64 Mayra le devolvió la sonrisa. La computadora al fin estaba lista. Ella se sentó y agarró el mouse. Pedro, pa- rado más atrás, la miraba hacer. Desde donde estaba, veía su remera ajustada. Alexis le siguió la mirada. —Te vas a quedar bizco, Pedro —le dijo, un poco en broma, un poco en serio. —¿Qué te pasa, a vos? Desde hoy que me estás bar- deando. —Fue un error dejarte ir al campo de Brizuela. —Vos no me dejaste ir. Fui yo, porque quise. —Dejen de pelear y siéntense, que no voy a trabajar sola —les dijo Mayra. Cada uno agarró una silla. Mayra quedó en el medio. Tipeó “ProudSeed” en el buscador. —¿Qué hacés? —preguntó Pedro. —Busco los datos de la empresa que tira eso en las plantas. —¿ProudSeed es la empresa? Mayra y Alexis lo miraron como si fuera estúpido. —¿Sos nabo, Hendler? ¿No ves que ProudSeed está por todo el pueblo? Pedro miró la taza que tenía en la mano, con el in- confundible logo de la empresa. Las habían repartido en el club, para el Día de la Madre, junto con una flor artificial. Mayra esperó que la máquina cargara los resultados. Al rato, una lista de sitios se desplegó ante ellos. 65 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —ProudSeed en Paraguay… —leyó Pedro. —ProudSeed en Cabo Verde… —deletreó Alexis. —ProudSeed en la India… ProudSeed en Alabama. Efectos devastadores del GreenSun… Mayra cliqueó sobre esa entrada. La compu seguía lenta. Pedro se inclinó y movió el mouse sobre el cua- drado de goma, muy coqueto, que también tenía el logo de la compañía. —¡Acá también dice “ProudSeed”! —Uh, sos de no creer, boludo. ¿Dónde viviste todos estos años? Pedro sabía bien dónde había vivido. En un mundo de lindos sueños, en el que se iba del pueblo apenas terminaba la secundaria. O incluso antes. Buenos Ai- res, River. De River a la Selección y de ahí a los clubes de Europa. Autos, mansiones lujosas, grandes cuentas bancarias y fútbol, mucho fútbol. Si volvía alguna vez al pueblo, en esos sueños, era para comprarlo y construir un estadio que llevara su nombre. La compu entró a una página española. Parecía una página pirata, de esas que armaban internautas anóni- mos, fanáticos de las teorías conspirativas. Había fotos ahí; era bastante pesada. Mientras las fotos se carga- ban, Mayra empezó a leer los textos. —GreenSun. Controlador de malezas. Conocido en otras partes del mundo como ViergeSoleil, Malungo o… —Vergel —dijo Alexis, sombrío. 66 —Sí. Vergel en Latinoamérica. “Algunos estudios sos- tienen que este pesticida es un tóxico que afecta la vida de plantas, animales y personas…”. Las fotos terminaron de cargar de golpe. Las imáge- nes los sacudieron con impensada crudeza. Eran gentes de un pueblo negro de Alabama. A una chica le faltaba el maxilar. Otros estaban ciegos, las re- tinas nubladas y muertas. Había chicos recién nacidos con los cráneos enormes, abultados y sin pelo. Los tres se quedaron mudos. Mayra siguió bajando con el cursor. Un hombre tenía cáncer de pulmón. Otro, problemas en los intestinos. Dos niñitos parecían discapacitados mentales: son- reían a la nada, disminuidos y deformes. Alexis estaba blanco. Mayra soltó el mouse como si le quemara. Pedro tomó el control y siguió recorriendo la página. —“El Vergel es un complejo químico que mata a todas las especies vegetales que no formen parte de los OGM”. —¿OGM? —murmuró Mayra. —Organismos genéticamente modificados —com- pletó Pedro. Los chicos se miraron. —Qué decís, gringo, eso es una semilla, es una foto de una semilla. —Acá dice que está manipulada… ¿manipulada? Mayra corrió la silla y huyó hacia la cocina. 67 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Pedro no podía apartar la vista del monitor. La gente de la página había subido fotos de unas ratas expuestas al pesticida en un laboratorio. Los pobres bichos pare- cían globos inflados, llenos de protuberancias. Alexis no quiso ver más. Buscó a Mayra en la cocina. Ella tenía los ojos rojos, como si hubiera estado lloran- do. Alexis la abrazó sin pensar; ella le devolvió el abra- zo, y rompió otra vez en llanto. —No llores, Mayra… Es mentira todo eso. Pedro se acercó a los dos. Alexis lo miró sin deshacer el abrazo. —Loco, no vamos a creerle a una página trucha, pa- rece un capítulo de los Expedientes X. —Qué horror esa serie, me da miedo —dijo Mayra con una vocecita que no parecía suya. Alexis le acarició la cara con ternura. —No seas maricona, vos. Eso es mentira… Pedro bajó la vista, un poco incómodo ante la situa- ción. Mayra se dio cuenta y salió del abrazo. —¿Vos qué pensás, Hendler? —No sé… Esos ratones… estaban llenos como de tu- mores. —Callate, Pedro, vos qué sabés —intervino Alexis, enojado. —Estoy hablando en serio. —No me siento bien. Tengo que volver a casa —cortó Mayra. 68 —¡Te acompaño! —dijeron los dos al mismo tiempo. Después se miraron, con un poco de vergüenza. —Dejen, voy de un tirón en la bici… Acompañaron a Mayra a la puerta y la siguieron con la mirada hasta que ella dobló la esquina y se les perdió de vista. Así estaban cuando vieron a la madre de Pedro que volvía del trabajo. —¡Hola, nene! —les dijo a los dos, como si fueran uno solo. Entraron juntos. Ella dejó la cartera y notó que la computadora estaba conectada. —¡Pedro, te dije mil veces que cuando no estés usan- do Internet apagues el módem! Pedro no tenía ganas de responder. Desenchufó la computadora y reconectó el teléfono con gesto mecá- nico, mientras su mamá lo sermoneaba. —¡Después nos viene un millón de dólares de telé- fono! —Fue mi culpa, Estela. Yo le pedí que me buscara una cosa —dijo Alexis. Al oír su voz grave, la madre de Pedro se frenó y trató de relajarse. —Ya están grandes para hacer boludeces —dijo, an- tes de encerrarse en el baño. Pedro salió a la puerta y encontró a Fleco. Se sentó en el umbral y le acarició el lomo. Alexis se sentó despacio junto a ellos. 69 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —Está nerviosa tu vieja… —Está insoportable. Pedro parecía muy preocupado. Alexis se dio cuenta. —No seas perseguido, a vos no te va a pasar nada. —¿Es tu novia? Alexis se quedó mudo de la sorpresa. —¿Quispe es tu novia? —insistió Pedro. —¡Mirá con lo que salís! ¿Estás celoso, boludo? Pedro trató de reírse. —Sí, ¿no?, a mí qué me importa, después de todo… Alexis se levantó y le silbó a Fleco. —Nos vimos, loco, ya tuve bastante por hoy… Se despidieron sin darse la mano. Alexis dobló la esquina extrañado. ¿Por qué le habría preguntado eso Pedro? ¿Le gustaría Mayra? Se rio por dentro. Ella no era de su estilo. Pedro era un gringo cheto, rubio y fachero. A veces, ni el propio Alexis sabía bien por qué era su amigo. Pero era un amigo fiel, y ahora se sentía mal por ha- berlo metido en este asunto de los bandera. Pasó lo que quedaba de la tarde tratando de conven- cerse de que la página de Internet exageraba. Ni él ni su padre estaban deformes, ni tenían tumores, ni pro- blemas mentales. A su alrededor, gracias a esos mata- dores químicos de maleza, la soja crecía como nunca. No podía ser venenoso ese compuesto. Pero la palabra “Vergel”, que había leído tantas veces en los tanques 70 que se amontonaban en el galpón de Brizuela, no se le iba de la cabeza. Su papá hizo el puchero prometido y se sentaron a comer. Estaba buenísimo. Después salieron al patio de atrás, a ver cómo la luna brillaba sobre los sembrados vecinos. Fleco se acercó a Alexis moviendo la cola. El chico lo acarició, buscándole el nacimiento de las orejas, que era donde más le gustaba que lo rascara. Entonces, en el pescuezo de su mascota, descubrió el tumor. 71 11 Al otro día, en un recreo, Mayra juntó coraje y esperó a Mariela en la puerta de la sala de maestros. Había sido su seño en cuarto grado, y ahora, aunque había ascen- dido a vicedirectora, les daba Historia en el polimodal. Con ella Mayra se sentía más o menos en confianza. Nunca le resultaba fácil comunicarse con los adultos, y menos aún con los docentes. Mariela salía de la sala cargada de hojas corregidas cuando su alumna le preguntó si tenía tiempo para ha- blar con ella. —Un minuto nada más, Quispe, ahora tengo clase con los del último año. Caminando por el pasillo, Mayra fue al grano. Le con- tó atropelladamente lo que habían investigado en In- ternet con Pedro y Alexis. 73 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —¿Vos hablás del Vergel? En casa lo usamos para las hormigas del jardín, Mayra. Estaban llegando al aula donde Mariela tenía su próxima clase. —Busque en este blog, seño —le respondió Mayra, que no se acostumbraba a decirle “profesora”, y le pasó un papelito con la dirección de la página. Con eso, si Mariela se lo tomaba en serio, tenía que alcanzar. La profesora se lo metió en un bolsillo y siguió con su trabajo, sin acordarse para nada hasta que volvió a su casa, cuando ya anochecía. Estaba cansada. Tenía la esperanza de que su marido la estuviera esperando, pero las luces estaban apagadas. Sabía que si él no ha- bía llegado era porque hacía horas extras en las ofici- nas de ProudSeed, pero no pudo evitar algo de enojo. Aunque el embarazo era bastante reciente, y apenas se le notaba, ella se daba cuenta de que en su carácter sí había influido. Estaba más impaciente que nunca. Acomodó las carpetas en una de las sillas del come- dor, agarró unas galletitas de la alacena, se sirvió un vaso de leche y se sentó en un sillón, a no hacer nada. Metió la mano en el bolsillo para quitar un lápiz que le molestaba, y encontró la nota de Mayra Quispe. La leyó sin muchas ganas, pero no pudo evitar el recuerdo de su alumna, y la mención que esa mañana, muy altera- da, le había hecho sobre las fumigaciones con Vergel. 74 Alfredo, el esposo de Mariela, había llegado a Las Ar- quillas con la empresa, hacía unos pocos años. Era con- tador, y se encargaba del sector administrativo. Pero trabajaba allí, y eso Mariela no lo podía olvidar. Suspi- ró, y se resignó a prender la computadora. Se levantó del sillón y se metió con esfuerzo debajo del escritorio, para enchufarla a la línea telefónica. Después terminó de dos tragos la leche y prendió el aparato. Al fin se abrió el servidor y Mariela fue navegando entre las páginas, primero con poco interés, luego con una angustia inevitable. Lo que estaba viendo le pare- cía increíble. No podía ser cierto: desde que ProudSeed se había instalado en el pueblo, la gente tenía trabajo y todos vivían mejor. Y como si fuera poco, ella se había enamorado de uno de los empleados recién venidos. Cuando ya creía que se quedaría soltera, y que no sería madre, había aparecido Alfredo. Si las autoridades lo permitían, se dijo, las fumiga- ciones no podían ser tan malas como algunos pocos aseguraban. Pero las imágenes eran devastadoras. Un rato después, todavía angustiada, apagó la com- putadora y salió a la calle. Necesitaba aire fresco. Debía comprar algunas cosas para la cena, y comida para el gato, que maullaba quejoso. Mientras caminaba hacia el supermercado se preguntó por qué los chicos habían navegado por esas páginas. No creía que fuera por un trabajo de Ciencias. 75 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez En la puerta del supermercado se cruzó con uno de los ejecutivos de ProudSeed, al que conocía de los pe- riódicos encuentros que organizaba la empresa. Traba- jaba en relaciones públicas y había ido personalmente a la escuela, poco tiempo atrás, a entregar una dona- ción de juegos nuevos para el patio de los más chiqui- tos. Pero Mariela no se acordaba de su nombre. El hombre le obsequió una sonrisa luminosa, de pre- sentador de televisión. No por nada era un especialista en relaciones públicas. —Arriola, Juan Arriola. ¿No te acordás de mí? De ProudSeed. Mariela no pudo devolverle la sonrisa. —Que siga bien —le dijo, y entró al negocio, con paso rápido. Ya de vuelta en su casa acomodó las bolsas en la me- sada. Mientras le cortaba un pedazo de hígado al gato barcino que la esperaba ansioso, se acarició la panza. 76 12 Mayra se entretuvo preparando las cajas de las frutillas. Hacía una hilera encima de la otra, dejando las frutas más vistosas para la capa de adelante. Así se lo habían enseñado, para venderlas a mejor precio. Ninguna fruta salía perfecta, como las que se veían en las propagandas. Salvo las Kilkenny. El recuerdo, nítido y rotundo, de unas cajas de fruti- llas muy prolijas, rojas como las de las películas nortea- mericanas, aterrizó tan fuerte en su cabeza que Mayra interrumpió el trabajo. —¿Qué pasó con Kilkenny? —dijo, respirando como aturdida. Fredy, el mayor de los primos, que estaba comiéndo- se las frutas descartadas mientras embalaba las cajas ya listas, se la quedó mirando. Estaban los dos solos en el galpón. 77 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —Kilkenny… ¿Qué cuerno es eso, pues, Mayra? —Era la marca de esas frutas tan lindas, ¿recuerdas? Que parecían de plástico. —Ah, sí. Pues no sé. De repente ya no hicimos más tratos con ellos. Durante una época, el padre de Mayra se había aso- ciado con unos paisanos suyos que tenían un campo alquilado al este de la provincia. Ellos les dejaban en consignación sus frutillas atrayentes, perfectas, marca- das con el nombre “Kilkenny” en las cajitas, y a cambio se llevaban sus hortalizas y sus plantas ornamentales para vender en el este. Mayra se quedó pensando. La soja que plantaban los del club El Progreso también era perfecta, sin una pica- dura de parásito, sin una manchita ni un hollejo de más. Para la hora de la comida su tía había preparado su- dado de pollo, un plato riquísimo. Los primos de Mayra se sentaron a devorar en silencio y sin pausa, como ha- cían siempre. Solo el padre, en la cabecera de la mesa, lo hacía despacio, mirando a su familia, satisfecho, en- tre cada cucharada que se llevaba a la boca. El papá de Mayra era bastante intimidante a pesar de sus modos tranquilos. Mayra no podía explicar de dónde le nacía tanta autoridad. Quizá del hecho de haber llegado de Bolivia sin nada, y de haberse podi- do hacer, a fuerza de trabajo, de conocer la tierra y de 78 dedicarse a ella, con un terreno no muy grande, pero enteramente suyo y de su familia. Pocos lograban eso. La mayoría se quedaba de mediero toda la vida, traba- jando para otros. —Papá… —dijo Mayra. —Come, Mayra. —Yo quería preguntar… ¿Qué fue de las frutillas Kilkenny? ¿Por qué no las vendemos más? El padre tomó un sorbo de agua. Pensó antes de res- ponder. —Mis paisanos vendieron la tierra. ¿Cómo te recuer- das de eso, Mayra? Tú estabas bien pequeñita. Mayra se encogió de hombros. La abuela rumió sobre su plato. —No era buena fruta esa. No servía para nada, no te- nía buen sabor. —Es verdad, tatay. Parecía que no tenía vida, tardaba mucho en pudrirse —agregó uno de los primos. —¿Serían OGM? —largó Mayra en medio de la mesa. Sus parientes la miraron confundidos. —¿De qué está hablando, hija? —le dijo el padre, frunciendo las cejas. —Esa es la escuela, le enseñan cualquier cosa ahí —sentenció la tía, que nunca había ido. —Calla, Loreley. ¿Qué es eso de la ONG? —OGM, papá. Nada. Está muy rico este sudado —dijo Mayra. 79 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Ahí estuvieron todos de acuerdo, así que siguieron comiendo y la conversación terminó. Pero Mayra se quedó pensando. Ella tenía que averi- guar si el Vergel que tiraba ProudSeed sobre los cultivos era malo para la salud del pueblo. Después de todo, en ese rincón querido del mundo tenía su casa y a toda la gente que le importaba: su abuela, su papá y sus primos. Y estaba Alexis también, y la seño Mariela… Y Pedro. Mayra suspiró. Estaba acostada, ya, en su cama de la casa grande. En la cama de al lado dormía su tía, roncando con la boca abierta. Pero su abuela parecía respirar muy cons- ciente en la oscuridad como para estar dormida. —Tatay… ¿Estás despierta? —susurró Mayra hacia la cama de su abuela. La vieja estiró la mano hasta tocarle el brazo. La chi- ca se reconfortó al sentir su contacto. Bajando la voz hasta convertirla en un murmullo, preguntó: —¿Qué es lo que tiran de los aviones? —No sé, pero bueno no es. —¿Será verdad que es venenoso? —Fíjate que mata a las otras plantas y a las aka- tankas. Mayra abrió los ojos en la oscuridad. Era cierto. Ya no había escarabajos en Las Arquillas. Tampoco polillas que se juntaran en torno a la lámpara. Se dio cuenta de que estaban ante un peligro grande. 80 —Tiran eso del avión y solo crece la soja —dijo la abuela—. Es como un desierto, un desierto verde. —Eso no es soja —murmuró Mayra, sentándose en la cama. —Qué quieres decir con que no es soja… —Sus semillas no salen de las plantas. Las hacen los científicos en los laboratorios… No están plantando soja, están plantando mutantes… De repente, el corazón se le encabritó de miedo. La abuela se dio cuenta y abrió las cobijas. Mayra se pasó a su cama. La tatay le hizo lugar y la abrazó, las dos bien arropadas entre las mantas. —Cuéntame de los árboles, tatay. Siempre me hace dormir bien… —Los árboles son amigos del sol. Le hacen señas con las ramas para traerlo a la tierra. Para que se amiguen los dos con el agua. De esa amistad nomás nace todo lo que comemos, y lo que vestimos, y lo que somos… Ellos cuidan de nosotros… Mayra pasó esa noche en la cama de su abuela, como cuando era chica. 81 13 A la mañana siguiente, luego de hacer el trabajo en el campo de su padre, Mayra pedaleó hasta el colegio. Tenía la esperanza de encontrarse con Alexis, pero su amigo no había ido. —Creo que volvió al campo de Brizuela —le dijo Pe- dro a modo de saludo. El chico parecía cansado y som- brío. Mayra adivinó que no había tenido una buena noche. —¿Estás seguro, Hendler? —Pasé por su casa antes de venir. Pero no había na- die. Ni siquiera Fleco. La maestra de turno tocó la campana y los más chicos se formaron. Los más grandes entraron directamente a las aulas. Pedro y Mayra se sentaron juntos casi sin darse cuenta, provocando las miradas de todo el curso. Y algu- nas burlas. 83 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —¡Se ha forrrmado una pareja! —gritó Lucas, po- niendo voz de locutor. Mayra se levantó enseguida y se sentó atrás junto a sus amigas. Pedro estuvo a punto de llamarla, pero Patsy Ordóñez ocupó su lugar y le dio un beso, dejándo- le la huella de su brillo labial en la mejilla. —¿Te gustan las coyas, ahora? —Salí, Patsy, sos repesada. Mayra la miró con odio desde su banco. Patsy le de- dicó una sonrisa torcida y después se giró moviendo su pelo rubio. La profe Mariela entró al aula y apoyó su cartera en el escritorio. —Buen día, hoy voy a controlar cómo van con el pro- yecto para el día de Las Arquillas. Pedro no estaba para pensar en esas cosas. Esa ma- drugada había tenido una pesadilla horrible y todavía estaba bajo sus efectos. —¿Ya definieron los grupos? —Yo lo voy a hacer con Pedro, profe —dijo, Patsy, pícara. Los varones del curso se rieron. Mariela los miró, se- vera. —Miren que esto va con nota y promediado, eh. Si no se lo toman en serio nos vamos a ver en marzo. Pedro levantó la mano. —Yo ya tengo el grupo, profe. Voy a hacer el trabajo con Quispe y con Aguilera. 84 Patsy lo miró enojada. —¡Qué forro! ¡Dijiste que lo hacíamos juntos! Las amigas de Mayra soltaron unas risitas, pero Mayra estaba seria. Pedro y ella cambiaron una mirada, cada uno desde su pupitre. En el recreo Pedro se desentendió de Lucas, Lauta- ro y Matías, que lo esperaban en su rincón de siempre, cerca del kiosco, y fue a buscar a Mayra. La encontró en la galería, hablando con Mariela. La pro- fe tenía la cartera al hombro y las carpetas entre el brazo y el pecho, como si estuviera por irse. Pedro se acercó y descubrió que en realidad las dos estaban discutiendo. — … no todo lo que aparece en Internet es verdade- ro. No podemos alarmar a todo el pueblo por una pági- na sin firma. —¡Seño, Alexis está enfermo por esas porquerías que tiran del avión! —¿Y vos cómo sabés que es por eso? Mayra señaló a Pedro, a punto de decir que él tam- bién había estado bajo la lluvia de Vergel, pero él negó alarmado con la cabeza. Mariela los encaró, curiosa. —¿En qué andan, ustedes dos? ¿Qué pasa? En ese momento tocaron bocina. Era el auto de Alfre- do, el marido de la profe. —Chicos, no den más vueltas. Si tienen pruebas de que el Vergel está contaminando el pueblo, yo quiero verlas. Y ahí podemos empezar a hablar en serio. 85 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Alfredo volvió a tocar bocina y hacia el auto se fue Mariela, cargando su bagaje de hojas de carpeta. Pedro le hizo señas a Mayra y se fueron a la zona de los juegos de los más chicos, para que nadie los molestase. —Le contaste a la profe, Quispe, ¿qué te pasa? —¿Te das cuenta de lo que está pasando, Hendler? ¡Nos van a envenenar el pueblo! Todo el mundo lo tiene que saber, ¿por qué no quisiste que le dijera que estu- viste en lo de Brizuela? —¿Estás loca? Si mi vieja se entera que me ratié me cuelga. Mayra pensó a toda velocidad. Pedro notó que se co- mía las uñas de los nervios: —¿Te dice algo el nombre “Kilkenny”? —Creo que es un equipo de fútbol. ¿Por? —¿Un equipo? ¿De dónde? —De acá, del este, es un pueblito por el lado de Santa Fe. Pero nunca jugamos con ellos. Ahora que lo pienso, ya ni están en la Liga… Mayra estuvo a punto de sentarse en una hamaca, pero vio a tiempo la plaquita que decía “ProudSeed” en el asiento de madera y se corrió como si fuera venenosa. —Tenemos que ir a Kilkenny, Hendler. Creo que en ese pueblo van a saber decirnos si el Vergel es bueno o malo. Mayra le contó lo de las frutillas perfectas que vendían. —No eran naturales esas frutillas. ¿Entendés por qué tenemos que ir? 86 Pedro se rascó la cabeza. —Sí, pero… ¿Cómo vamos a llegar? —¿Tenés bicicleta? Pedro la miró espantado. —¿Me estás jodiendo? ¡Son como tres horas en auto! —Vamos en bici hasta la terminal. Y de ahí tomamos un micro, el primero de la mañana. Unos chicos chiquitos, comandados por Agustín, el hermanito menor de Lucas Mendoza, los echaron de la zona de las hamacas. Mayra caminó unos pasos rumbo al patio de los grandes y Pedro la siguió: —Hay problemas técnicos para hacer ese viaje, Quis- pe. Mi mamá trabaja en el bar de la terminal. Me llega a ver y chau, me quedo sin salidas un mes entero. —Por eso digo lo de la bici. Iríamos hasta Bellavista pedaleando, y agarramos el micro ahí. Bellavista era el pueblo vecino a Las Arquillas. Pedro la miró pensativo. —¿Con qué plata viajaríamos? ¿Y cuándo? —Yo tengo algunas propinas guardadas. Pedro pensó que tenía lo que le habían dado por ha- cer de bandera en el campo de Brizuela. —Podemos viajar mañana, Hendler. Es sábado. Mi papá se va a comprar semillas a Rosario. No va a estar en todo el fin de semana. —¡Mañana! ¡No puedo! ¡Tengo que entrenar! 87 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez La campana del fin del recreo sonó justo entonces. Mayra lo miró muy seria. —Hacé como quieras. Yo voy a ir igual, porque si el Chino está en peligro, necesito pruebas para alejarlo de ese campo. Mayra entró al aula sin mirar atrás. Pedro la evitó el resto de la mañana, y cuando salió del colegio se fue directo a lo de Alexis. Pero su amigo no estaba. La casa parecía abandonada. 88 14 Después del almuerzo Mariela se sentó frente a la PC, a escribir las palabras de apertura para la fiesta de Las Arquillas. Ese año la escuela, la municipalidad y el club El Progreso habían coordinado los festejos. Em- pezarían a la mañana en el salón de actos del colegio, con presentaciones de los chicos ante los padres y ve- cinos invitados, y después de la feria del plato habría discurso del intendente y baile en la plaza. Quería redondear una idea coherente, pero no se le ocurría. Por más que intentaba despejarse la cabeza, no podía dejar de pensar en todo lo que había visto en Internet, en lo que allí decían sobre los efectos del Vergel. Lo que le había contado Mayra Quispe en la galería la hacía sentir mal. 89 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Apagó la computadora y se levantó tomándose la cintura. Alfredo la miraba desde la mesa, mientras co- mía una mandarina. —¿Todavía seguís con eso? —preguntó. Era mendo- cino, Alfredo. Tenía unos años menos que Mariela, era medio pelado y gordito. —No me hables, ahora. No tengo ganas de pelear —dijo Mariela. Alfredo se acercó y le dio un beso en la mejilla. —ProudSeed tiene negocios en todo el mundo, son cosas que tira la competencia para quitarnos mercados. Mariela lo miró a los ojos. Alfredo le sonrió y ella se tranquilizó un poco. Le devolvió el beso, esta vez en los labios, pero cuando él se fue a dormir la siesta, ella agarró la cartera y salió. Caminó las cuadras que lo separaban del barrio de los municipales. Dobló en la esquina de la casa de Pe- dro y llegó a la de Alexis, que tenía la misma estruc- tura que las otras del barrio, pero estaba muy venida a menos. Golpeó las manos. Servando, el padre, se asomó por la ventana. —Hola, Servando, cómo está —saludó Mariela, que lo conocía de años. El hombre salió al portón y le tendió la mano. Recién llegaba de la obra en la que se había conchabado. Pero no parecía contento. 90 —Acá andamos, maestra. ¿Y usted? —le respondió, mirándole con disimulo la incipiente panza de embara- zada. Mariela sonrió. —Bien, ya ve. Pero muy preocupada por Alexis. Venía a preguntar por qué falta tanto al colegio, ¿está bien de salud? El hombre retrocedió instintivamente ante la anda- nada de preguntas. —Mire, ahora va a dejar de faltar, porque tengo tra- bajo por un buen tiempo. Pero hay veces que tiene que ayudar, ¿vio? —dijo Servando e hizo un gesto hacia su casa. No hacía falta que le dijera que eran pobres. —¿Y de salud, cómo está? —Anduvo engripado, pero ahora está mejor. Hoy no fue a la escuela porque tenía que llevar el perro al veteri- nario. Y se pasó todo el día ahí, ya debe estar por volver. —¿Qué tiene el perrito? —preguntó, inquieta. —Está viejo, nomás. Mariela sintió náuseas. Asintió sin estar convencida, saludó a Servando y se fue. Con suerte encontraría a Alexis en la veterinaria de González. Todos en el barrio atendían a sus mascotas allí. Cuando ella llegó Alexis salía, pero sin Fleco. El perro había quedado en la veterinaria. El chico tenía los ojos enrojecidos. —Se va a curar —le dijo Mariela, y lo abrazó. Alexis se dejó abrazar un instante. Estaba muy serio. 91 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez —¿Todos nos vamos a curar, seño? —le preguntó y se fue despacio, sin esperar respuesta. A Mariela no le hizo falta más. Recordó las ratas de laboratorio hinchadas por los pesticidas. Su marido po- día enojarse, los empleados y los jefes de ProudSeed podían opinar lo que quisieran, pero ella no había estu- diado para ser la maestra de esos chicos, ni había creci- do en ese pueblo, ni esperaba un hijo, para quedarse de brazos cruzados. 92 15 La mañana del sábado amaneció fría como nun- ca. Pedro se levantó bien temprano y se ofreció a acompa- ñar a su mamá hasta su trabajo en el bar de la terminal. —¿No vas a entrenar, hoy? —preguntó ella, descon- fiada. —Sí, llevo la mochila, ¿ves? Su mamá estaba sorprendida de que quisiera pasar un rato con ella, como cuando era más chico. Lo subió en el Fiat destartalado que tenían y se fueron los dos hasta la sa- lida de Las Arquillas, donde estaba la plaza, la tarima de la fiesta con el cartel de ProudSeed, la iglesia y la municipali- dad. Frente al bar de la terminal estaba el club El Progreso. Pedro observó que Brizuela estaba en la puerta, to- mando un café de parado mientras charlaba con el ca- fetero. El hombre saludó a su mamá de lejos, con un gesto, y entonces lo reconoció. 93 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez La mamá de Pedro abrió el local y él entró primero. Tenía miedo de que Brizuela lo delatara, pero el tipo terminó su café y entró al club. Pedro se fue detrás del mostrador mientras su mamá pasaba una escoba por el local. Agarró un terrón de azúcar y lo comió despacio, tra- tando de relajarse. En la vidriera del barcito habían pegado uno de los carteles de la fiesta de Las Arquillas. Pedro lo leyó por encima, pensando de qué se iban a disfrazar para en- tregarle un proyecto potable a Mariela. Después buscó el horario de micros plastificado, manchado de humo y grasa, que guardaban junto a la guía de teléfonos. Pasó el dedo sobre la lista de salidas hasta que encon- tró lo que buscaba: Las Arquillas−Kilkenny: 00:30 − 07:30 − 11:30 − 15:30 Miró el reloj. Eran las siete menos cinco. Su mamá le sirvió el primer café con leche del día. —¿Vos no tomás? —le dijo Pedro. —Ya tomé mate en casa. Se sentó frente a él y lo miró comer unas medialu- nas de manteca. La mamá de Pedro no quería admitirlo, pero extrañaba al hijo de los primeros años, ese que leía con ella historias de vikingos o cantaba canciones de María Elena Walsh. 94 En algún momento había perdido a ese niño y ahora lo reemplazaba este adolescente patilargo y esquivo. —¿Cómo vas? —le preguntó. —¿Cómo voy con qué? —respondió Pedro, prudente. —Qué sé yo. Con la vida, cómo vas. Pedro no sabía qué contestarle. Si le contaba que hoy no iba a ir al fútbol quizás ella se pondría conten- ta, pero entonces querría meterse en sus cosas y él no estaba listo para contarle que lo habían bañado con un potencial veneno por querer ayudar a su mejor amigo. Sabía que a ella tampoco le gustaba Alexis, la versión adolescente de Alexis. Y si le llegaba a contar que se ha- bía hecho amigo de Mayra… Bueno, mejor era quedarse callado y comerse las medialunas. Su mamá le acarició la frente en silencio. Tenía ga- nas de decirle muchas cosas, pero no le salían. Al fin, se levantó con un suspiro y se puso a dar vuelta las sillas del local. A las siete y veinte una pareja entró al bar. Pedro le dio un beso a su madre y le dijo que se iba al club. Salió caminando despacio, rondó por la terminal casi vacía y esperó a que el micro que iba a Kilkenny estacionara a las cansadas en el andén. Subió una vie- ja con bolsas. A último minuto, cuando ya arrancaba, Pedro tragó saliva, gambeteó a un par de mochileros desorientados que pasaban por el andén y se trepó al micro sin mirar atrás, justo cuando la puerta se cerraba. 95 Los bandera Laura Ávila - Mario Méndez Pasó por un pelo. El chofer lo contempló aturdido: —¿De dónde saliste, pibe? ¿Tenés el pasaje? —Lo saco acá, ahora. ¿Cuánto es? El chofer maniobró para dejar atrás la terminal. —¿Adónde vas? —Hasta Kilkenny. El boleto le costó casi toda la plata que tenía. Pedro suspiró resignado, se sentó y corrió la cortina para que nadie lo viera desde afuera. Respiraba agitado. Confiaba en que su mamá no lo hubiera visto. Las cosas entre ellos nunca terminaban de estar bien, era como que siempre faltaba algo para que ella estuviese del todo conforme. Se quedó dormido cuando el chofer agarró la ruta del este. Soñó que estaba en el campo de Brizuela, ha- ciéndole señas con la bandera al avión fumigador. El