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13.- La pequeña Hoja (1).pdf

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Full Transcript

1 3 La pequeiia hoja Había sido la última en nacer, justo cuando la primavera terminaba de despertar a algunos árboles dormilones y se dedicaba a pintar los pétalos de las flores con sus pinceles perfumados. Al principio, había sido sólo un brotecito tierno que se desperezaba poco a poco. Pero...

1 3 La pequeiia hoja Había sido la última en nacer, justo cuando la primavera terminaba de despertar a algunos árboles dormilones y se dedicaba a pintar los pétalos de las flores con sus pinceles perfumados. Al principio, había sido sólo un brotecito tierno que se desperezaba poco a poco. Pero después comenzó a crecer, como sus tres mil seiscientas setenta y dos hermanas, y se convirtió en una hoja preciosa, que crecía en la punta más alta del árbol más alto de la selva. Desde allí espiaba a sus vecinas, las hojas de las palmeras, que se estiraban para sentir las caricias del sol o que se peleaban con las lianas y las enredaderas caprichosas que querían trepar hasta el cielo. Porque no todas las plantas de la selva podían disfrutar de la luz. Algunas tenían que conformarse con algún rayo distraído que se filtraba entre el follaje espeso. Otras se acostumbraban a las sombras tibias del suelo, como los musgos que formaban una alfombra verde y mullida. Por eso la pequeña hoja era feliz en la punta más alta del árbol más alto de la selva. Cada mañana, se lavaba la cara con una gota de rocío y se acomodaba los rulos que le despeinaba la brisa (porque era una hoja muy coqueta). Como estaba muy orgullosa del vestido verde claro que llevaba, se pasaba horas estirándoselo de acá y de allá para que no se le arrugara y para que brillara. Y después esperaba que llegaran los pájaros, los tucanes y los loros a regalarle sus melodías y a contarle secretos. Fueron ellos los que le hablaron de los hombres que se acercaban. —Tienen máquinas con dientes enormes, como los del yaguareté -le dijeron. La pequeña hoja no se preocupó. ¿Quién podría hacerle daño a ella que estaba en la punta más alta del árbol más alto de la selva? Pero un día la pequeña hoja escuchó un ruido horrible, como el zumbido de mil insectos. En seguida, el árbol comenzó a temblar y poco a poco se fue inclinando, hasta que cayó al suelo, con un estruendo de temporal. La pequeña hoja vio que desaparecía el cielo y el sol y la luz. Todo a su lado se volvió negrura. Cuando se acostumbró un poco a la oscuridad, pudo distinguir las siluetas borrosas de los hombres que quitaban las ramas y arrancaban las hojas de su árbol, que ya no era el árbol más alto de la selva, sino un tronco más como tantos otros que se apilaban sobre un camión. Como no quería separarse de él, se acurrucó contra la corteza para esconderse y así viajó durante un largo rato, rumbo al aserradero. Cuando llegaron, vio las máquinas que convertían los troncos en maderas de distintos tamaños. La pequeña hoja se puso triste. Muy triste. Su vestido comenzaba a arrugarse poco a poco y ya no era verde brillante, sino amarillo. Aunque estaba cada vez más reseca y débil, se aferró con todas sus fuerzas hasta que ya no pudo sostenerse más y se soltó. Dio un par de volteretas en el aire y cayó sobre el suelo. Ya no podría escuchar el canto de los pájaros ni sentir las caricias del sol. Pero sobre todo, ya no podría regresar a su querido árbol. En ese momento, una mano chiquita la levantó con cuidado del suelo. — ¡Qué hoja más bonita! -dijo una nena-. Nunca había visto una igual. —Es de un árbol que crece en la selva —le explicó su papá que trabajaba en el aserradero. — Entonces, está lejos de su casa —agregó ella y la guardó. Esa noche, la nena tomó un papel blanco y se puso a dibujar en él. La hojita la espiaba de reojo y vio que la silueta que había hecho la nena se parecía mucho, pero mucho a la de su árbol, el árbol más alto de la selva. Junto a él, la nena dibujó palmeras, que se estiraban para sentir las caricias del sol, lianas y enredaderas caprichosas que querían trepar hasta el cielo y una alfombra de musgo verde y mullida. Y también dibujó pájaros, tucanes y loros —Ya está —dijo al fin la nena y pegó a la pequeña hoja en la punta de la rama más alta. Después colgó su selva de papel en la pared que estaba frente a la ventana de su habitación, por la que entraba cada mañana un tibio rayo de sol. Y desde la punta de la rama más alta, la hoja sonreía, como sonríen las hojas cuando están en un árbol, aunque sólo sea un árbol de papel.

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