Un Reino de Carne y Fuego - Jennifer L. Armentrout PDF

Summary

Resumen de la novela "Un reino de carne y fuego", escrita por Jennifer L. Armentrout, con traducción de Guiomar Manso de Zúñiga. La historia presenta a una princesa enfrentada a una propuesta de matrimonio inesperada y llena de peligros, en un reino donde las intrigas y las traiciones abundan.

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Traducción de Guiomar Manso de Zúñiga Argentina – Chile – Colombia – España Estados Unidos – México – Perú – Uruguay Título original: A Kingdom of flesh and fire Editor original: Blue Box Press Traductora: Guiomar Manso de Zúñiga 1.ª edición: febrero 2022 Reservados todos los derechos. Queda...

Traducción de Guiomar Manso de Zúñiga Argentina – Chile – Colombia – España Estados Unidos – México – Perú – Uruguay Título original: A Kingdom of flesh and fire Editor original: Blue Box Press Traductora: Guiomar Manso de Zúñiga 1.ª edición: febrero 2022 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. © 2020 by Jennifer L. Armentrout Publicado en virtud de un acuerdo con Taryn Fagerness Agency y Sandra Bruna Agencia Literaria, SL All Rights Reserved © de la traducción 2022 by Guiomar Manso de Zúñiga © 2022 by Ediciones Urano, S.A.U. Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid www.mundopuck.com ISBN: 978-84-19029-09-6 Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U. A ti, lector. Capítulo 1 —Nos vamos a casa para casarnos, princesa mía. ¿Casarnos? Como en… ¿una boda? ¿Con él? De repente, pensé en todas esas fantasías infantiles que había tenido antes de enterarme de quién era y lo que se esperaba de mí. Sueños originados en el amor que mis padres sentían el uno por el otro. Esos sueños de niña pequeña jamás incluyeron una proposición de matrimonio que no era ni remotamente una proposición. Tampoco incluían que fuese anunciada ante una mesa llena de desconocidos, la mitad de los cuales querían verme muerta. Y esos sueños desde luego que no consistían en lo que tenía que ser la peor, y probablemente más desquiciada, «no proposición» de matrimonio con un hombre que en esos momentos me tenía cautiva. A lo mejor era que sufría algún problema mental. Tal vez estuviera teniendo alucinaciones provocadas por el estrés. Después de todo, había habido un montón de muertes dolorosas que procesar. Su traición, que aún tenía que asimilar. Y acababa de enterarme de que descendía de Atlantia, un reino que me habían educado para creer que era la fuente de todo mal y toda tragedia en el mundo. Unas alucinaciones inducidas por el estrés parecían una razón mucho más creíble que lo que estaba sucediendo en realidad. Todo lo que pude hacer fue mirar, pasmada, la manaza que sujetaba la mía mucho más pequeña. Su piel era un pelín más oscura que la mía, como si hubiese sido besada por el sol. Muchos años de blandir una espada con una precisión elegante y letal habían llenado de callos las palmas de sus manos. Llevó mi mano hacia una boca carnosa e indecentemente bien formada. Hacia unos labios que de algún modo eran suaves pero también de una firmeza implacable. Labios que habían tejido palabras preciosas en el aire y susurrado promesas picantes y ardientes contra mi piel desnuda. Labios que habían rendido homenaje a las muchas cicatrices que recorrían mi cuerpo y mi cara. Labios que también habían pronunciado mentiras empapadas en sangre. Ahora, esa boca estaba apretada contra el dorso de mi mano en un gesto que, hace solo unos días o unas semanas, hubiese recordado durante una eternidad y hubiera considerado de una ternura exquisita. Las cosas más simples, como darse la mano o los besos castos, me habían estado prohibidas. Igual que ser deseada o sentir deseo. Hacía mucho tiempo que había aceptado que jamás experimentaría ese tipo de cosas. Hasta que llegó él. Levanté la vista de nuestras manos unidas, de esa boca que ya se estaba curvando por un lado con una insinuación de hoyuelo en la mejilla derecha, y de esos labios que se entreabrían despacio para revelar solo un indicio de unos colmillos afiladísimos. Su pelo rozaba su nuca y caía por delante de su frente, y los gruesos mechones eran de un negro tan oscuro que a menudo brillaban azules a la luz del sol. Con unos pómulos altos y angulosos, la nariz recta y una mandíbula orgullosa y cincelada, a menudo me recordaba al inmenso y elegante gato de cueva que había visto una vez de niña en el palacio de la reina Ileana. Precioso, pero del modo en que lo eran todos los depredadores salvajes y peligrosos. Mi corazón se trastabilló cuando mis ojos miraron a los suyos, orbes de un asombroso tono ámbar frío. Sabía que estaba mirando a Hawke… Interrumpí mis pensamientos y el frío inundó mi pecho. Ese no era su nombre. Ni siquiera sabía si Hawke Flynn era solo una persona ficticia o si el nombre había pertenecido a alguien que probablemente había sido asesinado para apoderarse de su identidad. Me temía que fuese más bien esto último. Porque se suponía que Hawke venía de Carsodonia, la capital del reino de Solis, con unas referencias extraordinarias. Aunque claro, el comandante de los guardias en Masadonia había resultado ser un partidario de los atlantianos, un Descendente, o sea que eso también podía haber sido mentira. Fuera como fuese, el guardia que había jurado protegerme con su espada y con su vida no era real. Como tampoco lo era el hombre que me había visto por quién era y no solo por lo que era. La Doncella. La Elegida. Hawke Flynn no era nada más que un producto de mi fantasía, igual que lo habían sido esos sueños de niña pequeña. La persona que sujetaba ahora mi mano era la realidad: el príncipe Casteel Da’Neer. Su alteza. El Señor Oscuro. Por encima de nuestras manos unidas, la curva de sus labios se ensanchó. Apareció el hoyuelo de su mejilla derecha; era raro que el de la izquierda lo hiciera. Solo las sonrisas genuinas lo producían. —Poppy —dijo, y todos los músculos de mi cuerpo se contrajeron. No estaba segura de si fue el uso de mi apodo o el grave deje musical de su voz lo que me puso tensa—. Creo que jamás te había visto quedarte sin palabras de este modo. El brillo juguetón de sus ojos fue lo que me sacó de mi silencio desconcertado. Retiré mi mano de la suya, odiando la certeza de que si él hubiese querido impedírmelo, lo habría hecho con facilidad. —¿Matrimonio? —Encontré mi voz, aunque fuese solo para decir una palabra. —Sí. Matrimonio. —Un destello de desafío llenó su mirada—. Sabes lo que significa, ¿verdad? Cerré el puño contra la mesa de madera mientras le sostenía la mirada. —¿Por qué podrías creer que no sé lo que es el matrimonio? —Bueno —respondió, como quien no quiere la cosa. Levantó una copa —. Has repetido la palabra como si te confundiera. Y como Doncella, sé que has estado… protegida. Debajo de mi trenza, la parte de atrás de mi cuello empezó a arder y supuse que se había puesto tan roja como mi pelo a la luz del sol. —Ser la Doncella o estar protegida no equivale a ser estúpida —espeté cortante, consciente de que el silencio se había extendido por la mesa y por todo el salón de banquetes, una sala que en esos momentos estaba llena de Descendentes y atlantianos. Todos los cuales matarían y morirían por el hombre al que miraba con cara de tan pocos amigos. —No. —Los ojos de Casteel me recorrieron de arriba abajo mientras bebía un sorbo—. Es verdad. —Pero sí estoy confundida. —Noté algo afilado contra el puño. Eché un rápido vistazo y vi lo que había estado demasiado conmocionada y alterada para ver antes: un cuchillo. Uno con un mango de madera y una gruesa hoja de sierra, diseñada para cortar a través de la carne. No era mi daga de hueso de wolven. Esa no la había visto desde los establos y sentía un profundo dolor al pensar que quizá no volviera a verla nunca. Esa daga era más que un arma. Me la había regalado Vikter cuando cumplí dieciséis años y era la única conexión que me quedaba con el hombre que había sido más que un guardia para mí. Había asumido el papel que debería haber ocupado mi padre, de estar vivo. Ahora, la daga ya no estaba y Vikter tampoco. Asesinado por los seguidores de Casteel. Y dado que la última daga que había tenido en las manos se la había clavado a Casteel en pleno corazón, dudaba de que nadie fuese a devolverme pronto mi arma de hueso de wolven. No obstante, ese cuchillo de carne era un arma. Tendría que hacer el apaño. —¿Qué es lo que puede confundirte? —Dejó la copa en la mesa y me dio la impresión de que sus ojos se suavizaban, como cuando estaba divertido o… o sentía ciertas cosas que en ese momento no me ayudaban en nada. Mi don empujó contra mi pie, exigía que lo utilizara para sentir sus emociones mientras apoyaba mi mano plana sobre el cuchillo de carne. Logré reprimir mis habilidades antes de que formaran una conexión con él. En ese momento, no quería saber si estaba divertido o… o lo que fuese. No me importaba qué era lo que sentía. —Como ya te he dicho —continuó el príncipe, mientras deslizaba un dedo largo por el borde de su copa—, dos atlantianos pueden casarse solo si ambas mitades están pisando su tierra, princesa. Princesa. Ese apodo suyo, tan irritante y al mismo tiempo ligeramente adorable, acababa de adquirir un significado muy distinto. Uno que planteaba una inevitable pregunta: ¿cuánto sabía él desde el principio? Había admitido reconocerme la noche de la Perla Roja, pero afirmaba no saber que era parte atlantiana hasta que me mordió. Hasta que saboreó mi sangre. La marca de mi cuello cosquilleaba y tuve que hacer un esfuerzo por no tocarla. ¿Cuánto de ese apodo era una coincidencia? No estaba segura de por qué, pero si era otra mentira más, importaba. —¿Cuál es la parte que te confunde? —preguntó, sus ojos ámbar fijos en mí. —Es la parte en la que crees que me casaría contigo. Enfrente de mí, oí el sonido estrangulado de alguien que intentaba reprimir una carcajada. Eché una miradita a la apuesta cara de un wolven de piel parda y pálidos ojos azules, una criatura tan capaz de adoptar la forma de un lobo como de asumir la forma de un mortal. Hasta hacía pocos días, había creído que los wolven estaban extintos, aniquilados durante la Guerra de los Dos Reyes hace unos cuatrocientos años. Pero esa no era más que otra mentira. Kieran era solo uno de muchos wolven, muy vivos. Varios de los cuales estaban sentados a esa mesa. —No lo creo —repuso Casteel. Sus espesas pestañas bajaron a medio camino—. Lo sé. Me invadió una oleada de incredulidad. —Tal vez no he sido clara, así que intentaré ser más explícita ahora. No sé por qué crees, ni en un millón de años, que me casaría contigo. —Me incliné hacia él—. ¿Así te ha quedado lo bastante claro? —Cristalino —respondió, y sus ojos se calentaron para adoptar un suave tono miel. Sin embargo, no parecía haber ira en su mirada ni en su tono. Había algo distinto por completo. Una mirada que me hizo pensar en piel caliente y en la sensación de esas manos rudas y callosas sobre mi mejilla, deslizándose por mi barriga y mis muslos, rozando zonas mucho más íntimas. El hoyuelo de su mejilla se profundizó—. Ya lo veremos, ¿no? Un ardor cosquilloso se extendió por mi piel. —No veremos absolutamente nada. —Puedo ser muy convincente. —No tan convincente —repliqué, y él emitió un murmullo vago que hizo que un fogonazo de rabia pura me recorriera de arriba abajo—. ¿Has perdido la cabeza? Una risotada grave resonó un poco más allá. Sabía que no pertenecía a Delano, el wolven rubio que tenía aspecto de haber sido testigo de una masacre y de saber que su cuello era el siguiente de la fila. Tal vez debiera sentir miedo, porque es difícil asustar a un wolven, y menos a Delano, que me defendió cuando Jericho y los otros fueron a por mí, a pesar de que él y el atlantiano Naill, que ahora mismo estaba sentado a su lado, estaban en clara minoría. El Señor Oscuro no era una persona a la que la mayoría se atrevería a enfadar. Era un atlantiano, letal, rápido y de una fortaleza imposible. Difícil de herir, no digamos ya de matar. Y, como acababa de averiguar, capaz de utilizar el don de la coacción para imponer su voluntad a otros. Había matado a uno de los duques más poderosos de todo Solis, para lo cual había clavado la misma vara que Teerman había utilizado a menudo sobre mí a través del corazón del Ascendido. Pero yo no tenía miedo. Estaba demasiado furiosa para estar asustada. Sentado a la izquierda de Delano estaba el origen de la risa que acababa de oír. Provenía de una montaña de hombre al que llamaban Elijah. No creía que fuese un wolven. Eran los ojos. Todos los wolven tenían los mismos ojos, de un azul invernal. Los de Elijah eran avellana, un color más dorado que marrón. Yo no era la única que lo miraba. Varios pares de ojos más se habían posado en él. Aproveché la oportunidad para deslizar el cuchillo de carne desde la mesa y ocultarlo bajo la raja de mi túnica. —¿Qué? —Elijah acarició su oscura barba mientras miraba a los ojos de los demás—. Ha preguntado lo que la mayoría de nosotros estamos pensando. Delano parpadeó y luego miró a Elijah, despacio. Casteel no dijo nada. Su sonrisa de labios apretados lo decía todo, mientras el peso penetrante de su mirada se deslizaba de mí a lo largo de la mesa. Los dedos de Elijah se detuvieron sobre su barba y se aclaró la garganta. —Creía que el plan… —Lo que tú creas es irrelevante. —El príncipe silenció al hombre mayor. —¿Se refiere al plan en el que pensabas utilizarme como cebo para liberar a tu hermano? —pregunté—. ¿O eso ha cambiado por arte de magia en el último par de horas? Un músculo se tensó en la mandíbula de Casteel y toda su atención volvió a mí. —Deberías comer. En ese momento, estuve a punto de perder los papeles y de tirarle el cuchillo recién hurtado. —No tengo hambre. —Apenas has comido —apuntó, tras bajar la vista hacia mi plato. —Ya, pero es que no tengo demasiado apetito, alteza. Apretó la mandíbula y me miró a los ojos. Un rato. El tono dorado de sus iris se había enfriado. Se me puso la carne de gallina cuando el aire a nuestro alrededor dio la impresión de espesarse; la sala empezaba a resultar asfixiante. No había habido ni un ápice de respeto en mi tono. ¿Había ido demasiado lejos con Casteel? Si era así, no me importaba. Mis dedos se cerraron en torno al mango del cuchillo. Ya no era la Doncella, reprimida por reglas que me impedían opinar sobre asuntos relacionados con mi vida. No volvería a dejarme controlar. Podía ir más allá, y lo haría. —Ha hecho una pregunta muy válida —dijo alguien desde el final de la mesa. Era un hombre de pelo corto y moreno. No parecía más mayor que Kieran, que, al igual que Casteel, parecía estar recién entrado en la veintena. Sin embargo, Casteel tenía más de doscientos años. Por lo que sabía, el hombre podía ser aún mayor—. ¿Ha cambiado el plan de utilizarla para liberar al príncipe Malik? —preguntó. Casteel no dijo nada y siguió sin apartar la vista de mí, pero la absoluta quietud que se coló en sus facciones era una advertencia mucho mejor que cualquier cantidad de palabras. —No pretendo cuestionar tus decisiones —declaró el hombre—. Solo intento comprenderlas. —¿Qué es lo que necesitas ayuda para comprender, Landell? —Casteel se inclinó hacia atrás en la silla, sus manos apoyadas con suavidad en los reposabrazos. La manera en que estaba sentado, como si estuviera tan a gusto, me puso de punta todos los pelos del cuerpo. Se produjo un momento de silencio tenso antes de que Landell contestara. —Todos te hemos seguido hasta aquí desde Atlantia. Nos hemos quedado en esta cloaca arcaica de reino, hemos fingido lealtad a un rey y una reina falsos, porque, al igual que tú, no queremos otra cosa que liberar a tu hermano. Él es el legítimo heredero. —Casteel asintió para que Landell continuara—. Hemos perdido a gente, buena gente, al intentar infiltrarnos en los templos de Carsodonia —continuó. Me puse tensa cuando las imágenes de las enormes estructuras color medianoche se formaron en mi mente. Si todo lo que decía Casteel era verdad, el propósito de los templos era otra mentira más. Los terceros hijos e hijas no se entregaban durante el Rito para servir a los dioses. No, en vez de eso, se entregaban a los Ascendidos, los vamprys, para convertirse nada más que en ganado. Gran parte del montón de mentiras que me habían contado a lo largo de mi vida era terrible, pero era probable que esta fuese la peor de todas. Y por espantoso que fuese lo que afirmaba Casteel, mucho me temía que era la verdad. ¿Cómo podía negarlo? Los Ascendidos nos habían dicho que el beso de los atlantianos era venenoso, que con él maldecían a mortales inocentes y los convertían en esas conchas decrépitas de sus seres anteriores: los violentos monstruos sedientos de sangre conocidos como Demonios. Pero yo sabía bien que eso no era verdad. El beso de los atlantianos no era tóxico. Tampoco lo era su mordisco. Yo era prueba de ambas cosas. Casteel y yo habíamos compartido muchos besos. Él me había dado su sangre cuando estaba herida de muerte. Y también me había mordido. No me transformé. Igual que no me había transformado cuando me atacaron los Demonios hacía tantísimos años. Y no era que no hubiese empezado a sospechar de los Ascendidos antes de que Casteel entrara en mi vida. Él solo había confirmado mis sospechas. Pero ¿era todo verdad? No tenía forma de saberlo. Me dolían los dedos de lo fuerte que agarraba el cuchillo. —No hemos encontrado ninguna pista de dónde pueden tener retenido a nuestro príncipe y demasiados de nosotros jamás regresarán a casa con sus familias —continuó Landell, su voz más firme a cada palabra que decía, más gruesa, con una ira que no necesitaba mi don para percibir—. Pero ahora tenemos algo. Por fin, algo que podría ayudarnos a averiguar el paradero de tu hermano. Es posible que podamos liberarlo, evitar que lo fuercen a crear nuevos vamprys y tenga que sufrir el tipo de infierno que tan bien conoces. Y en vez de eso, ¿nos vamos a casa? Yo también conocía parte de ese infierno. Había visto las numerosas cicatrices que recorrían todo el cuerpo de Casteel, el hierro con la forma del escudo real en la parte superior de su muslo, justo debajo de la cadera. Pero Casteel no dijo nada en respuesta. No habló nadie. No hubo movimiento alguno, ni de los sentados a la mesa ni de los que se encontraban cerca de la chimenea al fondo de la sala de banquetes. Landell, sin embargo, no había terminado de hablar. —Las personas que cuelgan de las mismísimas paredes en la sala de al lado se merecen estar ahí. No solo porque desobedecieron tus órdenes, sino porque si hubiesen logrado matar a la Doncella, habríamos perdido lo único que podemos utilizar. Pusieron al heredero en peligro solo por ansia de venganza. Por eso creo que se merecen lo que les ha pasado, aunque algunos de ellos fuesen amigos míos… Amigos de muchos de los presentes en esta mesa. Los mataré a todos. Esa había sido la promesa de Casteel cuando vio las heridas que los otros me habían dejado. Y la había cumplido. Casi. Casteel había clavado a los hombres de los que hablaba Landell a la pared. Ahora estaban todos muertos, excepto Jericho. El cabecilla apenas se mantenía con vida; sufría una muerte lenta y agónica para servir de recordatorio de que nadie debía hacerme daño. —Puedes utilizarla —masculló Landell furioso—. Es la favorita de la reina. La Elegida. Si existe alguna posibilidad de que liberen a tu hermano, será por ella. Y en lugar de eso, ¿vamos a ir a casa para que te cases? — Hizo un gesto brusco con la barbilla en mi dirección—. ¿Con ella? La animadversión en la palabra dolió, pero había recibido comentarios mucho más mordaces por parte del duque de Teerman como para mostrar ni un asomo de reacción. Enfrente de mí, la cabeza de Kieran giró de golpe hacia Landell. —Si tienes más de medio dedo de frente, dejarías de hablar. Ahora. —Deja que continúe —le cortó Casteel—. Tiene derecho a decir lo que opina. Igual que hizo Elijah. Aunque parece que Landell tiene más que decir que Elijah, y me gustaría oírlo. Elijah frunció los labios y emitió un silbido grave, los ojos muy abiertos cuando se reclinó hacia atrás en su silla y dejó caer un brazo sobre el respaldo de la silla de Delano. —Eh, a veces hablo y río cuando no debería hacerlo. Pero sea cual sea tu plan o tus deseos, estoy contigo, Casteel. —¿Lo dices en serio? —La cabeza de Landell voló hacia Elijah al tiempo que se levantaba de un salto—. ¿Estás de acuerdo con renunciar al príncipe Malik? ¿Te parece bien que Casteel la lleve a casa, a nuestra tierra, y se case con ella, que la convierta en la princesa? Un honor destinado a unificar a toda nuestra gente, no a dividirla. Casteel se movió un poco, sus manos resbalaron de los reposabrazos de su silla. —Como acabo de decir, estoy con Casteel. —Elijah le sostuvo la mirada a Landell—. Siempre. Elija lo que elija. Y si la elige a ella, entonces lo hacemos todos. Esto era… esto era ridículo, el argumento entero. Aunque daba igual. Y a mí me importaba un comino si había necesidad de unificar a la gente de Atlantia porque Casteel y yo no nos íbamos a casar. Sin embargo, no tuve oportunidad de decirlo. —Yo no la elijo. Jamás la elegiré —juró Landell. La piel de su rostro se afinó y oscureció mientras escudriñaba a los que se sentaban a su alrededor. Wolven. Era un wolven, pensé. Ajusté mi agarre sobre el cuchillo y me puse tensa—. Lo sabéis todos. Los wolven no la aceptarán. No importa si tiene sangre atlantiana o no. La gente de Atlantia tampoco la recibirá con los brazos abiertos. Es una extraña, criada, educada y cuidada por aquellos que nos obligaron a regresar a una tierra que se está quedando pequeña e inútil a toda velocidad. —Miró a lo largo de la mesa, en dirección a Casteel—. Ni siquiera te ha aceptado, y ¿debemos creer que creará un vínculo contigo? ¿Un vínculo? Eché una mirada rápida a Kieran y luego a Casteel. Sabía que algunos wolven establecían un vínculo con atlantianos de una clase en particular, y no hacía falta demasiada imaginación para asumir que Casteel, siendo un príncipe, era justo uno de ellos. Kieran parecía tener la relación más íntima con Casteel de todas las personas con las que lo había visto interactuar, pero, claro, no sabía de ningún otro vínculo. No obstante, una vez más, era irrelevante porque no nos íbamos a casar. —¿Se supone que debemos creer que es digna de ser nuestra princesa cuando te rechaza de plano delante de tu gente al tiempo que apesta a Ascendido? —exigió saber Landell. Arrugué la nariz. Yo no olía como… como los Ascendidos. ¿O sí?—. ¿Cuando se niega a elegirte a ti? —Lo que importa es que yo la elijo a ella —dijo Casteel, y mi estúpido estúpido corazón dio un brinco, aunque yo no lo eligiera a él—. Y eso es todo lo que importa. Los labios del wolven se retrajeron y yo abrí los ojos como platos al ver sus colmillos alargarse. —Si haces esto, será la perdición de nuestro reino —gruñó—. Me niego a elegir a esa zorra con la cara llena de cicatrices. Di un respingo. Di un respingo de verdad, las mejillas me ardían como si me hubiesen abofeteado. Levanté los dedos y toqué la piel irregular de mi mejilla antes incluso de percatarme de lo que hacía. La mano de Landell bajó hasta su cintura. —La mataré antes de quedarme a un lado y permitir esto. Pasaron apenas unas décimas de segundo entre que esas palabras salieron por la boca de Landell y el fugaz remolino de aire que levantó pelillos sueltos en mis sienes. La silla de Casteel estaba vacía. Un grito, y entonces algo pesado rebotó con estrépito contra un plato. Una silla se volcó y Landell… ya no estaba de pie al lado de la mesa. Su plato ya no estaba vacío. En él descansaba una daga estrecha, una diseñada para ser lanzada. Mis ojos espantados siguieron la estela que dejó Casteel al inmovilizar a Landell contra la pared, el antebrazo apretado contra el cuello del wolven. Por todos los dioses, ser capaz de moverse tan deprisa… de un modo tan silencioso… —Solo quiero que sepas que no estoy ni remotamente molesto por que cuestiones lo que pretendo hacer. La manera en que me has hablado me es indiferente. No soy tan inseguro como para que me importen las opiniones de meros hombrecillos. —El rostro de Casteel estaba a apenas unos centímetros del wolven, que tenía los ojos como platos—. Si eso hubiese sido todo, lo habría pasado por alto. Si hubieses parado después de referirte a ella por primera vez, te hubiera dejado marchar con solo tu exagerada autoestima. Pero entonces la insultaste. Has hecho que diera un respingo y luego la has amenazado. Eso no lo olvidaré. —Yo… —Lo que fuese que había estado a punto de decir Landell terminó en un borboteo cuando el brazo derecho de Casteel salió disparado hacia delante. —Y no seré capaz de perdonarte. —Casteel dio un tirón hacia atrás y tiró algo al suelo. Aterrizó con un sonido mojado y blandengue. Mis labios se abrieron despacio cuando me di cuenta de lo que era esa masa gorda y roja. Oh, por todos los dioses. Un corazón. Era un corazón de verdad. Casteel soltó al wolven y dio un paso atrás. Observó cómo Landell se resbalaba hacia abajo por la pared, cómo la cabeza del wolven caía flácida hacia un lado. El príncipe se giró hacia la mesa, su mano derecha manchada de sangre y restos. —¿Alguien más tiene algo que quiera compartir con todos nosotros? Capítulo 2 Un coro de negaciones resonó por la sala de banquetes, pero ni uno de los hombres había movido un solo músculo en sus asientos. Algunos incluso reían entre dientes y yo… miré pasmada el hilillo rojo que resbalaba por los dedos de Casteel y goteaba sobre el suelo. Casteel se inclinó hacia delante, recogió la servilleta de Landell y volvió a su silla con calma, limpiándose la mano con ademán ausente. Observé cómo se sentaba y se me aceleró el corazón cuando se volvió hacia mí, sus ojos ocultos tras un velo de espesas pestañas. —Es probable que creas que eso ha sido excesivo —dijo, al tiempo que dejaba caer la arrugada servilleta manchada de sangre en su plato—. Pues no lo ha sido. Nadie te habla o habla de ti de ese modo y vive para contarlo. —Lo miré pasmada. Se echó hacia atrás—. Al menos, le di una muerte rápida. Hay cierta dignidad en eso. No tenía ni idea de qué decir. No tenía ni noción de qué sentir. Lo único que podía pensar era: Oh, por todos los dioses, acaba de arrancarle el corazón del pecho a un wolven con su propia mano. Los hombres que estaban al lado de la puerta empezaron a recoger el cuerpo de Landell. —Entonces, ¿cuándo es la boda? —preguntó uno de los hombres de la mesa. La pregunta fue recibida con risas y vi un asomo de sonrisa en los labios de Casteel cuando se inclinó hacia mí. —No hay ningún lado de ti que no sea tan precioso como la otra mitad. Ni un solo centímetro que no sea despampanante. —Levantó las pestañas y la intensidad de su mirada me dejó paralizada—. Era verdad la primera vez que te lo dije, sigue siendo verdad hoy y lo será mañana. Entreabrí los labios para aspirar una brusca bocanada de aire y casi levanté la mano hacia mi cara de nuevo, pero me detuve a tiempo. De algún modo, en el proceso de acostumbrarme a que me vieran sin el velo de la Doncella, me había olvidado de mis cicatrices, algo que jamás creí posible. Hacía años que no me avergonzaba de ellas. Eran la prueba de mi fortaleza, del horripilante ataque al que había sobrevivido. Sin embargo, cuando me mostré sin velo por primera vez delante de Casteel, había temido que pensara lo mismo que el duque de Teerman decía siempre. Lo que sabía que pensaba la mayoría de la gente cuando me veía sin velo o me miraba ahora. Que la mitad de mi cara era una obra de arte, mientras que la otra mitad era una pesadilla. Pero cuando Hawke… Casteel… había visto la irregular línea de piel rosa pálido que empezaba por debajo del nacimiento de mi pelo y cortaba a través de la sien para terminar en mi nariz, y la otra más corta y más alta que cortaba por mi frente y a través de mi ceja, había dicho que ambas mitades eran tan bonitas como el todo. En aquel momento le había creído. Y me había sentido hermosa por primera vez en mi vida, algo que también me había estado prohibido. Y que los dioses me ayudaran, todavía le creía. —Lo que dijo Landell era más que un insulto. Era una amenaza que no toleraré —terminó Casteel. Se echó atrás de nuevo mientras levantaba su copa con la misma mano que había arrancado un corazón de su jaula hacía solo unos momentos. Mis ojos bajaron hacia donde la daga todavía descansaba en el plato de Landell. Lo que el wolven habría intentado hacer con esa daga no debería resultarme chocante. No era como si no supiese que muchos de los que se sentaban a esta mesa estarían contentos de verme cortada en pedazos. Sabía que no estaba segura entre ellos, pero también sabía que todos habían visto la antesala de este comedor. Tenían que ser conscientes de lo que ocurriría si desobedecían a Casteel. Cierta parte inconsciente de mí todavía subestimaba su odio por cualquier cosa que les recordara a los Ascendidos. Y una de esas cosas era yo, aunque no les hubiese hecho nada aparte de defenderme. La conversación volvió a animarse en torno a la mesa. Discusiones en voz baja. Otras más altas. Risas. Era como si no hubiese sucedido nada, y eso me inquietó. Aunque lo que me dejó descolocada del todo era lo que no podía admitirme ni a mí misma. Kieran se aclaró la garganta. —¿Quieres volver a tu habitación, Penellaphe? Tardé unos instantes en responder, ensimismada como estaba. —¿Te refieres a mi celda? —Es mucho más cómoda y no tiene ni la mitad de corrientes que las mazmorras —repuso él. —Una celda es una celda, sea lo cómoda que sea —le informé. —Estoy bastante seguro de que esta es la misma conversación que hemos tenido antes —comentó Casteel. Mis ojos volaron hacia él. —Y yo estoy bastante segura de que no me importa. —También estoy seguro de que llegamos a la conclusión de que nunca has sido libre, princesa —insistió Casteel. La verdad de esas palabras seguía siendo tan brutal como la primera vez que se habían pronunciado—. No creo que reconocieras siquiera la libertad si en algún momento te la ofrecieran. —Sé lo suficiente para darme cuenta de que eso no es lo que me ofreces —repliqué. La furia regresó en una ola ardiente y bienvenida para calentar mi piel demasiado fría. Una tenue sonrisa apareció en la boca de Casteel, aunque no era su sonrisa tensa y calculadora. Mi ira dio paso a la confusión. ¿Me estaba lanzando pullas a propósito? Más que un poco alterada, me centré en el wolven. —Me gustaría volver a mi celda mucho más cómoda y con la mitad de corrientes. Supongo que no me dejaréis regresar sola a ella. Los labios de Kieran se curvaron un poco, pero su expresión recuperó su neutralidad enseguida, lo cual demostraba que tenía el suficiente sentido común como para no sonreír ni reírse. —Supones bien. Sin esperar a que su alteza me diera permiso, empujé mi silla hacia atrás. Las patas rechinaron por el suelo de piedra. Suspiré para mis adentros. Mis acciones no eran tan dignas como hubiese deseado, pero mantuve la cabeza alta mientras empezaba a girar. Uno de los hombres que habían estado al lado de la puerta y se habían llevado el cuerpo de Landell cruzó el salón de banquetes, directo hacia el príncipe. Se agachó a su lado y le susurró algo al oído mientras Kieran se levantaba. Sin esperar a este último, ni mirar el manchurrón de sangre de la pared, di un paso. De repente, Casteel estaba a mi lado, su mano sobre mi brazo. No lo había oído levantarse, así que tuve que tragarme una exclamación de sorpresa. Hice ademán de soltarme de su agarre mientras el hombre que le había hablado se alejaba. —Espera —susurró Casteel sin soltarme el brazo. Algo en el tono de esa única palabra me hizo detenerme. Levanté la vista hacia él—. Estamos a punto de tener compañía. Enfréntate a mí todo lo que quieras más tarde, es probable que lo disfrute, pero no te enfrentes a mí delante de él. Mis ojos se cruzaron con los suyos al tiempo que se me hacía un nudo en el estómago. Una vez más, su tono despertó la inquietud en mi interior. Miré hacia la puerta. ¿Quién venía? ¿Su padre? ¿El rey? Casteel se movió un poco para quedar parcialmente delante de mí mientras un grupo de hombres aparecía en el umbral de la puerta. El hombre de pelo pajizo que caminaba en el centro, alto y ancho de hombros, llamó mi atención. Por instinto supe que este era el hombre al que se había referido Casteel. El hombre, cuya abundante melena rubia rozaba una mandíbula cuadrada y dura, parecía mucho mayor que Casteel. Si era mortal, cosa que dudaba, lo hubiese descrito como alguien de mediana edad. No me dio la impresión de que fuese el padre de Casteel. No se parecían en nada, aunque supuse que eso tampoco significaba gran cosa. Vino hacia nosotros. La gruesa capa que llevaba, salpicada de nieve medio derretida, se abrió para revelar una túnica negra con dos líneas doradas solapadas delante del pecho. Cuando se acercó, me costó un mundo no soltar una exclamación. No fue por los pálidos ojos azules que asociaba con los wolven. Fue por la profunda hendidura en medio de su frente, como si alguien hubiera tratado de abrirle la cabeza. Precisamente yo sabía bien que no debían sorprenderme las cicatrices. La vergüenza reptó por mi garganta cuando aparté la mirada. No era que la lesión fuese fea. El hombre era apuesto de un modo rudo que me recordaba a un león. Solo era que resultaba sorprendente ver a alguien, un posible wolven, con cicatrices. De un modo vago, noté que Kieran se acercaba para quedarse de pie detrás de mí. —Por los dientes de los dioses, ¿qué demonios está pasando aquí? — exigió saber el hombre. El aire que había aspirado se me atascó en la garganta y mis ojos volaron hacia él. Su voz… me sonaba muy familiar—. ¿Quiero saberlo siquiera? —continuó, las cejas arqueadas al ver la sangre en la pared. Los hombres que habían llegado con él se movían por la mesa, saludando a unos y otros. Todos excepto uno. Era más bajito que Casteel y más compacto. Su pelo, una mata de ondas castaño rojizas; sus ojos, de un dorado brillante, como los de Casteel. Permaneció cerca del hombre y sus ojos parecían vigilar cada una de mis respiraciones. —Solo he estado redecorando un poco —repuso Casteel, y el wolven se rio entre dientes mientras le estrechaba la mano. Noté una punzada en el pecho otra vez, un tirón de mi corazón. Su risa… era rasposa y ruda, como si su garganta no supiese muy bien qué hacer con esa emoción. Como la de Vikter. Se me comprimió el corazón. Por eso me sonaban familiares su voz y su risa. —No te esperaba tan pronto, Alastir —dijo Casteel. —Cabalgamos sin descanso para adelantarnos a la tormenta que viene hacia aquí. —Los ojos de Alastir se deslizaron más allá del príncipe, hasta mí. La curiosidad se desplegó por su rostro, pero no el rubor de la ira ni la frialdad del desagrado—. Entonces, esta es ella, ¿no? —Lo es. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron cuando la mirada de Alastir bajó más allá de mi rostro. Ladeó la cabeza y tardé un instante en darme cuenta de que estaba mirando mi cuello. ¡El maldito mordisco! Mi trenza había resbalado para dejar mi cuello al descubierto. La piel de alrededor de la boca de Alastir se tensó y deslizó la mirada de vuelta hacia Casteel. —Me da la sensación de que han ocurrido muchas cosas desde la última vez que hablamos. ¿Había estado Alastir con el padre de Casteel cuando se marchó de New Haven para hablar con él? Si era así, ¿dónde estaba el rey? —Han cambiado muchas cosas —contestó Casteel—. Incluida mi relación con Penellaphe. —¿Penellaphe? —repitió Alastir, sorprendido, una ceja arqueada—. ¿Llevas el nombre de la diosa de la sabiduría, la lealtad y el deber? Como no podía quedarme ahí plantada sin más e ignorarlo, asentí. —Un nombre muy apropiado para la Doncella, supongo —comentó, con una leve sonrisa. —No pensarías lo mismo si la conocieras —repuso Casteel, y tuve que apretar los labios para contener mi propia contestación cortante. —Entonces, no puedo esperar a hacerlo. —La sonrisa de Alastir se volvió más tensa. —Pues tendrás que esperar un poco más. —Casteel me miró de reojo. Sus ojos se cruzaron con los míos solo un instante, pero fue tiempo suficiente para hacerme saber que le gustaría que no desmintiera lo que iba a decir a continuación—. Penellaphe estaba a punto de retirarse. Kieran dio un paso hacia mí, luego puso una mano sobre mis riñones para animarme a andar. Reprimí el impulso de negarme, pues tenía el suficiente sentido común para percatarme de que Casteel no me quería cerca de este hombre. Y lo más probable era que hubiese una buena razón para ello. Eché a andar, muy consciente de las miradas que me seguían. Estaba a medio camino de la puerta cuando oí a Alastir preguntar: —¿Es sensato dejar que la Doncella se pasee por ahí con libertad? Me detuve… —Sigue andando —masculló Kieran en voz baja. El mango del cuchillo que había robado se me clavó en la palma de la mano. —Lo que no sería sensato es impedírselo —repuso Casteel con una carcajada, y me costó un esfuerzo supremo no lanzarle el cuchillo. Kieran se mantuvo pegado a mí cuando pasamos entre los hombres que habían vuelto a montar guardia al lado de las grandes puertas de madera. Mientras caminaba, me dije que no debía levantar la vista, pero mis ojos se alzaron de todos modos al pasar por al lado del cuerpo empalado del Sr. Tulis. Una intensa presión atenazó mi pecho. Su esposa y él habían acudido al duque y a la duquesa de Teerman para suplicar poder conservar a su tercer hijo, el único que les quedaba con vida, un niño que había estado destinado a entrar al servicio de los dioses durante el Rito. Aquel día, percibí su profundísimo dolor y desesperación, e incluso sin mi don me hubiera sentido afectada. Tenía pensado hablarle de su caso a la reina. Intentar hacer algo, aunque no consiguiese nada. Pero habían huido. Toda la familia, su mujer y su bebé, habían tenido la oportunidad de vivir una nueva vida. Y él había aprovechado esa oportunidad para infligir lo que hubiese sido la herida que acabaría con mi vida de no haber sido por Casteel. Quería gritar. Quería chillar «¿Por qué?», mientras miraba su rostro pálido y la sangre seca que manchaba su pecho. ¿Por qué había hecho esa elección? Lo había tirado todo por la borda a cambio de una efímera sensación de desquite. Contra mí, que no les había hecho nada, ni a él ni a su familia. Al final, nada de eso había importado. Ahora, su hijo tendría que crecer sin un padre. Aunque al menos viviría. Si hubiese sido entregado en el Rito, seguramente le hubiese aguardado un futuro peor que la muerte. No tenía ni idea de cuánto tiempo sobrevivían los terceros hijos e hijas en esos templos. ¿Se… alimentarían de ellos de inmediato? ¿Incluso de bebés? ¿Cuando eran niños pequeños? Los terceros hijos e hijas se entregaban todos los años, mientras que los segundos hijos e hijas se entregaban a la Corte entre los trece y los dieciocho años. Ellos sobrevivían; bueno, la mayoría de ellos. Algunos morían en la Corte como consecuencia de una enfermedad de la sangre que se los llevaba durante la noche. Casteel había dicho que los vamprys tenían problemas para controlar su sed de sangre, así que ahora dudaba de que existiera una afección real que acabara con sus vidas. Debía de ser más bien como lo que le había ocurrido a Malessa Axton, a la que habían encontrado con un mordisco en la garganta y el cuello roto. Jamás se confirmó, pero yo estaba segura de que la había matado lord Mazeen, un Ascendido, y que luego había dejado su cuerpo ahí tirado, medio desnudo, para que cualquiera lo encontrara. Al menos lord Mazeen no le hará daño a nadie más, me dije, al tiempo que una salvaje oleada de satisfacción me recorría de arriba abajo. Me acordaba muy bien de la mirada de estupefacción grabada en su cara cuando le corté la mano. Jamás pensé que me alegraría de matar a alguien, excepto a un Demonio, pero lord Mazeen me había demostrado lo equivocada que estaba. Mi violenta alegría se terminó de sopetón cuando volvieron a invadirme pensamientos sobre los niños. ¿Cómo podía nadie, mortal o no, hacerle daño a niños pequeños de ese modo? Y llevaban años haciéndolo… cientos de años. Al darme cuenta de que me había quedado parada, empecé a andar de nuevo. Con el pecho apesadumbrado, ni siquiera me molesté en mirar a Jericho. Por los patéticos gimoteos procedentes de él, supe que seguía vivo. Creía que todo el mundo merecía dignidad a la hora de morir, incluso él, pero no sentí ni un ápice de empatía por lo que se había buscado él solito. ¿Y Landell? ¿Sentía pena por él? No demasiada. ¿Qué decía eso acerca de mí? —¿Quién era ese hombre? —pregunté, porque no quería pensar en eso. —Se llama Alastir Davenwell. Es el consejero del rey y la reina. Un amigo íntimo de la familia. Más como un tío para Casteel y Malik — explicó Kieran. Di un pequeño respingo ante la mención del hermano de Casteel. —¿Por eso no quería Casteel que me quedara? ¿Porque Alastir es consejero de sus padres? ¿O porque él también querrá cortarme en pedazos? —Alastir no es un hombre propenso a la violencia, a pesar de la cicatriz que lleva. Y aunque conoce su lugar con respecto al príncipe, es leal al rey y a la reina. Hay cosas que Casteel no querría que llegaran a oídos de su padre o su madre. —¿Como ese ridículo asunto de la boda? —Algo así. —Kieran cambió de tema cuando doblamos la esquina y entramos en la zona común, donde el aire estaba libre del hedor a muerte—. ¿Sientes compasión por el mortal? ¿El que Cas ayudó a escapar de los Ascendidos junto con su familia? Cas. Por todos los dioses, sonaba como un apodo muy inocuo para un hombre tan peligroso. Miré de reojo a Kieran cuando entramos en la estrecha escalera. Cuando pasó delante de mí, vi que no llevaba su espada corta ni su arco. Sin embargo, no estaba indefenso en absoluto, teniendo en cuenta lo que era. Ni siquiera me molesté en intentar huir. Sabía bien que no daría más de un paso. Los wolven eran superrápidos. Kieran se paró sin previo aviso y se giró de un modo tan repentino que retrocedí hasta chocar con la pared. Dio un paso hacia mí e inclinó su cabeza hacia la mía. Tensó todos los músculos mientras aspiraba una profunda bocanada de aire. ¿Me estaba…? Bajó la cabeza, el puente de su nariz rozó mi sien. Inspiró de nuevo. —¿Qué estás haciendo? —Me aparté con brusquedad hacia un lado para poner algo de espacio entre nosotros—. ¿Me estás oliendo? Kieran se enderezó, entornó los ojos. —Es solo que… hueles diferente. —Eh... —Arqueé las cejas—. Vale. No sé qué decirte al respecto. No pareció oírme, pero sus ojos se iluminaron. —Hueles a… —Si vuelves a decir que huelo a Casteel, te voy a dar un puñetazo en la cara —prometí—. Fuerte. —Sí que hueles a él, pero no se trata de eso. —Negó con la cabeza—. Hueles a muerte. —Guau. Gracias. Pero si es así, no es culpa mía. —No lo entiendes. —Kieran me miró un segundo más y luego dio media vuelta para retomar el ascenso de las escaleras. No, no lo entendía. Y en realidad, tampoco quería hacerlo. Olisqueé la manga de mi túnica. Olía a… carne asada. —Antes, dijiste que no sentías compasión por ninguno de ellos — comentó, mientras lo seguía. —Eso no ha cambiado —dije—. Querían matarme. —Llegamos al rellano de la escalera y salimos a la pasarela cubierta. Un aire frío y húmedo nos recibió—. Pero no puedo evitar sentir pena por el Sr. Tulis. —No deberías. —Bueno, pues lo hago. —Tiritando, pegué la barbilla al cuerpo para protegerme de una violenta ráfaga de viento—. Le dieron una segunda oportunidad y la tiró por la borda. Siento pena por esa elección y por su esposa y su hijo. Y supongo que siento pena por las familias de todos los que están ahora mismo clavados a esa pared. Kieran se colocó a mi lado para soportar la mayor parte del azote del viento. —La pena por las familias es justificada. —Me paré, sorprendida, pero no dije nada—. ¿Qué? —Nada —murmuré. Se rio en voz baja. —¿Crees que no soy capaz de sentir compasión? Me asomé para mirar el patio a nuestros pies. Una delgada capa de nieve relucía a la luz de la luna. Más allá, no vi nada excepto la densa oscuridad de los bosques que parecían querer engullirnos. Era extraño mirar hacia fuera y no ver un Adarve, esas murallas, a menudo enormes, construidas con piedra caliza y hierro extraído de los Picos Elysium. El tranquilo pueblo de New Haven tenía uno, pero era mucho más pequeño que los que estaba acostumbrada a ver tanto en Masadonia como en Carsodonia. —No sé de lo que eres capaz —admití. Toqué la madera fría de la barandilla cuando el viento arreció y levantó los mechones más cortos de mi pelo que habían escapado de mi trenza—. Apenas sé nada de los wolven. —Mi lado animal no cancela mi lado mortal —repuso—. No soy incapaz de sentir emociones. Lo miré de soslayo. —No quería decir eso. Es solo… —Dejé la frase a medio terminar. ¿Qué había querido decir?—. Supongo que sí quería decir eso. Lo siento. —No tienes por qué disculparte. No es como si hubieras conocido a muchos wolven —razonó. —Sí, pero eso no es excusa. —Agarré la barandilla con una mano—. Hay muchas personas diferentes, de sitios diversos, a las que no conozco y de las que no sé nada. Eso no significa que esté bien hacer suposiciones acerca de ellas. —Cierto —convino, y casi sentí vergüenza. ¿Cuántas veces había hecho suposiciones sobre los atlantianos? ¿Los Descendentes? Los prejuicios se enseñaban y se aprendían. Tal vez no fuese mi culpa, pero eso no lo hacía aceptable. Sin embargo, ni una sola persona de esa mesa había movido ni un músculo cuando Casteel mató a Landell. ¿Qué decía eso acerca de ellos? —¿Lo que ha pasado esta noche es habitual? —¿Qué parte? ¿La proposición de matrimonio o la cirugía a corazón abierto? Fulminé a Kieran con la mirada. —Landell. Me estudió durante un momento y después deslizó los ojos hacia el patio y los árboles. —No demasiado. Aunque todavía no lo veas o no quieras verlo, Cas no es un tirano asesino. En verdad, es raro que alguien lo cuestione. No porque lo que hace o deja de hacer sea siempre razonable, sino porque no tiene problema con ensuciarse las manos de sangre para reafirmar su autoridad para lograr lo que quiere o para mantener a salvo a las personas que le importan. Sentí cierto alivio al saber que Casteel no arrancaba corazones de pechos con frecuencia. Eso era bueno… suponía. Aunque no me atrevía a creer que entraba en la categoría de personas que le importaban, sí era alguien a quien necesitaba. —Lo que hizo Cas no tenía que ver con que Landell lo cuestionara. — Kieran giró el cuerpo hacia mí—. No era tan simple como que Landell no fuese capaz de entender cómo o por qué el príncipe te elegiría a ti. Ni siquiera tenía que ver con el hecho de que desafiara a Cas. Los atlantianos y los wolven hacen cualquier cosa por proteger su hogar, y estaba claro que Landell te veía como una amenaza para el suyo —me explicó Kieran, y me pregunté qué tenía yo que ver con la preocupación de Landell de que su tierra se estuviera quedando pequeña e inútil—. Cas ha tenido razón al hacer lo que hizo. De no haber actuado así, Landell hubiese lanzado esa daga que había sacado. Habrá otros que quieran hacer lo mismo. El miedo se asentó en mis huesos. —Entonces, ¿Landell era otra advertencia? ¿Cuántas advertencias tendrá que haber? —Tantas como sean necesarias. —¿Y eso no te molesta? Algunos de ellos son amigos tuyos, ¿no? —Si alguien es lo bastante idiota para insultarte y amenazarte delante de Cas, es muy probable que sea alguien no especialmente próximo a mí en primer lugar. Estuve a punto de reírme ante su comentario, pero nada de aquello tenía gracia. —Todo el mundo parece tan lleno de emoción un momento y, después, de una apatía total al siguiente… —¿No has intentado percibir mis emociones para saber lo que estoy sintiendo? —preguntó Kieran. Eso también fue inesperado. Giré la cabeza hacia él. Entonces recordé que Kieran había estado ahí cuando utilicé mi don para aliviar el dolor de un guardia moribundo. Aun así, era raro hablar de ello con alguien después de pasar tanto tiempo forzada a ocultar mis habilidades y nunca hablar de ellas. —Cas me contó que al principio solo podías sentir y aliviar el dolor. Pero también dijo que eso ha cambiado. —Ha cambiado —confirmé, con un asentimiento—. Hace poco. No sé por qué. Le pregunté a la duquesa acerca de ello, porque pensé que tal vez la primera Doncella había sido capaz de hacer lo mismo. —La tensión reptó por mi cuello. La duquesa de Teerman me había dicho que el don de la primera Doncella había evolucionado, de percibir el dolor a leer las emociones, y que esa evolución se debía a que estaba cerca de su Ascensión, como lo había estado yo. En realidad, se sabía muy poco sobre la primera Doncella; ni siquiera su nombre o en qué época vivió. Pero la duquesa había insinuado que el Señor Oscuro la había matado. Casteel. Me estremecí y no creí que tuviera nada que ver con el frío. —No he intentado leer tus emociones. Trato de no hacerlo, porque parece una cosa invasiva. —Tal vez sí que sea una violación de la privacidad —afirmó—. Pero también te daría ventaja cuando tratas con otras personas. Podría ser. —¿Crees que se lo ha contado a alguien? —pregunté. —¿Cas? No. Cuanto menos sepan los demás de ti, mejor —contestó. Arqueé las cejas—. No sé de ningún atlantiano vivo que pueda percibir lo que sienten otras personas. —¿Y eso qué significa? —Todavía no estoy seguro. —Retomó su camino—. ¿Vienes? ¿O piensas quedarte aquí fuera y convertirte en cubito de hielo? Con un suspiro, me separé de la barandilla y fui hasta donde esperaba delante de la puerta. Sacó una llave de su bolsillo. —Tu habilidad te resultaría muy útil para tratar con Cas. —No tengo ninguna intención de tratar con él. Apareció una sonrisita mientras sujetaba la puerta abierta para mí. Entré en la habitación, calentada por el fuego de la chimenea. —Pues él tiene toda la intención de tratar contigo. Todavía con el cuchillo para la carne oculto debajo de mi túnica, me giré hacia Kieran. —Quieres decir que tiene toda la intención de utilizarme. —Eso no es lo que he dicho, Penellaphe —me corrigió, con la cabeza ladeada. —¿Por qué no? ¿De verdad crees que ha renunciado a salvar a su hermano? Yo no. Incluso dijo que soy la favorita de la reina —escupí, las últimas palabras ácidas en mi lengua—. Este matrimonio tiene que ser parte del plan para recuperar a su hermano. Aunque por qué no lo admitió sin más en la mesa, no tengo ni idea. —No creo que ninguno de los dos sepa la verdad. —¿Qué se supone que significa eso? —pregunté, la espalda tiesa de repente. Kieran me miró con intensidad. Se quedó callado tanto tiempo que la inquietud en mi interior se triplicó. —Te contó la verdad acerca de los Ascendidos, ¿verdad? No estaba segura de qué tenía que ver nada de esto con lo que él había dicho, pero aun así respondí. —Los Ascendidos son… vamprys, y todo lo que me han enseñado jamás, lo que cree todo el mundo en Solis, es mentira. Los dioses nunca bendijeron al rey Jalara y la reina Ileana. Los dioses ni siquiera son… —No, los dioses son reales. Son nuestros dioses y ahora descansan —me corrigió—. Sabes que los Ascendidos no han sido bendecidos. Están tan malditos como los mordidos por un Demonio. Excepto que sus cuerpos no se descomponen. Todo eso lo sabes, pero ¿lo comprendes? Sus palabras fueron como un puñetazo en el pecho. —Mi hermano… —Me interrumpí. No necesitaba hablar de Ian—. Lo comprendo. —¿Y crees lo que Cas te contó sobre los Ascendidos? Contemplé el fuego, sin contestar. Por un lado, había visto pruebas de lo que afirmaba Casteel. Las había visto grabadas en su piel. Los Ascendidos habían mantenido cautivo a Casteel antes de llevarse a su hermano. Lo habían torturado, forzado a hacer cosas y tomar parte en actividades que sabía que eran absolutamente horripilantes, según los pocos detallitos que había compartido conmigo. Lo que sentía cuando pensaba en aquello era demasiado pesado y dañino para llamarlo aflicción. Y el dolor de mi corazón era solo el principio, pues sabía que al hermano de Casteel lo habían capturado mientras lo liberaba a él. Podía estar furiosa con Casteel. Podía incluso odiarlo. Pero eso no significaba que no quisiera gritar por toda la agonía que había experimentado Casteel y por lo que seguro que su hermano estaba sufriendo en esos mismos momentos. ¿Quería eso decir que todos los Ascendidos eran malvados? ¿Todos y cada uno de ellos, incluido mi hermano? Yo creía en las cosas de las que veía pruebas. Pero Casteel… no podía confiar más que en la mitad de las cosas que salían por su boca, y no era como si todos los atlantianos fuesen inocentes. —Si le crees, entonces… ¿por qué te resistes? ¿A qué quieres volver? — preguntó Kieran, y mis ojos volaron hacia los suyos—. ¿No es eso lo que estás haciendo al rechazar a Cas? —Rechazar su proposición de matrimonio no tiene nada que ver con los Ascendidos y todo que ver con él —protesté—. Me ha mentido sobre todas las cosas. —No te ha mentido sobre todas las cosas. —¿Cómo lo sabes? —lo reté—. Bueno, ¿sabes qué? Ni respondas a eso. No importa. Lo que importa es que planea utilizarme como moneda de cambio con las mismísimas personas que le hicieron todas esas cosas horribles a él y a muchos más. Planea entregarme a gente que lo más probable es que me use como bolsa de sangre hasta que muera. E incluso si, por alguna remota posibilidad, esos planes han cambiado, solo lo han hecho porque se ha dado cuenta de que soy en parte atlantiana. ¿Qué mejora eso? ¿Por qué querría casarme con él? —¿Por qué querría él casarse con alguien que planea utilizar como moneda de cambio? —inquirió Kieran. —¡Exacto! —Exasperada, apreté los labios con fuerza mientras mis ojos se perdían en la oscuridad de la noche detrás de Kieran—. Ni siquiera sé por qué estamos teniendo esta conversación. Se quedó callado de nuevo. —Lo desafías como si no tuvieras ningún miedo, incluso después de todo lo que has visto… —¿Debería tenerle miedo? —pregunté. Una parte de mí, de una estupidez increíble, casi no quería conocer la respuesta. Le había confiado a Hawke mis secretos, mis deseos, mi cuerpo, mi corazón, mi… vida. Le había confiado todo, y nada en él había sido real. Ni siquiera el nombre de Hawke. Me había tambaleado y tropezado hacia sus brazos, y lo que me daba miedo era que seguiría cayendo en sus redes a pesar de su traición. Eso es lo que me daba miedo. —Ha hecho cosas que algunos encontrarían imperdonables. Cosas que atormentarían tus sueños y te provocarían pesadillas mucho rato después de despertarte. Puede que odie que lo llamen el Señor Oscuro, pero es un nombre que se ha ganado a pulso. —Los ojos pálidos de Kieran se cruzaron con los míos y un escalofrío se abrió paso por mi columna—. Pero él es lo único en todos los reinos a lo que tú, y solo tú, no tienes que tenerle miedo nunca. Capítulo 3 Si el objetivo de las palabras era tranquilizarme, habían conseguido justo lo contrario. Caminé de arriba abajo por delante de la estrecha ventana que era demasiado pequeña para escapar por ella. Tenía los ojos clavados en la puerta. Kieran la había cerrado con llave por fuera. Igual que una celda. Cerré los puños con fuerza al dar otra pasada por delante de la ventana, la ira mezclada con la sempiterna inquietud. No era por lo que había dicho Kieran de que Casteel se había ganado el título de Señor Oscuro. Después de la frialdad y la eficiencia con que había matado a Phillips, el guardia que había viajado con nosotros desde Masadonia, ya sabía cómo había acabado con semejante apodo. Ver cómo liquidaba a Landell fue solo otra prueba más de que podía matar sin vacilar. Y de que lo haría. Pero… Me paré de repente. Yo también era capaz de matar sin demasiadas reticencias. ¿No lo había demostrado con lord Mazeen? Cuando Jericho y los otros vinieron por mí, había estado dispuesta a matar. Mis ojos bajaron hacia mis manos. Ellas también estaban manchadas de sangre, y no podía afirmar que había sido solo en defensa propia y la necesidad de sobrevivir. Lord Mazeen se merecía el final que tuvo. El Ascendido había sentido el mismo deleite perverso que el duque cuando llegaba la hora de mis lecciones, pero cuando me volví contra él, no fue porque me hubiera atacado. Había insultado a Vikter momentos antes de que mi guardia y amigo respirara su último aliento, y no sentía ni un ápice de culpabilidad por cómo había manejado la situación. Aunque no fuese un vampry, seguía siendo un monstruo. Tal vez fuese por eso que no estaba escandalizada por lo que había hecho Casteel en el comedor. Y era muy probable que eso significara que había algo defectuoso en mí. Fuera como fuese, era lo que había dicho Kieran antes de cerrar la puerta lo que me tenía enfadada. Que Casteel era la única persona a la que nunca tenía que tenerle miedo. Kieran no podía estar más equivocado. Entonces miré hacia la cama y noté un vahído, como si estuviese de pie al borde de un Adarve. Casi podía vernos, nuestros brazos y piernas entrelazados y nuestros cuerpos unidos. Una punzada de deseo recorrió todo mi ser cuando toqué la marca de la mordedura en mi cuello. Me estremecí, luego busqué un rescoldo de disgusto o incluso de miedo. No encontré ninguno. Me había mordido. Y su mordisco había dolido, pero solo al principio, y solo unos segunditos. Después, había sido… había sido como ahogarse en calor líquido. Jamás en mi vida había sentido nada tan intenso; ni siquiera había sabido que algo así fuera posible. Sin embargo, no habían sido los efectos del mordisco los que habían conducido a lo que habíamos hecho en el bosque mientras la nieve caía a nuestro alrededor y sobre nosotros. Nuestros cuerpos se habían unido debido a mi atracción hacia él. Porque lo que sentía por él había sido mayor que la verdad de qué y quién era. Y eso era lo que causaba esta necesidad de comprender cómo había llegado a este punto en su vida y por qué estaba haciendo lo que hacía ahora. Era lo que alimentaba este deseo de olvidarlo todo excepto la felicidad que había sentido mientras estaba entre sus brazos, sus labios contra mi piel, y la paz y el compañerismo que experimentaba cuando estábamos simplemente hablando el uno con el otro. Pero no estaba a salvo con él. Aunque Casteel jamás levantara una mano contra mí, no podía olvidar lo que era. Lo que había causado. Puede que Vikter no encontrase la muerte a causa de la espada de Casteel, pero la había encontrado en las armas melladas de sus seguidores. ¿Y Loren y Dafina, las damas en espera que habían muerto durante el ataque al Rito? Habían estado nerviosas y emocionadas por Ascender, pero dudaba mucho de que supieran la verdad. No merecían morir como lo hicieron, asesinadas por Descendentes que lo más probable era que no supiesen ni sus nombres. Una vez más, no habían muerto a manos de Casteel, pero el acto se llevó a cabo en su nombre. ¿Cómo podía perdonarle alguna vez todo eso? Y lo que seguía doliendo cada vez que pensaba en él era que él sabía lo mucho que anhelaba ser libre. Tener la capacidad de simplemente elegir algo, cualquier cosa, por mí misma. Desde algo tan sencillo como ir andando adonde yo quisiera, sin velo, o hablar con quien me viniera en gana; hasta algo tan importante como elegir con quién compartía mi cuerpo. Él sabía lo mucho que eso significaba para mí y estaba intentando quitármelo. Mi corazón se retorció de un modo tan doloroso que me dio la sensación de que alguien me había clavado una daga muy profundo en el pecho. ¿Qué podía sentir por mí? Si es que sentía algo… Me dolía el corazón hasta el alma, como si llorara a alguien que acabara de morir. En cierto modo, era así. Lamentaba la pérdida de Hawke, sin importar que todavía viviera y respirara. El Hawke en quien había aprendido a confiar, el hombre con el que había compartido mis secretos había desaparecido. En su lugar estaba ahora el príncipe Casteel Da’Neer, pero todavía me atraía. Todavía sentía ese deseo, esa necesidad y la… Por eso era la persona más peligrosa en cualquier reino. Porque no tenía ni la más mínima duda de que planeaba utilizarme para liberar a su hermano, y para ello me devolvería a los mismos Ascendidos que lo habían mantenido cautivo a él durante cinco décadas y que ahora retenían al príncipe heredero. La presión volvió a atenazar mi pecho cuando retomé mis paseos de acá para allá. Mis pensamientos se centraron ahora en la reina Ileana. Mi madre y la reina habían sido buenas amigas. Tanto que, cuando mi madre eligió a mi padre por encima de la Ascensión, la reina lo había permitido. Era algo inaudito. Más excepcional aún era la manera en que la reina había cuidado de mí después del ataque de los Demonios, como si fuese su propia hija. Me había cambiado los vendajes, se había sentado a mi lado cuando sufría pesadillas sobre el ataque, y me había sujetado entre sus brazos cuando todo lo que quería era que me abrazaran mi madre y mi padre. Ella fue la primera en enseñarme a no sentir vergüenza de mis cicatrices cuando los otros ahogaban exclamaciones y susurraban detrás de sus manos enguantadas. Durante aquellos años, antes de que me enviaran a Masadonia, se había convertido más que en mi cuidadora. Y según Casteel, ella había sido la que lo marcó a fuego con el escudo real. Recordaba muy bien cómo paseábamos de la mano por los Jardines Reales bajo los cielos salpicados de estrellas. Su paciencia y amabilidad habían parecido interminables, pero aun así, la misma mano que había sujetado la mía había cortado la piel de Casteel. Si lo que él decía era verdad, la misma voz suave que me había contado historias de mi madre de niña, de cómo corría por los mismos senderos por los que nosotras paseábamos, también le había dado a un reino entero nada más que mentiras empapadas en sangre. Si Casteel decía la verdad, la reina había utilizado el miedo que la gente sentía por las criaturas que ella y otros como ella habían creado para controlar a todos los mortales. Y si eso era verdad, ¿había sabido la reina desde un principio que yo era medio atlantiana? Por todos los dioses, eso era casi demasiado difícil de procesar. ¿Y qué pasaba con Ian? ¿Cómo podía haber Ascendido? Casteel decía que a Ian solo se lo había visto de noche, así que creía que Ian sí había Ascendido. ¿Sería verdad entonces lo que había sugerido alguien durante la cena? ¿Sería Ian solo mi medio hermano? Me resultaba difícil creer que alguno de mis padres hubiese podido tener un hijo con otra persona. El amor que sentían el uno por el otro era… bueno, era el tipo de amor que todo el mundo esperaba encontrar para sí mismo. O yo podía ser una ingenua tremenda. Porque si Ian no era su hijo, ¿de dónde lo habían sacado? ¿De una cuneta o algo así? Lo más probable era que Casteel pensara que estaba siendo una tonta. Tampoco era que me importara lo que él pudiera pensar. Lo que la reina sabía y si Ian era o no mi hermanastro no importaba. Mis ojos regresaron a la puerta de nuevo. Tenía que escapar. Incluso con la advertencia que Casteel había dejado colgada en esa sala, era evidente que su gente todavía me veía como la cara visible de los Ascendidos. No creía que Landell hubiese dicho ninguna mentira cuando afirmó que a los atlantianos les importarían un bledo mis antepasados. Y dudaba mucho de que los recién llegados fuesen a querer nada distinto que los otros. Había sonado como que Alastir creía que debería estar en una celda en lugar de paseando por ahí. Como si se me permitiese hacer algo así. Y una vez que Casteel me llevara a Atlantia, si de verdad era lo que planeaba hacer, estaría rodeada por ellos y en una posición aún más precaria. Una diminuta semilla de emoción arraigó en mi estómago al pensar en Atlantia. No podía evitar anhelar ver el reino; era probable que fuese porque apenas había visto nada en toda mi vida. Pero… ¿ver un sitio que se suponía que no existía? Era algo que muy poca gente sería capaz de hacer jamás. Con un suspiro, aparté esos sentimientos y pensamientos a un lado. No tendría escapatoria si Casteel lograba llevarme a Atlantia. Kieran había estado equivocado al dar por sentado que me enfrentaba a Casteel para volver con los Ascendidos. Me enfrentaba a él para volver con mi hermano. Tenía que llegar hasta Ian, pero tenía que hacerlo a mi manera. Si de algún modo lograba vivir lo suficiente para que Casteel me intercambiara por su hermano, solo pasaría de una jaula a otra. Y esa solo podía ser una opción de último recurso. Así que tenía que llegar hasta Ian por mis propios medios. ¿Y entonces qué? Sabía que no estaría a salvo entre los Ascendidos, pero existían pueblos y ciudades alejados de todo en donde podría intentar ganarme la vida de algún modo. Despacio, me llevé la mano a la cara, mis dedos encontraron la cicatriz más larga. Sería difícil de disimular, ¿verdad? Pero tendría que intentarlo. Porque me negaba a ocultar mi cara nunca más. No podría vivir así. Aunque ese era un puente que no podía ni empezar a cruzar hasta que averiguara cómo escapar, cómo llegar hasta la capital y cómo encontrar a Ian sin que me apresaran o me mataran. Escaparíamos de los Ascendidos juntos. Porque aunque Ian no fuese hermano mío de padre y madre, y aunque hubiese pasado por la Ascensión, no podía ser como los demás. Me negaba a creerlo. Era imposible que se alimentara de personas inocentes y de niños. Era imposible que todos los Ascendidos fuesen malas personas. Algunos habían parecido bastante normales. Pero si no se alimentaban de los terceros hijos e hijas entregados a los dioses durante el Rito, ¿cómo sobrevivían? Necesitaban sangre. Si no, acabarían muriendo de cualesquiera heridas y enfermedades que hubiesen sufrido antes de la Ascensión. Ian estaba sano como un toro, pero le habrían sacado casi toda la sangre antes de alimentarlo con un atlantiano para Ascender. Eso lo hubiese matado y todavía podía matarlo si no se alimentaba. Quería ver con mis propios ojos en qué se había o no se había convertido Ian. Haría todo lo que estuviese en mi mano por ayudarlo. Pero si se había convertido en un monstruo que se alimentaba de otros… de niños… entonces ¿qué? Se me comprimió el corazón, pero respiré hondo, despacio. Sabía lo que tendría que hacer. Tendría que acabar con eso por él, y lo haría. Porque Ian era un alma dulce y amable; siempre lo había sido. Era un soñador, destinado a inventar historias para el resto de su vida. No destinado a convertirse en un monstruo. Era imposible que hubiese querido convertirse en algo tan horrible. Poner punto y final a su pesadilla sería lo más honorable que podía hacer. Aunque eso matara una parte de mí. Mis músculos se tensaron como para entrar en acción y la habitación parecía tres veces más pequeña que antes. No podía pasar ni un momento más ahí dentro con esos pensamientos, sin ser capaz de hacer ni una maldita cosa. No estaba segura de poder resistirme a Casteel. Si él tenía razón, no creía que fuese a sobrevivir el tiempo suficiente en Atlantia. Pero sí podía encontrar a mi hermano. «Y no pasaré ni un jodido momento más en esta habitación», dije en voz alta. Fui hacia la puerta con sigilo. Me apoyé contra ella y escuché a ver si oía sonidos al otro lado. Al no oír nada, golpeé la madera con los nudillos. —¿Kieran? Silencio. Kieran no estaba montando guardia al otro lado de la puerta. Debía de pensar que estaba a buen recaudo en la habitación. No era como si pudiese tirar la puerta abajo de una patada o salir por esa estúpida ventana inútil. Lo más probable era que pensara que no había forma de salir de ahí. Y no la había, si no tenías un hermano que te hubiese enseñado a forzar cerraduras. Mis labios se curvaron en una sonrisa. Di media vuelta, agarré el cuchillo de carne de encima de la mesa y volví a la puerta. La hoja era gruesa cerca del mango, pero el borde era lo bastante fino como para caber en la cerradura. Arrodillada, deslicé la punta dentro del ojo de la cerradura. Ian me había enseñado a menear el cuchillo, aplicar presión a la derecha y luego a la izquierda, e insistir hasta oír el suave clic. Antes de solicitar que me trasladaran a la parte más vieja del castillo de Teerman con el viejo acceso de servicio que me permitía ir de acá para allá sin que me vieran, a menudo me encerraban en mis habitaciones mientras a Ian le permitían salir para ir a clase, para jugar o para hacer mil cosas más. Nunca me había contado cómo había aprendido a forzar cerraduras, pero pasó muchas, muchas tardes enseñándome a hacerlo. «Tienes que ser paciente, Poppy», me decía, arrodillado a mi lado mientras yo apuñalaba el ojo de la cerradura con el cuchillo. Se había reído y había puesto su mano sobre la mía. «Y suave. No puedes atacar la cerradura como si fueses un ariete». Así que fui paciente y suave. Meneé el cuchillo hasta que oí el leve chasquido de la punta al encontrar el perno. Agarré el mango con la otra mano y solté el aire despacio cuando el mecanismo cedió un poco. Forcé a mi mano a moverse con calma mientras giraba en sentido antihorario. El picaporte giró y la puerta se abrió una rendija. El aire frío se coló en la habitación cuando me asomé al exterior para echar un vistazo a la pasarela desierta. Me invadió una oleada de euforia, pero aun así cerré la puerta de nuevo y miré a mi alrededor por la habitación. Mi bolsa de cuero ya estaba empacada con los escasos enseres que había llevado conmigo. Hice ademán de ir a por ella, pero mis ojos se desviaron hacia la cama, hacia el camisón de franela que alguien me había dejado para dormir. Lo agarré y empecé a meterlo en la bolsa cuando vi sobre la cama la funda que solía llevar atada al muslo. Me la até a toda prisa y metí el cuchillo dentro; respiré hondo para superar la punzada de pena que sentí al pensar en mi daga de hueso de wolven y heliotropo. ¿Podría estar todavía tirada en el establo, perdida debajo de montones de paja y heno? Metí el camisón a presión en la bolsa, luego pasé la correa por encima de mi cabeza y la crucé delante de mi pecho. Di media vuelta y agarré la gruesa capa revestida de piel. Era marrón oscura, nada vistosa, elegida cuando nos marchamos de Masadonia para que no llamara la atención. La eché sobre mis hombros y noté los dedos firmes mientras abrochaba los botones del cuello, aunque tuviera el corazón acelerado. Me puse los guantes y deseé que hubiera más víveres en la habitación aparte de lo que creía que era licor sobre una mesa debajo de la ventana. Pero ya había pasado tiempo sin comer antes, por lo general cuando el duque de Teerman estaba disgustado por algo que yo había hecho o no hecho. Podía pasarme sin comida también ahora. No tenía gran cosa en forma de plan, y unos conocimientos muy limitados de los alrededores, pero sabía que ir hacia el este me acercaría a las montañas Skotos. En teoría, Atlantia se encontraba, y prosperaba, más allá de esos picos cubiertos de nieve y esos valles bañados en niebla. Si cruzaba el pueblo, podría seguir la carretera de vuelta a Masadonia, pero eso me llevaría justo a través del Bosque de Sangre. Si iba hacia el suroeste, cruzando los bosques, acabaría por llegar a… ¿cómo se llamaba ese pueblo? Arrugué la nariz mientras intentaba recordar uno de los mapas que había visto en el Ateneo de la ciudad. Había sido viejo, la tinta descolorida, pero tenía un puente dibujado… Whitebridge, el pueblo del puente blanco. Whitebridge estaba al sur, aunque no tenía ni idea de lo que tardaría en llegar hasta allí a pie. Maldije mi inexperiencia con los caballos y me puse en marcha. Abrí la puerta. La pasarela seguía despejada, así que salí afuera y cerré la puerta a mi espalda. Podía volver a cerrarla con llave, pero el tiempo que tardaría en hacerlo no merecía los segundos que cualquier otro tardaría en abrirla con la llave adecuada. Me apresuré hacia la escalera, siempre bien pegada a la pared. Me detuve en la puerta y escuché por si oía señales de vida. Cuando no oí nada, entré y corrí escaleras abajo, con una surrealista sensación de déjà vu al llegar al rellano. Me giré hacia la puerta que conducía al exterior, igual que había hecho después de apuñalar a Casteel. Deseé de todo corazón que esta vez el final fuese diferente. Me puse la capucha de la capa, luego alargué la mano hacia la puerta para abrirla despacio. Una fina capa de nieve crujió bajo mi bota cuando salí al patio; el sonido era minúsculo pero para mis oídos sonó como un trueno. Aspiré una profunda bocanada de aire y me recordé todas las veces que había salido a hurtadillas al Adarve sin que me viera nadie, o las veces que me había desplazado por el castillo y por la ciudad sin que me pillaran nunca… hasta Casteel. No iba a pensar en eso ahora mismo. Pensaría en lo bien que se me daba moverme con sigilo, delante de las narices de muchos. Podía hacerlo. Mi aliento salía en pequeñas nubecillas de vaho cuando miré a la derecha, hacia los establos. ¿De verdad podía estar la daga de hueso de wolven aún ahí? ¿De verdad podía ser tan estúpida como para ir a comprobarlo? ¿Sí? La daga significaba… bueno lo era todo para mí. Pero Ian era más importante. Mi libertad era más importante. Ir a los establos era un riesgo demasiado grande. Habría mozos de cuadra, Descendentes, quizás incluso atlantianos o wolven. No era tan estúpida. «Maldita sea», musité, al tiempo que me apartaba de la pared. Corrí hacia las sombras, los faldones de mi capa ondeaban tras de mí mientras trataba de evitar las antorchas y su resplandor mantecoso. Ni siquiera me había dado cuenta de que había logrado llegar al bosque hasta que la luz plateada de la luna se fragmentó y me dejó justo la luz suficiente como para no estamparme contra un árbol. No aflojé el paso. Corrí más deprisa de lo que lo había hecho jamás, y mantuve el ritmo para poner la máxima distancia posible entre la fortaleza y yo. Cuando mi bota se enganchó con una raíz descubierta, caí con violencia y mis rodillas rebotaron contra el suelo helado, pero me levanté otra vez y seguí corriendo un poco más, haciendo un esfuerzo por soportar el dolor, el frío y el aire húmedo que escocía en mis mejillas. Corrí hasta que el dolor mortecino de mi costado se convirtió en una intensa punzada que me obligó a ir más despacio. Para entonces, no tenía ni idea de lo lejos que había llegado, pero los árboles ya no estaban tan juntos y el suelo cubierto de nieve estaba inmaculado. Jadeando, me froté el costado y seguí adelante. No podía haber más de un día a caballo entre New Haven y Whitebridge. ¿Cuánto sería eso a pie? Día y medio, quizás dos si descansaba un rato. Una vez que llegara, podría encontrar al siguiente grupo que viajara hacia la capital. Quizás tuviera un golpe de suerte y no tuviese que esperar demasiado. Pero ¿si no? Tendría que apañarme, aunque la preocupación real era si Whitebridge estaría tan controlado por los Descendentes como lo estaba New Haven. Si fuera así, ¿sabrían quién era yo? No lo creía. Muy poca gente sabía que tenía cicatrices. Aunque si Casteel hacía correr la voz, igual que harían los Ascendidos cuando no llegáramos a nuestra siguiente parada, me reconocerían. Por lo que sabía, parar en Whitebridge no había entrado en nuestros planes, aunque los planes compartidos con la duquesa no habían sido reales. Sí, pero ¿podía usar mi identidad? Si pudiera demostrar que era la Doncella a cualquiera de los mortales o, si fuese posible, a un Ascendido, entonces estaba segura de que podría conseguir pasaje hasta la capital. Y una vez que estuviera dentro, podría escapar. Sería un riesgo, pero nada de todo esto era seguro. Solo los dioses sabían qué vivía en estos bosques. Con la suerte que yo tenía, lo más probable era que fuese una familia cascarrabias de osos muy grandes y muy hambrientos. En cualquier caso, jamás había visto a un oso, o sea que sería una imagen bastante impresionante de ver justo antes de que me arrancara la cara de un mordisco. Aunque al menos dudaba… El chasquido de una rama me hizo detenerme mientras trepaba por encima de un árbol caído. Bajé la vista pero no vi nada aparte de nieve suave y pinocha desperdigada. Contuve la respiración con la carne de gallina mientras aguzaba el oído para ver si detectaba más sonidos. Me llegó el ruido de otro crujido, más cerca esta vez. Me provocó un escalofrío receloso. Giré en redondo y escudriñé los árboles, sus ramas bajas, lastradas por la nieve y el hielo. ¿Sería esa la causa del sonido? ¿Ramas que se rompían? Di una vuelta entera, más despacio esta vez, los ojos acuosos por el aire frío. Giré la cabeza hacia la derecha y guiñé los ojos hacia las sombras más densas y oscuras, donde la luz de la luna apenas penetraba. Metí la mano entre los pliegues de mi capa y saqué el cuchillo de carne. Deseaba de todo corazón que no fuese un oso. No quería tener que matar al úrsido. Casi me reí porque dudaba de que mi cuchillo fuese a hacer gran cosa contra un oso. Todos mis músculos se tensaron cuando la sombra se deslizó para salir de la penumbra. Di un brusco paso hacia atrás al registrar su tamaño, casi tan alto como un hombre, su pelaje pardo espolvoreado de nieve. Se me cayó el alma hasta la punta de mis congelados pies cuando el wolven vino hacia mí, acechante, sus músculos duros y abultados debajo de su espeso pelaje pardo. Kieran. —Maldita sea —gruñí, y noté sabor a furia en la parte de atrás de mi garganta. Guiñó las orejas mientras trepaba hasta la mitad del árbol caído, desgarrando la madera con las garras de sus patas delanteras. Bajó la barbilla, esos pálidos ojos azules alerta mientras nos mirábamos. Supuse que esperaba a que huyera, pero sabía que eso no acabaría bien para mí. La sensación de impotencia, de lo injusto que era aquello casi me hizo caer de rodillas. Pero me mantuve firme. No me daría por vencida. El mango del cuchillo se me clavó en la palma de la mano enguantada al tiempo que mi corazón se estampaba contra mis costillas. —No voy a volver a la fortaleza —le dije a Kieran—. Tendrás que obligarme a hacerlo y no te lo voy a poner fácil. Voy a pelear contigo. —Si buscas pelea… —Llegó una voz que hizo que un escalofrío bajara rodando por mi columna y luego se extendiera por toda mi piel. Giré la cabeza hacia el sonido a toda velocidad—… tendrás que pelear conmigo, princesa. Capítulo 4 Casteel, vestido todo de negro, lucía imponente recortado contra la nieve mientras caminaba hacia mí. Se detuvo al lado de Kieran y vi que iba armado con sus dos espadas cortas, las empuñaduras de un intenso tono cromado y las hojas de heliotropo color rubí. El cuchillo que llevaba en la mano jamás me había parecido tan patético como en ese momento. —Supongo que tendré que añadir «forzar cerraduras» a tu interminable lista de atributos —murmuró Casteel con voz melosa—. Menudo talento tan poco propio de una Doncella. Aunque, claro, tampoco debería sorprenderme demasiado. Tienes muchos talentos poco propios de una Doncella, ¿verdad? —No dije nada, mientras mi corazón daba bandazos dentro de mi pecho—. ¿De verdad creías que podrías escapar de mí? — preguntó Casteel con voz suave. La ira era mucho más afilada que cualquier cuchillo, mucho más bienvenida que la impotencia. —Casi lo hice. —Casi no significa nada, princesa. Ya deberías saberlo. Pues sí, lo sabía. —No voy a andar de vuelta a esa fortaleza. —¿Preferirías que te llevara en brazos? —se ofreció. —Preferiría no volver a ver tu cara nunca más. —Vamos, los tres sabemos que eso es mentira. —A su lado, Kieran hizo un ruidito de diversión y me planteé lanzar el cuchillo a la cara del wolven —. Haré un trato contigo. Permanecí alerta mientras Casteel pasaba por encima del árbol caído como si no fuese más que una ramita. —No estoy interesada en hacer ningún trato. Solo me interesa mi libertad. —Pero no has oído lo que te ofrezco. —Cruzó la mano por delante de su pecho para soltar una de sus espadas—. Lucha conmigo. Si ganas, puedes quedarte con tu libertad. —Tiró la espada, de modo que cayó delante de mí. Le eché un rápido vistazo al arma y solté una carcajada; el sonido sonó rasposo contra mi piel. —Como si él fuese a dejar que te hiciera ningún daño. —Hice un gesto con la barbilla hacia Kieran. Casteel ladeó la cabeza mientras el lobuno ponía las orejas tiesas. —Vuelve a la fortaleza, Kieran. Quiero asegurarme de que Poppy crea que esto es justo. —¿Justo? —bufé, mientras Kieran vacilaba un instante y luego se retiraba del árbol caído. Giró con toda la gracia de un animal y se alejó a grandes pasos—. Eres un atlantiano. ¿Cómo puede ser justo luchar contra ti? —O sea que tienes miedo de perder, ¿no? ¿O miedo de luchar contra mí? —Jamás —juré. Casteel sonrió con suficiencia y sus ojos centellearon de un ocre ardiente. —Entonces lucha contra mí. ¿Recuerdas lo que te he dicho antes? Quiero que te enfrentes a mí. Estoy impaciente, lo anhelo, lo disfruto. Nada de eso era mentira. Pelea conmigo. Por supuesto que me acordaba de lo que había dicho, pero no había forma humana de vencerlo. Yo lo sabía. Él lo sabía. Sin embargo, tampoco había forma humana de que volviera a mi jaula sin resistirme. No cuando me había pasado la vida entera metida en una. Sin apartar los ojos de él, volví a deslizar el cuchillo en su vaina y solté los botones de la capa para dejarla caer al suelo. Eché de menos su calor de inmediato, pero la prenda sería un obstáculo demasiado grande. Descolgué también la bolsa y la deposité al lado de la capa. Una de las cejas de Casteel trepó por su frente. —¿Eso era todo lo que planeabas llevar para escapar? ¿Solo algo de ropa? ¿Nada más? ¿Ni comida ni agua? —No podía arriesgarme a que me pillaran hurgando en la despensa, ¿no crees? —Todavía con los ojos clavados en él, me incliné hacia delante y recogí la espada corta. La sujeté con las dos manos. No era ni de lejos tan pesada como un sable, pero incluso tan ligera como era, yo no tenía tanta fuerza en el tren superior como los que entrenaban con ellas durante años. Vikter me había dejado claro enseguida que sería incapaz de blandir ningún tipo de espada a una mano. —Suena más a que este era un plan poco meditado, uno surgido del pánico. —No surgió del pánico. —No del todo. Quizás un poquito. —No me lo creo. Eres más lista que esto, Poppy. —Desenvainó la otra espada y la sujetó en alto—. Maldita sea, eres demasiado lista para salir corriendo en medio de la noche sin comida, ni agua, y con nada más que un irrisorio cuchillo de carne como protección. —Cerré los labios con fuerza mientras el ardor de la ira caldeaba mi piel—. ¿Sabes cuánto tardarías en llegar a Whitebridge a pie? Porque ahí es adonde ibas, ¿verdad? ¿Has pensado en el frío que hace en medio de la noche? —preguntó. Un asomo de ira había endurecido su tono—. ¿En algún momento te has parado a pensar en las cosas que podría haber en estos bosques? Pues no. En realidad, no lo había hecho. Y Casteel tenía razón. Mi plan no era demasiado brillante que se diga. —¿Has terminado de hablar ya? ¿O tienes demasiado miedo de que en realidad pueda vencerte y por eso no te callas? —Me gusta oírme hablar. —Estoy segura de que sí. —La nieve empezó a caer con más fuerza, girando en espiral por el suelo. —¿Preparada? —preguntó. —¿Y tú? —Siempre. Mis ojos se deslizaron hacia su espada. La sujetaba apuntando hacia abajo, no en posición de pelea. Eso era un insulto en sí mismo, fuese intencionado o no. Una rabia intensa y ardiente quemó a través de mí y me impulsó a moverme. Arremetí contra él. Lancé una estocada a su zona media, pero Casteel fue rápido y desvió mi ataque con un simple barrido de su espada. —Deberías apuntar a mi cuello, princesa. ¿O la espada pesa demasiado para ti? —Apreté los labios ante la pulla y columpié la espada bien alta. Él la bloqueó y golpeó a su vez, ni remotamente tan deprisa como hubiese podido, visto lo fácil que me resultó ponerme fuera de su alcance—. Has olvidado muchas cosas de las que te dije. —Se acercó acechante y desvió mi siguiente espadazo con un rápido movimiento de defensa. —Tal vez haya elegido ignorar lo que fuese que dijeras. —Con los ojos entornados, me desplacé hacia un lado. —Sea como sea, te haré un favor y lo repetiré. —No es necesario. —Imité sus movimientos a medida que caminaba en círculo alrededor de mí. Él era mucho más diestro con la espada, igual que lo había sido Vikter cuando me entrenaba. ¿Qué me había enseñado? Nunca olvides una de las armas más importantes: el elemento sorpresa. Casteel siguió mis pasos de cerca. —A mí me parece que es completamente necesario que me repita, dado tu comportamiento tan imprudente. Le iba a enseñar lo que era un comportamiento imprudente. —Lucha conmigo. Discute conmigo. No te lo voy a impedir. Pero no permitiré que pongas tu vida en peligro. ¿Y esto? ¿Esta noche? Es el epítome de un comportamiento imprudente de los que pone tu vida en peligro. —Antes no querías que discutiera contigo —le recordé, sin quitarle el ojo de encima. —Porque, como te dije, puedes enfrentarte a mí, pero no cuando pone tu vida en peligro. —¿Así que mi vida estaba en peligro con Alastir? —Estaba haciendo lo posible por que ese no fuera el caso. Y sin embargo aquí estoy, asegurándome de que no hayas conseguido que te mataran. —Solo porque me necesitas viva, ¿verdad? ¿De qué te serviría una Doncella muerta como herramienta de trueque cuando llegue el momento de liberar a tu hermano? Casteel apretó los dientes. —¿O sea que preferirías que te mataran? —Preferiría ser libre —escupí, mientras el viento cruzaba un mechón de pelo por delante de mi cara. Casteel retrajo el labio de arriba para revelar un colmillo. —Si crees que correr de vuelta a los brazos de los Ascendidos te va a proporcionar tu libertad, entonces creo que he sobreestimado tu capacidad para pensar con raciocinio. —Si crees que eso es lo que planeo hacer, entonces yo he sobreestimado la tuya —repliqué. Casteel aprovechó para atacar, con violencia. Sospechaba que querría arrancarme la espada de la mano, y si su golpe hubiese dado en el blanco, lo habría conseguido, pero me interpuse en el camino de la hoja. La sorpresa le hizo abrir mucho los ojos y retrajo la espada, como sabía que haría. Muerta, no le servía de nada. Me colé por debajo de su brazo y giré en redondo al tiempo que lanzaba una patada. Mi bota conectó con su estómago y le sacó una brusca maldición. Me enderecé y columpié mi espada en un gran arco. Casteel se movió hacia un lado, con lo que evitó por los pelos recibir un tajo en el pecho. —Buen trabajo —destacó, su voz desprovista de burla alguna. —No te he pedido tu opinión. Su espada conectó con la mía con un repicar de piedra de sangre. Durante varios momentos acalorados, ese fue el único sonido en el bosque mientras lanzábamos estocadas y bloqueábamos golpes. Una fina película de sudor humedeció mi frente a pesar del frío y, aunque tanto correr hacía que mis músculos sollozaran ahora en señal de protesta, me negaba a rendirme. No era una lucha a muerte. En el fondo de mi mente, sabía que ni siquiera era una lucha por la libertad; daba igual cuál fuese el trato ofrecido por Casteel, jamás me dejaría ir. Era una lucha para ver quién desarmaba a quién primero. Quién hacía sangre al otro primero. Era una lucha para sacar la ira acumulada y la enconada sensación de impotencia que había residido en mi interior durante mucho más tiempo del que me sentía a gusto admitiendo. Y quizás, solo quizás, esa fuese la razón de que Casteel estuviese tolerando esto. El filo de mi espada estuvo cerca de darle un tajo en la mejilla izquierda cuando la desvió hacia un lado; su bloqueo envió una dolorosa sacudida por mis brazos. Yo ya estaba resollando mientras él no mostraba señal alguna de cansancio. Se movió a mi alrededor en un círculo lento, su espada baja una vez más. —¿Te he asustado esta noche? ¿Con Landell? —preguntó. La arrogancia que solía marcar sus facciones se desvaneció para revelar a alguien totalmente distinto—. ¿Por eso has huido? ¿Tienes miedo de mí? Sorprendida por la pregunta, por la forma en que casi parecía temeroso de oír mi respuesta, bajé la espada un pelín. Fue un error. Casteel atacó tan deprisa como un halcón con su presa a la vista. Me agarró del brazo y me hizo girar, de modo que quedé de espaldas a él. Intenté retorcerme, pero su brazo se cerró en torno a mi cintura y tiró de mí hacia atrás contra su pecho. Apretó los dedos sobre mi muñeca para obligarme a abrir la mano. La espada cayó a la nieve. —Tuve que hacerlo —me dijo. Bajó la cabeza, de modo que su mejilla quedó apretada contra la mía—. Nadie, y quiero decir nadie, habla de ti de ese modo. Nadie te amenaza y vive para contarlo. Mi estúpido y ridículo corazón dio un brinco. —Qué dulce —dije, y noté que aflojaba el brazo en torno a mi cintura—. Pero has hecho trampa. Di un tirón hacia un lado y estampé mi codo contra su estómago tan fuerte como pude. Casteel emitió un quejido gutural y me soltó. Giré en redondo para golpearlo a toda velocidad, en lugar de intentar quitarle la espada que todavía sujetaba. Mi puño impactó contra la comisura de su boca. Una punzada de dolor afloró en sus ojos y yo volví a girar, flexionando una pierna mientras columpiaba la otra en un gran arco. Casteel saltó, pero logré conectar con una pierna, que barrí de debajo de su cuerpo. Cayó como un fardo y un grito de victoria brotó de mi interior mientras me levantaba de un salto y me giraba hacia él jadeando. Casteel dejó caer su espada, se apoyó sobre un codo y se pasó una mano por la boca mientras levantaba la vista hacia mí. El dorso de su mano quedó manchado de rojo y me invadió una sensación de violento deleite. Él me había desarmado primero, pero yo lo había hecho sangrar. —Solo para que lo sepas, lo haría otra vez. Mataría a un millar de versiones de Landell —afirmó, lo cual diluyó parte de la satisfacción que sentía. Miré de reojo la espada que había dejado caer—. Y no perdería ni un minuto de sueño pensando en ello. Pero tú… tú no tienes por qué tenerme miedo nunca. Jamás. Mis ojos volaron hacia los suyos. No había ni asomo de suficiencia en sus palabras, ni asomo de burla en sus ojos. —No te tengo miedo. Frunció las cejas, confuso, y aproveché el momento para lanzarme a por la espada. Ni siquiera estaba segura de lo que haría con ella una vez que la tuviese en mi poder. No tuve la oportunidad de descubrirlo. Casteel me agarró de la cintura, tan silencioso que ni siquiera lo había oído levantarse o venir hacia mí. Me tiró al suelo, pero giró a tiempo de llevarse él la mayor parte del impacto, así que acabé encima de él. —Esto me recuerda a los establos —murmuró, la boca pegada a la parte de atrás de mi cabeza, y la vulnerabilidad que podía haber habido en su voz hacía unos instantes había desaparecido de un plumazo. Me hizo rodar debajo de él—. Entonces te mostraste igual de violenta que ahora. —Su peso y el calor de su cuerpo contra mi espalda, junto con el frío gélido de la nieve contra mi pecho, fueron un shock para mis sentidos. Me quedé aturdida—. La mayoría de las personas no la considerarían una cualidad demasiado atractiva. —Su voz fue un susurro caliente contra mi oreja, un susurro que invocaba pensamientos de sábanas enredadas y especias exuberantes. No había ni un milímetro entre nosotros. Podía sentirlo por toda la espalda, por encima de la curva de mi trasero, y donde una de sus piernas estaba metida entre las mías. Su rico aroma y la frescura de la nieve llenaban cada una de mis respiraciones demasiado cortas y demasiado superficiales a medida que hasta el último rincón de mi cuerpo cobraba conciencia del suyo. —Pero… —continuó, y su boca rozó mi mandíbula, seguida del roce de unos dientes afilados que me provocaron un escalofrío ilícito por todo el cuerpo. ¿Me mordería? Una especie de presión abrumadora llenó mi pecho y se deslizó más abajo. Me provocó una oleada de incredulidad. ¿De verdad…? ¿De verdad quería que lo hiciera? No. Por supuesto que no. Era imposible. Sus labios se curvaron sobre mi piel, sobre la marca del mordisco aún en proceso de cicatrización—. Yo no soy la mayoría de las personas. —La mayoría de las personas no están tan locas como tú —comenté con una voz profunda que no era la mía. —Eso no es una cosa demasiado amable de decir. —Me arañó más fuerte con sus afilados dientes, justo por debajo de donde me había mordido. Solté una exclamación ahogada cuando mi cuerpo dio una sacudida—. Y la verdad es que te gusta mi tipo de locura. La sangre fluyó por mi interior con un ímpetu mareante. —No me gusta nada de ti. Casteel se echó a reír mientras deslizaba los labios por un lado de mi cuello. —Me encanta cómo mientes. —No estoy mintiendo —insistí, al tiempo que me preguntaba si él había empujado mi cabeza hacia el lado o si lo había hecho yo misma. No podía haber sido yo. —¿Mmm? —Sus labios levitaron por encima del punto en el que mi pulso revoloteaba como loco—. Tu tendencia a la violencia no es algo de lo que debas avergonzarte. No conmigo. ¿No te he dicho ya que me excita? —Demasiadas veces —le dije. Me impulsé contra el suelo para quitármelo de encima. Por un breve instante, lo sentí contra mí, sentí la prueba de sus palabras. La tensa respuesta palpitante a esa idea me hizo cuestionarme mi cordura. Casteel no se había esperado ese movimiento y resbaló hacia un lado… o quizás solo me estuviese siguiendo la corriente. Más bien sería esto último. Me puse de rodillas a toda prisa y me volví hacia él para lanzarle un violento puñetazo. Casteel agarró mi mano. —Entonces, supongo que sería repetitivo que te dijera lo mucho que me estás excitando ahora, ¿no? —Exacto. Y no sabes lo increíblemente molesto que es. Me sonrió, sus ojos como dos llamas doradas gemelas. —No veas cómo prefiero el combate mano a mano contigo —murmuró, al tiempo que atrapaba mi otra muñeca cuando le lancé otro puñetazo—. Me gusta lo mucho que nos acerca, princesa. —¡Hay algo muy equivocado en ti! —le grité, dando alas a mi frustración y mi irritación con él. Conmigo misma. —Es posible, pero ¿sabes qué? —Levantó la cabeza del suelo—. Esa es la parte que más te gusta. —No hay nada… —Mi respuesta murió en la punta de mi lengua. Debajo de su cabeza, la nieve parecía estar levantándose del suelo, pero eso… no podía ser correcto. Levanté la mirada y me encontré con unas nubecillas blancas y vaporosas que avanzaban con sigilo por la nieve. Neblina—. ¿Ves eso? —¿El qué? —Casteel giró la cabeza—. Mierda. Demonios. Mi corazón se trastabilló. —No creí que hubiera Demonios aquí. —¿Por qué creías que no los había? —Sus palabras sonaron impregnadas de incredulidad—. Estás en Solis. Hay Demonios por todas partes. —Pero aquí no hay Ascendidos —le discutí, mientras la neblina se espesaba y se extendía—. ¿Cómo puede haber Demonios? —Aquí solía haber Ascendidos. —Se sentó y me atrajo hacia él—. Se alimentaban, y mucho. Elijah y los otros mantienen a los Demonios a raya, pero con Whitebridge al otro lado de estos bosques y chicas jóvenes y bonitas que corren por ellos a ciegas en medio de la noche, tienen alimento de sobra. —Yo no he corrido por los bosques a ciegas —espeté cortante. —Sí que lo has hecho, y ni siquiera se te ocurrió que podía haber Demonios en estos bosques. —Su voz se endureció con un asomo de su ira anterior—. Y todo lo que tenías era un maldito cuchillo para cortar carne. ¿Por qué escapaste, Poppy? Un chillido agudo me provocó un escalofrío de miedo. —¿Crees que este es buen momento para tener esta conversación? —Sí. —Le lancé una mirada de incredulidad—. ¿No? —preguntó, luego añadió un suspiro. Se levantó tan deprisa como el aire y me ayudó a ponerme de pie en el mismo movimiento. Soltó uno de mis brazos, se agachó y pescó la espada q

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