Carol (1952) PDF - Novela de Patricia Highsmith
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Patricia Highsmith
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En 1952, Patricia Highsmith publicó la novela "Carol", una historia de amor entre mujeres, que se lee con atención. La historia está inspirada en un encuentro inesperado de la autora en una tienda de departamentos, y explora la fascinante relación entre Therese, una joven escenógrafa, y Carol, una elegante mujer divorciada.
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1/275 Claire Morgan, una autora desconocida y que eligió permanecer en el más absoluto anonimato, publicó en 1952 una novela, El precio de la sal , notablemente audaz para la época. Los crÃticos trataron al libro con una mezcla de desconcierto y respeto, pero el éxito de público fue inmediato, y se...
1/275 Claire Morgan, una autora desconocida y que eligió permanecer en el más absoluto anonimato, publicó en 1952 una novela, El precio de la sal , notablemente audaz para la época. Los crÃticos trataron al libro con una mezcla de desconcierto y respeto, pero el éxito de público fue inmediato, y se vendieron más de un millón de ejemplares de la edición de bolsillo. La novela no volvió a editarse, y reaparece con el tÃtulo, Carol , que originariamente le habÃa dado su autora, y firmada por ésta con su verdadero nombre. Carol es una novela de amor entre mujeres —de ahà la decisión de ubicarla bajo un seudónimo, para no ser clasificada como una «escritora lesbiana»—, que se lee con la misma fascinada atención que despiertan las novelas «policiacas» de su autora. Highsmith concibió Carol en 1948, cuando tenÃa veintisiete años y habÃa terminado su primera novela, Extraños en un tren. Se encontraba sin dinero, y se empleó durante una temporada en la sección de juguetes de unos grandes almacenes. Un dÃa, una elegante mujer rubia envuelta en visones entró a comprar una muñeca, dio un nombre y una dirección para que se la enviaran y se marchó. Patricia Highsmith se fue a casa y, escribió de un tirón el argumento completo de Carol , que comienza precisamente con el encuentro entre Therese, una joven escenógrafa que trabaja accidentalmente como vendedora, y Carol, la elegante y sofisticada mujer, recién divorciada, que entra a comprar una muñeca para su hija y cambia para siempre el curso de la vida de la joven vendedora. 2/275 Patricia Highsmith Carol ePub r1.4 orhi 26.12.2015 3/275 TÃtulo original: The Price of Salt (publicado con el pseudónimo de Claire Morgan) Edición revisada en 1984 por Claire Morgan Editada con el nuevo tÃtulo de Carol, 1990 Patricia Highsmith, 1952 Traducción: Isabel Nuñez & José Aguirre Editor digital: orhi Corrección de erratas: Ann, atuvera y chivamarco ePub base r1.2 4/275 Para Edna, Jordy y Jeff 5/275 PRÓLOGO La inspiración para este libro me surgió a finales de 1948, cuando vivÃa en Nueva York. HabÃa acabado de escribir Extraños en un tren , pero no se publicarÃa hasta fines de 1949. Se acercaban las Navidades y yo estaba un tanto deprimida y bastante escasa de dinero, asà que para ganar algo acepté un trabajo de dependienta en unos grandes almacenes de Manhattan, durante lo que se conoce como las aglomeraciones de Navidad, que duran más o menos un mes. Creo que aguanté dos semanas y media. En los almacenes me asignaron a la sección de juguetes y concretamente al mostrador de muñecas. HabÃa muchas clases de muñecas, caras y baratas, con pelo de verdad y pelo artificial, y el tamaño y la ropa eran importantÃsimos. Los niños, cuyas narices apenas alcanzaban el expositor de cristal del mostrador, se apretaban contra su madre, su padre o ambos, deslumbrados por el despliegue de flamantes muñecas nuevas que lloraban, abrÃan y cerraban los ojos y se tenÃan de pie y, por supuesto, les encantaban los vestiditos de repuesto. Aquello era una auténtica aglomeración y, desde las ocho y media de la mañana hasta el descanso del almuerzo, ni yo ni las cuatro o cinco jóvenes con las que trabajaba tras el largo mostrador tenÃamos un momento para sentarnos. Y a veces ni siquiera eso. Por la tarde era exactamente igual. Una mañana, en aquel caos de ruido y compras apareció una mujer rubia con un abrigo de piel. Se acercó al mostrador de muñecas con una mirada de incertidumbre —¿debÃa comprar una muñeca u otra cosa?— y creo recordar que se golpeaba la mano con un par de guantes, con aire ausente. Quizá me fijé en ella porque iba sola, o porque un abrigo de visón no era algo habitual porque era rubia y parecÃa irradiar luz. Con el mismo aire pensativo compró una muñeca, una de las dos o tres que le enseñé y yo apunté su nombre y dirección en el impreso porque la muñeca debÃa entregarse en una localidad cercana. Era una transacción rutinaria, la mujer pagó y se marchó. Pero yo me sentà extraña y mareada, casi a punto de desmayarme, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiera tenido una visión. Como de costumbre, después de trabajar me fui a mi apartamento, donde vivÃa sola. Aquella noche concebà una idea, una trama, una historia sobre la mujer rubia y elegante del abrigo de piel. Escribà unas ocho páginas a mano en mi cuaderno de notas de entonces. Era toda la historia de The Price of Salt (El precio de la sal), como se llamó originariamente Carol. Nutrió de mi pluma como de la nada: el principio, el núcleo y el final. Tardé dos horas, quizá menos. A la mañana siguiente me sentà aún más extraña y me di cuenta de que tenÃa fiebre. DebÃa de ser domingo, porque recuerdo haber cogido el metro para ir a una cita por la mañana y en aquella época se trabajaba 6/275 también los sábados por la mañana, y durante las aglomeraciones de Navidad, el sábado entero. Recuerdo que estuve a punto de desmayarme mientras me agarraba a la barra del metro. El amigo con el que habÃa quedado tenÃa ciertas nociones de medicina. Le conté que me encontraba mal y que aquella mañana, mientras me duchaba, me habÃa descubierto una ampollita en la piel, sobre el abdomen. Mi amigo le echó una ojeada a la ampolla y dijo: «Varicela». Desgraciadamente, yo no habÃa tenido esa enfermedad de pequeña, aunque habÃa pasado todas las demás. La varicela no es agradable para un adulto: la fiebre sube a cuarenta grados durante un par de dÃas y, lo que es peor, la cara, el torso, los antebrazos e incluso las orejas y la nariz se cubren de pústulas que pican y escuecen. Uno no debe rascárselas mientras duerme porque entonces quedan cicatrices y hoyuelos. Durante un mes uno va por ahà lleno de ostensibles manchas sangrantes, en plena cara, como si hubiera recibido una descarga de perdigones. El lunes tuve que notificar a los almacenes que no podrÃa volver al trabajo. Uno de aquellos niños de nariz goteante debÃa de haberme contagiado el germen, pero también era el germen de un libro: la fiebre estimula la imaginación. No empecé a escribirlo inmediatamente. Prefiero dejar que las ideas bullan durante semanas. Y además, cuando se publicó Extraños en un tren y poco después la compró Alfred Hitchcock para hacer una pelÃcula, mis editores y mi agente me aconsejaron «Escriba otro libro del mismo género y asà reforzará su reputación como…». ¿Como qué? Extraños en un tren se habÃa publicado como «Una novela Harper de suspense», en Harper & Bros — como se llamaba entonces la editorial— y de la noche a la mañana yo me habÃa convertido en una escritora de «suspense». Aunque, en mi opinión, Extraños en un tren no era una novela de género, sino simplemente una novela con una historia interesante. Si escribÃa una novela sobre relaciones lesbianas, ¿me etiquetarÃan entonces como escritora de libros de lesbianismo? Era una posibilidad, aunque también era posible que nunca más tuviera la inspiración para escribir un libro asà en toda mi vida. Asà que decidà presentar el libro con otro nombre. En 1951 ya lo habÃa escrito. No podÃa dejarlo en segundo plano y ponerme a escribir otra cosa por el simple hecho de que las razones comerciales aconsejaran escribir otro libro de «suspense». Harper & Bros rechazó The Price of Salt , y me vi obligada a buscar otro editor estadounidense. Lo hice a mi pesar, pues me molesta mucho cambiar de editor. En 1952, cuando se publicó en tapa dura, The Price of Salt obtuvo algunas crÃticas serias y respetables. Pero el verdadero éxito llegó un año después, con la edición de bolsillo, que vendió cerca de un millón de ejemplares y seguro que fue leÃda por mucha más gente. Las cartas de los admiradores iban dirigidas a la editorial que habÃa publicado la edición de bolsillo, a la atención de Claire Morgan. Recuerdo que, durante meses y meses, un par de veces por semana me entregaban un sobre con diez o quince cartas. Contesté muchas de ellas, pero no podÃa contestarlas todas sin elaborar una carta modelo, y nunca me decidà a hacerla. 7/275 Mi joven protagonista, Therese, puede parecer ahora demasiado timorata, pero en aquellos tiempos los bares gays eran sitios secretos y recónditos de alguna parte de Manhattan, y la gente que querÃa ir cogÃa el metro y bajaba en una estación antes o una después, para no aparecer como sospechosa de homosexualidad. El atractivo de The Price of Salt era que tenÃa un final feliz para sus dos personajes principales, o al menos que al final las dos intentaban compartir un futuro juntas. Antes de este libro, en las novelas estadounidenses, los hombres y las mujeres homosexuales tenÃan que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, asà lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal. Muchas de las cartas que me llegaron incluÃan mensajes como «¡El suyo es el primer libro de esta especie con un final feliz! No todos nosotros nos suicidamos y a muchos nos va muy bien». Otras decÃan: «Gracias por escribir una historia asÃ. Es un poco como mi propia historia…» Y: «Tengo dieciocho años y vivo en una ciudad pequeña. Me siento solo porque no puedo hablar con nadie…» A veces les contestaba sugiriéndoles que fuesen a una ciudad más grande, donde tendrÃan la oportunidad de conocer a más gente. Según recuerdo, habÃa tantas cartas de hombres como de mujeres, lo que consideré un buen augurio para mi libro. El augurio se confirmó. Las cartas fueron llegando durante años, e incluso ahora llegan una o dos cartas de lectores al año. Nunca he vuelto a escribir un libro como éste. Mi siguiente libro fue The Blunderer. Me gusta evitar las etiquetas, pero, desgraciadamente, a los editores estadounidenses les encantan. 24 de mayo de 1989 8/275 I 9/275 1 Era la hora del almuerzo y la cafeterÃa de los trabajadores de Frankenberg estaba de bote en bote. No quedaba ni un sitio libre en las largas mesas, y cada vez llegaba más gente y tenÃan que esperar detrás de las barandas de madera que habÃa junto a la caja registradora. Los que ya habÃan conseguido llenar sus bandejas de comida vagaban entre las mesas en busca de un hueco donde meterse o esperando que alguien se levantara, pero no habÃa sitio. El estrépito de platos, sillas y voces, el arrastrar de pies y el zumbido de los molinillos entre aquellas paredes desnudas sonaba como el estruendo de una sola y gigantesca máquina. Therese comÃa nerviosa, con el folleto de «Bienvenido a Frankenberg» apoyado sobre una azucarera frente a ella. Se habÃa leÃdo el grueso folleto durante la semana anterior, el primer dÃa de prácticas, pero no tenÃa nada más que leer, y en aquella cafeterÃa sentÃa la necesidad de concentrarse en algo. Por eso volvió a leer lo de las vacaciones extra, las tres semanas que se concedÃan a los que llevaban quince años trabajando en Frankenberg, y comió el plato caliente del dÃa, una grasienta loncha de rosbif con una bola de puré de patatas cubierta de una salsa parduzca, un montoncito de guisantes y una tacita de papel llena de rábano picante. Intentó imaginarse cómo serÃa haber trabajado quince años en Frankenberg, pero se sintió incapaz. Los que llevaban veinticinco años tenÃan derecho a cuatro semanas de vacaciones, según decÃa el folleto. Frankenberg también proporcionaba residencia para las vacaciones de verano e invierno. Pensó que seguro que también tenÃan una iglesia, y una maternidad. Los almacenes estaban organizados como una cárcel. A veces la asustaba darse cuenta de que formaba parte de aquello. Volvió rápidamente la página y vio escrito en grandes letras negras y a doble página: «¿Forma usted parte de Frankenberg?» Miró al otro lado de la estancia, hacia las ventanas, e intentó pensar en otra cosa. En el precioso jersey noruego rojo y negro que habÃa visto en Saks y que le podÃa comprar a Richard para Navidad, si no encontraba una cartera más bonita que la que habÃa visto por veinte dólares. O en la posibilidad de ir en coche a West Point con los Kelly el domingo siguiente a ver un partido de hockey. Al otro lado de la sala, el ventanal cuadriculado parecÃa un cuadro de, ¿cómo se llamaba?, Mondrian. En una de las esquinas de la ventana, un cuadrante abierto mostraba un trozo de cielo blanco. No habÃa ningún pájaro dentro ni fuera. ¿Qué tipo de escenografÃa habrÃa que montar para una obra que se desarrollara en unos grandes almacenes? Ya habÃa vuelto otra vez a la realidad. 10/275 «Pero lo tuyo es muy distinto, Terry», le habÃa dicho Richard. «Estás convencida de que dentro de una semana estarás fuera y en cambio las demás no». Richard le dijo que el verano siguiente quizá estuviera en Francia. Quizá. Richard querÃa que ella le acompañara y en realidad no habÃa nada que le impidiera hacerlo. Y Phil McElroy, el amigo de Richard, le habÃa escrito para decirle que el mes siguiente podÃa conseguirle trabajo con un grupo de teatro. Therese todavÃa no conocÃa a Phil, pero no confiaba en que le consiguiera trabajo. Llevaba desde septiembre pateándose Nueva York, una y otra vez y vuelta a empezar. No habÃa encontrado nada. ¿Quién iba a darle trabajo en pleno invierno a una aprendiza de escenógrafa en los inicios de su aprendizaje? La idea de ir a Europa con Richard el verano siguiente tampoco parecÃa muy real. Sentarse con él en las terrazas de los cafés, pasear con él por Arles, descubrir los lugares que habÃa pintado Van Gogh. Richard y ella parándose en las ciudades para pintar. Y en aquellos últimos dÃas, desde que habÃa empezado a trabajar en los grandes almacenes, aún le parecÃa menos real. Ella sabÃa muy bien qué era lo que más le molestaba de los almacenes. Era algo que no podÃa explicarle a Richard. En los almacenes se intensificaban las cosas que, según ella recordaba, siempre le habÃan molestado. Los actos vacÃos, los trábalos sin sentido que parecÃan alejarla de lo que ella querÃa hacer o de lo que podrÃa haber hecho… Y ahà entraban los complicados procedimientos con los monederos, el registro de abrigos y los horarios que impedÃan incluso que los empicados pudieran realizar su trabajo en los almacenes en la medida de sus capacidades. La sensación de que todo el mundo estaba incomunicado con los demás y de estar viviendo en un nivel totalmente equivocado, de manera que el sentido, el mensaje, el amor o lo que contuviera cada vida, nunca encontraba su expresión verdadera. Le recordaba conversaciones alrededor de mesas o en sofás con gente cuyas palabras parecÃan revolotear sobre cosas muertas e inmóviles, incapaces de pulsar una sola nota con vida. Y cuando uno intentaba tocar una cuerda viva, lo hacÃa mirando con la misma expresión convencional de cada dÃa y sus comentarios eran tan banales que era imposible creer que fuese siquiera un subterfugio. Y la soledad aumentaba con el hecho de que, dÃa tras dÃa, en los almacenes siempre se veÃan las mismas caras. Unas pocas caras con las que se podÃa haber hablado, pero con las que nunca se llegaba a hablar o no se podÃa. No era igual que aquellas caras del autobús, que parecÃan hablar fugazmente a su paso, que veÃa una sola vez y luego se desvanecÃan para siempre. Todas las mañanas, mientras hacÃa cola en el sótano para fichar, sus ojos saltaban inconscientemente de los empleados habituales a los temporales. Se preguntaba cómo habÃa aterrizado allà —por supuesto habÃa contestado un anuncio, pero eso no servÃa para justificar el destino—, y qué vendrÃa a continuación en vez del deseado trabajo como escenógrafa. Su vida era una serie de zigzags. A los diecinueve años estaba llena de ansiedad. 11/275 «Tienes que aprender a confiar en la gente, Therese, recuérdalo», le habÃa dicho la hermana Alicia. Y muchas, muchas veces, Therese habÃa intentado hacerle caso. —Hermana Alicia —susurró Therese con cuidado, sintiéndose reconfortada por las suaves sÃlabas. Therese vio que el chico de la limpieza venÃa en su dirección, asà que se enderezó y volvió a coger el tenedor. TodavÃa recordáis la cara de la hermana Alicia, angulosa y rojiza como una piedra rosada iluminada por el sol, y la aureola azul de su pechera almidonada. La figura huesuda de la hermana Alicia apareciendo por una esquina del salón, o entre las mesas esmaltadas de blanco del refectorio. La hermana Alicia en miles de lugares, con aquellos ojillos azules que la encontraban siempre a ella entre todas las demás chicas y la miraban de un modo distinto. Therese lo sabÃa. Aunque los finos y rosados labios siguieran siempre igual de firmes. TodavÃa recordaba a la hermana Alicia en el dÃa de su octavo cumpleaños, dándole sin sonreÃr los guantes de lana verde envueltos en un papel de seda, ofreciéndoselos directamente, sin apenas una palabra. La hermana Alicia diciéndole con los mismos labios firmes que tenÃa que aprobar aritmética. ¿A quién más le importaba que ella aprobase aritmética? Durante años, Therese habÃa conservado los guantes verdes en el fondo de su armarito metálico del colegio, mucho después de que la hermana Alicia se fuera a California. El papel de seda se habÃa quedado lacio y quebradizo como un trapo viejo y ella no habÃa llegado a ponerse los guantes. Al final, se le quedaron pequeños. Alguien movió la azucarera y el folleto se cayó. Therese miró las manos que tenÃa enfrente, unas manos de mujer, regordetas y envejecidas, sujetando temblorosas el café, partiendo un panecillo con trémula ansiedad y mojando glotonamente la mitad del mismo en la salsa parduzca del plato, idéntica a la de Therese. Eran unas manos agrietadas, con las arrugas de los nudillos negruzcas, pero la derecha lucÃa un llamativo anillo de plata de fantasÃa, con una piedra verde claro, y la izquierda, una alianza de oro. En las uñas habÃa restos de esmalte. Therese vio cómo la mano se llevaba hacia arriba un tenedor cargado de guisantes y no tuvo que mirar para saber cómo serÃa la cara. SerÃa igual que todas las caras de las cincuentonas que trabajaban en Frankenberg, afligidas con una expresión de perenne cansancio y de terror, los ojos distorsionados tras unas gafas que los agrandaban o empequeñecÃan, las mejillas cubiertas de un colorete que no lograba iluminar el tono gris de debajo. Therese se sintió incapaz de mirarla. —Eres nueva, ¿verdad? —La voz era aguda y clara en medio del estrépito general. Era una voz casi dulce. 12/275 —Sà —dijo Therese levantando la vista. Entonces recordó aquella cara. Era la cara cuyo cansancio le habÃa hecho imaginar todas las demás caras. Era la mujer a la que Therese habÃa visto una tarde, hacia las seis y media, cuando los almacenes estaban casi vacÃos, bajando pesadamente las escaleras de mármol desde el entresuelo, deslizando sus manos por la amplia balaustrada de mármol, intentando aliviar sus encallecidos pies de una parte del peso. Aquel dÃa Therese pensó: «No está enferma ni es una pordiosera. Simplemente trabaja aquû. —¿Qué tal te va todo? Y allà estaba la mujer, sonriéndole, con las mismas y terribles arrugas bajo los ojos y en torno a la boca. En realidad, en ese momento sus ojos parecÃan más vivos y afectuosos. —¿Qué tal te va todo? —volvió a repetir la mujer porque a su alrededor habÃa una gran confusión de voces y vasos. Therese se humedeció los labios. —Bien, gracias. —¿Te gusta estar aquÃ? Therese asintió con la cabeza. —¿Ha terminado? —Un hombre joven con delantal blanco agarró el plato de la mujer con ademán imperativo. La mujer hizo un gesto trémulo y desmayado. Atrajo hacia sà el plato de melocotón en almÃbar. Los melocotones, como viscosos pececillos anaranjados, resbalaban bajo el canto de la cuchara cada vez que intentaba hacerse con ellos, hasta que al fin logró coger uno y comérselo. —Estoy en la tercera planta, en la sección de artÃculos de punto. Si necesitas algo… —dijo la mujer con nerviosa incertidumbre, como intentando pasarle un mensaje antes de que las interrumpieran o separaran—. Sube alguna vez a hablar conmigo. Me llamo señora Robichek, señora Ruby Robichek, quinientos cuarenta y cuatro. —Muchas gracias —dijo Therese. Y, de pronto, la fealdad de la mujer se desvaneció, detrás de las gafas sus ojos castaños y enrojecidos parecÃan amables e interesados en ella. Therese sintió que el corazón le latÃa, como si de repente cobrara vida. Miró cómo la mujer se levantaba de la mesa y su corta y gruesa figura se alejaba hasta perderse entre la multitud, que esperaba detrás de la barandilla. Therese no fue a ver a la señora Robichek, pero la buscaba cada mañana cuando los empleados entraban en el edificio hacia las nueve 13/275 menos cuarto, y la buscaba en los ascensores y en la cafeterÃa. No volvió a verla, pero era agradable tener a alguien a quien buscar en los almacenes. HacÃa que todo fuese muy distinto. Casi todas las mañanas, cuando llegaba a su trabajo en la séptima planta, Therese se detenÃa un momento a mirar un tren eléctrico. El tren funcionaba sobre una mesa, junto a los ascensores. No era un tren tan fantástico como aquel otro que habÃa al fondo de aquella misma planta, en la sección de juguetes. Pero habÃa una especie de furia en sus pequeños pistones que los trenes más grandes no tenÃan. RecorrÃa aquella pista oval con un aire furioso y frustrado que hechizaba a Therese. RugÃa y se precipitaba ciegamente en un túnel de cartón piedra, y al salir aullaba. El trenecito siempre estaba en marcha por las mañanas, cuando ella salÃa del ascensor, y también por las tardes, cuando terminaba su trabajo. Le daba la sensación de que el tren maldecÃa la mano que lo ponÃa en marcha cada dÃa. En la sacudida de su morro al describir las curvas, en sus bruscos arranques por los tramos rectos de la vÃa, ella veÃa el frenético y fútil propósito de un tiránico maestro. El tren arrastraba tres coches Pullman en cuyas ventanillas asomaban diminutas figurillas humanas mostrando sus perfiles inflexibles. Detrás de ellos iba un vagón de carga abierto que llevaba madera auténtica en miniatura, un vagón de carga con carbón de mentira y un vagón de cola que crujÃa en las curvas y que se colgaba del tren volante como un niño agarrado a la falda de su madre. Era como alguien que hubiera enloquecido en la cárcel, algo muerto que nunca se gastara, como los deliciosos y flexibles zorros del zoo de Central Park, que repetÃan siempre los mismos pasos dando vueltas en sus jaulas. Aquella mañana Therese se apartó rápidamente del tren y se fue a la sección de muñecas, donde trabajaba. A las nueve y cinco, la gran zona cuadrangular que ocupaba la sección de juguetes empezaba a cobrar vida. Las telas verdes eran retiradas de los largos mostradores. Los juguetes mecánicos empezaban a lanzar bolas al aire para volverlas a coger, las barracas de tiro se ponÃan en marcha y los blancos empezaban a girar. El mostrador de los animales de granja empezaba a graznar, cacarear y rebuznar. Detrás de Therese, se iniciaba un cansino ra-ta-ta-tá. Eran los tambores de un gigantesco soldado de hojalata que miraba marcialmente hacia los ascensores tamborileando durante todo el dÃa. El mostrador de manualidades desprendÃa un olor a arcilla de modelar. Era una reminiscencia de su infancia: el aula de manualidades del colegio. Y también le recordaba a una especie de construcción que habÃa en el terreno del colegio y que, según se rumoreaba, era una tumba auténtica, junto a cuyos barrotes de hierro ella solÃa pegar la nariz. 14/275 La señora Hendrickson, la encargada de la sección de muñecas, cogÃa las muñecas de las estanterÃas del almacén y las colocaba sentadas, con las piernas extendidas, sobre los mostradores de cristal. Therese saludó a la señorita Martucci, que estaba junto al mostrador, tan concentrada contando los billetes y monedas de su billetero que sólo pudo dedicarle a Therese una inclinación un poco más acentuada. Therese contó veintiocho dólares y medio de su propio monedero, lo anotó en un trozo de papel blanco para el sobre de recibos de ventas, y pasó el dinero en bonos de caja a su compartimiento de la caja registradora. En aquel momento, los primeros clientes salÃan de los ascensores, dudando un instante, con la expresión confusa y un tanto sobresaltada que siempre tenÃa la gente al entrar en la sección de juguetes. Luego recuperaban la marcha a oleadas. —¿Tienen esas muñecas que hacen pipÃ? —le preguntó una mujer. —Me gustarÃa esta muñeca, pero con un vestido amarillo —dijo otra, atrayendo una muñeca hacia sÃ. Therese se dio la vuelta y cogió la muñeca de la estanterÃa. La mujer tenÃa la boca y las mejillas como las de su madre, pensó Therese, las mejillas ligeramente picadas de viruela bajo un colorete rosa oscuro y separadas por unos labios rojos llenos de arrugas verticales. —¿Todas las muñecas que beben y hacen pipà son de este tamaño? No hacÃa falta utilizar argucias de vendedor. La gente querÃa comprar una muñeca, cualquier muñeca, para regalarla en Navidad. Era cuestión de agacharse y sacar cajas en busca de una muñeca de ojos castaños en vez de azules, de llamar a la señora Hendrickson para pedirle que abriera con su llave una vitrina de cristal, cosa que ella hacÃa a regañadientes, como si estuviera convencida de que no quedaba ninguna muñeca como la que le pedÃan. HabÃa que deslizarse tras el mostrador y depositar una muñeca más en la montaña de cajas del mostrador de envolver, una montaña que no paraba de crecer y tambalearse, por más que los chicos del almacén vinieran a llevarse los paquetes. Casi ningún niño se acercaba al mostrador. Se suponÃa que Santa Claus era quien traÃa las muñecas, un Santa Claus representado por caras frenéticas y ávidas manos. Sin embargo, pensó Therese, debÃa de haber en ellas algo de buena voluntad, incluso tras aquellas frÃas y empolvadas caras de las mujeres envueltas en abrigos de visón o de mana, que solÃan ser las más arrogantes y que compraban presurosas las muñecas más grandes y más caras, muñecas con pelo de verdad y vestiditos de repuesto. Seguro que habÃa amor en la gente pobre, que esperaba su turno y preguntaba débilmente cuánto costaba tal muñeca, meneaba la cabeza apesadumbrado y se daba la vuelta. Trece dólares y 15/275 cincuenta centavos por una muñeca que sólo medÃa veinticinco centÃmetros de altura. «Cójala», hubiera querido decirles Therese. «La verdad es que es muy cara, pero yo se la regalo. Frankenberg no la echará de menos». Pero las mujeres de los abrigos baratos y los tÃmidos hombres encogidos bajos sus raÃdas bufandas se marcharÃan hacia los ascensores, mirando anhelantes otros mostradores. Si venÃan a buscar una muñeca, no querÃan otra cosa. Una muñeca era una clase especial de regalo de Navidad, algo prácticamente vivo, lo más parecido a un bebé. Casi nunca habÃa niños, pero de vez en cuando alguno se acercaba, generalmente una niñita —pocas veces un niño— agarrada firmemente de la mano de su padre o su madre. Therese les enseñaba las muñecas que pensaba que podÃan gustarles. Era muy paciente. Y por fin, una muñeca producÃa la metamorfosis en la cara de la niña, la reacción a todo un montaje comercial, y casi siempre la niña se marchaba con aquella muñeca. Una tarde, después del trabajo, Therese vio a la señora Robichek en la cafeterÃa que habÃa al otro lado de la calle. Muchas veces Therese se paraba allà a tomar un café antes de regresar a casa. La señora Robichek estaba al fondo del establecimiento, al final de un largo y curvado mostrador, mojando un donut en su tazón de café. Therese se abrió paso hacia ella entre la multitud de chicas, tazones de café y donuts. Al llegar junto al codo de la señora Robichek, jadeó: —Hola. —Y se volvió hacia la barra, como si la taza de café fuera su único objetivo. —Hola —le dijo la señora Robichek, de un modo tan indiferente que Therese se quedó hecha polvo. Therese no se atrevió a mirar otra vez a la señora Robichek y, sin embargo, casi se rozaban con el codo. Therese ya estaba a punto de terminar su café cuando la señora Robichek le dijo, aburrida: —Yo voy a coger el metro en lndependent. Me pregunto si alguna vez podremos salir de aquÃ. TenÃa una voz triste. Era evidente que no se habÃa pasado el dÃa en la cafeterÃa. En aquel momento, era como la vieja jorobada a la que Therese habÃa visto arrastrarse por la escalera. —Saldremos de aquà —dijo Therese confiada. Therese abrió paso para las dos hasta la puerta. Ella también cogÃa el metro en lndependent. La señora Robichek y ella pasaron junto a la multitud ociosa que habÃa a la entrada del metro y fueron absorbidas 16/275 gradual e inevitablemente escaleras abajo, como pedacitos de desechos por una alcantarilla. Descubrieron que las dos bajaban en la parada de la avenida Lexington, aunque la señora Robichek vivÃa en la calle Cincuenta y cinco, justo al este de la Tercera Avenida. Therese acompañó a la señora Robichek a una charcuterÃa a comprarse algo para cenar. Therese también podÃa haberse comprado alguna cosa para ella, pero, por alguna razón, no podÃa hacerlo en presencia de la señora Robichek. —¿Tienes comida en casa? —No, pero luego compraré algo. —¿Por qué no vienes a cenar conmigo? Estoy completamente sola. Ven. —La señora Robichek acabó encogiéndose de hombros, como si le costara menos hacer eso que sonreÃr. El impulso de Therese de protestar cortésmente duró sólo un momento. —Gracias, me encantarÃa. Luego vio un bizcocho envuelto en papel celofán sobre el mostrador, un pastel de frutas que parecÃa un enorme ladrillo marrón, adornado con guindas rojas, y lo compró para regalárselo a la señora Robichek. Era un edificio corriente, como el de la casa de Therese, oscuro y sombrÃo. No habÃa luz permanente en los rellanos y cuando la señora Robichek encendió la del tercer rellano, Therese vio que la casa no estaba muy limpia. La habitación de la señora Robichek tampoco, y la cama estaba sin hacer. Therese se preguntó si se levantarÃa tan cansada como cuando se acostaba. Se quedó de pie en medio de la habitación mientras la señora Robichek arrastraba los pies hacia la cocina, con la bolsa de vÃveres que le habÃa quitado de las manos a Therese. Therese tuvo la sensación de que ahora que estaba en casa, donde nadie podÃa verla, la señora Robichek se permitÃa mostrarse tan cansada como realmente se sentÃa. Therese no recordaba cómo habÃa empezado. No recordaba la conversación anterior, cosa que por otro lado tampoco importaba. Lo que sucedió fue que la señora Robichek pasó junto a ella de una forma extraña, como si estuviera en trance, murmurando en vez de hablar, y se echó boca arriba en la cama sin hacer. Fue el continuado murmullo, la débil sonrisa de disculpa y la terrible y chocante fealdad del cuerpo corto y pesado, con el abultado abdomen y la cabeza inclinada a modo de excusa, mirándola todavÃa cortésmente, lo que la obligó a escucharla. —Yo tenÃa una tienda de ropa en Queens. Ah, una tienda bastante buena —dijo la señora Robichek, y Therese observó cierto tono de orgullo, y escuchó a su pesar, aborreciéndolo—. ¿Conoces los vestidos con la V en la cintura y unos botoncitos subiendo hasta arriba? ¿Te acuerdas? Son 17/275 de hace cuatro o cinco años. —La señora Robichek extendió sus rÃgidas manos y las dejó tiesas sobre su cintura. Eran tan pequeñas que no cubrÃan siquiera la parte delantera de su tronco. ParecÃa muy vieja a la débil luz de la lámpara, que le dibujaba sombras bajo los ojos negros—. Los llamaban vestidos Caterina. ¿Te acuerdas? Los diseñé yo. Salieron de mi tienda de Queens. Eran muy famosos, ¡ya lo creo! La señora Robichek se levantó de la cama y se acercó a un baúl que habÃa contra la pared. Lo abrió, sin dejar de hablar, y empezó a sacar vestidos hechos de una tela oscura y gruesa, dejándolos caer en el suelo. Sostuvo en alto un vestido de terciopelo granate, con el cuello blanco y botoncitos blancos que terminaban en una V, en la cintura del estrecho corpiño. —MÃralos. Son mÃos, los hice yo. Otras tiendas me los copiaron. —Por encima del cuello blanco del vestido, que ella sostenÃa con la mejilla, se inclinaba la fea cabeza de la señora Robichek—. ¿Te gusta éste? Te lo regalo. Acércate, acércate, pruébatelo. A Therese le repelÃa la idea de probárselo. Deseó que la señora Robichek se volviera a echar y descansara, pero se levantó obediente, como si no tuviera voluntad, y se acercó a ella. La señora Robichek apretó un vestido de terciopelo negro sobre el cuerpo de Therese con manos trémulas e insistentes. Y, de pronto, Therese adivinó cómo debÃa de atender a la gente en la tienda, ofreciendo jerséis a troche y moche, porque no podÃa haber hecho aquel gesto de otra manera. Therese recordó que la señora Robichek le habÃa dicho que llevaba cuatro años trabajando en Frankenberg. —¿Te gusta más el verde? Pruébatelo. —Y mientras Therese dudaba un instante, lo apartó y cogió otro, el granate—. Les he vendido cinco a chicas de los almacenes, pero a ti te lo regalo. Aunque sean restos, todavÃa están de moda. ¿O prefieres éste? Therese preferÃa el granate. Le gustaba mucho el rojo, especialmente el granate, y le encantaba el terciopelo de ese color. La señora Robichek la empujó hacia un rincón donde podÃa desnudarse y dejar la ropa en un sillón. Pero ella no querÃa el vestido, no querÃa que se lo diera. Le recordaba cuando le daban ropa en el hospicio, ropa usada, porque ella era considerada prácticamente una huérfana, le pagaban la mitad del colegio y nunca recibÃa paquetes del exterior. Therese se quitó el jersey y se sintió completamente desnuda, se abrazó por encima de los codos y notó la piel frÃa e insensible. —Los cosà yo —dijo la señora Robichek extasiada, como para s×. ¡Me pasaba todo el dÃa cosiendo, de la mañana a la noche! Contraté a cuatro chicas, pero los ojos me empezaron a fallar y ahora no veo por uno, por éste. Ponte el vestido. —Y le contó a Therese lo de la operación en el ojo. No habÃa perdido la vista del todo, sólo parcialmente. Pero le habÃa 18/275 dolido mucho. Era un glaucoma. TodavÃa le producÃa dolores. Eso y la espalda. Y tenÃa juanetes en los pies. Therese se dio cuenta de que le contaba todos sus problemas y le hablaba de su mala suerte para que ella, Therese, comprendiera por qué habÃa caÃdo tan bajo como para llegar a trabajar en unos grandes almacenes. —¿Qué tal te queda? —le preguntó la señora Robichek confiada. Therese se miró en el espejo del armario. El espejo mostraba una larga y delgada figura con la cabeza alargada que parcela en llamas, fuego amarillo brillante que bajaba hasta el contorno rojo grana de los hombros. El vestido caÃa en pliegues rectos y drapeados y le llegaba casi hasta los tobillos. Era un vestido de princesa de cuento de hadas, de un rojo más intenso que la sangre. Therese retrocedió y recogió la tela sobrante del vestido tras de sÃ, para ajustárselo a la cintura. Luego volvió a mirar sus ojos color avellana oscuro en el espejo. Se encontró consigo misma. Aquélla era ella, no la chica vestida con la vulgar falda escocesa y el jersey beige, no la chica que trabajaba en la sección de muñecas de Frankenberg. —¿Te gusta? —le preguntó la señora Robichek. Therese estudió su boca, sorprendentemente tranquila. VeÃa los contornos con nitidez, pese a que no llevaba más lápiz de labios que el que queda después de un beso. Deseó poder besar a la chica que habÃa en el espejo y darle vida y, sin embargo, se quedó perfectamente quieta, como si fuera un cuadro. —Si te gusta, quédatelo —la apremió impaciente la señora Robichek, mirándola desde lejos, acechando desde el guardarropa como las dependientas cuando las dientas se prueban abrigos y vestidos frente a los espejos de los grandes almacenes. Pero Therese sabÃa que aquello no iba a durar mucho: en cuanto se moviera, se desvanecerÃa. Se irÃa aunque ella se quedara con el vestido porque era algo que formaba parte de un instante, de aquel instante. Ella no querÃa el vestido. Intentó imaginárselo en el armario de su casa, entre otras prendas, pero no pudo. Empezó a desabrocharse el cuello. —Te gusta, ¿verdad? —preguntó la señora Robichek, tan confiada como siempre. —Sà —reconoció Therese con firmeza. No pudo desabrocharse el botón de la nuca. La señora Robichek tenÃa que ayudarla porque ella no podÃa esperar más. Era como si la estuvieran estrangulando. ¿Qué hacÃa ella allÃ? ¿Por qué se habÃa puesto aquel vestido? De pronto, la señora Robichek y su apartamento eran una especie de horrible sueño y ella acababa de darse cuenta de que 19/275 estaba soñando. La señora Robichek era el guardián jorobado de la mazmorra, y a ella la habÃan conducido allà para tentarla. —¿Qué te pasa? ¿Te pincha un alfiler? Therese abrió la boca para hablar, pero su mente estaba demasiado lejos. Su mente estaba en un punto muy distante, en un lejano torbellino que se abrÃa al escenario de la terrible habitación, tenuemente iluminada, donde las dos parecÃan resistir en una lucha denodada. Y en aquel punto de la vorágine en que se hallaba su mente la desesperanza era lo que más la aterraba. Era la desesperanza del dolorido cuerpo de la señora Robichek, de su fealdad, de su trabajo en los almacenes, de la pila de vestidos del baúl, la desesperanza que impregnaba completamente el final de su vida. Y la desesperanza que habÃa en la propia Therese de no llegar a ser nunca la persona que querÃa ser ni hacer las cosas que querÃa hacer. ¿Acaso toda su vida habÃa sido sólo un sueño y aquello era la realidad? Era el terror de aquella desesperanza lo que la hizo desear quitarse el vestido y huir antes de que fuera demasiado tarde, antes de que las cadenas cayeran sobre ella y se cerraran. Quizá ya fuese demasiado tarde. Como en una pesadilla, Therese permaneció en la habitación con su ropa interior blanca, temblando, incapaz de moverse. —¿Qué te pasa? ¿Tienes frÃo? Si hace calor… HacÃa calor. La estufa siseaba. La habitación olÃa a ajo y a la ranciedad tÃpica de la vejez, a medicinas y al peculiar olor metálico de la propia señora Robichek. Therese querÃa desplomarse en la butaca donde estaban su jersey y su falda. Quizá si se echaba sobre su ropa, pensó, ya no importarÃa todo aquello. Pero no debÃa echarse, si lo hacÃa estaba perdida. Las cadenas se cerrarÃan en torno a ella y se fundirÃa con la jorobada. Therese temblaba violentamente. De pronto habÃa perdido el control. Era un escalofrÃo, no era sólo el miedo y el cansancio. —Siéntate —dijo la voz de la señora Robichek indiferente, con una calma y un aburrimiento inauditos, como si estuviera acostumbrada a que las chicas se sintieran al borde del desmayo en su habitación. Y también con indiferencia sus toscas manos presionaron los brazos de Therese. Therese luchó contra la idea de sentarse, sabiendo que estaba a punto de sucumbir e incluso que la idea la atraÃa precisamente por eso. Se dejó caer en la butaca, sintió cómo la señora Robichek tiraba de su falda para sacársela, pero se sentÃa incapaz de moverse. Y, sin embargo, seguÃa en el mismo nivel de conciencia, aún podÃa pensar libremente, aunque los oscuros brazos de la butaca ya la hubieran rodeado. 20/275 La señora Robichek le decÃa: —Has estado demasiadas horas de pie en los almacenes. Las Navidades son muy duras. Yo ya he pasado cuatro Navidades allÃ. Al final aprendes a cuidarte un poco. Arrastrándose escalera abajo agarrada a la barandilla. Almorzando en la cafeterÃa. Descalzándose los encallecidos pies al igual que la hilera de mujeres que habÃa sentadas en los radiadores del lavabo de señoras, peleándose por un trozo de radiador sobre el que poner un periódico y poder sentarse cinco minutos. La mente de Therese funcionaba con claridad. Era sorprendente la claridad con que pensaba, aunque sabÃa que simplemente contemplaba el espacio que tenÃa enfrente y que aunque hubiera querido no habrÃa podido moverse. —Sólo estás cansada, chiquilla —dijo la señora Robichek, poniéndole una manta de lana sobre los hombros—. Necesitas descansar después de estar todo el dÃa de pie. Therese recordó una frase de Eliot que Richard citaba. No es eso lo que querÃa decir. No es eso en absoluto. QuerÃa decirla en voz alta, pero no conseguÃa mover los labios. HabÃa algo dulce y ardiente en su boca. La señora Robichek estaba de pie frente a ella, echando un lÃquido de una botella en una cuchara y luego poniéndole la cuchara entre los labios. Therese se lo tragó obediente, sin preocuparse de si podÃa ser venenoso. En ese momento podrÃa haber movido los labios, podrÃa haberse levantado de la butaca, pero ya no querÃa moverse. Finalmente, se recostó y dejó que la señora Robichek la cubriera con la manta. Fingió adormecerse, pero siguió contemplando la figura encorvada que se movÃa por la habitación, quitando las cosas de la mesa y desnudándose para acostarse. Vio a la señora Robichek quitarse un gran corsé de encaje y luego unos tirantes que cayeron por sus hombros y luego por su espalda. Therese cerró los ojos con horror, los mantuvo cerrados con fuerza hasta que el crujido de un muelle y un largo suspiro jadeante le indicaron que la señora Robichek estaba ya en la cama. Pero eso no fue todo. La señora Robichek alcanzó el despertador y le dio cuerda y, sin levantar la cabeza de la almohada, tanteó con el reloj buscando la banqueta que habÃa junto a la cama. En la penumbra, Therese apenas distinguÃa su brazo subiendo y bajando al menos cuatro veces hasta que el reloj encontró la silla. «Esperaré un cuarto de hora hasta que se duerma y luego me iré», pensó Therese. Y como estaba cansada, tuvo que ponerse en tensión para vencer aquel espasmo, aquel ataque repentino que era como una caÃda, que le sobrevenÃa cada noche mucho antes de dormir, como un anuncio del sueño. Esa vez no llegó. Al cabo de lo que le parecieron quince minutos, Therese se vistió y salió silenciosamente. Era fácil, después de todo, 21/275 abrir simplemente la puerta y escapar. Era fácil, pensó, porque en realidad no se estaba escapando, en absoluto. 22/275 2 —Terry, ¿te acuerdas de aquel tÃo que te dije, Phil McElroy? El de la compañÃa de teatro. Pues está en la ciudad y dice que dentro de quince dÃas tendrás trabajo. —¿Un trabajo de verdad? ¿Dónde? —Una obra en el Village. Phil quiere que quedemos esta noche. Te lo contaré cuando nos veamos. Estaré allà en veinte minutos. Ahora mismo salgo de clase. Therese subió corriendo los tres tramos de escalera hasta su habitación. Estaba a medio lavarse y el jabón se le habÃa secado en la cara. Bajó la vista hacia la palangana anaranjada que habÃa en la pila. «¡Un trabajo!», susurró para sÃ. La palabra mágica. Se puso un vestido y en el cuello una cadena de plata con una medalla de san Cristóbal, un regalo de cumpleaños de Richard, y se peinó el pelo con un poco de agua para que pareciera más limpio. Luego cogió varios bocetos y maquetas de cartulina y los metió en un armario para tenerlos a mano en caso de que Phil McElroy quisiera verlos. «No, no tengo mucha experiencia», tendrÃa que decirle, y sintió una punzada de desánimo. Ni siquiera habÃa conseguido un trabajo de ayudante, excepto aquel trabajo de dos dÃas en Montclair, en el que montó una escenografÃa para un grupo de aficionados que finalmente utilizaron. Si es que a eso podÃa llamársele trabajo. HabÃa hecho dos cursos de diseño escenográfico en Nueva York y habÃa leÃdo un montón de libros. Casi podÃa oÃr a Phil McElroy —probablemente un joven muy nervioso y ocupadÃsimo, un tanto molesto por haber tenido que verla para nada—, diciéndole que lo sentÃa mucho, pero que ella no podrÃa ocupar esa plaza. Pero con Richard delante, pensó Therese, no serÃa tan terrible como si estuviera sola. Richard habÃa abandonado o le habÃan echado de unos cinco trabajos desde que ella le conocÃa. Nada molestaba menos a Richard que perder y encontrar trabajos. Therese recordó que la habÃan despedido del Pelican Press hacÃa un mes y dio un respingo. Ni siquiera se lo habÃan comunicado con antelación y suponÃa que la única razón para despedirla habÃa sido el que su particular encargo de investigación habÃa terminado. Cuando habÃa ido a hablar con el director, el señor Nussbaum, para preguntarle por qué no le habÃan dado un preaviso, él no entendió o fingió no entender lo que significaba el término. «¿Preaviso?… ¿Qué es eso?», habÃa dicho indiferente con su peculiar acento, y ella habÃa salido huyendo para no echarse a llorar en su despacho. Para Richard era más fácil, viviendo en casa con una familia que le animaba. Para él también era más fácil ahorrar. En un perÃodo de dos años en la Marina habÃa ahorrado unos dos mil dólares, y mil más en el año siguiente. ¿Y cuánto tardarÃa ella en ahorrar los mil 23/275 quinientos dólares que habÃa que pagar para ser miembro júnior del sindicato de escenógrafos? Después de casi dos años en Nueva York, sólo habÃa reunido unos quinientos dólares. —Ruega por mà —le dijo a la Virgen de madera que habÃa en la estanterÃa. Era la única cosa bonita del apartamento, la virgen de madera que habÃa comprado el primer mes de su estancia en Nueva York. Le hubiera gustado tener un sitio mejor para ponerla que aquella estanterÃa tan fea. La estanterÃa consistÃa en una montaña de cajas de fruta apiladas y pintadas de rojo. Le hubiera gustado tener una estanterÃa de madera, suave al tacto y encerada. Bajó a la charcuterÃa y compró seis latas de cerveza y un poco de queso azul. Cuando subió otra vez, recordó la propuesta original de que ella fuese a la tienda y comprase algo para comer. Richard y ella habÃan planeado cenar allà aquella noche. Ahora quizá cambiaran de planes, pero a ella no le gustaba tomar la iniciativa y alterar los planes que afectaran a Richard. Estaba a punto de volver a bajar a comprar cena cuando Richard llamó a la puerta. Ella apretó el botón del portero automático para abrir. Richard subió las escaleras corriendo, sonriente. —¿Ha llamado Phil? —No —dijo ella. —Muy bien. Eso significa que viene hacia aquÃ. —¿Cuándo? —Supongo que dentro de unos minutos. No creo que se quede mucho rato. —¿De verdad parece un trabajo seguro? —Eso dice Phil. —¿Sabes qué tipo de obra es? —No sé nada, salvo que necesitan a alguien para los decorados, ¿y por qué no tú? —Richard la contempló crÃticamente, sonriendo—. Esta noche estás muy guapa. No te pongas nerviosa. Es sólo una compañÃa pequeña que actúa en el Village y seguramente tú tienes más talento que todos ellos juntos. Ella cogió el abrigo que él habÃa dejado en una silla y lo colgó en el armario. Debajo del abrigo habÃa enrollado un dibujo a carboncillo que él habÃa traÃdo de la escuela de Bellas Artes. 24/275 —¿Has hecho algo bueno hoy? —le preguntó ella. —Asà asÃ. Hay un dibujo que quiero seguir en casa —dijo él despreocupadamente—. Hoy tenÃamos a aquella modelo pelirroja que me gusta. Therese querÃa ver su boceto, pero sabÃa que a Richard no le parecerÃa lo bastante bueno. Algunos de sus primeros dibujos eran buenos, como aquel faro pintado en azules y negros que colgaba encima de su cama y que él habÃa hecho cuando estaba en la Marina y empezó a dedicarse a la pintura. Pero todavÃa no sabÃa dibujar muy bien con modelos al natural y Therese dudaba de que nunca lo consiguiera. TenÃa una mancha de carboncillo en la rodilla de sus pantalones de algodón color canela. Llevaba camiseta debajo de la camisa de cuadros roja y negra, y mocasines de ante que le daban a sus enormes pies aspecto de pezuñas de oso. Therese pensó que parecÃa un leñador o un deportista profesional más que cualquier otra cosa. PodÃa imaginárselo mucho mejor con un hacha en la mano que con un pincel. Una vez le habÃa visto con un hacha, cortando leña en el jardÃn trasero de su casa de Brooklyn. Si no le demostraba a su familia que estaba haciendo progresos con la pintura, probablemente aquel mismo verano tendrÃa que ingresar en la compañÃa envasadora de gas de su padre, y abrir la sucursal de Long Island que éste tenÃa prevista. —¿Trabajas este sábado? —le preguntó, todavÃa con miedo de hablar del trabajo. —Espero que no. ¿Y tú? Ella recordó de pronto que sÃ. —Sà —suspiró con resignación—. El sábado es el último dÃa. Richard sonrió. —Es una conspiración. —Le cogió las manos y la hizo rodearle la cintura, dejando de rondar incansablemente por la habitación—. Quizá el domingo, ¿no? Mi familia preguntaba si podrÃas ir a comer, pero no tendremos que estar mucho rato con ellos. Puedo pedir prestado un camión y por la tarde nos vamos a alguna parte. —Muy bien. A ella le gustaba y a Richard también. Se sentaba en la cabina del camión cisterna vacÃo y conducÃan hacia donde fuera, libres como si volaran sobre las alas de una mariposa. Ella apartó las manos de la cintura de Richard porque esa postura la hacÃa sentirse tÃmida y tonta, como si estuviera abrazando el tronco de un árbol. 25/275 —HabÃa comprado unos bistecs para esta noche, pero me los han robado en los almacenes. —¿Te los han robado? ¿Cómo? —De la estanterÃa donde dejamos los bolsos. La gente que contratan por Navidades no tiene armarios. —En ese momento sonrió, pero aquella tarde habÃa estado a punto de echarse a llorar. «VÃboras, puñado de vÃboras, robar una maldita bolsa de comida», habÃa pensado. Les habÃa preguntado a todas las chicas si la habÃan visto y todas lo habÃan negado. La señora Hendrickson le habÃa dicho indignada que no estaba permitido llevar comida a la tienda. Pero ¿qué iba a hacer si no, si a las seis de la tarde todas las tiendas de comida estaban cerradas? Richard se echó en el sofá-cama. TenÃa los labios delgados y de contornos desiguales, inclinados hacia abajo, lo que le daba una expresión ambigua, a veces cómica y otras amarga, una contradicción que sus francos ojos azules más bien inexpresivos no contribuÃan a clarificar. —¿Fuiste a Objetos Perdidos? —le preguntó despacio, en tono burlón—. He perdido un kilo de carne. Responde al nombre de Albóndiga. Therese sonrió mirando por encima de las estanterÃas de su reducida cocina. —Tú lo dirás en broma, pero la señora Hendrickson me sugirió que bajara a Objetos Perdidos. Richard soltó una sonora carcajada y se levantó. —Aquà hay una lata de maÃz y he comprado una lechuga para hacer una ensalada. También hay pan y mantequilla. ¿Quieres que baje a comprar unas chuletas de cerdo congeladas? Richard extendió uno de sus largos brazos por encima de su hombro y cogió el pan negro que habÃa en el estante. —¿A esto le llamas pan? Si tiene hongos… MÃralo, está tan azul como el culo de un mandril. ¿Por qué no te comes el pan cuando lo compras? —Lo uso para ver en la oscuridad. Pero si a ti no te gusta… —Lo cogió y lo tiró a la basura—. De todos modos, no me referÃa a ese pan. —Enséñame el pan al que te referÃas. El timbre de la puerta sonó justo al lado de la nevera y ella saltó hacia el botón. —Son ellos —dijo Richard. 26/275 HabÃa dos chicos jóvenes. Richard los presentó como Phil McElroy y su hermano Dannie. Phil no era en absoluto como esperaba Therese. No parecÃa ni profundo, ni serio, ni particularmente inteligente, y apenas la miró cuando les presentaron. Dannie se quedó allà de pie con el abrigo en la mano hasta que Therese se lo cogió. No encontró otra percha para el abrigo de Phil, y Phil volvió a cogerlo y lo dejó en el respaldo de una silla, de manera que parte de él arrastraba por el suelo. Era un viejo abrigo cruzado, de pelo de camello. Therese sacó la cerveza, el queso y galletitas, escuchando atentamente para ver si Phil y Richard cambiaban de conversación y hablaban del trabajo. Pero todo el rato hablaban de las cosas que les habÃan pasado desde la última vez que se vieron en Kingston, Nueva York. El verano anterior, Richard habÃa pasado dos semanas trabajando en unos murales de un parador en el que Phil habÃa trabajado de camarero. —¿Tú también estás en el teatro? —le preguntó ella a Dannie. —No, yo no —dijo Dannie. ParecÃa avergonzado, o quizá estaba aburrido e impaciente, y querÃa marcharse. Era mayor que Phil y un poco más corpulento. Sus ojos castaño oscuro se movÃan pensativos por el cuarto, de objeto en objeto. —Por ahora sólo tienen al director y tres actores —dijo Phil a Richard, recostándose en el sofá—. El director es un tipo con el que trabajé una vez en Filadelfia, Raymond Cortes. Si te recomiendo, seguro que te cogerá —añadió mirando a Therese—. Me prometió el papel de segundo hermano. La obra se titula Llovizna. —¿Es una comedia? —preguntó Therese. —Una comedia de tres actos. ¿Alguna vez has hecho decorados para algo asÃ? —¿Cuántos cuadros habrá? —preguntó Richard justo cuando ella iba a contestar. —Dos, como máximo, y lo más probable es que pasen con uno. Le han dado el primer papel a Georgia Halloran. ¿Viste el Sartre que hicieron en otoño? Actuaba ella. —¿Georgia? —sonrió Richard—. ¿Qué pasó entre ella y Rudy? Decepcionada, Therese tuvo que escuchar cómo la conversación giraba en torno a Georgia y Rudy y otra gente que no conocÃa. Supuso que Georgia era una de las chicas con las que habÃa estado liado Richard. En una ocasión le habÃa mencionado hasta cinco, pero ella no recordaba los nombres, excepto uno, Celia. 27/275 —¿Ese es uno de tus decorados? —le preguntó Dannie mirando la escenografÃa de cartón que estaba colgada en la pared, y cuando ella asintió con la cabeza él se levantó y se acercó a mirarla. Richard y Phil estaban hablando de un hombre que le debÃa dinero a Richard. Phil dijo que lo habÃa visto la noche anterior en el bar San Remo. Therese pensó que Phil tenÃa el rostro alargado y el pelo ondulado como los personajes de El Greco, y en cambio, en su hermano, los mismos rasgos parecÃan los de un indio norteamericano. La manera de hablar de Phil destruÃa completamente la ilusión de El Greco. Hablaba como la gente que uno se encuentra en los bares del Village, gente joven que son supuestamente escritores o actores y que en general no hacen nada de nada. —Es muy bonito —dijo Dannie, contemplando una de las figuras suspendidas. —Era para Petrushka. La escena de las hadas —dijo ella, preguntándose si él conocerÃa el ballet. PodÃa ser abogado, pensó, o incluso médico. TenÃa manchas amarillas en los dedos, pero no eran las tÃpicas manchas de tabaco. Richard dijo algo acerca de que tenÃa hambre, y Phil dijo que él se morÃa de hambre, pero ninguno de los dos habÃa probado el queso que tenÃan delante. —Hemos quedado dentro de media hora, Phil —dijo Dannie. Un momento después estaban todos de pie, poniéndose los abrigos. —Comamos algo en algún sitio, Terry —dijo Richard—. ¿Qué te parece ese sitio checo que hay en la Segunda? —De acuerdo —dijo ella, intentando ser complaciente. Supuso que ya se habÃa acabado todo y que no habÃa nada definitivo. Tuvo el impulso de preguntarle a Phil algo crucial, pero no lo hizo. En la calle, echaron a andar hacia abajo en vez de hacia arriba. Richard iba con Phil y sólo miró atrás una o dos veces, como intentando comprobar que ella seguÃa allÃ. Dannie la cogÃa del brazo cuando llegaban a un bordillo, asà como en los sitios donde el suelo estaba sucio y resbaladizo, aunque ya no habÃa nieve ni hielo, sino sólo los restos de una nevada de hacÃa tres semanas. —¿Eres médico? —le preguntó a Dannie. —FÃsico —contestó él—. Estoy haciendo el curso para graduados en la Universidad de Nueva York —le sonrió, y la conversación se detuvo durante un rato. 28/275 Más tarde, él añadió: —Hay que recorrer un largo camino para ser escenógrafo, ¿no? —Bastante largo —asintió ella. Iba a preguntarle si pensaba hacer algún trabajo relacionado con la bomba atómica, pero no lo hizo porque en realidad le daba igual. ¿Qué hubiera cambiado eso?—. ¿Sabes adónde vamos? —le preguntó. Él sonrió ampliamente, mostrando una blanca dentadura. —SÃ. Al metro. Pero Phil primero quiere tomar algo en algún sitio. Iban bajando por la Tercera Avenida. Richard le estaba contando a Phil que ellos pensaban ir a Europa el verano siguiente. Ella sintió un pálpito de vergüenza mientras andaba detrás de Richard, como si fuera un apéndice suyo. Porque, naturalmente, Phil y Dannie pensarÃan que ella era la amante de Richard. Ella no era su amante. Y Richard tampoco podÃa esperar que lo fuera en Europa. Ella se daba cuenta de que la suya era una relación muy extraña, ¿pero quién se lo habrÃa creÃdo? Por lo que habÃa visto en Nueva York, todo el mundo se acostaba con todo el mundo y todos salÃan con dos o tres personas a la vez. Y las dos personas con las que habÃa salido antes de Richard, Angelo y Harry, la habÃan dejado al descubrir que no querÃa tener ningún lÃo con ellos. El año que conoció a Richard habÃa intentado liarse con él tres o cuatro veces, aunque con resultados negativos. Richard decÃa que preferÃa esperar hasta que ella estuviera más interesada en él. QuerÃa casarse con ella y decÃa que era la primera chica a la que se lo habÃa propuesto. Ella sabÃa que se lo volverÃa a pedir antes de que salieran para Europa, pero no le querÃa lo bastante como para casarse con él. Y, sin embargo, pensaba aceptar que él le pagara casi todo el viaje, pensó, con un sentimiento de culpabilidad que le era familiar. Luego se le apareció la imagen de la señora Semco, la madre de Richard, sonriéndoles aprobadoramente ante la idea de su boda. Y Therese, involuntariamente, sacudió la cabeza. —¿Qué te pasa? —le preguntó Dannie. —Nada. —¿Tienes frÃo? —No, en absoluto. Pero él le apretó el brazo con más fuerza. Ella tenÃa frÃo, y se sentÃa bastante desgraciada. SabÃa que la culpa era de aquella relación con Richard, inconexa y sin cimentar. Cada vez se conocÃan más, pero no por ello estaban más cerca. Después de diez meses, aún no estaba enamorada de él y quizá nunca lo estuviera. Y eso pese a que le gustaba más que ningún otro hombre que hubiera conocido. A veces pensaba 29/275 que estaba enamorada de él. Se despertaba por la mañana mirando al techo, con los ojos en blanco, recordando de pronto que le conocÃa, recordando repentinamente su rostro iluminado cuando tenÃa hacia él algún gesto de afecto. Antes de que el vacÃo de su sueño pudiera llenarse con la conciencia de la hora que era, del dÃa, de lo que tenÃa que hacer, de esa sólida sustancia que estructura la vida de alguien. Pero esa sensación no guardaba el menor parecido con lo que habÃa leÃdo sobre el amor. Se suponÃa que el amor era una especie de bendita locura, pero Richard tampoco se comportaba como si estuviera felizmente loco. —¡Ah! ¡Allà todo se llama Saint-Germain-des-Prés! —gritó Phil haciendo un gesto con la mano—. Te daré algunas direcciones antes de que os vayáis. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? Un camión con ruidosas cadenas giró frente a ellos y Therese no pudo oÃr la respuesta de Richard. Phil entró en la tienda Riker’s, en la esquina de la calle Cincuenta y tres. —No vamos a comer aquÃ. Phil sólo quiere entrar un momento —le dijo Richard abrazándola mientras cruzaban el umbral—. Hoy es un gran dÃa, ¿no, Terry? ¿No te parece? ¡Tu primer trabajo de verdad! Richard estaba convencido y Therese intentó con toda su alma convencerse de que podÃa ser un gran momento. Pero ni siquiera pudo recobrar la confianza que habÃa sentido hacÃa unas horas, después de la llamada de Richard, mientras contemplaba la toalla y la palangana anaranjada. Se apoyó en el taburete que habÃa junto al de Phil. Richard se quedó de pie junto a ella y siguió hablando con Phil. La luz blanca fluorescente sobre la pared de azulejos blancos y el suelo parecÃa aún más brillante que la luz del sol, allà no habÃa sombras. Ella veÃa brillar cada uno de los pelos negros de las cejas de Phil y las rugosidades y las vetas de la pipa apagada que Dannie sostenÃa en la mano. VeÃa hasta los más mÃnimos detalles de la mano de Richard, que colgaba desmañada de la manga de la chaqueta, y una vez más aquella mano le pareció incongruente con el huesudo y elástico cuerpo. TenÃa las manos gruesas, incluso regordetas, y las movÃa de manera inarticulada, como un ciego cogiendo un salero o el asa de una maleta. O como si le acariciara el pelo, pensó. Las palmas eran extremadamente suaves, como las de una chica, y algo húmedas. Pero lo peor era que en general se olvidaba de limpiarse las uñas, incluso cuando se tomaba la molestia de arreglarse. Therese se lo habÃa dicho un par de veces, pero se daba cuenta de que ya no podÃa decÃrselo más sin hacerle enfadar. Dannie la estaba mirando. Durante un instante ella sostuvo sus ojos pensativos, pero luego bajó la vista. De repente, supo por qué no podÃa recobrar la sensación que habÃa experimentado antes: simplemente, no creÃa que la recomendación de Phil McElroy bastara para conseguirle un trabajo. —¿Estás preocupada por lo del trabajo? —le dijo Dannie, que se hallaba a su lado. 30/275 —No. —No tienes por qué estarlo. Phil te puede echar una mano. —Se puso la boquilla de la pipa entre los labios y parecÃa a punto de decir algo, pero se dio la vuelta. Ella escuchaba a medias la conversación de Phil con Richard. Hablaban de reservas de billetes de barco. Dannie dijo: —Por cierto, el Black Cat Theater está a sólo un par de manzanas de mi casa, en la calle Morton. Phil vive conmigo. Puedes venir a comer alguna vez con nosotros. ¿Vendrás? —Muchas gracias, me encantarÃa. —Probablemente no irÃa, pensó, pero habÃa sido amable por su parte el ofrecérselo. —¿Tú que piensas, Terry? —le dijo Richard—. ¿Te parece que marzo será muy pronto para ir a Europa? Es mejor ir pronto para no encontrarnos demasiada gente. —Marzo me parece bien —dijo ella. —No hay nada que nos retenga. No me importa perderme el trimestre de invierno de la escuela. —No, no hay nada que nos retenga —repitió. Era fácil decirlo. Era muy fácil creérselo todo. Pero también era muy fácil no creer nada en absoluto. Si todo fuera real, la obra tuviera éxito y ella pudiera ir a Francia al menos con un solo éxito tras de sÃ… De repente, Therese buscó el brazo de Richard y bajó la mano hacia sus dedos. Richard se quedó muy sorprendido y se detuvo a mitad de una frase. A la tarde siguiente, Therese llamó al número de Watkins que Phil le habÃa dado. Contestó una chica que parecÃa muy eficiente. El señor Cortes no estaba, pero Phil McElroy les habÃa hablado de ella. El puesto era suyo y empezarÃa el 28 de diciembre a cincuenta dólares por semana. Si querÃa, podÃa ir antes a enseñarle al señor Cortes alguna cosa suya, pero no era necesario. Sobre todo, porque el señor McElroy la habÃa recomendado de manera muy efusiva. Therese llamó a Phil para darle las gracias, pero nadie contestó. Le escribió una nota y la dejó en el Black Cat Theater. 31/275 3 Roberta Walls, la empleada temporal más joven de la sección de juguetes, en medio de las prisas de media mañana se detuvo el tiempo suficiente para susurrarle a Therese: —¡Si no vendemos hoy esa maleta de veinticuatro dólares noventa y cinco, el lunes la tendrán que rebajar y la sección perderá dos dólares! —Roberta señaló la maleta de cartón que habÃa en el mostrador, dejó su carga de cajas grises en manos de la señorita Martucci y salió corriendo. Al final del largo pasillo, Therese vio cómo las vendedoras le abrÃan paso a Roberta. Ella volaba arriba y abajo por los mostradores, de un rincón a otro de la planta, desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Therese habÃa oÃdo que Roberta querÃa otro ascenso. Usaba gafas arlequinescas color rojo y, a diferencia de las otras chicas, siempre llevaba las mangas de la bata subidas por encima de los codos. Therese la vio volar al otro lado de un pasillo y detenerse ante la señora Hendrickson con un excitado mensaje que transmitió con gestos. La señora Hendrickson asintió de acuerdo y Roberta le tocó el hombro con familiaridad. Therese sintió una leve punzada de celos. Celos, aunque a ella no le importaba lo más mÃnimo la señora Hendrickson, y ni siquiera le gustaba. —¿Tienen una muñeca de trapo que llore? Therese no recordaba haber visto muñecas asà en el almacén, pero la mujer estaba segura de que se vendÃan en Frankenberg, porque las habÃa visto anunciadas. Therese sacó otra caja del último montón que le quedaba por mirar, pero allà tampoco habÃa. —¿Qué buscas? —le preguntó la señorita Santini con voz nasal. Estaba constipada. —Una muñeca de trapo que llore —contestó Therese. Últimamente, la señorita Santini habÃa sido muy amable con ella. Therese se acordó de cuando le habÃan robado la carne. Pero esta vez la señorita Santini se limitó a enarcar las cejas, avanzó el labio inferior, rojo brillante, se encogió de hombros y siguió su camino. —¿De trapo? ¿Con trenzas? —La señorita Martucci, una italiana flaca y de pelo alborotado, miró a Therese—. Que no se entere Roberta —dijo la señorita Martucci, echando un vistazo a su alrededor—. Que nadie se entere, pero esas muñecas están en el sótano. —¡Oh! 32/275 La sección de juguetes de arriba estaba en guerra con la sección de juguetes del sótano. La táctica era forzar al cliente a comprar en la séptima planta, en la que todo era más caro. Therese le dijo a la mujer que aquellas muñecas se vendÃan en el sótano. —Intenta vender esto hoy —le dijo la señorita Davis cautelosa, y tamborileó con sus uñas rojas sobre la gastada maleta, imitación de piel de cocodrilo. Therese asintió con la cabeza. —¿Tienen muñecas con las piernas rÃgidas? Una que se sostiene de pie… Therese miró a la mujer de mediana edad, cuyas muletas le empujaban los hombros hacia arriba. TenÃa una cara distinta de todas las demás caras que habÃa al otro lado del mostrador. ParecÃa amable, con una expresión de seguridad en los ojos, como si supiera exactamente lo que estaba buscando. —Esta es un poco grande comparada con la que yo buscaba —dijo la mujer cuando Therese le enseñó una muñeca—. Lo siento. ¿No tiene una más pequeña? —Creo que sÃ. Therese se alejó un poco más por el pasillo y se dio cuenta de que la mujer la seguÃa con sus muletas, evitando la presión de la gente que habÃa junto al mostrador, como para ayudar a Therese cuando volviera con la muñeca. De pronto, Therese querÃa tomarse todas las molestias, querÃa encontrar exactamente la muñeca que la mujer estaba buscando. Pero la siguiente muñeca tampoco era la apropiada. No tenÃa el pelo de verdad. Therese buscó en otra parte y encontró la misma muñeca con pelo de verdad. Incluso lloraba al inclinarla. Era exactamente lo que querÃa aquella mujer. Therese recostó cuidadosamente la muñeca sobre el papel de seda de una caja nueva. —Es perfecta —repetÃa la mujer—. Se la voy a mandar a una amiga mÃa que es enfermera en Australia. Se graduó conmigo en la escuela de enfermerÃa y he hecho un pequeño uniforme como el nuestro para vestir a la muñeca. MuchÃsimas gracias. ¡Le deseo una feliz Navidad! —¡Feliz Navidad! —contestó Therese sonriendo. Era la primera vez que oÃa a un cliente felicitarle la Navidad. —¿Ha hecho ya su turno de descanso, señorita Belivet? —le preguntó la señora Hendrickson, con un tono tan agudo que casi parecÃa un reproche. Therese no habÃa descansado aún. Cogió su agenda y la novela que estaba leyendo del estante que habÃa bajo el mostrador de envolver. La 33/275 novela era el Retrato del artista adolescente , de Joyce, porque Richard estaba ansioso por que lo leyera. ¿Cómo podÃa alguien leer a Gertrude Stein sin haber leÃdo algo de Joyce?, decÃa Richard, él no lo entendÃa. Ella se sentÃa un tanto inferior cuando Richard le hablaba de libros. HabÃa hojeado todos los de las estanterÃas del colegio, y ahora se daba cuenta de que la biblioteca reunida por la Orden de Santa Margarita distaba mucho de ser católica, e incluÃa escritores tan inesperados como Gertrude Stein. El vestÃbulo de la habitación de descanso de los empleados estaba bloqueado por enormes carros de reparto con montones altÃsimos de cajas. Therese esperó para pasar. —¡Muñeca! —le gritó uno de los mozos de reparto. Therese sonrió levemente porque era una tonterÃa. Incluso abajo, en el guardarropa del sótano, le gritaban «¡Muñeca!» cuando pasaba por allà por la mañana o por la noche. —Muñeca, ¿me esperas a mÃ? —bramó de nuevo la voz ruda y nerviosa, por encima del estrépito y los golpes de los carros. Ella se abrió paso y esquivó un carro que se precipitaba hacia ella con un empleado delante. —¡Aquà no se fuma! —exclamó una voz masculina, una voz gruñona digna de un ejecutivo, y las chicas que habÃa delante de Therese y que habÃan encendido cigarrillos echaron el humo ostentosamente y corearon en voz alta, justo antes de refugiarse en la sala de mujeres: —¿Quién se cree que es él ? ¿El señor Frankenberg? —¡Yu-hu! ¡Muñeca! —¡Muñeca, que me pierdes! Un carro de reparto se deslizó frente a ella, y su pierna chocó contra el borde metálico. Siguió andando sin mirársela, aunque ya sentÃa el dolor fluyendo como una lenta explosión. Pasó por entre distintos y caóticos sonidos de voces femeninas mezcladas, siluetas de mujeres y olor a desinfectante. La sangre le resbalaba hasta el zapato y se le habÃa hecho un desgarrón en la media. Se alisó la piel levantada y, al sentirse mareada, se apoyó contra la pared y se agarró a una tuberÃa. Se quedó allà unos segundos, escuchando la confusión de voces entre las chicas que habÃa frente al espejo. Luego humedeció papel higiénico y se limpió hasta que la mancha roja desapareció de su media, pero la sangre seguÃa fluyendo. —Estoy bien, gracias —le dijo a una chica que se inclinó un momento hacia ella, y la chica se alejó. 34/275 Lo único que podÃa hacer era comprar una compresa en la máquina expendedora. Cogió un poco del algodón que llevaba dentro y se lo sujetó a la pierna con la gasa. Ya era hora de volver al mostrador. Sus ojos se encontraron en el mismo instante, cuando Therese levantó la vista de la caja que estaba abriendo y la mujer volvió la cabeza, mirando directamente hacia Therese. Era alta y rubia, y su esbelta y grácil figura iba envuelta en un amplio abrigo de piel que mantenÃa abierto con una mano puesta en la cintura. TenÃa los ojos grises, incoloros pero dominantes como la luz o el fuego. Atrapada por aquellos ojos, Therese no podÃa apartar la mirada. Oyó que el cliente que tenÃa enfrente le repetÃa una pregunta, pero ella siguió muda. La mujer también miraba a Therese, con expresión preocupada. ParecÃa que una parte de su mente estuviera pensando en lo que iba a comprar allÃ, y aunque hubiera muchas otras empleadas, Therese sabÃa que se dirigirÃa a ella. Luego la vio avanzar lentamente hacia el mostrador y el corazón le dio un vuelco recuperando el ritmo. Sintió cómo le ardÃa la cara mientras la mujer se acercaba más y más. —¿Puede enseñarme una de esas maletas? —le preguntó la mujer, inclinándose sobre el mostrador y mirando a través de la superficie acristalada. La deteriorada maleta estaba sólo a unos centÃmetros. Therese se dio la vuelta y cogió una caja del final de una pila, una caja que nunca se habÃa abierto. Cuando se levantó, la mujer la estaba mirando con serenos ojos grises. Therese no lograba apartar la vista de ellos, pero tampoco podÃa mirarlos abiertamente. —Esa es la que me gusta, pero supongo que no puedo comprarla, ¿o sÃ? —dijo, señalando la maleta marrón que habÃa en el escaparate, detrás de Therese. TenÃa las cejas rubias, y subrayaban la curva de su frente. Therese pensó que su boca era tan sagaz como sus ojos, que su voz era como su abrigo, rica y suave, y que, de algún modo, parecÃa llena de secretos. —Sà —contestó Therese. Volvió al almacén a buscar la llave. Estaba colgada de un clavo que habÃa detrás de la puerta, y sólo la señora Hendrickson estaba autorizada a cogerla. La señorita Davis la vio y se quedó boquiabierta, pero Therese le dijo: —La necesito. —Y salió. Abrió el escaparate, sacó la maleta y la puso sobre el mostrador. 35/275 —¿Me vende la que está en exposición? —Sonrió como si lo entendiera —. Les dará un ataque, ¿no? —añadió con indiferencia, apoyando los codos en el mostrador para estudiar el contenido de la maleta. —Da igual —dijo Therese. —Está bien, esta me gusta. Pagaré contra reembolso. ¿Y los vestidos? ¿Van con la maleta? En la tapa de la maleta habÃa unos vestiditos envueltos en celofán y llevaban la etiqueta del precio pegada encima. —No. Van aparte —dijo Therese—. Si quiere vestidos de muñeca, son mucho mejores los de la sección de vestuario de muñecas que hay al otro lado del pasillo. —Ah. ¿Podrá llegar esto a Nueva Jersey antes de Navidad? —SÃ. Llegará el lunes. —Si no llegaba, pensó Therese, lo entregarÃa ella personalmente. —Señora H. F. Aird —dijo la suave y nÃtida voz, y Therese empezó a anotarlo en el impreso verde de pago contra reembolso. Como un secreto que nunca olvidarÃa, fueron apareciendo bajo la punta del bolÃgrafo el nombre, la dirección y la ciudad, algo que quedarÃa grabado en su memoria para siempre. —No habrá ningún error, ¿verdad? —preguntó la mujer. Therese percibió su perfume por primera vez y, en lugar de contestar, se limitó a negar con la cabeza. Bajó la vista hacia la hoja en la que añadÃa concienzudamente las cifras necesarias y deseó con todas sus fuerzas que la mujer continuara hablando y le dijera: «¿Te alegras de haberme conocido? ¿Por qué no volvemos a vernos? ¿Por qué no comemos juntas hoy?» Su voz era tan indiferente que podrÃa haberlo dicho sin el menor problema. Pero no hubo nada después del «¿verdad?». Nada que aliviara la vergüenza de haber sido reconocida como una vendedora novata, contratada para las aglomeraciones de Navidad, inexperta y susceptible de cometer errores. Therese le pasó la nota para que la firmara. La mujer cogió sus guantes del mostrador, se dio la vuelta y empezó a alejarse lentamente. Therese vio cómo la distancia se hacÃa cada vez más grande. Por debajo del abrigo de piel, asomaban sus tobillos blancos y delgados. Llevaba unos sencillos zapatos de piel, de tacón alto. —¿Es un pago contra reembolso? 36/275 Therese miró la fea e inexpresiva cara de la señora Hendrickson. —SÃ, señora Hendrickson. —¿No sabe que tiene que entregarle al cliente el recorte inferior de la hoja? ¿Cómo cree que podrÃan reclamar la compra? ¿Dónde está su cliente? ¿Puede ir a buscarla? —SÃ. Estaba sólo a un par de metros, al otro lado del pasillo, en la sección de vestidos de muñecas. Therese dudó un momento, con el impreso verde en la mano. Luego rodeó el mostrador y se obligó a avanzar llevando la hoja extendida, porque de pronto se sentÃa avergonzada de su aspecto, con la vieja falda azul, la camisa de algodón —el que repartÃa las batas verdes se habÃa olvidado de ella—, y los zapatos humillantemente bajos. Y aquella horrible venda que ya debÃa de estar totalmente llena de sangre. —TenÃa que haberle entregado esto —dijo, dejando el mÃsero trozo de papel junto a la mano de la mujer, y luego se dio la vuelta. Otra vez tras su mostrador, Therese miró las cajas apiladas y se puso a revolverlas como si estuviera buscando algo. Esperó a que la mujer acabase en el otro mostrador y se fuera. Era consciente con horror de los momentos que pasaban, como si formaran parte de un tiempo irrevocable, una felicidad irrevocable, porque en aquellos últimos segundos ella podÃa volverse y ver una vez más la cara que nunca volverÃa a ver. También tenÃa una vaga conciencia, sintiendo un horror muy distinto, de las viejas e incesantes voces de los clientes, que reclamaban atención en el mostrador, llamándola, y del bajo y murmurare zumbido del trenecito, del torbellino que se acercaba y la separaba de la mujer. Pero cuando al fin se volvió miró directamente a los ojos grises. La mujer se acercaba a ella, como si el tiempo hubiera retrocedido, y se inclinaba otra vez sobre el mostrador, señalaba una muñeca y pedÃa que se la enseñara. Therese cogió la muñeca y la dejó brusca y ruidosamente sobre el mostrador de cristal. La mujer la miró. —Parece irrompible —dijo. Therese sonrió. —También me la llevo —dijo con su tranquila y pausada voz, que creaba un remanso de silencio entre el tumulto que las rodeaba. Volvió a darle su nombre y su dirección y Therese lo apuntó lentamente mientras lo 37/275 leÃa en sus labios, como si no se lo supiera de memoria—. ¿Seguro que llegará antes de Navidad? —Llegará el lunes como muy tarde, dos dÃas antes de Navidad. —Muy bien. No quiero ponerla nerviosa. Therese apretó el nudo del cordel con el que habÃa rodeado la caja de la muñeca. Misteriosamente el nudo se deshizo. —Oh, no —dijo, con una vergüenza tal que la hizo sentirse indefensa, y volvió a atarlo bajo la mirada de la mujer. —Es un trabajo horrible, ¿verdad? —SÃ. —Therese dobló el impreso de pago contra reembolso y lo grapó sobre el cordel blanco. —Perdone mis quejas. Therese la miró y otra vez le volvió a dar la sensación de que la conocÃa de algo, de que la mujer estaba a punto de darse a conocer y que las dos se reirÃan y comprenderÃan. —Tampoco se ha quejado tanto… pero no se preocupe, llegará a tiempo. —Therese miró al otro lado del pasillo, hacia el sitio donde la mujer habÃa estado antes, y vio que el trozo de papel verde seguÃa sobre el mostrador—. Pero en serio, tiene que conservar el resguardo. Sus ojos volvieron a cambiar con la sonrisa, resplandeciendo con un fuego gris e incoloro que Therese casi conocÃa y podÃa identificar. —Siempre los pierdo, pero siempre consigo recoger las cosas igualmente. —Se inclinó para firmar el segundo resguardo. Therese la observó mientras se alejaba con un paso tan lento como al acercarse, la vio mirar otro mostrador y golpearse dos o tres veces la palma de la mano con los guantes negros. Luego desapareció en uno de los ascensores. Therese se volvió hacia el siguiente cliente. Trabajaba con paciencia infinita, pero las cifras que anotaba en las hojas de ventas vacilaban en los extremos, el bolÃgrafo le temblaba espasmódicamente. Fue al despacho del señor Logan y le pareció que tardaba siglos, pero al mirar el reloj vio que sólo habÃan pasado quince minutos. Ya era la hora de lavarse las manos para ir a comer. Se quedó allà de pie, rÃgida, secándose las manos en la toalla, sintiéndose ajena a todo y a todos, aislada. El señor Logan le preguntó si querÃa seguir después de Navidades porque tenÃan un puesto para ella en el piso de abajo, en el departamento de perfumerÃa, y ella le contestó que no. 38/275 A media tarde bajó a la primera planta y compró una tarjeta de Navidad en la sección de tarjetas de felicitación. No era muy especial, pero al menos era sencilla, en sobrio azul y dorado. Se quedó con la pluma pegada a la tarjeta pensando qué escribir: «Usted es magnÃfica» o incluso «La quiero», y por fin escribió muy deprisa algo dolorosamente torpe e impersonal: «Con un recuerdo muy especial de Frankenberg», y en lugar de firma puso su número, 645-A. Después bajó a la oficina de correos, que estaba en el sótano, y dudó ante el buzón. Cuando tenÃa la carta aún sujeta pero ya dentro de la ranura, se puso nerviosa. ¿Qué pasarÃa? De todas maneras iba a dejar los almacenes al cabo de unos dÃas. ¿Qué le importarÃa a la señora H. F. Aird? Sus cejas rubias se enarcarÃan quizá levemente, mirarÃa la tarjeta un momento y luego la olvidarÃa. Therese la dejó caer dentro del buzón. Camino de casa, se le ocurrió una idea para una escenografÃa, el interior de una casa más profunda que ancha, con una especie de núcleo en el centro de cuyos lados saldrÃan habitaciones. QuerÃa empezar a hacer la maqueta aquella misma noche, pero al final sólo hizo un esbozo a lápiz. QuerÃa ver a alguien que no fuera Richard, ni Jack o Alice Kelly, la vecina de abajo, quizá a Stella, Stella Overton, la escenógrafa a la que habÃa conocido cuando llegó a Nueva York. Se dio cuenta de que no la habÃa visto desde la fiesta que diera antes de dejar el otro apartamento. Stella era una de las personas cuyo paradero ignoraba. Therese iba a bajar al vestÃbulo a llamar por teléfono cuando oyó unos timbrazos cortos y rápidos que significaban que habÃa una llamada para ella. —Gracias —le dijo Therese a la señora Osborne. Era la habitual llamada de Richard alrededor de las nueve. QuerÃa saber si la noche siguiente le gustarÃa ir al cine. Era una pelÃcula que ponÃan en el Sutton y aún no habÃan visto. Therese le dijo que no tenÃa nada planeado pero que querÃa acabar una funda de almohadón. Alice Kelly le habÃa dicho que esa noche podrÃa pasar por su casa y usar la máquina de coser. Y además, tenÃa que lavarse el pelo. —Lávatelo esta noche y queda mañana conmigo —le propuso Richard. —Es muy tarde. No puedo dormir con el pelo mojado. —Yo te lo lavaré mañana por la noche. No usaremos la bañera, sólo un par de cubos. —Será mejor que no —dijo ella sonriendo. Una vez que Richard le lavó el pelo ella se cayó dentro de la bañera. Richard habÃa empezado a imitar el grifo de la bañera con gorgoritos y contorsiones y ella se rió tanto que perdió pie y se cayó. —Bueno, entonces ¿qué te parece ir el sábado a ver una exposición? 39/275 —Pero el sábado es el dÃa que trabajo hasta las nueve. No puedo salir hasta las nueve y media. —Ah, bueno. Me quedaré por la escuela y nos encontraremos en la esquina hacia las nueve y media. Cuarenta y cuatro y Quinta. ¿De acuerdo? —De acuerdo. —¿Alguna novedad hoy? —No. ¿Y tú? —No. Mañana iré a ver lo de las reservas de los billetes de barco. Te llamaré mañana por la noche. Al final, Therese no llamó a Stella. Al dÃa siguiente era viernes, el último viernes antes de Navidad, y el dÃa más ajetreado para Therese desde que trabajaba en Frankenberg, aunque todo el mundo comentaba que el dÃa siguiente serÃa aún peor. La gente se apretaba peligrosamente contra los mostradores acristalados. Los clientes que habÃa empezado a atender eran arrastrados y se perdÃan en la corriente pegajosa que llenaba el pasillo. Era imposible imaginar que cupiera nadie más en la planta, pero los ascensores seguÃan subiendo a más y más gente. —¡No entiendo por qué no cierran las puertas de abajo! —le comentó Therese a la señorita Martucci mientras ambas se inclinaban junto a un estante del almacén. —¿Qué? —contestó la señorita Martucci, incapaz de oÃr. —¡Señorita Belivet! —gritó alguien, y sopló en un silbato. Era la señora Hendrickson. Aquel dÃa utilizaba un silbato para atraer la atención. Therese se abrió camino hacia ella entre las empleadas y las cajas vacÃas que se amontonaban en el suelo. —La llaman al teléfono —le dijo la señora Hendrickson, señalando el aparato que habÃa sobre el mostrador de envolver. Therese hizo un gesto de impotencia que la señora Hendrickson no pudo ver. En aquel momento era imposible oÃr nada por un teléfono. Y sabÃa que probablemente serÃa Richard en plan gracioso. Ya la habÃa llamado una vez. —¿Diga? —contestó. 40/275 —Hola, ¿es usted la empleada seiscientos cuarenta y cinco A, Therese Belivet? —dijo la voz de la operadora entre chasquidos y zumbidos—. Hable. —¿Diga? —repitió, y apenas oyó la respuesta. Se llevó el teléfono hacia el pequeño almacén que habÃa a unos pocos metros. El cable no llegaba y tuvo que agacharse—. ¿Diga? —Hola —dijo la voz—. Bueno, querÃa darle las gracias por su tarjeta de Navidad. —Ah, usted es… —La señora Aird —dijo ella—. ¿La envió usted o no? —Sà —dijo Therese, súbitamente rÃgida por la culpa, como si la hubieran descubierto cometiendo un crimen. Cerró los ojos y retorció el cable. VeÃa aquellos ojos risueños e inteligentes como los habÃa visto el dÃa anterior—. Siento haberla molestado —dijo mecánicamente, en el tono con el que solÃa hablar a los clientes. La mujer se echó a reÃr. —Es muy divertido —dijo con soltura, y Therese percibió en su voz la misma nota que habÃa escuchado el dÃa antes y que tanto le habÃa gustado, y sonrió. —¿SÃ? ¿Por qué? —Usted debe ser la chica de la sección de juguetes. —SÃ. —Fue muy amable por su parte enviarme la tarjeta —dijo la mujer cortésmente. Entonces Therese lo comprendió. Ella habÃa pensado que quizá la tarjeta fuera de un hombre, algún otro empleado que la habÃa atendido. —Fue muy agradable atenderla —dijo Therese. —¿SÃ? ¿Por qué? —dijo. Tal vez se estuviera burlando de Therese—. Bueno, como es Navidad, ¿por qué no quedamos al menos para tomar un café? O beber algo. Se abrió la puerta, una chica irrumpió en la habitación y se quedó de pie frente a ella. Therese retrocedió. —SÃ, me encantarÃa. 41/275 —¿Cuándo? —preguntó la mujer—. Yo iré a Nueva York mañana por la mañana. ¿Por qué no quedamos para comer? ¿Mañana tiene tiempo? —Claro. Tengo una hora, de doce a una —dijo Therese, mirándole los pies a la chica que tenÃa delante, con unos mocasines dados de sÃ. Le veÃa los gruesos tobillos y las pantorrillas envueltos en calcetines escoceses, moviéndose como patas de elefante. —¿Quedamos abajo, en la puerta de la calle Treinta y cuatro, a las doce? —De acuerdo. Yo… —Therese recordó de pronto que el dÃa siguiente debÃa entrar a la una en punto. TenÃa toda la mañana libre. Levantó el brazo para protegerse de la avalancha de cajas que la chica de enfrente habÃa tirado de la estanterÃa, y la propia chica también trastabilló hacia ella—. ¿Oiga? —gritó por encima del ruido de las cajas que caÃan. —¡Perdón! —gritó irritada la señora Zabriskie, y cerró la puerta. —¿Oiga? —repitió Therese. La comunicación se habÃa cortado. 42/275 4 —Hola —dijo la mujer sonriendo. —Hola. —¿Qué te pasa? —Nada —contestó. Por lo menos, la mujer la habÃa reconocido, pensó Therese. —¿Tienes algún restaurante favorito? —le preguntó la mujer en la acera. —No. Me gustarÃa uno tranquilo, pero no lo encontraremos en este barrio. —¿Te da tiempo a ir a zona Este? No, no te da tiempo, sólo tienes una hora. Creo que conozco un sitio que está en esta calle a un par de manzanas hacia el oeste. ¿Crees que te dará tiempo? —SÃ, seguro. —Ya eran las doce y cuarto. Therese sabÃa que llegarÃa muy tarde, pero no le importó. No se molestaron en hablar por el camino. De vez en cuando, la multitud las separaba. En una ocasión, la mujer miró a Therese, sonriendo desde el otro lado de una carretilla de mano llena de vestidos. Entraron en un restaurante con vigas de madera y manteles blancos. Estaba prodigiosamente tranquilo y medio vacÃo. Se sentaron en un gran reservado de madera y la mujer pidió un OÃd Fashioned sin azúcar, e invitó a Therese a beber uno, o un jerez, y como Therese dudaba, pidió ella y despidió al camarero. Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo. Miró a Therese. —¿Cómo se te ocurrió la fantástica idea de mandarme una tarjeta de Navidad? —Me acordaba de usted —dijo Therese. Miró los pequeños pendientes de perlas que no parecÃan más claros que el pelo, o sus ojos. Therese pensó que era hermosa, aunque en aquel momento su rostro era sólo un borrón, porque no se atrevÃa a mirarla directamente. La mujer sacó algo de su bolso, un lápiz de labios y una polvera. Therese miró la funda del lápiz de labios, dorada como una joya y en forma de cofre. Le hubiera gustado mirarle la boca, pero aquellos ojos grises que resplandecÃan como fuego la hicieron desistir. 43/275 —No llevas mucho tiempo trabajando allÃ, ¿verdad? —No, sólo dos semanas. —Y probablemente no te quedará mucho tiempo. —Le ofreció un cigarrillo a Therese. Therese aceptó. —No. Me van a dar otro trabajo. —Se inclinó hacia el mechero que le tendÃa la delgada mano moteada de pecas y con las uñas rojas y ovales. —¿Y mandas postales a menudo? —¿Postales? —Bueno, tarjetas de Navidad —sonrió. —Claro que no —dijo Therese. —Bueno, por Navidad. —Hizo chocar el vaso de Therese con el suyo y bebió—. ¿Dónde vives? ¿En Manhattan? Therese se lo dijo. En la calle Sesenta y tres. Le explicó que sus padres habÃan muerto. Ella llevaba dos años viviendo en Nueva York, y antes habÃa ido al colegio en Nueva Jersey. Therese no le dijo que el colegio era medio religioso, episcopalista. No mencionó a la hermana Alice, a la que adoraba y en la que pensaba a menudo, con sus pálidos ojos azules, su horrible nariz y su firmeza. Porque desde la mañana del dÃa anterior su mente habÃa proyectado muy lejos a la hermana Alice, a kilómetros de la mujer que se sentaba frente a ella. —¿Y a qué te dedicas en tu tiempo libre? —La lámpara que habÃa en la mesa volvÃa sus ojos plateados, de un fulgor acuoso. Incluso la perla que pendÃa del lóbulo de su oreja parecÃa algo vivo, como una gota de agua capaz de desvanecerse con un leve roce. —Bueno… —¿DebÃa decirle que solÃa trabajar en maquetas de escenografÃas? A veces dibujaba y pintaba pequeñas esculturas como cabezas de gato y figuritas que colocaba en sus decorados de ballets, pero lo que más le gustaba era dar largos paseos hacia ninguna parte, lo que más le gustaba era soñar. ¿DebÃa hablarle de todo aquello? Therese sintió que no hacÃa falta que se lo dijera. Sintió que los ojos de la mujer no podÃan mirar sin comprenderlo todo. Tomó un poco más de su bebida y le gustó. Pensó que era como si se estuviera bebiendo a aquella mujer, fuerte y maravillosa. La mujer hizo un gesto al camarero y les sirvieron otras dos bebidas. —Me gusta. 44/275 —¿El qué? —preguntó Therese. —Me gusta que alguien me envÃe una tarjeta de Navidad, alguien que no conozco. Asà deberÃan ser las cosas en Navidad. Y este año me gusta aún más. —Me alegro —dijo Therese, preguntándose si hablarÃa en serio. —Eres una chica muy guapa —dijo—. Y muy sensible, ¿verdad? Therese pensó que le habÃa dicho que era guapa con tanta soltura como si estuviera refiriéndose a una muñeca. —Yo creo que es usted magnÃfica —le dijo Therese con el valor que le daba la segunda copa, sin importarle cómo sonarÃa, porque sabÃa que de todas maneras aquella mujer acabarÃa sabiéndolo. Ella echó la cabeza hacia atrás y se rió. Su risa era un sonido más hermoso que la música. Le dibujaba leves arrugas en los extremos de los ojos mientras fruncÃa los labios rojos para aspirar el humo de su cigarrillo. Contempló un momento a Therese, con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en la mano que sostenÃa el cigarrillo. La distancia que separaba la cintura de su traje negro y ajustado y sus anchos hombros era larga. Y luego, su rubia cabeza con el fino y rebelde pelo peinado hacia atrás. TendrÃa unos treinta o treinta y dos años, pensó Therese, y su hija, a la que le habÃa comprado la maleta y la muñeca, tendrÃa quizá seis u ocho años. Therese podÃa imaginarse a la niña, con el pelo rubio, el rostro dorado y feliz, el cuerpo delgado y bien proporcionado, y siempre jugando. Pero el rostro de la niña, a diferencia del de la mujer, de delgadas mejillas, con una forma compacta que parecÃa casi nórdica, se le aparecÃa vago e indefinido. ¿Y el marido? Therese ni siquiera podÃa imaginárselo. —Estoy segura de que pensó que habÃa sido un hombre el que le habÃa mandado la tarjeta de Navidad —dijo Therese. —Pues sà —contestó ella con una sonrisa—. Pensé que podÃa haber sido un empleado de la sección de esquÃ. —Lo siento. —Pero si estoy encantada. —Se recostó en el asiento del reservado—. Dudo mucho que me hubiera ido a comer con él. De verdad, estoy encantada. Otra vez le llegó a Therese el levemente dulce olor de su perfume, un olor que le sugerÃa una seda verde oscuro, que parecÃa propio de ella, como el aroma de una flor especial. Therese se inclinó para acercarse más al olor, con la vista baja posada en su vaso. Le hubiera gustado apartar la mesa y echarse en sus brazos, enterrar la nariz en el pañuelo 45/275 verde y oro que rodeaba su cuello. Una vez, sus manos se rozaron por el dorso en la mesa y Therese sintió que aquella parte de su piel revivÃa y casi ardÃa. Therese no comprendÃa lo que le estaba ocurriendo, pero era asÃ. La miró, ella habÃa vuelto el rostro ligeramente, y otra vez tuvo la sensación de conocerla de algo. Y también supo que no podÃa tomar en serio aquella sensación. Nunca habÃa visto a aquella mujer. Si la hubiera visto, ¿habrÃa podido olvidarla? En el silencio, Therese sintió que las dos esperaban a que la otra hablase, aunque el silencio aún no era embarazoso. Llegaron sus platos. Era una humeante crema de espinacas con un huevo encima, y olÃa a mantequilla. —¿Cómo es que vives sola? —le preguntó la mujer, y antes de darse cuenta Therese ya le habÃa contado su vida. Pero sin caer en aburridos detalles. En seis frases, como si le importase tan poco como una historia que hubiera leÃdo en alguna parte. ¿Y qué importaban los hechos después de todo? ¿Qué importaba si su madre era francesa, inglesa o húngara, o si su padre habÃa sido un pintor irlandés o un abogado checo, si habÃa tenido éxito o no, o si su madre la habÃa presentado al colegio de la Orden de Santa Margarita como una criatura difÃcil y llorona, o como una niña de ocho años igualmente difÃcil y melancólica? ¿Qué importaba si habÃa sido feliz allÃ? Porque en ese momento era feliz, su vida empezaba aquel dÃa. No necesitaba padres ni pasado. —¿Hay algo más aburrido que la historia del pasado? —dijo Therese sonriendo. —Quizá un futuro sin historia. Therese no se paró a pensarlo. Era verdad. TodavÃa sonreÃa, como si acabara de aprender a sonreÃr y no supiera cómo parar. La mujer sonrió también, divertida. Therese pensó que quizá se estuviera riendo de ella. —¿Qué clase de nombre es Belivet? —le preguntó. —Es checo. Transformado —explicó Therese con torpeza—. Originalmente… —Es muy original. —¿Y usted cómo se llama? —preguntó Therese—. Su nombre de pila. —¿Mi nombre? Carol. Por favor, no me llames nunca Carole. —Y a mà nunca me llame Thirise —dijo Therese, pronunciando la «th» exageradamente. —¿Cómo te gusta pronunciarlo? 46/275 —Como usted lo dice —contestó. Carol pronunciaba su nombre a la francesa, Terez. Ella estaba acostumbrada a que la llamaran al menos de doce maneras distintas, incluso ella misma, a veces, lo decÃa de modo diferente. Le gustaba cómo lo pronunciaba Carol y le gustaba ver sus labios diciéndolo. Un anhelo indefinido, que antes sólo habÃa sentido de manera vagamente consciente, se convertÃa en ese momento en