Un Viejo Que Leía Novelas de Amor by Luis Sepulveda PDF
Document Details
Uploaded by SmoothSunstone
Luis Sepúlveda
Tags
Summary
This is a novel detailing the story of an old man who enjoyed romantic novels. It emphasizes themes of love and loss in a secluded environment.
Full Transcript
UN VIEJO QUE LEIA NOVELAS DE AMOR Luis Sepulvera colección andanzas Libros de Luis Sepúlveda en Tusquets Editores ANDANZAS Un viejo que leía novelas de amor Mundo del fin del mundo Nombre de torero Patagonia Express Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar Desencuentros LUIS...
UN VIEJO QUE LEIA NOVELAS DE AMOR Luis Sepulvera colección andanzas Libros de Luis Sepúlveda en Tusquets Editores ANDANZAS Un viejo que leía novelas de amor Mundo del fin del mundo Nombre de torero Patagonia Express Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar Desencuentros LUIS SEPÚLVEDA UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR © Luis Sepúlveda, 1989 Diseño de la colección: Guillemot-Navares Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S. A. - Cesare Cantu, 8 - 08023 Barcelona ISBN: 84-7223-655-2 Depósito legal: B. 31. 748-1997 Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolá, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Offset-F. Crudo de Leizarán, S. A. - Guipúzcoa Liberdúplex, S. L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona Impreso en España NOTA DEL AUTOR Cuando esta novela era leída en Oviedo por los integrantes del jurado que pocos días más tarde le otorgaría el Premio Tigre Juan, a muchos miles de kilómetros de distancia e ignominia una banda de asesinos armados y pagados por otros criminales mayores, de los que llevan trajes bien cortados, uñas cuidadas y dicen actuar en nombre del «progreso», terminaba con la vida de uno de los más preclaros defensores de la amazonia, y una de las figuras más destacadas y consecuentes del Movimiento Ecológico Universal. Esta novela ya nunca llegará a tus manos, Chico Mendes, querido amigo de pocas palabras y muchas acciones, pero el Premio Tigre Juan es también tuyo, y de todos los que continuarán tu camino, nuestro camino colectivo en defensa de este el único mundo que tenemos. A mi lejano amigo Miguel Tzenke, síndico shuar de Sumbi en el alto Nangaritza y gran defensor de la amazonia. En una noche de narraciones desbordantes de magia me entregó algunos detalles de su desconocido mundo verde, los que más tarde, en otros confines alejados del Edén ecuatorial, me servirían para construir esta historia Capítulo primero El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos que adornaban el frontis de la alcaldía. Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolores de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral. —¿Te duele? —preguntaba. Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares. Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo. —¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobierno tiene la culpa de que tengas los dientes podridos. El Gobierno es culpable de que te duela. Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza. El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A todos y a cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monsergas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático. Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes. Muy cerca, la breve tripulación del Sucre cargaba racimos de banano verde y costales de café en grano. A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal, y las bombonas de gas que temprano habían desembarcado. El Sucre zarparía en cuanto el dentista terminase de arreglar quijadas, navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tarde en el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Dorado. El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuerzo de dos hombres fornidos que componían la tripulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diesel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado. El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante. De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno. Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisiones de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al dentista lo recibían con alivio, sobre todo los sobrevivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca limpia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio. Despotricando contra el Gobierno, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente. —Bueno, veamos. ¿Cómo te va ésta? —Me aprieta. No puedo cerrar la boca. —¡Joder! Qué tipos tan delicados. A ver, pruébate otra. —Me viene suelta. Se me va a caer si estornudo. —Y para qué te resfrías, pendejo. Abre la boca. Y le obedecían. Luego de probarse diferentes dentaduras encontraban la más cómoda y discutían el precio, mientras el dentista desinfectaba las restantes sumergiéndolas en una marmita con cloro hervido. El sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín era toda una institución para los habitantes de las riberas de los ríos Zamora, Yacuambi y Nangaritza. En realidad, se trataba de un antiguo sillón de barbero con el pedestal y los bordes esmaltados de blanco. El sillón portátil precisaba de la fortaleza del patrón y de los tripulantes del Sucre para alzarlo, y se asentaba apernado sobre una tarima de un metro cuadrado que el dentista llamaba «la consulta». —En la consulta mando yo, carajo. Aquí se hace lo que yo digo. Cuando baje pueden llamarme sacamuelas, hurgahocicos, palpalenguas, o como se les antoje, y hasta es posible que les acepte un trago. Quienes esperaban turno mostraban caras de padecimiento extremo, y los que pasaban por las pinzas extractoras tampoco tenían mejor semblante. Los únicos personajes sonrientes en las cercanías de la consulta eran los jíbaros mirando acuclillados. Los jíbaros. Indígenas rechazados por su propio pueblo, el shuar, por considerarlos envilecidos y degenerados con las costumbres de los «apaches», de los blancos. Los jíbaros, vestidos con harapos de blanco, aceptaban sin protestas el mote-nombre endilgado por los conquistadores españoles. Había una enorme diferencia entre un shuar altivo y orgulloso, conocedor de las secretas regiones amazónicas, y un jíbaro, como los que se reunían en el muelle de El Idilio esperando por un resto de alcohol. Los jíbaros sonreían mostrando sus dientes puntudos, afilados con piedras de río. —¿Y ustedes? ¿Qué diablos miran? Algún día van a caer en mis manos, macacos —los amenazaba el dentista. Al sentirse aludidos los jíbaros respondían dichosos. —Jíbaro buenos dientes teniendo. Jíbaro mucha carne de mono comiendo. A veces, un paciente lanzaba un alarido que espantaba los pájaros, y alejaba las pinzas de un manotazo llevando la mano libre hasta la empuñadura del machete. —Compórtate como hombre, cojudo. Ya sé que duele y te he dicho de quién es la culpa. ¡Qué me vienes a mí con bravatas! Siéntate tranquilo y demuestra que tienes bien puestos los huevos. —Es que me está sacando el alma, doctor. Déjeme echar un trago primero. El dentista suspiró luego de atender al último sufriente. Envolvió las prótesis que no encontraron interesados en el tapete cardenalicio, y mientras desinfectaba los instrumentos vio pasar la canoa de un shuar. El indígena remaba parejo, de pie, en la popa de la delgada embarcación. Al llegar junto al Sucre dio un par de paletadas que lo pegaron al barco. Por la borda asomó la figura aburrida del patrón. El shuar le explicaba algo gesticulando con todo el cuerpo y escupiendo constantemente. El dentista terminó de secar los instrumentos y los acomodó en un estuche de cuero. Enseguida tomó el recipiente con los dientes sacados y los arrojó al agua. El patrón y el shuar pasaron por su lado rumbo a la alcaldía. —Tenemos que esperar, doctor. Traen a un gringo muerto. No le agradó la nueva. El Sucre era un armatoste incómodo, sobre todo durante los viajes de regreso, recargado de banano verde y café tardío, semipodrido, en los costales. Si se largaba a llover antes de tiempo, cosa que al parecer ocurriría ya que el barco navegaba con una semana de retraso a causa de diversas averías, entonces debían cobijar carga, pasajeros y tripulación bajo una lona, sin espacio para colgar las hamacas, y si a todo ello se sumaba un muerto el viaje sería doblemente incómodo. El dentista ayudó a subir a bordo el sillón portátil y enseguida caminó hasta un extremo del muelle. Ahí lo esperaba Antonio José Bolívar Proaño, un viejo de cuerpo correoso al que parecía no importarle el cargar con tanto nombre de prócer. —¿Todavía no te mueres, Antonio José Bolívar? Antes de responder, el viejo se olió los sobacos. —Parece que no. Todavía no apesto. ¿Y usted? —¿Cómo van tus dientes? —Aquí los tengo —respondió el viejo, llevándose una mano al bolsillo. Desenvolvió un pañuelo descolorido y le enseñó la prótesis. —¿Y por qué no los usas, viejo necio? —Ahorita me los pongo. No estaba ni comiendo ni hablando. ¿Para qué gastarlos entonces? El viejo se acomodó la dentadura, chasqueó la lengua, escupió generosamente y le ofreció la botella de Frontera. —Venga. Creo que me gané un trago. —Vaya que sí. Hoy día sacó veintisiete dientes enteros y un montón de pedazos, pero no superó la marca. —¿Siempre me llevas la cuenta? —Para eso son los amigos. Para celebrar las gracias del otro. Antes era mejor, ¿no le parece?, cuando todavía llegaban colonos jóvenes. ¿Se acuerda del montuvio aquel, ese que se dejó sacar todos los dientes para ganar una apuesta? El doctor Rubicundo Loachamín ladeó la cabeza para ordenar los recuerdos, y así llegó la imagen del hombre, no muy joven y vestido a la manera montuvia. Todo de blanco, descalzo, pero con espuelas de plata. El montuvio llegó hasta la consulta acompañado de una veintena de individuos, todos muy borrachos. Eran buscadores de oro sin recodo fijo. Peregrinos, los llamaban las gentes, y no les importaba si el oro lo encontraban en los ríos o en las alforjas del prójimo. El montuvio se dejó caer en el sillón y lo miró con expresión estúpida. —Tú dirás. —Me los saca toditos. De uno en uno, y me los va poniendo aquí, sobre la mesa. —Abre la boca. El hombre obedeció, y el dentista comprobó que junto a las ruinas molares le quedaban muchos dientes, algunos picados y otros enteros. —Te queda un buen puñado. ¿Tienes dinero para tantas extracciones? El hombre abandonó la expresión estúpida. —El caso es, doctor, que los amigos aquí presentes no me creen cuando les digo que soy muy macho. El caso es que les he dicho que me dejo sacar todos los dientes, uno por uno y sin quejarme. El caso es que apostamos, y usted y yo nos iremos a medias con las ganancias. —Al segundo que te saquen vas a estar cagado y llamando a tu mamacita —gritó uno del grupo y los demás lo apoyaron con sonoras carcajadas. —Mejor te vas a echar otros tragos y te lo piensas. Yo no me presto para cojudeces —dijo el dentista. —El caso es, doctor, que, si usted no me permite ganar la apuesta, le corto la cabeza con esto que me acompaña. Al montuvio le brillaron los ojos mientras acariciaba la empuñadura del machete. De tal manera que corrió la apuesta. El hombre abrió la boca y el dentista hizo un nuevo recuento. Eran quince dientes, y, al decírselo, el desafiante formó una hilera de quince pepitas de oro sobre el tapete cardenalicio de las prótesis. Una por cada diente, y los apostadores, a favor o en contra, cubrieron las apuestas con otras pepitas doradas. El número aumentaba considerablemente a partir de la quinta. El montuvio se dejó sacar los primeros siete dientes sin mover un músculo. No se oía volar una mosca, y al retirar el octavo lo acometió una hemorragia que en segundos le llenó la boca de sangre. El hombre no conseguía hablar, pero le hizo una señal de pausa. Escupió varias veces formando cuajarones sobre la tarima y se echó un largo trago que le hizo revolverse de dolor en el sillón, pero no se quejó, y tras escupir de nuevo, con otra señal le ordenó que continuase. Al final de la carnicería, desdentado y con la cara hinchada hasta las orejas, el montuvio mostró una expresión de triunfo horripilante al dividir las ganancias con el dentista. —Sí. Esos eran tiempos —murmuró el doctor Loachamín, echándose un largo trago. El aguardiente de caña le quemó la garganta y devolvió la botella con una mueca. —No se me ponga feo, doctor. Esto mata los bichos de las tripas —dijo Antonio José Bolívar, pero no pudo seguir hablando. Dos canoas se acercaban, y de una de ellas asomaba la cabeza yaciente de un hombre rubio. Capítulo segundo El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso. Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa. Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo. Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante. Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura. Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto. Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos. Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable. Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se negaban a pagar las multas por alteración del orden público. Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños. El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y del dentista, pero duró poco en el cargo. Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por las hormigas. El Idilio permaneció un par de años sin autoridad que resguardara la soberanía ecuatoriana de aquella selva sin límites posibles, hasta que el poder central mandó al sancionado. Cada lunes —tenía obsesión por los lunes— lo miraban izar la bandera en un palo del muelle, hasta que una tormenta se llevó el trapo selva adentro, y con él la certeza de los lunes que no importaban a nadie. El alcalde llegó al muelle. Se pasaba un pañuelo por la cara y el cuello. Estrujándolo, ordenó subir el cadáver. Se trataba de un hombre joven, no más de cuarenta años, rubio y de contextura fuerte. —¿Dónde lo encontraron? Los shuar se miraron entre sí, dudando entre responder o no hacerlo. —¿No entienden castellano estos selváticos? —gruñó el alcalde. Uno de los indígenas decidió responder. —Río arriba. A dos días de aquí. —Déjenme ver la herida —ordenó el alcalde. El segundo indígena movió la cabeza del muerto. Los insectos le habían devorado el ojo derecho y el izquierdo mostraba todavía un brillo azul. Presentaba un desgarro que comenzaba en el mentón y terminaba en el hombro derecho. Por la herida asomaban restos de arterias y algunos gusanos albinos. —Ustedes lo mataron. Los shuar retrocedieron. —No. Shuar no matando. —No mientan. Lo despacharon de un machetazo. Se ve clarito. El gordo sudoroso sacó el revólver y apuntó a los sorprendidos indígenas. —No. Shuar no matando —se atrevió a repetir el que había hablado. El alcalde lo hizo callar propinándole un golpe con la empuñadura del arma. Un delgado hilillo de sangre brotó de la frente del shuar. —A mí no me vienen a vender por cojudo. Ustedes lo mataron. Andando. En la alcaldía van a decirme los motivos. Muévanse, salvajes. Y usted, capitán, prepárese a llevar dos prisioneros en el barco. El patrón del Sucre se encogió de hombros por toda respuesta. —Disculpe. Usted está cagando fuera del tiesto. Esa no es herida de machete. —Se escuchó la voz de Antonio José Bolívar. El alcalde estrujó con furia el pañuelo. —Y tú, ¿qué sabes? —Yo sé lo que veo. El viejo se acercó al cadáver, se inclinó, le movió la cabeza y abrió la herida con los dedos. —¿Ve las carnes abiertas en filas? ¿Ve cómo en la quijada son más profundas y a medida que bajan se vuelven más superficiales? ¿Ve que no es uno, sino cuatro tajos? —¿Qué diablos quieres decirme con eso? —Que no hay machetes de cuatro hojas. Zarpazo. Es un zarpazo de tigrillo. Un animal adulto lo mató. Venga. Huela. El alcalde se pasó el pañuelo por la nuca. —¿Oler? Ya veo que se está pudriendo. —Agáchese y huela. No tenga miedo del muerto ni de los gusanos. Huela la ropa, el pelo, todo. Venciendo la repugnancia, el gordo se inclinó y olisqueó con ademanes de perro temeroso, sin acercarse demasiado. —¿A qué huele? —preguntó el viejo. Otros curiosos se acercaron para oler también los despojos. —No sé. ¿Cómo voy a saberlo? A sangre, a gusanos —contestó el alcalde. —Apesta a meados de gato —dijo uno de los curiosos. —De gata. A meados de gata grande —precisó el viejo. —Eso no prueba que éstos no lo mataran. El alcalde intentó recobrar su autoridad, pero la atención de los lugareños se centraba en Antonio José Bolívar. El viejo volvió a examinar el cadáver. —Lo mató una hembra. El macho debe de andar por ahí, acaso herido. La hembra lo mató y enseguida lo meó para marcarlo, para que las otras bestias no se lo comieran mientras ella iba en busca del macho. —Cuentos de vieja. Estos selváticos lo mataron y luego lo rociaron con meados de gato. Ustedes se tragan cualquier babosada —declaró el alcalde. Los indígenas quisieron replicar, pero el cañón apuntándoles fue una imperativa orden de guardar silencio. —¿Y por qué habrían de hacerlo? —intervino el dentista. —¿Por qué? Me extraña su pregunta, doctor. Para robarle. ¿Qué otro motivo tienen? Estos salvajes no se detienen ante nada. El viejo movió la cabeza molesto y miró al dentista. Este comprendió lo que Antonio José Bolívar perseguía y le ayudó a depositar las pertenencias del muerto sobre las tablas del muelle. Un reloj de pulsera, una brújula, una cartera con dinero, un mechero de bencina, un cuchillo de caza, una cadena de plata con la figura de una cabeza de caballo. El viejo le habló en su idioma a uno de los shuar y el indígena saltó a la canoa para entregarle una mochila de lona verde. Al abrirla encontraron munición de escopeta y cinco pieles de tigrillos muy pequeños. Pieles de gatos moteados que no medían más de una cuarta. Estaban rociadas de sal y hedían, aunque no tanto como el muerto. —Bueno, excelencia, me parece que tiene el caso solucionado —dijo el dentista. El alcalde, sin dejar de sudar, miraba a los shuar, al viejo, a los lugareños, al dentista, y no sabía qué decir. Los indígenas, apenas vieron las pieles, cruzaron entre ellos nerviosas palabras y saltaron a las canoas. —¡Alto! Ustedes esperan aquí hasta que yo decida otra cosa —ordenó el gordo. —Déjelos marchar. Tienen buenos motivos para hacerlo. ¿O es que todavía no comprende? El viejo miraba al alcalde y movía la cabeza. De pronto, tomó una de las pieles y se la lanzó. El sudoroso gordo la recibió con un gesto de asco. —Piense, excelencia. Tantos años aquí y no ha aprendido nada. Piense. El gringo hijo de puta mató a los cachorros y con toda seguridad hirió al macho. Mire el cielo, está que se larga a llover. Hágase el cuadro. La hembra debió de salir de cacería para llenarse la panza y amamantarlos durante las primeras semanas de lluvia. Los cachorritos no estaban destetados y el macho se quedó cuidándolos. Así es entre las bestias, y así ha de haberlos sorprendido el gringo. Ahora la hembra anda por ahí enloquecida de dolor. Ahora anda a la caza del hombre. Debió de resultarle fácil seguir la huella del gringo. El infeliz colgaba a su espalda el olor a leche que la hembra rastreó. Ya mató a un hombre. Ya sintió y conoció el sabor de la sangre humana, y para el pequeño cerebro del bicho todos los hombres somos los asesinos de su carnada, todos tenemos el mismo olor para ella. Deje que los shuar se marchen. Tienen que avisar en su caserío y en los cercanos. Cada día que pase tornará más desesperada y peligrosa a la hembra, y buscará sangre cerca de los poblados. ¡Gringo hijo de la gran puta! Mire las pieles. Pequeñas, inservibles. ¡Cazar con las lluvias encima, y con escopeta! Mire la de perforaciones que tienen. ¿Se da cuenta? Usted acusando a los shuar, y ahora tenemos que el infractor es gringo. Cazando fuera de temporada, y especies prohibidas. Y si está pensando en el arma, le aseguro que los shuar no la tienen, pues lo encontraron muy lejos del lugar de su muerte. ¿No me cree? Fíjese en las botas. La parte de los talones está desgarrada. Eso quiere decir que la hembra lo arrastró un buen tramo luego de matarlo. Mire los desgarros de la camisa, en el pecho. De ahí lo tomó el animal con los dientes, para jalarlo. Pobre gringo. La muerte tiene que haber sido horrorosa. Mire la herida. Una de las garras le destrozó la yugular. Ha de haber agonizado una media hora mientras la hembra le bebía la sangre manando a borbotones, y después, inteligente el animal, lo arrastró hasta la orilla del río para impedir que lo devorasen las hormigas. Entonces lo meó, marcándolo, y debió de andar en busca del macho cuando los shuar lo encontraron. Déjelos ir, y pídales que avisen a los buscadores de oro que acampan en la ribera. Una tigrilla enloquecida de dolor es más peligrosa que veinte asesinos juntos. El alcalde no respondió ni una palabra y se marchó a escribir el parte para el puesto policial de El Dorado. El aire se notaba cada vez más caliente y espeso. Pegajoso, se adhería a la piel como una molesta película, y traía desde la selva el silencio previo a la tormenta. De un momento a otro se abrirían las esclusas del cielo. Desde la alcaldía llegaba el lento tipear de una máquina de escribir, en tanto un par de hombres terminaban el cajón para transportar el cadáver que esperaba olvidado sobre las tablas del muelle. El patrón del Sucre maldecía mirando el cielo pringado y no dejaba de putear al muerto. El mismo se encargó de rellenar el cajón con un lecho de sal, sabiendo que no serviría de mucho. Lo que debía hacerse era lo acostumbrado con toda persona muerta en la selva, que por absurdas disposiciones jurídicas no podía ser olvidada en un claro de jungla: abrirle un buen tajo del cuello a la ingle, vaciarle el triperío y rellenar el cuerpo con sal. De esa manera llegaban presentables hasta el final del viaje. Pero, en este caso, se trataba de un condenado gringo y era necesario llevarlo entero, con los gusanos comiéndoselo por dentro, y al desembarcar no sería más que un pestilente saco de humores. El dentista y el viejo miraban pasar el río sentados sobre bombonas de gas. A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura, de los que no apaga la humedad. —¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Espero que algún día los jíbaros le metan un dardo. —Lo matará su mujer. Está juntando odio, pero todavía no reúne el suficiente. Eso lleva tiempo. —Mira. Con todo el lío del muerto casi lo olvido. Te traje dos libros. Al viejo se le encendieron los ojos. —¿De amor? El dentista asintió. Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura. —¿Son tristes? —preguntaba el viejo. —Para llorar a mares —aseguraba el dentista. —¿Con gentes que se aman de veras? —Como nadie ha amado jamás. —¿Sufren mucho? —Casi no pude soportarlo —respondía el dentista. Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas. Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir. Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: «Deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor, y con final feliz». Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel del malecón. Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama. Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda. —¿Tú lees? —preguntó. —Sí. Pero despacito —contestó la mujer. —¿Y cuáles son los libros que más te gustan? —Las novelas de amor —respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar. A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos novelas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza frente al río Nangaritza. El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban. En ese momento subían el cajón a bordo y el alcalde vigilaba la maniobra. Al ver al dentista, ordenó a un hombre que se le acercase. —El alcalde dice que no se olvide de los impuestos. El dentista le entregó los billetes ya preparados, agregando: —¿Cómo se le ocurre? Dile que soy un buen ciudadano. El hombre regresó hasta el alcalde. El gordo recibió los billetes, los hizo desaparecer en un bolsillo y saludó al dentista llevándose una mano a la frente. —Así que también me lo agarró con eso de los impuestos —comentó el viejo. —Mordiscos. Los Gobiernos viven de las dentelladas traicioneras que les propinan a los ciudadanos. Menos mal que nos las vemos con un perro chico. Fumaron y bebieron unos tragos más mirando pasar la eternidad verde del río. —Antonio José Bolívar, te veo pensativo. Suelta. —Tiene razón. No me gusta nada el asunto. Seguro que la Babosa está pensando en una batida, y me va a llamar. No me gusta. ¿Vio la herida? Un zarpazo limpio. El animal es grande y las garras deben de medir unos cinco centímetros. Un bicho así, por muy hambreado que esté, no deja de ser vigoroso. Además vienen las lluvias. Se borran las huellas, y el hambre los vuelve más astutos. —Puedes negarte a participar en la cacería. Estás viejo para semejantes trotes. —No lo crea. A veces me entran ganas de casarme de nuevo. A lo mejor en una de ésas lo sorprendo pidiéndole que sea mi padrino. —Entre nosotros, ¿cuántos años tienes, Antonio José Bolívar? —Demasiados. Unos sesenta, según los papeles, pero, si tomamos en cuenta que me inscribieron cuando ya caminaba, digamos que voy para los setenta. Las campanadas del Sucre anunciando la partida les obligaron a despedirse. El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva de río. Entonces decidió que por ese día ya no hablaría con nadie más y se quitó la dentadura postiza, la envolvió en el pañuelo, y, apretando los libros junto al pecho, se dirigió a su choza. Capítulo tercero Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir. A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado. Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de los sentimientos e ideas plasmados en las páginas. Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara necesarias para descubrir cuan hermoso podía ser también el lenguaje humano. Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadura postiza. Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos posible. Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor. La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa. Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el cuerpo. En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven. El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista. La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad. Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje vegetal hacia la espalda. De las orejas pendían zarcillos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban varias vueltas de cuentas también doradas. La parte del pecho presente en el retrato enseñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja. Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados. El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos. Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio. Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada período menstrual aumentaba el aislamiento. —Nació yerma —decían algunas viejas. —Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —aseguraba otra. —Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban. Antonio José Bolívar Proaño intentaba consolarla y viajaban de curandero en curandero probando toda clase de hierbas y ungüentos de la fertilidad. Todo era en vano. Mes a mes la mujer se escondía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra. Decidieron abandonar la sierra cuando al hombre le propusieron una solución indignante. —Puede que seas tú quien falla. Tienes que dejarla sola en las fiestas de San Luis. Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borrachera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo tirados en el piso de la iglesia, hasta que el aguardiente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad. Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonia. El Gobierno prometía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anormalidad padecida por uno de los dos. Poco antes de las festividades de San Luis reunieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje. Llegar hasta el puerto fluvial de El Dorado les llevó dos semanas. Hicieron algunos tramos en bus, otros en camión, otros simplemente caminando, cruzando ciudades de costumbres extrañas, como Zamora o Loja, donde los indígenas saragurus insisten en vestir de negro, perpetuando el luto por la muerte de Atahualpa. Luego de otra semana de viaje, esta vez en canoa, con los miembros agarrotados por la falta de movimiento arribaron a un recodo del río. La única construcción era una enorme choza de calaminas que hacía de oficina, bodega de semillas y herramientas, y vivienda de los recién llegados colonos. Eso era El Idilio. Ahí, tras un breve trámite, les entregaron un papel pomposamente sellado que los acreditaba como colonos. Les asignaron dos hectáreas de selva, un par de machetes, unas palas, unos costales de semillas devoradas por el gorgojo y la promesa de un apoyo técnico que no llegaría jamás. La pareja se dio a la tarea de construir precariamente una choza, y enseguida se lanzaron a desbrozar el monte. Trabajando desde el alba hasta el atardecer arrancaban un árbol, unas lianas, unas plantas, y al amanecer del día siguiente las veían crecer de nuevo, con vigor vengativo. Al llegar la primera estación de las lluvias, se les terminaron las provisiones y no sabían qué hacer. Algunos colonos tenían armas, viejas escopetas, pero los animales del monte eran rápidos y astutos. Los mismos peces del río parecían burlarse saltando frente a ellos sin dejarse atrapar. Aislados por las lluvias, por esos vendavales que no conocían, se consumían en la desesperación de saberse condenados a esperar un milagro, contemplando la incesante crecida del río y su paso arrastrando troncos y animales hinchados. Empezaron a morir los primeros colonos. Unos, por comer frutas desconocidas; otros, atacados por fiebres rápidas y fulminantes; otros desaparecían en la alargada panza de una boa quebrantahuesos que primero los envolvía, los trituraba, y luego engullía en un prolongado y horrendo proceso de ingestión. Se sentían perdidos, en una estéril lucha con la lluvia que en cada arremetida amenazaba con llevarles la choza, con los mosquitos que en cada pausa del aguacero atacaban con ferocidad imparable, adueñándose de todo el cuerpo, picando, succionando, dejando ardientes ronchas y larvas bajo la piel, que al poco tiempo buscarían la luz abriendo heridas supurantes en su camino hacia la libertad verde, con los animales hambrientos que merodeaban en el monte poblándolo de sonidos estremecedores que no dejaban conciliar el sueño, hasta que la salvación les vino con el aparecimiento de unos hombres semidesnudos, de rostros pintados con pulpa de achiote y adornos multicolores en las cabezas y en los brazos. Eran los shuar, que, compadecidos, se acercaban a echarles una mano. De ellos aprendieron a cazar, a pescar, a levantar chozas estables y resistentes a los vendavales, a reconocer los frutos comestibles y los venenosos, y, sobre todo, de ellos aprendieron el arte de convivir con la selva. Pasada la estación de las lluvias, los shuar les ayudaron a desbrozar laderas de monte, advirtiéndoles que todo eso era en vano. Pese a las palabras de los indígenas, sembraron las primeras semillas, y no les llevó demasiado tiempo descubrir que la tierra era débil. Las constantes lluvias la lavaban de tal forma que las plantas no recibían el sustento necesario y morían sin florecer, de debilidad, o devoradas por los insectos. Al llegar la siguiente estación de las lluvias, los campos tan duramente trabajados se deslizaron ladera abajo con el primer aguacero. Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo no resistió el segundo año y se fue en medio de fiebres altísimas, consumida hasta los huesos por la malaria. Antonio José Bolívar Proaño supo que no podía regresar al poblado serrano. Los pobres lo perdonan todo, menos el fracaso. Estaba obligado a quedarse, a permanecer acompañado apenas por recuerdos. Quería vengarse de aquella región maldita, de ese infierno verde que le arrebatara el amor y los sueños. Soñaba con un gran fuego convirtiendo la amazonia entera en una pira. Y en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva como para poder odiarla. Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Cazaban dantas, guatusas, capibaras, saínos, pequeños jabalíes de carne sabrosísima, monos, aves y reptiles. Aprendió a valerse de la cerbatana, silenciosa y efectiva en la caza, y de la lanza frente a los veloces peces. Con ellos abandonó sus pudores de campesino católico. Andaba semidesnudo y evitaba el contacto con los nuevos colonos que lo miraban como a un demente. Antonio José Bolívar Proaño nunca pensó en la palabra libertad, y la disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo, hasta que lo fue olvidando, seducido por las invitaciones de aquellos parajes sin límites y sin dueños. Comía en cuanto sentía hambre. Seleccionaba los frutos más sabrosos, rechazaba ciertos peces por parecerle lentos, rastreaba un animal de monte y al tenerlo a tiro de cerbatana su apetito cambiaba de opinión. Al caer la noche, si deseaba estar solo se tumbaba bajo una canoa, y si en cambio precisaba compañía buscaba a los shuar. Estos lo recibían complacidos. Compartían su comida, sus cigarros de hoja, y charlaban largas horas escupiendo profusamente en torno a la eterna fogata de tres palos. —¿Cómo somos? —le preguntaban. —Simpáticos como una manada de micos, habladores como los papagayos borrachos, y gritones como los diablos. Los shuar recibían las comparaciones con carcajadas y soltando sonoros pedos de contento. —Allá, de donde vienes, ¿cómo es? —Frío. Las mañanas y las tardes son muy heladas. Hay que usar ponchos largos, de lana, y sombreros. —Por eso apestan. Cuando cagan ensucian el poncho. —No. Bueno, a veces pasa. Lo que ocurre es que con el frío no podemos bañarnos como ustedes, cuando quieren. —¿Los monos de ustedes también llevan poncho? —No hay monos en la sierra. Tampoco saínos. No cazan las gentes de la sierra. —¿Y qué comen, entonces? —Lo que se puede. Papas, maíz. A veces un puerco o una gallina, para las fiestas. O un cuy en los días de mercado. —¿Y qué hacen, si no cazan? —Trabajar. Desde que sale el sol hasta que se oculta. —¡Qué tontos!, ¡qué tontos! —sentenciaban los shuar. A los cinco años de estar allí supo que nunca abandonaría aquellos parajes. Dos colmillos secretos se encargaron de transmitirle el mensaje. De los shuar aprendió a desplazarse por la selva pisando con todo el pie, con los ojos y los oídos atentos a todos los murmullos y sin dejar de balancear el machete en ningún momento. En un instante de descuido lo clavó en el suelo para acomodar la carga de frutos, y al intentar asirlo nuevamente sintió los colmillos ardientes de una equis entrando en su muñeca derecha. Alcanzó a ver el reptil, de un metro de largo, alejándose, trazando equis en el suelo —de ahí le viene el nombre— y él actuó con rapidez. Saltó blandiendo el machete en la misma mano atacada y lo cortó en varias lonchas hasta que la nube del veneno le tapó los ojos. A tientas, buscó la cabeza del reptil, y sintiendo que se le iba la vida marchó en pos de un caserío shuar. Los indígenas lo vieron venir tambaleándose. Ya no conseguía hablar, pues la lengua, los miembros, todo el cuerpo, estaba hinchado de forma desmesurada. Parecía que iba a reventar de un momento a otro, y alcanzó a enseñar la cabeza del reptil antes de perder el conocimiento. Despertó pasados varios días con el cuerpo todavía hinchado y tiritando de pies a cabeza cuando lo abandonaban las fiebres. Un brujo shuar le devolvió la salud en un lento proceso curativo. Brebajes de hierbas lo aliviaron del veneno. Baños de ceniza fría atenuaron las fiebres y las pesadillas. Y una dieta de sesos, hígados y riñones de mono le permitió caminar al cabo de tres semanas. Durante la convalecencia le prohibieron alejarse del caserío, y las mujeres se mostraron rigurosas con el tratamiento para lavar el cuerpo. —Todavía tienes veneno dentro. Tienes que botar la mayor parte y dejar sólo la porción que te defenderá de nuevas mordeduras. Lo atosigaban con frutos jugosos, aguas de hierbas y otros brebajes hasta hacerle orinar cuando ya no lo deseaba. Al verlo totalmente repuesto, los shuar se le acercaron con obsequios. Una nueva cerbatana, un atado de dardos, un collar de perlas de río, un cintillo de plumas de tucán, palmeteándolo hasta hacerle comprender que había pasado por una prueba de aceptación determinada nada más que por el capricho de dioses juguetones, dioses menores, a menudo ocultos entre los escarabajos o entre las candelillas, cuando quieren confundir a los hombres y se visten de estrellas para indicar falsos claros de selva. Sin dejar de homenajearlo, le pintaron el cuerpo con los colores tornasolados de la boa y le pidieron que danzara con ellos. Era uno de los contados sobrevivientes a una mordedura de equis, y eso había que celebrarlo con la Fiesta de la Serpiente. Al final de la celebración bebió por primera vez la natema, el dulce licor alucinógeno preparado con raíces hervidas de yahuasca, y en el sueño alucinado se vio a sí mismo como parte innegable de esos lugares en perpetuo cambio, como un pelo más de aquel infinito cuerpo verde, pensando y sintiendo como un shuar, y se descubrió de pronto vistiendo los atuendos del cazador experto, siguiendo huellas de un animal inexplicable, sin forma ni tamaño, sin olor y sin sonidos, pero dotado de dos brillantes ojos amarillos. Fue una señal indescifrable que le ordenó quedarse, y así lo hizo. Más tarde tomó un compadre, Nushiño, un shuar llegado también de lejos, tanto que la descripción de su lugar de origen se extraviaba entre los ríos afluentes del Gran Marañón. Nushiño llegó un día con una herida de bala en la espalda, recuerdo de una expedición civilizadora de los militares peruanos. Llegó sin conocimiento y casi desangrado, luego de penosos días de navegación a la deriva. Los shuar de Shumbi lo curaron y, una vez repuesto, le permitieron quedarse, pues la hermandad de sangre así lo permitía. Juntos recorrían la espesura. Nushiño era fuerte. Dotado de una cintura estrecha y anchos hombros, nadaba desafiando a los delfines de río, y estaba siempre de excelente humor. Se les veía rastreando una presa grande, meditando acerca del color de las boñigas dejadas por el animal, y al estar seguros de tenerlo, Antonio José Bolívar esperaba en un claro de selva mientras Nushiño sacaba a la presa de la espesura obligándola a marchar al encuentro del dardo envenenado. A veces cazaban algún saíno para los colonos, y el dinero que recibían de ellos no tenía otro valor que el de cambio por un machete nuevo o por un costal de sal. Cuando no cazaba en compañía del compadre Nushiño se dedicaba a rastrear serpientes venenosas. Sabía rodearlas silbando un tono agudo que las desorientaba hasta acercarse a ellas, hasta tenerlas frente a frente. Ahí, repetía con un brazo los movimientos del reptil hasta confundirlo, hasta pasar de la repetición a efectuar él los movimientos que el reptil repetía, hipnotizado. Entonces el otro brazo actuaba certero. La mano cogía por el cuello a la sorprendida serpiente y la obligaba a soltar todas las gotas de veneno enterrando los colmillos en el borde de una calabaza, hueca. Caída la última gotita, el reptil aflojaba sus anillos, sin fuerzas para seguir odiando, o entendiendo que su odio era inútil, y Antonio José Bolívar lo arrojaba con desprecio entre el follaje. Pagaban bien por el veneno. Cada medio año aparecía el agente de un laboratorio, donde preparaban suero antiofídico, a comprar los frascos mortales. Algunas veces el reptil resultó ser más rápido, pero no le importó. Sabía que se hincharía como un sapo y que deliraría de fiebres unos días, pero luego vendría el momento del desquite. Estaba inmune, y gustaba de fanfarronear entre los colonos enseñando los brazos cubiertos de cicatrices. La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos que con el paso de los años se volvieron correosos. Sabía tanto de la selva como un shuar. Era tan buen rastreador como un shuar. Nadaba tan bien como un shuar. En definitiva, era como uno de ellos, pero no era uno de ellos. Por esa razón debía marcharse cada cierto tiempo, porque —le explicaban— era bueno que no fuera uno de ellos. Deseaban verlo, tenerlo, y también deseaban sentir su ausencia, la tristeza de no poder hablarle, y el vuelco jubiloso en el corazón al verle aparecer de nuevo. Las estaciones de lluvias y de bonanza se sucedían. Entre estación y estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario homenaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos, y acompañando a sus anfitriones entonaba los anents, los poemas cantos de gratitud por el valor transmitido y los deseos de una paz duradera. Compartió el festín generoso ofrecido por los viejos que decidían llegada la hora de «marcharse», y cuando éstos se adormecían bajo los efectos de la chicha y de la natema, en medio de felices visiones alucinadas que les abrían las puertas de futuras existencias ya delineadas, ayudó a llevarlos hasta una choza alejada y a cubrir sus cuerpos con la dulcísima miel de chonta. Al día siguiente, entonando anents de saludos hacia aquellas nuevas vidas, ahora con forma de peces, mariposas o animales sabios, participó del reunir huesos blancos, limpísimos, los innecesarios despojos de los ancianos transportados a las otras vidas por las mandíbulas implacables de las hormigas añango. Durante su vida entre los shuar no precisó de las novelas de amor para conocerlo. No era uno de ellos y, por lo tanto, no podía tener esposas. Pero era como uno de ellos, de tal manera que el shuar anfitrión, durante la estación de las lluvias, le rogaba aceptar a una de sus mujeres para mayor orgullo de su casta y de su casa. La mujer ofrendada lo conducía hasta la orilla del río. Ahí, entonando anents, lo lavaba, adornaba y perfumaba, para regresar a la choza a retozar sobre una estera, con los pies en alto, suavemente entibiados por una fogata, sin dejar en ningún momento de entonar anents, poemas nasales que describían la belleza de sus cuerpos y la alegría del placer aumentado infinitamente por la magia de la descripción. Era el amor puro sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos. —Nadie consigue atar un trueno, y nadie consigue apropiarse de los cielos del otro en el momento del abandono. Así le explicó una vez el compadre Nushiño. Viendo pasar el río Nangaritza hubiera podido pensar que el tiempo esquivaba aquel rincón amazónico, pero las aves sabían que poderosas lenguas avanzaban desde occidente hurgando en el cuerpo de la selva. Enormes máquinas abrían caminos y los shuar aumentaron su movilidad. Ya no permanecían los tres años acostumbrados en un mismo lugar, para luego desplazarse y permitir la recuperación de la naturaleza. Entre estación y estación cargaban con sus chozas y los huesos de sus muertos alejándose de los extraños que aparecían ocupando las riberas del Nangaritza. Llegaban más colonos, ahora llamados con promesas de desarrollo ganadero y maderero. Con ellos llegaba también el alcohol desprovisto de ritual y, por ende, la degeneración de los más débiles. Y, sobre todo, aumentaba la peste de los buscadores de oro, individuos sin escrúpulos venidos desde todos los confines sin otro norte que una riqueza rápida. Los shuar se movían hacia el oriente buscando la intimidad de las selvas impenetrables. Una mañana, Antonio José Bolívar descubrió que envejecía al errar un tiro de cerbatana. También le llegaba el momento de marcharse. Tomó la decisión de instalarse en El Idilio y vivir de la caza. Se sabía incapaz de determinar el instante de su propia muerte y dejarse devorar por las hormigas. Además, si lo conseguía, sería una ceremonia triste. El era como ellos, pero no uno de ellos, así que no tendría ni fiesta ni lejanía alucinada. Un día, entregado a la construcción de una canoa resistente, definitiva, escuchó el estampido proveniente de un brazo de río, la señal que habría de precipitar su partida. Corrió al lugar de la explosión y encontró a un grupo de shuar llorando. Le indicaron la masa de peces muertos en la superficie y al grupo de extraños que desde la playa les apuntaban con armas de fuego. Era un grupo integrado por cinco aventureros, quienes, para ganar una vía de corriente, habían volado con dinamita el dique de contención donde desovaban los peces. Todo ocurrió muy rápido. Los blancos, nerviosos ante la llegada de más shuar, dispararon alcanzando a dos indígenas y emprendieron la fuga en su embarcación. El supo que los blancos estaban perdidos. Los shuar tomaron un atajo, los esperaron en un paso estrecho y desde ahí fueron presas fáciles para los dardos envenenados. Uno de ellos, sin embargo, consiguió saltar, nadó hasta la orilla opuesta y se perdió en la espesura. Recién entonces se preocupó de los shuar caídos. Uno había muerto con la cabeza destrozada por la perdigonada a corta distancia, y el otro agonizaba con el pecho abierto. Era su compadre Nushiño. —Mala manera de marcharse —musitó, en una mueca de dolor, Nushiño, y con mano temblorosa le indicó su calabaza de curare—. No me iré tranquilo, compadre. Andaré como un triste pájaro ciego, a choques con los árboles mientras su cabeza no cuelgue de una rama seca. Ayúdame, compadre. Los shuar lo rodearon. El conocía las costumbres de los blancos, y las débiles palabras de Nushiño le decían que llegaba el momento de pagar la deuda contraída cuando lo salvaron luego de la mordedura de la serpiente. Le pareció justo pagar la deuda, y armado de una cerbatana cruzó a nado el río, lanzándose por primera vez a la caza del hombre. No le costó dar con el rastro. El buscador de oro, en su desesperación, dejaba huellas tan nítidas que ni siquiera precisó buscarlas. A los pocos minutos lo encontró aterrorizado frente a una boa dormida. —¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué dispararon? El hombre le apuntó con su escopeta. —Los jíbaros. ¿Dónde están los jíbaros? —Al otro lado. No te siguen. Aliviado, el buscador de oro bajó el arma y él aprovechó la situación para acertarle un golpe con la cerbatana. Le dio mal. El buscador de oro vaciló sin llegar a desplomarse, y no tuvo más remedio que echársele encima. Era un hombre fuerte, pero finalmente, tras forcejear, logró arrebatarle la escopeta. Nunca antes tuvo un arma de fuego en sus manos, pero al ver cómo el hombre echaba mano al machete intuyó el lugar preciso donde debía poner el dedo y la detonación provocó un revoloteo de pájaros asustados. Asombrado ante la potencia del disparo, se acercó al hombre. Había recibido la doble perdigonada en pleno vientre y se revolcaba de dolor. Sin hacer caso de los alaridos le ató por los tobillos, lo arrastró hasta la orilla del río, y al dar las primeras brazadas sintió que el infeliz ya estaba muerto. En la ribera opuesta lo esperaban los shuar. Se apresuraron en ayudarle a salir del río, mas al ver el cadáver del buscador de oro irrumpieron en un llanto desconsolado que no atinó a explicarse. No lloraban por el extraño. Lloraban por él y por Nushiño. El no era uno de ellos, pero era como uno de ellos. En consecuencia, debió ultimarlo con un dardo envenenado, dándole antes la oportunidad de luchar como un valiente; así, al recibir la parálisis del curare, todo su valor permanecería en su expresión, atrapado para siempre en su cabeza reducida, con los párpados, nariz y boca fuertemente cosidos para que no escapase. ¿Cómo reducir aquella cabeza, aquella vida detenida en una mueca de espanto y de dolor? Por su culpa, Nushiño no se iría. Nushiño permanecería como un papagayo ciego, dándose golpes contra los árboles, ganándose el odio de quienes no lo conocieron al chocar contra sus cuerpos, molestando el sueño de las boas dormidas, ahuyentando las presas rastreadas con su revoloteo sin rumbo. Se había deshonrado, y al hacerlo era responsable de la eterna desdicha de su compadre. Sin dejar de llorar, le entregaron la mejor canoa. Sin dejar de llorar lo abrazaron, le entregaron provisiones, y le dijeron que desde ese momento no era más bienvenido. Podría pasar por los caseríos shuar, pero no tenía derecho a detenerse. Los shuar empujaron la canoa y enseguida borraron sus huellas de la playa. Capítulo cuarto Luego de cinco días de navegación, arribó a El Idilio. El lugar estaba cambiado. Una veintena de casas se ordenaba formando una calle frente al río, y al final una construcción algo mayor enseñaba en el frontis un rótulo amarillo con la palabra ALCALDÍA. Había también un muelle de tablones que Antonio José Bolívar evitó, y navegó algunos metros más aguas abajo hasta que el cansancio le indicó un sitio donde levantó la choza. Al comienzo los lugareños lo rehuyeron mirándolo como a un salvaje al verle internarse en el monte, armado de la escopeta, una Remington del catorce heredada del único hombre que matara y de manera equivocada, pero pronto descubrieron el valor de tenerlo cerca. Tanto los colonos como los buscadores de oro cometían toda clase de errores estúpidos en la selva. La depredaban sin consideración, y esto conseguía que algunas bestias se volvieran feroces. A veces, por ganar unos metros de terreno plano talaban sin orden dejando aislada a una quebrantahuesos, y ésta se desquitaba eliminándoles una acémila, o cometían la torpeza de atacar a los saínos en época de celo, lo que transformaba a los pequeños jabalíes en monstruos agresivos. Y estaban también los gringos venidos desde las instalaciones petroleras. Llegaban en grupos bulliciosos portando armas suficientes para equipar a un batallón, y se lanzaban monte adentro dispuestos a acabar con todo lo que se moviera. Se ensañaban con los tigrillos, sin diferenciar crías o hembras preñadas, y, más tarde, antes de largarse, se fotografiaban junto a las docenas de pieles estacadas. Los gringos se iban, las pieles permanecían pudriéndose hasta que una mano diligente las arrojaba al río, y los tigrillos sobrevivientes se desquitaban destripando reses famélicas. Antonio José Bolívar se ocupaba de mantenerlos a raya, en tanto los colonos destrozaban la selva construyendo la obra maestra del hombre civilizado: el desierto. Pero los animales duraron poco. Las especies sobrevivientes se tornaron más astutas, y, siguiendo el ejemplo de los shuar y otras culturas amazónicas, los animales también se internaron selva adentro, en un éxodo imprescindible hacia el oriente. Antonio José Bolívar Proaño se quedó con todo el tiempo para sí mismo, y descubrió que sabía leer al mismo tiempo que se le pudrían los dientes. Se preocupó de lo último al sentir cómo la boca expelía un aliento fétido acompañado de persistentes dolores en los maxilares. Muchas veces presenció la faena del doctor Rubicundo Loachamín en sus viajes semestrales, y nunca se imaginó ocupando el sillón de los padecimientos, hasta que un día los dolores se hicieron insoportables y no tuvo más remedio que subir a la consulta. —Doctor, en pocas palabras, me quedan pocos. Yo mismo me he sacado los que jodian demasiado, pero con los de detrás no puedo. Límpieme la boca y discutamos el precio de una de esas placas tan bonitas. En esa misma ocasión el Sucre desembarcó a una pareja de funcionarios estatales, quienes al instalarse con una mesa bajo el portal de la alcaldía fueron tomados por recaudadores de algún nuevo impuesto. El alcalde se vio obligado a usar todo su escaso poder de convicción para arrastrar a los escurridizos lugareños hasta la mesa gubernamental. Ahí, los dos aburridos, emisarios del poder recogían los sufragios secretos de los habitantes de El Idilio, con motivo de unas elecciones presidenciales que habrían de celebrarse un mes más tarde. Antonio José Bolívar llegó también hasta la mesa. —¿Sabes leer? —le preguntaron. —No me acuerdo. —A ver. ¿Qué dice aquí? Desconfiado, acercó el rostro hasta el papel que le tendían, y se asombró de ser capaz de descifrar los signos oscuros. —El se-ñor-señor-can-di-da-to-candidato. —¿Sabes?, tienes derecho a voto. —¿Derecho a qué? —A voto. Al sufragio universal y secreto. A elegir democráticamente entre los tres candidatos que aspiren a la primera magistratura. ¿Entiendes? —N