Tratado de los Delitos y de las Penas PDF
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2015
Cesare Beccaria
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This document is a book, "Tratado de los delitos y de las penas" by Cesare Beccaria. It explores aspects of criminal law and the penal system. Written in Spanish the book discusses historical legal traditions and their faults.
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Tratado de los delitos y de las penas Cesare Beccaria Tratado de los delitos y de las penas The Figuerola Institute Programme: Legal History The Programme “Legal History” of the Figuerola Institute...
Tratado de los delitos y de las penas Cesare Beccaria Tratado de los delitos y de las penas The Figuerola Institute Programme: Legal History The Programme “Legal History” of the Figuerola Institute of Social Science History –a part of the Carlos III University of Madrid– is devoted to improve the overall knowledge on the history of law from different points of view –academically, culturally, socially, and institutionally– covering both ancient and modern eras. A number of experts from several countries have participated in the Programme, bringing in their specialized knowledge and dedication to the subject of their expertise. To give a better visibility of its activities, the Programme has published in its Book Series a number of monographs on the different aspects of its academic discipline. Publisher: Carlos III University of Madrid Book Series: Legal History Editorial Committee: Manuel Ángel Bermejo Castrillo, Universidad Carlos III de Madrid Catherine Fillon, Université Jean Moulin Lyon 3 Manuel Martínez Neira, Universidad Carlos III de Madrid Carlos Petit, Universidad de Huelva Cristina Vano, Università degli studi di Napoli Federico II More information at www.uc3m.es/legal_history Tratado de los delitos y de las penas Cesare Beccaria UNIVERSIDAD CARLOS III DE MADRID 2015 Historia del derecho, 32 © 2015 Manuel Martínez Neira Diseño: TallerOnce ISBN: 978-84-89315-76-1 ISSN: 2255-5137 Depósito Legal: M-7822-2015 Versión electrónica disponible en e-Archivo http://hdl.handle.net/10016/20199 Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 España ÍNDICE Al lector................................................... 13 Introducción................................................ 17 1. Origen de las penas.......................................... 19 2. Derecho de castigar.......................................... 19 3. Consecuencias............................................. 21 4. Interpretación de las leyes.................................... 22 5. Oscuridad de las leyes....................................... 24 6. Proporción entre los delitos y las penas........................ 25 7. Errores en la graduación de las penas........................... 27 8. División de los delitos....................................... 28 9. Del honor................................................ 30 10. De los duelos............................................. 31 11. De la tranquilidad pública................................. 32 12. Fin de las penas.......................................... 33 13. De los testigos............................................. 34 14. Indicios y formas de juicios................................. 35 15. Acusaciones secretas....................................... 37 16. De la tortura............................................. 39 17. Del fisco................................................... 43 18. De los juramentos.......................................... 45 19. Prontitud de la pena....................................... 46 20. Violencias................................................ 47 21. Penas de los nobles.......................................... 48 22. Hurtos................................................... 49 23. Infamia................................................... 50 24. Ociosos................................................... 51 7 25. Destierros y confiscaciones................................. 51 26. Del espíritu de familia.................................... 52 27. Dulzura de las penas....................................... 55 28. De la pena de muerte....................................... 56 29. De la prisión............................................. 62 30. Procesos y prescripciones................................. 64 31. Delitos de prueba difícil.................................... 66 32. Suicidio................................................ 69 33. Contrabandos............................................. 71 34. De los deudores.......................................... 72 35. Asilos................................................... 74 36. De la talla................................................ 75 37. Atentados, cómplices, impunidad........................... 76 38. Interrogaciones sugestivas y deposiciones..................... 77 39. De un género particular de delitos........................... 79 40. Falsas ideas de utilidad.................................... 80 41. Cómo se evitan los delitos................................. 81 42. De las ciencias............................................. 82 43. Magistrados............................................. 85 44. Recompensas............................................. 85 45. Educación................................................ 85 46. Del perdón................................................ 86 47. Conclusión................................................ 87 8 Nota sobre la presente edición En julio de 1764, en Livorno, se imprimió –por vez primera y sin referencia alguna a su autor– la obra titulada Dei delitti e delle pene del noble milanés Cesare Beccaria (1738-1794). Con rapidez se sucedieron distintas ediciones y traducciones de este libro, en las que el autor fue añadiendo nuevos capítulos y realizó distintos cambios. De la obra existen buenas ediciones en la actualidad. Para el investigador, me remito a la cuidada edición bilingüe de Perfecto Andrés Ibáñez, que sigue el texto establecido por Gianni Francioni (Madrid, Trotta, 2011). En ella apa- rece además un catálogo de las ediciones de la obra de Beccaria en castellano. La traducción que aquí se ofrece reproduce en esencia la realizada por Juan Antonio de las Casas, que se imprimió en Madrid en 1774 y tuvo muy pronto un uso docente que ha llegado hasta nuestros días. Gracias a Perfecto Andrés Ibáñez sabemos que la edición española de 1774 procede de la quinta edición de Dei delitti e delle pene (1766), segunda tirada, L5b en la nomencla- tura de Francioni (Milano, Mediobanca, 1984). Se trata de la última edición revisada por Beccaria –asumida por él mismo como la suya auténtica– quien redactó para ella una nueva advertencia Al lector, la Introducción y dos ca- pítulos inéditos (Del fisco y Del perdón), alcanzándose así los 47 capítulos; además introdujo distintas correcciones, aclaraciones y rectificaciones, como la anotada en el capítulo 34. El título, Tratado, inexistente en el original italiano, procede de la tra- ducción de De las Casas. Se ha modernizado sin embargo la ortografía y la puntuación, también se han sustituido algunos términos –por ejemplo, có- dice por código– cuya utilización dice mucho de la cultura jurídica entonces imperante en España; además, en muchas ocasiones se ha acudido al texto establecido por Francioni para corregir algunas soluciones propuestas por De las Casas. En definitiva, la presente edición solo pretende facilitar el uso razonable- mente fiable de la obra de Beccaria en unas aulas cada día más informatiza- das. Quiero por último agradecer a Inés Mesa Moyano su ayuda para trans- cribir algunos capítulos. M. M. N. 9 In rebus quibuscumque difficilioribus non expectan- dum, ut quis simul, et serat, et metat, sed praepara- tione opus est, ut per gradus maturescant. Bacon, Serm. fidel. n. 45 AL LECTOR Algunos restos de leyes de un antiguo pueblo conquistador, hechas recopilar por un príncipe que hace doce siglos reinaba en Constantinopla, mezcladas después con ritos lombardos y envueltas en farragosos volúmenes de priva- dos y oscuros intérpretes, forman aquella tradición de opiniones que en una gran parte de Europa tiene todavía el nombre de leyes; y es cosa tan común cuanto funesta ver en nuestros días que una opinión de Carpzovio, un uso antiguo señalado por Claro, un tormento sugerido con iracunda complacen- cia por Farinaccio, sean las leyes obedecidas con seguridad y satisfacción por aquellos que para regir las vidas y fortunas de los hombres deberían obrar lle- nos de temor y desconfianza. Estas leyes, heces de los siglos más bárbaros, se han examinado en este libro en la parte que corresponde al sistema criminal, y cuyos desórdenes se intenta exponer a los directores de la felicidad pública con un estilo que espanta al vulgo no iluminado e impaciente. La ingenua averiguación de la verdad, la independencia de las opiniones vulgares con que se ha escrito esta obra, son efecto del suave e iluminado gobierno bajo el cual vive el autor. Los grandes monarcas, los bienhechores de la humanidad que nos rigen, aman las verdades expuestas sin fanatismo por el oscuro filósofo, detestado solamente por quien (rechazado por la razón) se vuelca en la fuerza o en la industria; y los desórdenes presentes son, para quien bien examina todas las circunstancias, la sátira y zaherimiento de las edades pasadas, no de este siglo y de sus legisladores. Cualquiera que quisiere honrarme con su crítica, empiece pues por co- nocer bien el fin al que se dirige esta obra; fin que, conseguido, bien lejos de disminuir la legítima autoridad, serviría para aumentarla, si puede en los hombres más la razón que la fuerza, y si la dulzura y la humanidad la justi- fican a los ojos de todos. Las críticas mal entendidas que se han publicado contra este libro se fundan en confusas nociones y me obligan a interrumpir por un instante mis razonamientos para los sabios lectores, a fin de cerrar de una vez para siempre toda entrada a los errores de un tímido celo o a las calumnias de la maligna envidia. 13 CESARE BECCARIA Tres son los manantiales de donde se derivan los principios morales y políticos reguladores de los hombres: la revelación, la ley natural y los pactos establecidos por la sociedad. No hay comparación entre la primera y las otras con relación a su fin principal, pero son semejantes en que conducen todas tres para la felicidad de esta vida mortal. Considerar las relaciones de la últi- ma, no es excluir las relaciones de las dos primeras; antes bien, al modo que éstas, sin embargo de ser divinas e inmutables, fueron depravadas de mil mo- dos en los entendimientos de los hombres, admitiendo estos malamente reli- giones falsas y arbitrarias nociones de virtud y de vicio, así parece necesario examinar, separadamente de toda otra consideración, lo que nazca de las pu- ras convenciones humanas o expresas o supuestas por la necesidad y utilidad común, idea en que toda secta y todo sistema de moral debe necesariamente convenir; y será siempre laudable empresa la que contribuyese a reducir aun los hombres más incrédulos y porfiados para que se conformen con los prin- cipios que los impelen a vivir en sociedad. Hay, pues, tres distintas clases de vicio y de virtud: religiosa, natural y política. Estas tres clases no deben jamás tener contradicción entre sí, pero no del mismo modo en todas las consecuen- cias y obligaciones que resultan de las otras. No todo lo que pide la revelación lo pide la ley natural, ni todo lo que ésta pide lo pide la pura ley social. Siendo importantísimo separar lo que resulta de los pactos tácitos o expresos de los hombres, porque los límites de aquella fuerza son tales que pueden ejerci- tarse legítimamente entre hombre y hombre sin una especial misión del Ser supremo. Así, pues, la idea de la virtud política puede sin defecto llamarse variable; la que resulta de la virtud natural sería siempre limpia y manifiesta, si las pasiones o la flaqueza de los hombres no la oscureciesen; pero la que dimana de la virtud religiosa es siempre una y constante porque revelada de Dios inmediatamente está conservada por él mismo. Sería, pues, un error atribuir a quien habla de convenciones sociales y de sus consecuencias principios contrarios a la ley natural o a la revelación por- que no trata de éstas. Sería un error en quien hablando del estado de guerra antes del estado de sociedad lo tomase en el sentido hobbesiano, esto es, de ninguna razón ni obligación anterior, en vez de tomarlo por un hecho nacido de la corrupción de la naturaleza humana y de la falta de un establecimiento expreso. Sería un error imputar delito a un escritor que considera las emana- ciones del pacto social por no admitirlas antes del pacto mismo. La justicia divina y la justicia natural son por su esencia inmutables y constantes, porque la relación entre dos mismos objetos es siempre la misma; 14 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS pero la justicia humana, o sea política, no siendo más que una relación entre la acción y el vario estado de la sociedad, puede variar a proporción que se haga necesaria o útil a la misma sociedad aquella acción; ni se discierne bien sino resolviendo las complicadas y mudables relaciones de las combinaciones civiles. Pero si estos principios, esencialmente distintos, se confundieren no hay esperanza de raciocinar con fundamento en las materias públicas. A los teólogos pertenece establecer los confines de lo justo y de lo injusto, en la par- te que mira la intrínseca malicia o bondad del acto; y al publicista determinar las relaciones de lo justo o injusto político, esto es, del daño o provecho de la sociedad. Ni un objeto puede perjudicar al otro, porque es manifiesto cuánto la verdad puramente política debe ceder a la inmutable virtud dimanada de Dios. Cualquiera, repito, que quisiere honrarme con su crítica, no empiece su- poniendo en mí principios destruidores de la virtud o de la religión, pues ten- go demostrado no son tales los míos y, así, en lugar de concluirme incrédulo o sedicioso, convénzame de mal lógico o de imprudente político; no se amotine por las proposiciones que sostengan el interés de la humanidad; hágame ver la inutilidad o daño político que pueda nacer de mis principios, y la ventaja de las prácticas recibidas. He dado un público testimonio de mi religión y de mi sumisión a mi soberano con la respuesta a las Note ed osservazioni; sería superfluo responder a otros escritos semejantes; pero quien escribiere con aquella decencia que tanto conviene a los hombres honestos y con aquellos conocimientos que me dispensen de probar los primeros principios de cual- quiera clase que fueren, encontrará en mí no tanto un hombre que procura responder, cuanto un pacífico amante de la verdad. 15 INTRODUCCIÓN Abandonan los hombres casi siempre las reglas más importantes a la pru- dencia de un momento, o a la discreción de aquellos cuyo interés consiste en oponerse a las leyes más próvidas; y así como del establecimiento de éstas resultarían universales ventajas, resistiendo al esfuerzo por donde pudieran convertirse en beneficio de pocos, así, de lo contrario, resulta en unos todo el poder y la felicidad, y en otros toda la flaqueza y la miseria. Las verdades más palpables desaparecen fácilmente por su simplicidad, sin llegar a ser com- prendidas de los entendimientos comunes. No acostumbran éstos a discurrir sobre los objetos; por tradición, no por examen, reciben de una vez todas las impresiones, de modo que solo se mueven a reconocer y remediar el cúmulo de desórdenes que los oprime cuando han pasado por medio de mil errores en las cosas más esenciales a la vida y a la libertad, y cuando se han cansado de sufrir males sin número. Las historias nos enseñan que debiendo ser las leyes pactos considera- dos de hombres libres, han sido partos casuales de una necesidad pasajera; que debiendo ser dictadas por un desapasionado examinador de la naturaleza humana, han sido instrumento de las pasiones de pocos. La felicidad mayor colocada en el mayor número, debiera ser el punto a cuyo centro se dirigie- sen las acciones de la muchedumbre. Dichosas, pues, aquellas pocas nacio- nes que, sin esperar el tardo y alternativo movimiento de las combinaciones humanas, aceleraron con buenas leyes los pasos intermedios de un camino que guiase al bien, evitando de este modo que la extremidad de los males los forzase a ejecutarlo; y tengamos por digno de nuestro reconocimiento al filósofo que, desde lo oscuro y despreciado de su aposento, tuvo valor para arrojar entre la muchedumbre las primeras simientes de las verdades útiles, por tanto tiempo infructuosas. Conocemos ya las verdaderas relaciones entre el soberano y los súbditos, y la que tienen entre sí recíprocamente las naciones. El comercio animado a la vista de las verdades filosóficas, comunicadas por medio de la imprenta, ha encendido entre las mismas naciones una tácita guerra de industria, la más humana y más digna de hombres racionales. Estos son los frutos que se cogen 17 CESARE BECCARIA a la luz de este siglo; pero muy pocos han examinado y combatido la cruel- dad de las penas y la irregularidad de los procedimientos criminales, parte de legislacion tan principal y tan descuidada en casi toda Europa. Poquísimos, subiendo a los principios generales, combatieron los errores acumulados de muchos siglos, sujetando a lo menos con aquella fuerza que tienen las verda- des conocidas el demasiado libre ejercicio del poder mal dirigido, que tantos ejemplos de fría atrocidad nos presenta autorizados y repetidos. Y aun los gemidos de los infelices sacrificados a la cruel ignorancia y a la insensible indolencia, los bárbaros tormentos con pródiga e inútil severidad multipli- cados por delitos o no probados o quiméricos, la suciedad y los horrores de una prisión, aumentados por el más cruel verdugo de los miserables que es la incertidumbre de su suerte, debieran mover aquella clase de magistrados que guía las opiniones de los entendimientos humanos. El inmortal presidente de Montesquieu ha pasado rápidamente sobre esta materia. La verdad indivisible me fuerza a seguir las trazas luminosas de este grande hombre, pero los ingenios contemplativos para quienes escri- bo sabrán distinguir mis pasos de los suyos. Dichoso yo si pudiese, como él, obtener las gracias secretas de los retirados pacíficos secuaces de la razón, y si pudiese inspirar aquella dulce conmoción con que las almas sensibles res- ponden a quien sostiene los intereses de la humanidad. 18 1 Origen de la penas Las leyes son las condiciones con que los hombres independientes y aíslados se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra y de gozar una libertad que les era inútil en la incertidumbre de conservarla. Sacrificaron por eso una parte de ella para gozar la restante en segura tran- quilidad. El conjunto de todas estas porciones de libertad, sacrificadas al bien de cada uno, forma la soberanía de una nación, y el soberano es su adminis- trador y legítimo depositario. Pero no bastaba formar este depósito, era ne- cesario también defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en particular. Procuran todos no solo quitar del depósito la porción propia, sino usurparse las ajenas. Para evitar estas usurpaciones se necesitaban motivos sensibles que fuesen bastantes a contener el ánimo despótico de cada hombre cuando quisiere sumergir las leyes de la sociedad en su caos antiguo. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de aquellas leyes. Llámolos motivos sensibles porque la experiencia ha demostrado que la multitud no adopta principios estables de conducta ni se aleja de aquella innata general disolución, que en el universo físico y moral se observa, sino con motivos que inmediatamente hieran en los sentidos, y que de continuo se presenten al entendimiento para contrabalancear las fuertes impresiones de los ímpetus parciales que se oponen al bien universal: no habiendo tampoco bastado la elocuencia, las declamaciones y las verdades más sublimes para sujetar por mucho tiempo las pasiones excitadas con los sensibles incentivos de los objetos presentes. 2 Derecho de castigar Toda pena, dice el gran Montesquieu, que no se deriva de la absoluta necesi- dad, es tiránica; proposición que puede hacerse más general de esta manera: todo acto de autoridad de hombre a hombre que no se derive de la absoluta 19 CESARE BECCARIA necesidad, es tiránico. He aquí pues el fundamento del derecho del soberano a penar los delitos: la necesidad de defender el depósito de la salud pública de las particulares usurpaciones; y tanto más justas son las penas, cuanto es más sagrada e inviolable la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a los súbditos. Consultemos el corazón humano y encontraremos en él los principios fundamentales del verdadero derecho que tiene el sobe- rano para castigar los delitos, porque no debe esperarse ventaja durable de la política moral cuando no está fundada sobre los sentimientos indelebles del hombre. Cualquiera ley que se separe de éstas, encontrará siempre una resistencia opuesta que vence al fin; del mismo modo que una fuerza, aunque pequeña, siendo continuamente aplicada, vence cualquier violento impulso comunicado a un cuerpo. Ningún hombre ha dado gratuitamente parte de su libertad propia con solo la mira del bien público: esta quimera no existe sino en las novelas. Cada uno de nosotros querría, si fuese posible, que no le ligasen los pactos que li- gan a los otros. Cualquier hombre se hace centro de todas las combinaciones del globo. La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero muy superior a los medios que la naturaleza estéril y abandonada ofrecía para sa- tisfacer a las necesidades que se aumentaban cada vez más entre ellos, reunió los primeros salvajes. Estas primeras uniones formaron necesariamente otras para resistirlas, y así el estado de guerra se transfirió del individuo a las na- ciones. Fue, pues, la necesidad quien obligó a los hombres para ceder parte de su libertad propia: y es cierto que cada uno no quiere poner en el depósito público sino la porción más pequeña que sea posible, aquélla solo que baste a mover los hombres para que le defiendan. El agregado de todas estas peque- ñas porciones de libertad posibles forma el derecho de castigar: todo lo demás es abuso y no justicia; es hecho, no derecho. Obsérvese que la palabra derecho no es contradictoria de la palabra fuerza; antes bien aquélla es una modifi- cación de ésta, cuya regla es la utilidad del mayor número. Y por justicia en- tiendo sólo el vínculo necesario para tener unidos los intereses particulares, sin el cual se reducirían al antiguo estado de insociabilidad. Todas las penas que sobrepasan la necesidad de conservar este vínculo son injustas por su na- turaleza. También es necesario precaverse de no fijar en esta palabra justicia la idea de alguna cosa real, como de una fuerza física o de un ser existente; es solo una simple manera de concebir de los hombres: manera que influye 20 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS infinitamente sobre la felicidad de cada uno. No entiendo tampoco por esta voz aquella diferente suerte de justicia que dimana de Dios, y que tiene sus inmediatas relaciones con las penas y recompensas eternas. 3 Consecuencias La primera consecuencia de estos principios es que sólo las leyes pueden de- cretar las penas de los delitos, y esta autoridad debe residir únicamente en el legislador que representa toda la sociedad unida por el contrato social: ningún magistrado (que es parte de ella) puede con justicia decretar a su voluntad pe- nas contra otro individuo de la misma sociedad. Pero una pena que sobrepase el límite señalado por las leyes contiene en sí la pena justa más otra adicional, por consiguiente ningún magistrado bajo pretexto de celo o de bien público puede aumentar la pena establecida contra un ciudadano delincuente. La segunda consecuencia es que si todo miembro particular se halla liga- do a la sociedad, ésta está igualmente ligada con cada miembro particular por un contrato que por su naturaleza obliga a las dos partes. Esta obligación, que descendiendo desde el trono llega hasta las más humildes chozas, y que liga igualmente al más grande y al más miserable entre los hombres, solo significa que el interés de todos está en la observación de los pactos útiles al mayor nú- mero. La violación de cualquiera de ellos empieza a autorizar la anarquía*. El soberano, que representa la misma sociedad, puede únicamente formar leyes generales que obliguen a todos los miembros, pero no juzgar cuando alguno haya violado el contrato social, porque entonces la nación se dividiría en dos partes: una representada por el soberano, que afirma la violación; y otra por el acusado, que la niega. Es pues necesario que un tercero juzgue de la verdad del hecho. Y veis aquí la necesidad de un magistrado, cuyas sentencias sean inapelables y consistan en meras aserciones o negativas de hechos particula- res. La tercera consecuencia es que cuando se probase que la atrocidad de las * La voz obligación es de esas que son más frecuentes en moral que en cualquier otra ciencia, y que son un signo abreviado de un razonamiento y no de una idea: buscad una para la palabra obligación y no la encontraréis; haced un razonamiento, y comprenderéis y seréis comprendidos. 21 CESARE BECCARIA penas, si no inmediatamente opuesta al bien público y al fin mismo de impe- dir los delitos, fuese a lo menos inútil, también en este caso sería no solo con- traria a aquellas virtudes benéficas que son el efecto de una razón iluminada, que prefiere mandar a hombres felices más que a una tropa de esclavos, en la cual circule incesante la medrosa crueldad, sino que se opondría a la justicia y a la naturaleza del mismo contrato social. 4 Interpretación de las leyes Cuarta consecuencia. Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces criminales, por la misma razón de que no son le- gisladores. Los jueces no han recibido de nuestros antiguos padres las leyes como una tradición doméstica y un testamento que solo dejase a los venide- ros el cuidado de obedecerlo, sino que las reciben de la sociedad viviente o del soberano que la representa, como legítimo depositario del resultado actual de la voluntad de todos; las reciben no como obligaciones de un antiguo jura- mento, nulo, porque ligaba voluntades no existentes, inicuo, porque reducía a los hombres del estado de sociedad al estado de barbarie, sino como efectos de un juramento tácito o expreso que las voluntades reunidas de los súbditos vivientes han hecho al soberano, como vínculos necesarios para sujetar o re- gir la fermentación interior de los intereses particulares. Esta es la física y real autoridad de las leyes. ¿Quién será, pues, su legítimo intérprete? ¿El sobera- no, esto es, el depositario de las actuales voluntades de todos, o el juez, cuyo oficio es sólo examinar si tal hombre haya hecho o no una acción contraria a las leyes? En todo delito el juez debe hacer un silogismo perfecto: la mayor debe ser la ley general, la menor la acción conforme o no a la ley, la consecuencia la libertad o la pena. Cuando el juez por fuerza o voluntad quiere hacer más de un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre. No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone por necesario consultar el espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de las opiniones. Esta verdad, que parece una paradoja a los entendimientos vulga- res, a quienes impresiona más un pequeño desorden presente que las funes- tas aunque remotas consecuencias nacidas de un falso principio radicado en 22 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS una nación, la tengo por demostrada. Nuestros conocimientos y todas nues- tras ideas tienen una recíproca conexión; cuanto más complicados son, tanto mayor es el número de sendas que llegan y salen de ellas. Cada hombre tiene su punto de vista, y cada hombre en diferentes momentos tiene uno diverso. El espíritu de la ley sería, pues, la resulta de la buena o mala lógica de un juez, de su buena o mala digestión; dependería de la violencia de sus pasiones, de la flaqueza del que sufre, de las relaciones que tuviese con el ofendido y de todas aquellas pequeñas fuerzas que cambian las apariencias de los objetos en el ánimo fluctuante del hombre. Vemos así que la suerte de un ciudadano cambia con frecuencia al pasar por distintos tribunales, y ser las vidas de los miserables víctima de falsos raciocinios o del actual fermento de los humores de un juez, que toma por legítima interpretación la vaga resulta de toda aque- lla confusa serie de nociones que le mueve la mente. Vemos pues los mismos delitos diversamente castigados por los mismos tribunales en diversos tiem- pos, por haber consultado no la constante y fija voz de la ley, sino la errante inestabilidad de las interpretaciones. Un desorden que nace de la rigurosa y literal observancia de una ley pe- nal no puede compararse con los desórdenes que nacen de la interpretación. Obliga este momentáneo inconveniente a practicar la fácil y necesaria correc- ción en las palabras de la ley, que son la ocasión de la incertidumbre, impi- diendo la fatal licencia de raciocinar, origen de las arbitrarias y venales alter- caciones. Pero un código fijo de leyes, que se deben observar a la letra, no deja más facultad al juez que la de examinar y juzgar en las acciones de los ciuda- danos si son o no conformes a la ley escrita; cuando la regla de lo justo y de lo injusto, que debe dirigir las acciones tanto del ciudadano ignorante como del ciudadano filósofo, es un asunto de hecho y no de controversia; entonces los súbditos no están sujetos a las pequeñas tiranías de muchos, tanto más crue- les cuanto es menor la distancia entre el que sufre y el que hace sufrir, más fatales que las de uno solo porque el despotismo de pocos no puede corregirse sino por el despotismo de uno, y la crueldad de un despótico es proporciona- da con los estorbos, no con la fuerza. Así adquieren los ciudadanos aquella se- guridad de sí mismos, que es justa, porque es el fin que buscan los hombres en la sociedad, que es útil porque los pone en el caso de calcular exactamente los inconvenientes de un mismo hecho. Es verdad que adquirirán un espíritu de independencia, mas no para sacudir el yugo de las leyes ni oponerse a los su- periores magistrados, y sí a aquellos que han osado dar el sagrado nombre de virtud a la flaqueza de ceder a sus interesadas o caprichosas opiniones. Estos 23 CESARE BECCARIA principios desagradarán a los que establecen como derecho transferir en los inferiores las culpas de la tiranía recibidas de los superiores. Mucho tendría que temer, si el espíritu de tiranía fuese compatible con el espíritu de lectura. 5 Oscuridad de las leyes Si es un mal la interpretación de las leyes, es otro evidentemente la oscuridad, que arrastra consigo necesariamente la interpretación, y aun lo será mayor cuando las leyes estén escritas en una lengua extraña para el pueblo, que lo ponga en la dependencia de algunos pocos, no pudiendo juzgar por sí mismo cual será la suerte de su libertad o de sus miembros, en una lengua que forma de un libro público y solemne uno casi privado y doméstico. ¡Qué debemos pensar de los hombres, sabiendo que en una buena parte de la culta e ilumi- nada Europa es esta costumbre inveterada! Cuanto mayor fuere el número de los que entendieren y tuvieren entre las manos el código sagrado de las leyes, tanto menos frecuentes serán los delitos, porque no hay duda de que la igno- rancia y la incertidumbre de las penas ayudan la elocuencia de las pasiones. Una consecuencia de estas últimas reflexiones es que sin leyes escritas una sociedad no tendrá jamás una forma estable de gobierno, en donde la fuerza sea un efecto del todo y no de las partes, y en donde las leyes, inalte- rables salvo para la voluntad general, no se corrompan pasando por el tropel de los intereses particulares. La experiencia y la razón han demostrado que la probabilidad y certeza de las tradiciones humanas se disminuyen a medida que se apartan de su origen. ¿Pues cómo resistirán las leyes a la fuerza in- evitable del tiempo y de las pasiones, si no existe un estable monumento del pacto social? En esto se echa de ver qué utilidades ha producido la imprenta, hacien- do depositario de las santas leyes, no algunos particulares, sino el público, y disipando aquel espíritu de astucia y de trama que desaparece a la luz de las ciencias, en apariencia despreciadas y en realidad temidas de sus secuaces. Esta es la ocasión por la que vemos disminuida en Europa la atrocidad de los delitos que hacían temer a nuestros antiguos, los cuales eran a un tiempo tiranos y esclavos. Quien conoce la historia de dos o tres siglos a esta parte y la nuestra, podrá ver cómo del seno del lujo y de la delicadeza nacieron 24 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS las más dulces virtudes, la humanidad, la beneficencia y la tolerancia de los errores humanos. Verá cuáles fueron los efectos de aquella que erradamente llamaron antigua simplicidad y buena fe: la humanidad gimiendo bajo la im- placable superstición, la avaricia y la ambición de pocos tiñeron con sangre humana los depósitos del oro y los tronos de los reyes, las traiciones ocultas, los estragos públicos, cada noble hecho un tirano de la plebe, los ministros de la verdad evangélica manchando con sangre las manos que todos los días tocaban el Dios de mansedumbre, no son obras de este siglo iluminado, que algunos llaman corrupto. 6 Proporción entre los delitos y las penas No solo es interés común que no se comentan delitos, sino que sean menos frecuentes en proporción al mal que causan en la sociedad. Así, pues, más fuertes deben ser los motivos que retraigan los hombres de los delitos a me- dida que son contrarios al bien público, y a medida de los estímulos que los inducen a cometerlos. Debe por esto haber una proporción entre los delitos y las penas. Es imposible prevenir todos los desórdenes en el combate universal de las pasiones humanas. Crecen éstos en razón compuesta de la población y de la trabazón de los intereses particulares, de tal suerte que no pueden dirigirse geométricamente a la pública utilidad. Es necesario en la aritmética política sustituir la exactitud matemática por el cálculo de la probabilidad. Vuélvanse los ojos sobre la historia, y se verán crecer los desórdenes con los confines de los imperios; y menoscabándose en la misma proporción el sentimiento na- cional, se aumenta el impulso hacia los delitos conforme al interés que cada uno toma en los mismos desórdenes: así la necesidad de agravar las penas se dilata cada vez más por este motivo. Aquella fuerza semejante a un cuerpo grave que oprime a nuestro bien- estar no se detiene sino a medida de los estorbos que le son opuestos. Los efectos de esta fuerza son la confusa serie de las acciones humanas: si estas se encuentran y recíprocamente se ofenden, las penas, que yo llamaré estor- bos políticos, impiden el mal efecto sin destruir la causa impelente, que es la sensibilidad misma inseparable del hombre, y el legislador hace como el hábil 25 CESARE BECCARIA arquitecto, cuyo oficio es oponerse a las direcciones ruinosas de la gravedad y mantener las que contribuyen a la fuerza del edificio. Supuesta la necesidad de la reunión de los hombres y los pactos que necesariamente resultan de la oposición misma de los intereses privados, encontramos con una escala de desórdenes, cuyo primer grado consiste en aquellos que destruyen inmediatamente la sociedad, y el último en la más pequeña injusticia posible cometida contra los miembros particulares de ella. Entre estos extremos están comprehendidas todas las acciones opuestas al bien público que se llaman delitos, y todas van aminorándose, por grados insensibles, desde el mayor al más pequeño. Si la geometría fuese adaptable a las infinitas y oscuras combinaciones de las acciones humanas, debería haber una escala correspondiente de penas, en que se graduasen desde la mayor hasta la menos dura; pero bastará al sabio legislador señalar los puntos prin- cipales, sin turbar el orden, no decretando contra los delitos del primer grado las penas del último. Y en caso de haber una exacta y universal escala de las penas y de los delitos, tendríamos una común y probable medida de los gra- dos de tiranía y de libertad, y del fondo de humanidad o de malicia de todas las naciones. Cualquiera acción no comprendida entre los dos límites señalados no puede ser llamada delito, o castigada como tal, sino por aquellos que encuen- tran su interés en darle este nombre. La incertidumbre de estos límites ha producido en las naciones una moral que contradice a la legislación; legisla- ciones más actuales que se excluyen recíprocamente; una multitud de leyes que exponen el hombre de bien a las penas más rigorosas, ha hecho vagos y fluctuantes los nombres de vicio y de virtud, ha hecho nacer la incertidumbre de la propia existencia, que produce el letargo y el sueño fatal en los cuerpos políticos. Cualquiera que leyere con ojos de filósofo los códigosde las naciones y sus anales, encontrará casi siempre que los nombres de vicio y de virtud, de buen ciudadano o de reo cambian con las revoluciones de los siglos, no en razón de las mutaciones que acaecen en las circunstancias de los países, y por consecuencia siempre conformes al interés común, sino en razón de las pasiones y de los errores de que sucesivamente fueron movidos los legislado- res. Verá muchas veces que las pasiones de un siglo son la basa de la moral de los siglos que le siguen, que las pasiones fuertes, hijas del fanatismo y del entusiasmo, debilitadas y carcomidas, por decirlo así, del tiempo, que reduce todos los fenómenos físicos y morales al equilibrio, vienen poco a poco a ser la prudencia del siglo y el instrumento útil en manos del fuerte y del astuto. De 26 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS este modo nacieron las oscurísimas nociones de honor y de virtud, y son tales porque se cambian con las revoluciones del tiempo, que hace sobrevivir los nombres a las cosas, se cambian con los ríos y con las montañas, que son casi siempre los confines, no solo de la geografía física, pero también de la moral. Si el placer y el dolor son los motores de los entes sensibles, si entre los motivos que impelen los hombres aun a las más sublimes operaciones fueron destinados por el invisible Legislador el premio y la pena, de la no exacta distribución de éstas nacerá aquella contradicción tanto menos observada, cuanto más común, que las penas castiguen los delitos de que han sido cau- sa. Si se destina una pena igual a dos delitos que ofenden desigualmente la sociedad, los hombres no encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer el mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja. 7 Errores en la graduación de las penas Las reflexiones precedentes me conceden el derecho de afirmar que la verda- dera medida de los delitos es el daño hecho a la nación, y por esto han errado los que creyeron serlo la intención del que los comete. Ésta depende de la impresión actual de los objetos y de la anterior disposición de la mente: que varían en todos los hombres, y en cada uno de ellos, con la velocísima suce- sión de las ideas, de las pasiones y de las circunstancias. Sería, pues, necesario formar no un solo código particular para cada ciudadano, sino una nueva ley para cada delito. Alguna vez los hombres con la mejor intención causan el mayor mal en la sociedad, y algunas otras con la más mala voluntad hacen el mayor bien. Otros miden los delitos más por la dignidad de la persona ofendida que por su importancia respecto del bien público. Si esta fuese la verdadera medi- da, una irreverencia contra el Ser supremo debería castigarse más atrozmente que el asesinato de un monarca, siendo la diferencia de la ofensa de una re- compensa infinita por la superioridad de la naturaleza. Finalmente algunos pensaron que la gravedad del pecado se considera- se en la graduación de los delitos. El engaño de esta opinión se descubrirá a los ojos de un indiferente examinador de las verdaderas relaciones entre hombres y hombres, y entre los hombres y Dios. Las primeras son relaciones 27 CESARE BECCARIA de igualdad. La necesidad sola ha hecho nacer del choque de las pasiones y de la oposición de los intereses la idea de la utilidad común, que es la basa de la justicia humana. Las segundas son relaciones de dependencia de un Ser perfecto y criador, que se ha reservado a sí solo el derecho de ser a un mismo tiempo legislador y juez porque él solo puede serlo sin inconveniente. Si ha establecido penas eternas contra el que desobedece a su omnipotencia, ¿quién será el necio que osará suplir a la divina justicia, que querrá vindicar un Ser que se basta a sí mismo, que no puede recibir de los objetos impresión alguna de placer o de dolor, y que solo entre todos los seres obra sin relación? La gravedad del pecado depende de la impenetrable malicia del corazón. Esta no puede sin revelación saberse por unos seres limitados. ¿Cómo, pues, se la tomará por norma para castigar los delitos? Podrán los hombres en este caso castigar cuando Dios perdona, y perdonar cuando castiga. Si ellos son capaces de contradecir al Omnipotente con la ofensa, pueden también contradecirle con el castigo. 8 División de los delitos Hemos visto que el daño hecho a la sociedad es la verdadera medida de los delitos. Verdad palpable, como otras, y que no necesita para ser descubier- ta cuadrantes ni telescopios, pues se presenta a primera vista de cualquiera mediano entendimiento, pero que por una maravillosa combinación de cir- cunstancias no ha sido conocida con seguridad cierta sino de algunos pocos hombres contemplativos de cada nación y de cada siglo. Las opiniones asiá- ticas, y las pasiones vestidas de autoridad y de poder, han disipado (muchas veces por insensibles impulsos, y algunas por violentas impresiones sobre la tímida credulidad de los hombres) las simples nociones que acaso formaban la primera filosofía de la sociedad en sus principios, a la cual parece que nos revoca la luz de este siglo con aquella mayor fuerza que puede suministrar un examen geométrico, de mil funestas experiencias y de los mismos impe- dimentos. El orden proponía examinar y distinguir aquí todas las diferentes clases de delitos y el modo de castigarlos, pero la variable naturaleza de ellos por las diversas circunstancias de siglos y lugares nos haría formar un plan inmenso y desagradable. Bastáranos, pues, indicar los principios más genera- 28 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS les y los errores más funestos y comunes para desengañar así los que por un mal entendido amor de libertad querrían introducir la anarquía, como los que desearían reducir los hombres a una regularidad claustral. Algunos delitos destruyen inmediatamente la sociedad o quien la repre- senta; otros ofenden la seguridad privada de alguno o algunos ciudadanos en la vida, en los bienes o en el honor; y otros son acciones contrarias a lo que cada uno está obligado de hacer, o no hacer, según las leyes, respecto del bien público. Los primeros, que por más dañosos son los delitos mayores, se llaman de lesa majestad. La tiranía y la ignorancia solas, que confunden los vocablos y las ideas más claras, pueden dar este nombre, y por consecuencia la pena mayor, a delitos de diferente naturaleza, y hacer así a los hombres, como en otras infinitas ocasiones, víctimas de una palabra. Cualquier delito, aunque privado, ofende la sociedad, pero no todo delito procura su inmediata destrucción. Las acciones morales, como las físicas, tienen su esfera limitada de actividad y están determinadas diversamente circunscritas por el tiempo y por el espacio, como todos los movimientos de naturaleza; solo la inter- pretación sofística, que es ordinariamente la filosofía de la esclavitud, puede confundir lo que la eterna Verdad distinguió con relaciones inmutables. Síguense después de estos los delitos contrarios a la seguridad de cada particular. Siendo este el fin primario de toda sociedad legítima, no puede dejar de señalarse alguna de las penas más considerables, establecidas por las leyes, a la violación del derecho de seguridad adquirido por cada ciudadano. La opinión que cualquiera de estos debe tener de poder hacer todo aque- llo, que no es contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente que el que puede nacer de la acción misma, debería ser el dogma político creído de los pueblos y predicado por los magistrados con la incorrupta observancia de las leyes; dogma sagrado, sin el cual no puede haber legítima sociedad, recom- pensa justa de la acción universal, que sacrificaron los hombres, y que siendo común sobre todas las cosas a cualquiera ser sensible, se limita solo por las fuerzas propias. Dogma que forma las almas libres y vigorosas, y los enten- dimientos despejados, que hace los hombres virtuosos, con aquel género de virtud que sabe resistir al temor, no con aquella abatida prudencia, digna solo de quien puede sufrir una existencia precaria e incierta. Los atentados, pues, contra la seguridad y libertad de los ciudadanos son uno de los mayores de- litos, y bajo de esta clase se comprehenden no solo los asesinatos y hurtos de los hombres plebeyos, sino aun los cometidos por los grandes y magistrados, cuya influencia se extiende a una mayor distancia, y con mayor vigor, des- 29 CESARE BECCARIA truyendo en los súbditos las ideas de justicia y obligación, y sustituyendo en lugar de la primera el derecho del más fuerte, en que peligran finalmente con igualdad el que lo ejercita y el que lo sufre. 9 Del honor Hay una contradicción notable entre las leyes civiles, celosas guardas sobre toda otra cosa del cuerpo y bienes de cada ciudadano, y las leyes de lo que se llama honor, que da preferencia a la opinión. Esta palabra honor es una de aquellas que ha servido de basa a dilatados y brillantes razonamientos, sin fijarle alguna significación estable y permanente. ¡Condición miserable de los entendimientos humanos, tener presentes con más distinto conocimiento las separadas y menos importantes ideas de las revoluciones de los cuerpos celestes que las importantísimas nociones morales, fluctuantes siempre y siempre confusas, según que las impelen los vientos de las pasiones, y que la ciega ignorancia las recibe y las entrega! Pero desaparecerá esta paradoja si se considera que, como los objetos muy inmediatos a los ojos se confunden, así la mucha inmediación de las ideas morales hace que fácilmente se mezclen y revuelvan las infinitas ideas simples que las componen, y confundan las líneas de separación necesarias al espíritu geométrico que quiere medir los fenómenos de la sensibilidad humana. Y se disminuirá del todo la admiración del indiferente indagador de las cosas humanas, que juzgare no ser por acaso necesario tanto aparato de moral, ni tantas ligaduras para hacer los hombres felices y seguros. Este honor, pues, es una de aquellas ideas complejas que son un agregado no solo de ideas simples, sino de ideas igualmente complicadas, que en el vario modo de presentarse a la mente ya admiten y ya excluyen algunos diferen- tes elementos que las componen; sin conservar más que algunas pocas ideas comunes, como muchas cantidades complejas algebraicas admiten un común divisor. Para encontrar este común divisor en las varias ideas que los hom- bres se forman del honor, es necesario echar rápidamente una mirada sobre la formación de las sociedades. Las primeras leyes y los primeros magistrados nacieron de la necesidad de reparar los desórdenes del despotismo físico de cada hombre; este fue el fin principal de la sociedad, y este fin primario se 30 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS ha conservado siempre, realmente o en apariencia, a la cabeza de todos los códigos, aun de los que le destruyen; pero el acercamiento de los hombres y el progreso de sus conocimientos han hecho nacer una infinita serie de acciones y necesidades recíprocas de los unos para los otros, siempre superiores a la pro- videncia de las leyes e inferiores al actual poder de cada uno. Desde esta época comenzó el despotismo de la opinión, que era el único medio de obtener de los otros aquellos bienes, y separar de sí los males a que no era suficiente la misma providencia de las leyes. Y la opinión es la que atormenta al sabio y al igno- rante, la que ha dado crédito a la apariencia de la virtud más allá de la virtud misma, la que hace parecer misionero aun al más malvado, porque encuentra en ello su propio interés. De esta manera la consideración de los hombres se hizo no solo útil, sino necesaria, para no quedar por debajo del nivel común. Por esto, si el ambicioso los conquista como útiles, si el vano va mendigándo- los como testimonios del propio mérito, se ve al hombre honesto procurarlos como necesarios. Este honor es una condición que muchísimos incluyen en la existencia propia. Nacido después de la formación de la sociedad, no pudo ser puesto en el depósito común, antes es una instantánea vuelta al estado natural y una substracción momentánea de la propia persona para con las leyes que en aquel caso no defienden suficientemente a un ciudadano. Por esto en el estado de libertad extrema política, y en el de extrema de- pendencia, desaparecen las ideas del honor o se confunden perfectamente con otras: porque en el primero el despotismo de las leyes hace inútil la soli- citud de la consideración de otros; en el segundo, porque el despotismo de los hombres, anulando la existencia civil, los reduce a una personalidad precaria y momentánea. El honor es, pues, uno de los principios fundamentales de aquellas monarquías que son un despotismo disminuido, y en ellas lo que las revoluciones en los estados despóticos, un momento de retrotracción al esta- do de naturaleza y un recuerdo al señor de la igualdad antigua. 10 De los duelos La necesidad del favor de los otros hizo nacer los duelos privados, que tu- vieron luego su origen en la anarquía de las leyes. Se pretende que fueron desconocidos en la antigüedad, acaso porque los antiguos no se juntaban sos- 31 CESARE BECCARIA pechosamente armados en los templos, en los teatros y con los amigos; acaso porque el duelo era un espectáculo ordinario y común que los gladiadores esclavos y envilecidos daban al pueblo, y los hombres libres se desdeñaban de ser creídos y llamados gladiadores con los particulares desafíos. En vano los decretos de muerte contra cualquiera que acepta el duelo han procurado ex- tirpar esta costumbre, que tiene su fundamento en aquello que algunos hom- bres temen más que la muerte, porque el hombre de honor, privándolo del favor de los otros, se imagina expuesto a una vida meramente solitaria, estado insufrible para un hombre sociable, o bien a ser el blanco de los insultos y de la infamia, que con su repetida acción exceden al peligro de la pena. ¿Por qué motivo el vulgo no tiene por lo común desafíos, como la nobleza? No solo por- que está desarmado, sino también porque la necesidad de la consideración de los otros es menos común en la plebe que en los nobles, que estando en lugar más elevado se miran con mayores celos y sospechas. No es inútil repetir lo que otros han escrito, esto es, que el mejor método de precaver este delito es castigar al agresor, entiéndese al que ha dado la oca- sión para el duelo, declarando inocente al que sin culpa suya se vio precisado a defender lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión, mostrando a sus ciudadanos que él teme solo las leyes, no los hombres. 11 De la tranquilidad pública Finalmente entre los delitos de la tercera especie se cuentan particularmente los que turban la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos, como los estrépitos y huelgas en los caminos públicos destinados al comercio y paso de los ciudadanos, los sermones fanáticos, que excitan las pasiones fáciles de la curiosa muchedumbre, que toman fuerza con la frecuencia de los oyentes, y más del entusiasmo oscuro y misterioso que de la razón clara y tranquila, pues ésta nunca obra sobre una gran masa de hombres. La noche iluminada a expensas públicas, las guardias distribuidas en di- ferentes cuarteles de la ciudad, los morales y simples discursos de la religión reservados al silencio y a la sagrada tranquilidad de los templos protegidos de la autoridad pública, las arengas o informes destinados a sostener los intere- ses públicos o privados en las juntas de la nación, ya sean en los tribunales, 32 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS ya en donde resida la majestad del soberano, son los medios eficaces para prevenir la peligrosa fermentación de las pasiones populares. Estos forman un ramo principal de que debe cuidar la vigilancia del magistrado que los franceses llaman Policía; pero si este magistrado obrase con leyes arbitrarias y no establecidas de un código que circule entre las manos de todos los ciu- dadanos, se abre una puerta a la tiranía, que siempre rodea los confines de la libertad política. Yo no encuentro excepción alguna en este axioma general de que cada ciudadano debe saber cuándo es reo y cuándo es inocente. Si los censores o magistrados arbitrarios son por lo común necesarios en cualquier gobierno, nace esto de la flaqueza de su constitución y no de la naturaleza de uno bien organizado. La incertidumbre de la propia suerte ha sacrificado más víctimas a la oscura tiranía que la crueldad pública y solemne. Amotina más que envilece los ánimos. El verdadero tirano empieza siempre reinando sobre la opinión, que previene el coraje, que solo puede resplandecer en la clara luz de la verdad, o en el fuego de las pasiones, o en la ignorancia del peligro. ¿Pero cuáles serán las penas convenientes a estos delitos? ¿Es la muerte una pena verdaderamente útil y necesaria para la seguridad y buen orden de la sociedad? ¿Los tormentos son justos, y obtienen el fin que se proponen las leyes? ¿Cuál es el mejor modo de evitar los delitos? ¿Las mismas penas son igualmen- te útiles en todos tiempos? ¿Qué influencia tienen ellas sobre las costumbres? Estos problemas merecen ser resueltos con aquella precisión geométrica que la niebla de los sofismas, la elocuencia seductora y la tímida duda no pueden re- sistir. Si no tuviese otro mérito que el de haber presentado, el primero en Italia, con alguna mayor evidencia lo que otras naciones han osado escribir y comen- zado a practicar, me sentiría afortunado; pero si sosteniendo los derechos de la humanidad y de la verdad invencible contribuyese a arrancar de los espasmos y de la angustia de la muerte a alguna víctima infortunada de la tiranía o de la ignorancia, igualmente fatales, las bendiciones y lágrimas de un solo inocente transportado por la alegría me consolarían del desprecio de los hombres. 12 Fin de las penas Consideradas simplemente las verdades hasta aquí expuestas, se convence con evidencia que el fin de las penas no es atormentar y afligir un ser sensible, 33 CESARE BECCARIA ni deshacer un delito ya cometido. ¿Se podrá en un cuerpo político que, bien lejos de obrar con pasión, es el tranquilo moderador de las pasiones particu- lares, se podrá, repito, abrigar esta crueldad inútil, instrumento del furor y del fanatismo o de los flacos tiranos? ¿Los alaridos de un infeliz revocan acaso del tiempo, que no vuelve, las acciones ya consumadas? El fin, pues, no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a sus ciudadanos y retraher a los demás de la comisión de otros iguales. Luego deberán ser escogidas aquellas penas y aquel método de imponerlas que, guardada la proporción, hagan una impresión más eficaz y más durable sobre los ánimos de hombres, y la menos dolorosa sobre el cuerpo del reo. 13 De los testigos Es un punto considerable en toda buena legislación determinar exactamen- te la credibilidad de los testigos y las pruebas del delito. Cualquier hombre racional, esto es, que tenga una cierta conexión en sus propias ideas y cuyas sensaciones sean conformes a las de los otros hombres, puede ser testigo. La verdadera graduación de su credibilidad está en el interés que tenga en decir o no la verdad, lo que hace frívolo el argumento de la flaqueza de las mujeres, pueril la aplicación de los efectos de la muerte real a la civil en los condena- dos, e incoherente la nota de infamia en los infames cuando no tienen en mentir interés alguno. La credibilidad, pues, debe disminuirse a proporción del odio, o de la amistad, o de las estrechas relaciones que median entre el testigo y el reo. Siempre es necesario más de un testigo, porque en tanto que uno afirma y otro niega, no hay nada cierto, y prevalece el derecho que cada cual tiene de ser creído inocente. La credibilidad de un testigo viene a ser tanto menor sensiblemente, cuanto más crece la atrocidad de un delito* o lo * Entre los criminalistas la credibilidad de un testigo es tanto mayor cuanto es más atroz el delito. Véis aquí el axioma ferreo dictado por la imbecilidad más cruel: In atro- cissimis leviores conjecturae sufficiunt, et licet judici jura transgredi. Traduzcámoslo en vulgar, y vean los europeos una de muchísimas e igualmente racionales máximas a que casi sin saberlo están sujetos. “En los más atroces delitos, esto es, en los menos proba- bles, bastan las más ligeras conjeturas y es lícito al juez pasar por encima de lo prevenido por derecho”. Los absurdos prácticos de la legislación son por lo común producidos del temor, manantial principal de las contradicciones humanas. Atemorizados los legislado- 34 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS inverosímil de las circunstancias; tales son por ejemplo la magia y las accio- nes gratuitamente crueles. Es más probable que mientan muchos hombres en la primera acusación, porque es más fácil que se combinen en muchos o la ilusión de la ignorancia o el odio perseguidor, que no que un hombre ejercite tal potestad que Dios, o no ha dado, o ha quitado a toda criatura. Igualmente en la segunda, porque el hombre no es cruel sino a proporción del interés propio, del odio o del temor que concibe. No hay en el hombre propiamente algún principio superfluo; siempre es proporcionado a la resulta de las im- presiones hechas sobre los sentidos. Igualmente la credibilidad de un testigo puede disminuirse en ocasiones, cuando fuere miembro de alguna sociedad cuyos usos y máximas sean o no bien conocidas o diversas de las públicas. Semejante hombre no solo tiene sus pasiones propias, tiene también las de los otros. Finalmente es casi nula la credibilidad del testigo cuando el delito que se averigua consiste en palabras, porque el tono, el gesto, todo lo que precede y lo que sigue las diferentes ideas que los hombres dan a las mismas pala- bras, las alteran y modifican de tal manera que casi es imposible repetirlas como fueron dichas. Además, las acciones violentas y fuera del uso ordinario, como son los delitos verdaderos, dejan señales de sí en la muchedumbre de las circunstancias y en los efectos que de ellas resultan, pero las palabras no permanecen más que en la memoria por lo común infiel y muchas veces sedu- cida de los oyentes. Es, pues, sin comparación más fácil una calumnia sobre las palabras que sobre las acciones de un hombre, porque en estas, cuanto mayor número de circunstancias se traen para prueba, tanto mayores medios se suministra al reo para justificarse. res (tales son los jurisconsultos autorizados por la suerte para decidir de todo, llegando a ser de escritores interesados y venales, árbitros y legisladores de las fortunas de los hombres) por la condenación de cualquier inocente, cargan la jurisprudencia de inútiles formalidades y excepciones, cuya exacta observancia haría sentar la anárquica impuni- dad sobre el trono de la justicia; atemorizados por algunos delitos atroces y difíciles de probar, se creyeron en la necesidad de pasar por encima de las mismas formalidades que habían establecido, y así ya con despótica impaciencia o ya con un miedo mujeril, trans- formaron los juicios graves en una especie de juego en que el acaso y los rodeos hacen la principal figura. 35 CESARE BECCARIA 14 Indicios y formas de juicios Hay un teorema general muy útil para calcular la certidumbre de un hecho, por ejemplo la fuerza de los indicios de un delito. Cuando las pruebas del hecho son dependientes la una de la otra, esto es, cuando los indicios no se prueban sino entre sí mismos, cuanto mayores pruebas se traen, tanto me- nor es la probabilidad del hecho, porque los accidentes que harían fallar las pruebas antecedentes hacen fallar las subsiguientes. Cuando las pruebas del hecho dependen todas igualmente de una sola, el número de ellas no aumenta ni disminuye la probabilidad del hecho, porque todo su valor se resuelve en el valor de aquella sola de quien dependen. Cuando las pruebas son indepen- dientes la una de la otra, esto es, cuando los indicios se prueban de otro modo que de sí mismos, cuanto mayores pruebas se traen, tanto más crece la pro- babilidad del hecho, porque la falacia de una prueba no influye sobre la otra. Hablo de probabilidad en materia de delitos, que para merecer pena deben ser ciertos. Pero desaparecerá la paradoja al que considere que rigurosamen- te la certeza moral no es más que una probabilidad, pero probabilidad tal que se llama certeza, porque todo hombre de buen sentido consiente en ello necesariamente por una costumbre nacida de la precisión de obrar, y anterior a toda especulación; la certeza que se requiere para asegurar a un hombre reo es, pues, aquella que determina a cualesquiera en las operaciones más impor- tantes de la vida. Pueden distinguirse las pruebas de un delito en perfectas e imperfectas. Llámanse perfectas las que excluyen la posibilidad de que un tal nombre no sea reo, e imperfectas las que no la excluyen. De las primeras una sola es suficiente para la condenación, de las segundas son necesarias tantas cuantas basten a formar una perfecta, vale tanto como decir, si por cada una de éstas en particular es posible que uno no sea reo, por la unión de todas en un mismo sujeto es imposible que no lo sea. Nótese que las pruebas imperfectas de que el reo puede justificarse y no lo hace, según está obligado, se hacen perfectas. Pero esta certeza moral de pruebas es más fácil conocerla que exactamente definirla. De aquí es que tengo por mejor aquella ley que es- tablece asesores al juez principal sacados por suerte, no por elección, porque en este caso es más segura la ignorancia que juzga por dictamen que la ciencia que juzga por opinión. Donde las leyes son claras y precisas, el oficio del juez no consiste más que en comprobar un hecho. Si en buscar las pruebas de un 36 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS delito se requiere habilidad y destreza, si en el presentar lo que de él resulta es necesario claridad y precisión, para juzgar de lo mismo que resulta no se requiere más que un simple y ordinario buen sentido, menos falaz que el sa- ber de un juez acostumbrado a querer encontrar reos, y que todo lo reduce a un sistema artificial recibido de sus estudios. ¡Dichosa aquella nación donde las leyes no se tratasen como ciencia! Utilísima es la que ordena que cada hombre sea juzgado por sus iguales, porque donde se trata de la libertad y de la fortuna de un ciudadano deben callar los sentimientos que inspira la des- igualdad; sin que tenga lugar en el juicio la superioridad con que el hombre afortunado mira al infeliz, y el desagrado con que el infeliz mira al superior. Pero cuando el delito sea ofensa de un tercero, entonces los jueces deberían ser mitad iguales del reo y mitad del ofendido; así balanceándose todo priva- do interés, que modifica aun involuntariamente las apariencias de los objetos, hablan solo las leyes y la verdad. Es también conforme a la justicia que el reo pueda excluir hasta un cierto número aquellos que le son sospechosos; y que esto le sea concedido sin contradicción, parecerá entonces que el reo se con- dena a sí mismo. Sean públicos los juicios, y públicas las pruebas del delito, para que la opinión, que acaso es el solo cimiento de la sociedad, imponga un freno a la fuerza y a las pasiones, para que el pueblo diga nosotros no somos esclavos y estamos defendidos, sentimiento que inspira esfuerzo y que equi- vale a un tributo para el soberano que entiende sus verdaderos intereses. No añadiré otros requisitos y cautelas que piden semejantes instituciones. Nada habría dicho, si fuese necesario decirlo todo. 15 Acusaciones secretas Evidentes, pero consagrados desórdenes son las acusaciones secretas, y en muchas naciones admitidos como necesarios por la flaqueza de la constitu- ción. Semejante costumbre hace los hombres falsos y dobles. Cualquiera que puede sospechar ver en el otro un delator, ve en él un enemigo. Entonces los hombres se acostumbran a enmascarar sus propios dictámenes, y con el há- bito de esconderlos a los otros, llegan finalmente a esconderlos de sí mismos. Infelices, pues, cuando han arribado a este punto: sin principios claros que los guíen, vagan desmayados y fluctuantes por el vasto mar de las opiniones, 37 CESARE BECCARIA pensando siempre en salvarse de los monstruos que les amenazan; pasan el momento presente en la amargura que les ocasiona la incertidumbre del fu- turo; privados de los durables placeres de la tranquilidad y seguridad, apenas algunos pocos de ellos repartidos en varias temporadas de su triste vida, y de- vorados con prisa y con desorden, los consuelan de haber vivido. ¿Y de estos hombres haremos nosotros soldados intrépidos defensores de la patria y del trono? ¿Y entre estos encontraremos los magistrados incorruptos que con li- bre y patriótica elocuencia sostengan y desenvuelvan los verdaderos intereses del soberano, que lleven al trono con los tributos el amor y las bendiciones de todas los estamentos, y de este modo vuelvan a las casas y campañas la paz, la seguridad y la esperanza industriosa de mejor suerte, útil fermento y vida de los estados? ¿Quién puede defenderse de la calumnia, cuando ella está armada del secreto, escudo el más fuerte de la tiranía? ¿Qué género de gobierno es aquel, donde el que manda sospecha en cada súbdito un enemigo, y se ve obligado por el reposo público a dejar sin reposo los particulares? ¿Cuáles son los motivos con que se justifican las acusaciones y penas secretas? ¿La salud pública, la seguridad y conservación de la forma de gobierno? ¿Pero qué extraña constitución es aquella, donde el que tiene consigo la fuerza, y la opinión que es todavía más eficaz, teme a cada ciudadano? ¿Pretende, pues, la indemnidad del acusador? Las leyes no lo defienden bastante; y ¡habrá súbditos más fuertes que el soberano! ¿La infamia del delator? Luego se autoriza la calumnia secreta y se castiga la pública. ¿La naturaleza del delito? Si las acciones indiferentes, si aún las útiles al público, se llaman delitos, las acusaciones y juicios nunca son bastante secretos. ¿Qué? ¿Puede haber delitos, esto es, ofensas públicas, sin que al mismo tiempo sea del interés de todos la publicidad del ejemplo, fin único del juicio? Yo respeto todo gobierno, y no hablo de alguno en particular; tal es alguna vez la naturaleza de las circunstancias, que puede creerse como extre- ma ruina quitar un mal cuando es inherente al sistema de una nación; pero si hubiese de dictar nuevas leyes, en algún rincón perdido del universo, antes de autorizar esta costumbre me temblaría la mano, y se me pondría delante de los ojos la posteridad toda. Es opinión del señor de Montesquieu que las acusaciones públicas son más conformes al gobierno republicano, donde el bien público debe formar el primer cuidado de los ciudadanos, que al monárquico, donde esta máxima es debilísima por su misma naturaleza, y donde es un excelente establecimiento 38 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS destinar comisarios, que en nombre público acusen los infractores de las le- yes. Pero así en el republicano, como en el monárquico, debe darse al calum- niador la pena que tocaría al acusado. 16 De la tortura Una crueldad consagrada por el uso entre la mayor parte de las naciones es la tortura del reo mientras se forma el proceso, o para obligarlo a confesar un delito, o por las contradicciones en que incurre, o por el descubrimiento de los cómplices, o por no sé cual metafísica e incomprensible purgación de la infamia, o finalmente por otros delitos de que podría ser reo, pero de los cuales no es acusado. Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede quitarle la pública protección, sino cuando esté decidido que ha violado los pactos bajo que le fue concedida. ¿Qué derecho, sino el de la fuerza, será el que dé potestad al juez para imponer pena a un ciudadano, mientras se duda si es reo o inocente? No es nuevo este dilema: o el delito es cierto o incierto; si cierto, no le conviene otra pena que la establecida por las leyes, y son inútiles los tormentos, porque es inútil la confesión del reo; si es incierto, no se debe atormentar un inocente, porque tal es según las leyes un hombre cuyos delitos no está probados. Pero yo añado, que es querer confun- dir todas las relaciones pretender que un hombre sea al mismo tiempo acusa- dor y acusado, que el dolor sea el crisol de la verdad, como si el juicio de ella residiese en los músculos y fibras de un miserable. Este es el medio seguro de absolver los robustos malvados y condenar los flacos inocentes. Veis aquí los fatales inconvenientes de este pretendido criterio de verdad, pero criterio digno de un caníbal, que aun los Romanos, bárbaros por más de un título, re- servaban solo a los esclavos, víctimas de una feroz y demasiado loada virtud. ¿Cuál es el fin político de las penas? El terror de los otros hombres. ¿Pero qué juicio deberemos nosotros hacer de las privadas y secretas carnicerías que la tiranía del uso ejercita sobre los reos y sobre los inocentes? Es impor- tante que todo delito público no quede sin castigo, pero es inútil que se verifi- que quién haya cometido un delito sepultado en las tinieblas. Un daño hecho, y que no tiene remedio, no puede ser castigado por la sociedad política sino 39 CESARE BECCARIA cuando influye sobre los otros ciudadanos con la lisonja de la impunidad. Si es verdad que el número de hombres respetadores de las leyes, o por temor o por virtud, es mayor que el de los infractores, el riesgo de atormentar un solo inocente debe valorarse tanto más, cuanta es mayor la probabilidad en circunstancias iguales de que un hombre las haya más bien respetado que despreciado. Otro ridículo motivo de la tortura es la purgación de la infamia, esto es, un hombre juzgado infame por las leyes debe para libertarse de esta infamia confirmar la verdad de su deposición con la dislocación de sus huesos. Este abuso no se debería tolerar en el siglo XVIII. Se cree que el dolor, siendo una sensación, purgue la infamia, que es una mera relación moral. ¿Se dirá acaso que el dolor es un crisol? ¿Y la infamia es acaso un cuerpo mixto impuro? No es difícil subir al origen de esta ley ridícula, porque los mismos absurdos adoptados por una nación entera tienen siempre alguna relación con otras ideas comunes y respetadas de la nación misma. Parece este uso tomado de las ideas religiosas y espirituales, que tienen tanta influencia sobre los pen- samientos de los hombres, sobre las naciones y sobre los siglos. Un dogma infalible asegura que las manchas contraídas por la fragilidad humana, y que no han merecido la ira eterna del Ser supremo, deben purgarse por un fuego incomprensible; pues siendo la infamia una mancha civil, así como el dolor y el fuego quitan las manchas espirituales, ¿por qué los dolores del tormento no quitarán la mancha civil que es la infamia? Yo creo que la confesión del reo, que en algunos tribunales se requiere como esencial para la condenación, tenga un origen semejante, porque en el misterioso tribunal de la penitencia la confesión de los pecados es parte esencial del sacramento. Veis aquí cómo los hombres abusan de las luces más seguras de la revelación; y así cómo éstas son las que sólo susisten en los tiempos de la ignorancia, así a ellas recurre la humanidad dócil en todas las ocasiones, haciendo las aplicaciones más absur- das y disparatadas. Pero la infamia es un sentimiento no sujeto a las leyes, ni a la razón, sino a la opinión común. La tortura misma ocasiona una infamia real a quien la padece. Así, con este método se quitará la infamia causando la infamia. El tercer motivo es la tortura que se da a los que se suponen reos cuando en su examen caen en contradicciones, como si el temor de la pena, la incer- tidumbre del juicio, el aparato y la majestad del juez, la ignorancia, común a casi todos los malvados y a los inocentes, no deban probablemente hacer caer en contradicción al inocente que teme, y al reo que procura cubrirse; como 40 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS si las contradicciones, comunes en los hombres cuando están tranquilos, no deban multiplicarse en la turbación del ánimo todo embebido con el pensa- miento de salvarse del inminente peligro. Este infame crisol de la verdad es un monumento aún de la antigua y bárbara legislación, cuando se llamaban juicios de Dios las pruebas del fuego y del agua hirviendo y la incierta suerte de las armas; como si los eslabones de la eterna cadena que tiene su origen en el seno de la primera Causa debiesen a cada momento desordenarse y desenlazarse por frívolos establecimientos hu- manos. La diferencia que hay entre la tortura y el fuego y el agua hirviendo, es solo que el resultado de la primera parece que depende de la voluntad del reo, y el de la segunda de lo extrínseco de un hecho puramente físico: pero esta diferencia es solo aparente, y no real. Tan poca libertad hay ahora entre los cordeles y dolores para decir la verdad, como había entonces para impedir sin fraude los efectos del fuego y del agua hirviendo. Todo acto de nuestra volun- tad es siempre proporcionado a la fuerza de la impresión sensible, que es su manantial; y la sensibilidad de todo hombre es limitada. Así la impresión del dolor puede crecer a tal extremo que, ocupándola toda, no deje otra liberad al atormentado que para escoger el camino más corto, en el momento presente, y sustraerse de la pena. Entonces la respuesta del reo es tan necesaria como las impresiones del fuego y del agua. Entonces el inocente sensible se llamará reo, si cree con esto hacer cesar el tormento. Toda diferencia entre ellos des- aparece por aquel medio mismo que se pretende empleado para encontrarla. Es superfluo duplicar la luz de esta verdad citando los innumerables ejemplos de inocentes que se confesaron reos por los dolores de la tortura: no hay na- ción, no hay época que no presente los suyos, pero ni los hombres se mudan, ni sacan las consecuencias. No hay hombre si ha girado más allá de las nece- sidades de la vida, que alguna vez no corra hacia la naturaleza, que con voces secretas y confusas lo llama a sí: pero el uso, tirano de los entendimientos, lo separa y espanta. El resultado, pues, de la tortura es un asunto de tempera- mento y de cálculo, que varía en cada hombre a proporción de su robustez y de su sensibilidad; tanto que con este método un matemático desatará mejor que un juez este problema: determinada la fuerza de los músculos y la sensi- bilidad de las fibras de un inocente, encontrar el grado de dolor que lo hará confesar reo de un delito supuesto. El examen de un reo se hace para conocer la verdad, pero si ésta se des- cubre difícilmente por el aspecto, el gesto y la fisonomía de un hombre tran- quilo, mucho menos se descubrirá en aquel a quien las convulsiones del dolor 41 CESARE BECCARIA alteran y hacen faltar todas las señales por donde, aunque a su pesar, sale al rostro de la mayor parte de los hombres la verdad misma. Toda acción violen- ta hace desaparecer las más pequeñas diferencias de los objetos por las cuales algunas veces se distingue los verdadero de lo falso. Conocieron estas verdades los legisladores romanos, entre los que no se encuentra usada tortura alguna sino en solo los esclavos, a quienes estaba quitado toda personalidad; las ha conocido la Inglaterra, nación donde la glo- ria de las letras, la superioridad del comercio y de las riquezas, el poder que a esto es consiguiente, y los ejemplos de virtud y de valor, no dejan dudar de la bondad de las leyes. La tortura ha sido abolida en Suecia, abolida de uno de los más sabios monarcas de la Europa, que colocando sobre el trono la filosofía, legislador amigo de sus vasallos, los ha hecho iguales y libres en la dependencia de las leyes, que es la sola igualdad y libertad que pueden los hombres racionales pretender en las presentes combinaciones de las cosas. No han creído necesaria la tortura las leyes de los ejércitos, compuestos por la mayor parte de la hez de las naciones, y que por esta razón parece debe- ría servir en ellos más que en cualquiera otro estamento. Cosa extraña para quien no considera cuán grande es la tiranía del uso, que las leyes pacíficas deban aprender el más humano método de juzgar de los ánimos endurecidos por los estragos y la sangre. Esta verdad, finalmente, ha sido conocida, aunque confusamente, de aquellos mismos que más se alejan de ella. No vale la confesión dictada du- rante la tortura si no se confirma con juramento después de haber cesado ésta, pero si el reo no confirma lo que allí dijo, es atormentado de nuevo. Algunas naciones y algunos doctores no permiten esta infame repetición más que tres veces; otras naciones y otros doctores la dejan al arbitrio del juez: de manera que puestos dos hombres igualmente inocentes o igualmente reos, el robusto y esforzado será absuelto y el flaco y tímido condenado, en fuerza de este exacto raciocinio: “Yo juez debía encontraros reos de tal delito; tú, vigo- roso has sabido resistir al dolor, y por esto te absuelvo; tú débil has cedido, y por esto te condeno. Conozco que la confesión que te he arrancado entre la violencia de los tormentos no tendría fuerza alguna; pero yo te atormentaré de nuevo, si no confirmas lo que has confesado”. Una consecuencia extraña que necesariamente se deriva del uso de la tortura es que el inocente se hace de peor condición que el reo; puesto que aplicados ambos al tormento, el primero tiene todas las combinaciones con- trarias: porque o confiesa el delito, y es condenado, o lo niega y es declarado 42 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS inocente, y ha sufrido una pena que no debía; pero el reo tiene un caso favo- rable para sí, este es, cuando resistiendo a la tortura con firmeza debe ser ab- suelto como inocente: pues así ha cambiado una pena mayor por una menor. Luego el inocente siempre debe perder y el culpable puede ganar. La ley que manda la tortura es una ley que dice: “Hombres, resistid al dolor; y si la naturaleza ha criado en vosotros un inextinguible amor propio, y si os ha dado un derecho inalienable para vuestra defensa, yo creo en vosotros un afecto todo contrario, esto es, un odio heroico de vosotros mismos, y os mando que os acuséis, diciendo la verdad cuando se os desgarren los múscu- los y disloquen los huesos”. Se aplica la tortura para descubrir si el reo lo es de otros delitos fuera de aquellos sobre que se le acusa, cuyo hecho equivale a este raciocinio: “Tú eres reo de un delito, luego es posible que lo seas de otros ciento; esta duda me oprime y quiero salir de ella con mi criterio de la verdad. Las leyes te atormentan porque eres reo, porque puedes ser reo, porque yo quiero que tú seas reo”. Finalmente, la tortura se da a un acusado para descubrir los cómplices de su delito; pero si está demostrado que esta no es un medio oportuno para descubrir la verdad, ¿cómo podrá servir para averiguar los cómplices, que es una de las verdades de cuyo descubrimiento se trata? Como si el hombre que se acusa a sí mismo no acusase más fácilmente a los otros. ¿Es acaso justo atormentar los hombres por el delito de otros? ¿No se descubrirán los cóm- plices del examen del reo, de las pruebas y cuerpo del delito, del examen de los testigos y en suma de todos aquellos medios mismos que deben servir para certificar el delito en el acusado? Los cómplices por lo común huyen inmedia- tamente después de la prisión del compañero, la incertidumbre de su suerte los condena por sí sola al destierro y libra a la nación del peligro de nuevas ofensas, mientras tanto la pena del reo que está en su fuerza obtiene el fin que procura, esto es, separar con el terror los otros hombres de semejante delito. 17 Del fisco Hubo un tiempo en que casi todas las penas eran pecuniarias. Los delitos de los hombres eran el patrimonio del príncipe. Los atentados contra la segu- 43 CESARE BECCARIA ridad pública eran un objeto de lucro. Quien estaba destinado a defenderla tenía interés en verla ofendida. El objeto de las penas era, pues, un pleito entre el fisco (exactor de estas penas) y el reo; un negocio civil, contencioso, privado más que público; que daba al fisco otros derechos fuera de los su- ministrados por la defensa pública y al reo otras vejaciones fuera de aque- llas en que había incurrido, por la necesidad del ejemplo. El juez era, pues, un abogado del fisco más que un indiferente investigador de la verdad, un agente del erario y no el protector y el ministro de las leyes. Pero así como en este sistema el confesarse delincuente era confesarse deudor del fisco, blanco único entonces de los procedimientos criminales, así la confesión del delito, combinada de modo que favorezca y no perjudique las razones fiscales, viene a ser y es actualmente (continuando siempre los efectos des- pués de haber faltado sus causas) el centro en torno al cual giran todos los ordenamientos criminales. Sin ella un reo convicto por pruebas indudables tendrá una pena menor que la establecida, sin ella no sufrirá la tortura so- bre otros delitos de la misma especie que pueda haber cometido. Con ella el juez toma posesión del cuerpo del reo, y lo destruye con metódica formali- dad, para sacar como de un fondo de ganancia todo el provecho que puede. Probada la existencia del delito, la confesión sirve de prueba convincente, y para hacer esta prueba menos sospechosa se la procura por medio del tor- mento y los dolores, conviniendo al mismo tiempo en que una deposición extrajudicial tranquila e indiferente, sin los temores de un espantoso juicio, no basta para la condenación. Se excluyen las indagaciones y pruebas que aclaran el hecho, pero que debilitan las razones del fisco; no se omiten algu- na vez los tormentos en favor de la flaqueza y de la miseria, sino en favor de las razones que podrían perder este ente imaginario e inconcebible. El juez se hace enemigo del reo, de un hombre encadenado, presa de la suciedad, de los tormentos y de la espectativa más espantosa; no busca la verdad del he- cho, busca solo el delito en el encarcelado, le pone lazos y se cree desairado si no sale con su intento, en perjuicio de aquella infalibilidad que el hombre se atribuye en todos sus pensamientos. Los indicios para la captura están al arbitrio del juez; para que un hombre se halle en la precisión de probar su inocencia debe antes ser declarado reo. Esto se llama hacer un proceso ofensivo, y tales son los procedimientos en casi todos los lugares de la ilu- minada Europa en el siglo XVIII. El verdadero proceso, el informativo, esto es, según manda la razón, según lo acostumbran las leyes militares, usado aun del mismo despotismo asiático en los casos tranquilos e indiferentes, 44 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS tiene muy poco uso en los tribunales europeos. ¡Qué complicado laberinto de extraños absurdos, increíbles sin duda a una posteridad más feliz! Sólo los filósofos de aquel tiempo leerán en la naturaleza del hombre la posible existencia de semejante sistema. 18 De los juramentos Una contradicción entre las leyes y los sentimientos naturales del hombre nace de los juramentos que se piden al reo, sobre que diga sencillamente la verdad cuando tiene el mayor interés en encubrirla; como si el hombre pu- diese jurar de contribuir seguramente a su destrucción, como si la religión no callase en la mayor parte de los hombres cuando habla el interés. La ex- periencia de todos los siglos ha hecho ver que excede a los demás abusos el que ellos han hecho de este precioso don del Cielo. ¿Y por qué se ha de creer que los malhechores la respetarán, si los hombres tenidos por sabios y virtuo- sos la han violado frecuentemente? Los motivos que la religión contrapone al tumulto del temor y deseo de la vida son por la mayor parte muy flacos, porque están muy remotos de los sentidos. Los negocios del Cielo se rigen con leyes bien diferentes de las que gobiernan los negocios humanos. ¿Y por qué comprometer los unos con los otros? ¿Por qué poner al hombre en la terrible contradicción de faltar a Dios o concurrir a su propia ruina? La ley que orde- na el juramento no deja en tal caso al reo más que la elección de ser mártir o mal cristiano. Viene poco a poco el juramento a ser una simple formalidad, destruyéndose por este medio la fuerza de los principios de la religión, única garantía de honestidad en la mayor parte de los hombres. Que los juramentos son inútiles lo ha hecho ver la experiencia, pues cada juez puede serme tes- tigo de no haber logrado jamás por este medio que los reos digan la verdad; lo hace ver la razón, que declara inútiles y por consiguiente dañosas todas las leyes cuando se oponen a los sentimientos naturales del hombre. Acaece a éstas lo que a las compuertas o diques opuestos directamente a la corriente de un río: o son inmediatamente derribados y sobrepujados, o el esfuerzo lento y repetido del agua los roe y mina insensiblemente. 45 CESARE BECCARIA 19 Prontitud de la pena Tanto más justa y útil será la pena, cuanto más pronta fuere y más vecina al delito cometido. Digo más justa, porque evita en el reo los inútiles y fieros tor- mentos de la incertidumbre, que crecen con el vigor de la imaginación y con el principio de la propia flaqueza; más justa, porque siendo una especie de pena la privación de la libertad, no puede preceder a la sentencia sino en cuanto la necesidad obliga. La cárcel es solo la simple custodia de un ciudadano hasta tanto que sea declarado reo, y esta custodia siendo por su naturaleza penosa, debe durar el menos tiempo posible y debe ser la menos dura que se pueda. El menos tiempo debe medirse por la necesaria duración del proceso, y por la antigüedad de las causas de quienes esperan ser juzgados. La estrechez de la cárcel no puede ser más que la necesaria o para impedir la fuga o para que no se oculten las pruebas de los delitos. El mismo proceso debe acabarse en el más breve tiempo posible. ¿Cuál contraste más cruel que la indolencia de un juez y las angustias de un reo? ¿Las comodidades y placeres de un magistrado insensible, de una parte, y de otra las lágrimas, y la desolación de un encar- celado? En general, el peso de la pena y la consecuencia de un delito debe ser la más eficaz para los otros y la menos dura que fuere posible para quien la sufre; porque no puede llamarse sociedad legítima aquella en donde no sea principio infalible que los hombres han querido sujetarse a los menores ma- les posibles. He dicho que la prontitud de las penas es más útil, porque cuanto es me- nor la distancia del tiempo que pasa entre la pena y el delito, tanto es más fuerte y durable en el ánimo la asociación de estas dos ideas, delito y pena, de tal modo que se consideran el uno como causa y la otra como efecto consi- guiente y necesario. Está demostrado que la unión de las ideas es el cemento sobre que se forma toda la fábrica del entendimiento humano, sin el cual el placer y el dolor serían impulsos limitados y de ningún efecto. Cuanto más los hombres se separan de las ideas generales y de los principios universales, esto es, cuanto más vulgares son, tanto más obran por las inmediatas y más cercanas asociaciones, descuidando las más remotas y complicadas, que sir- ven únicamente a los hombres fuertemente apasionados por el objeto a que se dirigen, como que la luz de la atención ilumina sólo éste, dejando los otros en la oscuridad. Sirven igualmente a los entendimientos más elevados, por- 46 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS que tienen adquirido el hábito de pasar rápidamente sobre muchos objetos de una vez, y la facilidad de hacer chocar muchos dictámenes parciales unos con otros, de modo que el resultado, que es la acción, es menos peligroso e incierto. Es, pues, de suma importancia la proximidad de la pena al delito, si se quiere que en los rudos entendimientos vulgares, a la pintura seduciente de un delito ventajoso, asombre inmediatamente la idea asociada de la pena. La retardación no produce más efecto que desunir cada vez más estas dos ideas, y aunque siempre hace impresión el castigo de un delito, cuando se ha dilatado, la hace menos como castigo que como espectáculo, y no la hace sino después de desvanecido en los ánimos de los espectadores el horror del tal delito particular, que serviría para reforzar el temor de la pena. Otro principio sirve admirablemente para estrechar más y más la impor- tante conexión entre el delito y la pena, éste es que sea ella conforme cuanto se pueda a la naturaleza del mismo delito. Esta analogía facilita maravillosa- mente el choque que debe haber entre los estímulos que impelan al delito y la repercusión de la pena, quiero decir que esta separe y conduzca el ánimo a un fin opuesto de aquel por donde procura encaminarlo la idea que seduce para la infracción de las leyes. 20 Violencias Unos delitos son atentados contra la persona, otros contra los bienes. Los pri- meros deben ser castigados infaliblemente con penas corporales: ni el gran- de, ni el rico deben poder satisfacer por precio los atentados contra el débil y el pobre; de otra manera las riquezas, que bajo la tutela de las leyes son el pre- mio de la industria, se vuelven alimento de la tiranía. No hay libertad cuando algunas veces permiten las leyes que en ciertos acontecimientos el hombre deje de ser persona y se repute como cosa: veréis entonces la industria del poderoso cavilosamente entregada en hacer salir del tropel de combinaciones civiles aquellas que las leyes determinan en su favor. Este descubrimiento es el secreto mágico que cambia los ciudadanos en animales de servicio, que en mano del fuerte es la cadena que liga las acciones de los incautos y de los desvalidos. Ésta es la razón por que en algunos gobiernos, que tienen toda la 47 CESARE BECCARIA apariencia de libertad, está la tiranía escondida o se introduce en cualquier ángulo descuidado del legislador, donde insensiblemente toma fuerza y se engrandece. Los hombres por lo común oponen las más fuertes compuertas a la tiranía descubierta, pero no ven el insecto imperceptible que las carcome y abre al río inundador un camino tanto más seguro cuanto más oculto. 21 Penas de los nobles ¿Cuáles serán, pues, las penas de los nobles, cuyos privilegios forman gran parte de las leyes de las naciones? Yo no examinaré aquí si esta distinción hereditaria entre los nobles y plebeyos sea útil en el gobierno o necesaria en la monarquía; si es verdad que forma un poder intermedio que limita los ex- cesos de ambos extremos, o más bien un estamento que, esclavo de sí mismo y de otros, cierra toda circulación de crédito y de esperanza en un círculo estrechísimo, semejante a las islillas amenas y fecundas que sobresalen en los vastos y arenosos desiertos de Arabia; y que, cuando sea verdad que la desigualdad sea inevitable o útil en la sociedad, sea verdad también que deba consistir más bien en los estamentos que en los individuos, quedarse en una parte más bien que circular por todo el cuerpo político, perpetuarse más bien que nacer y destruirse incesantemente. Me limitaré solo a las penas con que se debe castigar este rango, afirmando ser las mismas para el primero que para el último ciudadano. Toda distinción, sea en los honores, sea en las ri- quezas, para que se tenga por legítima, supone una anterior igualdad fundada sobre las leyes, que consideran todos los súbditos como igualmente depen- dientes de ellas. Se debe suponer que los hombres, renunciando a su propio y natural despotismo, dijeron: quien fuere más industrioso tenga mayores ho- nores, y su fama resplandezca en sus sucesores; pero el que es más feliz o más respetado espere más, y no tema menos que los otros violar aquellos pactos con que fue elevado sobre ellos. Es verdad que tales decretos no se hicieron en una dieta del género humano, pero existen en las relaciones inmutables de las cosas; no destruyen las ventajas que se suponen producidas de la noble- za, e impiden sus inconvenientes; hacen formidables las leyes, cerrando todo camino a la impunidad. Al que dijese que la misma pena dada al noble y al plebeyo no es realmente la misma por la diversidad de la educación y por la 48 TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS infamia que se extiende a una familia ilustre, responderé: que la sensibilidad del reo no es la medida de las penas, sino el daño público, tanto mayor cuanto es causado por quien está más favorecido; que la igualdad de las penas no puede ser sino extrínseca, siendo realmente diversa en cada individuo; que la infamia de una familia puede desvanecerse por el sobera