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Sección 4 Estrategia de le El mensajero de San Martín 1 5 10 15 20 25 30 35 82 I El general don José de San Martín leía cartas en su despacho. Terminada la lectura, se volvió para llamar a un muchacho que esperaba de pie junto a la puerta. Debía tener éste unos 16 años; era delgado, fuerte, de ojos...

Sección 4 Estrategia de le El mensajero de San Martín 1 5 10 15 20 25 30 35 82 I El general don José de San Martín leía cartas en su despacho. Terminada la lectura, se volvió para llamar a un muchacho que esperaba de pie junto a la puerta. Debía tener éste unos 16 años; era delgado, fuerte, de ojos brillantes y fisonomía franca y alegre. Cuadrado° como un pequeño veterano, soportó tranquilamente la mirada del general. —Voy a encargarte una misión difícil y honrosa. Te conozco bien; tu padre y tres hermanos tuyos están en mi ejército y sé que deseas servir a la patria. Lo que voy a encargarte es peligroso; pero eres de una familia de valientes. ¿Estás resuelto a servirme? —General, sí—contestó el muchacho sin vacilar. — ¿Lo has pensado bien? —General, sí. —Correrás peligros. —Como todos nosotros, general. San Martín sonrió a esa respuesta, pues veía que el muchacho se contaba decididamente entre los patriotas. —Debes tener presente que en caso de ser descubierto, te fusilarán—continuó, para conocer la entereza de aquel niño. —General, ya lo sé. —Entonces ¿estás resuelto? —General, sí. —Muy bien. Quiero enviarte a Chile con una carta que por nada ¿entiendes? ¡por nada! debe caer en manos ajenas. Si llegaras a perderla, costaría la vida a muchas personas. La entregarás al abogado don Manuel Rodríguez, en Santiago, y la contestación la traerás con las mismas precauciones. Si te vieras en peligro, la destruirás; y si por desgracia fueras descubierto, supongo que sabrás guardar el secreto. ¿Has entendido, Miguel? —Perfectamente, general—respondió el muchacho; y esta contestación sencilla y firme, satisfizo al insigne conocedor de hombres. ochenta y dos ctura Identificándose con los personajes Al le er un cuento hay que fijarte en la pe rsonalidad, el comportamiento y las acciones de lo s protagonistas. Pode r precisar las razones por su cond ucta y acciones en muchas ocasiones te permitirá entend er y seguir el desarro llo del argumento del cuento. CAPÍTULO 3 Sección 4 40 45 50 55 60 65 II Dos días después, Miguel pasaba la cordillera en compañía de unos arrieros. Llevaba la carta cosida en un cinturón debajo de la ropa; tenía el aire más inocente y despreocupado° del mundo y nadie hubiera sospechado que pensara en otras cosas que no fueran niñerías, pues durante el viaje no hizo sino cantar, silbar° y bromear°. Refirió a sus compañeros que iba a la finca de unos parientes al otro lado de la cordillera, y todos le cobraron afecto por su buen humor. Cuando se separaron en territorio chileno, le despidieron cariñosamente. Miguel ignoraba que el señor Manuel Rodríguez, destinatario de la carta, era uno de los chilenos que más activamente contribuían a preparar la revolución patriota para cuando invadiera San Martín con su ejército. Ignoraba, asimismo, que él solo era uno de los innumerables agentes y espías que el general tenía para llevar y traer correspondencia secreta, sembrar noticias, verdaderas o falsas, según le conviniera, y tenerle al corriente de cuanto ocurría en Chile y pudiera serle útil. El general le había honrado con su confianza y debía justificarla. Eso le bastaba. Llegó a Santiago de Chile sin contratiempos°; halló al doctor Rodríguez, le entregó la carta, y recibió la respuesta, guardándola en el cinturón secreto. —Mucho cuidado con esta carta—le dijo también el patriota chileno. —Eres realmente muy niño para un encargo tan peligroso; pero debes ser inteligente y guapo, y sobre todo buen patriota, para que el general te juzgue digno de esta misión Miguel volvió a ponerse en camino lleno de placer y de orgullo con este elogio y resuelto a merecerlo° cada vez con mayor razón. ¿CARTA O COMPUTADORA? despreocupado tranquilo silbar patar bromear burlar contratiempos accidentes por lo común inesperados merecerlo hacer méritos, ser digno de un premio ochenta y tres 83 Sección 4 70 75 80 85 90 84 III El gobernador de Chile, Marcó del Pont, sabía que emisarios y agentes secretos de los patriotas trabajaban para sublevar al pueblo, y que éste le odiaba y estaba deseoso de asociarse a los revolucionarios de Buenos Aires. Por esto lo sometía a un régimen de humillación y de dureza. A las siete de la noche las casas debían estar cerradas, bajo pena de multa°, y nadie podía viajar sin recabar° un permiso de las autoridades. Los sospechosos de ser partidarios de los patriotas, eran encerrados en las fortalezas y prisiones, donde San Bruno se encargaba de martirizarlos. Era natural, entonces, que los chilenos esperasen ansiosos el momento en que el ejército argentino tramontara° los Andes, y que los agentes de San Martín hallasen hombres dispuestos a auxiliarles. Reunían dinero, objetos de valor y armas; aprestaban caballos, ganados, y cada cual contribuía en su medida. Los agentes eran siempre bien recibidos y jamás se les hizo traición. Las autoridades sabían que ocurría algo de anormal; pero ignoraban a quién hacer responsable o aprehender. En la duda, consideraban sospechosos a todos los criollos y redoblaban con ellos su dureza, lo que naturalmente dió como consecuencia, una mayor ferocidad en el odio popular. ochenta y cuatro multa lo que se paga por haber hecho una infracción recabar obtener tramontara cruzara las montañas CAPÍTULO 3 Andrew Payti Sección 4 95 100 105 110 115 IV El viaje de Miguel se había efectuado sin tropiezos; pero tuvo que pasar por un pueblo cerca al cual se hallaba una fuerza realista bastante considerable, al mando del coronel Ordóñez. Se aproximó al caer la tarde, ignorando que hubiera allí un campamento, pues éste no era visible desde el camino. Alrededor se extendía la hermosa campiña chilena, fresca, verde y ligeramente ondulada. Un arroyo° correntoso bajaba a la izquierda. En sus márgenes se levantaban las chozas del pueblecito, grises, tristes, silenciosas, envueltas ya en las primeras penumbras° del crepúsculo, y dominándolas, cerrando el horizonte, la cordillera gigantesca e imponente subía en gradas cada vez más grandiosas, semejante a una escalinata estupenda rematada en los maravillosos nevados que tenían de oro rosado los últimos rayos de luz. Las faldas de la montaña estaban ya en la sombra, y sus huecos y quebradas° envueltos en tintes fríos, azul, morado, violeta, mientras el esplendor fantástico de las cumbres se destacaba de un cielo claro y transparente. Miguel, poco sensible a las bellezas de la naturaleza, se sintió de pronto impresionado por aquel cuadro mágico; mas un acontecimiento inesperado vino a distraer su atención. arroyo corriente de agua más pequeña que un río penumbras sombras débiles huecos y quebradas hoyos y aberturas estrechas y ásperas entre montañas Los Andes, Chile ¿CARTA O COMPUTADORA? ochenta y cinco 85 Sección 4 120 125 130 135 140 145 Dos soldados a quienes pareció sospechoso este muchacho que viajaba solo y en dirección a las sierras (ya que cualquier cosa era sospechosa en aquellos tiempos), se dirigieron hacia él al galope. En el sobresalto del primer momento, cometió la imprudencia de quienes cortándole el camino, consiguieron prenderlo. —¡Hola!—gritó uno de ellos sujetándole el caballo por la rienda°; —¿quién eres y a dónde vas? Miguel, recobrada su sangre fría, contestó humildemente que era chileno, que se llamaba Juan Gómez y que iba a la hacienda de sus padres; mas por su manera de hablar, los soldados conocieron que era cuyano, es decir, nativo de Cuyo, o por extensión, de la región al oriente de los Andes, y le condujeron al campamento, a pesar de sus súplicas. Allí lo entregaron a un sargento y éste a su vez a un oficial superior. Interrogado, respondió con serenidad, ocultando su temor de que lo registraran y encontraran la carta. Después del interrogatorio, le llevaron a una carpa, donde se hallaba en compañía de varios oficiales, el coronel Ordóñez. —Te acusan de ser agente del general San Martín— díjole el coronel sin preámbulos. —¿Qué tienes que contestar? Miguel habría preferido declarar orgullosamente la verdad; pero la prudencia le hizo renunciar a esta idea y como antes, negó la acusación. —Oye, muchacho, —agregó el coronel, —de nada te sirve negar. Más vale que confieses francamente, así quizá pueda aliviarte el castigo, porque eres muy joven. rienda lo que sirve para conducir los caballos el brasero 86 ochenta y seis CAPÍTULO 3 Andrew Payti Sección 4 150 155 160 165 170 175 180 185 190 Miguel no se dejó seducir y repitió su declaración; pero a Ordóñez no se le engañaba° tan fácilmente. —¿Llevas alguna carta? —le preguntó de improviso. —No—contestó Miguel; pero mudó de color° y el coronel lo advirtió. —Regístrenlo°. En un abrir y cerrar de ojos dos soladados se apoderaron del muchacho, y mientras el uno le sujetaba, el otro le registró, no tardando en hallar el cinturón con la carta. —Bien lo decía yo—observó Ordóñez, disponiéndose a abrirla; pero en ese instante Miguel, con un movimiento brusco e imprevisto, saltó como un pequeño tigre, le arrebató° la carta de las manos y arrojóla en un brasero° allí encendido. Todos permanecieron estupefactos ante tal audacia. Luego, algunos quisieron castigarle; pero el coronel, deteniéndoles, dijo con una sonrisa extraña. —Eres muy atrevido, muchacho. Quizá no sepas que puedo fusilarte sin más trámites. Miguel no contestó; pero sus ojos chispeantes° y sus mejillas encendidas, indicaban claramente que no tenía miedo. Ahora podían hacer de él lo que quisieran, la carta ya no existía y jamás sabrían de su boca a quien iba dirigida ni quien la enviaba. —Hay que convenir en que eres muy valiente—continuó Ordóñez. —Aquel que te ha mandado sabe elegir su gente. Ahora bien, puesto que eres resuelto, quisiera salvarte y lo haré si me dices lo que contenía la carta. —No sé, señor. —¿No sabes? Mira que tengo medios de refrescarte la memoria. —No sé, señor. La persona que me dió la carta no me dijo lo que contenía. El coronel reflexionó un momento. Le pareció creíble lo que decía Miguel, pues no era de suponer estuviera enterado del contenido de la carta que llevaba. —Bien—dijo, —te creo. ¿Podrías decirme al menos de quién provenía y a quién iba dirigida? Miguel calló. Sólo ahora comenzaba la verdadera prueba. —Contesta—ordenó el coronel. —No puedo, señor. engañaba hacía creer algo que no era verdad mudo de color se sonrojó Regístrenlo examínenla arrebató agarró arrojóla en un brasero lo tiró en un recipiente en que se quema carbón chispeantes centellantes, brillantes Vista montañosa en Chile ochenta y siete 87 Sección 4 195 200 205 210 215 220 225 230 235 88 —¿Y por qué no? —Porque he jurado. —¡Oh! Si no es más que eso, un sacerdote te desligará del juramento. —Podría hacerlo; no por eso sería menos traidor. El coronel Ordóñez admiró en secreto a ese niño tan hombre; pero no lo demostró. Abriendo un cajón de la mesa sacó una gaveta° y tomó de ella un puñado de monedas de oro. —¿Has tenido alguna vez una moneda de oro? —preguntó a Miguel. —No, señor—contestó el muchacho, cuyos ojos se fijaron involuntariamente en el metal reluciente. —Bueno, pues, yo te daré diez onzas, ¿entiendes? diez onzas si me dices lo que quiero saber. Vamos, ¿te decides? Piensa: ¡diez onzas de oro! Una fortuna. ¡Cuántas cosas podrás comprar con tanto dinero, y cómo te envidiarán! Y eso, con sólo decirme dos nombres. Sobre Miguel el oro obraba una fascinación funesta. ¡Cómo brillaban y con qué dulce retintín chocaban las monedas cuando el coronel las hacía escurrir entre sus dedos y las dejaba caer suavemente en la gaveta! ¡Diez onzas de oro! Para él una fortuna inaudita. —Puedes decírmelo despacio—prosiguió el coronel, observando con atención el efecto que el metal brillante hacía en Miguel. —Nadie sino yo lo oirá. —Entonces, por fin, Miguel logró vencer la terrible fascinación del oro, y apartando con un esfuerzo los ojos, repitió estas tres palabritas que exasperaron al coronel: —¡No quiero, señor! Ordóñez le miró de una manera particular. —¿Has oído alguna vez hablar de San Bruno?— preguntóle. Al oír ese nombre, que era pronunciado con espanto en Chile y en Cuyo, Miguel se estremeció. —A él te entregaré si no confiesas—prosiguió el coronel. —En tus propias manos está tu suerte: si contestas a mi pregunta, te doy la libertad, y si no...—No terminó su frase; pero trunca° como estaba, era terriblemente explícita. Miguel bajó los ojos y permaneció callado. Esta resistencia pasiva irritó más al realista. —A ver—ordenó, unos cuantos azotes° bien dados a este muchacho. Lleváronle afuera y en presencia de Ordóñez, de sus oficiales y muchos soldados, dos de éstos le golpearon sin ochenta y ocho gaveta cajón trunca corta azotes latigazos CAPÍTULO 3 Andrew Payti Sección 4 240 245 250 255 260 265 270 275 280 285 piedad. El muchacho apretó los dientes para no gritar. Sus sentidos comenzaron a turbarse a medida que los golpes llovían sobre su cuerpo; sus ideas se confundieron bajo la influencia del dolor; ante sus ojos flotaron como aún como una visión las cumbres nevadas que ahora resaltaban con blancura lívida de sudario en el cielo afano, y luego, perdió el conocimiento. —Basta—dijo Ordóñez,—enciérrenle por esta noche. Mañana confesará,—y agregó hablando con los oficiales, —si no lo hace, tendré que mandarlo a Santiago. Y sería lástima que muchacho tan guapo fuese a parar a manos de San Bruno. No debemos perder este hilo de la trama que está tejiendo mi astuto ex amigo San Martín. V Entre los que presenciaron la flagelación se encontraba un soldado chileno, que, como todos sus compatriotas, simpatizaba en la causa de la libertad. Tenía dos hermanos, agentes de San Martín, y él mismo esperaba la ocasión propicia para abandonar las filas realistas. El valor y la constancia del muchacho, tema de las conversaciones en el campamento, le llenaron de admiración, haciéndole concebir el deseo de salvarle si fuera posible. Resolvió exponerse para dar libertad al prisionero y facilitarle los medios de huir. Miguel estaba en una choza, donde lo habían dejado bajo cerrojo°, sin preocuparse más de él. A media noche el silencio más profundo reinaba en el campamento. Los fuegos estaban apagados y sólo los centinelas velaban con el arma al brazo. Cuando Miguel despertó de su largo desmayo, no pudo recordar bien lo que había sucedido; pero al sentir el escozor° de los cardenales que le cubrían todo el cuerpo, no tardó en darse cuenta. El pobre muchacho, débil y dolorido, solo y prisionero, se sintió desfallecer. ¡Al fin, sólo era un niño! No pensaba en la fuga porque le parecía imposible, y esperaba el día para salir de la terrible incertidumbre. Entonces, en el silencio de la noche, percibió un ruido suave cual el de un cerrojo corrido con precaución. La puerta se abrió despacio y en el vano apareció la figura de un hombre. Miguel se levantó sorprendido. ¿CARTA O COMPUTADORA? cerrojo cerradura escozor sensacíon de quemazón y de picazón Estrecho de Magallanes ochenta y nueve 89 Sección 4 295 300 305 Andrew Payti 290 —¡Quieto!—susurró una voz. —¿ Tienes valor para escapar? Miguel enmudeció° de asombro. De repente no sintió dolores, cansancio, ni debilidad; estaba fresco, ágil, y resuelto a todo con tal de recobrar la libertad. Siguió al soldado y los dos se deslizaron° como sombras por el campamento dormido, hacia un pequeño corral donde se hallaban los caballos del servicio. El de Miguel permanecía ensillado aún y atado a un poste. Lo llevaron a la orilla del arroyo que corría espumoso entre las barrancas° —Este es el único punto por donde puedes escapar— dijo el soldado, —el único lugar donde no hay centinelas. Ten cuidado, porque el arroyo es traicionero, Pronto, ¡a caballo, y buena suerte! Aturdido por el cambio repentino de los sucesos, el pequeño héroe obedeció, y despidiéndose de su generoso salvador con un apretón de manos y un «¡Dios se lo pague!» bajó la barranca y entró en el arroyo cruzándolo con felicidad. Luego, espoleó su caballo y huyó en dirección a las montañas, para mostrar a San Martín, con las llagas° de los azotes que desgarraron sus espaldas, cómo había sabido guardar un secreto y servir a la Patria. enmudeció se calló se deslizaron se escapron barrancas hondonadas llagas úlceras, heridas La tumba de San Martín, Buenos Aires 90 noventa CAPÍTULO 3

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