Relato de un náufrago - Gabriel García Márquez PDF

Summary

This book is a journalistic reconstruction of the story told by Luis Alejandro Velasco, a Colombian sailor who survived ten days adrift at sea in 1955. The story centers around his ordeal and a political situation, where a newspaper reporter also recounts the difficulties of publishing truthfully in a military dictatorship.

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GABRIEL GARCIA MARQUEZ Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin co- mer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado...

GABRIEL GARCIA MARQUEZ Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin co- mer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre. La historia de esta historia El 28 de febrero de 1955 se conoció la noticia de que ocho miembros de la tripulación del destructor "Caldas", de la marina de guerra de Colombia, habían caído al agua y desaparecido a causa de una tormenta en el mar Caribe. La nave viajaba desde Mobile, Estados Unidos, donde había sido sometida a reparaciones, hacia el puerto colom- biano de Cartagena, a donde llegó sin retraso dos horas después de la tragedia. La búsqueda de los náufragos se inició de inmediato, con la colaboración de las fuerzas norteamericanas del Canal de Panamá, que hacen oficios de control militar y otras obras de caridad en del sur del Caribe. Al cabo de cuatro días se desistió de la búsqueda, y los marineros perdidos fueron declarados oficialmente muertos. Una semana más tarde, sin embargo, uno de ellos apareció moribundo en una playa desierta del norte de Colombia, después de permanecer diez días sin comer ni beber en una balsa a la deriva. Se llamaba Luis Alejandro Velasco. Este libro es la reconstrucción periodística de lo que él me contó, tal como fue publicada un mes después del desastre por el diario El Espectador de Bogotá. Lo que no sabíamos ni el náufrago ni yo cuando tratábamos de reconstruir minuto a minuto su aventura, era que aquel rastreo agotador había de conducirnos a una nueva aven- tura que causó un cierto revuelo en el país, que a él le costó su gloria y su carrera y que a mí pudo costarme el pellejo. Colombia estaba entonces bajo la dictadura militar y folclórica del general Gustavo Rojas Pinilla, cuyas dos hazañas más memorables fueron una matanza de estu- diantes en el centro de la capital cuando el ejército desba- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 2 rató a balazos una manifestación pacífica, y el asesinato por la policía secreta de un número nunca establecido de taurófilos dominicales, que abucheaban a la hija del dicta- dor en la plaza de toros. La prensa estaba censurada, y el problema diario de los periódicos de oposición era encon- trar asuntos sin gérmenes políticos para entretener a los lectores. En El Espectador, los encargados de ese honora- ble trabajo de panadería éramos Guillermo Cano, director; José Salgar, jefe de redacción, y yo, reportero de planta. Ninguno era mayor de 30 años. Cuando Luis Alejandro Velasco llegó por sus propios pies a preguntarnos cuánto le pagábamos por su cuento, lo recibimos como lo que era: una noticia refrita. Las fuerzas armadas lo habían secues- trado varías semanas en un hospital naval, y sólo había podido hablar con los periodistas del régimen, y con uno de oposición que se había disfrazado de médico. El cuento había sido contado a pedazos muchas veces, estaba mano- seado y pervertido, y los lectores parecían hartos de un héroe que se alquilaba para anunciar relojes, porque el suyo no se atrasó a la intemperie; que aparecía en anuncios de zapatos, porque los suyos eran tan fuertes que no los pudo desgarrar para comérselos, y en otras muchas por- querías de publicidad. Había sido condecorado, había hecho discursos patrióticos por radio, lo habían mostrado en la televisión como ejemplo de las generaciones futuras, y lo habían paseado entre flores y músicas por medio país para que firmara autógrafos y lo besaran las reinas de la belleza. Había recaudado una pequeña fortuna. Si venía a nosotros sin que lo llamáramos, después de haberlo bus- cado tanto, era previsible que ya no tenía mucho que con- tar, que sería capaz de inventar cualquier cosa por dinero, y que el gobierno le había señalado muy bien los límites de su declaración. Lo mandamos por donde vino. De pron- to, al impulso de una corazonada, Guillermo Cano lo al- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 3 canzó en las escaleras, aceptó el trato, y me lo puso en las manos. Fue como si me hubiera dado una bomba de relo- jería. Mi primera sorpresa fue que aquel muchacho de 20 años, macizo, con más cara de trompetista que de héroe de la patria, tenía un instinto excepcional del arte de narrar, una capacidad de síntesis y una memoria asombrosa, y bastante dignidad silvestre como para sonreírse de su pro- pio heroísmo. En 20 sesiones de seis horas diarias, durante las cuales yo tomaba notas y soltaba preguntas tramposas para detectar sus contradicciones, logramos reconstruir el relato compacto y verídico de sus diez días en el mar. Era tan minucioso y apasionante, que mi único problema lite- rario sería conseguir que el lector lo creyera. No fue sólo por eso, sino también porque nos pareció justo, que acor- damos escribirlo en primera persona y firmado por él. Esta es, en realidad, la primera vez que mi nombre aparece vinculado a este texto. La segunda sorpresa, que fue la mejor, la tuve al cuarto día de trabajo, cuando le pedí a Luis Alejandro Velasco que me describiera la tormenta que ocasionó el desastre. Consciente de que la declaración valía su peso en oro, me replicó, con una sonrisa: "Es que no había tormenta". Así era: los servicios meteorológicos nos confirmaron que aquel había sido uno más de los fe- breros mansos y diáfanos del Caribe. La verdad, nunca publicada hasta entonces, era que la nave dio un bandazo por el viento en la mar gruesa, se soltó la carga mal estiba- da en cubierta, y los ocho marineros cayeron al mar. Esa revelación implicaba tres faltas enormes: primero, estaba prohibido transportar carga en un destructor; segundo, fue a causa del sobrepeso que la nave no pudo maniobrar para rescatar a los náufragos, y tercero, era carga de contraban- do: neveras, televisores, lavadoras. Estaba claro que el relato, como el destructor, llevaba también mal amarrada una carga política y moral que no habíamos previsto. La G. García Márquez - Relato de un náufrago - 4 historia, dividida en episodios, se publicó en catorce días consecutivos. El propio gobierno celebró al principio la consagración literaria de su héroe. Luego, cuando se pu- blicó la verdad, habría sido una trastada política impedir que se continuara la serie: la circulación del periódico es- taba casi doblada, y había frente al edificio una rebatiña de lectores que compraban los números atrasados para con- servar la colección completa. La dictadura, de acuerdo con una tradición muy propia de los gobiernos colombianos, se conformó con remendar la verdad con la retórica: desmin- tió en un comunicado solemne que el destructor llevara mercancía de contrabando. Buscando el modo de sustentar nuestros cargos, le pedimos a Luis Alejandro Velasco la lista de sus compañeros de tripulación que tuvieran cáma- ras fotográficas. Aunque muchos pasaban vacaciones en distintos lugares del país, logramos encontrarlos para comprar las fotos que habían tomado durante el viaje. Una semana después de publicado en episodios, apareció el relato completo en un suplemento especial, ilustrado con las fotos compradas a los marineros. Al fondo de los gru- pos de amigos en alta mar, se veían sin la menor posibili- dad de equívocos, inclusive con sus marcas de fábrica, las cajas de mercancía de contrabando. La dictadura acusó el golpe con una serie de represalias drásticas que habían de culminar, meses después, con la clausura del periódico. A pesar de las presiones, las amenazas y las más seductoras tentativas de soborno, Luis Alejandro Velasco no desmin- tió una línea del relato. Tuvo que abandonar la marina, que era el único trabajo que sabía hacer, y se desbarrancó en el olvido de la vida común. Antes de dos años cayó la dicta- dura y Colombia quedó a merced de otros regímenes me- jor vestidos pero no mucho más justos, mientras yo inicia- ba en París este exilio errante y un poco nostálgico que tanto se parece también a una balsa a la deriva. Nadie vol- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 5 vió a saber nada del náufrago solitario, hasta hace unos pocos meses en que un periodista extraviado lo encontró detrás de un escritorio en una empresa de autobuses. He visto esa foto: ha aumentado de peso y de edad, y se nota que la vida le ha pasado por dentro, pero le ha dejado el aura serena del héroe que tuvo el valor de dinamitar su propia estatua; Yo no había vuelto a leer este relato desde hace quince años. Me parece bastante digno para ser pu- blicado, pero no acabo de comprender la utilidad de su publicación. Me deprime la idea de que a los editores no les interese tanto el mérito del texto como el nombre con que está firmado, que muy a mi pesar es el mismo de un escritor de moda. Si ahora se imprime en forma de libro es porque dije sí sin pensarlo muy bien, y no soy un hombre con dos palabras. G.G.M Barcelona, febrero 1970 G. García Márquez - Relato de un náufrago - 6 I Cómo eran mis compañeros muertos en el mar El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile, Ala- bama, Estados Unidos, donde el A.R.C. "Caldas" fue so- metido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripula- ción recibíamos una instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos des- pués en "Joe Palooka", una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos una bronca de vez en cuando. Mi novia se llamaba Mary Address, la conocí dos meses después de estar en Mobile, por intermedio de la novia de otro marino. Aunque tenía una gran facilidad para aprender el castellano, creo que Mary Address no supo nunca por qué mis amigos le decían "María Dirección". Cada vez que tenía franquicia la invitaba al cine, aunque ella prefería que la invitara a comer helados. Nos entendía- mos en mi medio inglés y en su medio español, pero nos entendíamos siempre, en el cine o comiendo helados. Sólo una vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos "El Motín del Caine". A un grupo de mis compañeros le ha- bían dicho que era una buena película sobre la vida en un barreminas. Por eso fuimos a verla. Pero lo mejor de la película no era el barreminas sino la tempestad. Todos estuvimos de acuerdo en que lo indicado en un caso como el de esa tempestad era modificar el rumbo del buque, como lo hicieron los amotinados. Pero ni yo ni ninguno de mis compañeros había estado nunca en una tempestad G. García Márquez - Relato de un náufrago - 7 corno aquella, de manera que nada en la película nos im- presionó tanto como la tempestad. Cuando regresamos a dormir, el marino Diego Velázquez, que estaba muy im- presionado con la película, pensando que dentro de pocos días estaríamos en el mar, nos dijo: -¿Qué tal si nos suce- diese una cosa como esa? Confieso que yo también estaba impresionado. En ocho meses había perdido la costumbre del mar. No sentía miedo, pues el instructor nos había en- señado a defendernos en un naufragio. Sin embargo, no era normal la inquietud que sentía aquella noche en que vimos "El Motín del Caine". No quiero decir que desde ese instante empecé a presentir la catástrofe. Pero la ver- dad es que nunca había sentido tanto temor frente a la proximidad de un viaje. En Bogotá, cuando era niño y veía las ilustraciones de los libros, nunca se me ocurrió que alguien pudiera encontrar la muerte en el mar. Por el con- trario, pensaba en él con mucha confianza. Y desde cuan- do ingresé en la marina, hace casi doce años, no había sentido nunca ningún trastorno durante el viaje. Pero no me avergüenzo de confesar que sentí algo muy parecido al miedo después que vi "El Motín del Caine". Tendido boca arriba en mi litera -la más alta de todas- pensaba en mi familia y en la travesía que debíamos efectuar antes de llegar a Cartagena. No podía dormir. Con la cabeza apoyada en las manos oía el suave batir del agua contra el muelle, y la respiración tranquila de los cuarenta marinos que dormían en el mismo salón. Debajo de mi litera, el marinero primero Luis Rengifo roncaba como un trombón. No sé qué soñaba, pero seguramente no habría podido dormir tan tranquilo si hubiera sabido que ocho días después estaría muerto en el fondo del mar. La inquietud me duró toda la semana. El día del viaje se aproximaba con alarmante rapidez y yo trataba de infun- dirme seguridad en la conversación con mis compañeros. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 8 El A.R.C. "Caldas" estaba listo para partir. Durante esos días se hablaba con más insistencia de nuestras familias, de Colombia y de nuestros proyectos para el regreso. Poco a poco se iba cargando el buque con regalos que traíamos a nuestras casas: radios, neveras, lavadoras y estufas, es- pecialmente. Yo traía una radio. Ante la proximidad de la fecha de partida, sin poder deshacerme de mis preocupa- ciones, tomé una determinación: tan pronto como llegara a Cartagena abandonaría la marina. No volvería a some- terme a los riesgos de la navegación. La noche antes de partir fui a despedirme de Mary, a quien pensé comuni- carle mis temores y mi determinación. Pero no lo hice, porque le prometí volver y no me habría creído si le hubie- ra dicho que estaba dispuesto a no navegar jamás. Al único que comuniqué mi determinación fue a mi amigo íntimo, el marinero segundo Ramón Herrera, quien me confesó que también había decidido abandonar la marina tan pron- to como llegara a Cartagena. Compartiendo nuestros temo- res, Ramón Herrera y yo nos fuimos con el marinero Die- go Velázquez a tomarnos un whisky de despedida en "Joe Palooka". Pensábamos tomarnos un whisky, pero nos to- mamos cinco botellas. Nuestras amigas de casi todas las noches 'conocían la noticía de nuestro viaje y decidieron despedirse, emborracharse y llorar en prueba de gratitud. El director de la orquesta, un hombre serio, con unos ante- ojos que no le permitían parecer un músico, tocó en nues- tro honor un programa de mambos y tangos, creyendo que era música colombiana. Nuestras amigas lloraron y toma- ron whisky de a dólar y medio la botella. Como en esas última semanas nos habían pagado tres veces, nosotros resolvimos echar la casa por la ventana. Yo, porque estaba preocupado y quería emborracharme. Ramón Herrera por- que estaba alegre, -como siempre, porque era de Arjona y sabía tocar el tambor y tenía una singular habilidad para G. García Márquez - Relato de un náufrago - 9 imitar a todos los cantantes de moda. Un poco antes de retirarnos, un marinero norteamericano se acercó a la mesa y le pidió permiso a Ramón Herrera para bailar con su pareja, una rubia enorme, que era la que menos bebía y la que más lloraba -¡sinceramente!-. El norteamericano pidió permiso en inglés, y Ramón Herrera le dio una sacudida, diciendo en español: "¡No entiendo un carajo!" Fue una de1as mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en la cabeza, radiopatrullas y policías. Ramón Herrera, que logró ponerle dos buenos pescozones al norteamericano, regresó al buque a la una de la madrugada, imitando a Daniel Santos. Dijo que era la última vez que se embarca- ba. Y, en realidad, fue la última. A las tres de la madruga- da del 24 de febrero zarpó el A.R.C. "Caldas" del puerto de Mobile, rumbo a Cartagena. Todos sentíamos la felici- dad de regresar a casa. Todos traíamos regalos. El cabo primero Miguel Ortega, artillero, parecía el más alegre de todos. Creo que ningún marino ha sido nunca más juicioso que el cabo Miguel Ortega. Durante sus ocho meses en Mobile no despilfarró un dólar. Todo el dinero que recibió lo invirtió en regalos para su esposa, que le esperaba en Cartagena. Esa madrugada, cuando nos embarcamos, el cabo Miguel Ortega estaba en el puente, precisamente hablando de su esposa y sus hijos, lo cual no era una ca- sualidad, porque nunca hablaba de otra cosa. Traía una nevera, una lavadora automática, y una radio y una estufa. Doce horas después el cabo Miguel Ortega estaría tumba- do en su litera, muriéndose del mareo. Y setenta y dos horas después estaría muerto en el fondo del mar. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 10 Los invitados de la muerte Cuando un buque zarpa se le da la orden: "Servicio per- sonal a sus puestos de buque". Cada uno permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso en mi puesto, frente a la torre de los torpedos, yo veía per- derse en la niebla las luces de Mobile, pero no pensaba en Mary. Pensaba en el mar. Sabía que al día siguiente estar- íamos en el golfo de México y que por esta época del año es una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi al teniente de fragata Jaime Martínez Diago, segundo oficial de ope- raciones, que fue el único oficial muerto en la catástrofe. Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi en muy pocas ocasiones. Sabía que era natural del Tolima y una excelente persona. En cambio, esa madrugada vi al suboficial primero Julio Amador Caraballo, segundo con- tramaestre, alto y bien plantado, que pasó junto a mí, con- templó por un instante las últimas luces de Mobile y se dirigió a su puesto. Creo que fue la última vez que lo vi en el buque. Ninguno de los tripulantes del "Caldas" mani- festaba su alegría del regreso más estrepitosamente que el suboficial Elías Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobo de mar. Pequeño, de piel curtida, robusto y conversador. Tenía alrededor de 40 años y creo que la mayoría de ellos los pasó conversando. El suboficial Sabogal tenía motivos para estar más contento que nadie. En Cartagena lo espe- raban su esposa y sus seis hijos. Pero sólo conocía cinco: el menor había nacido mientras nos encontrábamos en Mobile. Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tran- quilo. En una hora me había acostumbrado nuevamente a la navegación. Las luces de Mobile se perdían en la dis- tancia entre la niebla de un día tranquilo y por el oriente se veía el sol, que empezaba a levantarse. Ahora no me sentía inquieto, sino fatigado. No había dormido en toda la no- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 11 che. Tenía sed. Y un mal recuerdo del whisky. A las seis de la mañana salimos del puerto. Entonces se dio la orden: "Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a sus pues- tos" Tan pronto como oí la orden me dirigí al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado, estaba Luis Rengifo, frotán- dose los ojitos para acabar de despertar. -¿Por dónde vamos? -me preguntó Luis Rengifo. Le di- je que acabábamos de salir del puerto. Luego subí a mi litera y traté de dormir. Luis Rengifo era un marino com- pleto. Había nacido en Chocó, lejos del mar, pero llevaba el mar en la sangre. Cuando el "Caldas" entró en repara- ción en Mobile, Luis Rengifo no formaba parte de su tri- pulación. Se encontraba en Washington, haciendo un curso de armería. Era serio, estudioso y hablaba el inglés tan correctamente como el castellano. El 15 de marzo se gra- duó de ingeniero civil en Washington. Allí se casó, con una dama dominicana, en 1952. Cuando el destructor "Caldas" fue reparado, Luis Rengifo viajó de Washington y fue incorporado a la tripulación. Me había dicho, pocos días antes de salir de Mobile, que lo primero que haría al llegar a Colombia sería adelantar las gestiones para trasla- dar a su esposa a Cartagena. Como tenía tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengifo sufriría de mareos. Esa primera ma- drugada de nuestro viaje, mientras se vestía, me preguntó: -¿Todavía no te has mareado? Le respondí que no. Rengifo dijo, entonces: -Dentro de dos o tres horas te veré con la lengua afuera. -Así te veré yo a ti -le dije. Y él respondió: -El- día que yo me maree, ese día se marea el mar. Acostado en mi litera, tratando de conciliar el sueño, yo volví a acordarme de la tempestad. Renacieron mis temo- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 12 res de la noche anterior. Otra vez preocupado, me volví hacía donde Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije: - Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue. II Mis últimos minutos a bordo del "barco lobo" "Ya estamos en el golfo", me dijo uno de mis compañe- ros cuando me levanté a almorzar, el 26 de febrero. El día anterior había sentido un poco de temor por el tiempo del golfo de México. Pero el destructor, a pesar de que se movía un poco, se deslizaba con suavidad. Pensé con alegría que mis temores habían sido infundados y salí a cubierta. La silueta de la costa se había borrado. Sólo el mar verde y el cielo azul se extendían en torno a nosotros. Sin embargo, en la media cubierta, el cabo Miguel Ortega estaba sentado, pálido y desencajado, luchando con el ma- reo. Eso había empezado desde antes. Desde cuando to- davía no habían desaparecido las luces de Mobile, y du- rante las últimas veinticuatro horas, el cabo Miguel Ortega no había podido mantenerse en pie, a pesar de que no era un novato en el mar. Miguel Ortega había estado en Corea, en la fragata "Almirante Padilla". Había viajado mucho y estaba familiarizado con el mar. Sin embargo, a pesar de que el golfo estaba tranquilo, fue preciso ayudarlo a mo- verse para que pudiera prestar la guardia. Parecía un ago- nizante. No toleraba ninguna clase de alimentos y sus compañeros de guardia lo sentábamos en la popa o en la media cubierta, hasta cuando se recibía la orden de trasla- darlo al dormitorio. Entonces se tendía boca abajo en su litera, con la cabeza hacia afuera, esperando la vomitona. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 13 Creo que fue Ramón Herrera quien me dijo, el 26 en la noche que la cosa se pondría dura en el Caribe. De acuerdo con nuestros cálculos, saldríamos del golfo de México después de la media noche. En mi puesto de guardia, fren- te a la torre de los torpedos, yo pensaba con optimismo en nuestra llegada a Cartagena. La noche era clara, y el cielo, alto y redondo, estaba lleno de estrellas. Desde cuando ingresé en la marina me aficioné a identificar las estrellas. Desde esa noche me di gusto, mientras el A. R. C. "Cal- das" avanzaba serenamente hacia el Caribe. Creo que un viejo marinero que haya viajado por todo el mundo, puede saber en qué mar se encuentra por la ma- nera de moverse el barco. La experiencia en ese mar donde hice mis primeras armas, me indicó que estábamos en el Caribe. Miré el reloj. Eran las doce y treinta minutos de la noche. Las doce y treinta y uno de la madrugada del 27 de febrero. Aunque el buque no se hubiera movido tanto, yo hubiera sabido que estábamos en el Caribe. Pero se movía. Yo, que nunca he sentido mareos, empecé a sentirme in- tranquilo. Sentí un extraño presentimiento. Y sin saber por qué, me acordé entonces del cabo Miguel Ortega, que es- taba allá abajo, en su litera, echando el estómago por la boca. A las seis de la mañana el destructor se movía como un cascarón. Luis Rengifo estaba despierto, una litera de- bajo de la mía. -Gordo -me dijo-. ¿Todavía no te has ma- reado? Le dije que no. Pero le manifesté mis temores. Rengifo, que, como he dicho, era ingeniero, muy estudioso y buen marino, me hizo entonces una exposición de los motivos por los cuales no había el menor peligro de que al "Cal- das" le ocurriera un accidente en el Caribe. "Es un barco lobo", me dijo. Y me recordó que durante la guerra, en esas mismas aguas, el destructor colombiano había hun- dido un submarino alemán. "Es un buque seguro", decía G. García Márquez - Relato de un náufrago - 14 Luis Rengifo. Y yo, acostado en mi litera, sin poder dor- mir a causa de los movimientos de la nave, me sentía se- guro con sus palabras. Pero el viento era cada vez más fuerte a babor, y yo me imaginaba cómo estaría el "Cal- das" en medio de aquel tremendo oleaje. En ese momento me acordé de "El Motín del Caine". A pesar de que el tiempo no varió durante todo el día, la navegación era normal. Cuando prestaba la guardia me puse a hacer pro- yectos para cuando llegara a Cartagena. Le escribiría a Mary. Pensaba escribirle dos veces por semana, pues nun- ca he sido perezoso para escribir. Desde cuando ingresé en la marina, le he escrito todas las semanas a mi familia de Bogotá. Les he escrito a mis amigos del barrio Olaya car- tas frecuentes y largas. De manera que le escribiría a Ma- ry, pensé, y saqué en horas la cuenta del tiempo que nos faltaba para llegar a Cartagena: nos faltaban exactamente 24 horas. Aquella era mi penúltima guardia. Ramón Herre- ra me ayudó a arrastrar al cabo Miguel Ortega hacia su litera. Estaba cada vez peor. Desde cuando salimos de Mobile, tres días antes, no había probado alimentos. Casi no podía hablar y tenía el rostro verde y descompuesto. Empieza el baile El baile empezó a las diez de la noche. Durante todo el día el "Caldas" se había movido, pero no tanto como en esa noche del 27 de febrero en que yo, desvelado en mi litera, pensaba con pavor en la gente que estaba de guardia en cubierta. Yo sabía que ninguno de los marineros que estaban allí, en sus literas, había podido conciliar el sueño. Un poco antes de las doce le dije a Luis Rengifo, mi ve- cino de abajo: -¿Todavía no te has mareado? G. García Márquez - Relato de un náufrago - 15 Como lo había supuesto, Luis Rengifo tampoco podía dormir. Pero a pesar del movimiento del barco, no había perdido el buen humor. Dijo: -Ya te dije que el día que yo me maree, ese día se ma- rea el mar. Era una frase que repetía con frecuencia. Pero esa noche casi no tuvo tiempo de terminarla. He dicho que sentía inquietud. He dicho que sentía algo muy parecido al miedo. Pero no me cabe la menor duda de lo que sentí a la media noche del 27, cuando a través de los altoparlantes se dio una orden general: "Todo el personal pasarse al lado de babor". Yo sabía lo que significaba esa orden. El barco estaba escorando peligrosamente a estribor y se trataba de equilibrarlo con nuestro peso. Por primera vez, en dos años de navegación, tuve un verdadero miedo del mar. El viento silbaba, allá arriba, donde el personal de cubierta debía estar empapado y tiritando. Tan pronto como oí la orden salté de la tarima. Con mucha calma, Luis Rengifo se puso en pie y se fue a una de las tarimas de babor, que estaban desocupadas, porque pertenecían al personal de guardia. Agarrándome a las otras literas, traté de caminar, pero en ese instante me acordé de Miguel Ortega. No podía moverse. Cuando oyó la orden había tratado de levantarse, pero había caído nuevamente en su litera, vencido por el mareo y el agotamiento. Lo ayudé a incor- porarse y lo coloqué en su litera de babor. Con la voz apa- gada me dijo que se sentía muy mal. -Vamos a conseguir que no hagas la guardia -le dije. Puede parecer un mal chiste, -pero si Miguel Ortega se hubiera quedado en su litera, ahora no estaría muerto. Sin haber dormido un minuto, a las 4 de la madrugada del 28 nos reunimos en popa seis de la guardia disponible. Entre ellos Ramón Herrera, mi compañero de todos los días. El suboficial de guardia era Guillermo Rozo. Aquella fue mí G. García Márquez - Relato de un náufrago - 16 última misión a bordo. Sabía que a las 2 de la tarde estar- íamos en Cartagena. Pensaba dormir tan pronto como en- tregara la guardia, para poder divertirme esa noche en tie- rra firme, después de ocho meses de ausencia. A las 5.30 de la madrugada fui a pasar revista a los bajos fondos acompañado por un grumete. A las 7 relevamos los pues- tos de servicio efectivo para desayunar. A las 8 volvieron a relevarnos. Exactamente a esa hora entregué mi última guardia, sin novedad, a pesar de que la brisa arreciaba y de que las olas, cada vez más altas, reventaban en el puente y bañaban la cubierta. En popa estaba Ramón Herrera. Allí estaba también, como salvavidas de guardia, Luis Rengifo, con los auriculares puestos. En la media cubierta, recos- tado, agonizando con su eterno mareo, estaba el cabo Mi- guel Ortega. En ese lugar se sentía menos el movimiento. Conversé un momento con el marinero segundo Eduardo Castillo, almacenista, soltero, bogotano y muy reservado. No recuerdo de qué hablábamos. Sólo sé que desde ese instante no volvimos a vernos, hasta cuando se hundió en el mar, pocas horas después. Ramón Herrera estaba reco- giendo unos cartones para cubrirse con ellos y tratar de dormir. Con el movimiento era imposible descansar en los dormitorios. Las olas, cada vez más fuertes y altas, estalla- ban en la cubierta. Entre las neveras, las lavadoras y las estufas, fuertemente aseguradas en la popa, Ramón Herre- ra y yo nos acostamos, bien ajustados, para evitar que nos arrastrara una ola. Tendido boca arriba yo contemplaba el cielo. Me sentía más tranquilo, acostado, con la seguridad de que dentro de pocas horas estaríamos en la bahía de Cartagena. No había tempestad; el día estaba perfecta- mente claro, la visibilidad era completa y el cielo estaba profundamente azul. Ahora ni siquiera me apretaban las botas, pues me las había cambiado por unos zapatos de caucho después de que entregué la guardia. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 17 Un minuto de silencio Luis Rengifo me preguntó la hora. Eran las once y me- dia. Desde hacía una hora el buque empezó a escorar, a inclinarse peligrosamente a estribor. A través de los alta- voces se repitió la orden de la noche anterior: "Todo el personal ponerse al lado de babor", Ramón Herrera y yo no nos movimos, porque estábamos de ese lado. Pensé en el cabo Miguel Ortega, a quien un momento antes había visto a estribor, pero casi en el mismo instante lo vi pasar tambaleando. Se tumbó a babor, agonizando con su mareo. En ese instante el buque se inclinó pavorosamente; se fue. Aguanté la respiración. Una ola enorme reventó sobre no- sotros y quedamos empapados, como si acabáramos de salir del mar. Con mucha lentitud, trabajosamente, el des- tructor recobró su posición normal. En la guardia, Luis Rengifo estaba lívido. Dijo, nerviosamente: -¡Qué vaina! Este buque se está yendo y no quiere volver. Era la pri- mera vez que veía nervioso a Luis Rengifo. Junto a mí, Ramón Herrera, pensativo, enteramente mojado, perma- necía silencioso. Hubo un instante de silencio total. Luego, Ramón Herrera dijo: -A la hora que manden cortar cabos para que la carga se vaya al agua, yo soy el primero en cortar. Eran las once y cincuenta minutos. Yo también pensaba que de un momento a otro ordenarían cortar las amarras de la carga. Es lo que se llama "zafarrancho de aligeramiento". Radios, neveras y estufas habrían caído al agua tan pronto como hubieran dado la orden. Pensé que en ese caso tendría que bajar al dormitorio, pues en la popa estábamos seguros porque habíamos logrado asegurarnos entre las neveras y las estufas. Sin ellas nos habría arras- trado la ola. El buque seguía defendiéndose del oleaje, pero cada vez escoraba más. Ramón Herrera rodó una carpa y se cubrió con ella. Una nueva ola, más grande que G. García Márquez - Relato de un náufrago - 18 la anterior, volvió a reventar sobre nosotros, que ya está- bamos protegidos por la carpa. Me sujeté la cabeza con las manos, mientras pasaba la ola, y medio minuto después carraspearon los altavoces. "Van a dar la orden de cortar la carga", pensé. Pero la orden fue otra, dada con una voz segura y reposada: "-Personal que transita en cubierta, usar salvavidas". Calmadamente, Luis Rengifo sostuvo con una mano los auriculares y se puso el salvavidas con la otra. Como después de cada ola grande, yo sentía primero un gran vacío y después un profundo silencio. Vi a Luis Ren- gifo que, con el salvavidas puesto, volvió a colocarse los auriculares. Entonces cerré los ojos y oí perfectamente el tic-tac de mi reloj. Escuché el reloj durante un minuto, aproximadamente. Ramón Herrera no se movía. Calculé que debía faltar un cuarto para las doce. Dos horas para llegar a Cartagena. El buque pareció suspendido en el aire un segundo. Saqué la mano para mirar la hora, pero en ese instante no vi el brazo, ni la mano, ni el reloj. No vi la ola. Sentí que la nave se iba del todo y que la carga en que me apoyaba se estaba rodando. Me puse en pie, en una frac- ción de segundo, y el agua me llegaba al cuello. Con los ojos desorbitados, verde y silencioso, vi a Luis Rengifo que trataba de sobresalir, sosteniendo los auriculares en alto. Entonces el agua me cubrió por completo y empecé a nadar hacia arriba. Tratando de salir a flote, nadé hacía arriba por espacio de uno, dos, tres segundos. Seguí na- dando hacia arriba. Me faltaba aire. Me asfixiaba. Traté de amarrarme a la carga, pero ya la carga no estaba allí. Ya no había nada alrededor. Cuando salí a flote no vi en torno mío nada distinto del mar. Un segundo después, como a cien metros de distancia, el buque surgió de entre las olas, chorreando agua por todos lados, como un submarino. Sólo entonces me di cuenta de que había caído al agua. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 19 III Viendo, ahogarse a cuatro de mis compañeros Mí primera impresión fue la de estar absolutamente so- lo en la mitad del mar. Sosteniéndome a flote vi que otra ola reventaba contra el destructor, y que éste, como a 200 metros del lugar en que me encontraba, se precipitaba en un abismo y desaparecía de mi vista. Pensé que se había hundido. Y un momento después, confirmando mi pensa- miento, surgieron en torno a mí numerosas cajas de la mercancía con que el destructor había sido cargado en Mobile. Me sostuve a flote entre cajas de ropa, radios, neveras y toda clase de utensilios domésticos que saltaban confusamente, batidos por las olas. No tuve en ese instante ninguna idea precisa de lo que estaba sucediendo. Un poco atolondrado, me aferré a una de las cajas flotantes y estú- pidamente me puse a contemplar el mar. El día era de una claridad perfecta. Salvo el fuerte olea- je producido por la brisa y la mercancía dispersa en la su- perficie, no había nada en ese lugar que pareciera un nau- fragio. De pronto comencé a oír gritos cercanos. A través del cortante silbido del viento reconocí perfectamente la voz de Julio Amador Caraballo, el alto y bien plantado segundo contramaestre, que le gritaba a alguien: -Agárrese de ahí, por debajo del salvavidas. Fue como si en ese instante hubiera despertado de un profundo sueño de un minuto. Me di cuenta de que no es- taba solo en el mar. Allí, a pocos metros de distancia, mis compañeros se gritaban unos a otros, manteniéndose a flote. Rápidamente comencé a pensar. No podía nadar hacia ningún lado. Sabía que estábamos a casi 200 millas de Cartagena, pero tenía confundido el sentido de la orien- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 20 tación. Sin embargo, todavía no sentía miedo. Por un mo- mento pensé que podría estar aferrado a la caja indefi- nidamente, hasta cuando vinieran en nuestro auxilio. Me tranquilizaba saber que alrededor de mí otros marinos se encontraban en iguales circunstancias. Entonces fue cuan- do vi la balsa. Eran dos, aparejadas, como a siete metros de distancia la una de la otra. Aparecieron inespera- damente en la cresta de una ola, del lado donde gritaban mis compañeros. Me pareció extraño que ninguno de ellos hubiera podido alcanzarlas. En un segundo, una de las balsas desaparecía de mi vista. Vacilé entre correr el riesgo de nadar hacia la otra o permanecer seguro, agarrado a la caja. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de tomar una determinación, me encontré nadando hacia la última balsa visible, cada vez más lejana. Nadé por espacio de tres mi- nutos. Por un instante dejé de ver la balsa, pero procuré no perder la dirección. Bruscamente, un golpe de la ola la puso al lado mío, blanca, enorme y vacía. Me agarré con fuerza al enjaretado y traté de saltar al interior. Sólo lo logré a la tercera tentativa. Ya dentro de la balsa, jadeante, azotado por la brisa, implacable y helada, me incorporé trabajosamente. Entonces vi a tres de mis compañeros al rededor de la balsa, tratando de alcanzarla. Los reconocí al instante. Eduardo Castillo, el almace- nista, se agarraba fuertemente al cuello de Julio Amador Caraballo. Este, que estaba de guardia efectiva cuando ocurrió el accidente, tenía puesto el salvavidas. Gritaba: "Agarrase duro, Castillo". Flotaban entre la mercancía dispersa, como a diez metros de distancia. Del otro lado estaba Luis Rengifo. Pocos minutos antes lo había visto en el destructor, tratando de sobresalir con los auriculares levantados en la mano derecha. Con su serenidad habitual, con esa confianza de buen marinero con que decía que antes que él se marearía el mar, se había quitado la camisa G. García Márquez - Relato de un náufrago - 21 para nadar mejor, pero había perdido el salvavidas. Aun- que no lo hubiera visto, lo habría reconocido por su grito: - Gordo, rema para este lado. Rápidamente agarré los remos y traté de acercarme a ellos. Julio Amador, con Eduardo Castillo fuertemente colgado del cuello, se aproximaba a la balsa. Mucho más allá, pequeño y desolado, vi al cuarto de mis compañeros: Ramón Herrera, que me hacía señas con la mano, agarrado a una caja. ¡Sólo tres metros! Si hubiera tenido que decidirlo, no habría sabido por cuál de mis compañeros empezar. Pero cuando vi a Ramón Herrera, el de la bronca en Mobile, el alegre muchacho de Arjona que pocos minutos antes estaba conmigo en la po- pa, empecé a remar con desesperación. Pero la balsa tenía casi 2 metros de largo. Era muy pesada en aquel mar enca- britado y yo tenía que remar contra la brisa. Creo que no logré hacerla avanzar un metro. Desesperado, miré otra vez alrededor y ya Ramón Herrera había desaparecido de la superficie. Sólo Luis Rengifo nadaba con seguridad hasta la balsa. Yo estaba seguro de que la alcanzaría. Lo había oído roncar como un trombón, debajo de mi tarima, y estaba convencido de que su serenidad era más fuerte que el mar. En cambio, Julio Amador luchaba con Eduar- do Castillo para que no se soltara de su cuello. Estaban a menos de tres metros. Pensé que si se acercaban un poco más podría tenderles un remo para que se agarrasen. Pero en ese instante una ola gigantesca suspendió la balsa en el aire y vi, desde la cresta enorme, el mástil del destructor, que se alejaba. Cuando volví a descender, Julio Amador había desaparecido, con Eduardo Castillo agarrado al cue- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 22 llo. Solo, a dos metros de distancia, Luis Rengifo seguía nadando serenamente hacia la balsa. No sé por qué hice esa cosa absurda: sabiendo que no podía avanzar, metí el remo en el agua, como tratando de evitar que la balsa se moviera, como tratando de clavarla en su sitio. Luis Ren- gifo, fatigado, se detuvo un instante, levantó la mano como cuando sostenía en ella los auriculares, y me gritó otra vez: -¡Rema para acá, gordo! La brisa venía en la misma dirección. Le grité que no podía remar contra la brisa, que hiciera un último esfuerzo, pero tuve la sensación de que no me oyó. Las cajas de mercancías habían desaparecido y la balsa bailaba de un lado a otro, batida por las olas. En un instante estuve a más de cinco metros de Luis Rengífo, y lo perdí de vista. Pero apareció por otro lado, todavía sin desesperarse, hundién- dose contra las olas para evitar que lo alejaran. Yo estaba de pie, ahora con el remo en alto, esperando que Luis Rengifo se acercara lo suficiente como para que pudiera alcanzarlo. Pero entonces noté que se fatigaba, se desespe- raba. Volvió a gritarme, hundiéndose ya: -¡Gordo... Gordo... Traté de remar, pero seguía siendo inútil, como la pri- mera vez. Hice un último esfuerzo para que Luis Rengifo alcanzara el remo, pero la mano levantada, la que pocos minutos antes había tratado de evitar que se hundieran los auriculares, se hundió en ese momento para siempre, a menos de dos metros del remo... No sé cuánto tiempo es- tuve así, parado, haciendo equilibrio en la balsa, con el remo levantado. Examinaba el agua. Esperaba que de un momento a otro surgiera alguien en la superficie. Pero el mar estaba limpio y el viento, cada vez más fuerte, gol- peaba contra mi camisa con un aullido de perro. La mer- cancía había desaparecido. El mástil, cada vez más dis- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 23 tante, me indicó que el destructor no se había hundido, como lo creí al principio. Me sentí tranquilo: pensé que dentro de un momento vendrían a buscarme. Pensé que alguno de mis compañeros había logrado alcanzar la otra balsa. No había razón para que no lo hubieran logrado. No eran balsas dotadas, porque la verdad es que ninguna de las balsas del destructor estaba dotada. Pero había seis en total, aparte de los botes y balleneras. Pensaba que era enteramente normal que algunos de mis compañeros hubieran alcanzado las otras balsas, como alcancé yo la mía, y que acaso el destructor nos estuviera buscando. De pronto me di cuenta del sol. Un sol caliente y metálico, del puro mediodía. Atontado, todavía sin recobrarme por completo, miré el reloj. Eran las doce clavadas. Solo La última vez que Luis Rengifo me preguntó la hora, en el destructor, eran las once y media. Vi nuevamente la hora a las once y cincuenta, y todavía no había ocurrido la catástrofe. Cuando miré el reloj en la balsa, eran las doce en punto. Me pareció que hacía mucho tiempo que todo había ocurrido, pero en realidad sólo habían transcurrido diez minutos desde el instante en que vi por última vez el reloj, en la popa del destructor, y el instante en que alcancé la balsa, y traté de salvar a mis compañeros, y me quedé allí, inmóvil, de pie en la balsa, viendo el mar vacío, oyen- do el cortante aullido del viento y pensando que transcurri- rían por lo menos dos o tres horas antes de que vinieran a rescatarme. "Dos o tres horas", calculé. Me pareció un tiempo desproporcionadamente largo para estar solo en el mar. Pero traté de resignarme. No tenía alimentos ni agua y pensaba que antes de las tres de la tarde la sed sería G. García Márquez - Relato de un náufrago - 24 abrasadora. El sol me ardía en la cabeza, me empezaba a quemar la piel, seca y endurecida por la sal. Como en la caída había perdido la gorra, volví a mojarme la cabeza y me senté al borde de la balsa, mientras venían a rescatar- me. Sólo entonces sentí el dolor en la rodilla derecha. Mi grueso pantalón de dril azul estaba mojado, de manera que me costó trabajo enrollarlo hasta más arriba de la rodilla. Pero cuando lo logré me sentí sobresaltado: tenía una heri- da honda, en forma de medialuna, en la parte inferior de la rodilla. No sé sí tropecé con el borde del barco. No sé si me hice la herida al caer al agua. Sólo sé que no me di cuenta de ella sino cuando ya estaba sentado en la balsa, y que a pesar de que me ardía un poco, había dejado de san- grar y estaba perfectamente seca, me imagino que a causa de la sal marina. Sin saber en qué pensar, me puse a hacer un inventario de mis cosas. Quería saber con qué contaba en la soledad del mar. En primer término, contaba con mi reloj, que funcionaba a precisión y que no podía dejar de mirar a cada dos, tres minutos. Tenía, además de mi anillo de oro, comprado en Cartagena el año pasado, mi cadena con la medalla de la Virgen del Carmen, también compra- da en Cartagena a otro marino por treinta y cinco pesos. En los bolsillos no tenía más que las llaves de mi armario del destructor, y tres tarjetas que me dieron en un almacén de Mobile, un día del mes de enero en que fui de compras con Mary Address. Como no tenía nada que hacer, me puse a leer las tarjetas para distraerme mientras me resca- taban. No sé por qué me pareció que eran como un mensa- je en clave que los náufragos echan al mar dentro de una botella. Y creo que si en ese instante hubiera tenido una botella, hubiera metido dentro una de las tarjetas, jugando al náufrago, para tener esa noche algo divertido que con- tarles a mis amigos en Cartagena. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 25 IV Mi primera noche solo en el Caribe A las cuatro de la tarde se calmó la brisa. Corno no veía nada más que agua y cielo, como no tenía puntos de refe- rencia, transcurrieron más de dos horas antes de que me diera cuenta de que la balsa estaba avanzando. Pero en realidad, desde el momento en que me encontré dentro de ella, empezó a moverse en línea recta, empujada por la brisa, a una velocidad mayor de la que yo habría podido imprimirle con los remos. Sin embargo, no tenía la menor idea sobre mi dirección ni posición. No sabía sí la balsa avanzaba hacia la costa o hacia el interior del Caribe. Esto último me parecía lo más probable, pues siempre había considerado imposible que el mar arrojara a la tierra al- guna cosa que hubiera penetrado 200 millas, y menos si esa cosa era algo tan pesado como un hombre en una bal- sa. Durante mis primeras dos horas seguí mentalmente, minuto a minuto, el viaje del destructor. Pensé que si ha- bían telegrafiado a Cartagena, habían dado la posición exacta del lugar en que ocurrió el accidente, y que desde ese momento habían enviado aviones y helicópteros a res- catarnos. Hice mis cálculos: antes de una hora los aviones estarían allí, dando vueltas sobre mi cabeza. A la una de la tarde me senté en la balsa a escrutar el horizonte. Solté los tres remos y los puse en el interior, listo a remar en la di- rección en que aparecieran los aviones. Los minutos eran largos e intensos. El sol me abrasaba el rostro y las espal- das y los labios me ardían, cuarteados por la sal. Pero en ese momento no sentía sed ni hambre. La única necesidad G. García Márquez - Relato de un náufrago - 26 que sentía era la de que aparecieran los aviones. Ya tenía mi plan: cuando los viera aparecer trataría de remar hacia ellos, luego, cuando estuvieran sobre mí, me pondría de pie en la balsa y les haría señales con la camisa. Para estar preparado, para no perder un minuto, me desabotoné la camisa y seguí sentado en la borda, escrutando el hori- zonte por todos lados, pues no tenía la menor idea de la dirección en que aparecerían los aviones. Así llegaron las dos. La brisa seguía aullando, y por encima del aullido de la brisa yo seguía oyendo la voz de Luis Rengifo: "Gordo, rema para este lado". La oía con perfecta claridad, como si estuviera allí, a dos metros de distancia, tratando de alcan- zar el remo. Pero yo sabía que cuando el viento aúlla en el mar, cuando las olas se rompen contra los acantilados, uno sigue oyendo las voces que recuerda. Y las sigue oyendo con enloquecedora persistencia: "Gordo, rema para este lado". A las tres empecé a desesperarme. Sabía que a esa hora el destructor estaba en los muelles de Cartagena. Mis compañeros, felices por el regreso, se dispersarían dentro de pocos momentos por la ciudad. Tuve la sensación de que todos estaban pensando en mí, y esa idea me infundió ánimo y paciencia para esperar hasta las cuatro. Aunque no hubieran telegrafiado, aunque no se hubieran dado cuenta de que caímos al agua, lo habrían advertido en el momento de atracar, cuando toda la tripulación debía de estar en cubierta. Eso pudo ser a las tres, a más tardar; in- mediatamente habrían dado el aviso. Por mucho que hubieran demorado los aviones en despegar, antes de med- ía hora estarían volando hacía el lugar del accidente. Así que a las cuatro -a más tardar a las cuatro y medía- estarían volando sobre mi cabeza. Seguí escrutando el horizonte, hasta cuando cesó la brisa y me sentí envuelto en un in- menso y sordo rumor. Sólo entonces dejé de oír el grito de Luis Rengifo. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 27 La gran noche Al principio me pareció que era imposible permanecer tres horas solo en el mar. Pero a las cinco, cuando ya ha- bían transcurrido cinco horas, me pareció que aún podía esperar una hora más. El sol estaba descendiendo. Se puso rojo y grande en el ocaso, y entonces empecé a orientarme. Ahora sabía por dónde aparecerían los aviones: puse el sol a mi izquierda y miré en línea recta, sin moverme, sin des- viar la vista un solo instante, sin atreverme a pestañar, en la dirección en que debía de estar Cartagena, según mi orientación. A las seis me dolían los ojos. Pero seguía mi- rando. Incluso después de que empezó a oscurecer, seguí mirando con una paciencia dura y rebelde. Sabía que en- tonces no vería los aviones, pero vería las luces verdes v rojas, avanzando hacia mí, antes de percibir el ruido de sus motores. Quería ver las luces, sin pensar que desde los aviones no podrían verme en la oscuridad. De pronto el cielo se puso rojo, y yo seguía escrutando el horizonte. Luego se puso color de violetas oscuras, y yo seguía mi- rando. A un lado de la balsa, como un diamante amarillo en el cielo color de vino, fija y cuadrada, apareció la pri- mera estrella. Fue como una señal. Inmediatamente des- pués, la noche, apretada y tensa, se derrumbó sobre el mar. Mí primera impresión, al darme cuenta de que estaba su- mergido en la oscuridad, de que ya no podía ver la palma de mi mano, fue la de que no podría dominar el terror. Por el ruido del agua contra la borda, sabía que la balsa seguía avanzando lenta pero incansablemente. Hundido en las tinieblas, me di cuenta entonces de que no había estado tan solo en las horas del día. Estaba más solo en la oscuridad, en la balsa que no veía pero que sentía debajo de mí, des- lizándose sordamente sobre un mar espeso y poblado de animales extraños. Para sentirme menos solo me puse a G. García Márquez - Relato de un náufrago - 28 mirar el cuadrante de mi reloj. Eran las siete menos diez. Mucho tiempo después, como a las dos, a las tres horas, eran las siete menos cinco. Cuando el minutero llegó al número doce eran las siete en punto y el cielo estaba apre- tado de estrellas. Pero a mí me parecía que había transcu- rrido tanto tiempo que ya era hora de que empezara a amanecer. Desesperadamente, seguía pensando en los aviones. Empecé a sentir frío. Es imposible permanecer seco un minuto dentro de una balsa. Incluso cuando uno se sienta en la borda medio cuerpo queda dentro del agua, porque el piso de la balsa cuelga como una canasta, más de medio metro por debajo de la superficie. A las ocho de la noche el agua era menos fría que el aire. Yo sabía que en el piso de la balsa estaría a salvo de animales, porque la red que protege el piso les impide acercarse. Pero eso se aprende en la escuela y se cree en la escuela, cuando el instructor hace la demostración en un modelo reducido de la balsa, y uno está sentado en un banco, entre cuarenta compañeros y a las dos de la tarde. Pero cuando se está solo en el mar, a las ocho de la noche y sin esperanza, se piensa que no hay ninguna lógica en las palabras del ins- tructor. Yo sabía que tenía medio cuerpo metido en un mundo que no pertenecía a los hombres sino a los anima- les del mar y a pesar del viento helado que me azotaba la camisa no me atrevía a moverme de la borda. Según el instructor, ése es el lugar menos seguro de la balsa. Pero, con todo, sólo allí me sentía más lejos de los animales: esos animales enormes y desconocidos que oía pasar mis- teriosamente junto a la balsa. Esa noche me costó trabajo encontrar la Osa Menor, perdida en una confusa e interminable maraña de estrellas. Nunca había visto tantas. En toda la extensión del cielo era difícil encontrar un punto vacío. Pero desde cuando loca- licé la Osa Menor no me atreví a mirar hacia otro lado. No G. García Márquez - Relato de un náufrago - 29 sé por qué me sentía menos solo mirando la Osa Menor. En Cartagena, cuando teníamos franquicia, nos sentába- mos en el puente de Manga a la madrugada, mientras Ramón Herrera cantaba, imitando a Daniel Santos, y al- guien lo acompañaba con una guitarra. Sentado en el borde de la piedra, yo descubría siempre la Osa Menor, por los lados del Cerro de la Popa. Esa noche, en el borde de la balsa, sentí por un instante como si estuviera en el puente de Manga, como si Ramón Herrera hubiera estado junto a mí, cantando acompañado por una guitarra, y como si la Osa Menor no hubiera estado a 200 millas de la tierra, sino sobre el Cerro de la Popa. Pensaba que a esa hora alguien estaba mirando la Osa Menor en Cartagena, como yo la miraba en el mar, y esa idea hacía que me sintiera menos solo. Lo que hizo más larga mi primera noche en el mar fue que en ella no ocurrió absolutamente nada. Es imposi- ble describir una noche en una balsa, cuando nada sucede y se tiene terror a los animales, y se tiene un reloj fosfo- rescente que es imposible dejar de mirar un solo minuto. La noche del 28 de febrero -que fue mi primera noche en el mar, miré al reloj cada minuto. Era una tortura. Deses- peradamente resolví quitármelo, guardarlo en el bolsillo para no estar pendiente de la hora. Cuando me pareció que era imposible resistir, faltaban 20 minutos para las nueve de la noche. Todavía no sentía sed ni hambre y estaba se- guro de que podría resistir hasta el día siguiente, cuando vinieran los aviones. Pero pensaba que me volvería loco el reloj. Preso de angustia, me lo quité de la muñeca para echármelo al bolsillo, pero cuando lo tuve en la mano se me ocurrió que lo mejor era arrojarlo al mar. Vacilé un instante. Luego sentí terror: pensé que estaría más solo sin el reloj. Volví a ponérmelo en la muñeca y seguí mirán- dolo, minuto a minuto, como esa tarde había estado mi- rando el horizonte en espera de los aviones; hasta cuando G. García Márquez - Relato de un náufrago - 30 me dolieron los ojos. Después de las doce sentí deseos de llorar. No había dormido un segundo, pero ni siquiera lo había intentado. Con la misma esperanza con que esa tarde esperé ver aviones en el horizonte, estuve esa madrugada buscando luces de barcos. Permanecí largas horas escru- tando el mar; un mar tranquilo, inmenso y silencioso, pero no vi una sola luz distinta de las estrellas. El frío fue más intenso en las horas de la madrugada y me parecía que mi cuerpo se había vuelto resplandeciente, con todo el sol de la tarde incrustado debajo de la piel. Con el frío me ardía más. La rodilla derecha empezó a dolerme después de las doce y sentía como si el agua hubiera penetrado hasta los huesos. Pero esas eran sensaciones remotas. No pensaba tanto en mi cuerpo como en las luces de los barcos. Y pen- saba que en medio de aquella soledad infinita, en medio del oscuro rumor del mar, no necesitaba sino ver la luz de un barco, para dar un grito que se habría oído a cualquier distancia. La luz de cada día No amaneció lentamente, como en la tierra. El cielo se puso pálido, desaparecieron las primeras estrellas y yo seguía mirando primero el reloj y luego el horizonte. Apa- recieron los contornos del mar, habían transcurrido doce horas, pero me parecía imposible. Es imposible que la no- che sea tan larga como el día. Se necesita haber pasado una noche en el mar, sentado en una balsa y contemplando un reloj, para saber que la noche es desmesuradamente más larga que el día. Pero de pronto empieza a amanecer, y entonces uno se siente demasiado cansado para saber que está amaneciendo. Eso me ocurrió en aquella primera noche de la balsa. Cuando empezó a amanecer ya nada me G. García Márquez - Relato de un náufrago - 31 importaba. No pensé ni en el agua ni en la comida. No pensé en nada hasta cuando el viento empezó a ponerse tibio y la superficie del mar se volvió lisa y dorada. No había dormido un segundo en toda la noche, pero en aquel instante sentí como si hubiera despertado. Cuando me es- tiré en la balsa los huesos me dolían. Me dolía la piel. Pero el día era resplandeciente y tibio, y en medio de la clari- dad, del rumor del viento que empezaba a levantarse, yo me sentía con renovadas fuerzas para esperar. Y me sentí profundamente acompañado en la balsa. Por primera vez en los 20 años de mi vida me sentí entonces perfectamente feliz. La balsa seguía avanzando, no podía calcular cuánto había avanzado durante la noche, pero todo seguía siendo igual en el horizonte, como si no me hubiera movido un centímetro. A las siete de la mañana pensé en el destructor. Era la hora del desayuno. Pensaba que mis compañeros estaban sentados en la mesa comiéndose una manzana. Después nos llevarían huevos. Después carne. Después pan y café con leche. La boca se me llenó de saliva y sentí una torcedura leve en el estómago. Para distraer aquella idea me sumergí en el fondo de la balsa hasta el cuello. El agua fresca en la espalda abrasada me hizo sentir fuerte y aliviado. Estuve así largo tiempo, sumergido, preguntán- dome por qué me fui a la popa con Ramón Herrera, en lugar de acostarme en mi litera. Reconstruí minuto a mi- nuto la tragedia y me consideré como un estúpido. No había ninguna razón para que yo hubiera sido una de las víctimas: no estaba de guardia, no tenía obligación de estar en cubierta. Pensé que todo había sido por culpa de la mala suerte y entonces volví a sentir un poco de angustia. Pero cuando miré el reloj volví a tranquilizarme. El día avan- zaba rápidamente: eran las once y media. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 32 Un punto negro en el horizonte La proximidad del mediodía me hizo pensar otra vez en Cartagena. Pensé que era imposible que no hubieran ad- vertido mi desaparición. Hasta llegué a lamentar el haber alcanzado la balsa, pues me imaginé por un instante que mis compañeros habían sido rescatados, y que el único que andaba a la deriva era yo, porque la balsa había sido em- pujada por la brisa. Incluso atribuí a la mala suerte el haber alcanzado la balsa. No había acabado de madurar esa idea cuando creí ver un punto en el horizonte. Me incorporé con la vista fija en aquel punto negro que avanzaba. Eran las once y cincuenta. Miré con tanta intensidad, que en un momento el cielo se llenó de puntos luminosos. Pero el punto negro seguía avanzando, directamente hacia la bal- sa. Dos minutos después de haberlo descubierto empecé a ver perfectamente su forma. A medida que se acercaba por el cielo, luminoso y azul, lanzaba cegadores destellos metálicos. Poco a poco se fue definiendo entre los otros puntos luminosos. Me dolía el cuello y ya no soportaba el resplandor del cielo en los ojos. Pero seguía mirándolo: era brillante, veloz, y venía directamente hacia la balsa. En ese instante no me sentí feliz. No sentí una emoción desbor- dada. Sentí una gran lucidez y una serenidad extraordina- ria, de pie en la balsa, mientras el avión se acercaba. Cal- madamente me quité la camisa. Tenía la sensación de que sabía cuál era el instante preciso en que debía empezar a hacer señas con la camisa. Permanecí un minuto, dos mi- nutos, con la camisa en la mano, esperando a que el avión se acercara un poco más. Venía directamente hacia la bal- sa. Cuando levanté el brazo y empecé a agitar la camisa, oía perfectamente, por encima del ruido de las olas, el creciente y vibrante ruido de sus motores. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 33 V Yo tuve un compañero a bordo de la balsa Agité la camisa desesperadamente, durante cinco mi- nutos por lo menos. Pero pronto me di cuenta de que me había equivocado: el avión no venía hacia la balsa. Cuando vi crecer el punto negro me pareció que pasaría por encima de mí cabeza. Pero pasó muy distante y a una altura desde la cual era imposible que me vieran. Luego dio una larga vuelta, tomó la dirección de regreso y empezó a perderse en el mismo lugar del cielo por donde había aparecido. De pie en la balsa, expuesto al sol ardiente, estuve mirando el punto negro, sin pensar en nada, hasta cuando se borró por completo en el horizonte. Entonces volví a sentarme. Me sentí desgraciado, pero como aún no había perdido la espe- ranza, decidí tomar precauciones para protegerme del sol. En primer término no debía exponer los pulmones a los rayos solares. Eran las doce del día. Llevaba exactamente 24 horas en la balsa. Me acosté de cara al cielo en la borda y me puse sobre el rostro la camisa húmeda. No traté de dormir porque sabía el peligro que me amenazaba si me quedaba dormido en la borda. Pensé en el avión: no estaba muy seguro de que me estuviera buscando. No me fue posible identificarlo. Allí, acostado en la borda, sentí por primera vez la tortura de la sed. Al principio fue la saliva espesa y la sequedad en la garganta. Me provocó tomar agua del mar, pero sabía que me perjudicaba. Podría tomar un poco, más tarde. De pronto me olvidé de la sed. Allí mismo, sobre mi cabeza, más fuerte que el ruido de las olas, oí el ruido de otro avión. Emocionado, me incorporé en la balsa. El avión se acercaba, por donde había llegado el otro, pero este venía directamente hacia la balsa. En el G. García Márquez - Relato de un náufrago - 34 instante en que pasó sobre mi cabeza volví a agitar la ca- misa. Pero iba demasiado alto. Pasó de largo; se fue; des- apareció. Luego dio la vuelta y lo vi de perfil sobre el horizonte, volando en la dirección en que había llegado. "Ahora me están buscando", pensé. Y esperé en la borda, con la camisa en la mano, a que llegaran nuevos aviones. Algo había sacado en claro de los aviones: aparecían y desaparecían por un mismo punto. Eso significaba que allí estaba la tierra. Ahora sabía hacía dónde debía dírigirme. ¿Pero cómo? Por mucho que la balsa hubiera avanzado durante la noche, debía estar aún muy lejos de la costa. Sabía en qué dirección encontrarla, pero ignoraba en ab- soluto cuánto tiempo debía remar, con aquel sol que em- pezaba a ampollarme la piel y con aquella hambre que me dolía en el estómago. Y sobre todo, con aquella sed. Cada vez me resultaba más difícil respirar. A las 12.35, sin que yo hubiera advertido en qué momento, llegó un enorme avión negro, con pontones de acuatizaje, pasó bramando por encima de mi cabeza. El corazón me dio un salto. Lo vi perfectamente. El día era muy claro, de manera que pude ver nítidamente la cabeza de un hombre asomado a la cabina, examinando el mar con un par de binóculos ne- gros. Pasó tan bajo, tan cerca de mi, que me pareció sentir en el rostro el fuerte aletazo de sus motores. Lo identifiqué perfectamente por las letras de sus alas: era un avión del servicio de guardacostas de la Zona del Canal. Cuando se alejó trepidando hacia el interior del Caribe no dudé un solo instante de que el hombre de los binóculos me había visto agitar la camisa. -¡Me han descubierto!", grité, di- choso, todavía agitando la camisa. Loco de emoción, me puse a dar saltos en la balsa. ¡Me habían visto! G. García Márquez - Relato de un náufrago - 35 Antes de cinco minutos, el mismo avión negro volvió a pasar en la dirección contraria, a igual altura que la pri- mera vez. Volaba inclinado sobre el ala izquierda y en la ventanilla de ese lado vi de nuevo, perfectamente, al hom- bre que examinaba el mar con los binóculos. Volví a agitar la camisa. Ahora no la agitaba desesperadamente. La agi- taba con calma, no como si estuviera pidiendo auxilio, sino como lanzando un emocionado saludo de agradeci- miento a mis descubridores. A medida que avanzaba me pareció que iba perdiendo altura. Por un momento estuvo volando en línea recta, casi al nivel del agua. Pensé que estaba acuatizando y me preparé a remar hacía el lugar en que descendiera. Pero un instante después volvió a tomar altura, dio la vuelta y pasó por tercera vez sobre mi ca- beza. Entonces no agité la camisa con desesperación. Aguardé que estuviera exactamente sobre la balsa. Le hice una breve señal y esperé que pasara de nuevo, cada vez más bajo. Pero ocurrió todo lo contrario: tomó altura rápi- damente y se perdió por donde había aparecido. Sin em- bargo, no tenía por qué preocuparme. Estaba seguro de que me habían visto. Era imposible que no me hubieran visto, volando tan bajo y exactamente sobre la balsa. Tranquilo, despreocupado y feliz, me senté a esperar. Es- peré una hora. Había sacado una conclusión muy impor- tante: el punto donde aparecieron los primeros aviones estaba sin duda sobre Cartagena. El punto por donde des- apareció el avión negro estaba sobre Panamá. Calculé que remando en línea recta, desviándome un poco de la direc- ción de la brisa llegaría aproximadamente al balneario de Tolú. Ese era más o menos el punto intermedio entre los dos puntos por donde desaparecieron los aviones. Había calculado que en una hora estarían rescatándome. Pero la hora pasó sin que nada ocurriera en el mar azul, limpio y perfectamente tranquilo. Pasaron dos horas más. Y otra y G. García Márquez - Relato de un náufrago - 36 otra, durante las cuales no me moví un segundo de la bor- da. Estuve tenso, escrutando el horizonte sin pestañear. El sol empezó a descender a las cinco de la tarde. Aún no perdía las esperanzas, pero comencé a sentirme intran- quilo. Estaba seguro de que me habían visto desde el avión negro, pero no me explicaba cómo había transcurrido tanto tiempo sin que vinieran a rescatarme. Sentía la garganta seca. Cada vez me resultaba más difícil respirar. Estaba distraído, mirando el horizonte, cuando, sin saber por qué, di un salto y caí en el centro de la balsa. Lentamente, como cazando una presa, la aleta dé un tiburón se deslizaba a lo largo de la borda. Los tiburones llegan a las cinco Fue el primer animal que vi, casi treinta horas después de estar en la balsa. La aleta de un tiburón infunde terror porque uno conoce la voracidad de la fiera. Pero realmente nada parece más inofensivo que la aleta de un tiburón. No parece algo que formara parte de un animal, y menos de una fiera. Es verde y era como la corteza de un árbol. Cuando la vi pasar orillando la borda, tuve la sensación de que tenía un sabor fresco y un poco amargo, como el de una corteza vegetal. Eran más de las cinco. El mar estaba sereno al atardecer. Otros tiburones se acercaron a la balsa, pacientemente, y estuvieron merodeando hasta cuando anocheció por completo. Ya no había luces, pero los sentía rondar en la oscuridad, rasgando la superficie tranquila con el filo de sus aletas. Desde ese momento no volví a sentarme en la borda después de las cinco de la tarde. Ma- ñana, pasado mañana y aún dentro de cuatro días, tendría suficiente experiencia para saber que los tiburones son unos animales puntuales: llegarían un poco después de las cinco y desaparecerían con la oscuridad. Al atardecer, el G. García Márquez - Relato de un náufrago - 37 agua transparente ofrece un hermoso espectáculo. Peces de todos los colores se acercaban a la balsa. Enormes peces amarillos y verdes; peces rayados de azul y rojo, redondos, diminutos, acompañaban la balsa hasta el anochecer. A veces había un relámpago metálico, un chorro de agua sanguinolenta saltaba por la borda y los pedazos de un pez destrozado por el tiburón flotaban un segundo junto a la balsa. Entonces una incalculable cantidad de peces meno- res se precipitaban sobre los desperdicios. En aquel mo- mento yo habría vendido el alma por el pedazo más pe- queño de las sobras del tiburón. Era mi segunda noche en el mar. Noche de hambre y de sed y de desesperación. Me sentí abandonado, después de que me aferré obstinada- mente a la esperanza de los aviones. Sólo esa noche decidí que con lo único que contaba para salvarme era con mi voluntad y con los restos de mis fuerzas. Una cosa me asombraba: me sentía un poco débil, pero no agotado. Lle- vaba casi cuarenta horas sin agua ni alimentos y más de dos noches y dos días sin dormir, pues había estado en vigilia toda la noche anterior al accidente. Sin embargo yo me sentía capaz de remar. Volví a buscar la Osa Menor. Fijé la vista en ella y empecé a remar. Había brisa pero no corría en la misma dirección que yo debía imprimirle a la balsa para navegar directamente hacia la Osa Menor. Fijé los dos remos en la borda y comencé a remar a las diez de la noche. Remé al principio desesperadamente. Luego con más calma, fija la vista en la Osa Menor, que, según mis cálculos, brillaba exactamente sobre el Cerro de la Popa. Por el ruido del agua sabía que estaba avanzando. Cuando me fatigaba cruzaba los remos y recostaba la cabeza para descansar. Luego agarraba los remos con más fuerza y con más esperanza. A las doce de la noche seguía remando. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 38 Un compañero en la balsa Casi a las dos me sentí completamente agotado. Crucé los remos y traté de dormir. En ese momento había au- mentado la sed. El hambre no me molestaba. Me moles- taba la sed. Me sentí tan cansado que apoyé la cabeza en el remo y me dispuse a morir. Entonces fue cuando vi, sen- tado en la cubierta del destructor al marinero Jaime Man- jarrés, que me mostraba con el índice la dirección del puerto. Jaime Manjarrés, bogotano, es uno de mís amigos más antiguos en la marina. Con frecuencia pensaba en los compañeros que trataron de abordar la balsa. Me pregun- taba si habrían alcanzado la otra balsa, si el destructor los había recogido o si los habían localizado los aviones. Pero nunca había pensado en Jaime Manjarrés. Sin embargo, tan pronto como cerraba los ojos aparecía Jaime Man- jarrés, sonriente, primero señalándome la dirección del puerto y luego sentado en el comedor, frente a mí, con un plato de frutas y huevos revueltos en la mano. Al principio fue un sueño. Cerraba los ojos, dormía du- rante breves minutos y aparecía siempre, puntual y en la misma posición, Jaime Manjarrés. Por fin decidí hablarle. No recuerdo qué le pregunté en esa primera ocasión. No recuerdo tampoco qué me respondió. Pero sé que estába- mos conversando en la cubierta y de pronto vino el golpe de la ola, la ola fatal de las 11.55, y desperté sobresaltado, agarrándome con todas mis fuerzas al enjaretado para no caer al mar. Pero antes del amanecer se oscureció el cielo. No pude dormir más porque me sentía agotado, incluso para dormir. En medio de las tinieblas dejé de ver el otro extremo de la balsa. Pero seguí mirando hacia la oscuri- dad, tratando de penetrarla. Entonces fue cuando vi per- fectamente, en el extremo de la borda, a Jaime Manjarrés, sentado, con su uniforme de trabajo: pantalón y camisa G. García Márquez - Relato de un náufrago - 39 azules, y la gorra ligeramente inclinada sobre la oreja de- recha, en la que se leía claramente, a pesar de la oscuridad: "A. R. C. Caldas". -Hola -le dije sin sobresaltarme. Seguro de que Jaime Manjarrés estaba allí. Seguro de que allí había estado siempre. Sí esto hubiera sido un sueño no tendría ninguna importancia. Sé que estaba completamente despierto, completamente lúcido, y que oía el silbido del viento y el ruido del mar sobre mi cabeza. Sentía el hambre y la sed. Y no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés via- jaba conmigo en la balsa. -¿Por qué no tomaste bastante agua en el buque? -me preguntó. -Porque estábamos llegando a Cartagena -le res- pondí, Estaba acostado en la popa con Ramón Herrera. No era una aparición. Yo no sentía miedo. Me parecía una tontería que antes me hubiera sentido solo en la balsa, sin saber que otro marinero estaba conmigo. -¿Por qué no comiste? -me preguntó Jaime Manjarrés. Recuerdo perfectamente que le dije: -Porque no quisieron darme comida. Pedí manzanas y helados y no quisieron dármelos. No sé dónde los tenían escondidos. Jaime Manjarrés no respondió nada. Estuvo silencioso un momento. Volvió a señalarme hacia donde quedaba Cartagena. Yo seguí la dirección de su mano y vi las luces del puerto, las boyas de la bahía bailando sobre el agua. "Ya llegamos", dije, y seguí mirando intensamente las luces del puerto, sin emoción, sin alegría, como si estu- viera llegando después de un viaje normal. Le pedí a Jaime Manjarrés que remáramos un poco. Pero ya no estaba ahí. Se había ido. Yo estaba solo en la balsa y las luces del puerto eran los primeros rayos del sol. Los primeros rayos de mi tercer día de soledad en el mar. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 40 VI Un barco de rescate y una isla de caníbales Al principio llevaba la cuenta de los días por la recapi- tulación de los acontecimientos: el primer día, 28 de fe- brero, fue el del accidente. El segundo el de los aviones. El tercero fue el más desesperante de todos: no ocurrió nada de particular. La balsa avanzó impulsada por la brisa. Yo no tenía fuerzas para remar. El día se nubló, sentí frío y como no veía el sol perdí la orientación. Esa mañana no hubiera podido saber por dónde venían los aviones. Una balsa no tiene popa ni proa. Es cuadrada y a veces navega de lado, gira sobre sí misma imperceptiblemente, y como no hay puntos de referencia no se sabe sí avanza o retro- cede. El mar es igual por todos lados. A veces me acostaba en la parte posterior de la borda, en relación con el sentido en que avanzaba la balsa. Me cubría el rostro con la ca- misa. Cuando me incorporaba, la balsa había avanzado hacia donde yo me encontraba acostado. Entonces yo no sabía sí la balsa había cambiado de dirección ni si había girado sobre sí misma. Algo semejante me ocurrió con el tiempo después del tercer día. Al mediodía decidí hacer dos cosas: primero, clavé un remo en uno de los extremos de la balsa, para saber si avanzaba siempre en un mismo sentido. Segundo, hice con las llaves, en la borda, una raya para cada día que pasaba, y marqué la fecha. Tracé la pri- mera raya y puse un número: 28. Tracé la segunda raya y puse otro número: 29. Al tercer día, junto a la tercera raya, puse el número 30. Fue otra confusión. Yo creí que está- bamos en el día 30 y en realidad era el 2 de marzo. Sólo lo advertí al cuarto día, cuando dudé si el mes que acababa de concluir tenía 30 o 31 días. Sólo entonces recordé que era G. García Márquez - Relato de un náufrago - 41 febrero, y aunque ahora parezca una tontería, aquel error me confundió el sentido del tiempo. Al cuarto día ya no estaba muy seguro de mis cuentas en relación con los días que llevaba de estar en la balsa. ¿Eran tres? ¿Eran cuatro? ¿Eran cinco? De acuerdo con las rayas, fuera febrero o marzo, llevaba tres días. Pero no estaba muy seguro, por lo mismo que no estaba seguro de si la balsa avanzaba o re- trocedía. Preferí dejar las cosas como estaban, para evitar nuevas confusiones, y perdí definitivamente las esperanzas de que me rescataran. Aún no había comido ni bebido. Ya no quería pensar, me costaba trabajo organizar las ideas. La piel, abrasada por el sol, me ardía terriblemente, llena de ampollas. En la Base Naval el instructor nos había ad- vertido que debía procurarse a toda costa no exponer los pulmones a los rayos del sol. Esa era una de mis preocupa- ciones. Me había quitado 1a camisa, siempre mojada, y me la había amarrado a la cintura, pues me molestaba su con- tacto en la piel. Como llevaba cuatro días de sed y ya me era materialmente imposible respirar y sentía un dolor pro- fundo en la garganta, en el pecho y debajo de las clavícu- las, al cuarto día tomé un poco de agua salada. Esa agua no calma la sed, pero refresca. Había demorado tanto tiempo en tomarla porque sabía que la segunda vez debía tomar menos cantidad, y sólo cuando hubieran transcurrido mu- chas horas. Todos los días, con asombrosa puntualidad, los tiburo- nes llegaban a las cinco. Había entonces un festín en torno a la balsa. Peces enormes saltaban fuera del agua y pocos momentos después resurgían destrozados. Los tiburones, enloquecidos, se precipitaban sordamente contra la super- ficie sanguinolenta. Todavía no habían tratado de romper la balsa, pero se sentían atraídos por ella porque era de color blanco. Todo el mundo sabe que los tiburones atacan de preferencia los objetos blancos. El tiburón es miope, de G. García Márquez - Relato de un náufrago - 42 manera que sólo puede ver las cosas blancas o brillantes. Esa era otra recomendación del instructor: -Hay que esconder las cosas brillantes para no llamar la atención de los tiburones. Yo no llevaba cosas brillantes. Hasta el cuadrante de mi reloj es oscuro. Pero me habría sentido tranquilo si hubiera tenido cosas blancas para arrojar al agua, lejos de la balsa, en caso de que los tiburones hubieran tratado de saltar por la borda. Por si acaso, desde el cuarto día estuve siempre con el remo listo para defenderme, después de las cinco de la tarde. ¡Barco a la vista! Durante la noche cruzaba un remo en la balsa y trataba de dormir. No sé si eso ocurriría solamente cuando estaba dormido o también, cuando estaba despierto, pero todas las noches veía a Jaime Manjarrés. Conversábamos breves minutos, sobre cualquier cosa, y luego desaparecía. Ya me había acostumbrado a sus visitas. Cuando salía el sol me imaginaba que eran alucinaciones. Pero de noche no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés estaba allí, en la borda, conversando conmigo. El también trataba de dormir, en la madrugada del quinto día. Cabeceaba en si- lencio, recostado en el otro remo. De pronto se puso a es- crutar el mar. Me dijo: -¡Mira! Yo levanté la vista. Como a 30 kilómetros de la balsa, avanzando en el mismo sentido de la brisa, vi las intermi- tentes pero inconfundibles luces de un barco. Hacía horas que no me sentía con fuerzas para remar. Pero al ver las luces me incorporé en la balsa, sujeté fuertemente los re- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 43 mos y traté de dirigirme hacia el barco. Lo veía avanzar lentamente, y por un instante no sólo vi las luces del mástil, sino la sombra del mismo avanzando contra los primeros resplandores del amanecer. La brisa me ofrecía una fuerte resistencia. A pesar de que remé con desespera- ción, con una fuerza que no me pertenecía después de más de cuatro días sin comer ni dormir, creo que no logré des- viar la balsa ni un metro de la dirección que le imprimía la brisa. Las luces eran cada vez más lejanas, empecé a su- dar. Empecé a sentirme agotado. A los veinte minutos, las luces habían desaparecido por completo. Las estrellas em- pezaron a apagarse y el cielo se tiñó de un gris intenso. Desolado en medio del mar, solté los remos, me puse de pie, azotado por el helado viento de la madrugada, y du- rante breves minutos estuve gritando como un loco. Cuan- do vi el sol de nuevo, estaba otra vez recostado en el remo. Me sentía completamente extenuado. Ahora no esperaba la salvación por ningún lado y sentía deseos de morir. Sin embargo, algo extraño me ocurría cuando sentía deseos de morir: inmediatamente empezaba a pensar en un peligro. Ese pensamiento me infundía renovadas fuerzas para resis- tir. En la mañana de mi quinto día, estuve dispuesto a des- viar la dirección de la balsa, por cualquier medio. Se me ocurrió que si continuaba en dirección a la brisa, llegaría a una isla habitada por caníbales. En Mobile, en una revista cuyo nombre he olvidado, leí el relato de un náufrago que fue devorado por los antropófagos. Pero no era en ese rela- to en lo que pensaba. Pensaba en "El Marinero Renegado", un libro que leí en Bogotá, hace dos años. Esa es la histo- ria de un marinero que durante la guerra, después de que su barco chocó contra una mina, logró nadar hasta una isla cercana. Allí permanece 24 horas, alimentándose de frutas silvestres, hasta cuando lo descubren los caníbales, lo echan en una olla de agua hirviendo y lo cuecen vivo. Co- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 44 mencé a pensar instantáneamente en esa isla. Ya no podía imaginarme la costa sino como un territorio poblado de caníbales. Por primera vez durante mis cinco días de sole- dad en el mar, mi terror cambió de dirección: ahora no tenía tanto miedo al mar como a la tierra. Al medio día estuve recostado en la borda, aletargado por el sol, el ham- bre y la sed. No pensaba en nada. No tenía sentido del tiempo ni de la dirección. Traté de ponerme en pie, para probar las fuerzas, y tuve la sensación de que no podía con mi cuerpo. "Este es el momento", pensé. Y, en realidad, me pareció que ese era el momento más temible de todos los que nos había explicado el instructor: el momento de amarrarse a la balsa. Hay un instante en que ya no se sien- te la sed ni el hambre. Un momento en que no se sienten ni los implacables mordiscos del sol en la piel ampollada. No se piensa. No se tiene ninguna noción de los sentimientos. Pero aún no se pierden las esperanzas. Todavía queda el recurso final de soltar los cabos del enjaretado y amarrarse a la balsa. Durante la guerra muchos cadáveres fueron encontrados así, descompuestos y picoteados por las aves, pero fuertemente amarrados a la balsa. Pensé que todavía tenía fuerzas para esperar hasta la noche sin necesidad de amarrarme. Me rodé hasta el fondo de la balsa, estiré las piernas y permanecí sumergido hasta el cuello varias horas. Al contacto del sol, la herida de la rodilla empezó a dolerme. Fue como si hubiera despertado. Y como sí ese dolor me hubiera dado una nueva noción de la vida. Poco a poco, al contacto del agua fresca, fui recobrando las fuer- zas. Entonces sentía una fuerte torcedura en el estómago y el vientre se me movió, agitado por un rumor largo y pro- fundo. Traté de soportarlo, pero me fue imposible. Con mucha dificultad me incorporé, me desabroché el cinturón, me desajusté los pantalones y sentí un grande alivio con la descarga del vientre. Era la primera vez en cinco días. Y G. García Márquez - Relato de un náufrago - 45 por primera vez en cinco días los peces, desesperados, golpearon contra la borda, tratando de romper los sólidos cabos de la malla. Siete gaviotas La visión de los peces, brillantes y cercanos, me re- volvía el hambre. Por primera vez sentí una verdadera de- sesperación. Por lo menos ahora tenía una carnada. Olvidé la extenuación, agarré un remo y me preparé a agotar los últimos vestigios de mis fuerzas con un golpe certero en la cabeza de uno de los peces que saltaban contra la borda, en una furiosa rebatifia. No sé cuántas veces descargué el remo. Sentía que en cada golpe acertaba, pero esperaba inútilmente localizar la presa. Allí había un terrible festín de peces que se devoraban entre si, y un tiburón panza arriba, sacando un suculento partido en el agua revuelta. La presencia del tiburón me hizo desistir de mí propósito. Decepcionado, solté el remo y me acosté en la borda. A los pocos minutos sentí una terrible alegría: siete gaviotas volaban sobre la balsa. Para un hambriento marino solita- rio en el mar, la presencia de las gaviotas es un mensaje de esperanza. De ordinario, una bandada de gaviotas acom- paña a los barcos, pero sólo hasta el segundo día de nave- gación. Siete gaviotas sobre la balsa significaban la proxímídad de la tierra. Si hubiera tenido fuerzas me habr- ía puesto a remar. Pero estaba extenuado. Apenas sí podía sostenerme unos pocos minutos en pie. Convencido de que estaba a menos de dos días de navegación, de que me esta- ba aproximando a la tierra, tomé otro poco de agua en la cuenca de la mano y volví a acostarme en la borda, de cara al cielo, para que el sol no me diera en los pulmones. No me cubrí el rostro con la camisa porque quería seguir G. García Márquez - Relato de un náufrago - 46 viendo las gaviotas que volaban lentamente, en ángulo agudo, internándose en el mar. Era la una de la tarde de mi quinto día en el mar. No sé en qué momento llegó. Yo estaba acostado en la balsa, como a las cinco de la tarde, y me disponía a descender al interior antes de que llegaran los tiburones. Pero entonces vi una pequeña gaviota, como del tamaño de mi mano, que volaba en torno a la balsa y se paraba por breves minutos en el otro extremo de la borda. La boca se me llenó de una saliva helada. No tenía cómo capturar aquella gaviota. Ningún instrumento, salvo mis manos y mi astucia, agudizada por el hambre. Las otras gaviotas habían desaparecido. Sólo quedaba esa pequeña, color café, de plumas brillantes, que daba saltos en la bor- da. Permanecí absolutamente inmóvil. Me parecía sentir por mi hombro el filo de la aleta del tiburón puntual que desde las cinco debía de estar allí. Pero decidí correr el riesgo. Ni siquiera me atrevía a mirar la gaviota, para que no advirtiera el movimiento de mi cabeza. La vi pasar, muy baja, por encima de mi cuerpo. La vi alejarse, desapa- recer en el cielo. Pero yo no perdí la esperanza. No se me ocurría cómo iba a despedazarla. Sabía que tenía hambre y que si permanecía completamente inmóvil la gaviota se pasearía al alcance de mi mano. Esperé más de media hora, creo. La vi aparecer y desaparecer varias veces. Hubo un momento en que sentí, junto a mi cabeza, el ale- tazo del tiburón, despedazando un pez. Pero en lugar de miedo sentí más hambre. La gaviota saltaba por la borda. Era el atardecer de mi quinto día en el mar. Cinco días sin comer. A pesar de mí emoción, a pesar de que el corazón me golpeaba dentro del pecho, permanecí inmóvil, como un muerto, mientras sentía acercarse la gaviota. Yo estaba estirado en la borda, con las manos en los muslos. Estoy seguro de que durante media hora ni siquiera me atreví a parpadear. El cielo se ponía brillante y me maltrataba la G. García Márquez - Relato de un náufrago - 47 vista, pero no me atrevía a cerrar los ojos en aquel mo- mento de tensión. La gaviota estaba picoteándome los za- patos. Había transcurrido una larga e intensa medía hora, cuando sentí que la gaviota se me paró en la pierna. Sua- vemente me picoteó el pantalón. Yo seguía absolutamente inmóvil cuando me dio un picotazo seco y fuerte en la rodilla. Estuve a punto de saltar a causa de la herida. Pero logré soportar el dolor. Luego, se rodó hasta mi muslo derecho, a cinco o seis centímetros de mi mano. Entonces corté la respiración e imperceptiblemente, con una tensión desesperada, empecé a deslizar la mano. VII Los desesperados recursos de un hambriento Si uno se acuesta en una plaza con la esperanza de cap- turar una gaviota, puede estarse allí toda la vida sin lograr- lo. Pero a cien millas de la costa es distinto. Las gaviotas tienen afinado el instinto de conservación en tierra firme. En el mar son animales confiados. Yo estaba tan inmóvil que probablemente aquella gaviota pequeña y juguetona que se posó en mi muslo, creyó que estaba muerto. Yo la estaba viendo en mí muslo. Me picoteaba el pantalón, pero no me hacía daño. Seguí deslizando la mano, Bruscamen- te, en el instante preciso en que la gaviota se dio cuenta del peligro y trató de levantar el vuelo, la agarré por un ala, salté al interior de la balsa y me dispuse a devorarla. Cuando esperaba que se posara en mi muslo, estaba seguro de que sí llegaba a capturarla me la comería viva, sin qui- tarle las plumas. Estaba hambriento y la misma idea de la G. García Márquez - Relato de un náufrago - 48 sangre del animal me exaltaba la sed. Pero cuando ya la tuve entre las manos, cuando sentí la palpitación de su cuerpo caliente, cuando vi sus redondos y brillantes ojos pardos, tuve un momento de vacilación. Cierta vez estaba yo en cubierta con una carabina, tratando de cazar una de las gaviotas que seguían al barco. El jefe de armas del destructor, un marinero experimentado, me dijo: -No seas infame. La gaviota para el marinero es como ver tierra. No es digno de un marino matar una gaviota. Yo me acordaba de aquel momento, de las palabras del jefe de armas, cuando estaba en la balsa con la gaviota capturada, dispuesto a darle muerte y despresarla. A pesar de que llevaba cinco días sin comer, las palabras del jefe de armas resonaban en mis oídos, como si las estuviera oyendo. Pero en aquel momento el hambre era más fuerte que todo. Le agarré fuertemente la cabeza al animal y em- pecé a torcerle el pescuezo, como a una gallina. Era dema- siado frágil. A la primera vuelta sentí que se le destrozaron los huesos del cuello. A la segunda vuelta sentí su sangre, viva y caliente, chorreándome por entre los dedos. Tuve lástima. Aquello parecía un asesinato. La cabeza, aún pal- pitante, se desprendió del cuerpo y quedó latiendo en mi mano. El chorro de sangre en la balsa soliviantó a los pe- ces. La blanca y brillante panza de un tiburón pasó ro- zando la borda. En ese instante, un tiburón, enloquecido por el olor de la sangre, puede cortar de un mordisco una lámina de acero. Como sus mandíbulas están colocadas debajo del cuerpo, tiene que voltearse para comer. Pero como es miope y voraz, cuando se voltea panza arriba arrastra todo lo que encuentra a su paso. Tengo la impre- sión de que en ese momento el tiburón trató de embestir la balsa. Aterrorizado, le eché la cabeza de la gaviota y vi, a pocos centímetros de la borda la tremenda rebatiña de aquellos animales enormes que se disputaban una cabeza G. García Márquez - Relato de un náufrago - 49 de gaviota, más pequeña que un huevo. Lo primero que traté de hacer fue desplumarla. Era ex- cesivamente liviana y los huesos tan frágiles que podían despedazarse con los dedos. Trataba de arrancarle las plu- mas, pero estaban adheridas a la piel, delicada y blanca, de tal modo que la carne se desprendía con las plumas ensan- grentadas. La sustancia negra y viscosa en los dedos me produjo una sensación de repugnancia. Es fácil decir que después de cinco días de hambre uno es capaz de comer cualquier cosa. Pero por muy hambriento que uno esté siente asco de un revoltijo de plumas de sangre caliente, con un intenso olor a pescado crudo y a sarna. Al princi- pio, traté de desplumarla cuidadosamente, con cierto método. Pero no contaba con la fragilidad de su piel. Quitándole las plumas empezó a deshacérseme entre las manos. La lavé dentro de la balsa. La despresé de un solo tirón y la presencia de sus rozados intestinos, de sus vísce- ras azules, me revolvió el estómago. Me llevé a la boca una hilaza de muslo, pero no pude tragarlo. Era simple. Me pareció que estaba masticando una rana. Sin poder disimular la repugnancia, arrojé el pedazo que tenía en la boca y permanecí largo rato inmóvil, con aquel repugnante amasijo de plumas y huesos sangrientos en la mano. Lo primero que se me ocurrió fue que aquello que no podía comerme me serviría de carnada. Pero no tenía ningún elemento de pesca. Si al menos hubiera tenido un alfiler. Un pedazo de alambre. Pero no tenía nada distinto de las llaves, el reloj, el anillo y las tres tarjetas del almacén de Mobile. Pensé en el cinturón. Pensé que podía improvisar un anzuelo con la hebilla. Pero mis esfuerzos fueron in- útiles. Era imposible improvisar un anzuelo con el cin- turón. Estaba anocheciendo y los peces, enloquecidos por el olor de la sangre, daban saltos en torno a la balsa. Cuan- do oscureció por completo arrojé al agua los restos de la G. García Márquez - Relato de un náufrago - 50 gaviota y me acosté a morir. Mientras preparaba el remo para acostarme oía la sorda guerra de los animales dis- putándose los huesos que no me había podido comer. Creo que esa noche hubiera muerto de agotamiento y desespera- ción. Un viento fuerte se levantó desde las primeras horas. La balsa daba tumbos, mientras yo, sin pensar siquiera en la precaución de amarrarme a los cabos, yacía exhausto dentro del agua, apenas con los pies y la cabeza fuera de ella. Pero después de la media noche hubo un cambio: salió la luna. Desde el día del accidente fue la primera no- che. Bajo la claridad azul, la superficie del mar recobra un aspecto espectral. Esa noche no vino Jaime Manjarrés. Estuve solo, desesperado, abandonado a mi suerte en el fondo de la balsa. Sin embargo, cada vez que se me de- rrumbaba el ánimo, ocurría algo que me hacía renacer mí esperanza. Esa noche fue el reflejo de la luna en las olas. El mar estaba picado y en cada ola me parecía ver la luz de un barco. Hacía dos noches que había perdido las esperan- zas de que me rescatara un barco. Sin embargo, a todo lo largo de aquella noche transparentada por la luz de la luna -mi sexta noche en el mar- estuve escrutando el horizonte desesperadamente, casi con tanta intensidad y tanta fe co- mo en la primera. Si ahora me encontrara en las mismas circunstancias moriría de desesperación: ahora sé que la ruta por donde navega la balsa no es ruta de ningún barco. Yo era un muerto No recuerdo el amanecer del sexto día. Tengo una idea nebulosa de que durante toda la mañana estuve postrado en el fondo de la balsa, entre la vida y la muerte. En esos momentos pensaba en mi familia y la veía tal como me han contado ahora que estuvo durante los días de mi des- G. García Márquez - Relato de un náufrago - 51 aparición. No me tomó por sorpresa la noticia de que me habían hecho honras fúnebres. En aquella mí sexta mañana de soledad en el mar, pensé que todo eso estaba ocu- rriendo. Sabía que a mi familia le habían comunicado la noticia de mi desaparición. Como los aviones no habían vuelto sabía que habían desistido de la búsqueda y que me habían declarado muerto. Nada de eso era falso, hasta cier- to punto. En todo momento traté de defenderme. Siempre encontré un recurso para sobrevivir, un punto de apoyo, por insignificante que fuera, para seguir esperando. Pero al sexto día ya no esperaba nada. Yo era un muerto en la balsa. En la tarde, pensando en que pronto serían las cinco y volverían los tiburones, hice un desesperado esfuerzo por incorporarme para amarrarme a la borda. En Cartage- na, hace dos años, vi en la playa los restos de un hombre destrozado por el tiburón. No quería morir así. No quería ser repartido en pedazos entre un montón de animales in- saciables. Iban a ser las cinco. Puntuales, los tiburones estaban allí, rondando la balsa. Me incorporé traba- josamente para desatar los cabos del enjaretado. La tarde era fresca. El mar, tranquilo. Me sentí ligeramente tonifi- cado. Súbitamente, vi otra vez las siete gaviotas del día anterior y esa visión me infundió renovados deseos de vivir. En ese instante me hubiera comido cualquier cosa. Me molestaba el hambre. Pero era peor la garganta estra- gada y el dolor en las mandíbulas, endurecidas por la falta de ejercicio. Necesitaba masticar algo. Traté de arrancar tiras del caucho de mis zapatos, pero no tenía con qué cor- tarlas. Entonces fue cuando me acordé de las tarjetas del almacén de Mobile. Estaban en uno de los bolsillos de mi pantalón, casi completamente deshechas por la humedad. Las despedacé, me las llevé a la boca y empecé a masticar. Aquello fue como un milagro: la garganta se alivió un poco y la boca se me llenó de saliva. Lentamente seguí G. García Márquez - Relato de un náufrago - 52 masticando, como si fuera chicle. Al primer mordisco me dolieron las mandíbulas. Pero después, a medida que mas- ticaba la tarjeta que guardé sin saber por qué desde el día en que salí de compras con Mary Address, me sentí más fuerte y optimista. Pensaba seguirlas masticando inde- finidamente para aliviar el dolor de las mandíbulas. Pero me pareció un despilfarro arrojarlas al mar. Sentí bajar hasta el estómago la minúscula papilla de cartón molido y desde ese instante tuve la sensación de que me salvaría, de que no sería destrozado por los tiburones. ¿A qué saben los zapatos? El alivio que experimenté con las tarjetas me agudizó la imaginación para seguir buscando cosas de comer. Si hubiera tenido una navaja habría despedazado los zapatos y hubiera masticado tiras de caucho. Era lo más provoca- tivo que tenía al alcance de la mano. Traté de separar con las llaves la suela blanca y limpia. Pero los esfuerzos fue- ron inútiles. Era imposible arrancar una tira de ese caucho sólidamente fundido a la tela. Desesperadamente, mordí el cinturón hasta cuando me dolieron los dientes. No pude arrancar ni un bocado. En ese momento debí parecer una fiera, tratando de arrancar con los dientes pedazos de za- patos, del cinturón y la camisa. Ya al anochecer, me quité la ropa, completamente empapada. Quedé en pantalonci- llos. No sé sí atribuírselo a las tarjetas, pero casi inmedia- tamente después estaba durmiendo. En mí séptima noche, acaso porque ya estaba acostumbrado a la incomodidad de la balsa, acaso porque estaba agotado después de siete no- ches de vigilia, dormí profundamente durante largas horas. A veces me despertaba la ola; daba un salto, alarmado, sintiendo que la fuerza del golpe me arrastraba al agua. G. García Márquez - Relato de un náufrago - 53 Pero inmediatamente después recobraba el sueño. Por fin amaneció mi séptimo día en el mar. No sé por qué estaba seguro de que no sería el último. El mar estaba tranquilo y nublado, y cuando el sol salió, como a las ocho de la ma- ñana, me sentía reconfortado por el buen sueño de la no- che reciente.

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