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Resumen del libro "Mentira premio EDEBÉ Juvenil 2015"

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Summary

This book, winner of the EDEBÉ Prize for Youth Literature in 2015, by Care Santos, delves into the complexities of adolescence. The story explores the challenges faced by a teenager navigating social issues and the often-fraught relationships with parents.

Full Transcript

Obra ganadora del Premio EDEBÉ de Literatura Juvenil según el fallo del Jurado compuesto por: Sr. Xavier Brines, Sra. Victoria Fernández, Sra. Anna Gasol, Sra. Rosa Navarro Durán y Sr. Robert Saladrigas. © Care Santos, 2015 www.caresantos.com © Ed. Cast.: edebé, 2015 Paseo de San Juan Bos...

Obra ganadora del Premio EDEBÉ de Literatura Juvenil según el fallo del Jurado compuesto por: Sr. Xavier Brines, Sra. Victoria Fernández, Sra. Anna Gasol, Sra. Rosa Navarro Durán y Sr. Robert Saladrigas. © Care Santos, 2015 www.caresantos.com © Ed. Cast.: edebé, 2015 Paseo de San Juan Bosco, 62 08017 Barcelona www.edebe.com www.tienda.edebe.com Atención al cliente 902 44 44 41 [email protected] Directora de la colección: Reina Duarte Editora: Elena Valencia Fotografía de portada: Shutterstock Conversión digital: eBookBurner Technologies Primera edición: marzo 2015 ISBN: 978-84-683-2389-3 Depósito Legal: B-8867-2015 —La vida es un juego, muchacho. La vida es un juego y hay que vivirlo según las reglas. —Sí, señor. Ya sé que lo es. Ya lo sé. El guardián entre el centeno, J. D. Salinger Según las estadísticas, en 12 meses hubo más de 18.000 delitos cometidos por menores de edad. Los más frecuentes fueron los robos: de coches, de dinero, de aparatos electrónicos (sobre todo, teléfonos móviles). En todo tipo de sitios: coches, supermercados, en plena calle, dentro de las casas… En total, 9.782 robos. Entre los ladrones jóvenes, los más habituales son los de 17 años. Los 17 deben de ser una edad complicada. Tal vez entre los 16 y los 18 la gente se aburre. El caso es que en un solo año la policía detuvo a más de 3.000 ladrones de 17 años. De 14, en cambio, solo la mitad: 1.505. Después de los robos, las estadísticas hablan de delitos de lesiones: 2.416 menores terminaron en la cárcel por ese motivo. «Lesiones» es cuando te peleas con un tipo, le arreas un puntapié y le haces daño de verdad. Después vienen las violaciones: 267. Bueno, la ley las llama «delitos contra la libertad y la identidad sexual». Y así llegamos a lo más alto de la lista. Aquí tenemos los asesinatos. «Homicidio y sus formas», dice la ley. Total: 44 condenas. Poca peña, en resumen. De los 44, 43 son chicos. La única chica asesina de ese año tenía 16. Los de 17 ganan de nuevo por goleada. Son 20. Asesinos de 16 años también hay alguno, pero muchos menos: los datos oficiales hablan de 13. Incluso así, cuesta trabajo imaginarlos, ¿verdad? En el tarot, la carta número 13 es la Muerte; qué simpático. También tenemos ocho asesinos de 15 y tres de 14. Solo tres de 14. Tres son muy pocos. Los jueces de menores no quieren ni oír hablar de quienes aún no han cumplido los 14. Antes de los 14 eres un crío, un inocente, un «inimputable». Significa que, hagas lo que hagas, no tienes la culpa. Eres alguien que todavía no sabe de qué va el mundo. Alguien que no ha probado aún el sabor amargo de la vida. Un privilegiado. No existes. Quedémonos con esto: tres asesinos de 14 años. Tres raros entre los raros. Cualquier experto os lo diría: el asesinato es un delito poco habitual entre los jóvenes criminales, es demasiado grave, implica un gran esfuerzo, la gente no se muere así como así. Aunque de vez en cuando, ocurre. Todo termina por ocurrir, tarde o temprano. Somos una raza de pirados. Cualquiera de nosotros es capaz de cualquier cosa, siempre que se den las circunstancias adecuadas. En la sociedad deben existir las frutas prohibidas para que las otras, las buenas, las sanas, puedan rechazarlas, alejarse, no dejarse contaminar. Respirad tranquilos. Los asesinos de 14 años no son la norma. Soy una excepción. Una rareza de las estadísticas. A veces me pregunto qué hicieron los otros dos. I SALINGER 1 Mis padres son un rollo. Cada noche después de cenar se enzarzan en todo tipo de discusiones sobre temas complicadísimos: los banqueros, la crisis, los Estados Unidos, la seguridad mundial, la delincuencia, la pobreza… Me recuerdan uno de aquellos debates de la tele que duran un montón y que son más aburridos que un concierto de zambomba. En serio que no les entiendo. Entre ellos no suelen discutir por nada, pero son capaces de tirarse horas hablando de estas cosas. Hay que ser rarito. De la última discusión no hace tanto. En el telediario acababan de emitir unas imágenes donde se veía a un chaval rubio y alto propinando puñetazos en la cara a un pobre chico mientras ambos viajaban en metro. Un ataque racista sin ningún motivo, dijeron. La víctima era oriental, nacido en Mongolia. Al agresor lo detuvo la policía y el juez le envió a un centro de menores. En las imágenes no se le distinguía la cara porque la llevaba cubierta por una especie de velo transparente. Eso es porque la ley protege a los delincuentes mientras sean menores de edad, me explicó mi madre. Mi padre hizo una mueca de desaprobación. No está de acuerdo en que las cosas ocurran así. Mamá piensa que los menores merecen otra oportunidad, que a los 17 años no hay nada que no tenga arreglo. Mi padre le preguntó de qué bando estaba, ya que defendía a los delincuentes. —De ese pobre chico nunca debe de haberse ocupado nadie. Si lo hubieran hecho, sabría distinguir entre lo que se debe hacer y lo que no, y no se comportaría de ese modo —dijo ella. —¡Anda ya! Un chaval de 17 años sabe muy bien lo que está bien y lo que no, y también sabe lo que se hace. Y al pobre apaleado, ¿quién le defiende, eh? — saltó mi padre. —Todo el mundo, está claro —dijo mamá—. A la víctima siempre la defiende todo el mundo. En nuestra sociedad el que sale mejor parado es el que sabe ir de víctima. Bla, bla, bla. Como siempre. Una lata. Para mamá «ocuparse de mí» —que soy hija única— significa un montón de cosas horribles: no dejarme ir jamás a la escuela con la ropa que me apetece; marearme con mil preguntas cada vez que salgo; quitarme el móvil a las diez de la noche con la excusa de ponerlo a cargar; no dejar que me conecte nunca desde la cama (¡ni siquiera los fines de semana!) o —peor aún— no dejarme tener el ordenador en mi cuarto. Sí, sí, eso es lo peor: tener que hacer los deberes en la cocina solo porque ella quiere «controlar lo que hago» cuando me conecto a Internet; y tener que soportar que de vez en cuando se detenga detrás de mí y mire la pantalla por encima de mi hombro solo para saber si hago algo que no le gusta. ¡Me pone muy nerviosa! —¿Qué quieres que haga, con la cantidad de trabajos que me ponen en el insti? —le pregunto, a ver si se da cuenta—. Además, ya soy mayor, mamá, sé muy bien cuáles son los peligros de Internet. Pero nada, mi madre no es de las que se dejan convencer fácilmente. Es como si no se fiara de mí. ¡Ni siquiera me deja tener Internet en el móvil! ¡Es increíble! Papá me mira apretando los dientes y como dándome la razón, pero él tampoco sabe qué hacer para convencer a mamá. Ninguno de los dos lo sabemos. Una vez mi padre dijo: —No es que mamá no se fíe de ti, Xenia. Es que en Internet existen peligros que ahora no puedes entender y que nos dan miedo. A ambos. —Sé muy bien qué peligros hay en Internet. Ya no soy una niña pequeña. Papá meneaba la cabeza. —Dentro de unos años entenderás nuestro modo de actuar —añadió. —Creo que no os entenderé nunca —susurré yo, y papá se rio. Con papá es fácil reírse. Eso es lo que más me gusta de él. Puedo hablarle de todo, porque nunca se pone nervioso como mamá y porque nunca me trata como si tuviera diez años. No me importa hacerle confidencias a mi padre. Aquella noche, por ejemplo, casi le cuento lo de Marcelo. Me moría de ganas de hacerlo, de decirle cómo todo estaba cambiando de repente y cómo me sentía. Feliz, extraña, distinta. Hacía días que no pensaba en nada más. Si se lo hubiera dicho, seguro que no me habría echado ningún discursito de esos típicos de padres y madres. Pero él se lo habría contado a mamá, y eso sí era un problema. Papá y mamá siempre se lo cuentan todo. Por suerte, supe callar a tiempo. ¿Por suerte? 2 Mamá ya me lo había notado. Mamá siempre lo nota todo, no sé cómo lo hace. «¡Xenia! ¿Quieres hacer el favor de concentrarte en lo que haces? ¡No sé dónde tienes la cabeza!» «¡Xenia! ¿Adónde vas con la basura? ¿Se puede saber en qué estás pensando?» «¡Xenia! ¿Qué haces ahí como un pasmarote? ¿Por qué estás tan despistada?» Tenía razón. Estaba despistada. Mucho. Salía a tirar la basura y me quedaba como hipnotizada en mitad de la escalera, pensando. Me quedaba congelada a medio poner la mesa con una sonrisa bobalicona en los labios y los vasos en la mano, sin saber qué hacer. También comenzaba a temer que cuando llegaran las notas del segundo trimestre, sería un desastre. Últimamente no estaba muy concentrada en los estudios, que dijéramos. Incluso suspendí dos exámenes de matemáticas seguidos. «Da lo mismo, ya lo arreglaré en las recuperaciones», pensé. Y cuando mamá me preguntó cómo me habían ido los controles, yo repuse con un breve: —Bien. —Entonces, ¿nos van a gustar las notas de esta evaluación? —preguntó ella (es una de sus preguntas más típicas). —No sé —dije, con el corazón a mil. Sabía perfectamente que no les gustarían nada. Pero aún me quedaban 27 días de margen antes del desastre. Aquellos días encontraba justificación para cualquier cosa. Cuando mis padres vieran las notas sería horrible, pero de momento vivía en una nube. Siempre había sido buena estudiante, así que no me preocupaba demasiado: ya lo arreglaría. De lo que no quería privarme —¡de ningún modo!— era de vivir aquella montaña rusa de sentimientos que de pronto había aparecido en mi vida. Me estaba pasando algo muy importante. Tal vez tendría consecuencias, pero deberían asumirlas. Yo ya lo había hecho. ¿O tal vez alguien cree que cuando un huracán de fuerza cinco pasa por tu vida deja algo en su lugar? Mi huracán de fuerza cinco se llamaba Marcelo y era un fantasma. Quiero decir que no era —aún— un ser de carne y hueso. Era un ser virtual, que vivía dentro de mi cabeza y de mi ordenador. Le conocí de una manera muy curiosa: gracias a un libro que tomé en préstamo en la biblioteca municipal. Era una recomendación de la profesora de filosofía que servía para subir nota: El guardián entre el centeno, de un tal J. D. Salinger. La bibliotecaria me lo entregó junto a un punto de libro donde se leía: «Comparte tu lectura con otros jóvenes como tú en el fórum lector de nuestra página web». Me pareció buena idea echarle un vistazo. Para ver de qué iba y al menos saber qué opiniones les merecía a los demás. Entré en el fórum aquella misma noche. Husmeé aquí y allá, en busca de opiniones interesantes. Entonces tropecé con esto: ¿Pensáis que un libro puede cambiaros la vida? Yo antes habría dicho que no sin ni siquiera pensarlo. Pero este libro me ha hecho cambiar de opinión. Me lo he leído un montón de veces y cada vez me pregunto cómo se las ingenió el autor, ese Salinger, para escribir exactamente las cosas que yo a veces pienso o siento. Punto por punto, sin olvidar nada. Os prometo que da un poco de miedo. Me gustaría mucho ser amigo del autor para llamarle por teléfono e invitarle a una cerveza. Le diría: «Yo soy el nuevo Holden Caulfield. Un caso perdido, como él. Yo también estoy un poco loco a veces. También estoy convencido de que casi siempre es mejor no contarle nada a nadie, porque la gente nunca te entiende en realidad». También me gustaría hacerle algunas preguntas. Por ejemplo: «¿Ese Caulfield del libro eres tú? ¿Todo eso que cuentas ha ocurrido en realidad? Porque si ha ocurrido comprendería por qué parece tan real. Si no, la verdad es que no sé cómo lo has hecho, tío, en serio». Venga, ya termino. Este libro es una pasada, hacedme caso. Es el único consejo que pienso daros en toda mi vida. Aquel mensaje en el fórum despertó mi curiosidad, y eso que entonces aún no sabía que El guardián entre el centeno es una novela muy famosa, que podría resumirse más o menos así: un tío que está colgado hace un montón de estupideces en Nueva York después de ser expulsado del instituto por holgazán y problemático. Es algo así como la obra maestra de su autor, que también debió de estar un poco colgado, creo yo. Esta novela le hizo rico. Ahora ya está muerto, pero el libro sigue teniendo miles de lectores todos los años. Me lo llevé a la cama y comencé a leerlo. Cuando miré la hora era medianoche y ya iba casi por la mitad. ¡Todo un récord! Estaba en aquella escena en que Holden recibe a Sunny en la habitación del hotel, página 103. ¡Me tenía completamente enganchada! Igual porque era lo más fuerte que había leído hasta entonces. Al día siguiente regresé al fórum virtual de la biblioteca y busqué el comentario que me había inspirado semejante maratón de lectura. En realidad, buscaba el correo electrónico de su autor. Encontré su ficha, con algunos datos. Edad: 17. Instituto: Ricard Salvat. Correo: HoldenCaulfield@… ¡Por supuesto! No podía ser otro. El nombre del protagonista desgraciado, como él había escrito. Sonreí al leerlo. Le comprendí un poco. Escribí un mensaje de inmediato: Hola, caso perdido. Solo te escribo para decirte que gracias a tu recomendación anoche empecé a leer El guardián entre el centeno y estoy superenganchada. Creo, a diferencia de ti, que a mí no me gustaría nada conocer a su autor y aún menos al desastre del protagonista. Me cae bastante mal el Caulfield este y voy ya por la página 103. Y también me da un poco de miedo. ¿Por qué dices que te pareces a él? Ya sé que dices que no merece la pena explicar nada a nadie, pero a mí me gustaría que lo hicieras porque de verdad me interesa saberlo. Espero que me contestes, Holden. Abrazos, Xenia. ¿Verdad que es una manera completamente idiota de comenzar una historia? La vida a veces es completamente idiota. 3 Tardó un poco en responder. Una semana, más o menos. Y cuando lo hizo fue parco en palabras: Hola, Xenia. Qué nombre más bonito, ¿es el tuyo de verdad? ¿Tú no crees que todo el mundo está un poco loco, de una manera u otra? ¿Nunca has hecho ninguna locura? Por cierto, ¿el libro te está gustando? No me queda claro. Si vas por la página 103, todavía te queda lo mejor. Ya verás. Pulsé «responder». Creo que tienes razón. Todos somos un poco menos «normales» de lo que fingimos ser, pero muy pocos se atreven a reconocerlo. El libro me ha gustado mucho. Ya hace días que lo devolví a la biblioteca. Tenía que hacer un trabajo para filosofía (saqué la mejor nota de la clase). Salinger es un tipo misterioso, ¿lo sabías? No le gustaba la fama, no se dejaba fotografiar, escribía pero no quería publicar. No entiendo cómo puede haber gente así. Por cierto, Xenia es mi nombre real. Y tú, ¿cómo te llamas? Yo tengo 16 años y estoy en primero de bachillerato. ¿Tienes móvil? Podemos hablar por Whatsapp, si quieres. Sería más práctico. Enviar. Enviando. Mensaje enviado. Ni diez segundos después, un cling anunciaba la llegada de una respuesta. De nuevo era breve: No tengo móvil. ¿Qué nota sacaste, empollona? Me llamo Marcelo López, y tengo 17 años. No sabía lo de Salinger, gracias por contármelo. Me gusta mucho aprender cosas. Aunque hablar contigo me gusta más aún. Respuesta: Saqué un 10, por supuesto, ¿qué te creías? No es por presumir, pero soy una estudiante bastante brillante. Necesito serlo, porque quiero ser médica y la nota de corte de medicina es altísima. O estudio o frustraré los deseos de toda la familia. ¡Mis padres se mueren por tener una médica en la familia! ¿Los tuyos no te vuelven loco con estas cosas? ¿Por qué envías respuestas tan cortas? ¿Y por qué no tienes móvil? ¿De qué planeta eres? Creo que eres el primer chico de 17 años sin móvil que he conocido EN TODA MI VIDA. ¿A qué esperas para comprarte uno? A mí también me gusta hablar contigo, pero con el móvil lo haríamos mucho mejor que por este sistema antediluviano. Enviar, etcétera. Esta vez no hubo respuesta. Esperé, impaciente, durante un buen rato, hasta que me di cuenta de que se había desconectado, o quizá estaba haciendo otras cosas. O tal vez tenía una madre como la mía, que le decía cuándo hacer las cosas y cómo. Resumiendo: otra víctima inocente de la tiranía materna. Aquella tarde pensé mucho en él. Entré unas cuantas veces al correo para ver si me había contestado. Sin suerte. La respuesta llegó dos días más tarde. No puedo escribir mucho aquí donde estoy. Créeme que lo siento un montón. ¿Podemos continuar así hasta que tenga un móvil? ¿Me podrías decir cómo eres? Me gustaría mucho imaginarte. Le contesté enseguida. Tan concisa como él: ¿Dónde estás? No soy muy buena con las descripciones. ¿Conoces el dicho «Vale más una imagen que mil palabras»? Pues aquí tienes una. Y adjunté una fotografía. Una de finales del curso pasado. No he cambiado apenas. En la foto casi no se me ven los dientes de conejo y todavía llevo el pelo largo. Por eso la elegí. Además, llevaba puesto un jersey negro que me hacía parecer mayor y que tenía un escote sexy. El corazón me iba a mil por hora mientras pensaba que la estaba mirando. La respuesta no se hizo esperar. Xenia, eres preciosa. Pareces mayor de 16. Lo lamento muchísimo, pero yo no tengo ninguna foto para enviarte, aunque intentaré conseguir una. Me siento afortunado desde que hablo contigo. Gracias, gracias de verdad. ¿Habéis pensado alguna vez cuánto tiempo necesitamos para enamorarnos? ¿Un segundo? ¿Cinco minutos? ¿Dos horas? ¿Un día? ¿Una semana? Todas las respuestas son correctas. 4 Soy muy observadora. Me di cuenta, por ejemplo, de que Marcelo solía responder a mis mensajes de cuatro a cinco de la tarde los lunes, miércoles y viernes. Muy de vez en cuando escribía por las mañanas. Nunca en martes, jueves o sábado. Pensé que tal vez me escribía desde su trabajo y que debía de tener problemas para utilizar el ordenador para asuntos personales; por eso sus mensajes eran siempre tan breves, porque no quería buscarse problemas. Cuando conoces a una persona por Internet, todo lo que no sabes de ella tienes que imaginarlo. Por eso te equivocas. Tal vez hablar de todo aquello con alguien me habría ayudado a verlo de otra forma, a darme cuenta de que era una locura. Pero mi única amiga era Sandra y no estábamos pasando por muy buen momento. A mí me parecía que ella estaba muy extraña desde que había empezado a salir con aquel chico universitario, como si él la estuviera cambiando. O puede que la extraña fuera yo, quién sabe. Tal vez me daban un poquito de envidia. El caso es que no le conté nada a nadie. Dos días después de que le enviara la foto, Marcelo me pidió otra. Fui muy dura con él: No te enviaré ninguna más hasta que me mandes una tuya. Funcionó. Cuando recibí un correo electrónico con un documento adjunto, se me dispararon los latidos del corazón. Mamá estaba en la cocina, pero lo abrí de todos modos. No podía esperar ni un segundo. Delante de mí, el trabajo de literatura. Detrás, a punto para esconderla si mamá se acercaba demasiado, la foto que me moría de ganas de mirar. Me lo había imaginado tantas veces que abrí la foto con un miedo terrible. ¿Y si no era como yo pensaba? ¿Y si era horroroso? Durante unos pocos segundos, creo que me olvidé de respirar. A veces la vida se detiene. Solo unos segundos, sin ningún movimiento. Es como si el mundo enmudeciera para subrayar lo que es importante de verdad. Después, todo vuelve a sonar con más fuerza. Mi corazón como un tambor. Pom, pom, pom, pom. En la pantalla, la imagen de un chico de cuerpo entero, vestido como si fuera a practicar judo: pantalones blancos, camisa blanca, cinturón negro. No tenía ni idea de artes marciales, pero pude medio adivinar que aquel color de cinturón significaba que tenía nivel. Era delgado, tenía el pelo oscuro un poco rizado y los ojos… —aproximé la imagen— tal vez azules, o verdes. Parecía bastante alto. Sonreía. Tenía cara de buena persona. A su espalda se distinguían las instalaciones de un gimnasio. Respondí: ¿Haces judo? Esta vez su mensaje no se hizo esperar nada —eran las cinco menos cuarto— y me hizo sonreír: Taekwondo. ¿Sabes lo que es? Más o menos. ¿Eres cinturón negro o solo estaba sucio? ¡Jajajajaja! ¡Muy bueno! Cinturón negro. Primer Dan. ¿Qué es eso de Dan? Un nivel. Significa que soy bueno. Me tendrás que explicar qué has hecho para conseguirlo, ¿de acuerdo? ¿Tal vez cuando nos veamos? Escribí esta frase sin pensar. A veces, todos hacemos algo sin pensar lo suficiente. Incluso la gente más sensata (o que cree serlo). Incluso los más inteligentes. Yo había pensado mucho en lo que dije, claro. Quería tener a Marcelo delante de mí, mirarle a los ojos y sentir su mirada en los míos. Lo deseaba desde antes de ver su foto. Me habría dado lo mismo que fuera feo, un adefesio. Pero ahora que sabía cómo era, aún lo quería con más ganas. Quedar, vernos. Me habría gustado que lo propusiera él, pero como no lo hizo, me decidí. Yo también estoy un poco loca, a veces. Y antes de que tuviera tiempo de contestarme, pensé que había un par de cosas que le quería decir: Oye, me gustas mucho. Quiero decir que tu foto me ha gustado mucho y ha hecho que termine de decidirme. Ya sé que por correo electrónico no puedes escribir demasiado. Además, no es manera. ¿No crees que si quedáramos para tomar algo podríamos hablar de todo? Es un método todavía más antiguo que escribirnos. ¿No te apetece? ¡Venga, di dónde y cuándo! Pulsé «enviar» y nada más hacerlo comencé a arrepentirme de haber sido tan directa. ¿No os ocurre que en ocasiones un sexto sentido, llamémosle intuición, os advierte de que las cosas no van a salir bien? Pues en aquel momento yo sentí a mi sexto sentido emitiendo señales de alarma a máximo volumen. Cling, tienes un correo sin leer. No importa la foto. Yo lo que quiero saber es si te gusto por dentro. Lo importante es invisible a los ojos, ¿lo sabías? De ti me gusta mucho más lo que no se ve, lo que va por dentro. Y eso que me pareces superguapa. No esperaba aquella respuesta. Era como si no hubiera leído nada de lo que yo le había escrito. Peor: era como si echara balones fuera. Contesté: Claro que me gustas por dentro, pero por fuera también. ¿Has leído mis dos correos anteriores? ¿Quieres quedar o no? Soy una impaciente, lo sé. Es un gran defecto que tengo. Mamá siempre lo dice: —Algún día, estas prisas tuyas te darán algún disgusto, Xenia. Tienes que aprender que no se puede querer todo para ya, hija. Todo y ya mismo. ¿Por qué esperar? Esa es mi filosofía de la vida. Ya ha quedado claro que no era la de Marcelo. Su respuesta me sentó como un jarro de agua fría. No quiero. Aún no. Algún día te lo explicaré. Debo de ser una boba, porque aquel mensaje suyo me dio unas ganas terribles de llorar. Marcelo no quería conocerme, no compartía mis prisas, no sentía lo mismo que yo. Entendí que me había equivocado, que había hecho el ridículo. Mi respuesta: Lo comprendo, no te preocupes. Pensaba que yo te gustaba como tú me gustas a mí, pero ya veo que me he precipitado. No pasa nada. Lo siento, no quería que te sintieras mal por mi culpa. Me ha encantado conocerte, Marcelo López. Ya te dejo en paz. Un beso. Enviar. Enviando mensaje. Mensaje enviado. El corazón a mil por hora. Conté los segundos. Fueron 14. Espera. Por favor, espera. Cuatro palabras que no significaban nada. ¿O sí? ¿A qué debía esperar? Eran las cinco. Algo me decía que hasta el día siguiente no recibiría ningún otro correo. Esta vez me equivoqué. Hacia las seis y media entró un nuevo mensaje. Uno largo, que no parecía suyo. Xenia, no te escribo este correo para suplicarte nada. No tengo mucha práctica en esto de suplicar. Pero quiero que sepas que estos días has sido muy importante para mí. Lo más importante de toda mi vida, de hecho. A mí también me gustas mucho, y dicho así creo que es quedarme bastante corto. Nunca había sentido nada igual. Diría que me he enamorado de ti. Todo esto es muy extraño. Pienso en ti desde que me levanto hasta que me voy a dormir. Deseo conocerte más que nada en el mundo, pero ahora eso es imposible. Te quiero. Uf, qué raro es escribirlo. Pero es la pura verdad. Quería que lo supieras. Si quieres desaparecer de mi vida, ahora ya puedes hacerlo. Yo te recordaré siemp El mensaje terminaba así. De repente, a medio escribir una palabra. Como si hubiera sido enviado por error. Esperé un poco, a ver si entraba otro mensaje, pero no. Media hora después le escribí yo. No pienso desaparecer de tu vida. Aunque hay un montón de cosas que no comprendo y que me gustaría preguntarte. Da lo mismo, debe de ser que me gustan los tíos misteriosos. Como Salinger, ¿te acuerdas? No volvió a responder aquella tarde —era miércoles—, ni al día siguiente, ni el viernes. Tampoco durante el fin de semana. No sé cuántas veces consulté el correo durante aquellos días interminables, ni cuántas veces tuve que escuchar de boca de mi madre la misma pregunta: —¿Se puede saber qué te pasa, cariño? No. No se podía saber. Mamá no habría entendido nada. Lo que me pasaba era que echaba de menos a Marcelo más que nunca a nadie. Me sentía ridícula por estar colgada de un fantasma. Me daba miedo que pudiera desaparecer para siempre de mi vida. No entendía cuál era su problema, pero estaba claro que tenía alguno y yo me moría de ganas de ayudarle. No podía hacer nada para evitar lo que me estaba ocurriendo. Solo esperar y esperar. Esperar. He aquí la palabra que más odio de todas las del diccionario. 5 El lunes no pude más. Solo tenía dos pistas minúsculas, pero me bastaban para comenzar. Una era el nombre de su instituto. La otra era la foto. Empecé por lo que parecía más fácil. IES Ricard Salvat. Parada de metro más cercana: Gornal. Línea 8. Tenían jornada intensiva. Perfecto. Así podía ir para allá después de terminar las clases de la mañana y antes de empezar las de la tarde (por fin pude verle alguna ventaja a estudiar en un colegio concertado con clases por las tardes). A mamá le dije que tenía que quedarme a comer en el cole para terminar un trabajo de inglés. Para evitar problemas añadí: —Recuerda que no me puedes llamar, porque en la biblioteca es obligatorio tener el móvil en silencio. (A veces mamá no se acuerda de las normas absurdas de mi colegio y después me echa a mí la bronca porque no contesto cuando me llama. Y encima los profes también me echan la bronca, por lo mismo). Me sentí una persona horrible por colarle a mamá todas estas mentiras, pero la causa merecía la pena. Eso pensaba yo en ese momento. Lo peor de obrar mal no es encontrar el modo de justificarte ante los demás, sino hacerlo ante ti misma. El instituto Ricard Salvat estaba en una calle corta y estrecha, sin tráfico rodado, junto a una escuela de primaria. Llegué hasta allí casi a la hora de la salida de clase. Fui directamente a la secretaría y pregunté por Marcelo López. La mujer que me atendía desde el otro lado de la ventanilla parecía un poco distraída. —¿Quién? —Marcelo López. —¿Es un profesor del centro? —No. Un alumno. —No me suena —dijo—. ¿De qué curso? —Primero de bachillerato. —Déjame comprobarlo. Extrajo una hoja de una carpeta y consultó una lista. Tardó un poco, porque mientras lo hacía tuvo que atender tres veces el teléfono, hacer dos fotocopias y escuchar algo urgente que debía decirle una profesora. Después se volvió hacia mí y me dijo: —No hay ningún alumno que se llame como dices. ¿Estás segura de que estudia aquí? —Claro —repuse. —Espera un momento, le preguntaremos al director. Él seguro que lo sabe. Mientras esperaba, eché un vistazo al pasillo. Estaba lleno de fotografías de esas tan típicas de último curso. Esas en que todo el mundo parece bobo y todos los profesores parecen muy orgullosos. Durante un buen rato busqué a Marcelo en las fotos, convencida de que iba a encontrarle y que le reconocería al momento. A pesar de que nunca nos habíamos visto, creía conocerle muy bien. —¿Eres tú quien me busca? ¿Cómo puedo ayudarte? —preguntó el director. Era un hombre de pelo negro, piel muy blanca, que sonreía todo el rato. Me resultó muy simpático. Le expliqué que buscaba a un alumno del centro. —Marcelo López, de bachillerato. —No es de este instituto —respondió, rotundo, meneando la cabeza. —A lo mejor está en la ESO —me arriesgué, pensando que tal vez Marcelo era repetidor y no se había atrevido a decírmelo. —No, no. Conozco a todos los alumnos. Este no es un centro muy grande. No hay ningún Marcelo López. ¿Puedo preguntarte por qué le buscas aquí? —Me dijo que estudiaba en este centro. El director meneaba la cabeza y fruncía los labios, como si lamentara la situación. Yo no perdía la esperanza. Ya lo dice mamá: a testaruda no me gana nadie. —Es alto, moreno, delgado. Hace taekwondo. Es cinturón negro —dije. —¿Cinturón negro de taekwondo? —saltó—. No, no, seguro que no estudia aquí. Si lo hiciera, yo lo sabría —y entonces bajó la voz, como si me explicara un secreto—: Yo soy cinturón azul. De momento. Le di las gracias. Aún continué un buen rato mirando las fotos de las paredes, como si esperara un milagro. Los milagros no ocurren a menudo. Después, volví al metro. No entendía nada. ¿Por qué Marcelo había puesto en su ficha de la biblioteca que estudiaba en aquel instituto si no era verdad? Seguro que había algún motivo que yo no alcanzaba a comprender. Seguro que si se lo preguntaba me lo explicaría y sus explicaciones harían que lo viera todo claro de nuevo. El problema era preguntárselo. Para hacerlo debía confesarle que le estaba buscando. No era tan fácil. Aquel día no comí. En parte, porque no me quedó tiempo. Cuando llegué al cole, después de mi excursión, el comedor ya estaba cerrado y solo quedaban 20 minutos para que comenzaran las clases de la tarde. Por la noche, mamá me preguntó qué había de menú ese día en el comedor. Me lo tuve que inventar: —Lentejas, pollo y fruta —respondí, sin vacilar ni un segundo. Mamá no sospechó nada. 6 Me quedaba otro lugar donde buscar a Marcelo. Esta vez fue un poco más complicado. Solo tenía aquella foto del gimnasio que me había enviado. Al fondo se veía una especie de grada, a un par de personas y un pedazo de muro con un rótulo que no se leía del todo. La parte visible eran solo tres letras: «m Chi». No mucho, la verdad. Las búsquedas por Internet que hice en los dos días siguientes no me sirvieron de nada. En toda Barcelona no había ningún gimnasio de artes marciales llamado «m Chi». O yo no supe encontrarlo, por lo menos. No sé cómo, pero terminé en una página que contaba un montón de cosas del taekwondo. Desde su origen en Corea del Sur hace poco más de cincuenta años hasta su filosofía, basada en tres principios muy importantes: la cortesía o Ye Ui; la constancia —In Nae—, y la integridad, que en coreano se dice Yam Chi. —¿Qué haces, Xenia? ¿Qué escribes? —preguntó mamá, apareciendo de repente detrás de mí, justo en el momento en que yo acababa de hacer el gran descubrimiento. —Nada. Un trabajo para la clase de educación física. —¿Un trabajo sobre qué? —preguntó ella, mientras batía los huevos. —Filosofía de las artes marciales —repuse. —Ah, mira… Mamá dijo «ah, mira». Si hubiera dicho «qué interesante» o «qué divertido», habría sido mucho peor, porque entonces habría venido a curiosear. Pero aquella respuesta significaba que mi trabajo sobre artes marciales en realidad no le interesaba demasiado. Perfecto. Mientras vigilaba a mi madre por el rabillo del ojo, volví a ejecutar la búsqueda y esta vez escribí bien la palabra misteriosa: «Gimnasio + Artes marciales + Yom Chi». A lo mejor tenía un poco de suerte y mi intuición era correcta. Aparecieron unos cuantos resultados, con fotos y direcciones. Mamá acababa de echar los huevos en la sartén. Esto significaba que en unos cinco segundos pronunciaría la misma frase de siempre. No falla nunca. Cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno… —¡A poner la mesa! ¡La cena ya está lista! Y a continuación papá diría: —Xenia, apaga el ordenador y ayúdame a poner la mesa. Apagué el ordenador. Después de cenar no me dejan volver a utilizarlo. Mis padres son muy estrictos con la hora de acostarse porque… —Las horas de sueño son superimportantes, Xenia. Durante la noche el cerebro recupera todas las energías que gasta a lo largo del día. Si no duermes, no rendirás. Mientras cenábamos me acordé de algo terrible: había estado tan obsesionada con encontrar el gimnasio que no había revisado el correo electrónico. ¿Cómo era posible? ¡Qué idiota, qué idiota, qué idiota! ¿Y si Marcelo había contestado? Me había obcecado con mis investigaciones detectivescas y había olvidado lo más importante. —Necesito mirar una cosa en el ordenador. Es muy urgente —dije, masticando tranquilamente el revuelto de calabacín. Mis padres hicieron una mueca de desaprobación. —Será solo un momento —insistí, para convencerles. No sé ni para qué lo intento. Mi madre jamás cambia una norma si piensa que es importante. Meneó la cabeza a ambos lados antes de decir: —Has tenido un buen rato para mirarlo antes de cenar. Ya sabes que cuando es no, es no. Y punto. No pienso discutir contigo. Si hago una lista de las diez frases más odiosas que dice mi madre, estas dos ocuparían los dos primeros puestos: «Cuando es no, es no» y «No pienso discutir contigo». Aunque, ahora que lo pienso, tal vez las frases más odiosas deberían ser 15. O 20. O… Estuve un poco enfurruñada hasta la hora de irme a la cama. Cinco minutos antes de las diez y media (no falla) mi padre dijo: —Xenia, a la cama. ¿Conocéis a alguien de 17 años que tenga que irse a dormir a las diez y media? Pues ya sí. Yo. Las horas de descanso son muy importantes, pero mamá no tiene en cuenta que a veces hay cosas que te quitan el sueño. Aquella noche di vueltas y más vueltas en la cama. No podía quitarme de la cabeza lo que había pasado: el instituto donde no sabían ni rastro de Marcelo, el gimnasio de artes marciales, el correo electrónico que tal vez estaba esperando en mi bandeja de entrada… Si hubiera tenido mi móvil a mano, habría sabido que no era la única que no podía dormir. Sandra también estaba preocupada, pero por un motivo muy diferente. Si hubiera tenido mi móvil habría visto su mensaje, enviado a las once menos diez. Todavía estoy estudiando pero creo que no me sé nada. ¿Tú cómo lo llevas? ¿No crees que alguien debería hacerle un favor a la humanidad y prohibir la filosofía? Mejor no haberlo visto, ahora que lo pienso. 7 Vi el mensaje de Sandra cuando ya estaba en el coche con papá, camino del colegio. El examen era a primera hora. Fue el más desastroso de mi vida. Dos preguntas: 1) Diferencias entre las teorías evolucionistas de Darwin y Lamarck. 2) Relaciona y analiza los conceptos de libertad y responsabilidad. La primera todavía me sonaba un poco, pero de la segunda no tenía ni idea. Me quedé completamente en blanco. Un auténtico desastre. Sin embargo, más me valía no pensar en ello, porque tenía cosas que hacer. Le dije a mamá que todavía no habíamos acabado el trabajo de inglés y que me quedaba a comer otra vez en el cole. —Está bien, así aprovecho para ir a la peluquería —dijo ella, muy práctica. Al acabar las clases entré en el aula de informática. Ya era jueves, y los jueves nos dejan usar los ordenadores. Primero corrí a abrir mi correo electrónico. Tenía un mensaje. Marcelo lo había enviado el día anterior, a las 16:23. Tan corto como de costumbre. Perdona que haya desaparecido tantos días. No me he podido conectar. Te he echado de menos. Pulsé el botón «Responder». Yo también. Estaba preocupada por ti. ¿Te ha pasado algo? No quería explicarle nada de lo que estaba planeando. Estaba nerviosa cuando cerré el correo y abrí el buscador. Como una niña a punto de hacer algo prohibido. Escribí de nuevo los criterios de búsqueda del gimnasio: «Gimnasio + Artes marciales + Yom Chi» y pulsé el icono de la lupa. Buscar. Más de 14.000 resultados. Sin embargo, el que yo quería estaba en primera posición: «Escuela de Artes Marciales Yom Chi. Judo, Aikido, Jiu-Jitsu, Karate, Taekwondo. ¿Dónde estamos? ¿Quiénes somos? Conoce a nuestros profesores». Fue lo más fácil del mundo. Di un paseo virtual bastante entretenido. Me sorprendió encontrar a Marcelo entre las fotos de los maestros. Además, ¡qué casualidad!, la foto de la web era la misma que él me había enviado, la única que yo conocía: Marcelo con pantalones blancos, camisa blanca y cinturón negro, de pie y de cuerpo entero. Al pie, leí: Marcelo López, cinturón negro, primer Dan. Profesor de la escuela infantil de Taekwondo (6-10 años). Sonreí. No me había dicho que diera clases a niños pequeños. Me hizo gracia. Pulsé en la pestaña «Dónde estamos». Apunté la dirección: El Prat del Llobregat, Avenida Once de Septiembre. Con un poco de suerte, podría estar allí antes de una hora. Seguí las instrucciones que facilitaba la misma página, en el apartado: «Cómo llegar». Tenía que ir hasta la estación de Paseo de Gracia y subir al cercanías (dirección Sant Vicenç de Calders o Vilanova i la Geltrú). Me apunté todo, para no olvidarme de nada. Calculé cuánto tardaba el tren y me di cuenta de que quizá no llegaría a tiempo para las clases de la tarde. Me daba lo mismo. Ya pondría cualquier excusa. De todas maneras, el trimestre empezaba a estar perdido sin remedio. Faltaban once días para las notas. Once días antes de que explotase la bomba atómica en mi casa. Apagué el ordenador. Las puertas del colegio todavía estaban abiertas. Para no levantar sospechas, no había comprado el ticket del comedor. Salí sin que nadie se fijara en mí, directa hacia el metro. Cinco estaciones sin trasbordo, hasta Paseo de Gracia. Un tren en dirección a Sant Vicenç de Calders. 16 minutos de viaje. Nunca había estado en El Prat del Llobregat, excepto alguna vez de paso para ir al aeropuerto. Pregunté dónde quedaba la calle que estaba buscando. No estaba cerca de la estación. —¿Conoces la zona de las 801 viviendas? —me preguntó la señora que me daba indicaciones. Dije que no y me dio un montón de instrucciones para llegar hasta allí. Tenía que tomar dos autobuses urbanos. Era complicado. Preferí ir a pie, caminando deprisa. Creo que atravesé toda la ciudad, antes de encontrar la Avenida Once de Septiembre. Fue como una gran aventura. No parecía un barrio muy seguro. Tenía la impresión de que todo el mundo me miraba, como si supieran que no era de allí y me estuvieran vigilando. El gimnasio estaba cerrado, pero en la puerta había un cartel que indicaba el horario: de 16:00 a 23:00. Solo faltaba esperar. Esperar. Otra vez. ¿Os habéis parado a contar cuánto tiempo perdemos en nuestra vida solo esperando algo? Entré en un bar y me gasté el dinero de la comida en un bocadillo y un refresco. La gente que había allí —unos seis o sietes hombres mayores— me miraban con curiosidad. En la tele daban noticias deportivas. Simulé que las miraba mientras pensaba, con emoción, que quizá estaba a punto de conocer al amor de mi vida. El bocadillo ni lo probé. 8 Un señor mayor y bajito abrió el gimnasio a las cuatro en punto. Fui hacia allí enseguida. La puerta se abrió con un campanilleo de lo más alegre. Encontré al hombre trasteando tras el mostrador del vestíbulo. —Estoy buscando a Marcelo López —anuncié, con un hilo de voz, temiendo una respuesta desagradable. —¿Marcelo? Suele llegar hacia las cuatro y media —dijo el hombre, mientras ordenaba las llaves y encendía las luces—. ¿Es para una inscripción? En esta época no admitimos nuevos alumnos. —No, no, no quiero inscribirme —repuse. —Ah, muy bien. —¿Podría esperarle por aquí? —casi no me salían las palabras. Asintió con la cabeza y desapareció dentro de una habitación que parecía un despacho. No podía cree que le había encontrado. Estaba a punto de conocerle. Se iba a llevar una sorpresa impresionante. ¿Qué haría al verme? ¿Cuáles serían sus primeras palabras de viva voz? ¿Qué haría yo en su lugar? Lo mejor era que por fin íbamos a poder hablar sin tropiezos. Tal vez podría salir un momento para tomar algo conmigo en el bar de enfrente. No era un lugar muy romántico pero no importaba. A su lado incluso un vertedero me parecería romántico. ¡Teníamos un montón de cosas que contarnos! Me entretuve un poco mirando los trofeos expuestos en una vitrina. Reparé en que Marcelo había ganado un par de ellos; llevaban su nombre gravado en la plaquita dorada. En las fotos también salía junto a sus alumnos, los pequeños taekwondistas, todos vestidos de uniforme. Incluso leí un recorte de periódico, enmarcado junto a la vitrina, donde decía: «El taekwondo de El Prat sube de categoría». En la foto aparecía Marcelo junto al señor bajito y viejo que me había abierto la puerta. Pensé que aquel señor debía de ser el dueño del gimnasio. Nunca media hora ha transcurrido más despacio. Se me hizo eterna. Cada vez que escuchaba pasos o voces en la calle se me aceleraba el corazón. No podía dejar de mirar a la puerta. Tenía las manos heladas, la boca seca y las emociones hechas un lío. A ratos pensaba que Marcelo no aparecería y a ratos que ya estaba allí. El amor nos vuelve idiotas. Unos cabeza de chorlito que no piensan bien ni se dan cuenta de nada. El problema es que nadie se percata de ello mientras le pasa. De pronto se abrió la puerta. Era él. Más alto de lo que había imaginado, con el pelo un poco más corto que en la foto. Tenía los ojos verdes y parecía algo mayor. El corazón me latía con tanta fuerza que no podía decir nada. No importaba mucho, de todos modos. ¿Para qué necesitaba las palabras en un momento así? En cuanto me viera me reconocería. No había cambiado tanto desde aquella foto del curso pasado que le envié. Llevaba el pelo un poco más corto ahora, eso sí. Traté de que no se me vieran los dientes de conejo. Estaba segura de que se volvería loco de la sorpresa. No podía ni imaginar qué haría. Así pues, me planté en mitad del vestíbulo y me quedé mirándole muy fijamente. Me moría de ganas de que me mirara. ¡Estaba hecha un manojo de nervios! He aquí uno de esos momentos en que el mundo se ralentiza. Un par de pupilas verdes que de pronto se mueven y se clavan en ti. Un corazón que se detiene porque por fin ha llegado aquello que tanto deseaba. El silencio del mundo mientras espera que ocurra algo. Las pupilas que pasan de largo, como si no hubieran visto nada, como si no me reconocieran. Y yo que pienso: «No puede ser. No me ha visto». Y digo: —¿Hola? ¿Marcelo? Entonces él se detiene otra vez y esta vez me mira mejor, con más atención. «Ahora sí me ha reconocido», pienso. «A ver qué hace». En su frente aparecen un par de arrugas. Se acerca a mí. Sus pupilas de color verde claro muy fijas en las mías. Pienso que igual me besará. El corazón a mil. Entonces dice algo incomprensible: —Hola. ¿Nos conocemos? No entiendo nada. ¡Es él! ¿Qué le pasa? ¿Por qué finge que no sabe quién…? —Soy Xenia —digo, tan emocionada aún que casi me cuesta trabajo respirar. —¿Xenia? —hace como que piensa, con una sonrisa encantadora e inquietante en los labios. Desde que ha entrado me he fijado en que tiene unos labios preciosos, que me dan ganas de…—. Perdona, tía, me he quedado en blanco. ¿De qué nos conocemos exactamente? —¿Salinger? —digo yo, no sé por qué. Tal vez porque creo que pronunciar en voz alta el nombre del escritor raro romperá el maleficio y le devolverá la memoria. Los recuerdos de cómo empezó esta historia pequeña y un poco ridícula, como todas. Pero él pone cara de sorpresa. —¿Cómo? ¿Qué has dicho? —pregunta, y ahora las arrugas de su frente me parecen feas. Nunca dos preguntas más inocentes me han hecho más daño. Los ojos se me llenan de lágrimas y siento como si todo el universo se cubriera de pronto de una niebla oscura, espesa, pegajosa. Una niebla de la que quiero escapar pero no puedo. A pesar de todo, me salen de dentro unas palabras que no parecen mías: —Nada. Entiendo que lo mejor que puedo hacer es marcharme. Camino hacia la puerta, la abro. Ahora el campanilleo ya no me parece alegre en absoluto. Oigo la voz de Marcelo que trata de detenerme: —Espera. No te vayas. Pero yo no quiero escucharle. Echo a correr por la calle, hasta una parada de autobús. Por desgracia no viene ninguno en este momento. Esperaré y me subiré al primero que pase. Vaya donde vaya estará bien. No quiero que nadie me vea llorar. No entiendo nada de lo que ocurre. Nada es como yo lo había imaginado, como yo quería que fuera. Los hombres del bar han salido a la calle y me miran con más curiosidad que antes. Seguro que piensan que soy una chica muy extraña. Mientras me esfuerzo como nunca por no llorar, me doy cuenta de que el bar se llama Carmen. Un nombre de mujer para un bar lleno de hombres. Qué curioso. 9 —¡Espera! ¡Xenia, espera un momento! La voz de Marcelo me persigue. No estoy soñando. Es él. Pero al mismo tiempo no lo es. Por fuera y por dentro. Fue él quien me dijo que lo importante es cómo somos por dentro, no por fuera. ¿Puede ser que tenga algo que ver con todo esto? No soy capaz de pensar con claridad. Pero a la vez algún instinto me avisa del desastre. Se detiene delante de mí con las manos en la cintura. Ahora veo algo en él que me desagrada. —¿Me lo puedes explicar? —pregunta—. ¿De qué va todo esto, tía? No me gusta cómo me habla. No me gusta nada de lo que está pasando. —Me han engañado. He estado hablando con alguien que se ha hecho pasar por ti —le digo—. Me enviaron tu foto, la que sale en la web del gimnasio. Evidentemente no eras tú. Lo siento. Me cuesta estar delante de él y no ponerme nerviosa a pesar de que sé que él no es él. ¿Qué somos las personas, más allá de lo que se ve por fuera? ¿De qué nos enamoramos cuando nos enamoramos? —Te han engañado… ¿cómo? —Por Internet. —¿Por Internet? ¿Lo dices en serio? No me apetece dar explicaciones. —Ya ves —digo. —Vaya, tía, parecías más lista. ¿Te has dejado tomar el pelo por Internet? ¿No habrás dado los datos de tus tarjetas de crédito o algo así? Esta conversación no me gusta. Me quiero ir. —Por supuesto que no. —¿Y cómo se te ocurre? ¿No sabes que es peligroso hablar con cualquiera por Internet? Te mereces que te hayan engañado, por boba. Lo último que necesito es que este Marcelo de pacotilla me eche un sermón. —Gracias por los ánimos. Tengo que irme —digo. Me pongo nerviosa. Nunca ha existido verdad más grande: tengo que irme. No quiero estar aquí ni un segundo más. Por el rabillo del ojo me parece que veo venir un autobús. Me fijo bien: sí. Viene uno. —Igual podríamos quedar otro día —dice él, y me agarra por el brazo. —Mejor no. —Cuando se te pase el enfado, ¿vale? ¿Tienes un boli? Te apunto mi teléfono en la mano y me llamas cuando te apetezca. Se ha dado cuenta de que se acerca un autobús. ¡No pienso apuntarme nada en la mano! Y aún menos, llamarle. Tan solo hace cinco minutos que hablamos y ya me cae fatal. —Esto… —busca en sus bolsillos—. ¿Tienes un boli, tía? —No me llames tía. Llevo el estuche del colegio lleno de bolis, pero no pienso sacar ninguno. El autobús ya está aquí. Se detiene. —Me voy —repito. —¿No quieres mi teléfono? —pregunta, con tono de sorpresa, como si todo el mundo quisiera su teléfono. Debe de estar acostumbrado a que todas las chicas le persigan. El muy presumido. —Otro día —digo, y me voy. Pero él viene detrás de mí. Qué pesado. Por un instante temo que suba al autobús y no me deje en paz. Ya se han abierto las puertas cuando pregunta: —¿Qué es eso de challenger que has dicho antes? —¿Challenger? —Sí. Lo has dicho tú. —Chall… ¡Ah! ¡Salinger! He dicho Salinger. —Vale. ¿Y eso qué es? —Un escritor. —Ah —parece decepcionado—. No lo conozco. —Ya se nota. Se cierran las puertas. Estoy salvada. Él se ha quedado abajo, con esa cara de idiota. Ahora por fin se da cuenta de que no me apuntaré su teléfono. Qué le vamos a hacer, la vida es dura. O quizá ahora ha entendido lo que le acabo de decir, y por eso frunce el ceño. Comienza a gritar. Se pone colorado y se le marcan las venas del cuello. Cierro los ojos para no verle, pero le escucho todavía un rato más mientras el autobús se aleja calle abajo. Sus gritos desafinados me persiguen, como en una pesadilla, cada vez más fuertes. —¿Qué quieres decir? ¿Qué quieres decir con que se nota? ¿Quién te crees que eres para hablarme así, estúpida? ¡Creída de mierda! ¡Imbécil! Pero yo ya no estoy allí. Mientras me alejo miro el barrio, su gente, los niños por la calle. Creo que no volveré nunca. 10 Aquel no fue precisamente el mejor día de mi vida. No tenía ganas de cenar, pero lo hice para que papá y mamá no se preocuparan. Me costó mucho tragar la crema de verduras y las dos salchichas de pollo. —¿No tienes hambre, cariño? —me preguntó mi madre, con una dulzura que aún me hizo sentir más culpable. Les había mentido. Iba a sacar unas notas horribles. Me sentía fatal. —Es que no me encuentro bien —dije (y era verdad). Mamá me puso la mano en la frente, chasqueó la lengua y le dijo a papá: —Esta niña tiene décimas. No valoramos lo que tenemos hasta que lo ponemos en peligro. A veces, hasta que lo hemos perdido del todo. Es una de aquellas cosas que demuestran que las personas no somos tan inteligentes como pensamos. Aquella noche, cuanto más cuidaba mi madre de mí, más culpable me sentía. Nunca antes le había dicho una sola mentira y ahora me arrepentía mucho. Debía hacer algo y cuanto antes, mejor. Pero, ¿qué? ¿Cómo? —Vete a dormir, reina. Tal vez mañana tendrías que quedarte en casa para que se te pase lo que sea que tengas —un beso en la frente, una sonrisa comprensiva, tierna. Me metí en la cama, pero no pude conciliar el sueño. Solo pensaba y pensaba. ¿Cómo, qué, cuándo? Y me arrepentía de haber sido tan idiota. ¿Acaso no sabía que en Internet la gente miente? ¿Quién sería en realidad el imbécil que se había hecho pasar por Marcelo, el patético? Alguien todavía más patético, seguro. ¿Y por qué razón? ¿Qué quería? ¿Qué perseguía con nuestra relación a través del correo? Piensa, piensa, piensa…Cerré los ojos cuando vi una rendija de luz bajo la puerta y escuché al otro lado la voz de mis padres. Eran más de las once y media. Ya llevaba más de dos horas dando vueltas en la cama. Mamá entró en mi cuarto, me tapó con el edredón, repitió de nuevo aquel movimiento que en realidad era un recordatorio de mi infancia: su mano en mi frente. Me dio un beso donde antes había puesto la mano. Murmuró muy bajito: —Que descanses, cariño. Mañana te quedas en casa. Llamaré al colegio y les diré que estás resfriada. Abrí los ojos para responder: —Gracias, mamá. Mi madre no podía ni llegar a sospechar por cuántas cosas le estaba dando las gracias. —Buenas noches, hija. —Buenas noches, mamá. Y la puerta se cerró despacio, como si fuera el telón que cae al final de una obra de teatro. 11 De: Xenia Buch Para: HoldenCaulfield Asunto: Mentira Querido Comotellames: No mereces que te escriba. Aun así, voy a hacerlo. No soy del tipo de persona que se va sin dar explicaciones. Ya te aviso que, sin embargo, mis explicaciones no te van a gustar. Si quieres parar de leer aquí, todavía estás a tiempo. Todo es mentira. No vas al Instituto Ricard Salvat. Allí no conocen a ningún Marcelo López. No hay ninguno en toda la secundaria, ni tampoco en bachillerato. En cambio, en el gimnasio Yom Chi sí que saben quién eres. El problema es que no eres tú. Marcelo López es un idiota que nunca ha oído hablar de Salinger ni creo que haya abierto un libro en toda su vida. Si quieres sabes cómo lo sé, te lo contaré: fui a buscarte. Necesitaba conocerte. Estaba loca por ti. No podía aguantar ni cinco minutos más sin mirarte a los ojos. Mirarte a los ojos. Tengo una curiosidad. ¿Es fácil para ti decir mentiras? Supongo que eso depende de la persona que te escucha, ¿verdad? Hay gente que se lo cree todo, como yo. He sido una imbécil. Me lo he tragado sin dudar ni un momento. Estaba enamorada. Dicen que cuando estás enamorado es como si te hubieras vuelto un poco loco. No ves las cosas como son, sino como te gustaría que fueran. Estaba en las nubes, y me he caído de golpe. Te pregunto eso de las mentiras porque yo jamás había dicho una. Jamás se me había ocurrido mentir a mis padres. Bueno, en realidad, todos decimos pequeñas mentiras de vez en cuando, ¿verdad? Cuando tu madre sale con un vestido nuevo que le queda fatal y tú le dices que está muy guapa es una mentira. Dicen que nadie podría vivir escuchando toda la verdad. Pero yo no hablo de eso. Hablo de mentiras serias. Cosas importantes. Por ejemplo: decir que tienes que hacer un trabajo para poder conectarte a Internet y correr como una posesa a revisar el correo electrónico. Por ejemplo: decir que te has quedado a comer en el colegio cuando no lo has hecho. Por ejemplo: decir que un examen te ha ido bien cuando ha sido un completo desastre. Por tu culpa, todo ha sido un completo desastre. No, no, perdona. Corrijo: la culpa es solo mía. Jamás tendría que haberte creído, nunca tendría que haber aceptado hablar contigo a través del correo electrónico. ¡Si es que se ve a la legua que escondes algo! No sé cómo no me di cuenta antes. El amor te pone una venda en los ojos. Encima, no sé qué hago escribiéndote una carta tan larga. No espero respuesta. No quiero que me respondas. ¿Para qué? ¿Para que me envíes dos líneas, como siempre? No, gracias. Ahórrate las explicaciones. Y el resto, también. Supongo que sigo escribiendo porque no te he dicho lo único que quería decirte: TE ODIO. Eres la peor persona que he conocido jamás. Me has partido el corazón en mil pedazos. De eso sí que tienes toda la culpa. Tú y tus mentiras. Y ahora ya me puedo despedir. Adiós, Comotellames. Hasta nunca. Xenia Buch 12 Volví a clase al día siguiente. Justo a tiempo de que me dieran las notas del examen de filosofía. Un uno y medio. Mi récord absoluto (¡y estoy hablando de toda mi vida!). —¿Qué ha pasado, Xenia? ¿Por qué te ha ido tan mal? —me preguntó el profesor al entregarme el examen. —He pasado unos días un poco distraída —contesté—, pero ahora voy a corregirlo. —Más te vale —dijo él, mientras continuaba repartiendo pruebas entre los alumnos. También batí el récord de la clase: ninguna nota era más baja que la mía. Nunca antes me había ocurrido. Qué vergüenza. Ni siquiera Sandra se lo podía creer. Aquella tarde continué con los planes que me había trazado. Nada más llegar a casa, entré en la habitación de mis padres y les anuncié: —Tengo que hablar con vosotros. La cara de mamá era todo un poema cuando me preguntó: —¿Pasa algo, hija? —Tengo que deciros una cosa —repuse yo, más seria que nunca. Se sentaron en la cama, uno al lado del otro, frente a mí. Yo me senté en una silla. Me pareció que estaban asustados. Como si fuera a echarles una bronca o algo así. Era como si hubiéramos cambiado los papeles. —Habla de una vez, Xenia, por amor de Dios —dijo mamá. —Mañana me darán las notas de esta evaluación —expliqué—. Serán un desastre. Las peores notas de mi vida. Quería que lo supierais antes. Lo siento mucho, de verdad. Se miraron, me miraron. Estaban en silencio, como si esperaran algo más. Algo peor de lo que acababan de escuchar. Proseguí: —Supongo que queréis saber qué me ha ocurrido, ¿verdad? —los dos asintieron con la cabeza y yo fui directa al grano—: Me he pasado los últimos 35 días pensando en otra cosa y no he estado por lo importante. Y también os he mentido —ahora empezaba la parte más difícil—. Os dije que me quedaba en el comedor y no era verdad. —¿Y por qué, cariño? —preguntó mamá, en un tono tan neutro que costaba de creer. —Me enamoré. O me colgué de alguien. Por Internet. He estado semanas sin poder pensar en nada. Hablar en pasado me sentaba bien. Hablaba como si todo estuviera olvidado. ¿A quién pretendía engañar? Los dos fruncieron los labios al mismo tiempo. Mira que me lo habían dicho veces, mira que habíamos hablado de los peligros de Internet, mira que me habían advertido que… Y yo parecía tan sensata, parecía que me daba cuenta de todo. Ahora repararían en que tenían una hija tan mema como todas las demás, una hija de quien no puedes fiarte. Sabía perfectamente todo lo que iban a decirme incluso antes de que abrieran la boca. Supongo que a todos los hijos les pasa lo mismo con sus padres, ¿no? Los conoces desde hace tanto que puedes prever lo que van a hacer a cada momento. Sin embargo no pasó nada de nada. Y eso que se lo conté todo: cómo había conocido a Marcelo (o como se llamara), cómo habíamos hablado durante semanas a través del correo electrónico y cómo de pronto decidí buscarle. Les hablé del instituto, del gimnasio, e incluso de la carta final. Y llegué a mis propias conclusiones, que también les conté: —Me siento la más imbécil del universo. Sabía que algo así podía pasar, pero pensaba que a mí no. —Eso mismo es lo que suele pensar todo el mundo —dijo papá. Cuando hube terminado, permanecieron un rato más en silencio —el mundo a la espera—, se miraron de nuevo y entonces mamá volvió al principio. —¿Cómo piensas arreglar lo de las notas? —Estudiaré mucho. Aún me quedan las recuperaciones. Puedo hacerlo. —Te juegas mucho, ya lo sabes —dijo ella. —Sí. Todavía faltaba su conclusión; lo sabía de sobra. Estaba preparada para recibir mi sermón, el que me merecía. En lugar de eso, mamá preguntó: —¿Estás bien, cariño? Cariño. Mamá solo me llama «cariño» cuando todo va bien, jamás si está enfadada. ¿Por qué lo decía en aquel momento? ¿No estaba enfadada conmigo? ¿Cómo estaba, exactamente? —Sí —mentí. Por dentro estaba deshecha, pero algo me decía que mamá ya lo imaginaba. —Te podría haber pasado algo horrible de verdad —dijo. —Ya lo sé —aunque pensé: «Ya me ha pasado algo horrible de verdad, mamá, me han roto el corazón». —Has sido muy valiente y muy noble al contárnoslo todo de esta manera. Y el resto… —hizo una pausa, arqueó las cejas—. Bueno, tendrás que estudiar mucho. Tú te lo has buscado. —Sí. —Pues ya está. Creo que has aprendido una buena lección, ¿no es cierto? —Sí. —A ver si es verdad. Mamá se levantó. Papá hizo lo mismo. Estaban muy serios, como cuando vuelves de un entierro o de un día muy duro en el trabajo. Todo era muy raro. —Venga, pongámonos cómodos. Hay que hacer la cena —dijo papá, más o menos como lo habría dicho cualquier otro día. Entonces era cierto que ya estaba todo, que la conversación se había terminado. No habría sermón. Nada de «ya te lo dije yo…». Ninguna escena. Tengo unos padres del todo imprevisibles. —Gracias —dije, antes de salir de la habitación. —¿Gracias por qué? —preguntó papá. —Por no hacerme sentir peor aún. 13 En el mundo hay científicos dispuestos a estudiar cualquier chorrada. Por ejemplo: cuánto duran los síntomas de un enamoramiento. Cuánto tiempo tardas en volver a ser tú misma, dejar de obsesionarte, pensar con normalidad, ocuparte de tus obligaciones, ser la que eras antes. Da igual que tú quieras olvidar a una persona, o que te maldigas por seguir pensando en él a pesar de todo. Los síntomas no te preguntan qué quieres hacer. Duran lo mismo tanto si los quieres tener como si no. Esa grave enfermedad que se llama «amor» dura tres meses, aseguran los científicos. También dicen que se va sin dejar rastro. Yo no estoy de acuerdo. Cuando un huracán de fuerza cinco pasa por tu vida, no deja nada donde estaba. Yo sabía que había cambiado. Ahora no era tan inocente. Se me habían pasado las ganas de conocer a nadie más. Lo último que quería en mi vida era volver a enamorarme. Me había vuelto un poco más antipática, un poco más desconfiada. Supongo que había comenzado a hacerme mayor. Con Sandra las cosas seguían igual. O incluso un poco peor, porque ahora yo me encerraba en mí misma todavía más que antes. Y ella y su novio me daban todavía más envidia. Me costó mucho recuperar la nota de filosofía. Un uno y medio es como estar en el último lugar de la parrilla de salida; todo juega en tu contra. Es un desastre y aunque haga promedio con un diez, todavía continúa siendo un desastre. Preparé tres trabajos voluntarios que me hicieron ganar medio punto cada uno. Pero hasta que no me presenté en junio para subir nota —de todo el curso—, no lo conseguí del todo. Al final, saqué un 7,75 y me quedó un 8. No está mal del todo, dadas las circunstancias. La pregunta sobre la responsabilidad y la libertad volvió a salir en el examen de junio. Responsabilidad: capacidad de responder de algo o garantizar el cumplimiento de un deber. Libertad: lo que disfruta el que no está sujeto a ningún poder ajeno o autoridad arbitraria ni está constreñido por ninguna obligación, deber o disciplina. La libertad debería acabar en el mismo punto donde la responsabilidad comienza. Puse ejemplos de El guardián entre el centeno, la novela de J. D. Salinger. El momento en que su profesor le dice al protagonista que la vida es un juego que debe jugarse según las reglas. Y concluí que, en el fondo, todo lo que hacemos se podría resumir en un tira y afloja entre la libertad y la responsabilidad. —Enhorabuena, Xenia. Te despistaste un poco a mitad de curso, pero ya veo que has hecho un esfuerzo considerable y lo has superado —me dijo el profesor de filosofía el día que fui a recoger las notas. «No lo he superado», pensé. «Sigo pensando en él cada día. Cada hora». Era mi secreto. Habían transcurrido tres meses, pero los síntomas de la enfermedad del amor no se me pasaban. ¡Y mira que lo deseaba! Lo deseaba con todas mis fuerzas: quitarme de la cabeza a esa mala persona. Como fuera. Los científicos no dicen nada de qué hay que hacer para quitarse cosas de la cabeza. Ojalá la memoria se pudiera borrar, dejarla como nueva, configurarla por completo, como hacemos con los ordenadores. —¡Ah, Xenia! —me llamó el de filosofía cuando ya me iba—. Me han pedido que pases un momento por secretaría. Creo que tienen algo para ti —resopló—. Casi me olvido. Pasé por secretaría antes de irme a casa. Hacía calor. Había decidido ir a la playa. Le había preguntado a Sandra si quería venir conmigo, pero no estaba convencida. Si venía, a lo mejor tendríamos la oportunidad de hablar un rato. Por si acaso me llevaría un libro, aunque de un tiempo a esta parte me costaba concentrarme. También me llevaría los auriculares, por si prefería escuchar música. La encargada de la secretaría me hizo pasar al despacho del director. Todo aquello era desconcertante. ¿Había ocurrido algo? El director sonreía. Eso me tranquilizó. —Ha llegado un paquete para ti, Xenia —me dijo. —¿Cómo?, ¿un paquete aquí? —Sí, ya sé que es un poco raro. Quizá sea un error. He preferido dártelo aquí, en mano y discretamente, por si lo quieres abrir antes de llevártelo. Lo envían desde una prisión de menores. —¿Una prisión? —Bueno, de Can Salvà, en Barcelona. ¿Sabes qué es? —No. —Es un reformatorio. Una cárcel para delincuentes menores de edad. ¿Conoces a alguien que viva o que trabaje allí? —¿Que viva? —Que esté interno. Cumpliendo condena. —Por supuesto que no. Me entregó un sobre acolchado. Vi mi nombre, claramente escrito, el curso (primero de bachillerato) y la dirección del colegio. —No lo entiendo —murmuré. —Ábrelo. Si se han equivocado, lo devolveré y en paz. Abrí el sobre, muy intrigada. Dentro había un cuaderno de tapas azules. Nada más. Solo un cuaderno escrito con bolígrafo azul. La letra era redonda, clara. Puede que incluso demasiado. Quiero decir que parecía la letra de alguien que se esfuerza en hacer buena letra. Abrí la primera página. Se titulaba «Un comienzo». Empecé a leer. Al principio, con curiosidad, y enseguida con un peso en el corazón. Se me saltaron las lágrimas. —¿Y bien? —preguntó el director. Disimulé todo lo que pude para que no me lo notara. Volví a meter el cuaderno dentro del sobre y lo apreté muy fuerte contra mí. Pensé que ya iría otro día a la playa. Mejor me iba a casa, a leer. A duras penas me salió la voz cuando le dije al director: —No, no se han equivocado. Es para mí. II HOLDEN Un comienzo Creo que decir la verdad no se me da muy bien. Falta de práctica. Ya te dije que soy un caso perdido. Antes de conocerte todo me daba lo mismo. Las cosas no te importan si no las piensas. Yo antes no pensaba. Antes estaba convencido de que las cosas no cambian nunca. Quizás estaba equivocado. Conocerte me ha hecho cambiar. Tu llegada repentina a mi vida… Todo es complicado. Debería empezar de nuevo. Las cartas no se empiezan de este modo, ¿verdad? Claro que tal vez esto no sea una carta. Por si acaso, mejor lo vuelvo a intentar. Mejor paso página. Cuando escribes en una página en blanco, parece que todo tenga que acabar bien. Segundo intento Hola de nuevo, Xenia. ¿Cómo va todo? Soy Éric. Mi nombre auténtico no es gran cosa, lo sé, pero es lo que hay. Éric González Pascual, 18 años. Ya debería haber acabado el bachillerato, pero aún estoy en primero. Eso es porque hace un tiempo tuve una temporadita un poco movida. Líos de los grandes. Terminé por perder un par de cursos. También terminé en la cárcel, pero eso ya es otra historia, una historia que te quiero contar con calma. Estudiar está bien, porque te ocupa la cabeza y evita que te vuelvas loco. Pensar demasiado te vuelve loco, ¿lo sabías? Por eso hace tiempo que no pienso. No soy tan buen estudiante como tú, pero voy tirando. Aquí tenemos buenos profesores, gente que se preocupa, que hace bien su trabajo. Estudiar siempre me ha gustado. No sé por qué. Es como si formara parte de mí, algo que ya traía al nacer. No tenía ni un amigo que fuera buen estudiante; yo era el bicho raro de mi familia, de mi grupo de amigos, de mi vecindario. De pequeño ya me gustaba mucho aprender cosas nuevas. En mi barrio hacía falta saber muchas cosas, pero eran de otro tipo. Cosas que no te enseñan en ningún instituto. Por ejemplo: qué vecinos estaban más fichados por la pasma; quién era un chivato y quién no; qué calles pertenecían al clan de los Medina y más valía no pisarlas ni para acortar camino; cuál era la contraseña del mes para las timbas de póquer del bar Carmen, y cosas así. A mí no me gustaba nada de todo aquello. No me sentía bien. Era como si no encajara en el mundo de los demás. El único mundo que tenía, por cierto. Me gustaría decirte cómo soy, pero creo que no tengo ni idea. Soy tirando a tranquilo (puede que demasiado), hablo poco (casi nada), pero no porque no tenga nada que decir, sino porque normalmente no encuentro cómo decirlo. Soy tímido, nada seguro de mí mismo. Si les preguntaras a los psicólogos o a los trabajadores sociales del centro, te dirían cosas muy diferentes. Me parece que soy un misterio para los psicólogos. Todo el día se están preguntando qué pasa por mi cabeza. Me hacen pruebas de tipo test donde hay que contestar estupideces. A mí ser un misterio no me disgusta. Es divertido. Una vez vi por casualidad un informe psicológico que hablaba de mí. Pude leer algo, solo un poco. Donde decía «Diagnóstico», ponía: «Presenta falta de remordimientos y emociones (como arrepentimiento o vergüenza), no muestra ningún tipo de empatía y tiene comportamiento antisocial. A pesar de ello, es inteligente y sabe mostrarse encantador cuando le interesa. Desde pequeño ha manifestado problemas de conducta. Posible psicopatía». De manera que soy un psicópata. ¿A que mola? Una persona capaz de comportarse como si no hubiera hecho nada malo aunque haya asesinado a sangre fría a una chica de 15 años. Un robot calculador. Por lo menos también soy inteligente, aunque creo que en estos casos es peor. No es un buen modo de presentarse, me temo. Pero estábamos hablando de estudiar. Aquí estudia muy poca gente. Algunos fingen que estudian, aunque ni siquiera consiguen el graduado. Yo les comprendo. Su cabeza no puede asimilar este tipo de información. Aquí la gente está colgada. Todos estamos un poco colgados en la vida. Lo que más me gusta de estudiar es el silencio. Creo que hasta que llegué a este lugar no supe realmente lo que era el silencio. Me gusta permanecer en silencio. Me gusta la tranquilidad. Poder leer sin que nadie ni nada me moleste. Todo esto tiene una parte buena: mientras esté aquí dentro, no tengo que preocuparme por nada. Me dan de comer tres veces al día. Puedo estudiar. Incluso me gustaría ir, a la universidad, si soy capaz. Si decido ir me lo pagan. Pienso aprovecharme de todo. Aquí la gente no aprovecha nada y cuando sale está tan colgada como cuando llegó. Yo no quiero ser un colgado toda mi vida. Ya veremos qué puedo hacer y si llego a la universidad o no. A veces soy un poco burro. Un burro psicópata. Me gustas mucho, Xenia. Me gusta incluso escribir tu nombre. Xenia, Xenia, Xenia, Xenia, Xenia, Xenia. Perdón, perdón, perdón. Creo que aún no debía decirte nada de esto. No quiero tachar nada. No quiero que creas que no soy capaz de escribir una carta como Dios manda. Haz como si no lo hubieras visto, ¿vale? Vale, continúo. Lo siento mucho, pero no podré enviarte ninguna fotografía. Aquí tenemos prohibido tener fotografías de carné y creo que de las otras nunca me he hecho ninguna. En alguna parte andarán las del insti, pero de todos modos allí era demasiado joven. Igual mi primo alguna vez me hizo una foto con el móvil, pero entonces se perdió seguro, porque mi primo era un desastre. Quién sabe, puede que algún día nos llevemos una sorpresa. Con Ben nunca se sabe. Pero mira, voy a contarte cómo soy por fuera para que puedas hacerte una idea. Soy bastante alto (como un metro noventa o así), tengo el pelo oscuro, sin llegar a negro, liso. Lo llevo corto (aquí no hay otra, y a mí me parece bien). No estoy bueno ni cachas ni nada de eso, pero tampoco soy horrible. Cuando llegué estaba en los huesos, no pesaba ni 60 kilos. Dice mi educadora que parecía enfermo. Ahora he engordado un poco y todo el mundo dice que tengo mejor cara. ¡Pero no estoy nada gordo, eh! Estoy normal, tirando a delgado. No tengo granos ni marcas ni cosas asquerosas en la cara ni en ningún otro sitio. Tampoco tatuajes. Los tatuajes no me gustan nada. Ben se hizo un montón de tatuajes (en lugares que se ven y en otros que no se ven). Sin embargo, yo paso. ¡Ah, sí! Tengo un lunar de nacimiento al final de la espalda, pero no da asco (creo). Las chicas a veces me miran. Incluso hay una que está colgada de mí (se llama Vanessa), pero a mí ella no me gusta. Me pone nervioso hasta que me mire y me busque. Yo no le hago ni caso, pero ella me busca de todos modos. Se ha apuntado a algunas clases solo para coincidir conmigo, pero no tiene ni idea de nada y encima es una pesada. No sé por qué está aquí ni me apetece preguntárselo. Si haces una pregunta a una chica, ella te lo cuenta todo, incluso detalles muy íntimos que dan vergüenza. Es mejor no preguntar. Igualmente, no me interesa. A mí hasta ahora nunca me había gustado ninguna chica. Hasta comenzaba a pensar que era gay, como Ben. Si Ben me escuchara decir esto, se cabrearía muchísimo. De hecho, es solo una sospecha, nunca lo he sabido del todo. Son imaginaciones, suposiciones, esas cosas que intuyes si miras mucho a una persona. En realidad, nunca he conocido a nadie que pueda contarme algo así de mi primo. Nunca tuvo novia. Amigos, un montón. Algunos más íntimos que otros, como Marcelo. Pero todo el mundo tiene amigos más cercanos, ¿verdad? Yo solo digo que si fuera gay, nunca me escondería ni disimularía ni me avergonzaría. Si a alguien no le gustara, peor para él. No sé por qué te estaba contando todo esto. Soy un desastre. Ni siquiera sé escribir cartas. Suponiendo que esto sea una carta. Estoy un poco nervioso, ¿no te parece raro? Lamento mucho —¡mucho!— todo lo que ha ocurrido. No quería mentirte. Y mucho menos decepcionarte, ni hacerte daño. La última cosa que quiero en el mundo es hacerte daño. Tienes que creerme, por favor. Me importas de verdad. Ya sé que soy un mentiroso y que no vas a creerme solo porque te lo pida, pero por lo menos me gustaría que me escucharas. Nunca me había importado la verdad, pero ahora me importa. Por primera vez en toda mi vida, me parece que hay algo en el universo que merece la pena. Eres tú, Xenia. Xenia, Xenia, Xenia, Xenia, Xenia. Latas Podría comenzar por el principio y hablarte de mis padres y todo eso. Pero sería muy deprimente. Y bastante aburrido. Mis padres no tienen el menor interés. No son como los del Caulfield del libro, que son ricos y viven en un sitio chulo y elegante. De hecho, no sé ni dónde viven, porque hace mucho que no los veo. Ni ellos a mí. Mi madre hace ya un montón de años que se fue a Londres. Es prostituta. ¿Verdad que es terrible tener que decir esto? A veces, cuando era pequeño, me tocaba rellenar uno de esos papeles del cole donde pone: «Profesión del padre». Y tú escribes: «Camionero». Después pone «profesión de la madre» y tú no sabes qué escribir. Queda feo poner «prostituta» en los papeles del colegio. Alguien se lo podría tomar mal. La gente te mira de otra manera cuando se entera de a qué se dedica tu madre. Tú también miras el mundo de otra forma, empezando por tu padre. Vaya, que miras a tu padre y te formulas todo tipo de preguntas que a la gente normal ni siquiera se le ocurren. En los papeles del cole siempre dibujaba una raya. «Profesión de la madre: —». Una raya no le sienta mal a nadie. La gente suele tener recuerdos de su madre. Las madres hacen la comida, lavan la ropa, van a la compra, a veces hablan con sus hijos y les abrazan y les preguntan qué tal les van las cosas. La mía no. Si estaba en casa, estaba borracha o dormía la mona. Una vez se durmió dentro de la ducha y la tuve que llevar yo solo hasta su dormitorio. ¡No te imaginas cómo pesaba! Y eso que estaba muy delgada, esquelética. Mamá no sabía cocinar (o eso decía) y no lo hacía. En casa solo comíamos latas. Los domingos, de raviolis o de fabada asturiana. Entre semana, de atún, de sardinas, de judías o de salchichas de Frankfurt. Una comida normal en mi casa era así: abrías el armario, escogías la lata que más te gustase, un trozo de pan, y te ibas al sofá. Si después de estos manjares aún te quedabas con hambre, abrías otra lata. Si había, claro. A mi madre tampoco le gustaba ir a la compra. Ni lavar la ropa. Ni ducharse todos los días. Ni barrer la casa. A mi madre no le gustaba nada, solo beber coñac y desplumar a tíos que no la conocían de nada. Cuando todavía era joven, se los ligaba y les sacaba todo el dinero. Sabía un montón. Llegué a escuchar que de joven era muy guapa. Antes de quedarse embarazada de mí, conseguía siempre todo lo que se proponía de los hombres. Incluso llegó a ligarse a un pez gordo. Entonces nací yo, y lo eché todo a perder. «Si tú no hubieras venido al mundo, yo ahora sería una marquesa», solía decirme. «Ojalá te hubiera parido en la taza del váter» era otra de sus frases favoritas. «Qué error no haber abortado cuando todavía estaba a tiempo», una tercera. Después, se fue. Sin avisar, sin despedirse, sin decir adónde iba. Supimos que estaba en Londres porque nos mandó una postal. ¿Verdad que es gracioso? En la postal ponía mi nombre, nuestra dirección y solo dos palabras: «Feliz Navidad». La postal llegó el 20 de febrero más o menos. Quizás es que en Londres celebran la Navidad en Carnaval, pensé, antes de tirarla a la basura. Por lo que sé de ti, eres una persona normal, con una familia como Dios manda. Te debo de estar asustando contándote estas cosas. Seguro que no te habrías imaginado nunca que existía una mierda de vida como la mía, ¿verdad? Lamento mucho ser quien te muestre por primera vez un mundo diferente, mucho peor. Me tocó nacer en él, igual que te podría haber tocado a ti. Todavía no te he hablado de mi padre. A veces me pregunto dónde narices debieron de conocerse. Nunca me lo ha querido contar. No es una persona parlanchina, ni simpática. En eso creo que he salido a él. De hecho, tampoco me interesa saberlo. Aunque no quiera reconocerlo, mi padre sigue echando de menos a mi madre. Al principio se le notaba mucho. Siempre miraba la foto que tiene sobre la mesilla de noche, donde ella aparece sonriendo. Incluso le hablaba por las noches, mientras se ponía morado de vino. Luego dejó de hablarle, pero la foto sigue ahí, en la mesilla. Mi padre se llama Luis. Quizá no sea mi padre, pero me da lo mismo. Luis estuvo ahí el día del juicio. Me sorprendió mucho que viniera. Fue la última vez que le vi. Desde que estoy aquí jamás ha venido a visitarme. Mejor, porque si viniera, no sabría qué decirle, ni él a mí. Creo que se avergüenza de su hijo. No le echo la culpa. Mi padre no es mala persona. En el fondo, creo que la sentencia fue un alivio para él. Hay personas que serían más felices si nunca hubieran tenido hijos. Mi padre es una de ellas. Nunca nos hemos dicho ni dos frases seguidas, que yo recuerde. Las últimas palabras suyas que guardo en la memoria son: —No te juntes con desgraciados. Si te juntas con desgraciados, acabarás siendo un desgraciado. Lo decía por Ben, claro. Mi padre no aguantaba a Ben. Ni a la madre de Ben, que no es mi tía, pero como si lo fuera. De hecho, sus problemas son con la madre de Ben. Ya te lo contaré más adelante con calma. Los líos de familia son difíciles de entender. Y ya paro de hablar de mis padres. No tendría que haber empezado, ¿te das cuenta? De las cosas deprimentes es mejor no hablar. Ben Si no llega a ser por Ben, me habría ahogado en aquel asco de casa donde nací. Ben es la única persona que me ha defendido en toda mi vida. Incluso le plantó cara a mi padre por mí. Yo era un enano de ocho o nueve años. Fue poco después de que mamá se largara. Mi padre estaba siempre fuera de casa, con el camión. Yo me pasaba las horas solo. Las latas se terminaban y no tenía dinero para comprar más. Mi padre no se preocupaba de nada. Cuando llegaba, pedía pizza para los dos. No teníamos la costumbre de ir al supermercado. Ben le dijo que debía cuidar de mi alimentación, que yo era un niño desnutrido y que, si continuaba así, no crecería. También le dijo que tenía que comprarme ropa y hacer que me lavara de vez en cuando. Yo por aquel entonces no me duchaba nunca. Ni siquiera se me ocurría que tuviera que hacerlo. Ben le dijo a mi padre que si no se ocupaba de mí le denunciaría a los servicios sociales. Mi primo era como un héroe para mí. Yo era un tirillas, pero le tenía a él para defenderme. Recuerdo muy bien cómo fue todo. Yo estaba en tercero de primaria y le mangué el bocadillo a una compañera de clase. Aproveché que ella iba al baño o algo así. Fue muy fácil meter la mano dentro de aquella mochila de color rosa y agarrar el bocadillo, que olía de un modo delicioso. Yo llevaba relamiéndome y oliéndolo desde que se habían cerrado las puertas de clase aquella mañana. Me metí el bocadillo en el bolsillo y disimulé. Ella (se llamaba Sara, llevaba ropa de marca y una mochila de Campanilla de Peter Pan) no se dio cuenta hasta que sonó el timbre del recreo. Entonces comenzó a buscar su desayuno, registró una y otra vez su mochila, pero yo me escurrí hacia fuera tan deprisa como pude y me fui a comerme mi trofeo a las gradas de los mayores, un lugar donde ella no podría encontrarme. En mi memoria no habrá jamás un bocadillo más delicioso que aquel. Era de jamón y queso, el pan era muy tierno y un poco dulce, y estaba empapado en aceite y tomate. Se notaba que era un bocadillo preparado por una madre auténtica. El amor de la preparación lo hacía todavía más rico. Cuando ya me lo estaba terminando, vi acercarse a Sara. Traía cara de querer matarme. A su lado se acercaba también la directora. A la muy acusica le había faltado tiempo para denunciar mi crimen a las autoridades. Yo corrí a meterme el resto del bocadillo en la boca. Me daba lo mismo si me castigaban, siempre y cuando no me quitaran aquella maravilla. La directora estaba enfadada de aquel modo en que se enfadan los adultos cuando de verdad no están enfadados. Es decir, solo a medias. Frunció el ceño para pedirme: —Éric, ¿le has quitado el bocadillo a tu amiga Sara? Sara no era mi amiga. Era una pánfila cursi. La única cosa que me gustaba de ella eran sus bocadillos. Asentí con la cabeza. —¿Y por qué? —preguntó la directora. Hablar nunca ha sido mi fuerte. Además, no podía decir nada. Tenía la boca tan llena que por poco me ahogo. Pasó un buen rato antes de que lograra masticar y tragar aquella bola de bocadillo. —Parecía muy rico —balbuceé (o algo parecido). —No puedes quitarle el desayuno a Sara, Éric, ni a nadie. Ahora tu amiga se ha quedado sin bocadillo, pobrecita. ¿No te da pena? No me daba ni pizca de pena. Yo sabía muy bien qué era no tener desayuno. Yo nunca tenía, y no montaba ningún drama. De hecho, mi recuerdo más nítido de aquella época es el hambre. Un hambre de lobo. —Sí —mentí, para que me dejaran en paz. —¿Verdad que no volverás a hacerlo? —preguntó la directora, que ya no tenía el ceño fruncido. Meneé la cabeza a ambos lados. —Venga, pídele perdón a Sara. —Perdón. Sara me miraba como pensando: «Eres un delincuente y yo no quiero nada con delincuentes». De hecho, eso es lo que todo el mundo piensa de mí. Ella solo fue una avanzada. —Y ahora os dais un abrazo —añadió la directora, que era de ese tipo de personas que cree que los abrazos y los besos lo solucionan todo. Fui a darle un abrazo a Sara, pero ella se apartó. —Ya se le pasará —dijo la directora, antes de repetir—: ¿Verdad que no lo harás más? —No —respondí yo, dócil, con la tripa llena. —¡Perfecto! Me fío de ti, Éric. No me decepciones —añadió la dire. Y así terminó el asunto, justo antes de que sonara el timbre. Cuando llegó la hora de irnos a casa, Sara se lo contó todo a su madre, una rubia gorda que parecía un bulldog. Decidieron esperarme en la puerta del colegio para decirme cuatro cosas. Nada más verlas plantadas en medio de la puerta y mirando a todos lados como si buscaran a alguien, me vi muerto. No podía escapar. No había otra salida. El corazón me galopaba en el pecho. Por suerte vi venir a Ben con sus amigos. Reían a carcajadas. Se les podía oír incluso desde donde yo estaba. Ben tenía cuatro años más que yo. Ya iba al instituto, pero todos los días pasaba por allí con sus colegas, porque el Ricard Salvat está justo al lado de mi cole de primaria. A veces me veía y me saludaba. No era del tipo de personas que sienten vergüenza al saludar a un crío. Ni siquiera cuando iba con chicas. Siempre que nos encontrábamos, me revolvía el pelo y me decía: —Hola, enano, ¿cómo va? Ben siempre me llamaba «enano». A Ben nunca le gustaron demasiado los nombres auténticos de la gente. Él y sus amigos siempre llevaban cosas de comer: bolsas de patatas, chuches, maíz tostado, cacahuetes, galletas de chocolate… Siempre me preguntaba si quería. Y yo siempre le decía que sí. Él decía: —Coge más. Era muy enrollado mi primo. Aquel día le llamé a través de la reja del patio. Debía de notárseme en apuros, porque se acercó y me preguntó: —¿Te pasa algo, enano? Pero no pude explicárselo porque la bulldog ya se nos había echado encima y hablaba como si se fuera a acabar el mundo. —Hola, Éric. Eres Éric, ¿verdad? Sara me ha contado que esta mañana ha pasado una cosa muy desagradable. Ya sé que le has pedido perdón y que le has dicho que no lo volverás a hacer, pero quiero asegurarme de que lo tienes claro. ¿Verdad que no volverás a comerte el bocadillo de mi hija? Ella tiene derecho, creo yo, a comerse su bocadillo, el que yo le preparo, ¿no crees? Quiero decir que tiene derecho a que no se lo robes y te lo comas tú. Si tú quieres otro, si ese es el problema, yo puedo hacerte uno pequeño de vez en cuando, pero haz el favor de comportarte, Éric. ¿Me oyes? ¿Me estás escuchando? Hablaba y hablaba, cada vez más deprisa y más alto, y yo me estaba agobiando y no sabía qué decirle, ni si tenía que decirle algo. Ya he dejado claro que hablar nunca ha sido mi fuerte. Pero no me hizo falta, porque Ben habló por mí: —Te hemos oído muy bien. Mi hermano ya le ha pedido perdón a tu hija, ¿no? Entonces, ¿qué más quieres? ¿Que le bese el trasero? La bulldog rubia se calló de pronto, colorada de la vergüenza. —Solo quería que quedara claro lo del bocadillo —susurró. —Puedes meterte el bocadillo por donde te quepa —añadió Ben—. Vamos, Ric. Todos nos quedamos con la boca abierta. Sara parecía asustada. Su madre parecía a punto de incendiarse, tenía la boca y los ojos más abiertos de lo normal, como si quisiera decir algo pero no le salieran las palabras. Incluso yo estaba perplejo mientras corría, casi volando, detrás de mi primo, que me llevaba de la mano a toda prisa. No me acababa de creer lo que había pasado. Oí a la madre de Sara preguntar: —¿Tú sabías que Éric tenía un hermano? Ben caminó un trecho más y se detuvo en mitad de la plaza, allí donde la bulldog ya no podía molestarnos. Se agachó para hablarme. Entonces se dio cuenta de que yo estaba llorando. —Oye, enano, no llores. Los tíos no lloramos. Los tíos buscamos soluciones. Automáticamente dejé de llorar. —Escucha, que sea la última vez que le robas el desayuno a un compañero de clase. ¿Quieres que todo el mundo te tome por ladrón o qué? —No. —Entonces, ¿por qué lo has hecho? —Tenía hambre —dije. Se quedó un momento pensando. —Pues a partir de ahora, cuando tengas hambre, me lo dices, ¿de acuerdo? —Sí. —¿Tienes hambre? —Sí. —De acuerdo —abrió su mochila, sacó una bolsa de patatas onduladas con sabor a jamón ibérico—. Toma. Mañana te traeré algo mejor. —Vale. —Y si alguien vuelve a decirte que te hará un bocadillo pequeño, le dices que tú no aceptas la limosna de ningún imbécil. —Vale. —Y mucho menos aguantas sus broncas. —Vale. Me miró, suspiró, me revolvió el pelo. —¿Estás bien? —Sí. —Entonces vete a casa. Nos vemos mañana. Aquel día mi primo Ben se convirtió en la persona más importante de mi vida. Y aquello solo fue el principio. Con el tiempo, hizo por mí cosas increíbles. Me compraba deportivas y ropa. Me invitaba a comer pizzas o hamburguesas o helados. Me daba dinero para que pudiera ir al supermercado. De vez en cuando hasta me llevaba al cine o a su casa, con sus colegas. Siempre me preguntaba cómo me iba en el colegio. También se enfrentó de nuevo con mi padre. Dos veces. Mi padre no le hacía ni caso y a Ben parecía que se le olvidaban las promesas que me había hecho. Hasta que un día lo hizo. Denunció a mi padre a los servicios sociales. A mi padre le quitaron mi custodia (creo que tampoco la quería para nada, que ni siquiera la quiso cuando se separó de mamá). Yo tenía 12 años. Fui a vivir a un centro de acogida para menores. Allí todo el mundo tenía problemas, como yo. Allí comía, me lavaba y había gente que se preocupaba por mí. Era un buen lugar. Después Ben consiguió que pudiera pasar con él los fines de semana. No todos, porque algunos él tenía que trabajar. Sin embargo le veía todos los días, hacía los deberes en su casa, veía la tele, comía de todo y volvía al centro solo para dormir. Era estupendo. Habría hecho cualquier cosa por Ben, lo que me hubiera pedido. Se lo debía todo. Sin él no habría llegado a mayor. El móvil Escribir de un tirón es muy difícil. Me refiero a encontrar algo que decir todo el rato. No es que no tenga cosas que contar. Más bien todo lo contrario: tengo tantas que no sé ni por dónde empezar, y comienzo a agobiarme, que es peor. Ah, sí. Creo que ahora ya debes de haber entendido por qué no tengo móvil, ¿no? Aquí están completamente prohibidos los teléfonos móviles. Ni siquiera las visitas pueden llevarlos. Cuando vienes a visitar a alguien que vive aquí, una policía que está en la puerta detrás de un cristal te pide que dejes tus pertenencias en una taquilla. Después, te entrega una llave. Lo hacen para que no puedas introducir objetos peligrosos en la prisión: cuchillos, tijeras, espráis, droga y no sé cuántas cosas más. Y claro, tampoco móviles. Pienso: ¿cuántos años hace que no veo un móvil? Tantos como llevo aquí dentro. Cuatro años, tres meses, 23 días. ¿Verdad que es fuerte? Cuesta creerlo. Una vez tuve uno. Un móvil. Solo me duró seis meses. Era un modelo guay, aunque no era nuevo. Me lo regaló Ben. —Para cuando necesite localizarte rápido, enano —me dijo. —Vale —y me guardé el teléfono. —¿No me das las gracias? ¿No te gusta o qué? —Sí que me gusta. Pero no es nuevo. —Claro que no es nuevo. Hasta ahora lo usaba yo. Yo nunca tiro nada, ¿sabes? Las cosas hay que aprovecharlas hasta que revientan. Borra las fotos si te molestan. El resto ya lo he borrado yo. Tenía razón. No había mensajes ni nada. Solo un montón de fotos. La mayoría eran de sus colegas. Sobre todo de uno. Con el paso de los años, Ben ya no me revolvía el pelo, pero me veía como antes, como siempre. Como a un crío. Entonces me daba un poco de rabia, porque yo ya había cumplido 13 años y no era ningún niño. Me sentía de todo menos un niño. Él me decía que el día que fuera su socio seríamos los amos del barrio. Los dos juntos. Me decía que me tenía que preparar. Ser su socio sonaba muy bien. Habría hecho cualquier cosa por Ben. —Te tienes que poner en forma, enano. ¿Tú te has mirado? Quiero que te apuntes a un gimnasio. —¿A un gimnasio? —Aprenderás taekwondo. Ya he hablado con tu profesor. Solo imparte clases a niños, pero contigo hará una excepción. Clases particulares. Empiezas mañana. Con Ben las cosas eran así. Él decidía, tú aceptabas. Negarse no estaba en su lista. A mí no me gustaba el taekwondo. No me gustaba pegar a nadie; no soy nada valiente para estas cosas. Sin embargo el profesor me cayó bien. Era simpático, tenía paciencia y sabía un montón. Además, era como si ya le conociese de antes, porque era el chico de las fotos de mi móvil nuevo. Las borré. Era un poco raro llevar tantas fotos de mi profesor de taekwondo en el móvil. En el gimnasio no hice demasiados progresos. Creo que para ser un buen taekwondista hace falta tener más mala leche. O estar más cachas que yo. ¿Has visto alguna vez a una escoba haciendo taekwondo? Pues, más o menos, ya me puedes imaginar. Ya te he dicho que soy un caso perdido. Unas semanas más tarde supe que Marcelo López era el hermanastro de Ben, uno de los hijos de esa tía Carmen que no era mi tía. Eran amigos, se hacían favores. Jamás pregunté cómo le pagaba las clases, ni si se las pagaba. Marcelo era un tío muy deportista. Estaba en forma. No era nada feo. Era el entrenador personal de Ben, y su mejor amigo (creo) o puede que el único. Marcelo tenía mucho éxito con las chicas, pero creo que no tenía novia. Que yo supiera. De una manera u otra, Marcelo era todo lo que yo no era. Además, Ben le admiraba. Por eso te envié su foto y me hice pasar por él. Quería impresionarte. Además, no tenía a mano ninguna otra. Marcelo era buen tío. Su único defecto era ser un creído. Pero eso todavía no es delito en ningún país del mundo. Un día le dije a Ben que no quería volver más al gimnasio, porque lo que yo quería hacer era estudiar. —¿Estudiar? —preguntó muy extrañado. —Me gustaría ir a la universidad. —¿A la universidad? ¿Y a ti qué se te ha perdido en ese sitio de pijos? —Creo que sirvo para estudiar. Por entonces ya comenzaba a interesarme por la lectura, aunque no tenía ni idea de cómo conseguir libros. En los estudios me iba bien, como siempre, y casi sin esfuerzo. —Podría ser abogado. Un socio abogado no está mal, ¿no? —añadí. Ben se quedó pensativo. Estaba tan atónito como si le hubiera dicho que quería ir volando a la Luna. —No sé, enano. Ya me lo pensaré. Fue una buena estrategia para no ir más al gimnasio. A Marcelo casi no le he visto más. Fue mi profe de taekwondo solo durante 11 semanas. He olvidado casi todo lo que me enseñó. El móvil todavía es mío, pero no puedo utilizarlo. Está confiscado, archivado, clasificado, yo qué sé. Me lo devolverán el día que salga de aquí. Así podré donarlo a algún museo de cachivaches de la era de los dinosaurios. Por favor, no dejes de leer A veces me quedo en blanco. Como ahora mismo. Cuando me quedo en blanco, me pongo a pensar. Pensar a veces duele. Pienso: ¿y si Xenia abre la libreta, lee la primera línea, ve que soy yo quien la escribe y la tira a la papelera sin más contemplaciones? Entonces llevo un montón de páginas haciendo el imbécil. También pienso: ¿y si Xenia lee todo lo que he escrito hasta ahora y continúa y al terminar decide contestar a mi carta (si es que esto es una carta) y decirme que me perdona, que seremos amigos o algo por el estilo? Entonces me animo y sigo escribiendo. Nunca he tenido una amiga. Un amigo tampoco. Por favor, Xenia, no dejes de leer. El guardián entre el centeno He leído El guardián entre el centeno unas 12 veces. La primera fue cuando aún era una persona normal. Quiero decir, cuando vivía en el barrio y llevaba una vida corriente que al mismo tiempo era un desastre. Lo saqué

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