MEMORIA DE DRAGÓN PDF
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Javier Negrete
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La novela narra la historia de un hombre sin corazón, llamado Sr. Storm, obsesionado con un enemigo llamado Iluyanka que busca capturar. Un detective privado llamado Federico Lasso, es contratado por Storm para dar con su paradero. Lasso, a medida que intenta encontrar al escurridizo enemigo de Storm, se ve envuelto en una intrincada aventura.
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MEMORIA DE DRAGÓN Javier Negrete 2 Para MariMar. Tú cumpliste tu parte. Ahora yo he cumplido la mía. 3 El hombre de la tormenta Imaginad lo que sería un hombre sin corazón. No hablo en sentido meta...
MEMORIA DE DRAGÓN Javier Negrete 2 Para MariMar. Tú cumpliste tu parte. Ahora yo he cumplido la mía. 3 El hombre de la tormenta Imaginad lo que sería un hombre sin corazón. No hablo en sentido metafórico, como si quisiera llamar al Sr. Storm “despiadado” o “implacable” (aunque era ambas cosas). No: imaginad un hombre al que le faltaba físicamente el corazón. Un hombre que tan sólo tenía un hueco en el lugar en el que los demás tenemos ese infatigable músculo que bombea sangre setenta veces por minuto cada hora, cada día, cada año de nuestras vidas. Aquel agujero en el pecho no dejaba de recordar al Sr. Storm que una vez tuvo corazón, que en un tiempo fluyó por sus venas una corriente roja, tibia y espesa. Podría objetarse que el Sr. Storm debería estar muerto. Pero, ¿quién iba a extrañarse de que viviera si nadie conocía su secreto? El magnate lo tenía tan bien 4 escondido como el color de sus ojos, que ocultaba siempre tras los cristales de unas enormes gafas de sol. ¿Qué puede impulsar a un hombre que no tiene corazón? En el caso del Sr. Storm era un odio intenso, obsesivo, tan poderoso e insistente que en nada tenía que envidiar a los latidos de un pecho normal. El objeto de su odio era la criatura que le había arrebatado lo más suyo, y Storm no descansaría hasta acabar con ella. El hombre que estaba esperando para ser recibido por el Sr. Storm, y que ahora atendía por el nombre de Federico Lasso, conocía este odio, aunque ignoraba las razones que lo alimentaban. Lasso no lo había notado en la expresión del millonario, ni en su mirada, velada por las gafas: lo había sentido en las mismas tripas la primera vez que se acercó a Storm, y agradecía que aquel aborrecimiento no estuviera dirigido contra él. En los treinta y cinco años de su azarosa vida, Lasso había recorrido más de veinte países y había tratado con personas muy peligrosas y con más poder que el que pudiera tener el Sr. Storm. Y sin embargo, cada vez que 5 tenía que entrevistarse con él seguía sintiendo un vacío en la boca del estómago. Era imposible verle los ojos, pero Lasso los imaginaba fríos e inexorables como los de un dios. Storm lo había contratado a un precio muy alto para que rastreara a su enemigo, a medias como detective ilegal y a medias como agente secreto. Lasso había intentado antes utilizar sus habilidades para averiguar cosas sobre el propio Storm (siempre investigaba a los que le contrataban). Todo el mundo suele tener puntos flacos: una juventud turbulenta, pasión por las apuestas, amantes con tendencia a hablar de más. Lasso era un maestro en aprovechar estas debilidades para chantajear, presionar o simplemente defenderse de clientes demasiado conflictivos. Pero en el caso del señor Storm, no había obtenido nada que pudiera serle útil contra él, ni tan siquiera para entender su peculiar personalidad. Algunos, los pocos que tenía acceso al Sr. Storm, le habían comentado a Lasso su extrema palidez. Una atractiva abogada, muy observadora, se había extrañado 6 de que en la blancura de mortaja de su piel no se transparentaran las venas. Pero, sin conocer el singular secreto de Storm (¿cómo iban a verse unas venas que no llevaban sangre?), nadie daba demasiada importancia a estos hechos, que se antojaban bagatelas comparados con otras rarezas suyas. Lasso se asomó a los cristales del recibidor, en el último piso de la torre Gaudí. A casi doscientos metros sobre las calles de Madrid, era fácil recordar cuánto le gustaban al Sr. Storm las alturas. O tal vez fuera más preciso afirmar cuánto detestaba la cercanía al suelo. Tenía tres reactores privados, y se sabía que en ocasiones había volado en ellos durante días enteros, pasando de uno a otro en rápidas escalas tan sólo por el gusto de alejarse de la tierra. Lasso había averiguado también que el Sr. Storm poseía habitaciones, suites y plantas enteras en rascacielos dispersos por todo el mundo. La única condición era que dispusieran de helipuertos en sus azoteas. Ninguna mansión, ni casa convencional. Si 7 podía evitarlo, no tocaba el suelo. Cuando no tenía más remedio, lo hacía con rapidez, levantando el pie casi antes de haber pisado, como si caminara sobre brasas ardientes y se concentrase para resistir un dolor insoportable. Otra cosa que llamaba la atención del señor Storm era su gusto por los antigüedades. En sus diversas moradas abundaban joyas, cuadros, esculturas, objetos valiosos traídos de muchos países. Su valor artístico era irregular, pero todos ellos tenían en común esa pátina misteriosa y venerable que deja el paso del tiempo. El centro del recibidor en que esperaba Lasso, por ejemplo, lo ocupaba una mesa de madera redonda, en la que un artista flamenco del XVI había representado escenas de plagas y matanzas con todo lujo de detalle. También había una vitrina con vasijas griegas de figuras rojas y vasos funerarios blancos. Por lo poco que Lasso sabía de Storm, no creía que fueran imitaciones. Lasso había indagado especialmente sobre las fuentes de la riqueza de Storm, pero eran un misterio impenetrable. Aunque tenía cuentas bancarias repartidas 8 por todo el mundo, ninguna era tan millonaria como para atraer el interés o la codicia de ningún gobierno. Storm no invertía en grandes empresas, no poseía medios de comunicación, apenas especulaba con acciones, pero siempre que necesitaba dinero disponía de él en abundancia. Lasso había observado también que Storm, sin ser amante de la ostentación, no llevaba encima de su cuerpo nada que no fuera lo más caro o exclusivo. El oro parecía su debilidad: el pesado reloj, dos gruesos anillos (uno de ellos era un sello con el signo de un rayo), y hasta la montura de sus gafas. Oro y cristal negro: un contraste más bien chocante. -Puede pasar. Lasso se volvió, sobresaltado. Siempre le ocurría con los ruidos imprevistos (recuerdo de días y noches inciertos en más de una guerra sucia y más de un continente). Volpiani, un hombretón con cuello de toro que miraba a través de dos rendijas en un rostro inexpresivo, le estaba indicando el camino al salón. 9 El Sr. Storm le esperaba sentado a una larga mesa de cristal que había sido preparada para que alguien comiera. Lasso entendió que aquel sitio estaba destinado a él. No era la primera vez que daba novedades a su cliente mientras almorzaba. Pero Storm no solía compartir la comida con él. Como mucho, picoteaba con desgana los platos que le ofrecía su cocinero, un anciano de procedencia indefinible que no parecía haber pronunciado una palabra en su vida. Seguramente, hacer comer solos a sus huéspedes era una forma de intimidarlos, pero a Lasso le daba igual. Con los gestos naturales y flexibles de un gato, se acomodó y examinó la mesa. Ésa era una de las partes buenas del trabajo. La infancia de Lasso había sido un tanto precaria y disfrutaba del lujo. Con Storm lo tenía asegurado: el millonario comía siempre con cubiertos de oro, copas de cristal de roca, platos de porcelana y manteles y servilletas de seda que nunca volvía a utilizar. Mientras Lasso daba buena cuenta de los entrantes (paté, mollejas, pimientos rellenos), Storm lo observaba 10 a través del triángulo que formaban sus finos dedos. Él no tenía tan siquiera plato ni cubierto. Una copa de vino era todo lo que se había dignado a compartir con Lasso. Cuando el silencioso cocinero le sirvió el segundo plato, una lubina, Lasso empezó a sentirse inquieto. El Sr. Storm tenía algo en común con los hombres que han conocido el poder desde la cuna: podía permanecer perfectamente inmóvil y en silencio durante mucho tiempo, observando a su interlocutor desde detrás de los negros cristales de sus gafas con la serenidad de un emperador. Y sin embargo Lasso sentía en él una energía interna que lo alteraba todo a su alrededor, como el campo eléctrico que hace erizar los cabellos cerca de una torre de alta tensión. -Este pescado está realmente exquisito, Sr. Storm - dijo por fin, renunciando a mantener el silencio-. Es una lástima que no lo quiera compartir conmigo. -No insista, Sr. Lasso. En este momento no me apetece. Usted coma... 11 Lasso estaba acostumbrado a observar y juzgar a la gente, pero hasta para un profesional de la vigilancia como él la edad de Storm era una incógnita. No era joven y tampoco parecía viejo. Poco más podía afirmar de él. Era de estatura mediana, tirando a alto, muy enjuto, aunque con una estructura ósea sólida y ancha. De los pómulos a las mandíbulas bajaban dos surcos rectos y hondos como cuchilladas; no había más arrugas en su pálido rostro. El propio Lasso era un hombre de buena estatura y complexión atlética. Su trabajo le solía llevar a situaciones peligrosas, y procuraba mantenerse en forma para poder afrontarlas. Además, aunque estaba a medio camino entre los treinta y los cuarenta, aún no había dejado atrás cierta vanidad juvenil, y le gustaba atraer las miradas de las mujeres. Su ropa estaba a medio camino entre la elegancia y lo chillón: pantalones siempre un poco ceñidos, camisas y chaquetas de colores vivos, corbatas audaces. En muchos lugares su físico le daba un 12 aire de latin lover del que a menudo había sacado provecho. Aquel trabajo en concreto lo había llevado por varios países: Francia, Italia, Bélgica, Portugal, y, por fin, España, su país, al que no había vuelto desde hacía diez años. Al principio no le hacía demasiada gracia la idea de regresar, ya que temía problemas con las autoridades. Pero el nuevo pasaporte y los retoques faciales que el cirujano le hiciera años atrás habían borrado su pasado como Jaime Uribe. Además, Storm pagaba muy bien. Tal vez lo bastante para permitirle el retiro en alguna isla del Caribe. -¿Lo vio usted en persona? -pregunto Storm. Lasso asintió, con la boca llena. Sí, había visto al hombre al que Storm llamaba “Iluyanka”. (¿De qué país provendría aquel nombre?) Después de seguirle la pista durante quince meses, había logrado fotografiarlo en una estación de la frontera con Portugal. La imagen no era demasiado buena, pero se la enseñó a Storm. Éste la sostuvo durante unos segundos y le pasó las manos por 13 encima. Había aborrecimiento en esos dedos tensos, que parecían luchar contra el impulso de arrugar la fotografía y tirarla lejos. -Sí, es él -dijo Storm, por fin, apretando aún más sus labios finos y exangües. Por lo demás, no movió un músculo. -Su hombre es increíblemente escurridizo -informó Lasso, con su voz empastada y su estilo florido, que le hacían parecer a veces un actor de culebrón-. Siempre que lo he localizado, se había producido no demasiado lejos algún robo importante en una joyería, o una iglesia, y hasta a veces en un museo; pero si usted no me hubiese avisado, jamás habría sospechado de él. Por lo que he visto, debe trabajar solo, y no creo que disponga de alta tecnología. Pese a ello, no lo detecta ningún sistema de seguridad. Lleva siempre una vieja bolsa verde, que debe rebosar de objetos robados, y sin embargo no le piden que la abra en ningún lugar: ni controles, ni fronteras. ¿Tan convincente es su amigo? ¿O es que andamos detrás de un fantasma que sólo podemos ver nosotros? 14 -Hay herramientas más poderosas que la tecnología -aseguró Storm en tono enigmático, formando otra vez un triángulo con sus dedos. Lasso asintió respetuosamente y siguió con sus prolijas explicaciones. Después de perderle la pista varias veces, había descubierto que el sujeto en cuestión tenía como centro de operaciones una localidad extremeña llamada Tarpeya, a unos cien kilómetros de la frontera con Portugal. -En realidad, he averiguado que vive en un castillo a unos veinte kilómetros de la ciudad; pero suele vérsele en Tarpeya. He hecho indagaciones entre la gente de allí, pero nadie ha sabido decirme gran cosa de él. Algunos lo llaman “el viejo de la bolsa”, o “el loco de gris”, como si fuera uno más entre los mendigos y borrachos del lugar. Pero ese hombre no me engaña: sé perfectamente que esconde algo más. -Mucho más de lo que pueda usted imaginar, señor Lasso. Prosiga. 15 -Sí, señor Storm. Lo he visto tres veces por la plaza, y hasta le he seguido a ese castillo. Debo decir que no fue una tarea del todo fácil. Ese hombre camina tan rápido como un corredor de marcha atlética y tuve que apretar el paso para no perderlo por las cuestas que suben al castillo... -Supongo que no entró usted. Lasso dudó un segundo. En realidad, no había entrado al castillo, aunque lo había intentado. Pero cuando se acercó a dos pasos de la enorme puerta de roble, algo le dijo, con una voz muy intensa, que sería una equivocación terrible pasar más allá. En realidad, había tenido miedo. El mismo miedo que siente un niño ante la puerta de un cuarto oscuro: inexplicable, pero físico, real. -No, no lo hice -contestó por fin, y añadió una media verdad-: He seguido escrupulosamente sus instrucciones y he procurado no acercarme demasiado a él. Storm asintió y dio un breve sorbo a su copa de vino. Por un momento Lasso vio cómo la bebida teñía sus 16 mejillas de color. Pero enseguida volvieron a empalidecer. Quizás había sido una ilusión. -Mejor -repuso Storm-. No quiero despertar sus sospechas. Hace mucho tiempo, estuve a punto de encontrarlo. Había contratado a dos perros de presa como usted, de los mejores... -Supongo que debo tomarme lo de “perro de presa” como un cumplido. -Tómeselo como quiera, pero no me interrumpa, por favor. El señor Storm no elevó el tono de su voz ni hizo gesto alguno; pero Lasso tuvo la sensación de que en sus ojos, bajo aquellos cristales negros, se había encendido una luz muy fría. -Discúlpeme. Siga, por favor, señor Storm. -En aquel entonces había seguido su rastro hasta Checoslovaquia. También vivía en un viejo castillo; es algo muy característico de él. Pero mis hombres se precipitaron. Tal vez la culpa fue mía. Sabían lo que yo quería recobrar y, por halagarme o conseguir una 17 recompensa mayor, entraron al castillo antes de que yo les diera instrucciones. Lo único que consiguieron fue espantar a Iluyanka. Lasso intuyó en el tono del Sr. Storm algo que le hizo preguntar: -Y a esos hombres... ¿puede saberse qué les sucedió? -Hubo un incendio en el interior del castillo. Fue extraño, porque sólo afectó a una pequeña parte de una estancia. La policía encontró allí los restos calcinados de dos hombres. -Se refiere a... los que usted había contratado. -Es de suponer. Quedaron irreconocibles y, como ya le he dicho, eso fue hace mucho tiempo. Lasso siguió comiendo, sin dejarse impresionar. Había visto muertes en el pasado, algunas de ellas muy desagradables, y no podía negar su relación con ellas. De vez en cuando tenía pesadillas en las que alguien le infligía las mismas torturas que a él le habían valido para cumplir con su trabajo. Entonces se despertaba con 18 sudores fríos y náuseas, y trataba de pensar que todo tiene un final. -Usted sabrá cómo hacer las cosas, señor Storm. Pero si me permite hacerle una sugerencia, ya que me paga, creo que no debe ser difícil introducirse en el castillo. Iluyanka se ausenta de la ciudad de vez en cuando, supongo que para llenar de oro su vieja bolsa. Por ejemplo, hace tan sólo dos semanas estuvo fuera durante un par de días. Podría haberme colado allí, o haber enviado a alguien para que hiciera el trabajo. Si tan sólo me dijera usted lo que busca, yo se lo traería. ¿Quiere todo el tesoro que debe guardar ese hombre, o alguna joya excepcional, o en...? -De momento no es necesario que lo sepa. ¿Ha terminado ya? Lasso miró a su plato, en el que aún quedaba la mitad de la lubina. Era una lástima, pero procuraba contestar a Storm “no” las menos veces posibles. 19 -En realidad, sí. No suelo comer mucho. Volveré a Tarpeya ahora mismo, en cuanto recoja las cosas del hotel. Lasso se puso en pie. Volpiani, el individuo hercúleo que le había hecho pasar, ya estaba allí. -Ha llegado el momento de preparar una trampa -le dijo Storm, sin abandonar su asiento. Lasso se volvió desde la puerta. -¿Una trampa? ¿Para cazar al tal Iluyanka? Lo haré. No creo que vaya a ser muy difícil. -Más de lo que usted cree. No se deje engañar por las apariencias. -Me da la impresión de que usted ya tiene algo preparado. Storm se permitió una sonrisa casi imperceptible. -Hasta el más poderoso de los enemigos debe tener un punto débil. Sólo se trata de encontrar el cebo adecuado. -Podríamos probar con oro, ya que Iluyanka parece estar tan obsesionado por él. 20 -No, eso sólo serviría para cazarlo fuera. Yo quiero tenerlo dentro de su morada. Necesitamos algo distinto; algo que, según se dice, no resulta fácil de encontrar en estos tiempos. “Una doncella. Ella será nuestro cebo. 21 La doncella Ni Lasso ni Storm sabían aún quién sería la doncella elegida, ni desde luego ésta tenía idea de que alguien pretendería convertirla en cebo para cazar a un antiquísimo enemigo. Marta selló ese destino en el tren de Madrid a Tarpeya. Era consciente de que aquel viaje señalaría un cambio en su vida, pero no podía imaginar el extraño rumbo que iba a tomar de ahí en adelante. Cambiar de ciudad es siempre cambiar de vida. Asomada a la ventanilla, por la que desfilaban los olivos, encinas y alcornoques de aquellos campos que las últimas lluvias habían pintado de un verde húmedo y esponjoso, Marta albergaba miedo y esperanza. Dejar un instituto para empezar en otro después de Navidades era una 22 aventura que podía resultar bien o mal. También estaban las cosas que había dejado en Madrid: algunas amigas, o más bien conocidas; bastantes libros, por lo menos treinta, que su madre había prometido enviarle cuanto antes... y su propia madre. Su madre. Con cinco años, Marta había aprendido dos cosas que determinarían su futuro: la primera era una habilidad, la de leer; la segunda, un hecho descarnado: su madre no la quería. La lectura se convirtió en su refugio contra el desamor. Ahora, a sus dieciséis años, era capaz de pensar con cierta frialdad: su madre hacía lo que podía, trataba de aceptarla, no era culpa suya si la mujer tenía el corazón tan seco, si cada vez que le daba un beso parecía sacárselo del hígado. Pero los libros seguían siendo el mundo privado de Marta, y en las fantasías que leía de madrugada, a la débil luz de la lámpara de su mesilla, vivía las emociones que no experimentaba en la realidad. Marta abrió su bolsa de mano y sacó un cuaderno con tapas estampadas a la aguada. Con placer, acarició las 23 páginas en blanco de su segundo diario. En ellas escribiría una nueva vida. Tal vez podría escogerla más de lo que había escogido su vida anterior. El primer diario había sido la causa de la última riña con su madre. Marta no se lo había dejado a mano. Pero su madre era una experta en registrar bolsos, leer cartas ajenas y hurgar en armarios, coquetas y baúles. Marta guardaba el diario en el tercer cajón de su mesilla, debajo de la ropa interior. Su madre había tenido el descaro de dejárselo abierto encima de la cama después de leerlo entero. “Ella no tenía que haberlo leído”, se repetía Marta, y aún así se sentía culpable por los adjetivos que había empleado en el diario. Mezquina, egoísta, falsa mártir... No era un repertorio agradable para una madre. Ambas habían llorado mucho aquella noche, y Paco, el segundo marido de su madre, había salido del dormitorio a pedirles que le dejaran dormir, que al día siguiente tenía guardia en la farmacia. No era un buen recuerdo, pero al menos Marta le había dicho dos o tres cosas bien claras a aquella mujer que parecía considerar cada minuto que le 24 dedicaba como una inversión que debería recobrar con creces en el futuro. “Ayer estuve más de media hora hablando con tu profesor de matemáticas. Espero que ahora me compenses ese tiempo ayudando más en la casa.” Su madre se las había apañado siempre para hacer que se sintiera culpable por todo. Si a su madre le dolía la cabeza, la culpa era de Marta; si se le revolvía la úlcera, la culpa era de Marta; si no podían ir de vacaciones donde querían porque salía muy caro, si no le valía un pantalón de cuando era joven porque el parto le había arruinado las caderas, si no se había cambiado a otro piso más grande porque con ella tenía muchos gastos, todo era culpa de Marta. Pero aquello, echarle en cara treinta minutos de charla con un profesor... Con un suspiro, Marta sacó su estilográfica, se puso las gafas (sólo las usaba para leer y escribir) y, tras unos instantes de vacilación, inauguró aquel inmaculado diario: 25 Domingo, 11 de enero Empiezo este diario en el tren que me lleva a Tarpeya. No sé si voy a empezar una nueva vida o si sólo estaré allí hasta que acabe el curso. Depende de la ventolera que le dé a mi madre, como siempre. Hace por lo menos un año que no veo al tío Germán, pero creo que estaré a gusto con él. Es diez años menor que mi madre, casi se puede decir que es joven, y sobre todo no levanta tanto la voz. No soporto que me griten al oído todo el día. Vanesa me dijo que vivir con un hombre iba a ser una lata, que son unos guarros y que me iba a tocar ordenarlo todo. A mí no me gusta 26 limpiar para nadie, pero llevo no sé cuántos años limpiando para mi madre y nunca me ha puesto más que pegas. Por lo menos, seguro que en casa de mi tío hay libros. Si no los tiene un profesor, no sé quién los va a tener. Por cierto, menos mal que no me va a dar clase él. Me daría mucha vergüenza que los demás supieran que mi tío es el que me ha puesto un notable (si es que logro sacar alguno). Marta se quedó observando lo que había escrito con su letra, lenta y meticulosa, como solía ser ella cuando se tomaba las cosas en serio. Aquello parecía más una carta que un diario. No importa, se disculpó: un diario es una especie de carta para una misma. En el otro extremo del tren sonó una tos que sólo cabía calificar de perruna, acompañada de unos ruidos muy desagradables. Marta sacudió la cabeza con 27 desaprobación. Aquel hombre del jersey sucio le estaba amargando el viaje con sus mucosidades pulmonares. Sin embargo, el pasajero que había subido a mitad de trayecto y que estaba a tres filas de distancia era otra cosa. Marta, que era muy fantasiosa, adivinaba en él una historia oculta y a buen seguro interesante. Era un hombre mayor, pero no podía decir que fuese viejo, ni siquiera para los cánones de alguien tan joven como ella. Llevaba una gabardina gris que no se había quitado a pesar de que en el vagón hacía calor, y debajo de ella un jersey y unos pantalones también grises. Era ropa vieja, ya pasada, pero estaba limpia. A Marta le gustaba la cabeza de aquel hombre. Si hubiera sido escultora, la habría utilizado para hacer un busto. De hecho, el pelo y la barba tenían un aspecto tan duro que parecían cincelados en piedra, y los rasgos de la cara no desmerecían. Le recordaba vagamente a aquella estatua de Moisés que había visto en un libro de arte, pues tenía la misma fuerza en el rostro y en los ojos. Dos o tres veces se habían cruzado sus miradas, y Marta se había 28 apresurado a apartarla. Pero le había parecido que los ojos del hombre eran tan grises como sus cabellos y que había algo muy raro en ellos. (Con el tiempo se dio cuenta de que aquel hombre parpadeaba de una forma muy extraña. Pero en su primer encuentro, aquel detalle se le escapó.) El viajero permanecía inmóvil casi todo el tiempo. Es raro ver a una persona realmente inmóvil, que no cambie de postura, o se acaricie la barbilla, o se hurgue en cualquier sitio desaconsejable cuando cree que nadie la ve. Pero aquel hombre sólo levantaba un poco la barbilla cuando se abrían las nubes y un rayo de sol caía sobre su rostro. Entonces cerraba los ojos y, aunque no sonreía, parecía sentirse a gusto. A su lado llevaba una bolsa de viaje muy grande, de lona verde, que no había querido subir al maletero cuando se lo sugirió el revisor. Su mano derecha, de dedos largos y fuertes, estaba todo el rato sobre ella, custodiándola. La profesora de Literatura de Marta le había recomendado anotar todo lo que se le ocurriera. “Si 29 quieres ser escritora como me has dicho, no te sobrará nada de lo que vayas apuntando. Así aprenderás a observar y a escribir”, le había dicho. De modo que volvió a tomar la pluma y añadió: Viajo con un tipo que tose como si tuviera tuberculosis y con otro que no se separa ni un milímetro de su bolsa. ¿Qué llevará dentro? No lo sé, pero tiene aspecto de pesar mucho. Se ve que está muy llena, y es tan grande que todo mi equipaje cabría dos veces en ella. Marta releyó con ojo crítico lo que acababa de escribir. Ni ella le encontraba demasiado sentido. ¿Qué pintaba eso en un diario? Los diarios deben reflejar emociones importantes, trascendentes y, si puede ser, tristes. Añadió: 30 Ese hombre tiene aspecto de haber viajado mucho. Eso ya sonaba más personal. Vaya, había repetido “tiene aspecto” y “mucho”. Pero no iba a llenar su diario nuevo de tachones. Ya procuraría mejorar el estilo en adelante. Da la impresión de que debe de hablar poco. Casi no le veo la boca, pues la tiene escondida entre la barba y el bigote. Pero no va sucio, como un mendigo. Se parece al Moisés de (............) Ya rellenaría eso más adelante, cuando se acordase de consultarlo. Estaba casi segura de que era de Miguel Ángel, pero prefería comprobarlo para no equivocarse. 31 El revisor se acercaba por el pasillo, luciendo un mostacho como el que suelen lucir todos los revisores del mundo. Marta quitó los pies del asiento de enfrente demasiado tarde, pero el hombre fingió no haberla visto. De todas formas, la tapicería de aquel vagón de segunda estaba tan gastada que un par de pisotones más no podían dejar demasiada huella. -La siguiente es Tarpeya, señorita, y estamos a punto de llegar -le informó el revisor. -Muchas gracias. Marta pensaba que la gente tendía a ser amable con ella porque su aire de despistada la hacía parecer incluso desvalida. Podría haber pensado que lo agradable de sus rasgos y de su sonrisa también tenían algo de culpa, pero a ella le costaba verse como una chica atractiva. Su madre también había cooperado en ello, siempre haciendo hincapié con falsa compasión en todos sus defectos y no resaltando jamás sus virtudes. “Pobrecita, si tuvieras el pelo más negro. Lástima, si tuvieras un poco menos de cintura. Qué pena, si...” 32 El tren atravesaba una región escarpada, entre rocas y peñascos que rompían la tierra aquí y allá. La vía necesitaba un arreglo, pero a aquella comarca los dineros debían llegar más tarde que a las demás. El traqueteo hacía a Marta cabecear como uno de esos perritos que se cuelgan de los coches. Se dio cuenta y contuvo una risita. El pasajero de las toses se había levantado para ir al servicio, y cuando pasaba a la altura del hombre misterioso una sacudida del tren lo hizo tropezar. Para evitar la caída extendió una mano y se apoyó sobre la bolsa. Dentro de ésta sonó un tintineo, como si estuviera llena de objetos metálicos que hubiesen entrechocado. El hombre misterioso levantó su mano derecha, como una garra amenazadora que advertía al intruso, y le miró torciendo el cuello con la brusquedad de un pájaro. El hombre de las toses musitó una asustada disculpa y se alejó. Al volver del servicio, cuidó de pasar lo más lejos posible de la bolsa, pese a la angostura del pasillo. Marta pensó que aquello podía ser interesante para 33 anotarlo, pero después se dio cuenta de que no sabía cómo expresarse o justificarlo y lo dejó. Entre dos túneles, mientras la vía corría sobre un elevado terraplén y cruzaba un puente de hierro, Marta tuvo su primera visión de Tarpeya. Fue tal vez un minuto, pero le dio tiempo para verla entera, extendida en el fondo de un valle, tal vez a unos tres kilómetros de ella a vuelo de pájaro. Le resultaba extraño abarcar con la mirada toda una población y aún así llamarla ciudad, pero su madre, en uno de sus raros arranques de humor, la había avisado de que los oriundos se enfadaban mucho si alguien utilizaba la palabra “pueblo”. A Marta le gustó de primeras, tal vez porque se veían murallas, casas antiguas y una catedral. Tenía color medieval. A Marta le fascinaba todo lo medieval: las piedras; las almenas; las ventanas ojivales; las estatuas cabezudas y con el cuerpo esquelético, como si no hubieran dejado de pasar hambre en toda la Edad Media. Tenía un libro de castillos y otro de caballeros y casi se 34 los sabía de memoria. Le habían costado las pagas de varias semanas, pero como no salía casi nunca apenas había sido un sacrificio para ella. Todavía tardaron unos veinte minutos en llegar, porque el tren tuvo que dar un largo rodeo y además aminoró su marcha kilómetros antes. Entraron por la parte sur de la ciudad, que se veía oxidada y ruinosa: casas viejas, hangares industriales y desguaces que deterioraban la buena impresión anterior. De pronto, Marta se sintió triste y asustada, y notó un dolor en el vientre que la hizo tiritar. “Es la hora de la verdad”, se dijo. * * * * * “Ésta es mi primera noche en la nueva casa. 35 Marta se detuvo tras la primera frase. Había pensado en describir su nuevo hogar, pero sería mejor ir por orden y hablar de su llegada a Tarpeya. El tío Germán ha venido a buscarme a la estación. Me ha dicho que me veía muy cambiada y mucho más guapa, pero no sé si fiarme, porque sé que siempre les dice esas cosas a las chicas. Yo he estado a punto de decirle que lo veía un poco más gordo, pero he preferido callarme. De todas formas, como es tan alto lo lleva bastante bien. Venía con él María Jesús, otra profesora del mismo instituto, que debe tener algo menos de treinta años y da lengua española. Por lo visto voy a ser alumna suya. Parece un poco tímida, pero se esfuerza en ser simpática. 36 Menos mal, porque yo sí que soy tímida. Me revienta no ser capaz de decir ninguna frase con más de cinco palabras. Espero que no haya pensado que soy tonta. Primero he pensado que mi tío y María Jesús eran novios, pero no lo parece. Marta se detuvo y tomó aliento. (Cuando escribía siempre contenía un poco la respiración.) Le había dado la impresión de que María Jesús miraba mucho a su tío cuando éste no se daba cuenta. Podía estar enamorada de él, aunque Marta no sabría asegurarlo. No entendía mucho de esas cosas: nunca había salido con ningún chico. Todo lo más, Jesús Cortina había intentado besarla en una fiesta del instituto, y ella se había asustado y no le había dejado. Era una lástima, porque aquel muchacho le gustaba, pero diez minutos después de rechazarlo, lo había visto morreándose en una esquina con Nuria. “Los 37 tíos son todos unos cerdos”, le había dicho Vanesa para consolarla. Marta prosiguió tras un suspiro. Suspirar era casi un vicio para ella, como para otra gente fumar o beber café con sacarina. (Su madre, por ejemplo.) Mi tío vive en un piso de cuatro habitaciones que es más grande que el que yo tenía en Madrid, pero está un poco destartalado. Sin embargo, no lo he visto tan sucio como me había avisado Vanesa. Para ser hombre, mi tío parece casi ordenado. Mi habitación es la última del pasillo y no tiene casi muebles, más que el armario y la cama, pero seguro que mi tío no entra en ella sin llamar como hace todo el rato mi madre. Además, me ha dicho que mañana va a conseguirme 38 una mesa y va a apretar los tornillos del somier para que no cruja tanto. Marta aprovechó para echar otro vistazo a la habitación. En su descripción se había olvidado de la cortina de cuadros, pero casi era mejor. Si había tres cosas en el cuarto, cada una de ellas parecía la más inapropiada para combinar con las otras dos. Ya intentaría ella darle un aire más personal. De todas formas, me ha enseñado otro cuarto que le sirve de estudio y en el que tiene un ordenador y un montón de libros. (Por lo menos habrá doscientos. ¡Y yo que estaba toda orgullosa de que tenía treinta!) No le importa que estudie y trabaje allí, aunque esté él. Me he puesto a mirar los libros. A María Jesús le ha extrañado y me ha preguntado si me gusta leer. Le he 39 dicho que me encantan los libros sobre la Edad Media y sobre romanos y egipcios, y las novelas de fantasía, y se ha sonreído mucho; creo yo que con un poco de condescendencia. Marta miró la última palabra con aire orgulloso. Le sonaba, pero como no estaba muy segura de que fuera correcta para lo que quería expresar la había mirado en un diccionario de su tío. Y había acertado. María Jesús le había señalado unas cuantas novelas que según ella eran muy buenas, de autores que Marta conocía perfectamente por la televisión y los periódicos, pero que no le apetecía demasiado leer. Su tío tenía otros libros que le parecían mucho más interesantes: Tolkien, Asimov, Lovecraft... Precisamente tenía uno de este autor junto al diario, y estaba pensando en entrar en la cama para leerlo. “El caso de Charles Dexter Ward” prometía ser aterrador. 40 Voy a dejarlo por hoy. Mañana será un día difícil. Sí que lo sería. Marta era demasiado tímida, como bien sabía ella misma, y al día siguiente tendría que sentarse en una clase nueva, observada por treinta pares de ojos desconocidos. Mejor no pensar demasiado en ello, y una buena novela de terror era lo mejor para evadirse. 41 Argi Marta tardó mucho en dormirse, y tuvo sueños tan raros y llenos de tantos sobresaltos que al despertar se sintió como una alfombra apaleada. Su madre aparecía en casi todos sus sueños, llenándolos con su voz estridente, pero también había un lugar para el extraño viajero que había llamado su atención. En una ocasión, Marta pasaba junto a su lado, en el vestíbulo de un hospital en el que habían ingresado a su madre por una intoxicación de anticelulíticos o sacarina o algo así, y se tropezaba y caía sobre la enorme bolsa de lona que aquel hombre vigilaba con tanto interés. Se levantó y musitó disculpas, y su mirada se topó de frente con la de él. En ese momento se despertó sudando, a pesar de que no hacía calor, y con el corazón desbocado. Había vuelto 42 a ver algo muy raro en aquellos ojos, casi inhumano, pero no lo podía recordar. Un par de horas después, cuando por fin estaba durmiendo plácidamente, o al menos así le pareció a ella, sonaron en la puerta los nudillos de su tío. -¡Arriba, perezosa! No es cuestión de llegar tarde el primer día. Había buen humor en la voz de su tío, algo con lo que no estaba acostumbrada a levantarse. Marta se aseó y se puso unos vaqueros, una camisa y un jersey para ir al instituto, y fue a la cocina. Sobre la mesa ya la estaban esperando unas tostadas, mantequilla y mermelada y un café con leche. -¡Puff! ¡Vaya desayuno! ¿De verdad esperas que me coma todo eso? -Puedes dejar los platos y la taza intactos, pero lo de dentro hay que comérselo. ¿Qué sueles desayunar tú? -Pues... un café solo con sacarina. Su tío rompió a reír. 43 -Las manías de tu madre. Cuando tengas sus caderas, empieza a preocuparte por la línea. ¡En mi casa no quiero anoréxicas! Tengo a una alumna de baja desde hace un par de meses por culpa de la anorexia, y no es ninguna broma. Su tío Germán no era insistente y machacón como su madre, pero por esa misma razón resultaba más sencillo hacerle caso. Marta descubrió que tenía hambre y que un alimento tan simple como una tostada podía ser un manjar a aquellas horas. -Hoy no me toca entrar a primera hora, pero iré contigo. La verdad es que odio madrugar, así que tenlo en cuenta, ¿eh? Germán hablaba con tan buen humor que Marta no le tomó en serio ni se sintió culpable por aquel pequeño favor. Como tampoco cuando su tío le dijo que, por una vez, iría al instituto andando y no en coche, para que Marta pudiera aprenderse el camino. La mañana era fresca, con un velo de nubes altas que amortajaban la luz del sol. Caminaron con ligereza. Su 44 tío, entre las nubecillas de vaho de su aliento, le iba señalando diversos lugares para que reconociera el camino: el acueducto medieval que parecía romano; la mercería de la señora Celedonia, que tenía más años que una tortuga del Pacífico (ella y la mercería); la estatua del héroe tarpeyano que ayudó a conquistar no sé qué país de Sudamérica; el antiguo teatro, que llevaba tres años en obras esperando la gran reinauguración. Marta no tardó en perder la cuenta. Estaba a la vez adormilada y nerviosa, una mala mezcla para prestar atención. -Ahí tienes mi instituto. Bueno, ahora es tuyo también. ¿Qué te parece? El instituto era más viejo que el suyo de Madrid, y sin embargo estaba mejor cuidado. A Marta le gustaron mucho los jardines que rodeaban los pabellones, en particular uno que caía en cuesta y era tan frondoso que a buen seguro el jardinero se tenía que abrir paso a machetazos. Había tres pabellones de aulas y uno de oficinas y despachos. Entraron al primero, donde estaba la clase de Marta. Los pasillos se veían llenos de chicos 45 y chicas que contaban o inventaban sus últimas hazañas del fin de semana, mientras esperaban con indolencia la llegada de los profesores. Algunos fumaban, aunque escondían los cigarros al ver a Germán. Muchos tenían un pie apoyado en la pared, que se veía llena de huellas negras. Ésa debía ser la marca de familia de todos los institutos de España. Tío Germán la llevó hasta su clase y se detuvo en la entrada. Al momento hubo unos veinte pares de ojos fijos en Marta. Sintió que la tierra se la tragaba. Germán se acercó por detrás a un chaval pelirrojo, el único que no debía de estar mirando a la recién llegada, y le dio un pescozón. El muchacho se dio la vuelta con cara de pocos amigos, pero cambió de expresión al ver al profesor. -Eh, tú, Zanahoria, ven para acá -le dijo Germán -. Esta chica es mi sobrina Marta, y ha tenido la desdicha de tocarle en la misma clase que tú. Mira a ver qué tal me la tratas, que no vaya a Madrid diciendo que aquí somos todos unos cafres. 46 -¿Así que eres sobrina de este individuo? -preguntó el tal Zanahoria con un marcado acento de la tierra-. Bueno, no tienes la culpa. Pasa para acá, que te deje el horario si quieres. Germán se despidió de ellos y se fue al bar del centro. “A ver si me tomo la segunda dosis de cafeína del día y me espabilo”. El Zanahoria, mientras explicaba a Marta que era el delegado, y que había sido alumno de su tío, y que, por cierto, todavía tenía la Física pendiente, pero no le guardaba rencor, porque en el fondo Germán era un tío legal, y no como otros que se las daban de guay y luego no lo eran... le enseñó la clase. -Si no te quieres sentar sola, puedes hacerlo ahí con Argi, aunque no te lo recomiendo mucho. Marta miró junto a una ventana, casi al fondo, donde un muchacho flaco y con gafas estaba concentrado leyendo una revista. -¿Por qué no me lo recomiendas? -Bueno, ya lo verás tú. Si no te das cuenta, para qué te lo voy a decir. La verdad es que me sentaría yo contigo 47 en vez de con el plasta de mi compañero, pero luego se entera mi chavala, que está en la clase de arriba, y la hemos liado. ¡Menuda es de celosa! Un remolino de gente en la puerta anunció la llegada del profesor. Marta dudó entre un par de mesas que quedaban vacías y la del llamado Argi, y, sin saber muy bien por qué, se sentó con éste. -Hola. Argi levantó la mirada de su lectura, una revista de divulgación científica, y, apartándose el lacio flequillo, observó a Marta. Luego miró a los lados como si sospechara que le estaban rodando para un programa de cámara indiscreta. -¿Y tú quién eres, tía? -preguntó. -Me llamo Marta. Soy nueva en este instituto. ¿Te importa que me siente aquí? El muchacho se quedó pensando un par de segundos; tal vez lo justo para darse cuenta de que una chica pretendía sentarse a su lado y de que si no reaccionaba pronto perdería aquella ocasión. 48 -¡No, no, por supuesto! Quiero decir, claro que puedes sentarte. Me llamo Argimiro, pero todos me llaman Argi. -Ya me lo habían dicho. -Chsss... Que viene la de Latín, y a primera hora trae muy mala leche. Ha tenido un crío que no para de llorar en toda la noche y, en cuanto te descuidas, la paga contigo. La profesora de latín dejó la cartera sobre la mesa, se quedó unos segundos mirando por la ventana, y por fin dirigió la mirada a la clase. Al momento reparó en Marta, y le preguntó quién era con tono de pocas amigas. Cuando supo que se apellidaba Mateos Riesco, cayó en la cuenta de que era la sobrina de Germán y cambió el gesto, pero con una sonrisa forzada que hizo a Marta pensar que su tío y ella no se llevaban del todo bien. Durante el resto de la mañana, como era bastante observadora (al menos eso le había dicho su antigua profesora de Literatura), Marta estudió las reacciones de todos los profesores que fueron llegando, y sacó sus 49 conclusiones sobre el grado de amistad que tenían con Germán. Por lo visto, su tío en general caía bien. Eso hizo que se fuera sintiendo mejor. También se enteró de a qué se refería el Zanahoria al hablar de su nuevo compañero. Argi no parecía el chico más aseado del mundo, y eso, a aquella edad, solía traducirse en una peculiar mezcla de olores, por decirlo suavemente. Llevaba unas zapatillas de deporte con calcetines negros, unos pantalones con más lámparas que la capilla de una catedral, un cerco negro en el cuello de la camisa bastante revelador, y el pelo tan repegado que parecía utilizar su propia grasa como fijador. Lo único que tenía limpio eran las gafas, pero eso no las hacía menos feas. Por todo aquello, Marta pensó en sentarse sola después de las primeras clases, pero, ¿cómo decírselo al muchacho sin ofenderle? En los descansos (había dos, después de la segunda y la cuarta clases) pudo comprobar que nadie tenía muy en cuenta los sentimientos de Argi. 50 Había en particular dos chicas que no se cortaban a la hora de tirarle pullas al muchacho. Pero ella no era así. En el segundo recreo, cuando estaba en la cafetería comprando chucherías (gominolas, chicles y otros objetos indefinibles), se le acercaron esas dos mismas chicas. -No te sientes con ese pelmazo -le dijo una de ellas, una rubia un tanto rolliza (maciza, dirían los chicos) que se llamaba Ruth-. Ponte con Silvia y conmigo y te lo pasarás mejor. Al menos, era una buena señal que otras personas quisieran su compañía cuando aún apenas la conocían. Marta se sentía rechazada con facilidad, así que agradecía aquel gesto. Pero por esa misma razón le empezaba a dar pena de aquel muchacho desgarbado y, por qué no decirlo, más bien guarro. -¿Qué tal te va de momento? -le preguntó su tío, mientras se abría paso hacia la barra del bar entre la marabunta de alumnos. -Bien. Los profes parecen buena gente. 51 -¡Ja, ja! Qué sobrina tan discreta tengo. Eh, María Jesús, a ver si tú también le pareces buena persona cuando le des la primera clase. La aludida sonrió, mirando a Germán. Estaba tan cerca de Marta que ésta pudo ver cómo se le dilataban las pupilas al fijarlas en su tío. “Yo creo que sí que está colada por él”, se repitió. Volvió al aula antes de que sonara el timbre y vio que Argi seguía sentado, leyendo de nuevo. Pero lo que tenía ahora entre manos era una novela en vez de una revista. Marta le preguntó el título, y Argi, sin mirarla a la cara, se limitó a enseñarle la portada. Un dragón plagado de cuernos y púas sobrevolaba un bosque, llameando fuego por las fauces, mientras un hechicero levantaba su vara, dispuesto a fulminar a la bestia. (Otra cosa era que lo consiguiera.) Se trataba del volumen de una serie de fantasía que Marta había visto en varias librerías, pero que no se había decidido a comprar. -¿Te gustan los libros de dragones? Argi hizo un gesto vago. 52 -Sí, bastante. Aunque éste no me está pareciendo nada del otro jueves. Donde esté “El Señor de los Anillos”, que se quiten todas estas imitaciones. Marta exclamó entusiasmada: -¡Es mi libro favorito! Me lo he leído ya tres veces. Argi la miró por fin a la cara. -Vaya, eso es tener buen gusto -reconoció-. Yo tengo en casa un mogollón de libros sobre fantasía y ciencia ficción. ¿Has leído...? Charlaron durante un rato sobre libros, para descubrir que tenían gustos parecidos. Para cuando terminaron las clases de aquel día, Marta había decidido que Argi le caía simpático y que no tenía por qué cambiarse de sitio. Aunque no vendría mal soltarle alguna indirecta para que mejorara su facha y, sobre todo, su “aroma”. 53 El ladrón de joyas La doctora Rojo tenía su propia consulta psiquiátrica en Madrid, en el barrio de Hortaleza, pero se había instalado hacía poco tiempo y aún la acuciaban las deudas. Su colaboración con la policía le permitía llegar con más holgura a final de mes y de paso encontrarse con casos fascinantes que jamás habrían acudido por su propio pie a su consulta. El hombre al que iba a ver por segunda vez era uno de aquellos pacientes. El día anterior habían reclamado la presencia de la doctora Rojo en el centro para detenidos del barrio madrileño de Moratalaz. Un supuesto amnésico, le dijeron, sospechoso de un importante robo. Se había entrevistado con él por la tarde, en el pequeño y sobrio despacho que solían usar los asistentes sociales y 54 que habilitaban para ella de vez en cuando. Los resultados no habían sido muy alentadores, pero ahora, veinticuatro horas después, esperaba obtener alguna información más de él. Se trataba de un individuo de unos cincuenta años, barbudo, vestido con una gabardina gris, al que la policía había pedido la documentación en la estación de tren de Atocha. No llevaba ningún papel que lo acreditara, ni supo dar noticia alguna de sí mismo (un nombre, una dirección, el teléfono de algún familiar o amigo), de modo que procedieron a registrarle el equipaje. La primera intención de los agentes era ayudarle, pues al principio creyeron encontrarse ante un caso precoz de demencia senil o ante un hombre con amnesia temporal. Cuando quisieron cogerle la bolsa de lona que llevaba, el sujeto se puso violento. Su fuerza física era tal que para reducirlo tuvieron que acudir seis personas más, entre policías y guardias de seguridad de la estación. Una vez que lo inmovilizaron y registraron la bolsa, los agentes 55 descubrieron con estupor que la bolsa estaba llena de joyas. Kilos de oro, según le habían dicho a la doctora. Los policías que interrogaron a aquel hombre no consiguieron averiguar nada de él. Ignoraban también la procedencia de las joyas, aunque prácticamente habían descartado que las hubiese robado en España. Frustrados, recurrieron a la doctora Rojo. La psiquiatra estaba revisando las notas del día anterior cuando le trajeron de nuevo al sospechoso. Ella le invitó a que se sentara en la silla que había al otro lado del escritorio. -Yo creo que pueden salir -les dijo a los dos policías que habían traído al hombre-. Trabajaré mejor si me quedo a solas con él. -¿Está segura? -le preguntó uno de los agentes. -Sí. No hay ningún peligro, no se preocupen. Cuando se quedaron solos en el despacho, la doctora Rojo apartó un poco sus notas y se quitó las gafas. (En realidad, no le hacían demasiada falta, ni siquiera para 56 leer, pero daban un aire de profesionalidad que a una mujer joven como ella le venía bien en su trabajo.) Aquel individuo del que no sabía ni el nombre le resultaba curiosamente atractivo. Tenía aspecto de vagabundo, pero no porque estuviera sucio o desaliñado, sino porque algo en su mirada, en su expresión, hasta en la forma de su rostro lo decía. Daba la impresión de haber viajado mucho, de haber visto infinidad de cosas que hubieran dejado su huella en él... y sin embargo no recordaba nada. ¿Se hallaba ante un farsante, dispuesto a pasar por enfermo mental para eludir la prisión? La doctora Rojo era joven, pero ya tenía cierta experiencia y había desenmascarado a más de un falso “loco”. Si aquel hombre fingía, lo estaba haciendo como un consumado actor. -¿Podría decirme cómo se llama? El sospechoso negó con la cabeza. La estaba mirando a la cara, pero sin verla, con los ojos enfocados mucho más allá, en un punto distante. La doctora Rojo tenía 57 incluso la sensación de que estaban fijos en algún momento de un lejano pasado. Pero, aunque como analista estaba acostumbrada a observar y mirar a los ojos, en el caso de aquel hombre prefería que sus miradas no coincidieran demasiado. Cada vez que las pupilas de él se fijaban en las de la psiquiatra, ésta sentía un extraño adormecimiento, como si aquel hombre tuviera la naturaleza hipnótica de una cobra. -¿Eso significa que no quiere decirme su nombre? - insistió la doctora. -Sería una grosería negarle algo a una mujer hermosa. La psiquiatra hizo caso omiso del cumplido. Aunque no dejaba de halagarla en una voz tan limpia y bien modulada como la de aquel hombre. -¿Significa entonces que no recuerda cómo se llama? -Ésa podría ser una buena razón. La doctora Rojo anotó “Sigue sin utilizar el pronombre personal ‘yo’ en ninguna de sus formas”. ¿Era 58 alguna manía, alguna fijación? ¿O simplemente que aquel hombre carecía del concepto de su propio “yo” y por eso no comprendía las palabras que sirven para expresarlo? Le repitió alguna de las preguntas del día anterior: si recordaba su edad, su lugar de nacimiento, algo de su niñez. El resultado fue igual de desalentador: nada. La psiquiatra sospechaba que era extranjero. Aunque hablaba un castellano perfecto, no parecía hacerlo como si fuese su lengua materna. Daba la impresión de pensar en otro idioma. Para comprobarlo, le había hablado en francés, y él le había seguido la conversación perfectamente en ese idioma. También hizo un pequeño intento en inglés y el resultado, aparentemente, fue el mismo; aunque la doctora Rojo apenas chapurreaba el inglés y no podía asegurar que el sospechoso lo dominase realmente. “Un vagabundo que no recuerda nada de sí mismo, pero que sabe idiomas”. Tuvo otra idea. 59 -¿Me recuerda a mí? ¿Sabe quién soy? Él volvió a sacudir la cabeza. -¿No se acuerda de que hablé con usted ayer? -Hablar con una mujer tan atractiva debería dejar un recuerdo, ¿no? La doctora sonrió. -Así que le parezco atractiva hoy. ¿Se lo parecía ayer? -Ayer, hoy... Son palabras distintas, pero el significado acaba siendo el mismo. El tiempo está congelado. -Se lo preguntaré de otra forma: ¿ha hablado usted antes conmigo? El paciente se encogió de hombros. Evidentemente, aquella pregunta lo confundía. La doctora suspiró. Así que la amnesia de aquel personaje no afectaba sólo a su pasado lejano, sino también a lo más reciente. Apuntó: “Probable Korsakov”. Se trataba de un síndrome de la memoria que se caracterizaba sobre todo por el olvido sistemático de los 60 hechos recientes. La doctora había tratado ya antes con algunos casos: personas con un recuerdo perfecto de su pasado, pero que olvidaban al momento todo lo que les iba sucediendo en el presente. De sus prácticas de estudiante recordaba a un hombre de unos sesenta años con el que había hablado durante quince minutos. En ese cuarto de hora, el hombre se olvidó más de diez veces de con quién estaba conversando, y confundió a la doctora Rojo con una enfermera, con una prima suya de la niñez, con una antigua novia y con su propia madre. Años después había tratado con otro paciente que podía recordar los sucesos del día en el que estaba, pero que al irse a dormir los olvidaba todos. Cada mañana despertaba como una pizarra en blanco, en la que había que reescribir los últimos recuerdos: por qué estaba en el hospital, qué le pasaba, cuántos años tenía, qué les había pasado a sus familiares y por qué no venían a verlo. Pero el caso de aquel hombre era más grave. Hay amnesias en las que se han olvidado fragmentos del pasado, pero puede recordarse lo que ha ocurrido después 61 de la lesión. Hay otras, como el síndrome de Korsakov, en las que se recuerda muy bien el pasado, pero se olvida constantemente el presente. Pero ese hombre parecía haberlo olvidado todo, tanto el pasado como el presente, y renovaba ese olvido a cada momento. No sólo era una pizarra en blanco, sino que resultaba imposible escribir en ella. En realidad, era como escribir en el agua. -¿Sabe usted leer? -Las letras guardan muchos misterios y algunos engaños. -¿Pero las entiende usted? -El significado de lo que se escribe puede desentrañarse. La doctora no sabía si sentirse frustrada o fascinada. Aunque conscientemente incluía el pronombre “usted” en todas sus preguntas, no conseguía que aquel hombre contestara “yo”, o “a mí”, o que utilizara al menos un verbo en primera persona. Aunque, bien mirado, no era de extrañar que una persona desprovista de todo recuerdo no pudiese tener el 62 concepto de “yo”. Suele decirse que somos lo que recordamos. Alguien que no recuerda nada, tal vez no sea nadie. -¿Tendría la bondad de echar un vistazo a estos tests? Durante la hora siguiente, la doctora Rojo comprobó que las aptitudes verbales, numéricas y espaciales del sujeto estaban en perfecto estado. No sólo era así: sus resultados salían muy superiores a la media. Aquel hombre era, o había sido, muy inteligente. Y no se molestaba en ocultarlo. Si fuera un farsante, seguramente habría intentado hacerse pasar por retrasado. Durante todo ese tiempo, ella le estuvo observando. Sus gestos eran pausados, muy económicos. Prácticamente no hacía ningún gesto inútil, y podía permanecer mucho rato inmóvil. Pero no tenía ningún defecto de movilidad: su coordinación era perfecta, el ritmo de sus manos fluido. Parecía interesado por los tests, aunque cuando terminó con ellos volvió a quedarse mirando a la lejanía. O a la nada. 63 Después hicieron unas pruebas de asociación de ideas. La imaginación del sujeto era libre, amplia, y sugería una vasta cultura, que sin embargo se había perdido en el pasado. El único dato de dicho pasado, la única referencia al ayer, fue cuando la doctora Rojo sugirió la palabra “ave”. -Volar... es una gran cosa volar -dijo el hombre, como si hablara de algo que había experimentado. -¿Ha volado usted alguna vez? Tal vez allí hubiera algún recuerdo del que pudiera tirar para arrastrar a los demás. -Dominar el aire es privilegio de los hijos de la tierra. Quien quiso moverse en las alturas sin contar con la tierra fue abatido, y su orgullo humillado. La psiquiatra intentó anotar la respuesta, pero se perdió a la mitad. Por suerte, estaba grabando la entrevista en vídeo. No consiguió nada más con la asociación de ideas. Decidió probar con un ataque directo. -¿Por qué robó usted las joyas? 64 Él la miró sin entender. -Usted fue detenido con una bolsa llena de joyas. ¿No las había robado usted? -El oro puede llevarse de aquí para allá, aunque es mejor juntarlo. Es más útil si forma un buen montón. -¿Ah, sí? ¿Y para qué? -Dormir en oro es cómodo. La doctora enarcó las cejas, sorprendida. Por supuesto, había tratado con pacientes que daban respuestas mucho más absurdas. El problema de aquel hombre era que sus ocurrencias resultaban extrañas, pero tenían cierto sentido. “Un sujeto fascinante”, se dijo. -Voy a enseñarle algo que llevaba usted encima. Aquella era la señal convenida. Poco después, la puerta del despacho se abrió y un fornido policía pasó al interior con el equipaje del sospechoso. La propia doctora se puso en pie, cogió la bolsa, la puso sobre la mesa y la abrió. Le había sido difícil obtener la autorización para utilizar las joyas en su 65 examen, pero al final había logrado convencer al teniente de policía. “¿Qué peligro puede haber en este cuartel tan grande? Hay suficientes agentes aquí como para detener a toda la banda de Al Capone”, bromeó. No podía sospechar lo que iba a ocurrir. Cuando abrió la cremallera de la bolsa y el oro se reflejó bajo el fluorescente del techo, los ojos del sospechoso cambiaron de expresión. Donde antes había habido mansedumbre, distracción, incluso cierta cortesía, apareció un brillo de codicia animal. -¡Mío! ¡El oro es mío! La doctora pensó en anotar: “Por fin usa el pronombre de primera persona”. Pero no tuvo tiempo. El sospechoso dio un violento empujón al policía, que se estrelló contra la pared, y aferró la bolsa con sus largos dedos. -¿Qué está haciendo? ¿Se ha vuelto...? -protestó la psiquiatra. El hombre la miró a los ojos y la doctora se quedó en blanco. 66 * * * * * Por fin, tras varias semanas de darle vueltas a lo sucedido, los implicados en aquel asunto decidieron echar tierra sobre él. Puesto que no sabían de dónde procedían las joyas y no les había llegado ninguna denuncia, hicieron como que nunca habían existido. El agente de policía golpeado tuvo que guardar cama unos días, pero al final su columna no sufrió daños graves. En cualquier caso, no recordaba qué hacía tirado al lado de la pared. Nadie había visto salir al sospechoso. Por alguna extraña razón, todos los agentes que había entre el despacho y la salida del cuartel (y se trataba de una larga distancia y de muchos agentes) debían de haber mirado a otro lado cuando el hombre pasaba junto a ellos. Resultaba increíble, aunque no tanto si se examinaba la grabación de vídeo. Allí aparecía la doctora Rojo, perfectamente reconocible. Pero en el lugar que debía ocupar el rostro del sospechoso sólo había una mancha 67 gris. Y sus palabras no habían corrido mejor suerte: no había una voz articulada, sólo un murmullo ininteligible que ni los técnicos de sonido lograron limpiar. La cinta fue guardada en lo más profundo de algún archivo, o destruida: nadie quiso hacerse responsable de ella. En cuanto a la doctora Rojo, permaneció casi un mes en el hospital, en un estado de catatonia del que sólo salía para farfullar palabras incomprensibles. Por suerte, acabó recuperándose y no le quedaron secuelas del incidente. Aunque no recordaba nada de la entrevista con el ladrón de joyas. Y nadie hizo demasiado por refrescarle la memoria. 68 Otra vez el Hombre Gris Durante unas semanas, la vida de Marta transcurrió con cierta placidez. A decir verdad, por comparación con la que había llevado en casa de su madre, casi podría haber dicho “felizmente”. El nivel del instituto no era demasiado diferente del suyo, y además su tío la animaba mucho para que estudiara. Animar para él no era dar voces (“¡¿qué haces con esa novelucha en vez de con un libro serio?!”), para luego mandarla a un recado inacabable la tarde antes de un examen y después echarle en cara los suspensos y mirar a otro lado para no ver los sobresalientes. (Todas ésas eran prácticas habituales de su madre.) No, su tío se lo ponía todo fácil cuando había exámenes, y prácticamente no le permitía hacer nada en la casa: él barría -salvo debajo de las alfombras-, 69 limpiaba el polvo -muy someramente-, planchaba -como si no lo hiciera- y hacía la comida -en eso era bastante bueno-. Además, se sentaba a menudo con ella para ayudarla con las asignaturas, y si no sabía algo, lo consultaba con alguno de sus compañeros; sobre todo con María Jesús, que para las letras tenía una cultura casi enciclopédica. (De hecho, hacía unos años había ganado en un concurso de televisión los tres millones con los que se había comprado el Audi.) Por primera vez en mucho tiempo, Marta sentía que le importaba a alguien. Incluso cuando tuvo la gripe, se permitió el lujo de ponerse un poco melindrosa y echarle cuento, ya que comprobó que tanto su tío como María Jesús (que, para no ser su novia, pasaba bastantes horas en casa) se preocupaban por ella y le ponían el termómetro, le llevaban leche caliente, queso fresco y jamón de York a la cama y le preguntaban qué tal estaba sin un mal gesto. Después, por supuesto, Marta se sintió culpable por haber exagerado, pero no le dijo nada a nadie. 70 * * * * * En cuanto a las clases, estuvieron amenizadas por la llegada de un nuevo profesor de inglés, que venía a cubrir una baja por maternidad. El recién llegado, Federico Lasso, era un hombre de unos treinta años, alto, atlético, muy moreno y de ojos intensamente negros, que vestía más como el relaciones públicas de una discoteca que como un profesor. Ya en la primera clase suscitó el arrobo de las alumnas y la tirria de los alumnos, sobre todo de los que tenían puesto el punto de mira en alguna de sus compañeras. A Marta también le resultaba atractivo, pero no lo manifestaba con tanto entusiasmo como Ruth y algunas otras chicas tan desinhibidas como ella. -Pero, ¿de verdad que no has visto qué culo tiene? Por un hombre así sería madre soltera -aseguraba Ruth en el bar del instituto, con la boca llena de gusanitos. 71 -No está mal -reconocía Marta-, pero yo creo que se lo tiene un poco creído. -Di que sí -intervenía Argi, que desde que se sentaba con Marta había empezado a ir a la cafetería en el recreo y a hablar un poco con los demás compañeros-. Ese tío es más artificial que la oveja Dolly. -¡Envidia cochina, que ya quisieras estar tan buenorro! -le espetó Ruth. -¡Pero qué dices tú! Si es que sois unas pardillas, que picáis con el primer cebo. Mirad, el tío llega así, se sube a la tarima, se pone los pulgares en el cinturón para marcar paquete y os mira a todas como diciendo: “nenas, aquí ha llegado vuestro macho”. Marta se rió de buena gana, tanto por el comentario de Argi como por la pinta que tenía con su cuerpo de espantapájaros imitando a Lasso. -Y cuando le preguntas algo y se inclina sobre tu pupitre, sacando tríceps y mirándote tiernamente a los ojitos, para decirte con voz susurrante: “¿Cuál es tu problema, Ruth?” 72 -¡Mi problema es que quiero que me haga mujer! - chilló la aludida, poniendo los ojos en blanco. -¿Cuántas veces quieres que te hagan mujer, querida? -preguntó con sarcasmo Silvia, otra del grupo. -¡Bah! Lo que he hecho hasta ahora sólo ha sido una imitación, esperando al hombre de mi vida. ¡Hacerlo con críos de tu edad es como seguir siendo virgen! Marta enrojeció. El descaro de Ruth le resultaba divertido, pero a veces era demasiado grosera. Por su parte, Argi se marchó refunfuñando que las chicas se creían muy maduras cuando lo que eran... -¿Qué ha dicho? -preguntó Silvia. -Algo que termina en “ollas” -contestó Ruth-. Pobrecito mío, quién será la que haga hombre a ese desastre. De pronto dirigió una mirada pícara a Marta. Ésta se ruborizó aún más, temiéndose cualquier ocurrencia de su compañera. 73 -Aunque gracias a ti ya no es tan desastre. ¿Cómo has conseguido que se lave? Ahora huele a colonia que tira para atrás, pero se aguanta bastante mejor. -Pues... se lo insinué con mucha delicadeza. Y aún así, recordó Marta, Argi se había puesto colorado y ella se había sentido culpable durante varios días. ¿Tal vez la gripe había sido provocada por un ataque agudo de culpabilidad? El caso es que, al volver a clase tras casi una semana de baja, se encontró con que Argi parecía otra persona. Aunque su gusto en la ropa seguía siendo más que discutible, venía más aseado: se había afeitado aquella ridícula pelusa de la cara, no traía manchas en los pantalones ni cercos en las camisas, llevaba el pelo limpio y hasta olía a colonia (barata, pero nada es perfecto). -Yo creo que está enamoradino de ti -dijo Silvia, con el peculiar deje extremeño. -Dejadle en paz, que es buen chico. -Un poco rarito es lo que es. 74 Marta tenía que reconocer que Argi resultaba chocante y contradictorio. Lo mismo le traía un libro para que lo leyera, sin que ella se lo hubiera pedido, que le soltaba cualquier bordería sin venir a cuento, sobre todo para meterse con Madrid y los madrileños. Sus cambios de humor eran inexplicables. Y en las notas, alternaba los dieces con los ceros, incluso en la misma asignatura, para desesperación de los profesores. -En confianza -le había dicho María Jesús, mientras tomaba café en su casa-, ese muchacho no anda del todo bien de la cabeza, ¿no? -Yo creo que está un poco más para allá que para acá -intervino Germán-. Pero no debe de ser tonto. -Para nada -le defendió Marta-. Lo que pasa es que si se está leyendo alguna novela que le gusta, le da igual tener un examen al día siguiente. Hasta que no acaba el libro, no para. -Y luego pasa lo que pasa -dijo María Jesús-. Es una lástima que en el temario de literatura no entren Tolkien o Asimov, porque si no Argi sería una eminencia. 75 -A mí también me gustan. -Sí, pero tú estudias si tienes un examen. -Es que las chicas sois mucho más responsables que nosotros -repuso Germán-. Menos mal que habéis venido al mundo para rescatarnos a los hombres de nuestro natural desastre. María Jesús tenía tendencias feministas, y Germán disfrutaba mucho chinchándola con comentarios punzantes y, sobre todo, chistes machistas que conseguían que hasta la tímida Marta acabara tirándole cojines a la cabeza. La verdad, reconocía a veces, cuando se iba a acostar, es que se lo pasaba bien con todos ellos. No tenía ningún deseo de volver a Madrid... * * * * * Que la vida en Tarpeya era muy distinta de la de la capital le resultó evidente a Marta desde el primer día. El profesor de griego (un hombrecillo ya casi al borde de la jubilación, pero muy vivaracho y que venía a clase 76 todos los días con pajarita o, al menos, con corbata) les había hablado de la ciudad de Atenas, y Marta encontraba curiosos parecidos entre la ciudad griega y Tarpeya. Por ejemplo los antiguos atenienses eran muy aficionados a salir a la calle a la mínima excusa, y en ello les ayudaba el clima, que era muy benigno. Los ciudadanos solían dirigirse al ágora, y allí hacían algunas compras sin importancia y aprovechaban para dedicarse a su auténtica afición: charlar. Los tarpeyanos tenían el equivalente del ágora de Atenas en la Plaza Mayor, que era de forma vagamente rectangular y estaba rodeada de porches a los que asomaban tiendas y bares de todo tipo. Allí, entre compras, cafés y vinos, los tarpeyanos pasaban buena parte del día hablando, paseando, observando y saludándose cinco veces seguidas. (En una ciudad tan pequeña no era raro encontrarse repetidamente con la misma persona.) Cierto es que Marta se imaginaba a los atenienses en sesudas conversaciones sobre filosofía, arte, mitología o la última guerra contra los espartanos, mientras que los tarpeyanos eran más amantes del 77 cotilleo local. Cuando la conversación pasaba de los límites de la ciudad, solía ser sobre fútbol. A Marta le gustaba pasear por la plaza a media tarde, de modo que se presentaba voluntaria cada vez que había que comprar alguna minucia en casa. Ella aún no era muy conocida en Tarpeya, así que no tenía que cumplir el ritual del saludo constante y podía dedicarse a observar a la gente. A veces se sentaba en uno de los bancos de piedra que había en el centro de la plaza y tomaba notas con un lápiz minúsculo en un cuadernillo no mucho mayor. (El diario y la estilográfica los tenía reservados para sus impresiones más importantes.) Un día que pasaba bajo un pórtico, tras echar un vistazo a la cartelera del cine, vio a alguien familiar que ocupaba su banco favorito. Se quedó un rato pensativa. Sabía que conocía a ese hombre de antes, y que entonces le había llamado la atención, pero le costaba recordar quién era y por qué se había fijado en él. ¡Ya está! Era aquel viajero del tren que parecía guardar algo tan valioso en su pesado bolsón. Marta se 78 acercó de lado y con precaución, como si temiera espantarlo. El hombre seguía llevando la misma gabardina gris, los mismos pantalones grises, el mismo jersey gris. A decir verdad, todo en él parecía gris. Hacía buena tarde, y el Hombre Gris, como ya lo había bautizado Marta, disfrutaba de ella. La muchacha recordó que en el tren le había visto en una actitud similar, levantando la barbilla para aprovechar los rayos del sol y completamente inmóvil. A Marta le hubiera encantado acercarse a él con la libreta y decirle: “Perdone, es que quiero ser escritora y me parece que podría ser usted un personaje muy interesante. ¿Le importaría contarme su historia?” Hasta fantaseó unos segundos con la idea, pero ni aunque hubiera sido menos tímida se habría atrevido a hacer algo así. Era una lástima, se dijo, que las convenciones sociales impidieran abordar a un desconocido sin ser presentada antes. ¿Cómo cambiarían nuestras vidas si pudiéramos hablar con las personas que nos parecían 79 interesantes? ¿Cuántos matrimonios, cuántas amistades nuevas y felices se crearían? Marta estaba a unos diez metros a la izquierda del Hombre Gris, y había muchas otras personas en la plaza. Sin embargo, él debió reparar en el atento escrutinio de la muchacha, porque volvió la mirada directamente hacia ella. Marta se quedó paralizada, como si la hubieran sorprendido en una acción vergonzosa, incapaz siquiera de apartar los ojos. El Hombre Gris arrugó un poco la nariz, como si estuviera oliscando algo. Después vino lo más extraño: levantó su mano derecha y la dejó extendida con el dorso hacia arriba. Una paloma (una de tantas que revoloteaban por la plaza y que huían no bien se les acercaba alguien) vino a posarse sobre ella. El Hombre Gris miró a la paloma y ésta volvió a alzar el vuelo. Sin saber muy bien por qué, Marta levantó su mano. Ante su asombro, la paloma se posó en ella. -¿Qué mensaje me traes? -preguntó Marta, pero la paloma se limitó a mirarla durante unos segundos, 80 inexpresiva, y después voló a reunirse con sus alborotadoras compañeras. Para entonces, el Hombre Gris se había levantado del banco y ya se perdía por una bocacalle. ¿Cómo podía haberse movido tan rápido? Definitivamente, era un buen personaje para cualquier relato. El castillo de Raposas A finales de marzo empezaron a ocurrir cosas. Argi le preguntó un día: -¿Te gusta montar en bici? -Bueno, no soy ninguna figura, pero por lo menos no me caigo. En Madrid es difícil montar, si no quieres que te pille un coche o que el humo te asfixie. Argi la miró casi con cara de pena. 81 -Es una de las cosas buenas que tenemos los de pueblo, que podemos montar en bici por donde queramos. -Hace mucho que no llamo pueblo a Tarpeya, así que no hace falta que te pongas tan susceptible. -Bueno, lo que quería decir es que aquí se puede ir a sitios muy interesantes con la bici. Yo suelo darme una vuelta los sábados por la mañana. La verdad es que he encontrado lugares muy bonitos. Ahora que iba conociendo un poco a Argi, Marta supuso que trataba de invitarla a que le acompañara en una excursión. Pensó que se merecía una recompensa, ya que había tenido el detalle de mejorar su aspecto y no ofenderse por la sugerencia. Además, sería interesante visitar los alrededores. -Mi tío tiene una bici en el cuarto trastero; vamos, en el cuarto que tiene hecho un trastero, más bien. No me importaría hacer una excursión algún día que salga bueno. La cara de Argi se iluminó por un momento. 82 -¿Sí? Me sé un sitio que te va a gustar seguro. ¿Has oído hablar del pueblo abandonado de Raposas? Al oír la palabra “abandonado”, la naturaleza fantasiosa de Marta se despertó. -Pues no. No me digas que aquí tenéis pueblos abandonados, como en el Salvaje Oeste... -Raposas lleva abandonado... qué sé yo, cuarenta años o más, desde que hicieron el pantano de Maestres. -¿Qué pasa, que quedó sepultado por el agua? -¡Mucho mejor! El pueblo está intacto, pero el agua lo rodeó y lo convirtió prácticamente en una isla. Como los habitantes se quedaron sin tierras para cultivar, tuvieron que largarse de allí, así que Raposas se convirtió en un pueblo fantasma. Ahora tiene un aire misterioso que seguro que te gusta. Se llega por un camino que está fatal, así que los coches no pueden entrar y casi nunca ves a nadie por ahí. -La verdad es que promete. -Pues aún queda lo mejor: hay un castillo. -¡Un castillo! Y no me digas que se puede entrar... 83 -En Atacerca, el pueblo de al lado, dicen que es mejor no intentarlo. Cuentan que los pocos que han entrado no han vuelto a ser vistos nunca -añadió Argi, casi en susurros. -No me digas que tiene una maldición -preguntó Marta, cada vez más interesada. Argi se encogió de hombros y volvió a hablar con voz normal. -Supongo que se cuentan cosas así de todos esos lugares. Pero yo no creo en las maldiciones. -Vaya, resulta raro en ti, con lo que te gusta la fantasía. -Sí, me gusta la fantasía, pero no creo en ella. Una cosa es leerse una novela y otra tragársela, ¿no crees? -Supongo que sí, pero a mí me gustaría que algunas fantasías fueran reales. -Una soñadora, ¿eh? -Argi la miró con lo que debía parecerle una sonrisa de vuelta de todo-. Pues ya tienes edad para ir enterándote de qué va la vida. 84 “¿Y tú me lo vas a decir, Jamfri Bógar?”, pensó Marta, pero se mordió la lengua. -Bueno, ¿me vas a llevar a ver ese castillo o no? ¿Está muy lejos? -Se tarda unas dos horas en llegar. Si salimos temprano el sábado, podemos estar de vuelta a la hora de comer. ¿Te parece bien? -Perfecto. -Bueno, el viernes lo concretamos, según cómo esté el tiempo. Argi se dio la vuelta y se marchó, sin añadir nada más. Marta pensó que aquel muchacho estaba por desbastar. Pero al menos, iba mejorando. Ahora la colonia barata había dejado paso al desodorante. A cantidades industriales de desodorante, pero en los principios suele haber excesos. * * * * * 85 Pasó la semana, y aunque el miércoles amenazó con llover, el tiempo mejoró para el fin de semana. El viernes quedaron. -A las ocho en la puerta del instituto. -No seas cruel, a esa hora no han puesto las calles. -Vamos, tía, no seas perezosa, que ya te he dicho que el pueblo está lejos. -A las ocho y media, venga... -Bueno, a las ocho y media, pero no tardes, que ya sé cómo sois las mujeres. “Como no sea por los libros”, pensó Marta. Pero no dijo nada, pues tenía que reconocer que ella tampoco sabía demasiado de los hombres. A Marta le gustaba quedarse leyendo por las noches, y eso convertía el acto de levantarse por las mañanas en algo casi heroico. Cuando el despertador sonó al día siguiente a las ocho menos cuarto, lo apagó a tientas y se quedó mirando al techo, sin saber muy bien dónde estaba. A veces creía despertarse en su casa, en Madrid. Pero, curiosamente, cuando se daba cuenta de que estaba en 86 Tarpeya, y de que quien dormía en la habitación de al lado era su tío, en vez de su madre, sentía un extraño alivio que la hacía sonreír. “Si hoy es sábado”, se dijo. Entonces recordó que había puesto el despertador para ir de excursión. Marta desayunó un poco más de lo habitual, como ya le había avisado Argi, y guardó un par de manzanas en una bolsa. Sacar la bici de la casa sin armar escándalo y dejando intacta la pintura de las paredes fue tarea tan ardua como introducirla en el ascensor. Al salir de él, se cruzó con una vecina que traía el pan y que la miró con cara de pocos amigos. “No le he manchado el ascensor, señora”, dijo entre dientes Marta. Argi ya estaba esperando en la puerta del instituto. Debajo del pantalón de deporte llevaba una malla de ciclista que le hacía las piernas aún más flacas, como a una grulla. -¿De qué te ríes? ¿Tampoco te gusta cómo voy ahora? 87 -No, hombre, sólo es que me hace un poco de gracia, porque no estoy acostumbrada, pero seguro que yo tampoco estoy para una fiesta. -Bah, no estás tan mal... Venga, vamos a arrancar ya. Pensando que aquello, en boca de Argi, debía de ser casi un cumplido, Marta le siguió. Tomaron la carretera que llevaba al norte y no tardaron en salir de la ciudad. Era algo que sorprendía y agradaba a Marta: en pocos minutos ya estaba en plena naturaleza; no como en Madrid, una ciudad que parecía no acabarse nunca. Hacía fresco, pero con el esfuerzo Marta no tardó en entrar en calor. No solía montar en bici, de modo que cada vez que llegaban a una cuesta algo empinada se quedaba atrás y Argi tenía que esperarla. Se notaba que no lo hacía de muy buena gana, pero no hizo ningún comentario machista, cosa que era de agradecer. Pasada la hora, y después de hacer un alto, llegaron a una carretera vecinal, tan estrecha que apenas quedaba sitio para que se cruzaran dos coches. Estaba flanqueada por robles y encinas. Aquí y allá había rocas de gran 88 tamaño, que parecían fuera de lugar, como si algún gigante las hubiera arrojado allí en el principio de los tiempos. Entre los arbustos se oían ruidos de cuando en cuando, de algún animal que se asustaba al oírlos, pero Marta no llegó a ver ninguno. Más tarde atravesaron un terreno más despejado, con prados y dehesas valladas en las que pastaban rebaños de vacas. Durante el invierno había llovido mucho, y había charcas por todas partes. Marta disfrutaba de lo lindo viendo a las vacas amamantando a los terneros, o a los enormes cerdos negros hozando en el suelo. Para ella esa excursión era casi un safari. Llegaron a otra carretera, algo más ancha, y atravesaron la presa de Maestres. Allí hicieron un alto para asomarse a la garganta por la que bajaba el río, cincuenta metros más abajo, entre espumas y remolinos. -Parece que va fuerte -comentó Marta. -Como ha llovido tanto este invierno ahora están soltando mucha agua para que no rebose la presa. Venga, que todavía nos queda media hora o así. 89 -¡Dios mío, mañana no voy a poder levantarme de las agujetas! Otra carretera vecinal, en peor estado que la primera, los llevó bordeando el pantano, hasta que a lo lejos vieron un monte que parecía brotar del agua y en cuya cima, incrustado en la roca, se veía un castillo oscuro, de altas formas, que, por alguna razón, le pareció a Marta salido de un relato de terror. -¡Ahí tienes Raposas! -exclamó Argi, sin dejar de dar pedales. Las casas estaban arracimadas al pie del castillo y por las faldas del monte. Desde allí (estaban tal vez a unos tres kilómetros) podía parecer un pueblo normal. Sin embargo a Marta, al saber ya que estaba abandonado, le daba la impresión de que lo envolvía un impenetrable silencio que se podía sentir desde allí. Tal vez para pasar tendrían que atravesar una espesura de espinos como la que rodeaba el castillo de la Bella Durmiente. El camino dio un rodeo y se apartó del embalse. Cuando volvieron a ver el pueblo, la perspectiva había 90 cambiado. Si por la parte que daba a la carretera la pendiente del monte era suave, por la que daba al pantano había una abrupta pared que se hundía en las aguas, prolongando el lienzo oeste del castillo. Argi se detuvo y echó pie a tierra. Marta aprovechó para beber agua de su bidón. -¿Qué te parece? ¿Merece la pena el paseo? -Mmmm... Desde luego que sí. El castillo es mucho más bonito de lo que me imaginaba. Es... distinto. -Sí. Los que hay por esta región suelen ser más bajos y anchos. Éste parece un castillo de fantasía. Marta se sonrió. Ambos habían pensado lo mismo. -Bueno, supongo que nos asomaremos un poco más, ¿no? -No sé -objetó Argi-. Se está haciendo un poco tarde. -¿Tarde? Si sólo son las diez y veinte... Argi se mordisqueó los labios, dubitativo. -Da la impresión de que tienes miedo de la maldición -insistió Marta, por picarle. 91 -Qué tontería -respondió Argi. Luego cambió de opinión-. Bueno, la verdad es que nunca he pasado de aquí. Vine hace mucho tiempo con otros chavales y me metieron miedo, no voy a negártelo. -Si eso fue hace mucho tiempo, seguro que eras un crío. Ahora ya sabes que los fantasmas no existen. Argi la miró a los ojos y debió ver en ellos algo que le infundió valor. -Está bien. Vamos allá. La carretera bajaba casi hasta el nivel del agua y allí se cortaba, para convertirse en un auténtico camino de cabras que ascendía hasta la derruida muralla que rodeaba el pueblo. Tuvieron que bajarse de las bicis y dejarlas más o menos escondidas detrás de unas retamas. La cuesta era empinada, pero Marta agradeció utilizar sus piernas para algo que no fuera dar pedales. Pasada la puerta de la muralla había una calle que rodeaba el pueblo y otra que subía en una línea más o menos recta, presumiblemente hacia el castillo. Siguieron por esta última, deteniéndose aquí y allá para curiosear. 92 Muchas de las casas tenían las ventanas rotas, los postigos arrancados o las puertas desvencijadas, y más de un tejado se había hundido; pero el aire general era menos ruinoso de lo que Marta había esperado. Donde más se notaba el abandono era en la propia calle, de la que se había adueñado la naturaleza: para avanzar había que abrirse paso entre arbustos, malas hierbas e incluso algún que otro arbolillo que parecía pedir perdón por haberse atrevido a brotar allí. El silencio era tan espeso como había creído percibir desde la distancia. A Marta se le antojó que, si prestaba atención, tal vez se pudieran oír los ecos alargados de las últimas palabras pronunciadas allí cuarenta años antes, cuando los últimos moradores abandonaron el pueblo. Ella estaba encantada, pero Argi miraba a los lados con una aprensión que parecía crecer a cada paso. -Vamos, no te preocupes. Si tuvieras que andar por mi barrio de Madrid de noche... eso sí que es como para preocuparse. De los muertos no hay que tener miedo. 93 -Mi cabeza me dice que no, pero mi estómago piensa otra cosa. La iglesia estaba en la parte alta del pueblo. Más allá, la calle se convertía en un camino borroso que ascendía hasta el castillo, por una cuesta aún más pronunciada y sembrada de piedras. -¿Quieres ver la iglesia? -preguntó Argi. -No, no, al castillo, al castillo -repuso Marta, hipnotizada por la visión de los dos torreones que lo flanqueaban. -Puede ser peligroso -insistió Argi-. ¿Y si se nos cae una piedra encima, o nos metemos en algún pozo, o...? -No tiene pinta de estar tan en ruinas. Yo voy a subir. Tú quédate a esperarme si quieres. Argi meneó la cabeza, desesperado, y la siguió. Mientras subían a trancas y barrancas, por entre las piedrecillas y el cascajo que se empeñaban en hacerlos resbalar, Marta preguntó a Argi si nadie había intentado adquirir el castillo. 94 -He oído que pertenece a una familia que no es de aquí. No deben tener interés en venderlo, pero tampoco viven en él. No sé, nadie se quiere acercar a él. -Si yo tuviera un castillo como éste... Lo arreglaría, pero lo justo para poder vivir en él y que siguiera pareciendo medieval. -¿No le pondrías luz eléctrica, ni televisión, ni nada de eso? -¡Por supuesto que no! Me las arreglaría con candelabros, y me construiría una biblioteca, y allí, a la luz de las velas, escribiría con pluma y tintero. -Pues yo prefiero escribir con mi ordenador. Me corrige las faltas él solito. -¡Qué prosaico eres a veces! Hay que dejarse llevar por el romanticismo de vez en cuando. -Ya, ya. Y cuando tuvieras un apretón, te ibas a acordar de lo que es tener un váter como Dios manda. Marta sacudió la cabeza, pero no dijo nada. ¿Por qué a los chicos les gustaba tanto demostrar su falta de sensibilidad? 95 Llegaron ante la puerta del castillo, una enorme pieza de roble en la que se abría un postigo de un metro y medio de altura. -Qué retacos eran estos medievales -comentó Argi. -¿Tú crees que esta puerta será tan antigua? Ya me gustaría creerlo, pero seguro que la han restaurado. Había un aldabón de bronce en forma de cabeza de dragón. Marta se quedó un momento mirándolo, hipnotizada, y por alguna razón recordó su llegada en tren a Tarpeya. -¿Qué estás pensando, llamar a la puerta para que te abra el mayordomo de Drácula? -Creo que Drácula no tenía mayordomo. -Ya lo sé, era un decir. Vámonos, anda, que se hace tarde. -Déjame ver cómo suena. Marta llamó tres veces. Esperaba algo profundo y retumbante, y quedó algo decepcionada por la seca tos de la aldaba. Después tiró un poco, y para su sorpresa el postigo empezó a abrirse. Sabía que Argi iba a protestar, 96 de modo que antes de escuchar sus quejas volvió a tirar, hasta que la abertura fue lo bastante grande para pasar. Entró, agachándose un poco. El interior estaba muy oscuro, y salía un aire frío y húmedo. Marta se volvió hacia su compañero de aventura. En el rostro de Argi luchaban el temor que había ido creciendo conforme subían al castillo y la curiosidad que aquella puerta abierta despertaba en él. -Me da muy mal rollo, Marta. No sé por qué, pero me da muy mal rollo. -Si me has traído hasta aquí, no pretenderás dejarme fuera ahora que la cosa se pone emocionante -dijo Marta, poniéndose como objeto directo y a Argi como sujeto para hacerle sentir más protagonista. Aquello solía funcionar con los hombres. ¡Vaya, si sabía más de hombres de lo que ella misma creía! -Está bien -accedió Argi a regañadientes. Entraron agachándose. La luz del exterior se colaba en el pequeño rectángulo que dejaba la puerta, para morir súbitamente y dejarlo todo en poder de la oscuridad. Argi 97 silbó con precaución, y los ecos y reverberaciones les hablaron de una estancia grande y profunda. -Si seguimos, nos vamos a partir una pierna en cualquier sitio -gruñó Argi. -¿No has traído una linterna? -No. Cuando monto en bici de día no suelo traer linterna. No es algo que se me ocurra, ¿sabes? -Pues a mí sí -repuso Marta con una sonrisa, sacando una pequeña linterna de su mochila-. Dijiste que había un castillo y la verdad es que pensé que a lo mejor sucedía algo como esto. El estrecho haz de la linterna les descubrió tímidamente el interior de aquella gran sala, de paredes desnudas, levantadas con grandes sillares. Caminaron con precaución hacia el frente, hasta descubrir una puerta, por la que subía una escalera de caracol. Tomaron por ella y subieron despacio. Al principio, y después del calor que habían pasado sobre las bicicletas, el aire fresco del castillo les había parecido agradable. Pero poco a 98 poco parecía que el frío iba penetrando en sus huesos, tan hondo como el silencio. Varias vueltas de escalera después, apareció una luz. Era una estrecha tronera, desde la que se veían las aguas del embalse. -Casi me puedo imaginar aquí a un guerrero medieval, apuntando su arco por la ventana para defenderse de los atacantes -comentó Argi. -O a una princesa asomada, esperando a que su príncipe vuelva de las Cruzadas. Se miraron un momento. Marta había pronunciado las últimas palabras con un acento tan desmayado que ambos rompieron a reír. La escalera desembocaba en la azotea de uno de los torreones. Se asomaron entre las almenas, por donde se ofrecía una vista magnífica. Al este se extendía el pueblo de Raposas. Desde las alturas se apreciaba mejor su abandono: la mayor parte de los tejados se habían hundido, y había árboles y matas invadiéndolo todo. Podía seguirse el perímetro de la muralla, un trapecio que 99 se iba estrechando según subía por el monte hasta unirse con las paredes del castillo. Por el oeste, se veían las aguas del embalse. Había un islote a unos quinientos metros, y tal vez un par de kilómetros más allá estaba la otra orilla. -Qué lástima no haber traído la cámara -se lamentó Marta. -Luego las fotos nunca salen tan bien como lo que has visto. Yo creo que lo mejor es disfrutar con los ojos lo que ves en el momento. Marta se quedó mirando a Argi. Las palabras del muchacho le parecieron bastante sensatas. Ella misma se había compadecido en ocasiones de aquellos turistas que, esclavos de su cámara de vídeo, no llegaban a ver con sus propios ojos nada de los lugares que visitaban. -No ha estado mal el sitio al que te he traído, ¿eh? - preguntó Argi. Marta pensó que si habían subido hasta aquella torre era gracias a ella, pero no dijo nada. -Y ahora, ¿qué? -preguntó Argi. 100 -A seguir explorando, por supuesto -dijo Marta-. ¡Me vuelven loca los castillos! Bajaron a la sala de entrada. Allí encontraron un par de puertas cerradas con llave y otra que daba a una estancia vacía, cuya función sólo podían conjeturar. Cuando ya iban a salir, Marta encontró en el suelo una trampilla de madera con una gruesa asa de bronce. Convenció a Argi de que la ayudara, y entre los dos lograron levantarla. La trampilla daba paso a una escalera que bajaba como una invitación a conocer las entrañas del castillo. -¿Qué, te animas? -preguntó Marta. -Vaya, no sabía que me había venido con Indiana Jones. Marta soltó una carcajada. -Ya te he dicho que me encantan los castillos. Argi volvió a mencionar aquella aprensión que sentía allí y a la que denominaba “mal rollo”, pero ya se había resignado a obedecer la voluntad de su amiga. Emprendieron el descenso a lo desconocido. Aquella 101 nueva escalera bajaba mucho más de lo que había subido la que los llevara al torreón. Marta empezó a temer que se le gastaran las pilas de la linterna y ambos se quedaran a oscuras allí. -¿A cuántos metros bajo tierra estaremos? -terminó su pensamiento en voz alta. -Desde luego, yo diría que ya estamos por lo menos al nivel del pantano. -¿No te parece demasiado para una mazmorra? Ni que quisieran tener encerrado al mismo diablo. -Quién sabe, tal vez a un mago como Merlín. Amantes de la fantasía, dejaban volar sus ideas en voz alta para ahuyentar el miedo que la lejanía de la salida y la oscuridad estaban incubando en ellos. La escalera dejó de ser escalera y se convirtió en una rampa que se ensanchaba poco a poco. Marta apuntó con la linterna a las paredes y descubrió que eran de roca viva. Se detuvo un momento. La curiosidad y el temor batallaban en su interior, pero sobre todo se sentía 102 culpable por Argi, que desde el principio había sido tan reacio a arriesgarse. -A lo mejor no es tan buena idea seguir. -A lo mejor no -respondió él-. Si acabamos perdiéndonos, la hemos fastidiado. -Esto está tan oscuro... Como se nos apague la linterna vamos a pasarlo mal de verdad. -¿Nos damos la vuelta? Se quedaron mirándose a los ojos. Marta alumbraba con la linterna desde abajo, y su luz tallaba los rasgos de Argi dándoles una dureza y una profundidad en las que encontró incluso cierto atractivo. -La verdad es que tengo un poco de miedo -dijo el muchacho-, pero me da rabia no ver dónde acaba esto. ¿Por qué no seguimos quince minutos más? Seguro que las pilas aguantan un cuarto de hora. Marta asintió con una sonrisa de ánimo. No creyó necesario recordar a Argi que avanzar quince minutos más significaba volver otros quince minutos, y la suma era fácil: media hora de pilas. Pero ahora que no parecía 103 que tuviera que arrastrarlo a regañadientes, sentía que parte del temor había desaparecido. (Es curioso, se dijo. El miedo suele nacer de la sensación de sentirse sola, y cuando se comparte parece dividirse por dos.) Llevaban nueve minutos por el cronómetro de Argi cuando las paredes de la rampa se abrieron y dejaron de descender. Una suave corriente de aire rozó el rostro de Marta. Exploró con la linterna, para descubrir, como había sospechado, que se encontraban en una caverna muy grande. El haz de luz chocaba aquí y allá con estalactitas, o con columnas qu