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Universidad de Chile Facultad de Derecho Departamento de Derecho privado Derecho Civil I Semestre primavera 2024 Profesores Francisco González y Francisco Alvarado MATERIALES III “Introducción al acto jurídico” Material obligatorio....

Universidad de Chile Facultad de Derecho Departamento de Derecho privado Derecho Civil I Semestre primavera 2024 Profesores Francisco González y Francisco Alvarado MATERIALES III “Introducción al acto jurídico” Material obligatorio. 1. BARROS, Enrique. Apuntes de Clases: Contratos Parte General I: Formación del Contrato Teoría General del Acto Jurídico. pp. 1-38. 2. Somarriva, Manuel. "Algunas consideraciones sobre el principio de la autonomía de la voluntad". Revista Derecho y Jurisprudencia, T.31 (1934), p. 17-27. Considerar Betti. 3. Vial, Víctor. "Teoría General del Acto Jurídico". Quinta Edición. Editorial Jurídica de Chile. Santiago. 2003, pp. 26-46. 4. ALESSANDRI, Arturo, SOMARRIVA, Manuel y VODANOVIC, Antonio. Tratado de Derecho Civil. Parte General. Tomo II. Quinta Edición. Editorial Jurídica de Chile. Santiago. 2015, pp. 175-190. 5. Rosende, Hugo. Algunas consideraciones acerca de los principios que rigen a los actos jurídicos de derecho privado. En Revista Actualidad Jurídica N°5 Universidad del Desarrollo. Enero 2002, pp. 163-185. Total páginas: 95 pp. Material optativo: 1. ALESSANDRI, Arturo, SOMARRIVA, Manuel y VODANOVIC, Antonio. 2015. Tratado de Derecho Civil. 5ª ed. Santiago, Editorial Jurídica. Tomo II, 175-190 p. Total páginas: 16 pp. PRIMERA PARTE: DOCTRINA GENERAL DEL ACTO JURÍDICO Y DEL CONTRATO CAPÍTULO PRIMERO: ACTO JURÍDICO: NOCIONES GENERALES I. El acto jurídico como instrumento de la autonomía privada La autonomía expresa el ideal de que cada individuo ejerce control sobre su destino y comprende los más variados hechos humanos que no son relevantes para el derecho, porque de ellos no se derivan consecuencias jurídicas. La elección de un oficio o una relación de amistad pertenecen al ámbito de libertad de decisión. En otras palabras, se trata de simples hechos materiales que no producen efecto jurídico alguno. Por el contrario, se habla de hechos jurídicos cuando de su ocurrencia se siguen efectos jurídicos previstos en una norma de derecho. Así, es hecho jurídico todo suceso de la naturaleza o del hombre que es previsto por el derecho para producir efectos como la adquisición, modificación o extinción de un derecho subjetivo y, correlativamente, de un deber jurídico. Es el caso del nacimiento, que da lugar a la protección de la persona; la muerte, que crea derechos sucesorios; la mayoría de edad que determina ipso iure la capacidad de ejercicio; un terremoto, que puede dar lugar a la obligación reparadora de un asegurador; la transformación de una piedra en una obra de arte, que es una forma de accesión por especificación que provoca la adquisición del dominio de la piedra al artista y le genera la obligación de restituir el valor de la materia utilizada (art. 662) y así sucesivamente. Los hechos jurídicos pueden generar efectos no perseguidos por quien los ejecuta. Es el caso del accidente acaecido por negligencia de un conductor, que acarrea como consecuencia la obligación de indemnizar los perjuicios sufridos por la víctima (art. 2314); o el pago que alguien realiza con el fin de extinguir una obligación que erróneamente suponía existente, en cuyo caso tiene derecho a que le sea restituido lo indebidamente pagado (art. 2295). La expresión más relevante de la autonomía en el derecho privado es el acto jurídico porque a través suyo las personas pueden generar aquellos efectos jurídicos que precisamente quieren. En el ámbito del derecho privado, los actos jurídicos producen los efectos perseguidos por quien los realiza en ejercicio de una potestad que reconoce la ley (v.g. convenir un contrato, pagar una deuda, reconocer un hijo, testar). Lo particular de los actos jurídicos es que se realizan en ejercicio de reglas atributivas de potestades a las personas para crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas. En el derecho privado, el principio jurídico subyacente es la autonomía 1 privada que autoriza a configurar relaciones jurídicas mediante declaraciones de voluntad. El acto jurídico es el más general de los instrumentos de la autonomía privada, porque supone el reconocimiento de la ley para que las personas ordenen por sí mismas sus relaciones jurídicas. El acto jurídico es el medio que nos entrega el derecho para ejercer la autonomía privada. En el acto jurídico intervienen dos grupos de reglas: la regla atributiva de una facultad para crear, modificar o extinguir una cierta relación jurídica y la regla normativa que se sigue del ejercicio de esa facultad, en cuya virtud se produce el efecto perseguido de crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas (v.g. las obligaciones que nacen del contrato). II. Concepto de acto jurídico a. Elementos del acto jurídico El concepto de acto jurídico no es recogido por el código. Es una creación doctrinal que se vincula a la idea de autonomía privada, esto es, a la potestad de las personas para configurar relaciones jurídicas. El acto jurídico es el instrumento de esa potestad que se materializa mediante la voluntad. La noción doctrinaria de acto jurídico comprende distintos tipos de actos a los que el derecho reconoce los efectos jurídicos que las partes buscaron con su celebración. Aunque el contrato es solo uno de los varios tipos de acto jurídico, la teoría del acto jurídico se ha desarrollado históricamente desde la perspectiva del contrato. El contrato participa de los elementos generales de los actos jurídicos, pero tiene una significación tan fundamental en el tráfico que se justifica tomarlo como estructura básica. Por eso, en este curso se ha optado por analizar someramente el concepto y función del acto jurídico, pero el estudio se centrará en los elementos constitutivos del contrato, los que por extensión generalmente se aplican a otros actos jurídicos privados. El acto jurídico se realiza en ejercicio de una facultad que la ley otorga a las personas para crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas mediante manifestaciones de voluntad. El concepto moderno de acto o negocio jurídico es una creación de la doctrina alemana que permite englobar, bajo una categoría general, la facultad que el derecho nos entrega para auto-regular nuestras relaciones privadas. Es el concepto que expresa de manera más general la operatividad del principio de autonomía privada. El acto jurídico supone una declaración de voluntad porque, aunque no se exprese en 2 palabras, es necesario un comportamiento que pueda ser entendido como un acto que se realiza con la precisa intención de producir efectos jurídicos. El acto jurídico puede ser verbal o meramente conductual, como ocurre si un cliente entrega al feriante una fruta tomada de una de sus canastas, acto que inequívocamente expresa la voluntad de contratar. En principio, no se exige que la intención sea explícita, sino basta que se muestre en las palabras o en la conducta; en ciertas limitadas circunstancias, incluso el silencio puede ser entendido como manifestación de voluntad. La manifestación de la voluntad es esencial, porque el derecho atiende la conducta externa como indicio de la intención. Pero esa declaración no necesita ser expresada sacramentalmente, como solía ocurrir en el temprano derecho romano; la sola participación en una cierta práctica contractual, como es subirse a un bus de pasajeros o el gesto del comprador de fruta, suele ser suficiente para manifestar la voluntad. Sólo respecto de ciertos actos el derecho privado establece como requisito de validez ciertas formalidades (véanse, por ejemplo, arts. 187, 686, 1401, 1801 II). La declaración de voluntad es componente esencial del acto jurídico. La voluntad por sí misma carece de efectos jurídicos si no está asociada a un inequívoco acto comunicativo, cualquiera sea la forma en que se manifiesta. La intención se muestra en el acto externo que la significa. La declaración de voluntad debe ser realizada con la intención de producir efectos jurídicos, lo que diferencia a los actos jurídicos de los hechos ilícitos que dan lugar a responsabilidad extracontractual. Estos últimos, si bien tienen por antecedente hechos voluntarios, no persiguen producir un efecto jurídico determinado, sino que éste es atribuido al autor del acto por la ley (el que causa daño no tiene intención de que se le atribuya como consecuencia la obligación de indemnizar). Sin embargo, cuando celebramos actos jurídicos no asumimos conscientemente la calificación jurídica de la acción que realizamos. En verdad, compramos, arrendamos, o remitimos una deuda pensando en la operación económica subyacente. En este sentido, el acto jurídico no se apega a una realidad psicológica, sino supone un marco normativo a cuya luz son calificados los actos que realizamos en nuestras vidas de relación. Por mucho que el interés del comprador sea recibir la cosa comprada para los fines económicos o de agrado que sean, su acto es calificado por el derecho como un contrato, con independencia de sus motivaciones personales. En tal caso la intención de producir efectos jurídicos va envuelta en una práctica social de realizar intercambios que es tipificada por el derecho como una compraventa. El acto jurídico puede producir efectos muy diferentes; v.g. crear derechos y obligaciones, como ocurre con los contratos; modificar derechos, como es la limitación del derecho de propiedad que envuelve constituir un usufructo en favor de otro (art. 764); transferir derechos mediante la tradición (art. 670); transmitir 3 derechos y obligaciones mediante un testamento (art. 999); o, extinguir derechos y obligaciones, como es el pago de una obligación (art. 1567) o la renuncia de un derecho (art. 12). El acto jurídico es, en suma, el concepto más general para referir las facultades de autorregulación que el ordenamiento jurídico confiere a las personas. Sin embargo, son pocas las preguntas relativas al acto jurídico que no se pueden resolver recurriendo al muy desarrollado derecho de contratos. Como se ha referido, el concepto de acto jurídico no es reconocido por el Código Civil. De hecho, el código define el contrato (art. 1438), esto es, un tipo de acto jurídico. La referencia más cercana a este concepto se encuentra precisamente en los requisitos de validez del contrato: “para que una persona se obligue a otra por un acto declaración de voluntad” es necesario que se cumplan los requisitos que señala la ley (art. 1445). El acto jurídico más importante en el tráfico legal es el contrato, que es el acto jurídico bilateral (convención) que crea obligaciones (art. 1438). Sin embargo, el concepto más general de acto jurídico tiene la ventaja de ser lo suficientemente general para incluir actos unilaterales, bilaterales y, en general, cualesquiera otros actos diferentes del contrato, a los que el derecho reconoce efectos normativos (v. g. el pago que extingue una obligación, el otorgamiento de un plazo de cumplimiento). Se suele hablar indistintamente de acto jurídico y negocio jurídico. Para efectos prácticos la denominación ‘negocio jurídico’ (que es una traducción literal del concepto alemán Rechtsgeschäft) es intercambiable con la de acto jurídico. La diferencia parece ser de énfasis: mientras la noción de acto jurídico atiende más intensamente a la voluntariedad que envuelve la facultad de autorregulación de nuestras relaciones intersubjetivas, cuando se habla de negocio jurídico se atiende más bien a la operación jurídica que se realiza (v.g. venta, donación, pago). El concepto de acto o negocio jurídico proviene de la doctrina alemana del S. XIX, cuya precisión conceptual y espíritu sistemático llevó a desarrollar un concepto abstracto, estrictamente jurídico, que no tenía correlato en nuestro lenguaje corriente, pero que en su generalidad comprendía las más diversas manifestaciones de la autonomía privada. La doctrina del acto jurídico pertenece en ese orden sistemático a la ‘parte general’ del derecho civil, mientras el contrato al ‘derecho de obligaciones’. Este esquema influyó en la doctrina francesa (Saleilles) y luego fue recogida en Chile en los programas de Derecho Civil, especialmente bajo influencia de Alessandri. En otras palabras, tras la noción de acto jurídico existe un concepto estrictamente jurídico, que apela a consideraciones técnicas. Algunos autores chilenos han acogido la terminología alemana y luego italiana y española de ‘negocio jurídico’ (R. Domínguez, Vial), pero aquí se prefiere seguir la denominación clásica de ‘acto jurídico’, que pone acento en su generalidad y abstracción. b. Acto jurídico y contrato En el libro IV (De las Obligaciones en General y de los Contratos) el Código Civil establece las normas que rigen los contratos. Aunque el código no se refiere al acto 4 jurídico, a partir de dichas normas se puede generalizar una doctrina de los actos jurídicos privados. El contrato es una especie de acto jurídico: es un acto jurídico bilateral (o convención) que requiere de la concurrencia de dos partes (en oposición a los actos unilaterales, como el testamento), y que tiene por objeto crear obligaciones (en oposición, por ejemplo, a actos jurídicos que extinguen obligaciones, como es el pago; y a actos que las modifican, como es la concesión al deudor de un plazo para que pague). En circunstancias que el contrato es el más importante de los actos jurídicos privados, en este curso se le tendrá como referencia, en lugar de la categoría jurídica más general del acto jurídico. Esta opción se justifica porque el Código Civil está estructurado en torno a la idea de contrato y porque las normas aplicables a otros actos jurídicos se han desarrollado históricamente a partir del estatuto jurídico del contrato. La lógica sistemática pone al acto jurídico como el concepto más general; la razón práctica lleva a preferir partir del contrato, que tiene referencia directa en la vida jurídica. En consecuencia, el plan de exposición del curso será analizar las reglas que rigen la constitución del contrato, haciendo referencia cuando proceda a las peculiaridades de otros actos jurídicos, diferentes al contrato. c. Actos jurídicos públicos El acto jurídico es un concepto propio del derecho privado. Esto se traduce, principalmente, en que sus efectos, por regla general, alcanzan solo a las partes que participan de la relación jurídica a la que el acto jurídico da lugar. Sin embargo, debido a la fuerza explicativa de la categoría, esta también se ha extendido al derecho público para dar cuenta de actos de creación de regulaciones administrativas. La administración del Estado, por ejemplo, dicta reglamentos, resoluciones, órdenes e instrucciones. Se suele hablar en estos últimos casos de actos administrativos. Con todo, el sentido y la estructura jurídica de los conceptos son distintos. En el ámbito público, los actos de la autoridad tienen la característica de que pueden crear deberes para las personas sin que éstas consientan. Una persona privada no puede unilateralmente dictar mandatos a otros sujetos; los órganos del Estado sí pueden hacerlo con autorización de una ley (principio de legalidad). El Estado ejerce sus potestades mediante actos jurídicos públicos, cuya doctrina pertenece al derecho administrativo. 5 III. Tipos de actos jurídicos Los supuestos de hecho y los efectos de cada acto jurídicos son muy diferentes entre sí. Hay actos jurídicos que se perfeccionan con la sola declaración de voluntad de la parte que lo ejecuta (testamento, reconocimiento de un hijo), mientras otros requieren el acuerdo de voluntades de dos o más partes, como es típicamente el contrato; pero también el pago de una obligación, que supone la concurrencia del que paga y el que recibe. En cuanto a sus efectos también hay actos jurídicos que cumplen funciones muy diferentes: el contrato crea obligaciones; el pago las extingue; la tradición transfiere un derecho. En fin, las distinciones entre diversos tipos de actos jurídicos son múltiples y analizarlas tiene la ventaja de descubrir sus diferentes fines, formalidades y demás características. a. Actos jurídicos unilaterales, bilaterales y acuerdos corporativos El acto jurídico unilateral requiere para perfeccionarse de la manifestación de voluntad de una sola parte. En el acto jurídico bilateral o convención concurren las voluntades de dos o más partes. Son ejemplos de actos jurídicos unilaterales el testamento (art. 999), la renuncia de un derecho (art. 12), la confirmación de un acto nulo (art. 1693), la aceptación de una herencia (art. 1225). En tanto, son ejemplos de actos bilaterales el contrato (art. 1438), la tradición (art. 670), y el pago (art. 1568). 1. Actos jurídicos unilaterales El acto jurídico unilateral se caracteriza porque solo requiere de una parte que lo perfecciona. Aunque usualmente esa parte es una persona (jurídica o natural) en el acto unilateral pueden participar varias personas que actúan en unidad de intereses; es el caso, por ejemplo, de la servidumbre de paso que otorgan los propietarios en comunidad de un predio (art. 580) o del reconocimiento de un hijo que hacen conjuntamente la madre y el padre (art. 187). La bilateralidad no está dada, en consecuencia, por el número de personas sino de partes que participan en su perfeccionamiento, porque “cada parte puede ser una o más personas” (art. 1438); lo que define a cada parte es la comunidad de intereses. La calificación de un acto atiende sólo a las partes que concurren a su perfeccionamiento. Puede ocurrir que se exija luego la participación de otras personas para que produzca efectos el acto unilateral ya perfeccionado. Esta exigencia adicional de eficacia puede verificarse exigiendo la aceptación de los 6 efectos del acto por otras personas. El testamento es un ejemplo típico en el primer sentido: el testamento se perfecciona por la sola declaración voluntad del testador, observando las formalidades legales (arts. 1011 ss.); pero para que las disposiciones testamentarias sean efectivas, a la muerte del testador es necesario que los herederos o legatarios manifiesten su voluntad de aceptar la herencia o el legado (arts. 1222 ss.). En consecuencia, los efectos jurídicos perseguidos por el testador se materializan mediante otro acto unilateral de aceptación del beneficiario. Pero ambos actos jurídicos de testar y aceptar son unilaterales. Otro ejemplo de acto jurídico unilateral es la constitución de una fundación. La fundación, a diferencia de las corporaciones o asociaciones, se constituye por un acto del fundador, que le aporta un patrimonio, establece su fin de interés general y regla su gobierno (arts. 545 y ss.). Se puede constituir por acto entre vivos o por causa de muerte, por disposición testamentaria. En el acto fundacional entre vivos pueden participar muchas personas, pero el acto es unilateral porque expresan un único interés fundacional. Es también acto unilateral la renuncia a un derecho (art. 12). En este importante tipo de actos abdicativos se encuentran, por ejemplo, el repudio de derechos hereditarios (art. 1225), la renuncia a una servidumbre (art 855 No 4) y, en general, a cualquier otro derecho, con excepción de la remisión de una obligación, que se ha entendido es una convención entre el acreedor y el deudor remitido (arts. 1652 ss.). Actos jurídicos unilaterales son también la oferta de celebrar un contrato y la aceptación del destinatario. Pero desde el momento en que las voluntades convergen se ha formado un contrato. Ese orden de formación del consentimiento no es general, especialmente en los contratos escritos. Especial interés tiene la promesa unilateral de recompensa, esto es, el acto de ofrecer públicamente una recompensa a quien realice un cierto acto (v.g. encuentre un objeto perdido). En el derecho de contratos la oferta es un acto unilateral que debe ser dirigido a persona determinada; las ofertas indeterminadas no son vinculantes. La promesa innominada de recompensa es generalmente aceptada si es significativa de una voluntad seria y tiene un fin lícito. Por otro lado, en el Ley de Consumidores se establece la obligación del proveedor profesional de respectar las ofertas y promociones que haga al público en general (LPC, art. 12). Muy importante en la práctica es la distinción entre actos jurídicos unilaterales que se perfeccionan por la sola declaración de voluntad (el testamento vale desde su otorgamiento observando las formalidades legales) y los que requieren, además de que haya sido recibida por el destinatario, como ocurre con la revocación del mandato (art. 2165), el desahucio del arrendamiento (art. 1951), o la renuncia a la sociedad (art. 2109). Los actos que sólo producen efectos una vez que son puestos a 7 disposición del destinatario son denominados actos jurídicos recepticios. La doctrina contemporánea del contrato entiende que el acto recepticio exige que la comunicación haya sido recibida por el destinatario, sin que sea necesario probar el conocimiento. A falta de regla legal explícita, se discute el momento en que el acto recepticio produce sus efectos. En nuestro ordenamiento, influido en exceso por el culto a la voluntad como elemento exclusivo de perfeccionamiento del acto, existen normas en que actos que típicamente deben ser entendidos como recepticios, como son la oferta y la aceptación de celebrar un contrato, se entienden perfeccionados por la sola declaración de voluntad (CdeC arts. 99, 101). También se ha señalado, en el otro extremo, que es necesario el conocimiento de la contraparte. Que la doctrina contemporánea acepte el criterio de la recepción se funda en que exigir el conocimiento dejaría el perfeccionamiento del acto a la arbitrariedad del receptor; la recepción, en cambio, puede probarse si ha sido enviada por carta certificada o por medios electrónicos que la acrediten. 2. Actos jurídicos bilaterales Atendido que en las convenciones concurren dos partes, dan lugar a las preguntas por los requisitos de formación del consentimiento. Las convenciones se perfeccionan por la voluntad concurrente de las partes; el disenso no da lugar a consentimiento. Las convenciones son los actos jurídicos más importantes en el tráfico interpersonal. Sus finalidades pueden ser crear, modificar o extinguir derechos y obligaciones. Cuando miran a la creación de relaciones obligatorias, reciben el nombre de contratos. No debe confundirse la distinción entre actos jurídicos unilaterales y bilaterales con la referida a los contratos, que son siempre actos jurídicos bilaterales, pero que, a su vez, pueden ser unilaterales, cuando sólo una de las partes se obliga, o bilaterales o sinalagmáticos, cuando ambas partes contraen una obligación (art. 1439). Más allá de la diferencia esencial, relativa a la concurrencia de voluntades, la calificación de un acto jurídico como bilateral tiene importancia en materia de interpretación y de las normas legales que los rigen. En materia de interpretación el legislador da distintas normas respecto de los actos jurídicos unilaterales y bilaterales. Siguiendo una tradición que radica la formación del acto jurídico en la voluntad, es natural que para interpretar los bilaterales haya que buscar la intención común de las partes. Sin embargo, esta regla no atiende a voluntades separadas sino a aquello en que las partes convergen (arts. 1560 y ss.). Mientras la interpretación de los actos jurídicos bilaterales tiende a ser objetiva, porque la común intención se muestra en hechos exteriores, los actos jurídicos unilaterales, especialmente el testamento, presentan un carácter eminentemente subjetivo, prefiriéndose la intención del que lo ejecuta (v.g. art. 1069, relativo al 8 testamento). En relación con el estatuto jurídico aplicable, la ley solo establece reglas detalladas respecto de los contratos (arts. 1438 y ss.). Estas normas son sólo analógicamente aplicables a los actos jurídicos unilaterales, porque a su respecto no existen reglas legales generales, sin perjuicio que algunos tengan un estatuto jurídico propio, como el testamento (art. 1069). Las normas aplicables a las convenciones son las del contrato (arts. 1438 y ss.), salvo que por su naturaleza resulten ajenas al acto. Así, el pago de lo debido es una convención entre quien paga y el que recibe; las reglas sobre capacidad, forma, contenido están dadas por el derecho general de contratos, sin perjuicio de las reglas especiales que establece a su respecto el Codigo Civil (L. IV, Tít. XIX, arts. 1568 y ss.). También puede haber actos multilaterales, en que participan varias partes, como el contrato de sociedad entre tres o más partes (art. 2053), contratos complejos de construcción, en que participan diversas empresas, y la novación por cambio de deudor (art. 1635). La novación (art. 1628) es una muestra del desarrollo de la técnica jurídica a efectos de normar situaciones que surgen del tráfico. La figura inicial es la siguiente: Empresa A tiene con Margarita la obligación de construirle una casa. Empresa A tiene dificultades para cumplir el encargo y a su vez tiene un crédito contra la Empresa B, también dedicada a la construcción, que estaría interesada en realizar la obra referida. Pero para eso se requiere que autorice la acreedora, porque ella contrató con la Empresa A, y la deuda no se puede asumir por la Empresa B sin su consentimiento. El instrumento es la novación por cambio de deudor, que es un acto jurídico entre tres partes: Margarita acepta que la Empresa B asuma el encargo en los mismos términos ya vigentes con Empresa A. Empresa B asume esa obligación. Al mismo tiempo, Margarita libera a la Empresa A de su obligación (art. 1635). 3. Actos corporativos Los actos corporativos son los adoptados por órganos de corporaciones o sociedades. Participan usualmente varias personas, como ocurre en la junta de accionistas de una sociedad anónima o en los acuerdos de la asamblea de socios de una corporación. Las personas individuales actúan en estos casos integrando los órganos de la persona jurídica. El acuerdo es tomado con el quórum y mayoría que los estatutos de la sociedad o corporación. Lo carácterístico de estos actos es que son directamente atribuidos a la persona jurídica; la voluntad de la sala, con la participación y mayorías que establecen los estatutos, es tenida por voluntad de la persona jurídica. b. Actos jurídicos patrimoniales y de familia 1. Distinción Los actos jurídicos patrimoniales son aquellos cuyo contenido es de carácter pecuniario, como los contratos de compraventa o de arrendamiento y la tradición de 9 la propiedad. Los actos jurídicos de familia se refieren a la posición de las personas dentro de la familia y de sus relaciones con los demás miembros, ya sea del grupo familiar o de la sociedad. Típicamente son actos de familia el matrimonio (art. 102), el acuerdo de vida en común (Ley 20.830, artículo 1), la adopción (Ley 19.620) y el reconocimiento de un hijo (artículo 187). La clasificación no es absoluta, pues los actos de familia suelen tener contenido económico. Así, el matrimonio da lugar a un régimen de bienes (alternativamente de separación de bienes, sociedad conyugal o participación en los gananciales) y genera la obligación de concurrir a los gastos del hogar (art. 134 ss.); y el reconocimiento de un hijo genera efectos en la administración de los bienes del menor (art. 243) y en el derecho de éste a percibir alimentos (art. 321). Los actos patrimoniales más importantes son el contrato, que crea obligaciones patrimoniales (el vendedor se obliga en virtud de la compraventa a entregar la cosa vendida), y la tradición que es el acto que transfiere en dominio u otros derechos reales sobre la cosa; el comprador no adquiere la propiedad en virtud del contrato, que es el título para adquirir el dominio, sino por la tradición (art. 670). 2. Actos de familia Es una característica distintiva de los actos de familia que den lugar a derechos irrenunciables (como los alimentos legales o el cuidado paterno o materno, por ejemplo), porque más que al interés individual, estos actos miran al interés de la familia que al Estado le importa reforzar y conservar. Por otra parte, es característico de las relaciones de familia que otorgan derechos que no son potestativos, sino se asocian a deberes (derecho deber). Por el contrario, en tanto los actos jurídicos patrimoniales sólo miran al interés privado, los derechos a que dan lugar son generalmente renunciables (art.12). Además, en sede de familia el principio de autonomía privada se encuentra limitado. Así, por ejemplo, no es posible renunciar a la calidad de padre ni poner término al matrimonio por mero consentimiento recíproco o por repudiación unilateral. Hay ámbitos básicos de autonomía, como ocurre con la decisión de celebrar el matrimonio o el acuerdo de unión civil; y otros limitados, como ocurre con el régimen de bienes del matrimonio, materia en que se deja a los contrayentes la facultad de alterar el régimen legal y subsidiario de sociedad conyugal por el de separación de bienes o por la comunidad de gananciales (arts. 1718 y 1723). Por otro lado, las relaciones personales de familia están reguladas por la ley, con limitados espacios de autonomía; así ocurre con los deberes de los cónyuges entre sí 10 (arts. 131 ss.), con las relaciones entre padres e hijos menores (arts. 222 ss.), con la representación legal de los hijos (arts. 260 ss.). 3. Actos patrimoniales A diferencia de los actos de familia, en los actos patrimoniales la autonomía privada rige extensivamente. Las partes son libres para modificar o prescindir de las normas de derecho dispositivo. Incluso, tienen libertad para crear actos jurídicos obligacionales que no se encuentran tipificados en la ley (actos jurídicos innominados o atípicos, como el contrato de suministro e infinidad de contratos referidos a contenidos electrónicos). Con todo, el derecho establece un límite al prohibir contratos contrarios a la ley, al orden público y a las buenas costumbres, cuya infracción acarrea la nulidad del acto (arts. 10, 1461 y 1467). Más limitada es la autonomía en actos jurídicos patrimoniales relativos a derechos reales. Primero, porque existe un numerus clausus de derechos reales (art. 577 II). El código regula los de propiedad, usufructo, uso y habitación, censo, servidumbres prediales, prenda e hipoteca (art. 577); leyes especiales establecen otras servidumbres (v.g. Ley de Servicios Eléctricos, art. 64). Mientras en el derecho de contratos son válidos los contratos innominados, esto es, los tipos de contratos que no están regulados por la ley (v.g. contrato de distribución), en materia de derechos reales los tipos están exhaustivamente definidos por la ley. Así también, en el derecho de contratos el alcance de las obligaciones puede ser libremente determinado en cuanto a su contenido, duración y demás elementos; por el contrario, los derechos reales solo otorgan las facultades que la ley confiere al titular. Asimismo, es la ley la que regula la transferencia y constitución de derechos reales (art 588, 606 ss.). A estas diferencias subyace la distinción esencial entre los derechos personales y reales: los derechos que surgen de una relación obligacional son relativos, esto es, solo rigen entre las partes determinadas de una relación jurídica obligacional; los derechos reales son absolutos, esto es son oponibles universalmente. De ello se sigue que no produzca efecto social adverso que las partes autorregulen su relación como arrendador y arrendatario; por el contrario, los derechos del propietario o del titular de un derecho de usufructo o de hipoteca no pueden estar entregados a pactos privados porque son oponibles a todos. 11 c. Actos entre vivos y actos por causa de muerte Los actos mortis causa son aquellos en que la muerte de una persona es supuesto necesario para que produzcan efectos jurídicos. El acto por causa de muerte por excelencia es el testamento (art. 999). El resto de los actos jurídicos son actos entre vivos. Puede ocurrir que los efectos de un acto entre vivos sean condicionados a la muerte de una de las partes; por ejemplo, se puede pactar que si muere el administrador de una sociedad colectiva será sucedido por otra persona. No obstante, el acto es entre vivos, porque en ese caso la muerte no es esencial, sino que corresponde a un elemento accidental del acto (sobre la diferencia entre elemento esencial y accidental véase más adelante la explicación del art. 1444,). La autonomía del testador está severamente limitada por la ley en el derecho chileno. El derecho sucesorio conoce las llamadas asignaciones forzosas (arts. 1167 ss.). Son asignatarios forzosos el o la cónyuge, los hijos y los ascendientes, a quienes la ley asigna la mitad la mitad de la herencia (arts. 1181 ss. en relación con el art. 988); además, un cuarto es calificado como cuarto de mejoras y solo puede ser asignado a uno o más de esos herederos (art. 1195). Así en una familia con cónyuge o hijos sobrevivientes, el testador solo puede asignar libremente la cuarta parte de los bienes (cuarta de libre disposición). Por otra parte, en el derecho chileno están prohibidos los pactos de sucesión futura, en cuya virtus una persona se compromete con otra a dejarle una parte de su herencia (art. 1463) d. Actos formales y consensuales La regla general es que los actos jurídicos se perfeccionen por la sola declaración de voluntad. Es el efecto de un concepto que tiene a la voluntad por causa suficiente del acto. De ello se sigue el principio del consensualismo, en cuya virtud basta que la voluntad sea expresada de cualquier modo inequívoco para que valga el acto o contrato. Lo cierto es que salvo en contratos cotidianos en que ni siquiera se emplea el lenguaje, sino que existe un intercambio que se sigue de conductas (como la oferta de compra que se hace en la caja de un supermercado), la mayoría de los contratos tiene alguna formalidad. Se dice que son formales los actos en que la formalidad es requisito de validez, como ocurre con la escrituración en la promesa de celebrar un contrato (art. 1554 regla 1ª) o con la compraventa de un bien raíz (art. 1801 II). En los actos jurídicos en que la formalidad se exige como solemnidad del acto, su omisión determina la su nulidad. 12 Sin embargo, muchos más son los casos en que la formalidad, usualmente la escritura, se exige por razones de prueba (arts. 1708 y 1709). Las formalidades pueden también cumplir otras finalidades de publicidad, para hacer oponible el acto a terceros; v.g. las ventajas que tiene la formalidad en el contrato de arrendamiento, que es naturalmente consensual (art. 1962 reglas 2ª y 3ª). e. Actos puros y simples y actos sujetos a modalidad El acto jurídico puro y simple da lugar sin más a efectos instantáneos (como la compraventa de un bien de consumo) o indefinidos (como un arrendamiento sin fijación de plazo). La definición más precisa de los actos puros y simples es negativa; son los que no están sujetos a modalidades. Las modalidades de los actos jurídicos subordinan sus efectos al cumplimiento de ciertas circunstancias de hecho. Las principales modalidades son la condición, que hace depender los efectos del acto a un acontecimiento futuro que no se sabe si va a ocurrir (art. 1473), y el plazo, que es un hecho futuro y cierto que posterga o extingue los efectos del acto (art. 1493). Si se promete entregar una cantidad de dinero a los trabajadores de una empresa si ésta obtiene una utilidad superior a cierta suma, el premio ha sido pactado bajo condición; si el premio debe ser entregado a todo evento el último día del año, se ha convenido una obligación a plazo. Mientras el plazo y la condición son instrumentos usuales de planeamiento contractual, el modo es una modalidad típica de actos gratuitos: a quien se le hace una donación o se le efectúa una asignación testamentaria se le impone por el donante o el testador la carga de realizar una prestación en favor de otro (por ejemplo, entregar una suma periódicamente a una cierta persona). Se dice que la donación o asignación es modal porque está sujeta a una carga en beneficio de otra persona f. Actos jurídicos constitutivos, declarativos y traslaticios El acto jurídico puede cumplir diversas funciones respecto de una relación jurídica y de los derechos subjetivos y deberes jurídicos que de ella emanan. Son actos jurídicos constitutivos los que crean una nueva relación jurídica, dando nacimiento así a un derecho subjetivo y a un deber jurídico correlativo, que antes no existían. Así, un contrato es esencialmente constitutivo porque crea en las partes derechos y obligaciones que antes no tenían y da lugar a una relación jurídica obligatoria entre el deudor y el acreedor. La antigua institución de la ocupación de una cosa mueble que no pertenece a nadie es un modo de constituir el dominio 13 originariamente (arts. 606 ss.) Son actos declarativos los que no crean una nueva relación jurídica, sino se limitan a reconocer derechos y deberes preexistentes. El acto declarativo se limita a reconocer un derecho que la persona ya tenía con anterioridad. Un ejemplo de acto declarativo es la adjudicación de un bien en la partición de bienes, como ocurre con la universalidad de bienes que componen a herencia. Al morir el causante se constituye esa comunidad; luego en el acto de partición los bienes son adjudicados a los herederos. El derecho estima que ese acto de adjudicación es meramente declarativo de un derecho que ya existía como heredero. Por lo general, las sentencias judiciales son actos jurídicos públicos típicamente declarativos, porque no crean el derecho de una de las partes sino declaran su existencia. Son actos traslaticios los que transfieren de un sujeto a otro la titularidad de un derecho preexistente: el acto jurídico traslaticio por antonomasia es la tradición (art. 670). No solo la propiedad sobre cosas corporales es objeto de trasferencia; también lo son los derechos reales y los créditos: el dueño hace tradición del derecho de goce al usufructuario; cesión de créditos, que envuelve su tradición por el acreedor a un cesionario que ocupa su lugar. g. Actos de administración y de disposición En abstracto, el criterio para distinguir entre actos de disposición y actos de administración es simple: el acto de disposición es el que supone la transferencia, el gravamen (v.g. hipoteca, usufructo) o renuncia de un derecho; el acto de administración, en cambio, es el que supone la gestión de una cosa, negocio, o patrimonio para hacerlos fructíferos. A ello se agregan los actos de conservación que sólo tienen por objeto que la cosa o el patrimonio conserve su integridad física y jurídica. En la práctica, las fronteras entres los actos de disposición y de administración no son objetivas ni inequívocas. Para saber si un acto es de una u otra categoría debe atenderse a la función económica más que a la naturaleza misma del acto. Así, son de disposición los actos que conciernen al valor capital de un patrimonio, los que pueden importar pérdida o disminución de éste, y son actos de administración los que tienden a desarrollar su giro (tratándose de empresas) o de obtener los frutos. Bajo este criterio, sería acto de disposición vender un establecimiento de comercio, pero sería de administración enajenar cosas dentro de su giro (como es vender las cosas que comercia o los frutos que produce). Aunque estos actos, individualmente considerados, son de disposición, son calificados como actos de administración en el contexto económico en que se realizan (véase art. 2132). 14 La importancia de esta clasificación se observa en relación con las personas que obran en interés o representación de otras (tutores, curadores, mandatarios, administradores de sociedades o de fundaciones), pues la ley suele asumir que pueden realizar actos de administración en razón de sus cargos, pero no actos de disposición, para los cuales requieren de poder especial del mandante o del órgano social que tenga esas atribuciones. h. Actos causados o materiales y actos formales o abstractos Los actos causados son aquellos cuya validez exige un cierto fundamento o antecedente jurídico. Por ejemplo, la validez de la tradición (modo de transferir el dominio) supone que exista una compraventa, donación u otro título traslaticio de dominio que sirva de causa a la transferencia (art. 675). En general, los contratos son causados, porque la obligación de una parte tiene por antecedente la obligación de la otra parte o una prestación efectuada por ésta (contratos reales) Son actos abstractos aquellos que para su validez no exigen fundamento jurídico precedente. Así, una letra de cambio o un pagaré son títulos de crédito que una vez transferidos por el acreedor originario pierden relación con el mutuo de dinero, venta a crédito u otro negocio que sea antecedente a su emisión (Ley 18.092, arts. 28, 106 y 107); la seguridad del crédito exige que quien adquiere los derechos acreditados por esos títulos de crédito no dependa para su cobro de que sea válido el contrato (negocio causal) que originalmente creó la obligación. Por ejemplo, Pedro vende a Gabriela una casa, quien la adquiere con fondos provenientes de un crédito hipotecario otorgado por un banco. La deuda de Gabriela a favor del banco que le otorgó el préstamo queda expresada en un pagaré suscrito por ella. El banco vende el crédito expresado en el pagaré a una AFP. Luego se descubre que compraventa es nula porque Gabriela había sido engañada por el vendedor. La nulidad de la compraventa tiene por efecto que al comprador debe ser restituido el precio. Pero ¿qué ocurre con el pagaré? En la medida que entró en comercio con razón de su venta y tradición a la AFP, la obligación acreditada por ese pagaré debe cumplirse, aunque el negocio causal que le sirvió de antecedente haya sido declarado nulo; de este modo Gabriela tiene que pagar la deuda acreditada por el título de crédito y luego tendrá acción de restitución y de perjuicios contra el vendedor fraudulento. Es la consecuencia de la abstracción de la deuda acreditada por el pagaré cuando sale de las manos de la parte que participó del negocio causal (la compraventa). CAPÍTULO SEGUNDO: DOCTRINA GENERAL DEL CONTRATO I. Fundamento normativo del acto jurídico y del contrato: la autonomía privada como libertad contractual La autonomía privada es un principio normativo que garantiza la autodeterminación; el principio opuesto es la determinación por el Estado de lo que 15 hacemos, consumimos y de donde vivimos. En la dimensión moral es expresiva de la libertad. En el ámbito de los contratos se le denomina libertad contractual. Pero la autonomía en el ámbito contractual no solo está concebida en favor del individuo. También potencia fines institucionales como son la división del trabajo, los incentivos para la atribución de los bienes a quienes pueden hacerlos más productivos y el acopio descentralizado de experiencia y conocimientos que favorecen la prosperidad. Su expresión económica es el mercado competitivo. La autonomía privada no es independiente del derecho. Es una institución jurídica que garantiza nuestra privacidad, libertad personal y la potestad de interactuar con los demás. Su carácter jurídico se muestra en que es la ley la que la garantiza y limita (art. 1545). La ley otorga eficacia a los contratos y demás actos jurídicos. Esa autorización es tan amplia como sea el ámbito que la ley reconoce al derecho privado. En la tradición civil francesa se acostumbra hablar de autonomía de la voluntad. El concepto expresa el señorío del individuo en la filosofía de la ilustración. Pero también es una trasposición al derecho de la noción de autonomía moral en Kant: soy libre de autolegislar mi conducta a condición de que la máxima que elija pueda ser elevada a ley universal; esto es, que mi elección moral pueda ser una ley válida para todos. A pesar que el valor de la promesa es esencial en la institución del contrato, es impropia esta permutación al ámbito del derecho de un concepto moral fuerte, como es el kantiano de autonomía moral. El cumplimiento de deberes jurídicos no exige que sea hecho en sola atención del deber, como ocurre con la moral kantiana. No es el deber moral el que está en juego en un intercambio contractual, sino la cautela por el derecho del cumplimiento de promesas que expresan un acomodo recíproco de intereses. Además, ese acento pone solo de relieve la voluntad, que es elemento constitutivo, pero no exclusivo del contrato. El concepto de autonomía privada tiene la ventaja de que hace referencia implícita al orden jurídico que la reconoce y regula. Aunque tiene una justificación múltiple en el plano filosófico moral, político y económico no presenta la radicalidad del imperativo moral, sino cautela nuestro orden de convivencia. Cumplir un contrato no exige hacerlo en atención al deber. Basta la conveniencia. El derecho de los actos jurídicos y contratos no se funda en un principio de individualidad extrema, sino forma parte de un orden social que nos establece deberes recíprocos. Su realización supone un ordenamiento que también procure corregir las desigualdades en nuestras relaciones privadas. Buena parte de las normas sobre formación del contrato atienden a este fin de evitar el abuso de posiciones de poder privado. En tal sentido, existen principios de derecho privado diferentes a la autonomía que cautelan que las relaciones contractuales estén sujetas a reglas de protección de la confianza recíproca; la buena fe nos impone deberes de lealtad que cautelan esa confianza que tenemos derecho a esperar de los demás. Por eso, no es en absoluto casual que en la codificación de nuestra tradición jurídica se establezca una secuencia inmediata entre las normas que consagran el efecto vinculante de las promesas y de los deberes que impone la buena fe (arts. 1545 y 1546). 16 El sistema de contratos es mucho más diferenciado de los que pensó la ideología voluntarista e individualista del S. XIX, que por mucho tiempo marcó el derecho privado. Lo que vale para un contrato negociado con apoyo profesional por ambas partes no necesariamente vale para la compra que hace un consumidor en un supermercado: el consumidor está mucho más protegido en su confianza legítima acerca del contenido del contrato que quien participa de un contrato en que se han negociado racionalmente todos sus términos. Así y todo, en todo contrato existe un elemento relacional que compite con el individualista. Es verdad que el individualismo garantiza que si el contrato concluyó es porque beneficia a ambas partes, en cuanto cada una valora más lo que recibe que lo que da a cambio. Este principio constituye la explicación más elemental del contrato como instrumento de la economía. Sin embargo, el derecho formaliza estos intercambios y los sujeta a reglas de justicia y eficiencia que determinan que, aunque cada parte celebra el contrato buscando el beneficio propio, deba tomar suficientemente en cuenta los intereses de su contraparte. El ámbito de la autonomía privada está determinado por la ley. Hay ciertos tipos de contratos en que la ley establece estándares mínimos (v.g. contratos de prestación de servicios educacionales o de servicios hospitalarios). El estado social penetra el derecho de contratos mediante regulaciones imperativas y prohibiciones que persiguen objetivos de política pública. La doctrina habla de contratos dirigidos regidos por normas de orden público, que no pueden ser dejadas sin efecto por convenciones privadas; el caso más temprano y relevante de contrato dirigido es el contrato de trabajo. Sin embargo, estas intervenciones mantienen la estructura básica de la contratación. A un orden diferente de relaciones pertenecen las prestaciones sociales que efectúa el Estado, que están sujetas a estatutos legales de derecho público. En resumen, la doctrina del acto jurídico y del contrato se funda primeramente en el principio de autonomía privada (arts. 12, 1444, 1545 y 1560). En la perspectiva del derecho privado, la autonomía puede ser mirada en dos dimensiones. Primero, como la libertad que el derecho reconoce para que cada cual dirija su vida de modo auto responsable, de acuerdo con sus propios designios (la hora que me acuesto y me levanto). Este sentido de la autonomía se recoge tanto en las garantías constitucionales de libertad, como en las de privacidad. Segundo, mira a la facultad de interactuar con los demás, regulando autónomamente las relaciones jurídicas privadas; en este sentido, se traduce en potestades que el derecho reconoce, usualmente referidas como libertad contractual, que está especialmente reconocida por el art. 1545. Esta libertad se extiende a si, cuándo, con quién y cómo y en qué terminos establezco relaciones contractuales: ello depende de mi voluntad y de la concurrente de mi contraparte contractual. El derecho reconoce esta autonomía y concede efectos jurídicos a los contratos así convenidos. De este modo es un elemento estructural del 17 derecho de las relaciones privadas. II. Justificación del contrato como acuerdo voluntario Diariamente celebramos los más diversos contratos: nos transportamos al lugar de estudio, compramos alimentos, nos cortamos el pelo, etc. Miles de millones de contratos se convienen diariamente en el mundo. Al hacerlo participamos cotidianamente de una práctica social de intercambios de bienes y servicios avalada por el derecho y que constituye la base de la vida económica. Una larga tradición jurídica ha desarrollado reglas que rigen estas relaciones habituales y también las más complejas, que no ocurren todos los días. Imaginemos la red de contratos que envuelve la construcción de una planta eléctrica: la compra del terreno, la ingeniería, la construcción propiamente tal, los contratos de crédito para financiar la obra, los contratos laborales, la contratación de obras de mitigación ambiental y los de un estudio jurídico que organice este conjunto muy complejo de contratos. El contrato es tan importante en el funcionamiento de la economía que es inevitable la pregunta por las razones que justifican su fuerza vinculante. Desde una perspectiva puramente analítica podría decirse que es porque la ley le da valor vinculante. Pero entonces la pregunta se desplaza a las razones que explican la institución del contrato. Las principales doctrinas justificantes remiten los fundamentos del contrato al valor moral de las promesas; a la justicia interpersonal que envuelve el contrato libremente convenido; y a su eficiencia social a efectos del bienestar general. a. La promesa como justificación moral de obligaciones El contrato puede ser entendido desde un punto de vista ético como expresión jurídica del deber moral de observar las promesas (F RIED). El enfoque kantiano de la promesa es muy potente: si yo prometo a otro hacer algo en su favor, estoy obligado a cumplir mi promesa porque no es imaginable como ley universal de convivencia que la promesa hecha a otro no lo obligue al emisor a respetar lo prometido. Frustrar una promesa válidamente realizada afecta la práctica misma de prometer y ¿en qué mundo es aceptable que la promesa sea moralmente inocua? El derecho permite a las personas ordenar su vida de acuerdo con sus propios fines y en la vida eso supone la capacidad para obligar su conducta, otorgando a otro el derecho subjetivo correlativo a esperar y confiar en que la conducta prometida será realizada. Este reconocimiento tiene su antecedente histórico en dos tradiciones: una 18 que se basa en el valor de la palabra empeñada como una cuestión de honor y lealtad; otra que denota el deber moral que surge del acto de disposición de una parte de la propia libertad al obligarse a realizar una prestación a favor de otro. La promesa contractual involucra al menos a dos personas: quien promete adquiere una obligación respecto a la contraparte y esa contraparte tiene la confianza, garantizada por el derecho, de que quien ha prometido cumplirá su deber. Los dos puntos de vista son importantes, el de la voluntad del que promete y el de la confianza del que recibe la promesa. Ello se muestra en la fuerza obligatoria del contrato (art. 1545) y en los deberes de buena fe en protección de la confianza que naturalmente surgen del contrato (arts. 1546, 1563). Esta doble dimensión de deber de cumplir de buena fe la promesa contractual es importante al momento de interpretar y aplicar los contratos. El contrato envuelve, desde el punto de vista del deudor, el deber de cumplir lo prometido y, desde la perspectiva del acreedor, la confianza de la otra parte en que el contrato le dará lo que pertenece a la naturaleza de la operación económica que ha convenido. La tesis del contrato como promesa es persuasiva, porque ofrece un argumento moral para comprender y justificar la fuerza obligatoria de los contratos. Paradigmáticamente, los contratos son formulados como promesas (“la promesa del vendedor de entregar un bien al comprador y la promesa de este último de pagar el precio”). Sin embargo, la analogía no siempre resulta tan fácil. Cuando insertamos una moneda en una máquina dispensadora de alimentos, no hacemos ninguna promesa, pero el ordenamiento jurídico reconoce un contrato de compraventa. Lo mismo ocurre cuando un conductor accede a un parque de estacionamientos de pago. Por otra parte, se ha sostenido que el valor que las promesas tienen en el ámbito moral no puede ser trasladado al ámbito jurídico de los contratos. Mientras las promesas refuerzan los lazos de confianza en el contexto de una relación familiar, afectiva o de amistad, los contratos facilitan la cooperación usualmente entre extraños o entre conocidos que prefieren llegar a un acuerdo que no sea dependiente ni esté definido por su vínculo afectivo (KIMEL). La filosofía anglosajona es la que más ha reflexionado sobre la relación que existe entre contratos y promesas. b. El contrato como garantía de justicia en los intercambios El contrato envuelve una presunción de justicia conmutativa, porque, en principio, una relación que las partes han convenido libre y espontáneamente puede considerarse justa. Las partes convienen el contrato porque cada una lo estima beneficioso para sí. Por eso se dice que el intercambio contractual no es una suma cero, porque ambas partes lo entienden beneficioso; lo celebran porque estiman más lo que reciben que lo que dan a cambio, de modo que las dos persiguen un beneficio con la celebración del acto. Estas ideas asumen una teoría subjetiva del valor, esto es, que la decisión de contratar no está determinada por un valor absoluto de los bienes transados, sino por lo que cada parte aprecia como valioso. Esta idea está recogida por el art. 1441 del Código Civil: “El contrato oneroso es conmutativo, cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer una cosa que se mira como equivalente a lo 19 que la otra deba dar o hacer a su vez”; o sea, la justicia del intercambio se expresa en un juicio subjetivo de valor y no en el valor intrínseco de las cosas (doctrina medioeval del precio justo). Por otro lado, es la teoría subjetiva del valor lo que explica que quien ha manejado un pequeño restaurante por años pueda no estar dispuesta a venderlo, aunque el precio ofrecido supere las ‘utilidades’ que podría esperar por el resto de su vida. La justificación del establecimiento del precio por estimación común de las partes supone que ninguna de ellas domine el mercado, lo que la hace incompatible con los monopolios. Esta idea, proveniente de la escolástica española del S. XVI (Luis de Molina) y de la temprana doctrina económica (A. Smith), asocia el derecho civil de contratos al ordenamiento de la libre competencia, que precisamente persigue neutralizar posiciones de poder de mercado que alteran la formación natural de los precios en un mercado competitivo. Solo bajo esa condición, el contrato resulta beneficioso para ambas partes. Es interesante que la principal diferencia entre el concepto clásico de autonomía y el llamado ordo o neoliberalismo sea precisamente que el segundo asume que la economía de contratos tiene por supuestos funcional y de justicia que exista un orden público controlador de las posiciones de poder en el mercado. Ese fue el supuesto que justificó el establecimiento de una economía de mercado en Alemania después de la segunda guerra y la más temprana legislación antitrusts en EE. UU.. Los pactos que afectan la libre comoetencia (v.g. colusión entre competidores) atentan contra el orden público porque afectan los fundamentos sistémicos de la economía contractual. Por eso, son civilmente ilícitos y penalmente sancionados (DL 211, sobre libre competencia, art. 3°). Más allá de la libre competencia, el derecho de contratos ha avanzado en reglas que cuidan que ese consentimiento libre no sea distorsionado por posiciones de poder del contratante más fuerte. Los contratos de consumidores son la más clara representación de esta especial preocupación del legislador; pero lo esencial es que todo el derecho privado contemporáneo es sensible a otras circunstancias de abuso de poder o de posición relativa que se producen indistintamente dentro y fuera del ámbito del consumo. Bajo condiciones de mercado razonablemente competitivo, el derecho de contratos no controla la equivalencia objetiva de las prestaciones. Sus normas persiguen corregir los efectos de asimetrías entre las partes que afecten su posición de información, influencia y otras que afecten su autonomía. Pero bajo condiciones de mercado razonablemente competitivas la decisión sobre la cosa objeto del contrato y el precio pertenecen al ámbito de autonomía. Por cierto, el proveedor propone el precio al consumidor, pero la ley deja a su absoluta discreción su decisión de contratar a ese precio. El control de justicia contractual se orienta a neutralizar las situaciones de abuso de posición. Por eso, en una economía de mercado, son excepcionales las reglas que establecen 20 correctivos basados únicamente en el desequilibrio de precio u otro beneficio más allá de ciertos límites. Un ejemplo son las reglas de lesión enorme en la compraventa de inmuebles. De acuerdo con ellas el comprador que paga más del doble y el vendedor que recibe menos de la mitad del justo precio pueden pedir que la compraventa se rescinda, salvo que la contraparte beneficiada opte por una reducción o aumento del precio (arts. 1888 ss.). Estas reglas provenientes del derecho romano dieron lugar a la lessio enormis, que fue instrumento ideado para controlar la especulación predial en las provincias romanas. Sin embargo, existen otras normas civiles que limitan la autonomía de las partes para determinar el valor de las prestaciones. Las más importantes son la que establece que la pena convenida por el incumplimiento (cláusula penal) de un contrato con obligaciones de cantidad determinada no puede exceder del doble de la obligación principal incumplida (art. 1544); y la que limita el interés máximo que el acreedor puede cobrar en operaciones de crédito de dinero (Ley Nº 18.010 sobre operaciones de crédito de dinero, art. 6º). El derecho también ha desarrollado órdenes específicos de protección; por ejemplo, en materia laboral, de arrendamiento de predios urbanos y de consumidores. En estos ordenamientos especiales se establecen reglas de orden público que no pueden ser infringidas por acuerdos voluntarios; por ejemplo, el salario mínimo y derechos de asociación sindical. Estos son estatutos de protección a grupos de contratantes para los cuales el valor personal que tiene el contrato excede en mucho al valor económico que tiene para la contraparte. En este sentido, es importante tener en cuenta que uno de los desarrollos más importantes del derecho privado moderno ha sido alejarse de una doctrina subjetiva radical, asociada al supuesto de que las partes son iguales y que cada cual soporta la carga de cautelar su propio interés. La realidad contemporánea de los contratos masivos (consumidores) y de asimetría de información y posición de las partes ha hecho al derecho privado más reflexivo acerca de los supuestos para que puede asumirse que un contrato voluntariamente celebrado está cubierto por una presunción de justicia. Sobre esta evolución del derecho contemporáneo se volverá más a fondo al tratar la formación del consentimiento y la exigencia de que el contrato no sea contrario al orden público o las buenas costumbres (arts. 1461 y 1467). c. El contrato como una institución social que se justifica por su eficiencia (análisis económico del contrato) El enfoque del análisis económico del derecho mira al contrato desde el punto de vista de su función como institución social que favorece los intercambios y aumenta el bienestar general. Desde esta perspectiva hay al menos tres razones para que el 21 contrato contribuya a aumentar el bienestar general. Ante todo, el contrato es útil porque genera incentivos para que los bienes se desplacen hacia quienes obtienen mayor provecho de ellos. El principio subyacente es que al contratar ambas partes obtienen un beneficio: el comprador obtiene un bien que tiene interés o necesidad de poseer, y el vendedor obtiene una suma de dinero que valora más que la conservación del bien que se obliga a transferir. En tal sentido, el contrato no da lugar a una relación suma cero (lo que uno da se tiene por igual a lo que recibe de la contraparte), sino favorece a gran escala la cooperación entre las partes para beneficio de ambas. Además, el sistema de contratos en su conjunto es un instrumento para desplazar los recursos productivos hacia quienes están en mejor posición para sacarles provecho. Si una empresa no logra despegar sus dueños querrán venderla y será comprada por quien espera obtener mayor productividad o tiene más tiempo para dedicarle. Esta es una función esencial de capitalismo competitivo, caracterizado por una lógica de éxito y de fracaso (Schumpeter) En tercer lugar, la existencia del contrato favorece la cooperación espontánea, sin dirección heterónoma, aprovechándose de este modo el conocimiento diseminado en la sociedad. Esta es la justificación de la doctrina económica ordoliberal (la llamada escuela austríaca), que atiende a las instituciones que favorecen el desarrollo espontáneo de la sociedad, donde amplios espacios de autonomía permiten potenciar el aporte de cada cual al bienestar general (Hayek). Esa misma doctrina establece la competencia libre y leal como condición de funcionalidad del sistema de contratos (DL 211 sobre libre competencia y ley N° 20.169 sobre competencia desleal). Es tarea estructural del derecho de la competencia potenciar la funcionalidad del contrato en la promoción de intercambios, evitando que esté afectado por posiciones de poder privado. Finalmente, desde una perspectiva pragmática, el derecho de contratos es útil porque contiene reglas dispositivas que evitan costos de negociación y porque permite planificar jurídicamente el futuro En relación con lo primero, las reglas dispositivas establecen los deberes de las partes y completan el acuerdo contractual atendiendo a la naturaleza de la relación. Al celebrar una compraventa se entienden incorporadas las cláusulas que definen, por ejemplo, cómo debe ser la cosa y el momento y lugar en que debe ser entregada. A su vez, el derecho privado establece acciones y otros remedios para el incumplimiento contractual, que operan como incentivos al cumplimiento y evitan el oportunismo. Estos elementos y remedios propios del derecho de contratos evitan o regulan la autotutela y evitan a las partes gastar tiempo y esfuerzos en la negociación detallada de cada uno. 22 En relación con lo segundo, aunque l a mayoría de los contratos son de ejecución instantánea o de corto plazo, el contrato es también un instrumento que permite anticipar y planear el futuro, lo que es esencial para el desarrollo de la economía. Veamos, por ejemplo, las condiciones de factibilidad de un proyecto de inversión minera. Usualmente el inversionista no tiene recursos financieros para costearlo, lo que hace necesario recurrir al crédito; el financista cobrará intereses y querrá tener garantías de que se le pagará el crédito, para lo cual se otorgarán hipotecas o prendas; la construcción de la planta requiere suministro eléctrico, que será provisto a través de un contrato de suministro con una empresa generadora. La institución del contrato permite ordenar el futuro mediante contratos que obligan a muchas partes radicando los riesgos que cada una acepta. Cada uno de estos contratos individualmente considerado protege la confianza de las partes en que obtendrán la prestación debida; pero el conjunto de ellos hace posible la obtención del propósito económico perseguido, como es la instalación de una planta de explotación minera. III. Fuerza obligatoria relativa del contrato El contrato legalmente celebrado tiene efecto de ley respecto de las partes (art. 1545). Esa amplia autorización para contratar, la libertad contractual, es inseparable del efecto obligatorio del contrato. El contrato es fuente de obligaciones que nacen para una o ambas partes; es un acto constitutivo de derechos y obligaciones. Esas obligaciones están resguardas, en caso de incumplimiento, por las acciones y remedios que el derecho concede al acreedor respecto del deudor incumplidor. Atendida esta fuerza obligatoria, el contrato también obliga a los jueces; por eso, se ha desarrollado la doctrina de la desnaturalización del contracto, en cuya virtud si el juez desconoce lo convenido a pretexto de interpretar el contrato, su fallo puede ser anulado por la Corte Suprema por contravenir la norma legal que da valor obligatorio del contrato (art. 1545). La fuerza obligatoria del contrato no solo se extiende a lo que las partes expresamente convienen, sino también a las normas dispositivas que no hayan sido sustituidas y a las exigencias de la buena fe, esto es, a aquello que no habiendo sido integrado expresamente por el acuerdo o la ley, se entiende pertenecer al contrato en virtud de la cooperación y lealtad recíproca que protegen lo que razonablemente se tiene derecho a esperar del intercambio. El contrato es una ley privada de los contratantes, de modo que no tiene efectos obligatorios respecto de terceros. Es el principio del efecto relativo del contrato, en cuya virtud el contrato, a diferencia de la ley, carece de efectos absolutos. El contrato puede interesar a un tercero (estipulación en favor de otro) o puede 23 contener la promesa a la contraparte de que un tercero hará una prestación. Estas reglas no son excepciones a la relatividad del contrato. En la estipulación en beneficio de un tercero, como puede ser el seguro de vida que cede en favor de la familia del contratante, la inclusión del tercero como parte de relación contractual requiere su aceptación (art. 1449). En la promesa del hecho ajeno, por su parte, el tercero cuyo acto se promete no resulta obligado. En cambio, es la parte que promete la conducta de ese tercero la que efectivamente se obliga; si el tercero no realiza la prestación, el responsable no es él, sino quien hizo la promesa relativa a su conducta (art. 1550). IV. Alcance y límites de la libertad contractual Se ha visto que la institución del contrato tiene diversas justificaciones, pero cada una de ellas tiene ciertos supuestos que no necesariamente se satisfacen. Por eso, los argumentos pueden ser puestos a prueba por la realidad de los intercambios contractuales, en particular por situaciones de desigualdad entre las partes. Uno de los cambios más importantes del derecho de contratos contemporáneo ha sido someter a prueba estos supuestos justificantes de la autonomía privada allí donde un apego irrestricto a los mismos es más susceptible de causar problemas; por ejemplo, en la contratación masiva con consumidores, en situaciones de asimetría de información o en casos de posiciones de poder de una parte respecto a la otra. Esta sección no pretende hacer un desarrollo de esta evolución de la doctrina general del contrato, sino mostrar cuál es el alcance de la autonomía privada y qué limitaciones a la libertad contractual han ido ganando terreno en el derecho privado contemporáneo. La libertad contractual se expresa de diversas maneras: como libertad para (i) celebrar o no el contrato; (ii) decidir con quién se contrata; (iii) negociar los términos del contrato; y, (iv) definir la forma contractual. Este conjunto de potestades da lugar a una amplia libertad contractual. Cada una de estas manifestaciones de la autonomía privada en materia contractual encuentra restricciones relevantes, que serán analizadas contextualmente al tratar el consentimiento, las formalidades y la licitud del objeto y de la causa. Entretanto, conviene plantear algunas de reservas respecto de las manifestaciones de la libertad contractual. a. Decisión de contratar En principio, toda persona se encuentra facultada para celebrar los actos jurídicos 24 que quiera convenir, de modo que es su decisión celebrar o no el contrato. Sin embargo, el derecho prohíbe contratar sobre ciertos bienes. Se prohíbe su celebración, ya sea en virtud de normas de orden público, irrenunciables por las partes; o, porque afectan el mínimo moral del derecho, esto es, las buenas costumbres (arts. 1461 y 1467). También el derecho obliga a celebrar ciertos contratos. Así, la LPC establece que los proveedores no se pueden negar a contratar sobre los bienes que ofrecen (art. 13) La exigencia tiene por supuestos un hecho voluntario, como es que se haga oferta al público de productos o servicios. Este deber se vincula con otro que aún está en desarrollo en Chile, como es la prohibición de discriminación, que tiene bases constitucionales implícitas (protección de la dignidad de las personas, CP art. 1). Un paso más allá son los contratos forzosos que deben ser ofrecidos y convenidos con cualquiera que esté interesado. Esta obligación de contratar suele establecerse respecto del empresario que presta servicios públicos que son ofrecidos en la forma de monopolios naturales (v.g. servicios sanitarios, distribución eléctrica). Los monopolios naturales son aquellos en que la condición monopólica es un requisito para que un servicio pueda ser prestado eficientemente. Por ejemplo, es el caso de los servicios sanitarios: no se justifica invertir en redes paralelas de evacuación de aguas y residuos. Los costos hundidos de la actividad determinan que el que quisiera participarde ella desde cero se encuentra con una desventaja competitiva irremontable respecto de quien ya está instalado; en términos económicos, es un problema de costos marginales: el proveedor establecido tiene que invertir mínimamente para cubrir el último tramo, mientras que el entrante tiene que construir toda una nueva red. Por otro lado, muchas veces no es imaginable ni deseable que dos o más empresas compitan por los tipos de infraestructura que usan estas actividades (imagínese, por ejemplo, que cada ciudad tuviese tantas redes de distribución eléctrica como empresas estén interesadas en participar del mercado). En tales casos la ley obliga al monopolista a prestar el servicio a quien lo solicite y los precios son fijados por la autoridad administrativa sobre la base de costos y beneficios razonables de una empresa teóricamente eficiente. En definitiva, el único elemento voluntario del contrato es el derecho del usuario a pedir que se le preste el servicio en las condiciones y precio fijadas por la autoridad administrativa (véase, por ejemplo, Ley de Servicios Sanitarios, arts. 33 ss.). También hay contratos forzosos justificados por otras razones de interés general. Es el caso de los seguros exigidos para obtener permisos de circulación y las cotizaciones previsionales. En estos casos, la ley obliga a contratar para garantizar la responsabilidad por accidentes y para proveer el financiamiento de las pensiones. b. Facultad de determinar el contenido del contrato. Contratos dirigidos y de adhesión La facultad de determinar los términos del contrato es una parte importante de la libertad contractual. La ley autoriza a las partes a negociar cada prescripción del 25 contrato. De eso se sigue que las limitaciones a esa libertad de negociación son de derecho estricto, es decir, deben estar impuestas por ley. En el propio Código Civil se establecen una serie de prohibiciones acerca de lo que puede integrar el contenido del contrato. Los límites son el orden público y las buenas costumbres, que definen normativamente los contornos de aquello que no puede ser objeto o causa de un contrato. La ley también contiene imperativos acerca de ciertos contenidos normativos que deben incluirse en el contrato. Estas reglas son excepcionales de acuerdo con la lógica del derecho privado porque, como se ha visto, sus normas son generalmente dispositivas. Es decir, su aplicación a un acto concreto puede ser libremente descartada por las personas que intervienen en el, que son libres para dar al acto el contenido que deseen. Con todo, existen algunos casos en que las deficiencias del mercado o la protección de bienes de especial interés público justifican que la regulación sustituya a la libertad negocial. Para estos actos y contratos regulados la ley suele establecer contenidos mínimos mediante normas de orden público, es decir, que no pueden ser dejadas sin efecto por las partes. Es el caso del testamento, en que la libertad del testador está limitada por las asignaciones forzosas (art. 1167). A partir de ciertas figuras básicas, la legislación regulatoria contemporánea ha expandido estas normas imperativas a diversos tipos de contratos. Es el caso, por ejemplo, de las operaciones de bancos e instituciones financieras; de las transacciones para adquirir participación en sociedades anónimas abiertas cuyos valores son de oferta pública o, en general, de las operaciones en el mercado de valores; de las fusiones que son sometidas al control de las autoridades de la competencia; o de los contratos de servicios públicos, en que la calidad de servicio y las tarifas están determinadas por reglas legales o regulaciones administrativas. En todos estos casos la doctrina habla de contratos dirigidos, porque la regulación limita la facultad de las partes para determinar por sí solas el contenido del contrato. Existen también casos en que la libertad para fijar el contenido del contrato es afectada de hecho por limitaciones privadas a la negociación que son establecidas de modo estandarizado por el proveedor. Es el caso de los contratos de adhesión, esto es, aquéllos en que las condiciones de contratación son fijadas por el vendedor o proveedor de un servicio sin que la contraparte pueda modificarlas. En un contrato de adhesión, el cliente es libre de contratar, pero si lo quiere hacer se limita a aceptar el precio, la cosa objeto del contrato y las condiciones generales propuestas por el proveedor. Este tipo de contratos cumple una importante finalidad económica, porque reduce los costos de transacción, esto es, los costos asociados a una negociación caso a caso que es imposible en contratos masivos. Por 26 eso, la ley no los prohíbe. Sin embargo, presentan serios riesgos de abuso, porque las cláusulas propuestas pueden alterar los efectos de la naturaleza de un contrato, en perjuicio de la parte que solo puede adherir a ellas. Por eso, uno de los principales instrumentos del orden público de protección del consentimiento es el control de las cláusulas abusivas o contrarias a la buena fe, especialmente en los contratos de consumidores. c. Facultad de elegir con quién se celebra el contrato En principio, la libertad contractual envuelve la facultad de decidir con quién se contrata. Sin embargo, en determinadas circunstancias, la ley limita esta libertad, de manera que debe contratarse con cualquier interesado. Ya se ha visto que en el derecho de consumidores no puede el proveedor negar la venta a quienquiera esté interesado en contratar (LPC, art. 3º c). También hemos visto que en servicios públicos regulados la limitación alcanza tanto la decisión de celebrar el acto como la de elegir al otro contratante. Se trata de contratos forzosos en los que tampoco se negocia la calidad de servicio ni el precio, que son establecidos por la autoridad administrativa, siguiendo parámetros legales, de modo que además de forzosos son dirigidos (v.g. Ley de Servicios Eléctricos, arts. 33, 34, 35 I, 36 a). d. Libertad de forma contractual La libertad de la forma se asocia fuertemente al predominio absoluto de la voluntad en la doctrina clásica del contrato. La sola voluntad es la fuente de la obligación contractual, así como la común voluntad de las partes es el objeto de la interpretación del contrato (art. 1560). Técnicamente, el principio de libertad de forma conduce a que la regla general sea que los contratos son consensuales. Es decir, que para su perfeccionamiento basta la mera concurrencia de voluntades. Asimismo, este principio implica que las partes son libres para acordar la manera en que se perfeccionarán sus acuerdos futuros del modo que mejor se adapte a sus intereses, pudiendo crear ellas mismas ciertas formas prefijadas en las que debe expresarse la voluntad. En el derecho actual ese principio continúa vigente, aunque solo lo sea en teoría, porque en la práctica ha pasado a ser excepcional. Las razones son diversas, pues las formalidades se exigen por diversas razones: para la validez del acto o contrato, como en la compraventa de bienes raíces (art. 1801 II); para que la obligación que nace del contrato pueda ser probada (arts. 1708 y 1709); o para que lo convenido sea oponible a terceros (art. 1701 I). Se profundizará sobre el tema en el capítulo relativo 27 a las formalidades como elemento del contrato. V. Clasificación de los contratos Dentro de los abiertos límites establecidos por la ley, el orden público y las buenas costumbres, la contratación moderna admite las más diversas formas de intercambio. Así, han surgido contratos innominados, no regulados orgánicamente por la ley, pero que tienen fisonomía propia desarrollada por la práctica contractual; es el caso del leasing, del préstamo de valores, de los servicios de streeming y muchos otros. Se podrían crear innumerables clasificaciones si se ordenaran estos nuevos contratos ideados por la práctica en categorías que contrasten con los antiguos contratos del derecho común. Cuando se aceptan las condiciones generales de un prestador de servicios digitales, se celebra un contrato innominado por el cual el prestador de los servicios adquiere un acceso de límites oscuros sobre los datos personales del interesado. Así, estos contratos presentan una especialidad respecto de aquéllos en que se intercambian cosas físicas. A diferencia de lo que ocurre con los tipos de acto jurídico, el Código Civil sí define algunos de los principales tipos de contratos. La calificación de un contrato suele tener efectos importantes. La relevancia será descrita sucintamente, sin perjuicio que el análisis en detalle se dejará para el momento de tratar los efectos de cada tipo de contrato, en el curso correspondiente. En todo caso, conviene distinguir la clasificación que contiene el Código Civil de las que son doctrinarias (contratos nominados e innominados; contratos accesorios y dependientes; contratos de ejecución instantánea y de tracto sucesivo). Algunas clasificaciones se remontan al derecho romano (v.g. contratos unilaterales y bilaterales), otras provienen de la doctrina moderna y algunas del desarrollo posterior a la codificación (v.g. contratos de adhesión). a. Contratos típicos o nominados y atípicos o innominados Los contratos típicos o nominados son los regulados por la ley; por ejemplo, la compraventa, el arrendamiento o la sociedad. Los contratos innominados o atípicos son los que no están configurados por la ley. Éstos surgen en la práctica negocial como creación de los sujetos privados que actúan en ejercicio de su autonomía privada. Por esta razón son plenamente válidos en tanto se sujeten a las reglas de validez aplicables a todo tipo de contrato (consentimiento, capacidad, objeto y causa lícitos). Esta es una distinción doctrinal que en su momento fue importante en el derecho romano, que operó con formas contractuales típicas. Hoy están sometidos, tanto los nominados como los innominados, 28 a las mismas reglas generales del derecho de contratos. Ejemplos de contratos que progresivamente se han desarrollado como figuras contractuales no reguladas pero establecidas por la práctica, son los contratos de suministro, de financiamiento y de servicios informáticos. A menudo ocurre que contratos que nacen como innominados son luego regulados por la ley para proteger algún objetivo del legislador, como la protección de la parte más desinformada. Una tarea particularmente importante que plantean los contratos innominados es buscar por analogía con los contratos nominados las reglas de derecho dispositivo que les son aplicables, para facilitar el intercambio y resolver los casos en contractualmente no regulados. Asimmismo, la creación de contratos innominados puede ser instrumento para eludir disposiciones de orden público que rigen contratos nominados. En tales casos corresponde a los jueces determinar si el fin práctico del contrato es lícito o si se trata de un fraude a la ley. b. Contratos unilaterales y bilaterales Los actos jurídicos pueden ser unilaterales y bilaterales según sea el número de partes que participan en su perfeccionamiento. Según este criterio de distinción todo contrato es en esencia un acto jurídico bilateral, porque para que una persona se obligue con otra mediante un acto o declaración de voluntad se requiere que ambas consientan en el contrato (arts. 1438, 1445). Entonces, la distinción entre contratos unilaterales y bilaterales no atiende al número de partes que concurren al acto, sino a las obligaciones que nacen del contrato. Según indica el Código Civil, “el contrato es unilateral cuando una de las partes se obliga para con otra que no contrae obligación alguna; y bilateral cuando las partes contratantes se obligan recíprocamente” (art. 1439). Los contratos bilaterales son también denominados sinalagmáticos (del griego, synallagma, intercambio). Lo relevante a efectos de esta distinción es si solo una o ambas partes resultan obligadas. Son típicamente contratos unilaterales la donación (aunque bajo ciertas circunstancias puede ser bilateral; arts. 1404, 1433) y, en general, los contratos reales (mutuo, comodato, depósito, prenda con desplazamiento). Es característicos de los contratos reales que se perfeccionen mediante la entrega de la cosa; en consecuencia la entrega es constitutiva de la relación contractual, de modo que no surge una obligación de prestar el dinero en el mutuo (art. 2196) o la cosa que se presta para su uso en el comodato (art. 2174); sólo surge la obligación de restituir lo recibido (en el caso del mutuo de dinero con los intereses pactados o que por la ley se entiende devengarse; Ley Nº 18.010 sobre operaciones de crédito de dinero, art. 12). 29 Un contrato que por su naturaleza es unilateral puede devenir en bilateral. Si el automóvil dado en comodato tenía un defecto conocido de su dueño, quien no advierte al comodatario y éste sufre un accidente, el comodante puede resultar responsable (arts. 2191, 2192). De este modo, un contrato que en su origen era unilateral (sólo generaba la obligación del comodatario de restituir), ha devenido en bilateral durante su vigencia (porque el comodante tiene una obligación indemnizatoria respecto del comodatario). En el lenguaje jurídico se suele denominarlos contratos sinalagmáticos imperfectos, que nacen unilaterales y devienen bilaterales debido a circunstancias sobrevinientes. Es cuestionable, con todo, que a estos contratos sinalagmáticos imperfectos les sean aplicadas mecánicamente las reglas de los bilaterales, porque la obligación que surge durante la vigencia de un contrato unilateral tiene más bien su antecedente en un incumplimiento o alguna otra clase de hecho contingente cuyo advenimiento difícilmente puede equipararse a la interdependencia estructural de las obligaciones de las partes que es carácterística de los contratos bilaterales. La distinción tiene una gran importancia práctica, porque hay numerosas instituciones del derecho de contratos que se aplican sólo a los contratos bilaterales. Estos particulares efectos se explican porque en los contratos bilaterales las obligaciones de las partes no están inconexas, sino son interdependientes entre sí. De esta relación se siguen sus características principales: (i) “En los contratos bilaterales va envuelta la condición resolutoria de no cumplirse por una de las partes lo pactado” (art. 1491). La resolución es uno de los remedios más eficientes que tiene la parte que ha cumplido o está llana a cumplir su obligación frente al incumplimiento de la contraparte: permite poner término a la relación contractual y da lugar a la restitución de lo pagado (art. 1487). En el curso siguiente, al tratar de las acciones y demás remedios que tiene el acreedor en caso de incumplimiento de la contraparte, se analizará el alcance y procedencia de la resolución por incumplimiento. Por ahora cabe adelantar que la resolución suele ser un remedio muy efectivo para el acreedor insatisfecho, porque le permite desligarse de un deudor incumplidor y proveerse de otra contraparte en el mercado. (ii) La excepción de contrato no cumplido es un instrumento para que una de las partes de un contrato bilateral evite estar en mora (esto es, en situación oponible de incumplimiento) mientras la otra parte no cumple o se allana a cumplir en forma y tiempo (art. 1552). Esta excepción se puede expresar en el dicho ‘pasando y pasando’, que rige en materia contractual a falta de estipulación de plazo para alguna de las obligaciones. (iii) Una de las reglas más criticables del derecho chileno de obligaciones es la que 30 establece que los riesgos del cuerpo cierto cuya entrega se debe es siempre a cargo del acreedor, salvo que se haya pactado algo diferente o en la extraña situación del deudor inescrupuloso que se obligó a entregar la cosa a distintas personas (art. 1550). La regla del art. 1550 tiene por efecto que si el vendedor mantiene el cuerpo cierto vendido en su poder (el caballo ‘Peor es Nada’) y aún no lo ha entregado al comprador, y perece por un hecho del cual no es responsable el vendedor (el caballo muere de un cólico imprevisible), entonces se extingue la obligación del vendedor de entregar el cuerpo cierto vendido y, sin embargo, subsiste la obligación del comprador de pagar el precio. La regla es criticable porque radica el riesgo precisamente en quien no tiene su control. Sobre la noción de obligación de dar un cuerpo cierto, en oposición a las obligaciones de género, véanse arts. 1508 y 1548: es de cuerpo cierto la venta del caballo ‘Peor es Nada’; es de género la de un caballo mulato sano y no mayor de seis años. Al tratar de los efectos de las obligaciones se discutirá una interpretación sistemáticamente más consistente de la regla del art. 1550. c. Contratos gratuitos o de beneficencia y onerosos El contrato gratuito cede en beneficio de una sola de las partes sufriendo la otra el gravamen; el más característico de los contratos gratuitos es la donación (arts. 1338); pero también puede haber otros innominados, como es la contribución por beneficencia de trabajo a una fundación o a un vecino. El contrato oneroso beneficia a ambas partes, gravándose una en beneficio de la otra (art. 1440). Lo determinante del contrato oneroso es la reciprocidad económica, porque ambas partes persiguen beneficiarse. Los actos de comercio, por ejemplo, son siempre onerosos. Aunque el contrato oneroso suele ser bilateral mientras que el unilateral suele ser gratuito, se trata de categorías conceptuales diferentes. Un contrato unilateral perfectamente puede ser oneroso, como es el contrato real de mutuo de dinero con intereses; y un contrato bilateral puede ser gratuito, como puede ocurrir con una donación modal, en cuya virtud el donatario se obliga, por ejemplo, a hacer una prestación en favor de otra persona. Esta distinción entre contratos gratuitos y onerosos también tiene efectos relevantes: (i) En primer lugar, la ley es más exigente para la formación de los contratos gratuitos. Todo el sistema de contratos está construido sobre la base que en la contratación lo natural es la persecución de beneficios recíprocos. Por eso, por 31 ejemplo en el caso de la donación, la ley exige para su validez una autorización judicial (insinuación) que tiene el fin de proteger al propio donante y a las asignaciones forzosas de quienes podrían ser sus herederos (art. 1401). En otras palabras, los contratos gratuitos son excepcionales, porque la gratuidad no se presume. En cambio, la onerosidad es característica de los contratos de interés recíproco, esto es, de la forma usual de las relaciones económicas privadas. (ii) El error en la persona generalmente es relevante en los contratos gratuitos. En la medida que la intención es precisamente beneficiar, la identidad del beneficiario es de la esencia del acto; por el contrario, ese error usualmente no vicia el consentimiento en los contratos onerosos, salvo que se pruebe que la consideración de la persona formaba parte del consentimiento, como ocurre con la relación entre el mandante y mandatario, en el caso de obras encargadas a un artesano particularmente dotado, o en algunos contratos de servicios profesionales (art. 1455). (iii) Por otro lado, el tratamiento de la posición del deudor en una obligación gratuita es menos exigente que el tratamiento dado a las deudas a título oneroso. Así, a su respecto no se entiende incorporadas obligaciones de garantía (v.g. de la aptitud de la osa para el fin al que está naturalmente destinada) y se exige un estándar de comportamiento más laxo (art. 1547 I). d. Contratos onerosos conmutativos y aleatorios Esta es una subclasificación de los contratos onerosos. Los contratos onerosos pueden satisfacer su función de beneficiar a ambas partes de dos maneras diferentes: las prestaciones de ambas partes pueden ser tenidas por equivalentes, en cuyo caso el contrato es conmutativo (v.g. compraventa), o bien, el contrato puede envolver un cierto riesgo o alea de ganancia o pérdida, como es característico de contratos aleatorios como es el juego o apuesta (arts. 2258 y ss). Por regla general los contratos onerosos son conmutativos. Usualmente, el contrato es concebido por las partes como uno de completa reciprocidad: lo que da una se mira como equivalente de lo que recibe a cambio de su contraparte. La lógica de los mercados de bienes y servicios asume este concepto subjetivo del valor. Las cosas no tienen un precio justo per se, sino tienen un valor de cambio. Por eso, no se pretende en la conmutatividad moderna que haya una exacta igualdad objetiva de valor de lo que se intercambia. El concepto de conmutatividad tiene su origen en la filosofía medioeval y expresa una forma de justicia. Abandonada la doctrina medioeval del precio justo, sólo 32 excepcionalmente el derecho controla que la conmutatividad tenga algún grado de objetividad. La institución que lo cautela es la lesión enorme. Los contratos aleatorios son aquellos en que va envuelto el riesgo de ganar o perder. Hay que tener cautela respecto al sentido de este riesgo, porque también un contrato conmutativo puede transformarse en fuente de inesperadas pérdidas o utilidades, especialmente si las prestaciones se realizan en el futuro (como ocurre a quien compra una casa que luego sube de valor por circunstancias que eran desconocidas al momento de contratar). Este último problema será tratado al analizar los efectos de los contratos (revisión de los contratos por circunstancias sobrevinientes). Por de pronto, basta indicar que el contrato aleatorio es aquél que estructuralmente envuelve un riesgo. Los casos más característicos son el juego y la apuesta (art. 2259) y el contrato de renta vitalicia en cuya virtud el deudor (usualmente una compañía de seguros) se obliga a pagar una pensión a una persona mientras viva, a cambio de una suma de dinero que paga el beneficiario de la renta (art. 2264); el alea juega a favor del beneficiario si vive largo tiempo; en cambio, será a favor de quien se obliga a pagar la renta si la subsistencia del beneficiario es más breve que los cálculos actuariales. El contrato de seguro también presenta esta estructura aleatoria: se paga una prima, que suele ser mínima si se considera el riesgo cubierto. Si el riesgo se materializa el asegurador soporta el alea, de lo contrario lo soporta el asegurado que ha debido pagar la prima de seguro sin recibir nada a cambio (como no sea el seguro). La distinción entre contratos conmutativos y aleatorios se refiere en general a tipos de contratos. Sin embargo, hay contratos generalmente conmutativos que se pueden pactar como aleatorios. Por ejemplo, los agricultores suelen vender sus cosechas en verde, esto es, por adelantado. El agricultor asegura así un precio que le resulta conveniente sin correr los riesgos de sequías, incendios u otros imprevistos, porque lo recibirá cualquiera sea el resultado: si el precio sube, el agricultor habrá hecho un mal negocio; a la inversa, si el precio baja, ha cumplido su fin de asegurarse un cierto precio que le permite obtener alguna ganancia. La aleatoriedad es en todo caso excepcional en este tipo de contratos, porque si hubiere duda acerca de su naturaleza, el contrato se tiene por conmutativo (art. 1813). e. Contratos principales, accesorios y dependientes El Código Civil expresa que “[e]l contrato es principal cuando subsiste por sí mismo sin necesidad de otra convención, y accesorio, cuando tiene por objeto asegurar el cumplimiento de una obligación principal, de manera que no pueda subsistir sin ella” (art.1442). 33 La calificación como accesorio no atiende a si el contrato puede o no subsistir por sí mismo. Lo accesorio, como lo define el Código, no se corresponde con exactitud con el concepto del lenguaje corriente. En efecto, se pueden plantear situaciones en que un contrato sea dependiente de otro y, sin embargo, no asegure el cumplimiento de una obligación principal. Es el caso, por ejemplo, del contrato de prestación de servicios de asesoría que el propietario conviene con el constructor de una instalación industrial: el contrato de asesoría depende del contrato de construcción, porque si éste termina por cualquier razón, aquél carece de sentido práctico. Sin embargo, no es accesorio, porque la ley define la accesoriedad por el aseguramiento de una obligación principal. Algo similar ocurre con la importante categoría de los contratos preparatorios, que solo tienen sentido en relación con el contrato principal que las partes tienen en vista y, sin embargo, no tienen por objeto asegurar su cumplimiento. Los contratos accesorios en el sentido de la definición legal son cauciones. El propio código entiende que “caución significa generalmente cualquiera obligación que se contrae para la seguridad de otra obligación propia o ajena. Son especies de caución la fianza, la hipoteca y la prenda” (art. 46). Los contratos accesorios, en el sentido que los entiende son precisamente los referidos en esa definición de cauciones. La clasificación de los actos en principales y accesorios sólo tiene importancia para determinar la extinción de los efectos de estos últimos, de acuerdo con el aforismo ‘lo accesorio

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