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Introducción El presente material busca facilitar a los lectores los conocimientos necesarios respecto a la materia de derecho laboral que les permita desempeñarse mejor en la actividad pública y/o privada. Asimismo, les permitirá un mejor manejo d...

Introducción El presente material busca facilitar a los lectores los conocimientos necesarios respecto a la materia de derecho laboral que les permita desempeñarse mejor en la actividad pública y/o privada. Asimismo, les permitirá un mejor manejo de la terminología jurídica laboral y su aplicación en el territorio peruano. La relación laboral propiamente dicha surgió con la llegada de la Revolución Industrial debido al cambio social y al surgimiento de las empresas o corporaciones. Es importante señalar que si bien, el trabajo ha existido desde el inicio del surgimiento de las sociedades, el trabajo propiamente dicho como lo conocemos hoy en día ha surgido en la revolución industrial. Los supuestos del nuevo ordenamiento laboral son muy distintos a los del civil. Se entiende que los sujetos de la relación laboral son materialmente desiguales, porque uno tiene poder económico y el otro no, y, por tanto -también en la esfera sustancial-, al último de éstos le falta libertad. La autonomía privada individual puede, por consiguiente, constituir el vínculo entre las partes, pero la regulación está limitada desde afuera por la ley. Esta se ocupa, pues, no solo del acceso y la ejecución del contrato, sino además de su contenido, y lo hace de modo relativamente imperativo: fijando beneficios mínimos en favor del trabajador, que por autonomía privada pueden incrementarse, pero no reducirse. Constatado el desequilibrio real entre los sujetos laborales individuales, el propósito del Derecho del Trabajo es el de compensarlo con otro desequilibrio en el nivel jurídico, de signo opuesto al anterior: la protección del contratante débil. Este es el sentido de la intervención tuitiva del Estado en esta área. Pero el único vehículo de nivelación no es el que proviene del Estado: la ley; sino que hay otro surgido de la relación directa entre las organizaciones sindicales y el empleador: el convenio colectivo. La autonomía privada se ensancha desde entonces para abarcar, además de la individual, la colectiva. De allí nacen múltiples y complejas relaciones entre la ley y el convenio colectivo en la regulación de las relaciones laborales, que varían mucho en los modelos democráticos y los autoritarios. La creación del Derecho del Trabajo supuso, en definitiva, que la regulación de las relaciones laborales que había estado tradicionalmente a cargo de fuentes de configuración -en los hechos- unilateral: el contrato de arrendamiento de servicios, el reglamento interno de trabajo y la costumbre, que expresaban la disparidad, se trasladará a las nuevas fuentes: la ley laboral y el convenio colectivo, que buscan la paridad. Pág. 5 1. ÁMBITO DE APLICACIÓN DEL DERECHO LABORAL 1.1 Explicación En el Derecho del Trabajo se emplea el término “trabajo” no con un concepto común, sino que para este es cualquier ocupación, para el derecho laboral es aquel que solo posee ciertas características. Así, en su acepción amplia, es trabajo la labor desempeñada por autoempleado o un contrato civil que realiza una actividad. Sin embargo, para el Derecho del Trabajo ninguna de estas actividades reúne los requisitos necesarios para entrar en su campo de aplicación. Cuáles son los factores que el Derecho del Trabajo exige a una ocupación para considerarla dentro de su objeto de regulación, es una cuestión de la mayor importancia, ya que solo en aquélla el sujeto que la ejecuta gozará de protección. Vamos a pasar revista en primer lugar a esas características, que son las mencionadas en la línea superior del cuadro adjunto: trabajo humano, productivo, por cuenta ajena, libre y subordinado. Ese esquema, así como los conceptos básicos contenidos en él, los manejamos centralmente a partir de las elaboraciones de Alonso Olea y Casas Baamonde (1991: 31 y ss.). En cada caso estableceremos las diferencias con los términos opuestos. Luego nos detendremos en el análisis de los elementos esenciales de la relación laboral, que se infieren de los factores mencionados. La doctrina concuerda en que esos elementos son tres: prestación personal, subordinación y remuneración. La jurisprudencia nacional lo estableció así, ya desde hace buen tiempo. Pero la cuestión tiene en nuestro medio base normativa recién a partir de la dación de la Ley de Fomento del Empleo, que les atribuyó esa condición en su artículo 37 (hoy convertido en el artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral). Es claro, pues, que todos ellos y solo ellos, configuran una relación como laboral. Para que estemos ante una relación laboral, entonces, los mencionados elementos deben presentarse en forma conjunta. Si alguno de ellos falla, la relación jurídica tendrá otra naturaleza. Por ejemplo, si hay una prestación personal y retribuida, pero autónoma. Pero a la vez, esos elementos bastan, no hace falta ningún otro. Los demás Pág. 6 factores -no esenciales- pueden servir para asignar un régimen laboral u otro (por ejemplo, el carácter privado o público del empleador) o para acceder a ciertos beneficios (por ejemplo, el requisito de una jornada mínima de cuatro horas diarias para el disfrute de la estabilidad laboral o la compensación por tiempo de servicios, en nuestro ordenamiento), pero no para calificar la relación como laboral. Después estudiaremos los casos en que se oculta una relación laboral bajo la apariencia de una civil o mercantil, para eludir la protección brindada por el ordenamiento laboral al sujeto que presta el servicio. En este supuesto opera el llamado principio de la primacía de la realidad. Finalmente, abordaremos otros tres asuntos: si todos los que son trabajadores para el Derecho del Trabajo caen bajo una misma regulación; si solo ellos reciben tutela del ordenamiento laboral (y de Seguridad Social); y si hay trabajadores excluidos del ordenamiento laboral. Lo primero nos lleva al tema del contrato de trabajo típico y los atípicos, de un lado, y del régimen laboral privado y público, del otro. Lo segundo, a la figura de la equiparación, por la cual se extiende ciertos beneficios a sujetos que no tienen relación laboral pero sí determinados rasgos que veremos en su oportunidad. Y lo tercero, a las modalidades formativas laborales. 1.2 El trabajo como un objeto de protección del derecho 1.1.1 El trabajo humano El trabajo consiste en una acción consciente llevada a cabo por un sujeto. La evolución científica permite preguntarse hoy en día si solo la especie humana es capaz de realizar un trabajo, así entendido, o también pueden hacerlo otras especies animales. No nos referimos a las labores instintivas que ejecutan algunos animales, en las cuales comprometen su actividad: las faenas desarrolladas por las abejas en torno al panal, por ejemplo, menos todavía a las que aquéllos desempeñan como medio para el trabajo humano: los bueyes tirando del arado, por ejemplo; sino a la transformación deliberada de la naturaleza que ciertos animales pueden emprender: los chimpancés convirtiendo una rama en instrumento para procurarse alimento o defenderse de los enemigos, por ejemplo. Más allá de que actividades como éstas puedan considerarse trabajo, lo cierto es que solo los hombres somos sujetos de derecho y, por tanto, es nuestro trabajo el único que le interesa al derecho. Pág. 7 El Derecho del Trabajo -el derecho en general- se ocupa, pues, del trabajo humano. Este ha sido tradicionalmente dividido en manual e intelectual, según utilice preponderantemente materias o símbolos. En un inicio la distinción se pretendió radical y conllevó condiciones diferentes para unos y otros trabajadores. Ello sucedía cuando el trabajo intelectual era desarrollado por los hombres libres y el manual por los esclavos o los siervos. Pero, posteriormente, la separación entre un tipo y otro de trabajo empezó a relativizar, por cuanto todo esfuerzo humano tiene en 12 proporciones diversos componentes manuales e intelectuales; y las regulaciones de ambos fueron unificándose y uniformándose. En nuestro ordenamiento, la tendencia a suprimir las diferencias entre trabajadores predominantemente manuales -llamados obreros- y predominantemente intelectuales -llamados empleados-, tanto en su denominación como en su régimen, comenzó el siglo pasado en la década del setenta en el campo de la Seguridad Social y fue recogiéndose en el ámbito laboral recién a inicios de la década del noventa. Ahora, con pocas excepciones, a veces justificadas (como una protección mayor frente a accidentes de trabajo o enfermedades profesionales para los trabajadores de actividad sobre todo manual), la regulación se encuentra bastante fusionada. 1.1.2 El trabajo productivo El trabajo -como ya vimos- es un esfuerzo dirigido a un fin. El sujeto al desplegar su actividad se propone lograr un objetivo. La finalidad perseguida puede ser una sola o varias, en este último caso combinadas entre sí de diversas maneras. Para estos efectos nos remitimos al cuadro adjunto. Pues bien, de todo ese conjunto, la única actividad excluida del ámbito del Derecho del Trabajo es la que se lleva a cabo con fines puramente no económicos. Por ejemplo, las tareas de organización ejecutadas en un partido político por un militante de éste, como parte de sus responsabilidades, o la participación en grupos de vigilancia nocturna por los vecinos de una localidad en la que viven. Por cierto, esto no quiere decir que necesariamente en todas las demás interviene dicha área jurídica, ya que también podría hacerlo el Derecho Civil o el Derecho Mercantil. El primer tipo de trabajo es, pues, no productivo y el resto puede considerarse productivo. El voluntariado, definido por la Ley General del Voluntariado, como: “Labor o actividad realizada sin fines de lucro, en forma gratuita y sin vínculos ni responsabilidad contractual” (artículo 2), es el típico trabajo no productivo. El agente, en este caso, podrá percibir ayuda en capacitación, alimentos, medicinas, infraestructura, etc. (artículo 12 de la citada ley), pero no una retribución. Pág. 8 El trabajo es productivo cuando se encamina a reportar un beneficio económico, de cualquier magnitud, a la persona que lo realiza. Dicho en otras palabras, quien cumple la labor espera obtener de ella un provecho económico, significativo o no, aunque también tenga otras aspiraciones. Veamos algunos ejemplos y detengámonos en los elementos de este concepto. Antes, precisemos que el beneficio económico al que nos referimos va a consistir generalmente en dinero, entregado a cambio de servicios o bienes, pero podría también tratarse de cualquier objeto, siempre que sea valorable económicamente. Pero no queda comprendido en aquél, lo que el sujeto produce para su propio consumo. Por ejemplo, las reparaciones de gasfitería o albañilería que una persona ejecuta en su domicilio. Ahora sí vamos a los ejemplos. Si un grupo de médicos constituye una asociación civil, en cuyos estatutos se establece que el fin es el de prestar servicios profesionales gratuitos a una comunidad de personas indigentes, y cada médico se obliga a concurrir a un local dos veces por semana, tres horas en cada ocasión, para atender a los pacientes, su trabajo no sería productivo. Pero si con sus propios recursos contrataron una secretaria para que ordene las citas y lleve los archivos de la asociación civil, el trabajo de ésta sí sería productivo. Ella no está asociada, no está por consiguiente inmersa en el objetivo social, y tiene derecho a recibir una contraprestación económica por su labor. Lo mismo sucedería en el hogar familiar, en el cual el desempeño de las tareas domésticas por padres e hijos no constituirá un trabajo productivo, pero el de un cocinero o un chofer, sí. Para que un trabajo sea calificado como productivo, el fin económico procurado por el sujeto que lo presta no tiene que ser el único, ni siquiera el principal, ni tampoco cuantioso. Basta que exista ese objetivo, cualquiera sea su proporción con los demás que comúnmente lo acompañarán. Un profesor universitario, que enseña porque le permite estar actualizado en su especialidad, le otorga prestigio en su medio profesional o tiene vocación de formación a la juventud, y percibe un ingreso magro por su labor, realiza un trabajo productivo. Debemos tener en cuenta que el resultado esperado por el sujeto que realiza la tarea podría no alcanzarse. Por ejemplo, si un campesino siembra maíz para después comerciar su producto, pero antes de la cosecha ocurre una inundación y los bienes se destruyen. O un pintor elabora un cuadro y cuando busca un comprador no lo encuentra. En cualquiera de esos casos, el trabajo sería productivo, porque para esos efectos no interesa tanto que el provecho económico se llegue a obtener, como que Pág. 9 en condiciones normales se hubiera logrado. En otras palabras, que el trabajo sea susceptible de arrojar ese resultado. El beneficio económico del que nos ocupamos debe ser individual y directo. Lo primero no desconoce que -como proclama la Constitución en su artículo 22- el trabajo es base del bienestar social a la vez que medio de realización personal. Solo que se toma como factor de medida la utilidad personal del trabajo, al margen de la social que suele también tener, aunque ésta no es indispensable para considerarlo productivo. Lo segundo, se refiere a que el provecho esté inmediatamente derivado de la acción ejecutada. De este modo, no sería trabajo productivo la prestación de un servicio, inicialmente no cobrado, por un profesional que busca hacerse conocido para después obtener una clientela, a la cual sí cobrarle. Por último, el momento para calificar un trabajo como productivo o no es el del inicio de su ejecución: la actitud con la que el sujeto emprende su actividad. Pero, esa actitud podría tener originalmente un sentido y luego transformarse en otro. Por ejemplo, una labor comenzada por entretenimiento podría convertirse en algún momento en económica. Este sería el caso de una persona aficionada a la repostería, que prepara postres para consumir u obsequiar, y luego decide venderlos. De lo expuesto puede observarse que casi siempre una persona va a requerir desempeñar al menos una labor productiva para poder subsistir, salvo que tenga otras fuentes de ingreso (por ejemplo, utilidades por acciones en empresas en cuya gestión no interviene, o mantenimiento por un familiar). Pero casi siempre también, va a llevar a cabo otras labores no productivas. 1.1.3 Trabajo por cuenta ajena Un sujeto puede realizar un trabajo productivo por su iniciativa o hacerlo por encargo de un tercero. En el primer caso, aquél será el titular de los bienes o servicios producidos, de los que dispondrá después, comúnmente a cambio de dinero, mediante un contrato de compraventa. Estamos ante un trabajo por cuenta propia. En cambio, en el segundo caso, el tercero tendrá la titularidad de esos bienes o servicios, y le pagará por su producción al sujeto que los ha realizado, con el que está vinculado a través de un contrato de prestación de servicios. Su trabajo es por cuenta ajena. Podemos distinguir entre ambos tipos de trabajo a partir de un ejemplo. Si un artesano que produce vajilla ha hecho por su cuenta 100 piezas, para luego venderlas en su taller a cualquier comprador, su trabajo es por cuenta propia. Pero si conviene con un hotel la elaboración de esas piezas, con determinadas características y en Pág. 10 determinado plazo, a cambio de cierta suma de dinero, su trabajo es por cuenta ajena. Podría suceder que el artesano tuviera ya hechas 30 piezas de las que quería el hotel, y por tanto le haga falta elaborar las otras 70. En ese caso, su trabajo es por cuenta propia respecto del primer grupo y por cuenta ajena respecto del segundo. O que tuviera producida la vajilla, pero sin acabados (diseños y colores), los que elabora a gusto del adquirente. En el primer tramo su trabajo es por cuenta propia, y en el segundo, por cuenta ajena. Por último, si el artesano condujera un taller en el que laboran dos operarios a su cargo, el trabajo de éstos para aquél será por cuenta ajena. Lo mismo ocurriría si no tuviera dependientes, pero subcontrata con otros artesanos la elaboración desde sus respectivos talleres de una cantidad de las piezas en cuestión. La doctrina considera trabajo por cuenta propia, por excepción, pese a haber pluralidad de sujetos, el que presta un individuo a determinados núcleos a los que pertenece. Este es el caso de la familia, de un lado, y de las cooperativas de trabajadores, del otro. En el primero, el trabajo desempeñado por padres e hijos en su hogar (que como vimos en el punto 1.2.2, no es productivo), no es prestado por unos a otros, sino por todos a la unidad familiar. En las cooperativas de trabajadores, por mandato legal, todos los que trabajan son socios y todos los socios trabajan. Las dos condiciones, por tanto, se funden en una. No es posible perder una y mantener la otra. Esto distingue el caso anterior del de una empresa constituida como sociedad anónima, en la que se hubiera repartido acciones a todos los trabajadores. Estos serían, por consiguiente, socios y trabajadores a la vez, pero ambas condiciones son perfectamente escindibles. El trabajo sigue siendo, pues, por cuenta ajena. El trabajo que interesa al Derecho del Trabajo es únicamente el que se cumple por cuenta ajena. Pero la regulación de este sector no le corresponde en exclusiva al Derecho del Trabajo, aunque sí la del subsector compuesto por quienes se vinculan con el tercero en forma subordinada (como veremos en el punto 1.3.2). Los otros subsectores, integrados por sujetos que se desempeñan con autonomía, los regula el Derecho Civil o el Derecho Mercantil. Esta circunstancia ya excluye de la partida del ordenamiento laboral en nuestro país, dada la estructura de la población económicamente activa, a alrededor del 60% de ésta, que se ocupa en labores por cuenta propia: campesinos, ambulantes, artesanos, etc. Pág. 11 1.1.4 Trabajo libre El vínculo que se establece en el trabajo por cuenta ajena entre quien ofrece un servicio y quien lo requiere, puede tener su origen en un acuerdo de voluntades entre dichos sujetos o en la imposición derivada de una situación jurídica o fáctica. El primero es el trabajo libre y el segundo, el forzoso. El trabajo del que se ocupa el Derecho del Trabajo es, por cierto, el libre. Lo mismo el Derecho Civil o el Derecho Mercantil. El trabajo forzoso o está proscrito o está regulado por otras áreas jurídicas. La libertad de trabajo consiste en el derecho de toda persona a decidir si trabaja o no, en qué actividad y para quién. Es, por consiguiente, contrario a ella, tanto obligar a un individuo a prestar un servicio, como impedirle desempeñarse en una actividad determinada. Está proclamada por nuestra Constitución (numeral 15 del artículo 2 y artículo 59) y por numerosos instrumentos internacionales de derechos humanos, como la Declaración Universal de Derechos Humanos (numeral 1 del artículo 23), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (numeral 1 del artículo 6), la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (artículo XIV) y el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (numeral 1 del artículo 6). Tal como la hemos definido, la libertad de trabajo podría parecer incompatible con el deber de trabajar que establece la Constitución (artículo 22), así como la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (artículo XXXVII). Pero no es así, porque éste tiene manifestaciones morales y sociales, pero no constituye una obligación jurídicamente exigible. Si esto último sucediera, por ejemplo, a través de la dación de una ley que reprimiera la vagancia en sí -y no por las conductas antisociales que suelen acompañarla-, entonces surgiría una abierta vulneración de la libertad de trabajo. Así lo ha entendido la Organización Internacional del Trabajo, el pronunciarse sobre la cuestión. La proclamación de la libertad de trabajo supone la prohibición del trabajo obligatorio. Este se encuentra expresamente vedado por nuestra Constitución (artículo 23) y por los instrumentos internacionales de derechos humanos: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos [inciso a) del numeral 3 del artículo 8], la Convención Americana sobre Derechos Humanos (numeral 2 del artículo 6) y los Convenios Internacionales del Trabajo 29 (artículo 1) y 105 (artículo 1). En igual dirección va el Código Penal (numeral 2 del artículo 168). Habría que añadir a esta relación los numerosos preceptos que proscriben la esclavitud y la servidumbre, formas jurídicas que adoptó el trabajo forzoso por cuenta ajena a lo largo de la historia. Pág. 12 La cuestión es la de determinar cuándo estamos ante un trabajo obligatorio y, por tanto, abolido. Aquí debemos analizar básicamente tres situaciones: la del trabajador que requiere desempeñar una actividad para obtener de ella la retribución que le permita subsistir; la de quien se ha obligado en su contrato a prestar un servicio; y la de quien está compelido por la ley a cumplir un trabajo. El Derecho del Trabajo no ignora que el trabajador no es sustancialmente libre al celebrar el contrato y establecer los derechos y obligaciones de las partes, porque no es tampoco materialmente igual al empleador. Este hecho es el que justifica la propia existencia del ordenamiento protector del contratante débil. Pero en este caso, adopta una perspectiva formal: le interesa que jurídicamente el trabajador pueda expresar su consentimiento, sin considerar que los condicionamientos económicos lleguen a viciarlo. En otras palabras, entiende que hay una falta de libertad real, para cuya subsanación instituye reglas de tutela al contratante desfavorecido, tras las cuales éste adquiere la igualdad y libertad jurídicas. No hay además otra opción, porque de no proceder así tendría que restringir su regulación a las relaciones laborales en las que ha podido verificar la presencia de una real y efectiva libertad, excluyendo a las demás, que pasarían a convertirse en relaciones laborales no surgidas de un contrato de trabajo (que conlleva un indispensable acuerdo de voluntades), y, por tanto, paradójicamente, privadas de tutela. Por ello, pese al contexto en el que se produce el acuerdo, se tiene al trabajo como libre. Tampoco se entiende como forzoso el trabajo que el trabajador debe ejecutar en virtud del propio contrato. De éste nacen derechos y obligaciones para las partes y la principal obligación del trabajador es precisamente la de poner su actividad a disposición de su empleador. Esa es la razón de ser del contrato de trabajo. Sin embargo, si el trabajador no quiere cumplirla, el empleador puede sancionarlo, pero no puede compelerlo a trabajar. Lo mismo sucedería si se hubiera establecido un plazo de duración para la relación laboral –por ejemplo, mediante un contrato de trabajo sujeto a modalidad o un pacto de permanencia- y bastante antes de su vencimiento el trabajador decidiera ponerle fin, causándole perjuicio al empleador. En ese caso, podría haber lugar al pago de una indemnización por responsabilidad derivada del incumplimiento contractual, pero no imposición de trabajo. La libertad de trabajo opera, pues, desde el nacimiento de la relación laboral en adelante, a lo largo de toda su vida. La tercera situación propuesta (la imposición legal de trabajar) es la más compleja. Para esclarecerla, debemos ubicarnos en la definición de trabajo forzoso que ofrece el Convenio Internacional del Trabajo 29 (numeral 1 del artículo 2): todo trabajo para el cual un individuo no se ofrece voluntariamente y que se le exige bajo la amenaza de Pág. 13 una pena cualquiera. Si aplicamos en rigor ese concepto a diversos supuestos en que ciertas personas en determinadas circunstancias deben prestar un servicio por mandato legal, estaremos ante formas de trabajo obligatorio. Por ejemplo, cuando se impone a un sujeto la realización del servicio militar obligatorio, o la participación en mesas durante los procesos electorales, o la ejecución de tareas cuando está recluido en un establecimiento penitenciario. Todas estas actividades colisionarían con la libertad de trabajo y estarían, por tanto, prohibidas. Sin embargo, labores como las que hemos mencionado están autorizadas por el Convenio Internacional del Trabajo 29 (numeral 2 del artículo 2), el Pacto Internacional de Derecho Civiles y Políticos [incisos b) y c) del numeral 3 del artículo 8] y la Convención Americana sobre Derechos Humanos (numerales 2 y 3 del artículo 6): el servicio militar obligatorio, las obligaciones cívicas normales y el trabajo penitenciario. Sin duda, las organizaciones internacionales de derechos humanos consideran que hay tras ellas -siempre que se cumplan dentro de lo estrictamente permitido- valores superiores a la propia libertad de trabajo. Lo curioso es que en vez de calificarlas como formas de trabajo forzoso admitidas -como en el fondo son-, las han excluido expresamente del concepto de trabajo obligatorio, a fin de autorizarlas. En nuestro ordenamiento, todas estas figuras están recogidas. La Ley del Servicio Militar prevé dos formas de prestación del servicio: en el activo y en la reserva (artículo 8). En la primera, cuya duración es de veinticuatro meses (artículo 45), la incorporación es voluntaria (artículos 6, 34 y 42). La segunda opera para instrucción y entrenamiento, así como en casos de movilización o compromiso de la seguridad nacional (artículo 52). El llamamiento conlleva obligación de concurrencia (artículo 55). En cuanto a las obligaciones cívicas, hemos mencionado -en vía de ejemplo el caso de la designación para conformar una mesa de sufragio. La Ley Orgánica de Elecciones señala que el cargo de miembro de mesa es irrenunciable (artículo 58). La inasistencia de las personas seleccionadas o su negativa a desempeñar el cargo, acarrea la imposición de una multa equivalente al 5% de la UIT (artículos 250 y 251). Por último, para el Derecho Penal el trabajo cumple diversas funciones. De un lado, es uno de los tipos de pena limitativa de derechos, llamada prestación de servicios a la comunidad, que se realiza en entidades asistenciales, hospitalarias, escuelas, orfanatos o similares, sin interferir con la jornada normal del trabajo habitual del condenado (artículos 28, 31 y 34 del Código Penal, artículos 119 y siguientes del Código de Ejecución Penal y artículos 248 y siguientes de su Reglamento). Del otro, es concebido como un derecho y un deber del interno, que se cumple de manera voluntaria y contribuye a su rehabilitación; y como un mecanismo de redención de la pena, a razón de un día de Pág. 14 pena por dos días de labor efectiva (artículos 44, 45 y 65 del Código de Ejecución Penal y artículos 102 y siguientes, 174 y siguientes, y 248 de su Reglamento). Para terminar, no podemos dejar de mencionar que lamentablemente en nuestro país y otros lugares del mundo, sobre todo en zonas rurales, la abolición del trabajo forzoso no se ha hecho aun plenamente efectiva. Subsisten formas de trabajo compulsivo, en perjuicio especialmente de la población infantil, que reclaman una firme intervención del Estado para ponerles fin. 1.1.5 Trabajo subordinado En el trabajo por cuenta ajena (como ya vimos en el punto 1.2.3), dos individuos tienen entre sí un vínculo jurídico previo a la elaboración del producto, que hace titular de éste al tercero. Pues bien, ese vínculo puede ser subordinado o autónomo, según la posición de uno de los sujetos respecto del otro. El primero, le permite al acreedor de trabajo dirigir la prestación del deudor; en el segundo, en cambio, este último dirige su propia prestación. El concepto de subordinación y sus límites, lo vamos a tratar con más detenimiento en el punto 1.3.2. Históricamente este criterio (tipo de vínculo) -como ha puesto de manifiesto Sanguineti Raymond (2000: 35 y ss.)- ha corrido parejo con otros dos, al configurar los diversos tipos contractuales que han regulado el trabajo libre por cuenta ajena: el contenido de la promesa de trabajo y la asunción del riesgo del trabajo. El primero se refiere a la obligación que adquiere el deudor de trabajo frente al acreedor, y puede ser de actividad o de resultado, según se comprometa a desplegar su energía laboral o a entregar un producto. La segunda, alude al sujeto sobre el que recae la responsabilidad ante el incumplimiento del fin esperado por el acreedor de trabajo. La combinación de estos tres criterios se ha producido de la manera resumida en el cuadro adjunto. De este modo, en el antiguo derecho romano, que fue retomado por el derecho francés en el siglo XIX, existían solo dos figuras contractuales para regular la prestación de servicios por cuenta ajena. En la primera de ellas (locatio conductio operarum / arrendamiento de servicios), el deudor de trabajo pone su actividad a disposición del acreedor, quien a cambio de poder dirigirla le paga una retribución, a la que aquél tiene derecho aun cuando no se llegue al resultado perseguido por éste. En la segunda (locatio conductio operis / arrendamiento de obra), el deudor de trabajo ofrece un resultado, para cuyo logro conserva la conducción de su actividad, a cambio del cual percibe una retribución, que solo puede exigir si aquél llega a hacerse efectivo. Pág. 15 El primer tipo contractual sería el que vincula al carpintero conductor de un taller, con los operarios que laboran en él sujetos a sus instrucciones; y el segundo, el existente entre ese carpintero y la Universidad que le encarga la producción de 50 carpetas para equipar un aula de clases, las que van a fabricarse en dicho taller. O, respectivamente, el de un médico con la empresa a la que se integra para atender durante su jornada de trabajo, a los obreros que aquélla le indique; y el del médico que desde su consultorio recibe a los pacientes que solicitan su servicio. Justamente a propósito de los servicios prestados por profesionales liberales (trabajadores por cuenta ajena autónomos, como el segundo médico del último ejemplo), la doctrina alemana consideró que ellos no celebraban contratos de arrendamiento de obra, como establecía la legislación francesa, porque si bien el tipo de vínculo jurídico era autónomo, el contenido de la promesa de trabajo no era un resultado sino la actividad. Y diseñó una nueva figura contractual, llamada prestación de servicios no dependientes, que introdujo una variante en el esquema del derecho romano y del derecho francés: es posible ofrecer la actividad y conservar la autonomía. El punto de discrepancia francoalemana se encuentra en el concepto de resultado. Para la tesis francesa es la labor idónea para arribar al fin último perseguido por el acreedor de trabajo: por ejemplo, la diligencia profesional esperable de un abogado que asume el patrocinio de una persona en un proceso, pero no la obtención de una sentencia favorable a su cliente. Y, por eso, considera que puede ser objeto del contrato. Para la tesis alemana, en cambio, el resultado es aquel fin último al que aludimos antes y, por tanto, ajeno al contrato. Lo que es materia de éste, entonces, es la actividad del deudor de trabajo, que se plasma en la labor idónea que hemos mencionado. Si retomamos los ejemplos que pusimos antes, del carpintero y del médico, entre los dependientes que laboran en el taller y el carpintero que lo conduce, o entre el médico y la empresa a la que se incorpora, habría sendos contratos de trabajo, tanto para el derecho francés como para el alemán; entre el carpintero y la Universidad que le encarga las carpetas, un contrato de obra, para ambos ordenamientos; pero respecto del vínculo entre el médico y los pacientes que acuden a su consultorio, habría desacuerdo: un contrato de obra para el derecho francés y uno de locación de servicios para el alemán. Este último sería el nexo típico que relaciona a un profesional liberal con sus clientes, por ejemplo, cuando se le pide un diagnóstico y un tratamiento a un médico, o una opinión sobre determinada situación jurídica a un abogado. El riesgo del trabajo le corresponde al acreedor, quien debe retribuir el servicio, aunque no sea enteramente satisfactorio, excepto cuando el deudor incurra Pág. 16 en dolo o culpa inexcusable, supuesto en el cual podría accionar contra él por los daños y perjuicios. Ahora bien, todos los tipos contractuales de que nos hemos ocupado han formado parte del Derecho Civil. Por este motivo se han sometido a sus valores de igualdad y libertad de los contratantes, que les han permitido establecer los derechos y obligaciones que les corresponden. El problema se presentó cuando se aplicaron dichos valores a relaciones en las cuales la disparidad era manifiesta, como la existente entre los sujetos que ofrecían su actividad subordinada y quienes la dirigían. La cuestión no fue tan grave en los tiempos del derecho romano e incluso en las primeras décadas de aplicación del Código Civil francés de 1804, porque la población que realizaba un trabajo por cuenta ajena y libre era reducida, respecto de quienes se encontraban bajo la esclavitud o la servidumbre. Pero con la Revolución Industrial la situación se modificó radicalmente. Las grandes unidades productivas sustituyeron a las pequeñas, aglutinando a muchos trabajadores. La utilización del contrato de arrendamiento de servicios empezó a masificarse. Allí se puso en evidencia que la inserción de esa figura en el Derecho Civil conducía a la regulación de la relación laboral individual por la voluntad unilateral del acreedor de trabajo y, por tanto, al establecimiento de condiciones deplorables, en cuestión de duración de la jornada de trabajo, monto de la remuneración, seguridad e higiene en el trabajo, entre otras. Hacía falta, pues, sustraer ese tipo contractual del Derecho Civil y construir un ordenamiento inspirado en valores distintos, que reconociera el contexto de celebración del acuerdo y tutelará al contratante débil. Así el contrato de arrendamiento de servicios se transformó en contrato de trabajo y surgió el Derecho del Trabajo para regular todas las relaciones derivadas de aquél. Reparemos en que los criterios de contenido de la promesa de trabajo, tipo de vínculo jurídico y asunción del riesgo del trabajo, son idénticos en ambos tipos contractuales: prestación de actividad subordinada y remunerada, con riesgo en el acreedor de trabajo. La razón de la transformación a que hemos aludido, no se encuentra, pues, en el cambio de alguno de ellos, sino en que a partir de los fenómenos que acompañaron a la industrialización, la pertenencia del contrato de arrendamiento de servicios al Derecho Civil llevaba a un régimen de dramática explotación de la mano de obra. Esto suscitó reacciones adversas en diferentes sectores, especialmente entre los propios trabajadores, que se organizaron en sindicatos (aunque la ley lo prohibía), y obtuvieron la intervención del Estado para controlar esa situación. En el derecho moderno, el trabajo por cuenta ajena se regula básicamente por tres tipos contractuales en los ordenamientos que se inscriben en la línea del derecho alemán (como es el caso del nuestro, desde la dación del Código Civil de 1984): Pág. 17 contrato de trabajo, de un lado, y de locación de servicios y de obra, del otro; y por solo dos en los que siguen la ruta del derecho francés: el primero y el tercero de los mencionados, pero no el segundo. El contrato de trabajo está - como es obvio- regulado por el Derecho del Trabajo, y los otros dos, por el Derecho Civil. Hay otras figuras de prestación de servicios propias del Derecho Mercantil: agencia, comisión y corretaje, que no están reguladas sistemáticamente por nuestro ordenamiento. En el punto 1.3 tendremos oportunidad de contrastar estos tipos contractuales, a partir del análisis de los elementos esenciales de la relación laboral. 1.3 Elementos esenciales de la relación laboral 1.3.1 Prestación personal La actividad cuya utilización es objeto del contrato de trabajo, es la específica de un trabajador determinado. De aquí deriva, en primer lugar, que el trabajador es siempre una persona natural, a diferencia del empleador, en que puede desempeñarse como tal una persona natural (como en el hogar o los pequeños negocios) o jurídica, adoptando cualquier forma asociativa, lucrativa o no. También distingue al trabajador de los deudores de trabajo en los contratos de locación de servicios y de obra, llamados locador y contratista, respectivamente, que pueden ser personas naturales o jurídicas: por ejemplo, un bufete profesional o una empresa constructora. Y deriva, además, que esa persona concreta debe ejecutar la prestación comprometida, sin asistirse por dependientes a su cargo, ni - menos aún- transferirla en todo o en parte a un tercero. Así lo establece la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, en su artículo 5, que solo admite por excepción, reservada a ciertos supuestos, la colaboración de familiares directos dependientes. De este modo, la tarea asignada por el empleador la cumple el trabajador solo o con los colaboradores o asistentes que aquél le designe. La relación se desnaturaliza si el trabajador puede contratar por su cuenta a sujetos que lo apoyen o lo reemplacen en su obligación. Aquí encontramos nuevamente diferencias cruciales con los contratos de locación de servicios y de obra. En el primero, la prestación del deudor es, en principio, personal, pero el locador puede valerse, bajo su propia dirección y responsabilidad, de auxiliares y sustitutos, en ciertas condiciones (artículo 1766 del Código Civil). La prestación personal del deudor de trabajo no es, pues, esencial en este contrato. Lo mismo ocurre y aún más radicalmente en el contrato de obra. En éste, el contratista puede subcontratar la realización de la obra, parcial o Pág. 18 íntegramente, en este último caso con autorización del comitente (artículo 1772 del Código Civil). En los contratos mercantiles, el agente, el comisionista o el corredor -que son las denominaciones que adoptan los deudores de trabajo- podrían ser personas naturales o jurídicas y contar con auxiliares o sustitutos a su cargo. En ellos, por tanto, la prestación personal del servicio tampoco es un elemento esencial. De lo expuesto se desprende que, si el trabajador se incapacita para el cumplimiento de su actividad, de manera temporal o definitiva, o fallece, la relación laboral se suspende o se extingue, según los casos (artículos 12 y 16 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral). En esas hipótesis u otras en las que la prestación del trabajador cesa, como, por ejemplo, durante el descanso vacacional, quien fuera contratado para sustituirlo (contrato de suplencia según el artículo 61 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), tendrá una relación laboral nueva y distinta. En cambio, la situación del empleador es diferente. Si es persona natural, las reglas son similares a las expuestas. La Ley de Productividad y Competitividad Laboral prevé la extinción del vínculo laboral por fallecimiento del empleador, cuando es persona natural (artículo 16). Y luego, en el artículo siguiente, se pone en el supuesto de que se trate de un negocio y los herederos decidan liquidarlo. En tal caso, la relación laboral se extiende hasta la verificación de ese objetivo. Pero no se plantea la posibilidad de que esos herederos decidan que el negocio prosiga indefinidamente, o que no sea un negocio sino el hogar familiar, en el que subsistan personas adultas, o que no estemos ante un fallecimiento sino ante un traspaso del negocio entre vivos. En estos casos, en virtud del principio de continuidad de la relación laboral, ésta debe prorrogarse. En esta misma dirección va la solución que debe darse al supuesto de que el empleador sea una persona jurídica: si se disuelve y liquida ésta, las relaciones laborales se extinguen, previo procedimiento administrativo [inciso c) del artículo 46 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral); pero si se transfiere a otros propietarios o se fusiona con otra empresa -por incorporación o por absorción, que son las modalidades previstas en el artículo 344 de la Ley General de Sociedades- o se escinde en dos o más unidades, en atención al mismo principio mencionado, los vínculos laborales prosiguen. 1.3.2 Subordinación La subordinación es un vínculo jurídico entre el deudor y el acreedor de trabajo, en virtud del cual el primero le ofrece su actividad al segundo y le confiere el poder de Pág. 19 conducirla. Sujeción, de un lado, y dirección, del otro, son los dos aspectos centrales del concepto. La subordinación es propia del contrato de trabajo (artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), ya que en las prestaciones de servicios reguladas por el Derecho Civil o Mercantil, existe autonomía (en los contratos de locación de servicios y de obra, según los artículos 1764 y 1771 del Código Civil, respectivamente). El poder de dirección que el empleador adquiere a partir del contrato de trabajo se plasma en algunas atribuciones y se somete a ciertos límites, como veremos a continuación. En lo que se refiere al contenido del poder de dirección, según la doctrina éste le permite al empleador dirigir, fiscalizar y sancionar al trabajador. De modo similar define la subordinación la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, en su artículo 9. El empleador puede, pues, impartir instrucciones, tanto de forma genérica, mediante reglas válidas para toda o parte de la empresa (incorporadas comúnmente al reglamento interno de trabajo, al que nos referiremos en el punto 2.3.5), como de forma específica, destinadas a un trabajador concreto; verificar si se cumplen adecuadamente o no; y, en caso de constatar su inobservancia imputable al trabajador, sancionarlo por ello. Al desempeñar su poder de dirección el empleador debe moverse dentro de determinados marcos, fuera de los cuales incurre en ejercicio irregular de su derecho. El trabajador le ha puesto a disposición su actividad, no su propia persona, razón por la cual las atribuciones del empleador deben ceñirse a la utilización de dicha actividad, dentro de los límites del ordenamiento laboral, sin afectar los derechos fundamentales del trabajador. El primer tipo de límite se refiere a la labor para cuya ejecución se ha celebrado el contrato de trabajo, así como al tiempo y al lugar en que debe prestarse. El trabajador no está al servicio del empleador para cumplir cualquier actividad, durante todo el día y todos los días y en el sitio que a éste le parezca. Si se ha convenido una labor a desempeñar de modo genérico, por ejemplo, limpieza, el empleador podría hacer cambios dentro de ella (de limpieza de talleres a almacenes) o con otras tareas equivalentes en categoría; pero si se ha pactado de modo específico, por ejemplo, jardinería, ya no cabría el traslado a otra. El tiempo y el lugar de trabajo, salvo que se hubieran acordado expresamente, admiten modificaciones razonables por el empleador. Esto significa que el poder del empleador de dirigir y el deber del trabajador de acatar, se restringen a los factores señalados. Sin embargo, no cesan todas las Pág. 20 obligaciones de un sujeto frente al otro, cuando la relación laboral se interrumpe. Por ejemplo, el trabajador no podría ni siquiera en estos períodos proceder de una manera que lesiona la reanudación de la relación laboral, como ocurriría si durante sus vacaciones realizará por su cuenta la misma actividad que cumple en la empresa, atrayéndose a la clientela de ésta (competencia desleal), o fuera de la jornada y del centro de trabajo ocasionara deliberadamente daños materiales al automóvil del gerente de la empresa, en represalia por una sanción impuesta por éste (hecho derivado de la relación laboral). En ambos casos incurriría en faltas de conducta. El segundo tipo de límite comprende los derechos fundamentales del trabajador, que el empleador está obligado a respetar. Las órdenes impartidas no pueden vulnerar el derecho del trabajador a la vida, a la salud, a la dignidad, a la libertad, etc. De este modo, sería manifiestamente arbitrario exigirle al trabajador la realización de una tarea que ponga en peligro su integridad física o moral, como operar sofisticados equipos eléctricos a quien no cuenta con la preparación o los implementos para hacerlo. Pero también lo sería no otorgarle ninguna labor, lo que provoca humillación y descalificación. En este último caso se faltaría al derecho que tiene el trabajador a la ocupación efectiva. El problema principal que se presenta cuando el empleador ejerce irregularmente su poder de dirección, es el de determinar la actitud que puede asumir el trabajador: cumplir la orden y después reclamar ante un organismo jurisdiccional, o resistirse a ejecutarla. La cuestión es controvertida en la doctrina, porque entran en juego valores diversos. Creemos que debe admitirse el derecho de resistencia del trabajador frente a las órdenes arbitrarias del empleador, siempre que éstas afecten los derechos fundamentales del primero; y, en los demás casos, el cumplimiento y eventual impugnación posterior. Sin perjuicio de ello, la Ley General de Inspección del Trabajo faculta a los inspectores para: “Ordenar la paralización o prohibición inmediata de trabajos o tareas por inobservancia de la normativa sobre prevención de riesgos laborales, de concurrir riesgo grave e inminente para la seguridad o salud de los trabajadores” [inciso 6) del numeral 5 del artículo5], medida que se encuentra precisada por el artículo 21 del reglamento correspondiente. Para concluir, queremos resaltar que la subordinación conlleva un poder jurídico. Por tratarse de un poder, su ejercicio no es obligatorio para quien lo detenta. El empleador puede decidir si lo ejerce o no y en qué grado, según las necesidades de la empresa y la diversidad de trabajadores. Por ejemplo, los trabajadores menos calificados o de una sección neurálgica podrían estar sometidos a un control mayor. Pero además ese poder es jurídico. Interesa para configurarlo, la ubicación de una de las partes de la relación laboral frente a la otra, no la situación socioeconómica ni la Pág. 21 preparación técnica de aquéllas. Así, el trabajador está subordinado porque le cede al empleador la atribución de organizar y encaminar su prestación, al margen de que necesite o no de la remuneración que percibe para subsistir o de su nivel de calificación. Estos dos últimos conceptos, conocidos como dependencia económica y dirección técnica, respectivamente, suelen acompañar a la subordinación, incluso constituyen fundamentos de la intervención protectora del Estado en las relaciones laborales, pero no son elementos esenciales del contrato de trabajo. A lo más, pueden servir como indicios de la existencia de éste en supuestos oscuros. 1.3.3 La Remuneración Tanto el contrato de trabajo como los de locación de servicios y de obra, de un lado, y los de agencia, comisión y corretaje, del otro, se ocupan de trabajos productivos por cuenta ajena. Esto quiere decir que el deudor ofrece su trabajo a un tercero, quien es el titular de lo que éste produce, a cambio del pago de una retribución. Este es, pues, un elemento esencial en los seis contratos. Así lo precisa el artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, respecto del contrato de trabajo, y los artículos 1764 y 1771 del Código Civil, respecto de los de locación de servicios y de obra. La retribución otorgada en el contrato de trabajo se denomina remuneración. Nuestro ordenamiento laboral considera como tal al íntegro de lo que el trabajador recibe por sus servicios, en dinero o en especie, siempre que sea de su libre disposición (artículo 6 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral). De esta definición, nos interesa resaltar dos aspectos: el carácter contraprestativo y los bienes en que se materializa. La remuneración tiene carácter contraprestativo, pero no se agota en éste. En otras palabras, es el pago que corresponde al trabajador por la puesta a disposición de su actividad. Recordemos que el riesgo del trabajo lo asume el empleador, según vimos en el punto 1.2.5, de modo que depende de éste utilizar o no y cuánto y cómo esa actividad, pues tiene el poder para hacerlo. Pero es más que contraprestación, ya que la inactividad temporal del trabajador originada en ciertas causas no conlleva la suspensión de la remuneración. Este es el caso, por ejemplo, del descanso vacacional o de la licencia por enfermedad, en que opera lo que la doctrina y nuestra legislación llama una suspensión imperfecta de la relación laboral, en la que la interrupción de la prestación de trabajo no acarrea la de pago (artículo 11 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral)). Asimismo, la mayor remuneración que se otorga en ciertas situaciones, como las fiestas patrias o navideñas, conocida como gratificación, tampoco tiene una explicación contraprestativa. La retribución que se percibe en Pág. 22 estos supuestos se fundamenta en valores superiores, como la defensa de la vida y de la salud del trabajador, y configura el denominado salario social. El pago puede hacerse en dinero o en especie. El precepto citado no establece pautas acerca de esto, por ejemplo, la proporción que debe hacerse efectiva en dinero o el tipo de bienes en que puede realizarse el pago. Pero sí señala que la remuneración es de libre disposición, razón por la cual concluimos que el bien predominante debe ser el dinero y tratándose de otros objetos, se aceptan si sirven para el consumo del trabajador o éste puede venderlos sin dificultad en el mercado, a un precio equivalente a la suma adeudada. Estos criterios fluyen de Convenio Internacional del Trabajo 95 -no ratificado por el Perú y, por tanto, con valor de Recomendación entre nosotros- según el cual el pago debe hacerse fundamentalmente en dinero, a través de moneda de curso legal, aunque puede admitirse en cheque u otra modalidad (como el depósito en cuenta bancaria), y solo parcialmente en especie, con bienes apropiados al uso personal del trabajador y su familia, a los que se les atribuya un valor justo y razonable, y que no consistan en bebidas espirituosas o drogas nocivas (artículos 3 y 4). La Ley de Prestaciones Alimentarias permite a las partes de la relación laboral pactar en forma individual o colectiva que hasta el 20% de la remuneración se suministre en alimentos. La unidad de cálculo de la remuneración está constituida, comúnmente, en función del tiempo en que el trabajador está a disposición del empleador, medido en días y horas. Pero a veces se pacta -parcialmente- en función del rendimiento del trabajador: piezas producidas, ventas efectuadas. Este es el caso de los destajeros y los comisionistas. Lo que ellos prometen, como cualquier trabajador, es su actividad y no un resultado, sino que el exceso sobre un monto básico se les paga en relación a éste. El riesgo del trabajo sigue siendo asumido por el empleador. Por último, queremos resaltar que la remuneración indispensable para la existencia de un vínculo laboral es la debida y no la efectiva. En otras palabras, si de la configuración de la relación fluye que el deudor de trabajo tiene derecho a percibirla, aun cuando no la obtenga en los hechos, se satisface este requisito. 1.4 La primacía de la realidad en el derecho laboral El ordenamiento laboral está compuesto básicamente por normas imperativas que otorgan beneficios a los trabajadores. Por ello, existe un constante riesgo de que el Pág. 23 empleador intente evitar su cumplimiento, con o sin la concurrencia de la voluntad formal del trabajador, que a estos efectos es irrelevante. El acto unilateral del empleador que transgreda una norma imperativa es inválido, por cuanto no cabe proceder de ese modo contra disposiciones de esa naturaleza, según lo establece el artículo V del Título Preliminar del Código Civil; y el acto bilateral, lo es, además, por contrariar el principio de irrenunciabilidad de derechos, que abordaremos en el punto 4.1.1.1. Pero unas veces el incumplimiento de las normas es directo y otras, es indirecto. El primero se presenta, por ejemplo, en el caso de la omisión de pago por el empleador de la remuneración que le corresponde al trabajador por vacaciones. El segundo supone, en cambio, un ocultamiento de la vulneración. Se califica a una situación o relación jurídica de un modo que no guarda conformidad con su naturaleza, provocando el sometimiento a un régimen jurídico que no es el pertinente. Esta es la hipótesis que nos interesa abordar ahora. Ante cualquier situación en que se produzca una discordancia entre lo que los sujetos dicen que ocurre y lo que efectivamente sucede, el derecho prefiere esto sobre aquello. Un clásico aforismo del Derecho Civil enuncia que las cosas son lo que determina su naturaleza y no su denominación. Sobre esta base, el Derecho del Trabajo ha construido el llamado principio de la primacía de la realidad. En términos similares está formulado por nuestro ordenamiento: “en caso de discordancia, entre los hechos constatados y los hechos reflejados en los documentos formales debe siempre privilegiarse los hechos constatados” (numeral 2 del artículo 2 de la Ley General de Inspección del Trabajo). Esto no quiere decir, en el caso de los acuerdos entre las partes, que la declaración efectuada por ellas no tenga importancia. Por el contrario, el ordenamiento presume su conformidad con la voluntad real. Así lo establece nuestro Código Civil en su artículo 1361. Pero se permite desvirtuar la presunción, si puede demostrarse la disconformidad entre una y otra. El principio de la primacía de la realidad opera en situaciones como las siguientes. Si las partes fingen la celebración de un contrato de trabajo y la constitución de una relación laboral, para engañar a terceros, como las entidades aseguradoras, y obtener de ellos ventajas indebidas en materia de Seguridad Social. Asimismo, cuando los sujetos llaman a su contrato como de locación de servicios, pese a que en la relación subsiguiente el supuesto comitente ejerce un poder de dirección sobre el aparente locador. También, si se celebra un contrato de trabajo de duración determinada, que esconde una prestación de servicios por tiempo indefinido. Aquí se produce lo que la Ley de Productividad y Competitividad Laboral, en su artículo 77, Pág. 24 denomina una desnaturalización del contrato temporal. Igual ocurre cuando el empleador califica a un trabajador como de confianza, pese a que su labor no encuadra en las características propias de dichos cargos, que prevé el artículo 43 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral. Por último, estamos ante un caso similar, si el trabajador figura inscrito en la planilla de una empresa de servicios, que no es sino una ficción para permitir que la empresa usuaria se descargue de responsabilidades. En todos los casos mencionados en vía de ejemplos, el juez debe hacer prevalecer la realidad sobre la apariencia y considerar el acto de encubrimiento como inválido. Este es el efecto derivado de tal situación, aun cuando en ocasiones el trabajador participe del engaño y se beneficie de él. Lo común, sin embargo, es que la elaboración del disfraz de la verdad se materialice con la intervención de la voluntad formal del trabajador, aunque la real sea contraria (y, por ello, denuncia luego el hecho) o que se forme con la voluntad única del empleador, y que aquél le cause perjuicio al trabajador. El principio de la primacía de la realidad cubre en el Derecho del Trabajo un campo más amplio que el abarcado en el Derecho Civil por la institución de la simulación, aunque conduce al mismo resultado que ésta: la invalidez del acto transgresor. Decimos que su espacio es mayor, por cuanto la aplicación de esta última conlleva la presencia de ciertos requisitos de compleja configuración en la casuística laboral. Esto, por supuesto, no le niega vigencia en el ámbito laboral. La simulación supone una divergencia consciente entre la declaración y la voluntad, llevada a cabo mediante acuerdo entre las partes de un negocio, con propósito de engaño a terceros, persiguiendo un fin lícito o ilícito. Puede ser de dos tipos: absoluta y relativa. En la primera, las partes aparentan la constitución de un vínculo entre ellas, allí donde no existe ninguno (artículo 190 del Código Civil). En la segunda, hay un vínculo disimulado tras la imagen de otro simulado, de naturaleza distinta o en el que se hace constar la participación de sujetos o se consigna datos falsos (artículos 191 y 192 del Código Civil). Los dos primeros ejemplos que pusimos antes (el del fingimiento de la existencia de una relación inexistente y del ocultamiento de una relación bajo la apariencia de otra), serían supuestos de simulación absoluta y relativa, respectivamente. La consecuencia de la simulación absoluta es la declaración de invalidez del vínculo falso, y la de la simulación relativa, la del elemento falso, acogiéndose en sustitución el verdadero, siempre que sea lícito. Institución diferente, en la que no existe falsedad sino ilicitud, pero que puede aproximarse al fenómeno que venimos trabajando, es el fraude a la ley. Este consiste en eludir la regulación de la ley aplicable al hecho (ley defraudada), amparándose en Pág. 25 una ley en estricto no aplicable a él (ley de cobertura). No interesa la intención del agente. Si una ley imperativa prohíbe llegar a determinado fin mediante un negocio, entonces tampoco puede alcanzarse aquél a través de otro negocio. Se hace una interpretación extensiva de la ley defraudada -si ello es admisible-, para comprender en ésta al acto indebidamente excluido; y, en cambio, la ley de cobertura es interpretada en sentido estricto. El efecto es el de regir al acto por la ley defraudada. Puede lograrse el fraude a la ley utilizando diversas vías, una de las cuales es la simulación. Habría concurrencia de ambas instituciones si el negocio en fraude fuera el oculto. 1.5 Contrato típico y contratos atípicos Los elementos esenciales (que hemos analizado en el punto 1.3), no pueden faltar en un contrato de trabajo y nos permiten distinguirlo de otro de naturaleza civil o mercantil. Pero hay otros rasgos, llamados por la doctrina típicos, cuya presencia es frecuente, aunque no indispensable, y hacen posible diferenciar entre unos contratos de trabajo y otros de la misma naturaleza. Dichos rasgos suelen favorecerse por los ordenamientos, porque -de un lado producen mayor certeza sobre la existencia de un vínculo laboral, especialmente en supuestos de oscuridad, y -del otro- conllevan para el trabajador el más pleno disfrute de los beneficios que las normas laborales establecen. El papel que los rasgos típicos desempeñan es el de servir como indicios de laboralidad de una relación o como requisitos para el disfrute de determinados derechos. En virtud de su primera función, pueden contribuir a calificar una relación como laboral, cuando alguno de los elementos esenciales (en especial, la subordinación) no está plenamente acreditado. Gracias a la segunda, la percepción de ciertos beneficios puede estar supeditada al cumplimiento de determinado elemento típico. Vamos a ocuparnos de estas funciones a propósito del análisis de cada rasgo típico, que realizamos a continuación. Antes, debemos señalar que los criterios de tipicidad son básicamente, los siguientes: duración de la relación laboral, duración de la jornada de trabajo, número de empleos y lugar de trabajo. Atendiendo a estos criterios, el contrato típico es el que se presta con duración indeterminada, tiempo completo, para un solo empleador y en el propio centro de trabajo. Y los atípicos se dan cuando uno o más de dichos rasgos está ausente. Pág. 26 La relación que nace de un contrato de trabajo puede ser -en cuanto a su duración- indefinida o determinada. Los ordenamientos en los que opera la estabilidad laboral suelen adoptarla no solo en su regla de salida (prohibición del despido injustificado) sino también en la de entrada (preferencia por la contratación de duración permanente sobre la temporal). La Ley de Productividad y Competitividad Laboral ha recogido ambas reglas. En lo que toca a la segunda -lo que nos interesa ahora-, lo ha hecho a través de la presunción de que toda relación laboral es de duración indefinida, admitiendo prueba en contrario (artículo 4), así como del establecimiento de requisitos para la validez de los contratos sujetos a modalidad: existencia de causa objetiva, forma escrita, verificación administrativa, duración máxima, prohibición de recontratación de trabajadores permanentes como temporales, etc. (artículos 53, 72, 73, 74 y 78). De vulnerarse las reglas establecidas en la norma, el contrato de duración determinada se tiene como uno de duración indefinida (artículo 77). En todo caso, la Ley de Productividad y Competitividad Laboral reconoce a los trabajadores temporales los mismos derechos que a los permanentes (artículo 79). Tenemos entonces, respecto de este criterio en nuestro ordenamiento laboral, un contrato típico: el de duración indefinida, y otro atípico: el de duración temporal. Sin embargo, la regla no es muy sólida, porque la Ley de Productividad y Competitividad Laboral le establece numerosas excepciones, muchas de ellas mal perfiladas, autoriza plazos excesivos para los contratos temporales y no se ejerce sobre ellos ningún control público efectivo. La jornada de trabajo puede ser de tiempo completo, cuyo máximo permitido por nuestra Constitución es de 8 horas diarias o 48 semanales (artículo 25), o de tiempo parcial, por una cifra inferior a la ordinaria en la empresa. Nuestro ordenamiento laboral acepta ilimitadamente la celebración de contratos a tiempo parcial, exigiendo solo la forma escrita y el registro administrativo (artículo 4 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral y artículo 13 del Decreto Supremo 1- 96-TR, Reglamento de su antecesora: la Ley de Fomento del Empleo). De este modo, no tenemos en materia de duración de la jornada -como sí la había en la Ley 24514 en este tema, y la hay en la Ley de Productividad y Competitividad Laboral en cuanto a la duración de la relación, como acabamos de ver- una regla y una excepción, sino dos modalidades equivalentes: tiempo completo o tiempo parcial. En rigor, no estamos ante un elemento típico en nuestro medio, dada esta situación. Si la jornada de trabajo no llega a las cuatro horas diarias, el trabajador no percibe algunos derechos individuales muy importantes, como la estabilidad laboral en su Pág. 27 regla de salida (artículo 22 de la Ley de Productividad y Competitividad Laboral), la compensación por tiempo de servicios (artículo 4 de la Ley de Compensación por Tiempo de Servicios) y las vacaciones [inciso a) del artículo 12 de la Ley sobre Descansos Remunerados, que a estos efectos entra en conflicto con el Convenio Internacional del Trabajo 52, aprobado y ratificado por el Perú, que no prevé tal exclusión]. En todos los demás derechos, debe considerarse comprendidos (artículo 11 del Decreto Supremo 1-96-TR). Los otros rasgos típicos que -como ya dijimos- son la labor para un solo empleador y la actividad cumplida en el centro de trabajo, no son considerados en nuestro ordenamiento, en principio, como requisitos para el acceso a ningún beneficio laboral. En otras palabras, un trabajador puede carecer de exclusividad, prestando sus servicios a varios empleadores (lo que ocurrirá frecuentemente en el caso de los que desempeñan actividades a tiempo parcial), o hacerlo fuera del centro del trabajo, en la calle, en su domicilio o desplazándose de un lugar a otro, sin que ello afecte la percepción de sus derechos laborales. Lo cierto es que, más allá de que el ordenamiento laboral no los margine de algunos derechos, los trabajadores atípicos comúnmente se autoexcluyen, por su situación de especial debilidad, configurándose un empleo precario en su caso. 1.6 Régimen laboral público y privado Cuando concurren los tres elementos que hemos analizado antes (en el punto 1.3), estamos ante una relación laboral. Hasta qué punto la naturaleza jurídica del empleador, pública o privada, es un factor relevante para la calificación de un vínculo como laboral, es una cuestión que ha experimentado una interesante evolución entre nosotros, en la que se puede identificar tres fases. En la primera, se consideró como una relación laboral solo la que se establecía en la actividad privada, y se asignó al Derecho Administrativo la que se daba entre el trabajador público (tanto el funcionario, que tiene poder de decisión, como el empleado común) y el Estado. Esta es la etapa en la que se adoptó la tesis unilateralista del empleo público, según la cual la relación surgía de la voluntad unilateral de la Administración, a través del nombramiento, estableciéndose por ley los derechos y obligaciones de las partes, sin margen para la negociación. La Ley 11377, Estatuto y Escalafón del Servicio Civil, de 1950, se inscribe claramente en esta línea. La regulación de los derechos de los trabajadores públicos resultaba más ventajosa en aspectos individuales, campo en el que se reconocía la estabilidad laboral (mucho Pág. 28 antes que en el sector privado), pero muy desfavorable en aspectos colectivos, donde los derechos básicos estaban expresamente prohibidos. En la segunda fase, cuyos hitos normativos están conformados por la Constitución de 1979 y el Decreto Legislativo 276, Ley de Bases de la Carrera Administrativa y de Remuneraciones del Sector Público, de 1984, empieza a entenderse -no sin vacilaciones- que cualquiera fuera la naturaleza del empleador existe un vínculo laboral con quien le presta servicios. Se asume, pues, la tesis contractualista del empleo público. La relación laboral, sin embargo, se rige por ordenamientos diferenciados para los trabajadores privados y públicos, aunque éstos tienden a asemejarse cada vez más, superando las diversidades propias de la primera fase: la estabilidad laboral pasa también al sector privado y los derechos colectivos a los empleados públicos (en el caso de la negociación colectiva, con muy severas limitaciones, referidas sobre todo al contenido y al procedimiento negocial). Se excluye de éstos a los funcionarios públicos. de la década final del siglo pasado, incluso los regímenes diferentes se dejan de lado y se acoge la regulación laboral del sector privado también para los trabajadores del Estado. Esta extensión operó primero -en verdad, a mediados de la década del ochenta- con los trabajadores de las empresas del Estado y algunas entidades a las que se sujetó al régimen laboral de la actividad privada, pero ahora alcanza a los propios poderes del Estado y organismos autónomos. Cada vez un número mayor de ellos se somete al ordenamiento laboral del sector privado: trabajadores administrativos del Congreso, del Poder Judicial y muchas entidades dependientes del Poder Ejecutivo. La Constitución vigente asume esta perspectiva, cuando en su Tercera Disposición Final y Transitoria le otorga provisionalidad a la separación de regulaciones entre el sector público y el privado. La absoluta privatización de la regulación laboral en el sector público podría afectar la continuidad e idoneidad del servicio, a la que aspiraba la carrera administrativa, institución que en nuestro concepto no debería abandonarse, salvo en el caso de los funcionarios que ocupan cargos políticos o de confianza. Esta perspectiva tiene respaldo además en el artículo 40 de la actual Constitución. A contracorriente de esta tendencia privatizadora, la Ley Marco del Empleo Público se encamina hacia la unificación de los diversos regímenes laborales existentes en el Estado (poderes del Estado, gobiernos regionales y locales y otros organismos constitucionales autónomos): público, privado y excluido (a través de los llamados servicios no personales), en un nuevo ordenamiento laboral público. Pág. 29 1.7 Labores excluidas y equiparadas en la relación laboral La presencia conjunta de los elementos esenciales de la relación laboral, como ya hemos visto, determina la existencia de un vínculo de dicha naturaleza y, por tanto, la aplicación del ordenamiento protector. Sin embargo, pueden producirse dos situaciones opuestas: que, a pesar de concluir dichos elementos, la ley descalifique a la relación como laboral y le confiera otro carácter; y que aun cuando no estemos ante una relación laboral, la ley le otorgue al deudor de trabajo ciertos beneficios propios de los trabajadores. El primero fue el caso en nuestro ordenamiento de los contratos formativos; y el segundo, el del fenómeno llamado equiparación. De ambos vamos a ocuparnos en las líneas que siguen. La Ley de Formación y Promoción Laboral, en su artículo 24, disponía que los Convenios de Formación Laboral Juvenil y de Prácticas Preprofesionales no originaban vínculo laboral. De este modo, los jóvenes sin estudios concluidos, de un lado, y los estudiantes y egresados de Universidades e Institutos Superiores, del otro, que ofrecían su actividad a una empresa o entidad a cambio de obtener su adiestramiento en un rubro y percibir una retribución, estaban excluidos del ordenamiento laboral y sometidos a un régimen especial, contenido en la propia norma citada, desprovisto de los más elementales beneficios. En nuestro concepto, el factor formativo, por más que llegara a verificarse efectivamente, procurando un oficio a quien carecía de él, no es suficiente para sustraer una prestación personal, subordinada y remunerada del ámbito del Derecho del Trabajo. Nos parece que este hecho, aunado al importante porcentaje de sujetos que podían ser segregados del ordenamiento laboral por esta vía, bastaba para llamar la atención sobre la compatibilidad de esta figura con la tutela concedida al trabajo por la Constitución, que quedaría en mucho vaciada de contenido. La actual Ley sobre Modalidades Formativas Laborales, ha sustituido las mencionadas modalidades por otras, como la Capacitación Laboral Juvenil y las Prácticas Preprofesionales y Profesionales, reguladas en términos similares, aunque ahora se reconoce a los jóvenes mayores derechos. Lo central, desde el punto de vista que nos ocupa, está en el artículo 3 de la mencionada ley: “Las modalidades formati vas no están sujetas a la normatividad laboral vigente, sino a la específica que la presente contiene“. Pensamos que al no excluirse expresamente de la naturaleza laboral a esta figura –como en la ley anterior-, se puede sostener que se encuentra tácitamente incluida, aunque sujeta a un régimen especial. De prosperar esta tesis, la marginación habría culminado. Pág. 30 La segunda situación que mencionamos al comienzo tiene más bien un signo contrario a la anterior. La equiparación consiste en ampliar las fronteras del Derecho del Trabajo, no por la ruta de considerar como laborales relaciones que en estricto no lo son, sino por la de extenderles a los sujetos que realizan el servicio, algunos beneficios originarios del ordenamiento laboral (y de Seguridad Social). El dato que la ley toma en cuenta para proceder de este modo es el de la situación socioeconómica de quienes desempeñan la labor. Si considera que ésta es similar a la que -no necesariamente (como vimos en el punto 1.3.2), pero sí comúnmente- acompaña a los trabajadores, entonces puede efectuar la extensión. La cuestión central es, pues, la dependencia económica. Las categorías asimiladas, sin embargo, deben reunir ciertas características para beneficiarse de esta ampliación. Rodríguez-Piñero (1966: 163-165), identifica las siguientes: debe tratarse de una prestación personal, de actividad o de resultado, no subordinada, retribuida y no dirigida al público en general sino a personas o círculos determinados. La legislación, sin embargo, no siempre se inspira en esos criterios técnicos, sino que a veces sigue otro tipo de consideraciones. En nuestro ordenamiento ha operado la equiparación respecto de ciertas profesiones, como los abogados, médicos, ingenieros y otros, que prestaban servicios personales percibiendo una retribución periódica, a los que la Ley 15132 (primero interpretada por la Ley 26513 y luego derogada por el Decreto Legislativo 857), les concedió derecho a la compensación por tiempo de servicios y seguro de vida; el Decreto Supremo 34-83-TR, que regula las relaciones laborales en las cooperativas de trabajadores, estableció que cada Asamblea General determinaría el régimen laboral de los socios-trabajadores, pero que éste -en principio- no podía ser inferior al previsto por la legislación laboral del sector privado; y a los estibadores terrestres que laboran en mercados, terminales u otros, se les concedió derecho a vacaciones, compensación por tiempo de servicios y Seguridad Social, por la Ley 25047. En los casos señalados de algún modo se dan las circunstancias exigidas por la doctrina para la equiparación. Pero esto no ha sucedido en otros como, por ejemplo, el de las amas de casa o madres de familia, a las que la Ley 24705 calificó como trabajadoras independientes para permitirles su incorporación a los regímenes de salud y pensiones de la Seguridad Social. Sin objetar el loable fin - concordante con la tendencia hacia un modelo universal de protección a que apunta el artículo 10 de la Constitución-, el medio empleado es evidentemente incorrecto, por cuanto las labores que ellas desempeñan no son ni productivas ni por cuenta ajena. Pág. 31 2. FUENTES DEL DERECHO DEL TRABAJO 2.1 Concepto La expresión fuente del derecho tiene -en la doctrina italiana- una doble acepción. De un lado, como fuente de la producción, se refiere al productor, que es una entidad - en el más amplio sentido de la palabra- que posee la atribución de elaborar un producto, así como al procedimiento que debe utilizar con ese propósito. Se responde a las interrogantes acerca de quién puede producir y cómo debe hacerlo. De otro lado, como fuente del conocimiento, alude al producto mismo y absuelve la cuestión de qué es lo producido. En el primer significado será fuente del derecho, por ejemplo, el Congreso y el trámite parlamentario de elaboración de la ley; y, en el segundo, la propia ley. En rigor ésta tiene su origen en aquéllos, por lo que la fuente de la producción sería mediata y la del conocimiento inmediata. En este trabajo vamos a emplear el concepto en ambas acepciones. La producción puede consistir en un acto o en un hecho y su impacto sobre el producto puede estar en crearlo, modificarlo o extinguirlo. Vamos a explicar enseguida cada uno de estos términos. Los productos pueden tener su origen en actos o hechos. Los primeros son manifestaciones de voluntad de ciertas entidades (poderes del Estado, organismos autónomos, organizaciones internacionales, autonomía privada, etc.). Son actos los que conducen a la producción de la ley, el tratado, el convenio colectivo, el contrato de trabajo, la sentencia, etc. Pero algunos de ellos son normativos y otros no, conforme veremos luego. Cuando son normativos, adoptan indispensablemente forma escrita y necesitan publicidad, que en el caso de los productos creados por el Estado supone la publicación -aunque no debería agotarse en ella y en el de los generados por la autonomía privada, al menos la inscripción en un registro público. Los hechos son situaciones objetivas: una práctica reiterada que suscita convicción de obligatoriedad. No requieren forma escrita, aunque sí cuando son normativos- alguna difusión. En esta perspectiva, son productos derivados de hechos, la costumbre y - según algunos autores- hasta la jurisprudencia. También hay hechos normativos y los que no lo son. Comúnmente, cada productor está asociado a un producto propio. Así, la Asamblea Constituyente a la Constitución, el Poder Legislativo a la ley, el Poder Ejecutivo al reglamento, el Poder Judicial a la sentencia, los sujetos laborales colectivos al Pág. 32 convenio colectivo, los sujetos laborales individuales al contrato de trabajo, etc. Por excepción, una entidad puede estar habilitada para producir otras formas jurídicas, como ocurre con el Poder Ejecutivo y los decretos legislativos y decretos de urgencia. Las consecuencias que tienen los actos o hechos sobre los productos son las de crearlos, modificarlos o extinguirlos. En general, las entidades poseen las tres respecto de sus formas jurídicas propias. Así sucede con los productos que hemos mencionado en el párrafo anterior. Por ejemplo, el Poder Legislativo puede hacer todo ello con la ley, como pueden hacerlo las partes de la relación individual de trabajo con el contrato, refiriéndonos a un producto normativo y a otro no normativo, respectivamente. Pero puede ocurrir también que una entidad tenga respecto de ciertas formas jurídicas solo algunas de las mencionadas potestades. Por ejemplo, las de modificarlas o extinguirlas, mas no la de crearlas. Tal es lo que sucede al interior del bloque de los productos heterónomos, de un lado, y de los autónomos, del otro. En el primer caso, el Poder Legislativo no puede crear, pero sí modificar o extinguir cualquier otra norma estatal de nivel igual o inferior a la ley (como un decreto legislativo, un decreto de urgencia, un reglamento, etc.), salvo que la Constitución otorgue competencia exclusiva para ello a una entidad distinta. En el segundo, los sujetos laborales colectivos se encuentran en similar situación respecto del contrato de trabajo, que pueden modificar o extinguir por un convenio colectivo (en el último caso, en un procedimiento de terminación de la relación laboral por causas objetivas), mas no crear. Asimismo, existen entidades investidas exclusivamente -o, al menos, fundamentalmente- de la atribución de extinguir. Este es el caso de las encargadas del control de la constitucionalidad y legalidad del ordenamiento, no en el sistema difuso (en el que se les permite solo inaplicar al caso concreto las normas infractoras), sino en el concentrado (en el que se les permite eliminarlas). Nuestra Constitución recoge ambos sistemas y le asigna al Tribunal Constitucional la potestad de eliminar mediante una sentencia dictada en un proceso de inconstitucionalidad, las leyes y otras normas de su nivel incompatibles con la Constitución (numeral 4 del artículo 200); y al Poder Judicial, la de hacerlo con los reglamentos y otras normas de su nivel cuando infringen la Constitución o la ley, a través de una sentencia expedida en un proceso de acción popular (numeral 5 del artículo 200). Por último, para que un producto pueda considerarse fuente del derecho, debe ser una norma. Debemos identificar, entonces, qué distingue un producto normativo de otro no normativo. La respuesta se encuentra en los diferentes efectos de uno y otro sobre los destinatarios y las acciones reguladas, como precisa Bobbio (2002: 130 y ss). Pág. 33 Mientras los productos normativos constituyen reglas generales y abstractas, es decir, universales en lo referente al destinatario y a la acción, respectivamente; los no normativos forman decisiones particulares y concretas, esto es, singulares en ambos casos. Es esto lo que hace diversos a la ley y al contrato, por ejemplo, que tienen las primeras y las segundas características, respectivamente. Pero, así como hay productos nítidamente ubicables entre los normativos o no normativos, hay otros de clasificación compleja. Este es el caso del convenio colectivo, que es un producto al que la doctrina le reconoce ambas características, cada una de ellas referida a una parte específica de su contenido: la normativa y la obligacional. Sobre esta cuestión volveremos en el punto 2. 3. 4. Asimismo, es el caso de la sentencia, que por lo común es un producto no normativo (cuando pone fin al proceso con efectos solo entre las partes del mismo), pero a veces puede ser normativo (cuando elimina una norma o forma un precedente vinculante para futuros procesos). Más adelante, en el punto 2.4.1, abordaremos este asunto. Para concluir queremos recoger tres criterios de frecuente uso por la doctrina para distinguir entre las normas. El primero es el que separa las normas instrumentales de las sustantivas, en función de su incidencia mediata o inmediata sobre la generación de derechos. Mientras las normas instrumentales son las que regulan el propio sistema de fuentes del derecho: qué entidades, mediante qué procedimientos, pueden producir qué formas normativas (la parte orgánica de la Constitución es claramente de este tipo); las sustantivas establecen directamente derechos y obligaciones para las personas (como hace la parte dogmática de la Constitución). El segundo criterio se refiere al empleo de las formas normativas en todo el ordenamiento o en una sola de sus áreas. En virtud de éste, se distingue entre las normas comunes y las especiales. Las primeras son las formas jurídicas existentes en todos los sectores del ordenamiento, como la ley o el reglamento, cuyo contenido es el que cambia según la materia regulada. Y las segundas son las formas jurídicas propias del Derecho del Trabajo, la principal de las cuales es el convenio colectivo. El tercer criterio está construido sobre la base del carácter y grado de imperatividad o dispositividad de las normas estatales frente a la autonomía privada. Desde esta perspectiva, hay normas de derecho dispositivo, que permiten la presencia de la autonomía privada en la regulación de una materia y su libre juego en cualquier dirección (de mejora o de disminución); derecho necesario relativo, que fijan pisos a la autonomía privada, debajo de los cuales la intervención de ésta queda prohibida; máximos de derecho necesario, que establecen techos a la autonomía privada, que no puede sobrepasar; y derecho necesario absoluto, que excluyen por completo la presencia de la autonomía privada. La gran masa de normas laborales es del segundo Pág. 34 tipo. Creemos que el carácter mínimo de las normas laborales debe presumirse, si no hay declaración expresa en tal sentido, porque es el que guarda mayor conformidad con la naturaleza protectora del ordenamiento laboral. Por tanto, la declaración expresa solo se requiere cuando la norma laboral adopte uno de los otros tres tipos que hemos mencionado. 2.2 Niveles y subniveles del ordenamiento jurídico Todas las normas existentes en un ordenamiento integran el sistema de fuentes del derecho, que es único y se estructura en función de dos criterios centrales: el de jerarquía y el de competencia. El primero, del que vamos a ocuparnos en este punto, consiste en atribuirle un rango a cada una de las normas, y organizarlas verticalmente, según ese factor, en diversos niveles, de mayor a menor. Nos interesa, pues, establecer cuáles son esos niveles y mediante qué normas y procedimientos se asigna éstos. La doctrina italiana distingue básicamente cuatro niveles, que son el constitucional (que corresponde a la Constitución), el primario (en el que está la ley y sus equivalentes), el secundario (el del reglamento y sus equivalentes) y el terciario (que contiene las normas emanadas de la autonomía privada). Los equivalentes a los que nos referimos son, en el caso de la ley -la norma máxima producida por el organismo legislativo nacional-, los que derivan de los organismos legislativos regionales y municipales; y, en el caso del reglamento - que emana del organismo ejecutivo nacional-, igualmente, los nacidos de los organismos ejecutivos regionales y municipales. Los niveles están configurados gruesamente, por lo que al interior de ellos es posible que no todas las normas que los conforman tengan el mismo rango. De ahí, la necesidad de distinguir subniveles dentro de los primeros, que nos proporcionan una ordenación más precisa. Era claro, por ejemplo, con la Constitución de 1979, que los tratados no relativos a derechos humanos tenían nivel primario. Sin embargo, también lo era que había prevalencias internas: los tratados sobre las leyes en caso de conflicto y los de integración con Estados latinoamericanos sobre los demás tratados multilaterales celebrados entre las mismas partes. Todo ello, porque había subniveles distintos. Veamos ahora las normas y procedimientos idóneos para conceder los niveles y subniveles. Estos son conferidos por una norma de tipo instrumental, que no puede estar mejor ubicada que en la propia Constitución. Esta se señala a sí misma un nivel, Pág. 35 que es el más alto, y determina los correspondientes a las demás normas importantes. Lo no regulado por la Constitución, puede serlo por la ley. En cuanto al procedimiento, hay dos caminos: el directo y el indirecto. Conforme al primero, la norma otorga el rango, sea de modo global (como cuando en su artículo 51 la Constitución establece que prevalece sobre la ley y ésta sobre el reglamento, configurando los tres primeros niveles), sea de modo puntual, norma por norma (como ocurre al indicarse, por ejemplo, en el numeral 19 del artículo 118, que los decretos de urgencia tienen rango de ley). El camino indirecto es el de fijar un nivel, sin señalarlo expresamente, al determinar el medio de control de validez que corresponde a una norma. Así, tienen nivel primario las normas que se impugnan mediante la acción de inconstitucionalidad y nivel secundario, aquéllas cuya vía para ello es la acción popular. 2.3 Principales productos normativos y no normativos del Derecho del Trabajo 2.3.1 Constitución En este punto nos interesa abordar el tema de la Constitución como norma, centrándonos en las características que tiene la regulación del trabajo por la de 1993. Antes, conviene precisar que la cuestión laboral ha estado presente en el constitucionalismo moderno. Pero mientras las Constituciones liberales se ocupaban solo de la libertad de trabajo: derecho de decidir si se trabaja o no, en qué y para quién (según vimos en el punto 1.2.4), las Constituciones sociales han tratado, además, el derecho al trabajo y los derechos en el trabajo; es decir, el acceso a un empleo en condiciones adecuadas. Ello es el lógico correlato del abandono de las tesis abstencionistas sobre el papel del Estado en la vida socioeconómica y la adopción de las tesis intervencionistas. Allí se produjo la extensión del catálogo de derechos: de solo los civiles y políticos, a también los económicos, sociales y culturales. Nuestras Constituciones del siglo XX, tienen todas -en grados muy diversos- este último signo. Sobre la Constitución vigente, queremos resaltar dos cuestiones: cuál es la función que le otorga al trabajo en el contexto social y cómo regula los derechos y principios laborales. El trabajo aparece en la Constitución como un deber y un derecho y como base del bienestar social y medio de realización personal (artículo 22). Asimismo, se señala que Pág. 36 es objeto de protección por el Estado (artículo 23). Estas expresiones poseen la mayor relevancia, porque muestran que nos encontramos ante un bien superior en el ordenamiento. Además, pueden servir, de un lado, como fundamento del ejercicio de derechos (el derecho al trabajo como cobertura para defender el acceso y la conservación del empleo, por ejemplo) y, del otro, como clave interpretativa para el conjunto del articulado laboral y del texto constitucional (base sobre la cual, por ejemplo, puede sostenerse el reconocimiento de todos los principios del Derecho del Trabajo, originados en el carácter protector de éste, aunque no estén expresamente consagrados). En cuanto a la regulación de los derechos laborales, debemos efectuar el análisis en el marco de los modelos que pueden identificarse en las Constituciones modernas en esta materia. Nos parece que hay cuatro opciones de referencia a un derecho por una Constitución: lo reconoce y detalla sus características centrales; lo reconoce, pero remite la precisión de sus características a la ley; no lo reconoce; y, lo prohíbe. El primer tipo es el que la Constitución adopta cuando tiene el mayor interés en el respeto de un derecho, porque lo considera especialmente relevante. Deja, por tanto, al legislador un margen de desarrollo menor que los otros tipos. Está reservado para el núcleo de los derechos de un área. El segundo, corresponde a los derechos de importancia intermedia. Aquí el legislador tiene un campo de acción más amplio para regular el derecho. En el tercero, la libertad del legislador es total para decidir si reconoce o no el derecho y de qué manera. Solo cabe, entonces, respecto de los derechos periféricos. Por último, el cuarto tipo, se emplea por excepción para excluir de un derecho a algunos sujetos o limitarlo en ciertas circunstancias (por ejemplo, los miembros de las Fuerzas Armadas y la Policía respecto de la sindicación y la huelga, y ésta misma cuando se produce en los servicios esenciales, respectivamente). Muy vinculado con lo anterior, se encuentra la distinción entre los grados de preceptividad con que la Constitución puede reconocer un derecho. Aquí la doctrina identifica básicamente dos: la inmediata, cuando el texto constitucional es suficiente para accionar en defensa del derecho ante el organismo jurisdiccional, y la aplazada, cuando se requiere el desarrollo del derecho por el legislador o la adopción de políticas por el gobierno. La primera se da fundamentalmente en el tipo uno de los modelos señalados antes, mientras la segunda coincide más bien con el tipo dos. Un concepto indispensable, en todo caso, para el posterior desarrollo del derecho constitucionalmente consagrado, es el de contenido esencial. En virtud de éste

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