Más Información, Menos Conocimiento (PDF)

Summary

El artículo de opinión de Mario Vargas Llosa explora los efectos de Internet en la lectura, la concentración y el pensamiento. El autor argumenta que la facilidad de acceso a la información online está afectando la capacidad humana de lectura profunda. Vargas Llosa señala la transformación potencialmente masiva en la forma de operar del cerebro humano provocada por el descubrimiento de Internet, semejante a la influencia de la invención de la imprenta.

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Opinión Más información, menos conocimiento Por Mario Vargas Llosa Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard, y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Lu...

Opinión Más información, menos conocimiento Por Mario Vargas Llosa Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard, y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego descubrió el ordenador, Internet, los prodigios de la gran revolución informática de nuestro tiempo, y no solo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online y a navegar mañana y tarde por la Red, sino que, además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra. Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector y, casi casi, un lector. Su concentración se disipaba luego de dos páginas de un libro, y, si aquello que leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente un recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual. Así lo cuenta: “Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto. La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo”. Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa se fueron a vivir a una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil e Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso. Se titula: Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido. Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un luddita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras. En su libro, reconoce la extraordinaria aportación que servicios como el Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que los seres humanos pueden compartir experiencias, los beneficios que esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones. Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una trasformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV. Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el mouse, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse. No es verdad que Internet sea solo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro, que también se va adaptando a ese nuevo sistema de informarse y de pensar, renunciando a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir que la “inteligencia artificial” que está a su servicio soborna a nuestros órganos pensantes, los que, de manera paulatina, se vuelven dependientes de aquellas herramientas, y, por fin, sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado “la mejor y más grande biblioteca del mundo”? ¿Y para qué aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas? No es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la Web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme: “Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la Web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos”. Lo atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros solo para “informarse”. Es uno de los estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de Literatura de la Universidad de Duke: “Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros”. Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer Guerra y paz o el Quijote. Acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red. Por esto, han quedado vacunados contra el tipo de atención, reflexión y paciencia al leer, la única manera de gozar la gran literatura. Pero no creo que sea solo la literatura a la que Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la Web. Sin duda, ésta almacenará con facilidad a Proust, Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos? La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, cada día surgen nuevas posibilidades, logros, y lo imposible retrocede velozmente. Debemos alegrarnos si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos parece un progreso. Pero debemos inquietarnos si, como afirma Van Nimwegen, un erudito estudioso de los efectos de Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, ese progreso tiene por consecuencia confiar a los ordenadores la solución de todos los problemas cognitivos, lo cual reduce “la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras estables de conocimientos”. En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos. Tal vez haya exageraciones en el libro de Carr, como ocurre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Aunque me da la impresión de ser riguroso y sensato, yo carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos científicos que describe en su libro. Pero, si él tiene razón, la robotización de una humanidad organizada en función de la “inteligencia artificial” es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y ver si esta segunda vez lo hacemos mejor. Disponible en:

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