La Penúltima Verdad de Philip K. Dick (Libro PDF)
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Philip K. Dick
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La novela 'La Penúltima Verdad' de Philip K. Dick explora la soledad y la alienación de un personaje en un mundo futurista. La historia presenta un ambiente disfuncional, con tecnología avanzada, reflejando la condición humana.
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Dick, Philip K. - La penultima verdad LA PENÚLTIMA VERDAD Philip K. Dick Título original: The penultimate truth © 1964 By Philip K. Dick © 1976 Ediciones Martínez Roca S. A. 1 La niebla puede...
Dick, Philip K. - La penultima verdad LA PENÚLTIMA VERDAD Philip K. Dick Título original: The penultimate truth © 1964 By Philip K. Dick © 1976 Ediciones Martínez Roca S. A. 1 La niebla puede llegar insidiosamente desde la calle e invadir la propia casa de uno. De pie ante el inmenso ventanal de su biblioteca —una construcción digna de Ozymandias, edificada con trozos de hormigón que en otros tiempos sustentaron la rampa de entrada a la autopista de la costa—, Joseph Adams meditaba, contemplando la niebla que venía del Pacífico. Y como anochecía y las sombras empezaban a cubrir el mundo, aquella bruma le asustaba tanto como la niebla interior, que no invadía su casa pero se desperezaba y agitaba, ocupando todas las porciones vacías de su cuerpo. Por lo general, esta última niebla recibe el nombre de soledad. —Sírveme algo de beber —dijo Colleen a sus espaldas con voz quejumbrosa. —¿Es que se te han caído los brazos? —replicó él—. ¿Ni siquiera puedes exprimir ya el limón? Página 1 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad Se apartó del ventanal y del paisaje de árboles muertos, con el Pacífico al fondo y la capa de niebla en el cielo, mientras se iban espesando las tinieblas. Por un momento pensó que, en efecto, iba a servirle la bebida que le había pedido. Pero luego supo lo que tenía que hacer y dónde debía estar. Se encaminó al escritorio con mesa de mármol que había sacado de una casa bombardeada que en otros tiempos se alzaba en la Colina Rusa, barrio que fue de la ciudad de San Fran cisco, se sentó ante el retorizor y pulsó el botón que lo activaba. Colleen se marchó rezongando en busca de un robot que le sirviese la bebida. Joseph Adams, sentado ante su retorizor del escritorio, la oyó alejarse con alivio. Por la razón que fuese —aunque en este caso no quería ahondar demasiado en su mente en busca del motivo— se sentía más solo con Colleen Hackett que sin ella y, sea como fuere, el domingo por la noche siempre le salían muy mal las bebidas que preparaba: solían ser demasiado dulces, como si por error alguno de sus robots hubiese desenterrado una botella de Tokay y la hubiese empleado en vez de vermut seco para preparar los martinis. Lo irónico del caso, sin embargo, era que los robots jamás cometían tal error cuando actuaban por su cuenta... ¿Sería aquello un presagio?, se preguntó Joe Adams. ¿Se estarán volviendo más listos que nosotros? En el teclado del retorizor compuso cuidadosamente el sustantivo que deseaba: Ardilla. Luego, tras dos largos minutos de reflexionar con su mente medio embotada, tecleó el adjetivo calificativo: lista. —Muy bien —exclamó y, recostándose en el asiento, pulsó el botón de rebobinado. Mientras Colleen regresaba a la biblioteca con un largo vaso lleno de ginebra, el retorizor empezó a reconstruir para él en audiodimensión. —Es una vieja y sabia ardilla —dijo con su vocecita (solamente tenía un altavoz de cinco centímetros)—, pero aun así, la sabiduría que posee este animalillo no es suya, sino que se la dio la naturaleza... —Al cuerno —exclamó iracundo Joe Adams, desconectando la elegante máquina de acero y plástico atiborrada de microcomponentes; el aparato enmudeció. Notó entonces la presencia de Colleen. —Lo siento —dijo—. Pero es que estoy cansado. ¿Por qué Brose, el general Holt, el mariscal Harenzany, o alguien que ocupe un alto cargo, no podrían hacer que la noche del domingo cayese entre la tarde del viernes y...? —Querido —le interrumpió Colleen con un suspiro—, te oí teclear solamente dos unidades semánticas. Dale más para ogponer. —Le daré mucho que ogponer. —Pulsó de nuevo el botón que ponía en marcha el aparato y tecleó una frase entera mientras Colleen, en pie a su espalda, miraba y paladeaba su bebida—. ¿Está bien así? —La verdad, me desconciertas —observó Codeen—. No sé si amas con pasión tu trabajo o lo detestas —leyó en voz alta la frase—: «La informalísima rata muerta retozaba bajo el leño rosado que tenía la lengua atada». —Espera —dijo él, ceñudo—. Quiero ver que es capaz de hacer con eso este estúpido ayudante que me costó quince mil dólares Wes-Dem. Hablo en serio: estoy esperando. Accionó el botón de rebobinado. —¿Cuándo es el discurso? —le preguntó ella. —Mañana. —Pues levántate temprano. —¡Ah, no! Pensó que de buena mañana aún se sentía más a disgusto. El retorizor, con su vocecita de niño, canturreó: —Consideramos a la rata, por supuesto, como enemigo nuestro. Pero hay que tener en cuenta las grandes contribuciones que nos ha prestado únicamente en la investigación del cáncer. La humilde rata, cual siervo de la gleba, ha prestado grandes servicios a la huma... Página 2 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad La máquina enmudeció de nuevo cuando él pulsó furiosamente el botón. —...nidad —dijo Colleen en tono inexpresivo, mientras se dedicaba a la tarea de examinar el busto de Epstein auténtico, desenterrado hacía mucho tiempo y que ocupaba el nicho divisorio de las estanterías de libros que cubrían la pared oeste, donde Joseph Adams tenía sus libros de consulta sobre los filmlets para la televisión del antiguo, fenecido y glorioso siglo XX, en particular los de temas religiosos y las creaciones marcianas de Stan Freberg, inspiradas en las barras de caramelo. —¡Qué metáfora tan estúpida! —murmuró ella—. Un siervo de la gleba... Los siervos de la gleba eran aldeanos de la época medieval, y apostaría a que ni siquiera un profesional como tú sabía eso. Asintió con la cabeza en dirección a un robot que había aparecido a la puerta de la biblioteca, atendiendo a su llamada. —Tráeme la capa y que pongan el volador ante la entrada principal. Volviendo hacia Joe, añadió: —Voy a volar a mi villa. Al ver que él no respondía, dijo: —Joe, ensaya todo el discurso sin esa ayuda; escríbelo con tus propias palabras. Así evitarás que esas «ratas siervos de la gleba» te pongan tan furioso. Él se dijo para sus adentros que se sentía incapaz de hacerlo con sus propias palabras y sin ayuda de la máquina; había llegado a depender demasiado de ella. Fuera, la niebla había triunfado plenamente; con una rápida mirada de reojo vio que cubría todo el mundo y llegaba hasta la misma ventana de su biblioteca. Bien, pensó; al menos nos hemos quedado sin otra de esas puestas de sol tan radiantes, causadas por las partículas radiactivas en suspensión y que parece que van a durar toda la eternidad. —Señorita Hacktett —anunció el robot—, su volador está ante la entrada principal y por control remoto me han comunicado que su chofer tipo II la espera con la puerta abierta. Debido a los vapores nocturnos, uno de los miembros del servicio doméstico del señor Adams la rodeará a usted de aire caliente hasta que se encuentre a buen recaudo en el vehículo. —Atiza —musitó Joseph Adams, meneando la cabeza. A lo que Colleen observó: —Tú le enseñaste a hablar, querido. Tú eres el responsable de su lenguaje preciosista. —Eso fue —respondió él acremente— porque me gustan el estilo, la pompa y el ritual. —Volviéndose hacia ella con gesto suplicante, agregó—: En un memorándum que envió directamente a la Agencia desde su propio despacho de Ginebra, Brose me dijo que este discurso tiene que girar en torno a una ardilla. ¿Qué se puede decir sobre ese animalillo que no se haya dicho ya? Que es ahorrador; que almacena granos. Todo eso por sabido se, calla. ¿Hacen las ardillas alguna otra cosa, que se sepa, algo que sirva para sacar una moraleja? Y luego pensó con tristeza: todas las ardillas han muerto. Ya no existe esa forma de vida. Pero nosotros aún seguimos alabando sus virtudes... después de haberla exterminado como especie. Con gran determinación tecleó dos nuevas unidades semánticas en el retorizor: Ardilla y... genocidio. Esta vez la máquina contestó: —Ayer, cuando me dirigía al banco, me ocurrió algo de lo más divertido. Pasaba por Central Park, y resulta que... Con incredulidad y mirando a la máquina con ojos muy abiertos, Joe dijo: —¿Que pasabas ayer por Central Park? Debes saber que Central Park dejó de existir hace cuarenta años. —Joe, no es más que una máquina —le recordó Colleen, quien, con la capa puesta, había regresado para darle un beso de despedida. —Pero este chisme está loco —exclamó él, furioso—. ¡Mira que decir «divertido» cuando yo le di la palabra genocidio!... ¿Sabías que...? Página 3 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —Está recordando —dijo Colleen, tratando de explicárselo; luego se arrodilló un momento para acariciarle la cara con los dedos y mirarle a los ojos—. Te quiero —le dijo—, pero te matarás; te destrozarás trabajando. Voy a enviar un oficio a Brose, desde mi despacho de la Agencia, pidiéndole que te dé quince días de permiso. Tengo algo para ti, un regalo; uno de mis robots lo desenterró cerca de mi villa, legalmente dentro de los límites de mi propiedad, pues mis robots acaban de hacer un pequeño intercambio con los del vecino que limita conmigo por el norte. —Un libro —dijo él, excitado, sintiendo en su interior la ardiente llama de la vida. —Y un libro especialmente bueno, auténtico, de antes de la guerra, no una copia xerográfica. ¿Sabes qué libro es? —Alicia en el País de las Maravillas. Había oído hablar tanto de él, que siempre había deseado tenerlo para poder leerlo. —Mejor aún. Uno de esos libros tan tremendamente divertidos de hacia 1960... y muy bien conservado: con las cubiertas intactas, tanto la anterior como la posterior. Es uno de esos libros para el mejoramiento individual: Cómo conseguí calmarme bebiendo jugo de cebolla o algo parecido. Gané un millón de dólares llevando dos vidas y media para el FBI. O... El la interrumpió: —Colleen, un día miré por la ventana y vi una ardilla. Ella lo miró fijamente y dijo: —No. —Le vi la cola; es inconfundible. Es redonda, gruesa y gris como un cepillo para botellas. Y saltan así. —E hizo un movimiento de vaivén con la mano para demostrárselo, intentando también evocarlo para sí mismo—. Lancé un grito e hice salir a cuatro de mis robots... —Se encogió de hombros—. Pero al cabo de un rato volvieron y me dijeron: «No está ese animal ahí fuera, dóminus», o cualquier otra observación tan inteligente como ésa. Guardó silencio un momento. Aquello había sido, por supuesto, una alucinación hipnagógica, producida por el mucho beber y el poco dormir. El lo sabía, y también lo sabían los robots. Y ahora se lo contaba a Colleen. —Pero, ¿y si hubiera sido verdad? —murmuró Joe. —Escribe con tus propias palabras lo que sentiste. A mano y sobre papel... sin dictarlo a una grabadora. Lo que hubiera sido para ti encontrar a una ardilla viva y palpitante —apuntó con un ademán al retorizor de quince mil dólares—. No lo que piensa eso. Y... —Y el propio Brose —añadió él— lo haría pedazos. Quizá lograse escribirlo, pasarlo en limpio y después a una cinta; hasta eso creo que llegaría. Pero no conseguiría ir más lejos de Ginebra. Porque, en efecto, yo no diría: «Animo, muchachos, continuad», sino que diría... —Se interrumpió para reflexionar, sintiéndose momentáneamente en paz—. Lo intentaré —decidió por último, poniéndose en pie y empujando hacia atrás su viejo sillón de mimbre de California—. Muy bien, incluso trataré de hacer buena letra; a ver si encuentro un... ¿cómo se llama? —Un bolígrafo. Piensa en tu primo Ken, el que murió en la guerra. Recuerda después que ambos sois hombres y que él era taquígrafo. Ahí lo tienes: bolas y taquígrafo, bolígrafo. Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza. —Y programaré el Megavac directamente a partir de ahí. Quizá tengas razón; será deprimente pero al menos no me dará náuseas; no tendré esos espasmos del píloro. Y se puso a buscar por la biblioteca el... ¿cómo lo había llamado ella? El retorizor, que seguía conectado, decía con su vocecita: —Y aquel animalillo tenía mucha sabiduría en su cabecita. Quizá más que la que usted o que yo podamos llegar a tener nunca. Y creo que podemos aprender mucho de él. Y así seguía, en este tono. En su interior millares de microcomponentes pasaban el problema por una docena de bobinas abarrotadas de datos informáticos; podía continuar así indefinidamente, pero Joe Adams tenía algo que hacer: había encontrado ya un bolígrafo y sólo le faltaba una hoja de papel limpio. Caramba, seguro que la tenía; hizo una seña al robot que esperaba para acompañar a Colleen a su volador. Página 4 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —Di al servicio —le ordenó— que me busque papel para escribir. Que registren todas las habitaciones de la villa, sin olvidar los dormitorios, ni siquiera los que no se utilizan. Recuerdo muy bien haber visto un folio o un paquete de hojas de folio... no sé si los vendían por hojas o por paquetes. Procede de una excavación. El robot pasó la orden por contacto radiofónico directo y la villa se puso en conmoción, mientras los robots se ponían a registrar sus cincuenta habitaciones a partir del lugar donde recibieron la orden, abandonando la tarea que hasta entonces habían desempeñado. Y él, el dóminus, notaba en la planta de sus pies la bulliciosa vida de su morada. Parte de la niebla interior se disipó, sin importarle que sus servidores no fuesen más que robots, aquella absurda palabra con que los bautizaron los checos y que quería decir obreros. Pero en el exterior, los largos dedos de la niebla arañaban la ventana. Y él sabía que cuando Colleen se hubiera ido renovaría sus esfuerzos por entrar en la casa, por infiltrarse a través de puertas y ventanas. Deseó que fuese lunes y encontrarse ya en la Agencia, en su oficina de Nueva York, con otros hombres de Yance a su alrededor. La vida allí no se reduciría al movimiento de cosas muertas... o, para ser más exactos, inanimadas. Sino que sería la verdadera realidad. —¿Sabes qué te digo? —exclamó de pronto—. Mi trabajo me encanta. En realidad, no podría vivir sin él. No este... Abarcó con un ademán la habitación en que ambos se encontraban, y luego señaló el ventanal tras el que se apelotonaba la niebla, densa y lechosa. —Es como una droga —musitó Colleen, pero él la oyó. —Muy bien, lo es —asintió él—. Por emplear la expresión arcaica: «Me da iguala. O creo que también decían: «Por ahí me las den todas. —Vaya lingüista que estás hecho —dijo ella con dulzura—. A fin de cuentas, y mirándolo bien, quizá deberías utilizar esa máquina después de todo. —No —replicó él en seguida—. Tienes razón: voy a tratar de hacerlo directamente, por mi cuenta. En cualquier momento entraría ruidosamente en la habitación uno cualquiera de sus innumerables robots, trayéndole un paquete de cuartillas en blanco; estaba seguro de haberlas visto en algún sitio. Y si no las tenía en casa, podía efectuar un trueque con un vecino, dirigiéndose —rodeado y protegido, desde luego, por su séquito de robots— a la finca de Ferris Granville, que quedaba al sur de la suya. Ferris tendría papel, pues la semana pasada le había dicho —¡santo cielo!— por el videoline de canal abierto, que estaba escribiendo sus memorias. A saber lo que había que entender por memorias, en la Tierra de aquellos días. 2 Hora de acostarse. El reloj así lo indicaba, pero... suponiendo que se hubiera producido un fallo de corriente, como sucedió durante casi todo un día la semana anterior, el reloj podía estar atrasado varias horas. En realidad, pensó Nicholas Saint-James sombríamente, ya iba siendo hora de levantarse. Así podía ser, en efecto. Y su metabolismo corporal, después de tantos años de vida subterránea, no le servía de mucho. En el único cuarto de baño de su cubículo, el 67-B del Tom Mix, se oía ruido de agua: su mujer se estaba duchando. Nicholas aprovechó la ocasión para registrar su tocador hasta que encontró su reloj de pulsera y lo consultó: señalaba la misma hora que el suyo; por consiguiente, debía ser aquélla. Y con todo, se sentía muy espabilado. Era por lo de Maury Souza, que hacía presa en él como un buitre y le martilleaba el cerebro. Así debe sentirse uno, pensó, cuando contrae la peste de la bolsa, cuando aquel virus invade el organismo y hace que la cabeza se dilate hasta que estalla como una inflada bolsa de papel. Quizás estoy enfermo, pensó. Enfermo de verdad. Aún más que Página 5 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad Souza. Y Maury Souza, el mecánico jefe de su tanque-hormiguero, que había cumplido ya los setenta años, se estaba muriendo. —Ya he terminado —dijo Rita desde el cuarto de baño. Sin embargo, la ducha no dejaba de funcionar y ella continuaba allí—. Quiero decir que puedes venir a lavarte los dientes, o ponerlos en un vaso o hacer lo que se te antoje. «Lo que voy a hacer —pensó él— es pescar la peste de la bolsa... probablemente el último robot averiado que enviaron abajo no había sido bien esterilizado. O quizás he pescado el mal del encogimiento hediondo», idea que le produjo escalofríos, al imaginar que su cabeza, incluida la cara, podía ir disminuyendo de tamaño, hasta quedar reducida al tamaño de una canica. —Muy bien —dijo en tono meditabundo, poniéndose a desatar los cordones de sus botas de trabajo. Sentía necesidad de estar limpio; él también se ducharía, pese al riguroso racionamiento de agua que actualmente imperaba en el Tom Mix, y que había sido impuesto precisamente por él. Cuando uno no se siente limpio, se dijo, está listo. Se puso a pensar en las muchas cosas que podían convertirle a uno en un ser inmundo: los seres microscópicos que podían caer sobre ellos, llevados por un descuidado montón de piezas mecánicas que no hubieran sido debidamente esterilizadas antes de tirarlas por el vertedero, lanzando así sobre los que estaban abajo más de cien kilos de materia contaminada; algo caliente y sucio al mismo tiempo... caliente de radiactividad e infestado de gérmenes. «Magnífica combinación», se dijo. Desde el fondo de su mente, una voz volvió a decirle: Souza se está muriendo: ¿Puede haber algo más importante? Porque la cuestión era saber cuánto tiempo sobrevivirían sin ese viejo gruñón. Aproximadamente dos semanas. Porque su turno llegaba dentro de quince días. Y esta vez, para mala suerte suya y de su tanque, el que vendría iba a ser uno de los agentes del ministro del Interior Stanton Brose, no del general Holt. Los enviaban por rotación. Era un medio de poner coto a la corrupción, había dicho una vez la imagen de Yancy desde la gran pantalla. Cogiendo el audífono, marcó el número de la clínica del tanque. —¿Cómo está Souza? Al otro extremo de la línea, la doctora Carol Tigh, que dirigía la pequeña clínica, contestó: —No ha habido variación. Sigue consciente. Haga el favor de venir; ha dicho que quiere hablar con usted. —Muy bien. Nicholas colgó el aparato y, levantando la voz para que Rita le oyera sobre el ruido del agua, le dijo que se iba, y salió de su cubículo. Una vez fuera de él, en el corredor comunal, tropezó con otros habitantes del tanque que venían de las tiendas y salas de recreo e iban a acostarse en sus cubículos: los relojes estaban bien, pensó al ver mucha gente en albornoz y zapatillas. Verdaderamente era hora de acostarse, pensó. Pero sabía que no conseguiría conciliar el sueño. La clínica se encontraba tres plantas más abajo. Para entrar atravesó varias salas de espera vacías, pues la clínica estaba cerrada y sólo se alojaban en ella algunos pacientes graves, y después pasó frente a la sección de enfermeras; la que estaba de guardia se levantó respetuosamente para saludarle, porque al fin y al cabo Nicholas era su presidente electo. Por último llegó ante la puerta cerrada de la habitación de Maury Souza, de la que pendía el rótulo de SILENCIO: SE RUEGA NO MOLESTAR. Abrió la puerta y entró. En la amplia cama blanca se hallaba algo liso, algo que parecía tan aplastado que sólo podía levantar la mirada, como si fuese un reflejo, algo vagamente entrevisto en una charca que, más que reflejar la luz, la absorbiese. La charca en la cual yacía el viejo era un consumidor de energía de todas clases, comprendió Nicholas al acercarse a la cama. Lo que yace aquí solamente es un cascarón vacío; le han chupado todos los jugos vitales como si hubiese caído en poder de una araña; de un mundoaraña, mejor dicho, o antes más bien, para nosotros, un submundo, una subaraña. Pero esto no le impedía seguir chupando la existencia de los seres humanos. Incluso aquí abajo. Sin abandonar su inmovilidad supina, el viejo movió los labios: —Hola. Página 6 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —Hola, viejo cascarrabias —contestó Nicholas, acercándose una silla al lecho—. ¿Cómo te encuentras? Al cabo de un buen rato, como si hubiese necesitado todo aquel tiempo para que le alcanzase el sentido de las palabras de Nicholas —como sí hubiera sido un largo viaje espacial—, el viejo mecánico dijo: —No muy bien, Nick. «No sabes lo que tienes —pensó Nicholas—. A menos que Carol te lo haya dicho desde la última vez que hablé de ti con ella. » Miró al viejo mecánico preguntándose si lo sabría instintivamente. La pancreatitis era una dolencia mortal casi en el cien por cien de los casos; Carol se lo había dicho. Pero, por supuesto, nadie quiso decírselo a Souza, porque aún podía ocurrir un milagro. —Te pondrás bien —le dijo Nicholas sin demasiada convicción. —Oye, Nick: ¿cuántos robots hemos hecho este mes? Él pensó si debía mentir o decirle la verdad. Souza llevaba ya ocho días hospitalizado; por lo tanto, no debía estar al corriente ni tendría manera de comprobar si le decía la verdad. Por ello le mintió: —Quince. —En tal caso... —Souza hizo una fatigosa pausa, mirando fijamente hacia el techo, sin volver ni por un momento los ojos hacia Nicholas, como si se sintiese avergonzado—. Aún podemos alcanzar el cupo previsto. —¿A mí qué me importa si lo alcanzamos o no? —repuso Nicholas. Conocía a Souza, con el que había estado encerrado allí en el Tom Mix desde hacía quince años, o sea todo el tiempo que duraba la guerra—. Lo que de veras me importa es saber si... Santo Dios, había metido la pata; la cosa ya no tenía remedio. —Saber si saldré de aquí, ¿no es eso? —susurró Souza. —No, hombre. Lo que yo quería decir, era que cuándo saldrás. Estaba furioso por la plancha que había cometido. Y entonces vio a Carol de pie a la puerta de la habitación, enfundada en su bata blanca que le daba un aspecto muy profesional, calzando zapatos de tacón bajo y llevando su tabla de anotaciones donde, sin duda, estaba la gráfica de Souza. Sin pronunciar palabra Nicholas se puso en pie, se apartó de la cama, pasó junto a Carol y salió al corredor. Ella le siguió, se reunió con él en el corredor vacío y dijo: —No le doy más de una semana de vida. Así que ten mucho cuidado con lo que le digas... —Me limité a decirle que nuestros talleres han fabricado este mes quince robots; por favor, hay que procurar que nadie le diga otra cosa. —Según tengo entendido —repuso la doctora—, la cifra exacta son cinco. —No, siete. No se lo dijo porque ella fuese su médico y una persona de quien todos dependían, sino por las especiales relaciones que había entre ambos. Él nunca le ocultaba nada a Carol: aquél era uno de los vínculos emocionales que le unían a ella; aquella mujer poseía la rarísima facultad de adivinar cualquier fingimiento, incluso la mentira más inocente de la vida diaria. ¿De qué hubiera servido tratar de engañarla, pues? Carol no quería palabras bonitas: la verdad era para ella lo más importante. Y de nuevo la había obtenido. —Entonces, eso quiere decir que no podremos servir el cupo —comentó ella en tono indiferente. Él asintió. —En parte, eso se debe a que nos han pasado un pedido de tres del tipo VII y esto plantea un problema en el taller. Si todos hubiesen sido tipo III o IV... Pero no ocurrió así; nunca pasaba ni pasaría. Jamás. Mientras durase la guerra en la superficie. —No sé si sabías —le dijo Carol— que en la superficie disponen de artiforgs... o sea páncreas artificiales. Supongo que habrás sopesado esa posibilidad teniendo en cuenta tu cargo oficial. Página 7 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad Nicholas repuso: —Pero va contra la ley. Sólo se destinan a los hospitales militares. Tienen prioridad según la categoría 2-A. Nosotros no tenemos derecho a ellos. —Se dice que eso tiene remedio... —Y que luego te pesquen. Para ser sometido, no había duda de ello, a un juicio sumarísimo ante un tribunal militar y luego ejecutado. Lo mismo se hacía con los que traficaban en el mercado negro. Y en términos generales, con todos los que eran sorprendidos en la superficie. —¿Tienes miedo de ir allá arriba? —le preguntó Carol, con la mirada alerta y brillante que parecía atravesarle el alma. —Sí —respondió él, bajando la cabeza; y así era en efecto. Podía escoger entre vivir quince días antes de morir por destrucción del centro productor de hematíes, situado en la médula espinal, o bien vivir tan sólo una semana, antes de fallecer víctima del mal de la bolsa, del encogimiento hediondo o de la garra desnuda. La verdad es que se sentía hipocondríaco; meses atrás ya tuvo que luchar con el trauma creado por el temor a aquellas enfermedades... como prácticamente les ocurría a todos los habitantes del tanque, aunque en realidad no había habido ni un solo caso de tales epidemias en el Tom Mix, de momento. —Podrías convocar una reunión observó Carol— de todas aquellas personas en quienes confíes. Y pedir un voluntario. Dios me libre; si alguien va, seré yo. No quería enviar a nadie allá arriba porque sabía lo que iba a encontrar. Nadie regresaría porque un arma homotrópica lo sacaría de su escondrijo si no lo conseguía el tribunal, y lo seguiría hasta darle muerte. Y eso en cuestión de minutos, lo más probable. Además, las armas homotrópicas eran espantosas; sus efectos eran atroces. Pero Carol insistió: —Sé cuánto deseas salvar al viejo Souza. —Le tengo un gran afecto —admitió él—. Y eso no tiene nada que ver con los talleres, la producción, los cupos y todas esas cosas. ¿Ha negado jamás nada a nadie, en todo el tiempo que llevamos encerrados aquí? A cualquier hora del día o de la noche, si hay un escape de agua, un fallo en el suministro de energía eléctrica, un vertedero obstruido... lo que sea, él siempre está dispuesto a acudir, para reparar, echar un remiendo y hacer que las cosas funcionen de nuevo. Y teniendo en cuenta que Souza era oficialmente el mecánico jefe, en cada una de estas ocasiones podía enviar a uno cualquiera de sus cincuenta ayudantes y seguir durmiendo. De aquel viejo Nicholas había aprendido esta verdad: tienes que hacer las cosas tú mismo, sin depender de los subordinados. Pues el esfuerzo de guerra, pensó, depende de nosotros. Nosotros construimos los combatientes de metal según ocho tipos básicos, mientras el Gobierno de Estes Park, los funcionarios de la Wes-Dem y Brose en persona no nos quitan ojo de encima. Como si aquel pensamiento hubiese evocado por arte de magia una presencia invisible, una forma gris y borrosa cruzó velozmente el vestíbulo en dirección al lugar donde se encontraban él y Carol. Era el comisario Dale Nunes, siempre con prisas, siempre atareado. —¡Nick! —Nunes, jadeante, se sacó un papel del bolsillo y empezó a leer en voz alta—. Hay un gran discurso dentro de diez minutos; conecta los circuitos de todas las habitaciones y convoca a todo el mundo en Wheeling Hall: lo veremos todos juntos, porque habrá preguntas. Se trata de algo grave. —Sus movedizos ojillos de pájaro brillaron alarmados—. Para serte sincero, Nick, por las noticias que tengo procedentes de Detroit, se ha derrumbado el último frente defensivo. —Jesús —exclamó Nicholas, dirigiéndose con rostro ceñudo hacia una conexión próxima del circuito, que comunicaba con todos los altavoces de cada planta y habitación del Tom Mix—. Pero ya es hora de acostarse —dijo al comisario Nunes—. Muchos estarán desnudándose o en la cama ya. ¿No podrían verlo por sus pantallas individuales? Página 8 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —Pero hay preguntas —replicó Nunes con agitación—. Van a aumentar los cupos debido a este revés de Detroit... es lo que yo temo. Y quiero asegurarme que todos conozcan la razón de ello llegado el caso. No parecía nada contento. Nicholas observó: —Pero, Dale, tú ya sabes cuál es nuestra situación. Ni siquiera podemos... —Tú reúnelos en Wheeling Hall. ¿De acuerdo? Ya hablaremos luego. Tomando el micrófono Nicholas dijo, sabiendo que sus palabras resonarían en todas las habitaciones del tanque: —Amigos, les habla el presidente Saint-James. Lamento tener que decirles que les espero a todos en Wheeling Hall en el plazo de diez minutos. Vengan tal como estén; no se preocupen por arreglarse... échense encima un albornoz. Hay noticias graves. Nunes murmuró: —Hablará Yancy. Estoy seguro; me lo dijeron. —El Protector —dijo Nicholas por el micrófono, oyendo resonar su propia voz desde cada extremo del desierto pasillo de la clínica, lo mismo que resonaba en el último rincón del gran hormiguero subterráneo donde se apiñaban mil quinientos seres humanos— va a dirigirnos la palabra, según me comunican. Y luego habrá un coloquio. Colgó el micrófono en su soporte con una sensación de derrota. Era un momento muy poco apropiado para difundir malas noticias entre la población. Y a eso se sumaba la gravedad de Souza, el cupo insuficiente y la reunión que tenía que convocar... —Yo no puedo abandonar a mi paciente —dijo Carol. Muy agitado, Nunes replicó: —Pues yo, tengo órdenes de reunir a todo el mundo, doctora. —En ese caso —dijo Carol, con aquella superlativa inteligencia por la que Nicholas la temía y la adoraba al mismo tiempo—, el señor Souza tendrá que levantarse y asistir también, si usted quiere que las órdenes se cumplan al pie de la letra. Aquellas palabras surtieron el efecto deseado: Nunes, pese a toda su rigidez burocrática y su determinación casi neurótica de cumplir a rajatabla las órdenes que le transmitían, acabó por bajar la cabeza. —Muy bien, puede usted quedarse. —Volviéndose a Nicholas, añadió—: Vámonos. Empezó a caminar, agobiado por su responsabilidad; su cometido primordial consistía en velar por la lealtad de los habitantes del tanque, del que Nunes era comisario político. Cinco minutos después Nicholas Saint-James, serio y envarado, ocupaba el sillón del presidente, ligeramente más alto que los demás, en la primera fila de Wheeling Hall. A sus espaldas estaba reunida toda la población, entre susurros y pasos furtivos. Todos, incluso él mismo, contemplaban la pantalla que abarcaba desde el suelo hasta el techo. Aquélla era su ventana abierta al mundo exterior —su única ventana—, y siempre se tomaban muy en serio lo que aparecía sobre la gigantesca superficie. Nicholas se preguntó si Rita habría oído la convocatoria o si aún estaría tranquilamente en la ducha, llamándole de vez en cuando sin recibir respuesta. —¿Qué tal sigue el viejo Souza? —susurró Nunes al oído de Nicholas—. ¿Ha experimentado alguna mejoría? —¿Con una pancreatitis? Vamos, tú bromeas. Aquel comisario era idiota. —He enviado quince memorándums a la superficie —dijo Nunes a continuación. —Y ninguno de esos quince —dijo Nicholas— contiene la petición oficial de un páncreas artiforg que Carol podría injertarle quirúrgicamente, ¿no es eso? —Yo solamente pedí que se suspendiese la inspección —dijo Nunes, como excusándose—. Nick, la política es el arte de lo posible; podremos conseguir una suspensión, pero no nos darán un Página 9 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad páncreas artificial; es imposible obtenerlo. No nos queda más remedio que descartar a Souza y ascender a uno de los técnicos más capacitados, como Winston o Bobbs, o... De pronto la gran pantalla comunal pasó del gris opaco a un blanco resplandeciente. Por el sistema de altavoces, una voz dijo: —Buenas noches. Las mil quinientas personas reunidas en Wheeling Hall murmuraron a su vez: —Buenas noches. Aquello era un mero formulismo, pues no había receptor que captase aquellas palabras y las enviase a la superficie; las líneas sólo transmitían desde la superficie hacia abajo. —Boletín informativo —siguió diciendo la voz del locutor. Apareció una foto fija en la pantalla: mostraba unos edificios captados en plena desintegración. Acto seguido la cinta de video se puso en marcha y los edificios, con rugido semejante a un odioso redoble de tambores distantes y extraños, se desmoronaron hechos polvo; su lugar fue ocupado por una humareda y, semejantes a un ejército de hormigas, innumerables robots salieron de Detroit, corriendo en todas direcciones, como si huyeran del interior de un tarro volcado. Pero unas fuerzas invisibles los iban aniquilando sistemáticamente. La banda sonora aumentó el volumen; los tambores parecieron acercarse y la cámara, instalada sin duda en un satélite espía de la Wes-Dem, enfocó un gran edificio público, biblioteca, iglesia, escuela o banco, o quizá todo eso combinado. La cámara lenta demostró cómo se iba desintegrando la sólida estructura, molécula a molécula. Los objetos regresaban al polvo originario. Y Nicholas pensó que podían haber sido ellos quienes estuvieran allá arriba, y no los robots, porque él de niño había vivido un año en Detroit. Afortunadamente para todos ellos, tanto los comunistas como los ciudadanos estadounidenses, la guerra había estallado en un mundo colonial, después de una competencia donde cada bloque, la Wes-Dem o el Pac-Peop, intentó llevarse la parte del león. Porque durante aquel primer año de guerra en Marte, la población terrestre pudo refugiarse precipitadamente bajo tierra. Y aún seguimos así, se dijo él, y aunque no es una gran suerte, al menos evitamos eso; contempló fijamente la pantalla y vio fundirse un grupo de robots que —horror de los horrores— aún seguían corriendo mientras se fundían. Apartó la mirada con disgusto. —Es terrible —murmuró a su lado el comisario Nunes. De pronto, en el asiento vacío al lado derecho de Nicholas, apareció Rita en albornoz y zapatillas; la acompañaba Stu, el hermano menor de Nicholas. Ambos se pusieron a mirar a la pantalla sin decirle palabra, como si él no existiese. En realidad todos cuantos se hallaban reunidos en Wheeling Hall se sentían solos, aislados, por la catástrofe que contemplaban en la gigantesca pantalla de televisión, y el locutor expresaba en voz alta lo que todos pensaban. —Esto... era Detroit el diecinueve de mayo del año del Señor de dos mil veinticinco. Amén. Una vez roto el escudo defensivo que protegía la ciudad, sólo requirió unos segundos irrumpir en ella y aniquilarla. Detroit se había conservado intacta durante quince años. El mariscal Harenzany, reunido en el protegidísimo Kremlin con el Soviet Supremo, podía ordenar a un pintor que pintase, como símbolo de un disparo perfecto, una pequeña esfera en la Sala del Consejo. Habían borrado del mapa una ciudad más de los Estados Unidos. Y en el cerebro de Nicholas, horrorizado al ver decapitada una de las pocas capitales restantes de la civilización occidental —en la que él creía sinceramente y a la que amaba—, se insinuó de nuevo el solapado y egoísta interés personal. Esto significa una mayor cuota de producción. Había que producir más bajo tierra, a medida que sobre ella quedaba cada vez menos. Nunes murmuró entre dientes: —Supongo que ahora Yancy explicará cómo ocurrió todo. Por tanto, estemos preparados. Por supuesto, Nunes tenía razón; el Protector nunca daba su brazo a torcer. Era inflexible como una tortura, cualidad que Nicholas admiraba mucho en él, y aquella misma inflexibilidad le impediría admitir que aquel golpe fuese mortal. Y, sin embargo... Página 10 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad «Nos han vencido —se dijo Nicholas—. Y ni siquiera tú, Talbot Yancy, nuestro jefe supremo político y militar, que tienes arrestos suficientes como para vivir en la superficie, encastillado en tu fortaleza de las Montañas Rocosas, ni siquiera tú, buen amigo mío, podrás reparar este daño irremediable. » —Norteamericanos todos —resonó la voz de Yancy, sin el menor asomo de desaliento. Nicholas parpadeó, admirado ante la entereza que demostraba aquel hombre. Yancy apareció impertérrito, fiel a la férrea disciplina que le habían inculcado en West Point; lo tenía todo en cuenta, lo admitía y se hacía cargo de ello perfectamente; pero ninguna emoción era capaz de hacer vacilar su mente razonadora y fría. —Acabáis de ver —continuó Yancy en voz baja y serena, propia de un hombre maduro, de un soldado veterano de cuerpo derecho como una lanza, mente clara y vigilante que aún podría mantenerse en perfecto estado durante años... ¡Qué diferente del pobre moribundo que había dejado en el lecho de la clínica, al cuidado de Carol!—. Acabáis de ver, repito, una cosa terrible. Nada queda de Detroit y, como sabéis, sus factorías automáticas nos suministraban grandes cantidades de material de guerra. Ya no podemos contar con ellas. Pero no se ha perdido ni una sola vida humana; es lo único que no nos podemos permitir el lujo de perder. —Muy bien —murmuró Nunes, mientras tomaba notas. De repente Nicholas notó a su lado la presencia de Carol Tigh, con su bata blanca y sus zapatos de tacón bajo; se puso en pie maquinalmente para saludarla. —Souza acaba de morir —le dijo Carol—. Lo puse inmediatamente en hibernación; como estaba a la cabecera de su lecho, pude hacerlo sin la menor pérdida de tiempo. Los tejidos cerebrales no habrán resultado dañados. El pobrecillo se apagó como una vela. Intentó sonreír, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. Aquello impresionó a Nicholas; era la primera vez que veía llorar a Carol, y se quedó horrorizado, como si estuviera viendo algo perverso. —Nos sobrepondremos a este revés —siguió diciendo la voz transmitida desde la fortaleza de Estes Park, y de pronto la cara de Yancy apareció en la pantalla y se desvanecieron las odiosas imágenes de guerra, las nubes de polvo en suspensión o los gases ardientes. Y su lugar fue ocupado por un hombre erguido y enérgico, sentado tras una gran mesa de roble en un lugar secreto donde los soviets no lograrían alcanzarle, ni siquiera con ayuda de los terribles y mortales misiles termonucleares chinos. Nicholas invitó a Carol a sentarse y le indicó con un gesto la pantalla. —Cada día que pasa —siguió diciendo Yancy con orgullo, un orgullo bueno y razonable— somos más fuertes, en vez de debilitarnos. Vosotros sois más fuertes. Y al pronunciar estas palabras parecía que miraba directamente a Nicholas, a Carol, a Dale Nunes, a Stu y Rita y a todos los reunidos en el Tom Mix, a todos y a cada uno de ellos con la sola excepción de Souza, que estaba muerto. Cuando estás muerto, pensó Nicholas, nadie, ni siquiera el Protector, puede decirte que eres cada vez más fuerte. Y tu muerte ha sido un poco la muerte de todos nosotros. A menos que podamos obtener ese páncreas al precio que sea, aunque proceda de turbios traficantes del mercado negro que lo hayan robado de un hospital militar. «Tarde o temprano —se dijo Nicholas—, aunque la ley lo prohíba, tendré que subir a la superficie. » Cuando la gigantesca imagen de Talbot Yancy con sus férreas facciones se esfumó de la pantalla y ésta volvió a su gris opalino, el comisario Dale Nunes se levantó de un salto y, volviéndose a los reunidos, dijo: —Quien desee hacer alguna pregunta, puede formularla ahora. Un silencio completo reinó en el auditorio. Todos permanecieron mudos y callados, y tan quietos como les era posible. Obligado por el cargo que ocupaba, Nicholas se levantó también y se puso al lado de Dale. —Desearíamos que se iniciara un coloquio entre nosotros y el Gobierno de Estes Park. Desde el fondo de Wheeling Hall le llegó una voz aguda, que lo mismo podía ser de hombre como de mujer, diciendo: Página 11 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —Presidente Saint-James, ¿ha muerto Maury Souza? Lo pregunto porque veo a la doctora Tigh aquí, a su lado. Nicholas contestó: —Sí, ha muerto. Pero ha sido hibernado inmediatamente, por lo que aún hay esperanza. Ahora, amigos, ya habéis oído al Protector. Antes de escuchar sus palabras, hemos presenciado la destrucción de Detroit. Eso significa que debemos aumentar la producción; este mes tenemos que fabricar veinticinco robots, y el mes que viene... —¿Qué mes va a venir? —le interrumpió una voz de entre la multitud, una voz que hablaba con amargura y resentimiento—. No habrá mes que viene para nosotros. —Se equivoca usted —repuso Nicholas—. Podremos sobrevivir al castigo por baja producción. Voy a recordaros lo que ocurrirá. La pena inicial consiste tan sólo en una reducción del cinco por ciento en el suministro de alimentos. Después de esto pueden movilizar a algunos de nosotros, pero no se pasará de diezmarnos... un hombre por cada grupo de diez. Sólo si durante tres meses seguidos no alcanzamos las cifras de producción fijadas, nos enfrentamos al posible, y subrayo posible, riesgo de clausura. Pero siempre nos queda el recurso de apelar al Tribunal Supremo de Estes Park, y os aseguro que eso haríamos, apelar contra la sentencia, antes que someternos de brazos cruzados a la clausura. Otra voz preguntó: —¿Ha pedido ya un sustituto para el mecánico jefe? —Sí —contestó Nicholas. Pero ya no queda otro Maury Souza en el mundo, pensó. Salvo en otros tanques. Y de los (¿cuál es la última cifra dada?) ciento sesenta mil tanques-hormiguero del Hemisferio Occidental, ninguno estará dispuesto a negociar la cesión de un mecánico jefe verdaderamente bueno, aun suponiendo que consiguiéramos establecer contacto con alguno de esos otros tanques. Unos cinco años atrás, los del Judy Garland, el tanque que tenemos al norte, cavaron una galería horizontal hasta nosotros para suplicarnos, con lágrimas en los ojos, que les prestásemos a Souza durante un mes. Y nosotros no quisimos. —Muy bien —dijo el comisario Nunes con animación, al ver que nadie hacía más preguntas—. Voy a comprobar si el mensaje del Protector ha sido comprendido por todos. —Señaló a un joven matrimonio—. ¿Cuál fue la causa de que fallase nuestra pantalla defensiva en Detroit? Pónganse en pie y díganme sus nombres, por favor. La joven pareja se puso en pie a regañadientes, y fue el marido quien contestó: —Soy Jack Frankis y ésta es Myra, mi esposa. Nuestra derrota se debió a la introducción del nuevo misil Galateo tipo 3 por los del Pac-Peop, que se infiltra en las partículas submoleculares. O, al menos; creo que eso fue aproximadamente lo que ocurrió. Volvió a sentarse con gesto de alivio, obligando a su esposa a hacer lo propio. —Muy bien —dijo Nunes; la respuesta era aceptable—. ¿Y por qué la tecnología del Pac-Peop ha avanzado momentáneamente más que la nuestra? —Paseó la mirada a su alrededor, en busca de una víctima a quien interrogar—. ¿Podemos atribuirlo a un fallo de nuestra dirección suprema? Se levantó una señora de mediana edad, con aspecto de solterona. —Soy la señorita Gertrude Prout —dijo, presentándose a sí misma—. No, no hubo ningún fallo de nuestra dirección. Y volvió a sentarse en seguida. —¿A qué se debe, pues? —prosiguió Nunes, dirigiéndose a ella—. Por favor, señora, póngase en pie y responda. Gracias —dijo, cuando la señorita Prout se levantó de nuevo—. ¿Fue un fallo nuestro? —le preguntó Nunes solapadamente—. No me refiero a este tanque, sino a todos. Es decir, a todos los que producimos material de guerra. —Sí —dijo la señorita Prout con su vocecita frágil y obediente—. Hemos fallado al no proporcionar... Y se interrumpió; no sabía exactamente lo que no habían podido proporcionar. Hubo en la sala un silencio tenso y angustioso. Nicholas decidió intervenir: Página 12 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —Amigos, nosotros producimos el arma básica para la continuación de la guerra; los robots pueden actuar en una superficie radiactiva y en medio de múltiples cultivos de bacterias y del gas neural, que destruye la clinesterasa... —La colinesterasa —le corrigió Nunes. —...pues gracias a los robots nosotros conservamos nuestras vidas. Debemos nuestra vida, en realidad, a la obra que sale de nuestros talleres. En el fondo, eso es lo que el comisario Nunes quería decir. Es de importancia vital que todos comprendamos por qué debemos... —Déjame seguir a mí —le interrumpió Nunes por lo bajo. —No, Dale —repuso Nicholas—. Hablaré yo. —Acabas de hacer la primera afirmación antipatriótica. El gas neural destructor de la colinesterasa es un invento norteamericano. Si quiero, puedo ordenarte que tomes asiento. —Pues yo no te obedeceré —repuso Nicholas—. Esa gente está cansada y no es momento de pincharlos. Con la muerte de Souza... —Te equivocas: es precisamente el momento más adecuado para pincharlos —repuso Nunes—. Quizás olvidas que yo me formé, Nick, en el Instituto Psiquiátrico Waffen de Berlín, y por los propios ayudantes de la señora, de modo que sé muy bien lo que me hago. —Alzó entonces la voz para dirigirse al auditorio—: Como todos ustedes saben, nuestro mecánico jefe era... De entre la masa se levantó una voz hostil y burlona que le interrumpió: —¿Sabe qué le digo? Le regalaremos un cucurucho de nabos, comisario. Perdón: señor comisario político Nunes. Luego veremos cuánta sangre es capaz de exprimirles, ¿de acuerdo? Se oyeron murmullos de aprobación por doquier. —Ya te lo dije —dijo Nicholas, volviéndose hacia el comisario quien, rojo y congestionado, estrujaba sus notas entre los dedos agarrotados—. ¿Ahora, quieres dejarles que se vayan a la cama? Por toda respuesta, Nunes dijo en voz alta: —Ha surgido un desacuerdo entre vuestro presidente electo y yo. Como solución de compromiso, voy a formular sólo una última pregunta. Hizo una pausa, paseando su vista por el rostro de los reunidos, que esperaban, temerosos y cansados. El que antes había manifestado hostilidad guardó silencio; Nunes los tenía intimidados porque era la única persona del tanque que no era un simple ciudadano, sino un funcionario de la Wes-Dem y le bastaría una orden para hacer descender a un escuadrón de policías o, si los agentes de Brose no estuviesen a mano, podía llamar a un comando de los veteranos robots armados del general Holt. —El comisario —anunció Nicholas— os hará una sola pregunta. Y luego, si Dios quiere, nos iremos todos a la cama. Después de estas palabras tomó asiento. Nunes, con expresión meditabunda, articuló con voz lenta y fría: —¿Qué podemos hacer por el señor Yancy, para compensarle por nuestros fracasos? Nicholas gimió interiormente. Pero nadie, ni siquiera él, poseía poder legal o de otro tipo para pararle los pies a aquel hombre, a quien la voz hostil procedente del público había llamado antes, correctamente, su comisario político, Aunque mirándolo bien y con arreglo a la ley, tal cosa no era totalmente perjudicial, porque gracias al comisario Nunes existía un vínculo humano directo entre el tanque y el Gobierno de Estes Park; en teoría al menos, ellos podían interpretar al Gobierno a través de Nunes, lo cual permitía que, incluso en medio de una guerra mundial, existiese diálogo entre los tanques y sus gobernantes. Pero a los habitantes del tanque no les gustaba verse sujetos a las autoritarias tácticas de Dale Nunes cada vez que a éste —o, mejor dicho, a sus superiores de la superficie— le viniera en gana. Y aquel momento en particular, cuando todos estaban deseando acostarse, no era de los más apropiados. Pero, … ¿qué alternativa les quedaba? Una vez sugirieron a Nicholas (y él, haciendo un gran esfuerzo, olvidó deliberadamente y cuanto antes los nombres de quienes acudieron a él con la sugerencia) que se podía hacer desaparecer al comisario político cualquier noche sin que nadie se enterase. No, repuso Nicholas. Sería peor el Página 13 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad remedio que la, enfermedad, porque nos enviarían a otro. Y... además, Dale Nunes es un hombre, no una fuerza. Y era preferible tratar con él y no con una fuerza abstracta como el Gobierno de Estes Park, que aparecía en la pantalla de televisión, donde se le podía ver y oír... pero sin posibilidad de réplica. Por ello, pese a la antipatía que experimentaba hacia el comisario Nunes, Nicholas comprendía que su presencia en el Tom Mix era un mal necesario. Los extremistas que una noche se acercaron a él para proponerle la solución fácil e instantánea al problema que representaba el comisario político, quedaron totalmente convencidos por sus argumentos, y finalmente consiguió disuadirlos de su descabellada idea. O al menos así lo creía Nicholas. Lo cierto era que Nunes seguía con vida. En apariencia, pues, los extremistas habían aceptado sus argumentos... y el episodio se remontaba a tres años atrás, cuando Nunes empezó a practicar sus actitudes intimidatorias. Se preguntó si Dale Nunes habría adivinado la conjura que se tramaba contra él, y si imaginó cuán cerca estuvo de ser asesinado, y que fue precisamente Nicholas quien disuadió a quienes querían ejecutarlo. Sería muy interesante conocer la reacción de Nunes. ¿De gratitud? ¿O acaso de... desprecio? En aquel preciso instante, Carol le hizo una seña en presencia de todos los reunidos en Wheeling Hall. Mientras Dale Nunes paseaba su mirada por el público en busca de alguien que quisiera responder a su pregunta, Carol, incomprensiblemente, hacía señas a Nicholas para indicarle que saliera con ella de la sala. Rita, sentada a su lado, se dio cuenta de ello pero siguió mirando fijamente hacia delante con rostro impasible, como si no hubiese visto nada. Y como Dale Nunes ya había encontrado a su víctima, lo vio también y frunció el ceño. No obstante, Nicholas recorrió obedientemente con Carol el pasillo central y ambos salieron de Wheeling Hall, reuniéndose en el corredor desierto. —¿Se puede saber qué demonios quieres? —fue lo primero que él le espetó al encararse con ella. Se había fijado en la furibunda mirada que Nunes les dirigió cuando se fueron... aquello iba a traer cola. —Quiero que pongas el visto bueno al certificado de defunción —le dijo Carol, encaminándose hacia el ascensor—. El del pobre Maury, claro... —Pero ¿tiene que ser ahora? Estaba seguro de que había algo más. Carol dio la callada por respuesta y ambos guardaron silencio mientras el ascensor los bajaba a la clínica, al frigorífico donde estaba encerrado el cuerpo helado de su amigo... Echó una breve ojeada bajo la sábana y luego salió de la cámara frigorífica para estampar su firma al pie de los documentos que Carol había preparado por quintuplicado, todos ellos pulcramente mecanografiados y a punto para ser enviados por videolínea a los burócratas de la superficie. Entonces Carol se desabrochó su bata blanca y sacó un diminuto instrumento electrónico que llevaba oculto debajo, y que Nicholas conoció ser un audiograbador miniaturizado para misiones de espionaje. Ella extrajo la cinta, abrió con una llave el cajón de acero de un armarito que parecía destinado a guardar medicamentos... y por un instante aparecieron ante su vista otras cintas e instrumentos electrónicos, que nada tenían que ver con la práctica de la medicina. —¿Qué pasa? —preguntó él cautelosamente. Era evidente que ella había querido que él viese aquello, el audiograbador y el archivo de cintas que guardaba a escondidas de todos. El la conocía más íntimamente que cualquier otro habitante del Tom Mix; sin embargo, aquello le dejó estupefacto. Carol dijo entonces: —He hecho una audiograbación del discurso de Yancy. Al menos, de la parte del mismo que pude oír. —¿Y esas otras cintas que guardas ahí? —Son de discursos anteriores de Yancy. De discursos que pronunció el año pasado. Página 14 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —¿Es legal eso? Mientras reunía las cinco copias del certificado de defunción de Maury Souza y las insertaba en la ranura del transmisor Xerox que las enviaría a los archivos de Estes Park, Carol contestó: —En realidad, es completamente legal. Ya me preocupé de averiguarlo. —A veces pienso que estás loca —dijo él, más aliviado. La mente de Carol, en efecto, siempre tomaba el derrotero más inesperado, con su plenitud de ecos y centelleos de inteligencia, lo que siempre conseguía dejarle a él totalmente desconcertado; nunca lograba ponerse a su altura, y esto no hacía más que aumentar el temor y el respeto que le inspiraba. —Explícate —le dijo. —Habrás observado —dijo Carol— que Yancy, en sus discursos del mes de febrero, al emplear la expresión francesa coup de grâce, pronunció esta última palabra gras. Y en marzo pronunció la misma frase... —sacó del armarito de puertas de acero un diagrama con anotaciones, que se puso a consultar—. Eso es. El 12 de marzo, la pronunció cu de grah. Y luego, en abril, exactamente el 15, volvió a decir gras. Dirigió una viva mirada de reojo a Nicholas. Este se encogió de hombros, cansado y molesto. —Oye, Carol, ahora no estoy para esas cosas; lo único que quiero es acostarme. Ya hablaremos de ello en cualquier otro mo... —Luego —le atajó Carol, inflexible—, el 3 de mayo volvió a emplear este término en uno de sus discursos. Fue aquel discurso memorable en el que nos comunicó la total destrucción de Leningrado por nuestras fuerzas... —Levantó la mirada de su diagrama—. Aquí volvió a decir cu de grah. Sin la S. Como lo pronunciaba antes. Volvió a guardar sus notas en el armarito y acto seguido lo cerró con llave. El observó que no sólo lo hacía con una llave corriente de metal, sino mediante una presión con la yema de sus dedos. Aunque alguien se hiciera con un duplicado de la llave, o con la auténtica, no podría abrir el armarito, al no tener sus huellas dactilares. Sólo ella podía abrirlo. —¿Adónde quieres ir a parar? A lo que Carol contestó: —Ni yo misma lo sé. Pero aquí hay gato encerrado. ¿Quién libra las batallas de la superficie? —Los robots, claro. —¿Y dónde están los seres humanos? —¿Qué es eso? ¿El comisario Nunes otra vez, interrogando a la gente que se cae de sueño y está deseando acostarse? —Están en tanques-hormigueros —dijo Carol, contestando a su propia pregunta—. Enterrados, como nosotros. Ahora bien: cuando solicitamos un artiforg, nos dicen que sólo pueden tenerlo los hospitales militares, que suponemos deben estar en la superficie. —No sé —repuso él— ni me importa dónde están los hospitales militares. Lo único que sé es que éstos gozan de prioridad y nosotros no. Carol observó entonces: Carol observó entonces: —Pero, hombre de Dios, si son robots quienes hacen la guerra, ¿para qué se necesitan los hospitales militares? ¿Para los robots? Nada de eso, porque cuando se averían los envían a talleres de reparación, entre ellos al nuestro. Y un robot es un artefacto mecánico que no posee páncreas. Hay algunos seres humanos en la superficie, por supuesto: los miembros del Gobierno de Estes Park y, por el lado soviético, los del Pac-Peop, ¿Serán para ellos los páncreas? El guardó silencio; los argumentos de Carol le habían dejado completamente desconcertado. —Hay aquí algo que no cuadra —prosiguió ella—. No puede haber hospitales militares, sencillamente, porque no hay paisanos ni soldados que puedan resultar heridos en la lucha y necesitar trasplantes de páncreas. Y, sin embargo... se niegan a servir los artiforgs. En mi caso, por Página 15 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad ejemplo, para Souza, aun sabiendo que Souza era imprescindible para nosotros. Piensa en ello, Nick. —Hum... —murmuró éste. Carol, muy tranquila, le dijo: —Más valdrá que se te ocurra algo mejor que un simple «hum», Nick. Y cuanto antes, mejor. 4 A la mañana siguiente, tan pronto como despertó, Rita le espetó sin más preámbulo: —Anoche te vi salir de la sala con esa mujer... con esa Carol Tigh. ¿Se puede saber a dónde fuisteis? Nicholas, soñoliento y confuso, sin afeitarse todavía y sin haber podido siquiera humedecerse la cara con agua fresca ni limpiarse los dientes, murmuró con voz estropajosa: —A firmar el certificado de defunción de Souza. Mero trámite. Arrastrando los pies, se fue al cuarto de baño, que él y Rita compartían con el ocupante del cubículo de la derecha... y halló la puerta cerrada. —Oye, Stu —dijo—, haz el favor de abrir la puerta cuando acabes de afeitarte. La puerta se abrió al instante y vio a su hermano menor ante el espejo, afeitándose con expresión cohibida. —Pasa, no te preocupes por mí —le dijo Stu. Su cuñada Edie dijo con voz aguda desde su cubículo: —Hemos llegado los primeros al cuarto de baño esta mañana, Nick; anoche tu mujer lo ocupó durante una hora entera, duchándose. Así que haz el favor de esperar. Sin ocultar su contrariedad, él cerró la puerta del baño. Se dirigió a la cocina —que afortunadamente no compartía con nadie— sin dejar de arrastrar los pies, y se puso a calentar el café. Era de recuelo y se limitó a calentarlo; no se sentía con fuerzas para moler más y, por otra parte, su ración de granos de café sintético andaba muy escasa. Se les acabaría mucho antes de fin de mes, y entonces tendrían que pedirlo prestado o hacer alguna clase de trueque con otros ocupantes del tanque, ofreciéndoles, por ejemplo, azúcar, que tanto él como Rita apenas consumían, a cambio de los pequeños granos de café sucedáneo. Sin embargo, pensó, yo sería capaz de consumir cantidades ingentes de granos de café. Si tal cosa existiese. Pero, como todos los demás artículos, los granos de café sintético (gr-cf-sin, tal como venía en las facturas) estaban rigurosamente racionados. Y después de tantos años de racionamiento él ya se había acostumbrado... en apariencia. Pero su cuerpo seguía pidiéndole café. Aún recordaba el sabor que tenía el café auténtico, el café de los días anteriores a la vida en los tanques. El tenía entonces diecinueve años; seguía su primer curso de universidad y había empezado a saborear el café en vez de la leche con malta que le daban de niño. Empezaba a sentirse un hombre cuando... todo se derrumbó. Pero como habría dicho Talbot Yancy, con expresión radiante o ceñuda según conviniese: «Al menos, no fuimos reducidos a pavesas como temíamos, porque dispusimos de todo un año para excavar refugios subterráneos, cosa que nunca debemos olvidar». Y Nicholas no lo olvidaba; mientras recalentaba el café sintético de la noche anterior se vio a sí mismo reducido a pavesas quince años antes, o la colinesterasa de su organismo destruida por aquella horrenda invención bélica norteamericana, el gas neural, el arma más terrible creada hasta la fecha por los dementes que ocupaban puestos elevados en lo que antaño había sido Washington, D.C. Ellos, por su parte, poseían el antídoto, la atropina, y, por tanto, estaban a salvo de aquel gas fabricado en la planta de Productos Químicos de Newport, en Indiana occidental, según contrato con la aún famosa F.M.C. Corporation, aunque no de los misiles de la URSS. Y apreció el valor de todo ello y se alegró, congratulándose por estar allí vivo y poder tomarse aquel brebaje sintético, pese a su gusto amargo y repelente. Página 16 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad La puerta del baño se abrió y Stu dijo: —Ya he terminado. Cuando Nicholas se dirigía hacia el baño, llamaron con los nudillos a la puerta del cubículo. Inclinándose ante las obligaciones que le imponía su cargo, Nicholas fue a abrir la puerta y vio ante sí lo que indudablemente era una comisión: Jorgenson, Haller y Flanders acudían de nuevo a él. Eran los extremistas del tanque. Detrás de ellos vio a Peterson, Grandy, Martino, Giller y Christenson, que les apoyaban. Lanzó un suspiro y les franqueó la entrada. Los miembros de la comisión entraron en silencio en el cubículo, que pronto quedó abarrotado. Tan pronto como se cerró la puerta exterior, Jorgenson dijo: —Queremos que sepa lo que vamos a hacer, señor presidente. Hemos estado reunidos hasta las cuatro de la madrugada, elaborando un plan: que vamos a exponerle. El hombre hablaba en voz baja, pero con acento enérgico y decidido. —¿De qué plan me habla? —le preguntó Nicholas, aunque sabía muy bien lo que iban a decir. —Hemos de acabar con ese comisario político, con Nunes, en una palabra. Simularemos un altercado en la planta veinte; el acceso a ella es difícil por el obstáculo que representan las pilas de recambios para robots. El necesitará media hora para poner fin ala pelea. Y eso le dará a usted el tiempo suficiente. —¿Quieren café? —dijo Nicholas, volviendo a la cocina. —Tiene que ser hoy —continuó Jorgenson. Sin responder, Nicholas se tomó otro café. Y deseó hallarse en el cuarto de baño, encerrado donde ni su mujer ni su hermano ni su cuñada, y menos que nadie aquella comisión, pudieran llegar a él. Ni siquiera Carol, pensó. Por un momento deseó ir y encerrarse en el cuarto de baño, para sentarse y meditar allí en soledad y en silencio. Así quizá se le ocurriría algo que hacer. Y se encontraría a sí mismo. No a Nicholas Saint-James, presidente del tanque-hormiguero Tom Mix, sino a sí mismo, al hombre, y así acaso sabría de verdad si el comisario Nunes tenía razón y si la ley era la ley. O si quien tenía razón era Carol Tigh, y si había algo falso o equivocado, que ella hubiese descubierto con su colección de grabaciones de los discursos de Yancy pronunciados el año anterior. «Coup de grace —pensó—. Efectivamente, eso puede ser para mí: el golpe de gracia, la puntilla.» Regresó para enfrentarse con la comisión de extremistas, llevando la taza de café en la mano. —Conque tiene que ser hoy —dijo, repitiendo las palabras de Jorgenson, hombre que no le caía particularmente simpático. Era un tipo corpulento, de cuello de toro, rudo y aficionado a la cerveza. —Se ha de hacer lo antes posible —terció el llamado Haller hablando en voz baja, pues había notado la presencia de Rita, quien se estaba arreglando el peinado ante el espejo y le ponía nervioso... A decir verdad, todos cuantos formaban parte de la comisión estaban nerviosos. Se veía a la legua que le tenían miedo al policía, al comisario político. Pero de todos modos habían tenido arrestos suficientes para acudir a Nicholas. —Permítanme que les exponga la situación en lo que se refiere a los artiforgs —empezó a decir éste, pero Flanders le interrumpió en seguida. —Sabemos cuanto hay que saber. Todo cuanto deseamos saber. Oiga, presidente; estamos al tanto del complot que ellos han tramado. Los seis o siete miembros de la comisión lo fulminaron con miradas nerviosas, en las que se leía cólera y frustración; el pequeño cubículo —en realidad, de dimensiones standard— que servía de vivienda a Nicholas se cargó con una atmósfera de desasosiego. —¿Quiénes son ellos? —preguntó Nicholas. Respondió Jorgenson: —Los mandamases de Estes Park. Los que lo llevan todo. Los que ordenan a las sabandijas como Nunes a quién tienen que enchiquerar. —¿Y en qué consiste ese complot? —Pues consiste —dijo Flanders, casi tartamudeando por efecto de su nerviosismo— en que andan escasos de comida y buscan un pretexto para ir suprimiendo tanques, ahora éste y después Página 17 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad aquél; no sabemos cuántos quieren eliminar, obligando a sus ocupantes a subir a la superficie para que mueran... tal vez muchos, o sólo unos pocos... eso depende de lo grave que esté la situación alimenticia allá arriba. —Así, ya ve usted —dijo Haller en tono suplicante a Nicholas, y alzando la voz (uno que estaba a su lado le dio un codazo y él inmediatamente se puso a hablar en susurros)—, que ellos necesitan un pretexto. Y lo tendrán cuando nosotros no consigamos servirles el cupo mensual de robots. Y anoche, después de la película sobre la destrucción de Detroit, cuando Yancy anunció que debíamos incrementar la producción... nosotros comprendimos la jugada: todos los tanques que no puedan cumplir las nuevas cuotas de producción serán clausurados. Eso es lo que nos ocurrirá a nosotros. Y allá arriba... —apuntó con el índice al techo— moriremos todos como ratas. Rita, sin dejar de mirarse en el espejo, intervino con voz áspera para decir: —Pero no os importa que Nicholas muera subiendo a la superficie en busca del artiforg ese. Haller giró sobre sus talones y se volvió hacia ella para replicarle: —Señora Saint-James, su marido es nuestro presidente; nosotros lo elegimos y lo hicimos precisamente para eso... para que nos ayude cuando sea necesario. —Nick no es vuestro padre —dijo Rita— ni puede hacer milagros. Tampoco pertenece al Gobierno de Estes Park. No puede fabricar de la nada un páncreas artificial, ni puede... —Aquí tiene usted este dinero —la interrumpió Jorgenson, tendiéndole a Nicholas un grueso sobre—. Está todo en billetes de quinientos de curso legal en la Wes-Dem. En total hay cuarenta, lo que suma veinte mil dólares Wes-Dem. A última hora de la noche, cuando Munes ya se había ido a dormir, organizamos una colecta en todo el tanque. Aquella suma representaba los salarios de media población del tanque durante... bajo la tensión del momento, no pudo calcularlo. Pero eran los salarios de mucho, mucho tiempo. La comisión no se había quedado mano sobre mano. Rita dijo a los visitantes en el mismo tono áspero: —Bien; si ese dinero lo habéis reunido vosotros, echadlo a suertes y no le carguéis el muerto a mi marido. —Para añadir luego, con voz más suave—: Nunes no se dará cuenta de la ausencia de uno de vosotros; en cambio, si se va Nick, lo notará. Si no es él, pueden pasar varios días antes de que se entere, pero si Nick desaparece, Munes comprenderá y entonces... —¿Y entonces qué, señora Saint-James? —la atajó Haller con decisión, aunque cortésmente—. Nada podrá hacer Nunes cuando el presidente Saint-James haya subido a la superficie por el tubo del montacargas. Pero Rita insistió: —De acuerdo, Jack. Pero Nunes lo ejecutará cuando regrese. Entretanto, Nicholas pensaba para sus adentros: Lo peor del caso es que probablemente ni siquiera regresaría. Con evidente y clara aprensión, Jorgenson metió la mano en el bolsillo de su mono de trabajo y sacó un pequeño objeto plano, que parecía una pitillera. —Señor presidente —dijo con voz ronca y en tono digno y serio, como si fuese a hacerle entrega oficial de un regalo—: ¿Sabe lo que es esto? «Naturalmente —pensó Nicholas—, es una bomba de fabricación casera. Y si hoy me niego a ir, la instalarás en algún rincón de mi cubículo o de mi despacho, pondrás en funcionamiento su mecanismo de relojería, y yo volaré por los aires hecho pedazos, acompañado probablemente de mi mujer y quizá también de mi hermano, mi cuñada o quienquiera que esté en mi despacho conmigo cuando el artefacto estalle, si es que decides instalarlo en mi despacho. Y entre vosotros hay electricistas; profesionales de la electrónica y del montaje de circuitos miniaturizados, como lo somos todos hasta cierto punto... O sea que habréis fabricado una bomba perfecta, con el ciento por ciento de probabilidades de no fallar. En consecuencia, si me niego a ir a la superficie, los miembros de la comisión aquí reunida me liquidarán; de eso puedo estar absolutamente seguro; liquidando de paso a otras personas inocentes que puedan encontrarse conmigo. Por otra parte, si accedo a ir, alguno de los chivatos que Nunes tiene entre los mil quinientos ciudadanos del tanque le dará el Página 18 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad soplo, y hará que me maten a tiros cuando esté a medio camino en mi viaje ilegal a la superficie... pues no hay que olvidar que estamos en guerra e impera la ley marcial. » Entonces Flanders dijo: —Oiga, señor presidente: usted piensa que tendrá que arriesgarse a subir por el montacargas, donde siempre hay robots subiendo o bajando compañeros suyos averiados... pero hay otra solución. —Un túnel —dijo Nicholas. —Sí. Lo abrimos esta mañana temprano, cuando se puso en —marcha la factoría automática, que ahogó el ruido de la excavadora y de los demás aparatos que tuvimos que emplear. Es absolutamente vertical. Una obra de arte. Jorgenson añadió: —Desemboca en el techo de la habitación BAA de la primera planta; es un almacén para transmisiones de los robots tipo II. Hemos instalado una cadena que está anclada —muy bien asegurada, palabra— en la superficie, oculta entre unos... —Mentira —le atajó Nicholas. Parpadeando, Jorgenson repuso: —No, palabra... —No se puede excavar una galería vertical hasta la superficie en dos horas —objetó Nicholas—. ¿Cuál es la verdad? Tras una larga pausa, Flanders murmuró con desaliento: —En realidad, hemos abierto sólo el comienzo del túnel. Tiene unos catorce metros. A pie de obra hemos dejado una excavadora portátil. Nos proponíamos dejarle a usted en el túnel, con equipo de oxígeno, y luego sellar la boca para amortiguar las vibraciones y el ruido. —Y entonces —añadió Nicholas— yo tendría que quedarme en el túnel y continuar abriéndome paso hasta salir. ¿Cuánto tiempo han calculado que necesitaré, trabajando solo y únicamente con esa pequeña excavadora portátil, muchísimo menos potente que una de las grandes? Tras una pausa, un miembro de la comisión murmuró: —Dos días. Ya hemos preparado alimentos y agua... en realidad, es uno de esos trajes de astronauta que se utilizaban cuando aún había viajes a Marte. Es de los que regulan automáticamente la humedad, eliminan las deyecciones, etcétera. Sería mucho mejor que tratar de ascender por el montacargas, que siempre está infestado de robots, sobre todo arriba. —Sí, y con Nunes abajo —repuso Nicholas. —Nunes estará tratando de poner paz en la planta... —Muy bien —dijo Nicholas—. Iré. Todos le miraron, boquiabiertos. Rita no pudo contener un sollozo y un sofocado grito de desesperación. Dirigiéndose a ella, Nicholas dijo: —Es mejor que saltar en pedazos por los aires. Esta gente habla en serio. Y señaló el paquetito aplanado que sostenía Jorgenson. lpse dixit, murmuró para sus adentros; entiendo su lenguaje. Es un axioma que no precisa demostración. Y, en este caso, prefiero no ver la demostración; incluso nuestro comisario político, Nunes, se quedaría aterrado ante lo que es capaz de hacer este artefacto. Se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta con llave a sus espaldas. Para tener un momento de sosiego, por breve que fuese. Para ser un simple organismo bioquímico, y no el presidente Saint-James del antiséptico tanque comunal habitado subterráneo Tom Mix, fundado en junio de 2010, durante la tercera guerra mundial; más de dos mil años después del nacimiento de Jesucristo. Lo que yo tendría que hacer, se dijo, es regresar, no con el artiforg, sino con el mal de la bolsa para todos vosotros. Para contagiároslo del primero al último. Su propio resentimiento le sorprendió. Por supuesto, era superficial. La realidad es que soy un hombre acobardado, pensó mientras abría el grifo del agua caliente para afeitarse. No me gusta la idea de estar encerrado cuarenta y ocho horas en ese túnel vertical, esperando a que Nunes venga a Página 19 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad por mí desde abajo o que una brigada de la policía de Brose capte el ruido de mi excavadora desde arriba. Y, si ninguna de estas dos cosas ocurre, salir a un terreno radiactivo, cubierto de ruinas y asolado por la guerra. Era lanzarse de cabeza al abismo letal del que todos habían huido. Y se dijo: «No quiero salir a la superficie, ni que sea por una causa necesaria». Se despreció a sí mismo por su actitud; le costaba mirarse al espejo cuando empezó a darse jabón en las mejillas. Comprendió que no iba a poder afeitarse. Abrió entonces la puerta del baño que daba ala habitación de Stu y Edie y dijo: —Oye, ¿puedes prestarme tu máquina de afeitar eléctrica? —Sí, hombre —le dijo su hermano menor, entregándosela. —¿Qué te pasa, Nick? —le preguntó Edie, con una compasión desusada en ella—. Santo cielo, tienes muy mala cara. —No me extraña —dijo Nicholas, sentándose para afeitarse en su cama aún por deshacer—. A veces resulta muy difícil hacer lo acertado. No tenía ganas de contárselo, así que guardó un meditabundo silencio. 5 Joseph Adams cruzaba en su volador, sobre la campiña verde, los campos, los prados, el vasto mundo de los bosques norteamericanos entre los que asomaba algún que otro grupo de edificios, de fincas situadas en los lugares más extraños e inesperados. Viajaba desde su propia finca del Pacífico, donde él era dóminus, a la Agencia de Nueva York, donde era sólo un hombre de Yance entre otros muchos. Su ansiado día de trabajo, el lunes, había llegado al fin. A su lado, en el asiento contiguo, llevaba una cartera de cuero con las iniciales JIWA en letras de oro, que contenía el texto de su discurso escrito a mano. Apiñados en el asiento trasero iban cuatro robots de su séquito personal. Entretanto sostenía por videófono una animada conversación con Verne Lindblom, su colaborador de la Agencia. Verne, que no era hombre familiarizado con el manejo de ideas ni palabras, sino un artista plástico, en el puro sentido visual, se hallaba en mejor posición que Joseph Adams para saber exactamente lo que planeaba y estaba preparando en el estudio el superior de ambos, Ernest Eisenbludt, que se hallaba en Moscú. —Ahora le toca a San Francisco —estaba diciendo Lindblom—. Ya he empezado a construirlo. —¿A qué escala? —le preguntó Adams. —A escala unidad. —¿Quieres decir a tamaño natural? —dijo Adams, incrédulo—. ¿Y Brose ha dado el visto bueno a eso? Espero que no sea otra idea delirante de Eisenbludt... —Sólo una parte de la ciudad: Nob Hill, desde donde se dominaba la bahía. Tardaremos cosa de un mes en construirlo; no hay prisa. Por cierto, anoche pasaron esa secuencia de Detroit. Lindblom parecía aliviado. A decir verdad, como jefe maquetista podía quedar tranquilo. Los hombres con ideas ciertamente no abundaban, pero lo que es los maquetistas... ésos formaban un gremio cerrado en donde ni siquiera Brose y sus agentes podían penetrar. Eran como los antiguos constructores de vitrales en Francia: si desaparecieran, se perdería con ellos el secreto de su arte. —¿Quieres oír mi último discurso? —No, gracias —dijo Lindblom con ironía. —Lo he escrito a mano —prosiguió Adams fingiendo modestia—. Mandé al infierno aquel condenado aparato: al fin acabaría por hablar como él. —Oye —le interrumpió Lindblom, hablando con repentina seriedad—. He oído un rumor. Dejarás de escribir discursos y te pondrán a trabajar en un proyecto especial. No me preguntes cuál es; mi informante no me lo dijo. —Y añadió—: Era un agente de Foote. —¡Hum...! Página 20 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad Adams trató de mantener la calma, de mostrarse flemático. Pero interiormente se sentía intranquilo. Era indudable, puesto que aquello iba a tener prioridad sobre su trabajo normal, que la orden había partido de las oficinas de Brose. Ni éste ni sus proyectos especiales le hacían mucha gracia. Aunque, ¡vaya usted a saber... ! —Es algo que te gustará, sin duda —prosiguió Lindblom—. Tiene que ver con la arqueología. Adams sonrió e hizo un chiste malo: —Ya sé. Los misiles soviéticos destruirán Cartago. —Sí, y tendrás que programar a Héctor, a Príamo y a toda esa gente. Tendrás que releer a Sófocles para ponerte al día. —Amigos míos —dijo Adams con voz solemne, haciendo una parodia burlona—, tengo graves noticias para vosotros, pero venceremos. El nuevo proyectil balístico intercontinental soviético A-3, con ojiva de cobalto, ha sembrado de sal común radiactiva una zona de ochenta kilómetros cuadrados alrededor de Cartago, pero esto sólo significa que... —se interrumpió—. ¿Qué producía Cartago, en materia de artículos fabricados en serie? ¿Ánforas? De todos modos, aquello era trabajo de Lindblom. La exhibición de alfarería, captada por el sistema de lentes múltiples de las cámaras de televisión que manejaba Eisenbludt en sus colosales e intrincados estudios de Moscú, abarrotados de atrezzo de todas clases, sería algo soberbia—. Esto, mis queridos amigos, es todo cuanto queda, pero el general Holt me comunica que nuestro propio ataque, mediante nuestra novísima arma ofensiva verdaderamente terrorífica, el Polifemo X-B que dispara guisantes, ha diezmado toda la flota de guerra ateniense, y con la ayuda de los dioses venceremos... —¿Sabes una cosa? —observó Lindblom en tono reflexivo, o así sonaba su voz en el diminuto altavoz del video instalado en el volador—, creo que lo vas a pasar mal si uno de los agentes de Brose está interceptando esta conversación. Abajo, un anchuroso río que parecía una cinta de plata líquida serpenteaba de norte a sur, y Joseph Adams se acercó a la ventanilla para contemplar el Mississippi y admirar su belleza. Aquello no era obra de los equipos de reconstrucción; el río que brillaba herido por los rayos del sol matinal estaba así desde la Creación. El mundo primigenio no necesitaba ser reconstruido ni manipulado, porque siempre había estado ahí. Aquel panorama, como el del Pacífico, siempre le intimidaba, porque significaba que había algo más fuerte que el hombre; algo que había conseguido sobrevivir. —Pues que se entere —dijo Adams con energía; sacaba renovadas fuerzas de la serpenteante línea de plata que contemplaba... fuerzas suficientes para cortar la comunicación de video. Por si acaso Brose estaba a la escucha. Y entonces, más allá del Mississippi, vio un grupo de sólidas estructuras de obra humana, y éstas también le causaron una extraña sensación. Era una obra digna de Ozymandias los majestuosos edificios erigidos por aquel activo constructor, Louis Runcible. La había levantado con su gigantesco ejército de hormigas mecánicas que, en su marcha, no destruían con sus mandíbulas sino que levantaban, con múltiples brazos de metal, una titánica estructura cupular que albergaba campos de juego infantiles, piscinas, mesas de ping-pong y tablas para el juego de los dardos. Vosotros conoceréis la verdad, pensó Adams, y ella os hará esclavos. O como habría dicho Yancy: «Norteamericanos todos: tengo ante mí un documento tan sagrado e importante que voy a pediros que... » y así sucesivamente, Entonces se sintió cansado, a pesar de que ni siquiera había llegado al 580 de la Quinta Avenida en Nueva York y a la Agencia, ni había comenzado su jornada de trabajo. Cuando se hallaba a solas en su mansión del Pacífico sentía insinuarse la espesa niebla de la soledad, que aumentaba día y noche amenazando con ahogarle. Allí, mientras sobrevolaba las zonas reconstruidas y las que aún no lo habían sido pero pronto lo serían —y, por supuesto, los lugares aún «calientes» que aparecían como calveros de vez en cuando—, experimentó también aquella desazón y aquella vergüenza. Le abrasaba un sentimiento de culpabilidad, no porque el reconstruir fuese malo, sino... porque todo era malo, y él sabía perfectamente lo que era todo, y quién era el causante. Página 21 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad Ojalá quedase un último misil en órbita, se dijo. Entonces podríamos accionar uno de aquellos antiguos botones que en otros tiempos los militares tenían a su disposición, y el misil caería como una flecha sobre Ginebra. Y sobre Stanton Brose. Desde luego, pensó Adams, algún día quizá programaré el retorizador y no con un discurso, ni siquiera con un buen discurso como el que tengo aquí al lado y que finalmente conseguí pergeñar anoche, sino con una sencilla y elemental declaración acerca de lo que pasa en realidad. Luego lo pasaré a audio y a video tape. Y como estos automáticos no admiten retoques, a menos que aparezca Eisenbludt... pero ni siquiera él, técnicamente, podría tocar la banda sonora. Y entonces se produciría el pandemónium. Aunque sería interesante verlo, murmuró Adams. Desde una distancia prudente, naturalmente. Programaría al Megavac 6-V. Y todas aquellas divertidas ruedecitas que el aparato tenía dentro se pondrían a girar, y de su boca saldría el discurso ligeramente transformado; sus sencillas palabras recibirían aquel fino acabado corroborador destinado a dar verosimilitud a lo que, de lo contrario —llamemos a las cosas por su nombre, pensó con sarcasmo—, no sería más que una narración increíblemente desnuda y poco convincente. Lo que entraba en el Megavac 6-V como simple logos emergía para ser captado por las lentes y micrófonos de la TV en forma de declaración, de la que nadie que se hallase en su cabal juicio podría dudar... especialmente después de permanecer encapsulado bajo la superficie durante quince años. Aunque... sería una paradoja, porque el pontífice sería el propio Yancy; como decía la antigua paradoja, «Todo cuanto digo es mentira», lo cual no haría más que aumentar la confusión y envolver su desmedrada y escurridiza sustancia en un sólido y apretado nudo de marinero. ¿Y qué se conseguiría? Porque, después de todo, Ginebra le haría trizas... y «esto no nos divierte, remedó Joseph Adams para sus adentros la voz que él, como todos los demás hombres de Yance, había asimilado desde hacía tanto tiempo. El superego, como lo llamaban los intelectuales de anteguerra: o antes que ellos, la fe y la razón, o cualquier otra frase rústica y medieval. La conciencia. Stanton Brose, atrincherado en su Festung, en su castillo de Ginebra como un antiguo alquimista tocado con su cucurucho, como un corrompido y putrefacto pálido pez blanco de los mares, como suele decirse: brillante pero hediondo, resplandeciente, un bacalao muerto de ojos nebulosos como por el glaucoma... ¿Acaso Brose tenía efectivamente tal aspecto? Hasta entonces, Joseph Adams solamente había visto a Brose en carne y hueso dos veces en su vida. Brose era un vejestorio. Debía tener ochenta y dos años. Pero no era uno de esos viejos chupados, flacos como palos, con colgantes pellejos de carne ahumada y reseca. A sus ochenta y dos años, Brose pesaba una tonelada al menos; andaba como un pato, bamboleándose, soltando saliva y mucosidades por boca y nariz... pero su corazón seguía latiendo porque, por supuesto, era un corazón artiforg, lo mismo que su bazo y otros varios órganos de su cuerpo. Pero el verdadero Brose seguía presente porque su cerebro no era artiforg. No existían cerebros artiforgs; fabricarlos —construir cerebros artificiales cuando aún existía aquella empresa, la Arti-Gan Corporation de Phoenix, mucho antes de la guerra— habría sido meterse en lo que a Adams solía llamar el negocio de la «auténtica plata de imitación»... expresión que aplicaba a una nueva pero importantísima actividad que había surgido en el panorama de la naturaleza y que había dado lugar a una innumerable y heterogénea descendencia: el universo de las falsificaciones auténticas. Y aquel universo, pensó, en el que a primera vista parecía posible penetrar poda puerta de entrada para recorrerlo y salir al exterior por la puerta de salida en menos de dos minutos... aquel universo, como los almacenes de maquetas y decorados que tenía Eisenblundt en sus estudios cinematográficos de Moscú, no tenía fin, era una serie interminable de habitaciones; la puerta de salida de una de ellas era la puerta de entrada de la siguiente. Y entonces, si Verne Lindblom estaba en lo cierto, si la gente de la sociedad particular de información de Londres, Webster Feote Limited, estaba también en lo cierto, se habría abierto una nueva puerta de entrada, empujada por la mano temblorosa y senil que se alargaba desde Ginebra... Página 22 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad En la mente de Adams la metáfora fue definiéndose hasta hacerse visible y terrorífica: le parecía sentir la puerta frente a él, palpar las tinieblas que ocultaba... una habitación desprovista de luz, en la que pronto habría de entrar para afrontar sabe Dios qué tarea; que no sería una pesadilla, no, como las negras e informes nieblas exteriores e interiores, sino... Demasiado claro. Expuesto meticulosamente, en palabras concretas y sin la menor ambigüedad, en un memorándum de aquel condenado y monstruoso pozo de Ginebra. El general Holt, y hasta el mariscal Harenzany, que a fin de cuentas era un oficial del Ejército Rojo y bajo ningún aspecto un Bunthorne dedicado a olfatear un girasol, atendían a razones algunas veces. Pero aquel viejo corpachón tambaleante, baboso y de ojos saltones, atiborrado de artiforgs —Brose se había incorporado vorazmente un artiforg tras otro, procedente de la reserva mundial cada vez más escasa y reducida—, aquella masa no tenía oídos. Literalmente. Hacía años que había perdido los órganos de la audición, y Brose no quiso que le pusieran un artiforg auditivo: prefería no escuchar. Cuando Brose revisaba las bandas sonoras con los discursos de Yancy, no los oía, por supuesto; lo horrible del caso, o así se lo parecía a Adams, era que aquel obeso organismo medio muerto captaba la banda sonora por medio de electrodos hábilmente implantados, en realidad injertados hacía años en la sección correspondiente de su viejo cerebro... el único órgano que aún pertenecía originalmente a Brose, pues lo demás era sólo una serie de piezas de plástico de la Arti-Gan Corporation, complejas e infalibles (antes de la guerra aquella empresa garantizaba orgullosamente sus productos por toda la vida; y en la industria de los artiforgs, el significado de la palabra «por toda la vida», es decir, si ese término se aplicaba a la vida del objeto o de su propietario, era algo deliciosamente evidente); recambios infalibles que los hombres inferiores, los hombres de Yance en su conjunto, tenían derecho a poseer, nominal y oficialmente... pues legalmente, mientras siguieran almacenados en los grandes depósitos subterráneos emplazados bajo Estes Park, los artiforgs pertenecían a los hombres de Yance y no únicamente a Brose. Pero en la realidad las cosas eran muy distintas. Porque si fallaba un riñón... como le ocurrió a Shelby Lane, cuya finca de Oregon había visitado Adams con frecuencia, no hubo ningún riñón artiforg disponible, cuando todo el mundo sabía que aún quedaban tres en el almacén. Acostado en su lecho del gran dormitorio de su lujosa mansión, rodeado por su séquito de preocupados robots, Lane no se mostró muy convencido por los argumentos de Brose, quien había embargado los tres riñones artiforg mediante una triquiñuela jurídica. En efecto, se apoderó de aquellos órganos incautándose de ellos, y prohibió su uso arguyendo una complicada prioridad sobre ellos... El pobre Lane llevó el asunto al Consejo de Reconstrucción, reunido en sesión perpetua en Ciudad de México para sentenciar los pleitos sobre lindes que surgían entre los terratenientes. Este consejo estaba formado por robots de todos los modelos; Lane no perdió su pleito, pero tampoco lo ganó, pues falleció antes de que se dictase sentencia. En cambio... Brose seguía viviendo, con la seguridad de que aún podía sufrir otras tres insuficiencias renales y sobrevivir. Y todos los que se atreviesen a recurrir ante el Consejo de Reconstrucción morirían antes de ver concluido el farragoso pleito, como le ocurrió a Lane. Y la demanda expiraría con el demandante. «El viejo asqueroso, pensó Adams. Y entonces surgieron frente a él los rascacielos de la ciudad de Nueva York, los vertiginosos edificios de la posguerra, las rampas, los túneles, los voladores que se cernían como moscas sobre la fruta y que, como el suyo, conducían a los hombres de Yance a sus oficinas para empezar la jornada del lunes. Poco después se detenía sobre el altísimo edificio que dominaba a los demás y que correspondía al número 580 de la Quinta Avenida: la Agencia. La Agencia ocupaba, evidentemente, toda la ciudad; los edificios a ambos lados formaban parte de la maquinaria lo mismo que aquel onfalos central. Pero en éste se hallaba su despacho particular; allí se atrincheraba contra los competidores de su propia clase. Tenía un empleo muy importante... y en la cartera que acababa de recoger con expectación se guardaba, como él muy bien sabía, material clasificado al más alto nivel. Quizá tuviese razón Lindblom; tal vez los rusos se disponían a bombardear Cartago. Página 23 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad Descendió por la rampa que desembocaba en la pista de aterrizaje de la terraza, pulsó el botón de alta velocidad, y cayó como un plomo hacia la planta donde estaba su despacho. Cuando entró en él, con la cartera en la mano, tropezó de manos a boca y sin previo aviso con una montaña de goma que parpadeaba y hacía guiños, moviendo sus pseudópodos como aletas de foca y atisbándole mientras la boca, que era una mera rendija, se plegaba en una sonrisa de contento ante su asombro, satisfecho al comprobar el efecto que causaba su aspecto físico y el hecho de ser él quien era. —Señor Adams, quiero tener unas palabras con usted. El monstruoso ser que había conseguido empotrarse en la butaca frente a su escritorio era Stanton Brose. 6 —Con mucho gusto, señor Brose —replicó Joseph Adams. Sintió debajo de la lengua la reacción de sus glándulas salivales. Mientras se volvía de espaldas para dejar la cartera, se sorprendió ante aquellas náuseas somáticas, causadas por la impresión que le produjo la inesperada presencia de Brose en su propio despacho. No estaba asustado ni intimidado, ni siquiera furioso porque Brose hubiese conseguido entrar, pese a las complicadas cerraduras, para apoltronarse en su butaca... Nada de eso importaba ya; la repugnancia que experimentaba su cuerpo disipó cualquier otro tipo de reacción. —Le concedo unos momentos para que se serene, señor Adams. Aquella voz, aguda y fina, parecía un alambre manejado por un malévolo espíritu neumático. —Gracias —repuso Adams. —Perdón. Como usted sabe, no puedo oírle: necesito ver el movimiento de sus labios. «Mis labios», pensó Adams. Y se volvió. —Discúlpeme un momento —dijo—. Mi volador ha tenido una avería. Recordó entonces que había dejado a sus cuatro fieles compañeros, los robots veteranos de su séquito, en el volador aparcado. —¿Me permite usted... ? —empezó a decir, pero Brose le atajó, no con descortesía pero sí como si no diese importancia a sus palabras. —Ha surgido un proyecto nuevo de cierta importancia —dijo Brose con su voz chillona y delgada—. Le corresponde a usted redactar la parte escrita del mismo. Consiste en lo siguiente... —Brose hizo una pausa y luego sacó un enorme y sucio pañuelo, con el que se secó la boca como si moldease la carne de su cara y ésta fuese blanda como pasta dentífrica y quisiera darle otra forma—. En este proyecto no se autorizarán documentos escritos ni comunicaciones por ningún canal; no debe quedar ninguna constancia de él. Solamente habrá órdenes orales cara a cara entre quienes deban llevarlo a término, que seremos yo, usted y Lindblom, el constructor de los artefactos. Vaya, pensó Adams, lleno de íntimo gozo. Webster Foote Limited, la agencia de detectives de Londres, una empresa privada cuyas actividades abarcaban todo el planeta, ya había olfateado y descubierto lo que se tramaba; pese a sus medidas de seguridad, evidentemente propias de un psicópata, Brose había perdido la partida antes de empezar. Nada podía complacer más a Adams; notó que sus náuseas se aliviaban y encendió un cigarrillo, poniéndose a pasear por la estancia mientras hacia breves gestos afirmativos, mostrando así su disposición a cooperar en aquella empresa secreta de carácter vital. —Sí, señor —dijo. —Supongo que conoce a Louis Runcible. —El de la constructora, ¿no? —dijo Adams. —Míreme a la cara, Adams. Mientras obedecía esta orden, Joseph Adams dijo: Página 24 de 122 Dick, Philip K. - La penultima verdad —Precisamente esta mañana he sobrevolado uno de sus núcleos de edificación, sus mazmorras. —Verá —dijo Brose—, ellos eligieron subir, y no era posible que se uniesen a nosotros; como podían sernos de utilidad, no quedaba otra opción sino construirles esas hileras de pequeños apartamentos. Al menos tienen comprobadores chinos. Y es más fácil construir piezas que efectuar el montaje de robots completos. —Lo q