Grandes Esperanzas (PDF) by Charles Dickens

Summary

Grandes Esperanzas is a novel by Charles Dickens. It tells the story of Pip, an orphan boy growing up in rural England. Filled with mystery, the novel explores themes of class, morality, and social injustice.

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Grandes Esperanzas Por Charles Dickens CAPÍTULO I Siendo Pirrip el apellido de mi padre, y Philip mi nombre de pila, mi lengua infantil no alcanzó a hacer de ambas palabras nada más largo ni más explícito que Pip. Así, yo me llamé a mí mismo Pip, y por...

Grandes Esperanzas Por Charles Dickens CAPÍTULO I Siendo Pirrip el apellido de mi padre, y Philip mi nombre de pila, mi lengua infantil no alcanzó a hacer de ambas palabras nada más largo ni más explícito que Pip. Así, yo me llamé a mí mismo Pip, y por Pip vine a ser conocido de los demás. Digo que Pirrip era el apellido de mi padre, fundándome en la autoridad de su losa sepulcral y en la de mi hermana, la señora Joe Gargery, casada con el herrero. Como nunca vi a mi padre ni a mi madre, ni retrato alguno suyo (pues vivieron mucho antes de inventarse la fotografía), mis primeras imaginaciones acerca de cómo habrían sido ellos nacieron, yo no sé por qué, de la contemplación de sus lápidas sepulcrales. La forma de las letras en la de mi padre me dio la extraña idea de que había sido un hombre recio, cuadrado, moreno, con el pelo negro y rizado. De los caracteres y estilo de la inscripción «Y Georgiana, esposa del arriba dicho», saqué la pueril deducción de que mi madre había sido pecosa y enfermiza. A las cinco pequeñas losas, de pie y medio de largo cada una, dispuestas en ordenada fila al lado de la sepultura y consagradas a la memoria de cinco hermanos míos (que abandonaron prematuramente la lucha por la vida), debo la creencia, que he conservado religiosamente, de que todos ellos habían nacido tumbados de espaldas con las manos en los bolsillos, y jamás, mientras estuvieron en este mundo, las habían sacado de allí. Era la nuestra una región de marjales, cruzada por el río y distante unas veinte millas del mar. Creo que mi primera impresión vívida y clara de la identidad de las cosas data de un desapacible y memorable atardecer. Fue entonces cuando adquirí la certidumbre de que aquel erial cubierto de ortigas era el cementerio; de que Philip Pirrip, de esta parroquia, y también Georgiana, mujer del arriba dicho, estaban muertos y enterrados; de que Alexander, Bartholomew, Abraham, Tobias y Roger, niños hijos de los antedichos, estaban también muertos y enterrados; de que la llanura yerma y sombría del otro lado del cementerio, entrecortada por diques y zanjas y barreras, y donde se veía algún ganado paciendo, eran los marjales; de que el cubil salvaje y lejano de donde salía furioso el viento era el mar; y de que el pequeño montón de escalofríos que se iba asustando de todo ello y se echaba a llorar, era Pip. —¡Cállate! —gritó una voz terrible, al tiempo que un hombre salía de pronto por entre las sepulturas junto al porche de la iglesia—. ¡Estáte quieto, pequeño demonio, o te degüello! Era un hombre espantoso, vestido de burdo paño gris, que llevaba un gran hierro en la pierna. Un hombre sin sombrero, con los zapatos rotos y un trapo viejo atado a la cabeza. Un hombre empapado en agua y cubierto de lodo, con los pies lastimados por las piedras, herido por los pedernales, punzado por las ortigas y desgarrado por las zarzas; que cojeaba y tiritaba y gruñía y echaba lumbre por los ojos; y cuyos dientes entrechocaban cuando me agarró por la barbilla. —Oh, no me degüelle, señor —supliqué, aterrorizado—. ¡Por Dios, no lo haga! —¿Cómo te llamas? —dijo el hombre—. ¡Pronto! —Pip, señor. —Otra vez —dijo el hombre, mirándome fijamente—. ¡Repítelo! —Pip, Pip, señor. —Muéstrame dónde vives —ordenó el hombre—. Indícame el lugar. Señalé donde estaba nuestro pueblo, en la ribera baja, entre alisos y árboles desmochados, a una milla o más de la iglesia. El hombre, tras contemplarme un momento, me volvió boca abajo y me vació los bolsillos. No había otra cosa en ellos que un pedazo de pan. Cuando la iglesia volvió a estar derecha —pues la cosa fue tan brusca y violenta que el paisaje dio una vuelta completa ante mis ojos y llegué a ver el campanario debajo de mis piernas—, cuando la iglesia volvió a estar derecha, digo, yo estaba sentado sobre una alta losa sepulcral, temblando, mientras él comía vorazmente el pan. —Perro —dijo el hombre, lamiéndose los labios—, qué gordas tienes las mejillas. Creo que, en efecto, las tenía así, aunque en aquel tiempo era pequeño para mi edad, y no muy fuerte. —Que me condene si no sería capaz de comérmelas —dijo el hombre meneando la cabeza de un modo amenazador—, y si no me siento con ganas de hacerlo. Le expresé ansiosamente mi esperanza de que no lo hiciera, y me agarré fuerte a la piedra en que él me había subido; en parte para no caer, y en parte para contener mi llanto. —¡Y ahora, óyeme! —dijo el hombre—. ¿Dónde está tu madre? —Aquí, señor —respondí. Él se sobresaltó, echó a correr y luego se detuvo, mirando por encima del hombro. —¡Aquí, señor! —expliqué medrosamente—. «Y también Georgiana». Ésta es mi madre. —¡Oh! —dijo él, volviendo—. Y ¿está tu padre aquí con tu madre? —Sí, señor —dije yo—; él también; «de esta parroquia». —¡Ah! —murmuró entonces, con aire reflexivo—. ¿Con quién vives?… suponiendo que quiera dejarte con vida, ¡que aún no sé si lo haré! —Con mi hermana, señor; la señora Joe Gargery, la mujer de Joe Gargery, el herrero, señor. —Herrero, ¿eh? —dijo, y se miró a la pierna. Después de mirarse la pierna y de mirarme a mí, una y otra vez, se acercó más a mi losa sepulcral, me cogió por ambos brazos y me echó hacia atrás todo lo que pudo sin soltarme, de manera que sus ojos se clavaban poderosamente en los míos desde arriba y los míos se levantaban hacia los suyos con el mayor desaliento. —Ahora atiende —dijo—, pues se trata de saber si voy a dejarte o no con vida. ¿Tú sabes lo que es una lima? —Sí, señor. —¿Y sabes lo que es comida? —Sí, señor. Después de cada pregunta me empujaba un poco más hacia atrás, como para darme una mayor sensación de impotencia y peligro. —Vas a procurarme una lima. —Me empujó un poco más—. Y me vas a procurar comida. —Me empujó un poco más—. De lo contrario te arrancaré el hígado y el corazón. —Y me empujó un poco más. Yo estaba terriblemente asustado, y la cabeza se me iba, se me iba de tal modo que me agarré a él con ambas manos y dije: —Si tuviera la bondad de dejarme poner derecho, señor, quizá no me sentiría tan mareado y podría atender mejor. Me hizo dar otra voltereta y me zarandeó de un modo tan tremendo que la iglesia saltó sobre su propia veleta. Después me sostuvo por los brazos de pie sobre la losa y continuó en estos horrendos términos: —Mañana por la mañana, temprano, me vas a traer la lima y la comida. Me lo traerás todo a aquella vieja batería de allí abajo. Si lo haces sin atreverte a decir jamás una palabra o hacer un signo que pueda dar a entender que me has visto o que has visto a nadie, se te dejará con vida. Pero no lo hagas o apártate de mis instrucciones en algún detalle por pequeño que sea, y verás cómo alguien te arranca el hígado y el corazón, los asa y se los come. Te advierto que no estoy solo, como podrías figurarte. Hay un joven escondido conmigo; comparado con él yo soy un ángel. Este joven está oyendo ahora lo que digo. Este joven tiene una manera secreta, que sólo él conoce, de llegar hasta un niño y arrancarle el hígado y el corazón. Es inútil que un niño pretenda esconderse de este joven. Un niño puede haber cerrado su puerta con llave, puede estar metido en su cama, puede arroparse bien, puede subirse el embozo hasta la cabeza, pero aquel joven hallará manera de irse acercando hasta él y abrirle en canal. Ahora mismo, me cuesta gran trabajo contener a este joven para que no te haga daño. Me cuesta mucho impedir que te llegue a las entrañas. Bien, ¿qué me dices? Le dije que le procuraría la lima y las cosas de comer que pudiera encontrar, y que se lo traería todo a la batería por la mañana temprano. —¡Di que Dios te mate si no lo haces! —dijo el hombre. Lo dije, y él me bajó de la losa. —¡Ahora —prosiguió—, recuerda lo que has prometido, piensa en este joven y vete a casa! —Buenas noches, señor —balbucí yo. —¡Y tan buenas! —dijo él volviéndose a mirar la fría y mojada llanura—. ¡Si al menos fuese yo una rana! ¡O una anguila! Al mismo tiempo ciñó con ambos brazos su propio cuerpo estremecido — como si se estrechase a sí mismo para no caerse a pedazos— y se fue cojeando hasta el bajo muro de la iglesia. Mientras se alejaba buscando su camino por entre las zarzas y las ortigas verdes, les parecía a mis ojos infantiles que tratase de evitar que las manos de los muertos, saliendo cautelosamente de sus tumbas, le agarraran por los tobillos y lo arrastrasen hacia dentro. Al llegar al muro bajo de la iglesia, lo saltó, como el que tiene las piernas yertas y ateridas, y después se volvió a mirarme. Cuando le vi volverse tomé el camino de mi casa, corriendo todo lo que mis piernas me permitían. Pero al poco rato miré por encima del hombro y le vi andando otra vez hacia el río, abrigándose todavía con los brazos, y tentando con los lastimados pies el camino entre las grandes piedras diseminadas por los marjales para servir de pasaderas cuando llovía demasiado o cuando subía la marea. Los marjales no eran más que una larga y negra línea horizontal cuando me detuve a mirar si aún le veía, y el río no era más que otra línea horizontal, no tan ancha pero igualmente negra, y el cielo no era más que un amasijo de encendidas líneas rojas y densas líneas negras entremezcladas. A la orilla del río, podía vagamente distinguir las dos únicas cosas que en todo aquel paisaje parecían estar derechas; una de ellas era el faro por el que se guiaban los marineros —parecido a un tonel sin aros sobre un poste—, muy feo visto de cerca; la otra, una horca de la cual colgaban unas cadenas que una vez habían tenido suspendido el cuerpo de un pirata. El hombre se dirigía cojeando hacia esta última, como si fuese el mismo pirata resucitado, que se hubiera descolgado, y volviera para ahorcarse de nuevo. Se me heló la sangre al ocurrírseme esto; y al ver cómo las vacas levantaban la cabeza para mirarle, me pregunté si ellas pensaban lo mismo. Traté de descubrir al joven sin que viese señal alguna de él. Pero ahora volvía a estar aterrorizado y corrí hacia casa sin detenerme. CAPÍTULO II Mi hermana, la señora de Joe Gargery, tenía veinte años más que yo, y se había ganado gran fama entre los vecinos porque me había criado «a fuerza de mano». Habiendo tenido que descubrir por mí mismo el significado de esta expresión, y hallando que mi hermana tenía la mano dura y pesada, y acostumbraba descargarla sobre su marido tanto como sobre mí, vine a deducir que tanto Joe como yo habíamos sido criados a fuerza de mano. Mi hermana no era ninguna belleza; y yo tenía la impresión general de que debía de haber conducido a Joe al matrimonio a fuerza de mano. Joe era un hombre guapo, con el plácido rostro oreado con rizos rubios y los ojos de un azul tan desvaído que parecía que las pupilas se le hubieran mezclado con el blanco. Era un muchacho pacífico, complaciente, acomodadizo, algo simple: una especie de Hércules por la fuerza, y también por la debilidad. Mi hermana, la señora Joe, con el cabello y los ojos negros, tenía en el cutis una rojez tan dominante que yo a veces me preguntaba si no sería posible que usara para lavarse, en vez de jabón, un rallador. Era alta y huesuda, y siempre llevaba puesto un tosco delantal sujeto por detrás con dos presillas y provisto por delante de un pechero cuadrado inexpugnable, erizado de agujas y alfileres. De llevar siempre este delantal, hacía ella un gran mérito para sí y un fuerte reproche para Joe. Aunque yo no veo en realidad para qué tenía que llevarlo, y si lo llevaba, por qué no podía quitárselo cada día de su vida. La herrería de Joe estaba contigua a nuestra casa, que era de madera, como lo eran muchas viviendas de nuestro país —la mayor parte, en aquel tiempo—. Cuando llegué corriendo del cementerio, la herrería estaba cerrada. Y Joe estaba sentado, solo, en la cocina. Como Joe y yo éramos compañeros de fatigas y, como tales, teníamos nuestras confidencias, Joe me hizo una tan pronto levanté el picaporte y atisbé por la abertura de la puerta, frente a la cual estaba él sentado, en el rincón de la chimenea. —La señora Joe ha salido a buscarte, Pip, una docena de veces, y ahora ha vuelto a salir a hacer la del fraile. —¿De veras? —Sí, Pip —dijo Joe—; y lo que es peor, se ha llevado a Tickler. Al oír esta aciaga noticia me quedé muy abatido mirando al fuego y dando vueltas al único botón de mi chaleco. Tickler era un trozo de caña encerado y bruñido por sus frecuentes colisiones con mi cuerpo. —Estaba sentada —dijo Joe— y de pronto se levantó, agarró a Tickler y salió alborotada. Esto es lo que hizo —repitió Joe, escarbando lentamente el fuego con el hurgón y contemplando las brasas—. Salió alborotada, Pip. —¿Hace mucho que salió, Joe? —Siempre le trataba como una especie de niño grande, que no dejaba de ser un igual mío. —Bueno —respondió Joe, mirando el reloj—, esta última vez debe de hacer cinco minutos que está alborotando, Pip. ¡Ahora vuelve! Ponte detrás de la puerta, muchacho, y resguárdate con el toallero. Seguí su consejo. Mi hermana, la señora Joe, abriendo la puerta de un empujón y encontrando un obstáculo detrás, inmediatamente adivinó la causa, y mandó a Tickler a completar la investigación. Terminó por arrojarme —yo le servía a menudo de proyectil conyugal— sobre Joe, quien, contento de apoderarse de mí de cualquier modo que fuese, me hizo pasar al lado de la chimenea y disimuladamente me hizo una barrera con su enorme pierna. —¿Dónde has estado tú, mico? —dijo la señora Joe pataleando—. O me dices en seguida lo que has estado haciendo para que yo me consumiese de enojo y de susto y de ansiedad, o te he de arrancar de este rincón aunque fueses tú cincuenta Pips y éste cien Gargerys. —No he ido más que al cementerio —dije desde mi taburete, llorando y restregándome las ronchas. —¡Al cementerio! —repitió mi hermana—. De no ser por mí, tiempo hace que estarías tú en el cementerio, y para siempre. ¿Quién te crió a fuerza de mano? —Tú —dije yo. —¿Y por qué lo hice? ¡Eso quisiera saber! —exclamó mi hermana. —No lo sé —gemí. —¡Yo soy quien no lo sabe! —dijo mi hermana—. ¡Pero no me cogerán en otra! Eso sí que lo sé. Puedo decir en verdad que no me he quitado este delantal desde que naciste. No me basta con ser la mujer de un herrero (y de un Gargery, además) que aún tengo que ser tu madre. Mis pensamientos se desviaron de esta cuestión mientras contemplaba el fuego desconsoladamente. Porque el fugitivo de los marjales con su hierro en la pierna, el joven misterioso, la lima, la comida, el terrible compromiso en que me hallaba de cometer un latrocinio bajo aquel techo protector, todo se levantaba contra mí de entre las brasas vengadoras. —¡Ah! —dijo la señora Joe, volviendo a Tickler a su lugar—. ¿Al cementerio, decís? Podéis hablar del cementerio, vosotros dos. —Por cierto que uno de nosotros no había dicho nada—. Es a mí a quien llevaréis al cementerio entre ambos, un día de éstos; y bonita pareja haréis cuando no me tengáis. Mientras ella se aplicaba a disponer las cosas para el té, Joe me miró por encima de su pierna como si estuviese comparando nuestras tallas y calculando qué clase de pareja haríamos en las aflictivas circunstancias pronosticadas. Luego empezó a acariciarse las rubias patillas y los rizos del lado derecho, mientras seguía con sus ojos azules los movimientos de la señora Joe, como tenía por costumbre cuando había borrasca. Mi hermana tenía una manera brusca de prepararnos nuestro pan con mantequilla que nunca variaba. Primero con la mano izquierda sujetaba fuertemente el pan contra su pechero… donde a veces se clavaba un alfiler o una aguja que luego nos encontrábamos en la boca. Después, tomaba algo de mantequilla (no mucha) con un cuchillo, y la extendía sobre el pan a la manera de un boticario cuando hace un emplasto, usando ambas caras del cuchillo con prodigiosa destreza, y ajustando y moldeando la mantequilla alrededor de la corteza. Después, daba al cuchillo un enérgico restregón final en el canto del emplasto y aserraba una gruesa rodaja de pan que, finalmente, antes de separarla del todo, dividía en dos mitades: una para Joe y otra para mí. En aquella ocasión, aunque me acuciaba el apetito, no osaba comer mi pedazo. Comprendía que debía tener algo reservado para mi temible conocido y su compañero, el todavía más temible joven. Sabía que la señora Joe era una administradora de las más rígidas, y que podía muy bien ocurrir que mis culpables pesquisas no hallasen nada de provecho en la despensa. En consecuencia, resolví guardar mi pedazo de pan con mantequilla en una pernera del pantalón. El esfuerzo que tuve que hacer para mantener y cumplir esta resolución resultó tremendo. Fue como si me hubiese decidido a arrojarme desde el tejado de una casa muy alta o a zambullirme en unas aguas profundas. Y Joe, inconsciente, me lo hacía más difícil. En nuestra ya mencionada masonería de compañeros de fatigas, y en su bondadosa camaradería para conmigo, habíamos tomado la costumbre de comparar todas las noches la manera en que hacíamos desaparecer nuestros pedazos de pan, ofreciéndolos silenciosamente de vez en cuando, a nuestra mutua admiración, lo cual estimulaba nuestros esfuerzos. Aquella noche, Joe me invitó varias veces con la exhibición de su pedazo de pan, que disminuía rápidamente, a entrar en la amistosa competencia de costumbre; pero cada vez me encontró con mi taza de té sobre una de las rodillas y mi pan intacto sobre la otra. Al cabo consideré, con desesperación, que no tenía más remedio que hacer lo que me proponía y que sería mejor hacerlo de la manera menos improbable que permitían las circunstancias. Aproveché un momento en que Joe acababa de mirarme, y me metí el pan en la pernera del pantalón. Joe estaba evidentemente inquieto por lo que suponía mi falta de apetito y dio a su pedazo de pan un mordisco distraído que no pareció proporcionarle ninguna satisfacción. Lo revolvió en la boca, más tiempo que de costumbre y, después de cavilar un buen rato, lo engulló todo como si fuese una píldora. Iba a tomar otro bocado y acababa de ladear la cabeza para abarcar un buen trozo, cuando sus ojos dieron conmigo y vio que todo mi pan había desaparecido. El pasmo y la consternación con que Joe se detuvo en medio de su acción y se quedó mirándome fueron demasiado manifiestos para escapar a la observación de mi hermana. —¿Qué ocurre ahora? —dijo con acritud, dejando su taza sobre la mesa. —¡Pero criatura! —murmuró Joe, moviendo la cabeza con aire de seria reconvención—. ¡Pip! Te va a hacer daño. Se te atascará en algún sitio. Es imposible que lo hayas masticado, Pip. —Bueno, ¿qué pasa? —repitió mi hermana con más acritud que antes. —Si puedes devolver una parte tosiendo, te aconsejo que lo hagas —dijo Joe—; los modales son los modales, pero la salud es lo primero. En ese momento, mi hermana, completamente desesperada, se arrojó sobre Joe, y asiéndole por las patillas estuvo un rato haciéndole chocar de cabeza contra la pared; mientras tanto yo permanecía sentado en mi rincón mirando con expresión culpable. —Bueno, tal vez ahora me dirás lo que pasa —dijo mi hermana, jadeante —, cabeza de cerdo embobado. Joe levantó los ojos hacia ella con desaliento; con el mismo desaliento tomó otro bocado y se volvió hacia mí. —¿Sabes, Pip? —dijo solemnemente Joe, con su último bocado en un carrillo y hablando en tono confidencial, como si estuviéramos completamente solos—, tú y yo siempre seremos amigos, y yo sería el último en delatarte. ¡Pero una… —movió su silla, miró el espacio de suelo que mediaba entre nosotros y luego a mí otra vez— una engullida tan extraordinaria como ésta! —¿Ha estado engullendo el pan? —exclamó mi hermana. —¿Sabes, querido? —dijo Joe, mirándome a mí y no a la señora Joe, con el bocado todavía en el carrillo—, yo mismo engullía cuando tenía tu edad (muy a menudo) y de muchacho he sido de los mayores engullidores; pero jamás había visto una engullida como la tuya, Pip, y ha sido un favor de Dios que no hayas caído muerto. Mi hermana se echó sobre mí y me pescó por los cabellos; sin decir nada más que estas horrendas palabras: —Ven a que te dé la medicina. Algún bestia de médico había resucitado en aquellos días el agua de alquitrán como un magnífico remedio, y la señora Joe guardaba siempre una provisión de ella en la alacena, pues tenía fe en sus virtudes, proporcionada a lo horrible de su sabor. Había veces en que se me administraba tal cantidad de aquel elixir, como reconstituyente de primer orden, que yo tenía conciencia de ir por el mundo oliendo como una valla nueva. Aquella noche la urgencia del caso requería un cuartillo de aquel brebaje, que me echaron al gaznate, mientras, para mayor comodidad mía, la señora Joe me tenía sujeta la cabeza debajo de su brazo, igual que una bota puesta en un sacabotas. Joe escapó con medio cuartillo, y lo tuvo que tomar (con gran disgusto suyo y mientras estaba sentado mascullando y meditando ante el fuego) porque se le había revuelto el estómago. A juzgar por lo que a mí me ocurría, se le revolvió con toda certeza después, si no se le había revuelto antes. La conciencia es una cosa terrible cuando acusa a quienquiera que sea: hombre o niño. Pero cuando, en el caso de un niño, aquel peso secreto coopera con otro peso secreto en la pernera de sus pantalones, es, como puedo atestiguarlo, un gran castigo. El culpable convencimiento de que iba a robar a la señora Joe —nunca pensé que fuera a robar a Joe, porque nunca pensé que nada de la casa fuese suyo—, unido a la necesidad de mantener siempre una mano sobre mi pan cuando estaba sentado o cuando andaba por la cocina en cumplimiento de algo que se me ordenase, casi me volvió loco. Luego, cuando el viento de los marjales reanimó el fuego y avivó las llamas, creí oír afuera la voz del hombre del grillete en la pierna que me había hecho jurar el secreto, declarando que no podía ni quería estar hambriento hasta mañana y que tenía que comer en seguida. Otras veces pensaba: ¡Y si el joven a quien él con tanta dificultad mantuvo alejado de mí, cedía a la impaciencia de la naturaleza o equivocaba el tiempo, y se creía con derecho a mi hígado y mi corazón esta noche en vez de mañana! Si alguna vez el terror hizo erizar el cabello de alguien, el mío debió erizarse entonces. Pero tal vez esto no sucede nunca. Era la víspera de Navidad, y yo tenía que menear con la varita de cobre el pudín del día siguiente, desde las siete hasta las ocho en punto. Traté de hacerlo llevando mi peso en la pierna (y esto me hizo pensar de nuevo en el peso de su pierna) y me di cuenta de que no había manera de dominar la tendencia de aquel ejercicio a hacer asomar el pan por encima de mi tobillo. Afortunadamente, pude escurrirme y depositar aquella parte de mi conciencia en mi cuartito del ático. —¡Oye! —dije, cuando hube terminado mi tarea, y mientras me calentaba en el rincón de la chimenea, antes de que me mandasen a la cama—. ¿Son cañonazos esto, Joe? —¡Ah! —dijo Joe—. Otro forzado que anda suelto. —¿Qué quiere decir esto, Joe? —pregunté. La señora Joe, que siempre tomaba a su cargo las explicaciones, dijo, en tono regañón: «¡Escapado, escapado!», administrando la definición como si fuese agua de alquitrán. Mientras la señora Joe tenía la cabeza inclinada sobre su costura, yo hice con la boca los movimientos de preguntar: —¿Qué es un forzado? Joe hizo con la suya señales de darme una respuesta tan complicada, que sólo pude entender una sola palabra: «Pip». —Anoche se escapó un forzado —dijo Joe en voz alta— después del cañonazo de la puesta de sol. Y dispararon para dar aviso de ello. Y parece que hoy están disparando por otro. —¿Y quién dispara? —pregunté. —¡Demonio de chico! —interpuso mi hermana, mirándome ceñuda por encima de su labor—. ¡Qué preguntón es! No hagas preguntas, y no te dirán mentiras. No me pareció muy cortés para consigo misma, el suponer que había de decir mentiras, aunque fuera yo quien preguntase. Pero ella nunca se mostraba cortés, a no ser que hubiera visitas. En este punto, Joe aumentó grandemente mi curiosidad, abriendo la boca como para decir una palabra que me pareció «mal humor». Así es que moví la mía como diciendo: «Ella». Pero Joe hizo como si no lo viera, y volvió a abrir toda la boca y trató de imitar muy distintamente la pronunciación de la palabra, a pesar de lo cual no entendí nada. —Señora Joe —dije yo, como último recurso—, me gustaría saber, si no le importa mucho, ¿de dónde vienen los cañonazos? —¡Bendito sea el niño! —exclamó mi hermana, como si no quisiera decir esto, sino todo lo contrario—. De los pontones. —¡Oh! —dije, mirando a Joe—. ¡Pontones! Joe tosió en tono de reproche, como diciendo: «Bien, ya te lo había dicho». —Y, por favor, ¿qué son los pontones? —pregunté. —¡Así es él! —exclamó mi hermana, apuntándome con la aguja enhebrada y amenazándome con la cabeza—. Respóndele a una pregunta y enseguida os hará otras doce. Los pontones son unos barcos que sirven de prisión al otro lado de los marjales. —No sé a quiénes meten en esos barcos y por qué los meten allí —dije yo, como hablando en general, y con serena desesperación. Esto era ya demasiado para la señora Joe, quien inmediatamente se levantó: —¡Te lo voy a decir, jovencito! —dijo—. No te he criado a fuerza de mano para que fastidies a todo el mundo. Si lo hubiese hecho, sería en mí una falta y no un mérito. Meten a las personas en los pontones porque asesinan, y porque roban, y porque falsifican, y hacen toda clase de cosas malas; y siempre empiezan haciendo preguntas. Y ahora, ¡vete a la cama! Nunca se me concedía una vela para irme a la cama, y mientras subía a oscuras la escalera, con un hormigueo en la cabeza —debido a que el dedal de la señora Joe había estado tamborileando en ella, para acompañar sus últimas palabras—, caí despavorido en la cuenta de la gran conveniencia de tener los pontones tan a mano. Yo estaba, evidentemente, en el camino que a ellos conducía. Había empezado haciendo preguntas, e iba a robar a la señora Joe. Desde aquel momento, tan lejano ahora, he pensado a menudo que pocos conocen cuánta reserva puede caber en un niño sometido al terror. Por irracional que sea su terror, mientras sea terror. Yo sentía un miedo mortal de aquel joven que quería comérseme las entrañas; sentía un miedo mortal de mi interlocutor del grillete en la pierna; sentía un miedo mortal de mí mismo a causa de la terrible promesa que me habían arrancado; no tenía esperanza de socorro por parte de mi todopoderosa hermana, que me rechazaba a cada punto; me horroriza pensar lo que habría sido capaz de hacer, si me lo hubiesen exigido, en mi secreto terror. Si llegué a dormir aquella noche, fue sólo para imaginarme flotando en el río, arrastrado hacia los pontones por una fuerte marea; y que, al pasar por el patíbulo, un pirata fantasma me gritaba con una bocina que más me valía salir a la orilla y que me ahorcasen ya, antes que aplazarlo más. Tenía miedo de dormir porque, aunque hubiera tenido sueño, sabía que, al primer resplandor del alba, tenía que robar la despensa. Nada podía hacer durante la noche, porque en aquel tiempo no se podía obtener luz con sólo frotar un fósforo; para tener luz, habría tenido que golpear el pedernal con un eslabón, y habría hecho un ruido como el del mismo pirata cuando hacía rechinar sus cadenas. Tan pronto como la aterciopelada negrura que se percibía a través de mi ventana empezó a rayarse de gris, me levanté y bajé a la cocina, en tanto que cada tabla de la escalera y cada grieta en cada tabla gritaban tras de mí: «¡Al ladrón!» y «levántese, señora Joe». En la despensa, que estaba mejor provista que de costumbre, debido a la época del año, me llevé un gran susto por culpa de una liebre colgada por las patas, a la cual me pareció sorprender guiñándome un ojo, mientras estaba medio vuelto de espaldas. No tuve tiempo para cerciorarme de lo que había, ni para escoger, ni para nada, porque se me hacía tarde. Robé un poco de pan, unas cortezas de queso, medio tarro de carne picada (que envolví en mi pañuelo junto con mi pan de la víspera), algo de brandy de una botella de barro (que vertí en un frasco de vidrio que había usado en secreto para hacer, arriba en mi cuarto, aquel fluido embriagador que llamamos agua de regaliz, cuidando después de rellenar la botella de barro con el contenido de un jarro que hallé en la alacena), y cogí, además, un hueso de jamón con muy poca carne y un hermoso y compacto pastel de cerdo. Estuve a punto de irme sin el pastel, pero me sentí tentado de encaramarme a un anaquel para ver qué era lo que tan cuidadosamente estaba guardado en una cazuela tapada que había en un rincón y, viendo que era el pastel, me lo llevé con la esperanza de que no estuviera previsto que nos lo comiéramos en seguida y de que no se echara en falta hasta pasado algún tiempo. Había en la cocina una puerta que comunicaba con la herrería; di vuelta a la llave, descorrí el cerrojo y cogí una lima de entre las herramientas de Joe. Después volví a dejar los cerrojos como los había encontrado y, abriendo la puerta por donde había entrado la víspera al volver a casa, la cerré y eché a correr hacia los brumosos marjales. CAPÍTULO III Era una mañana fría y muy húmeda. Había visto chorrear la humedad por el exterior de mi ventanilla como si un duende hubiese estado llorando allí toda la noche y usado mis cristales como pañuelo. Ahora veía la humedad extendida sobre los setos desnudos y la mezquina hierba, formando unas a modo de gruesas telarañas que colgaban de brizna en brizna y de rama en rama. En cada barrera y en cada portillo el agua se hacía pegajosa, y la niebla de los marjales era tan espesa que el brazo de madera del poste que indicaba a los forasteros la dirección de nuestro lugar —dirección que nunca seguían, porque no venía allí nadie— permaneció invisible para mí hasta que casi estuve debajo de él. Y entonces, al levantar los ojos y verlo gotear, parecióle a mi conciencia oprimida un fantasma que me condenase a los pontones. La niebla era aún más espesa cuando salí a los marjales, de manera que, en vez de correr yo hacia las cosas, parecía que las cosas corrieran hacia mí. Esto era muy enojoso para un espíritu culpable. Los portillos, las zanjas y los ribazos me salían bruscamente al paso como si gritasen con toda claridad: «¡Un muchacho que ha robado un pastel de cerdo! ¡Detenedle!». Las vacas se me echaban encima con parecida precipitación, como si me dijeran con su mirada muy fija y sus narices humeantes: «¡Eh! ¡Ladroncillo!». Un buey negro, con corbata blanca —que hasta tenía para mi conciencia excitada cierto aire curialesco—, me clavó tan obstinadamente la vista y volvió su maciza cabeza de una manera tan acusadora al pasar yo, que le dije gimoteando: —¡No he podido evitarlo, señor! ¡No lo he cogido para mí! —Y entonces él bajó la cabeza, resopló, arrojando una nube de vapor por sus narices y desapareció dando una coz y meneando la cola. Mientras tanto, yo me iba acercando al río; pero por deprisa que fuese, no podía calentarme los pies, a los cuales la fría humedad parecía remachada como estaba remachado el hierro a la pierna del hombre a cuyo encuentro corría. Conocía bastante bien el camino de la batería, porque había estado allí un domingo con Joe, y Joe, sentado sobre un viejo cañón, me había dicho que cuando yo fuese su aprendiz con todas las de la ley, tendríamos allí nuestros holgorios. Sin embargo, confundido con la niebla, acabé por encontrarme desviado a la derecha y tuve que buscar el camino retrocediendo a lo largo de la orilla del río, entre las piedras sueltas sobre el lodo y las estacas que servían para señalar la marea. Andando por allí a toda prisa, acababa de cruzar una zanja que sabía muy cercana a la batería, y de trepar a un montículo inmediato, cuando vi al hombre sentado ante mí. Estaba vuelto de espaldas, tenía los brazos cruzados y daba cabezadas, agobiado por el sueño. Pensé que estaría más contento si aparecía ante él con su almuerzo de aquella manera inesperada; así pues, me llegué a él de puntillas y le toqué el hombro. Se levantó de un salto, ¡y no era el mismo hombre, sino otro! Y, no obstante, este hombre iba también vestido de burdo paño gris, y llevaba un gran hierro en la pierna, y cojeaba y estaba ronco y temblaba de frío, y era en todo igual al otro; sólo que no tenía el mismo rostro y llevaba un sombrero de fieltro bajo de copa y ancho de alas. Vi todo esto en un momento, porque tuve un momento para verle; me lanzó un juramento, me lanzó un golpe —fue un golpe vago y débil que no me alcanzó y que casi le echó de bruces, pues le hizo tropezar— y luego corrió a zambullirse en la niebla, tropezando dos veces mientras corría, y desapareció. «Es el joven», pensé, sintiendo, al identificarle, una punzada en el corazón. Con toda seguridad, habría sentido también una punzada en el hígado, si hubiese sabido dónde lo tenía. Pronto, sin embargo, llegué a la batería, y allí encontré al hombre que buscaba, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro como si toda la noche no hubiera dejado de abrazarse y cojear. Me esperaba. Debía de estar terriblemente helado. Casi temí verle caer ante mí muerto de frío. Sus ojos, además, delataban un hambre tan espantosa, que cuando le entregué la lima, pensé que habría tratado de comérsela, si no hubiese visto mi lío. No me volvió boca abajo esta vez para quitarme lo que llevaba, sino que me dejó de pie mientras yo abría el hatillo y vaciaba mis bolsillos. —¿Qué hay en la botella, muchacho? —preguntó. —Brandy —respondí. Ya estaba echándose la carne picada al gaznate de una manera muy curiosa —más como si la estuviese guardando presuroso en algún sitio, que como si la estuviese comiendo—, pero la dejó para beber del licor. Y todo el rato temblaba tan violentamente que tenía dificultad en conservar el gollete de la botella entre los dientes sin romperlo. —Me parece que ha cogido usted calentura —dije. —Lo mismo creo yo, muchacho —respondió. —Es mala cosa estar ahí —le dije—. Ha pasado usted la noche en los marjales y éstos son el demonio para dar las fiebres. Y para pescar un reuma. —Pues antes de que me maten, voy a desayunar —dijo él—. Lo haría aunque después tuvieran que colgarme de aquella horca de allí abajo. Ya venceré los temblores, te lo aseguro. Engullía carne picada, jamón, pan, queso y pastel de cerdo, todo a la vez, mirando entretanto recelosamente la niebla que nos rodeaba e interrumpiéndose —interrumpiendo hasta el movimiento de sus quijadas— para escuchar. Algún sonido real o imaginario, algún ruido en el río o el resoplido de una res en los marjales, le sobresaltó y le hizo decir, de pronto: —¿No eres un diablillo traidor? ¿No has traído a nadie contigo? —¡No, señor! ¡No! —¿Ni le has dicho a nadie que te siguiera? —¡No! —Bien —dijo—. Te creo. Serías un sabueso bien feroz, si a tus años fueses capaz de ayudar a la caza de un pobre bicho acorralado, tan cercano como yo a la muerte y al muladar. Algo sonó en su garganta, como si tuviera dentro una máquina de reloj que fuese a dar la hora, y el hombre se pasó la andrajosa manga por los ojos. Compadecido de su desolación y, viendo cómo gradualmente iba haciendo desaparecer el pastel, me atreví a decir: —Me alegra que sea de su gusto. —¿Has dicho algo? —Decía que me alegra que sea de su gusto. —Sí, lo es. ¡Gracias, muchacho! A menudo me había entretenido viendo comer a un perrazo que teníamos, y ahora notaba una marcada semejanza entre la manera de comer del perro y la del hombre. El hombre daba fuertes y repentinos mordiscos, igual que el perro. Tragaba, o mejor dicho, arrebataba cada bocado, demasiado pronto y demasiado de prisa; y miraba de través a uno y otro lado mientras comía, como si creyera que había peligro, en todas direcciones, de que alguien viniera a quitárselo. Estaba demasiado inquieto para saborearlo con tranquilidad o para que nadie pudiese acercársele, pensé yo, sin que él le diera un mordisco. En todo lo cual se parecía mucho al perro. —Temo que no deje usted nada para él —dije tímidamente, después de un silencio durante el cual había estado dudando si sería o no cortés hacer la observación—. No queda ya nada que yo pueda sacar de donde he cogido esto. —Era la certidumbre de este hecho lo que me impulsaba a hacer la insinuación. —¿Dejar nada para él? ¿Quién es él? —dijo mi amigo, dejando de morder el pastel. —El joven. Aquel de quien me habló usted. El que estaba escondido con usted. —¡Ah, ya! —replicó, con bronca risa—. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida. —Pensé que tenía cara de necesitarla —dije yo. El hombre dejó de comer y, con expresión sorprendida, me lanzó una mirada escrutadora. —¿Que tenía cara de necesitarlo? ¿Cuándo? —Ahora mismo. —¿Dónde? —Allí —dije, señalándolo—; allí abajo, donde le encontré dando cabezadas y le tomé por usted. El hombre me agarró por el cuello y me miró de tal modo que empecé a pensar que había vuelto a acometerle su primera idea de cortarme el pescuezo. —Vestido como usted, ¿sabe?, pero con un sombrero —expliqué, temblando—; y… y… —quería decirlo con delicadeza—, y con… la misma razón para desear una lima. ¿No oyó usted el cañón anoche? —Entonces, ¡era el cañón! —dijo, para consigo mismo. —Me extraña que no estuviese usted seguro de ello —respondí—, porque lo oímos desde casa, que está más lejos y además teníamos cerradas las puertas y ventanas. —¡Oh, verás! —dijo—. Cuando un hombre anda solo por estos llanos, con la cabeza débil y el estómago vacío, muerto de frío y de necesidad, no oye más que disparos de cañón y voces que gritan. Y no solamente oye. Ve a los soldados, con sus casacas rojas, alumbrados por las antorchas, que le rodean. Oye gritar su número, oye cómo le llaman, oye el ruido de los fusiles, las voces de mando: «¡Prepárense! ¡Ahora! ¡Apuntadle bien!», y siente que le ponen la mano encima… ¡y no hay nada! Y no ha sido sólo un destacamento de perseguidores lo que he visto anoche, avanzando en formación, malditos sean, con su tram tram. Un centenar he visto. ¡Y en lo que a cañonazos se refiere!, hasta después de clarear el día, he visto la niebla agitada por los disparos… Pero este hombre —había dicho todo lo anterior como si hubiese olvidado mi presencia—, ¿has notado algo en él? —Tenía el rostro lleno de magulladuras —dije, recordando lo que apenas sabía que supiese. —¿No aquí? —exclamó el hombre, golpeándose sin compasión la mejilla izquierda con la mano abierta. —¡Sí! ¡Ahí! —¿Dónde está? —Se embutió lo que quedaba de comida en el pecho, bajo su chaqueta gris—. Muéstrame por dónde iba. Voy a cazarle como a un perro. ¡Maldito sea este hierro que me lastima la pierna! Dame la lima, muchacho. Le indiqué en qué dirección la niebla había ocultado al otro hombre, y él levantó hacia allí los ojos por un instante. Luego se arrojó sobre la hierba espesa y mojada y se puso a limar su hierro como un loco, sin preocuparse de mí ni de su pierna, que tenía una antigua rozadura y sangraba, pero que él trataba tan rudamente como si no tuviese más sensibilidad que la lima misma. Me daba mucho miedo, ahora que se había excitado de aquel modo, y al mismo tiempo temía estar demasiado tiempo fuera de mi casa. Le dije que debía irme, pero no me hizo ningún caso, de manera que pensé que lo mejor que podía hacer era escabullirme de allí. La última vez que le vi, tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y trabajaba furiosamente en su grillete, murmurando impacientes imprecaciones contra él y contra su pierna. Lo último que oí fue, al detenerme en medio de la niebla para escuchar, la lima que aún chirriaba. CAPÍTULO IV Estaba seguro de encontrar un guardia en la cocina esperando para prenderme. Pero no solamente no había guardia alguno, sino que aún no se había descubierto el robo. La señora Joe estaba prodigiosamente atareada arreglando la casa para las solemnidades del día y Joe había sido relegado al umbral de la cocina para que estuviera lejos del cogedor, un utensilio con el cual, tarde o temprano, el destino le hacía topar siempre que mi hermana estaba limpiando rigurosamente los suelos de la vivienda. —¿Dónde diablos has estado? —fue el saludo navideño de la señora Joe cuando yo y mi conciencia hicimos nuestra aparición. Respondí que había ido a oír los villancicos. —¡Ah! ¡Bien! —observó la señora Joe—. Cosas peores podías haber hecho. «No hay duda», pensé. —Tal vez si no fuese la mujer de un herrero y, lo que es igual, una esclava que no puede quitarse nunca el delantal, también yo habría ido a oír los villancicos —dijo la señora Joe—. Me gustan los villancicos y ésta es la mejor razón para que no pueda oírlos nunca. Joe, que se había arriesgado a entrar en la cocina detrás de mí, a medida que el cogedor se había ido retirando ante nosotros, se pasó el revés de la mano por la nariz en respuesta a una mirada que le asestó la señora Joe con aire conciliatorio, y cuando ésta desvió los ojos, disimuladamente, puso en cruz sus dedos índices y me los mostró como señal convenida de que la señora Joe estaba de mal humor. Éste era en ella un estado tan normal que Joe y yo, durante semanas enteras, éramos, por lo que toca a nuestros dedos, como monumentales cruzados por lo que toca a sus piernas. Íbamos a tener una comida soberbia, consistente en una pierna de cerdo en adobo con verduras y un par de pollos asados. Un magnífico pastel de carne había sido hecho el día antes (lo cual explicaba que no se hubiese echado de menos la carne picada) y el pudín, que estaba ya a punto de hervir. Estos vastos preparativos fueron causa de que nos despacharan sin contemplaciones en lo tocante al desayuno. —Porque no estoy —dijo la señora Joe—, porque no estoy a estas horas para comilonas y fregoteos de platos. Con el trabajo que me aguarda, ¡os lo prometo! Así pues, recibimos nuestras raciones de pan con mantequilla en la mano como si fuésemos dos mil soldados en una marcha forzada y no un niño y un hombre en su casa, y tomamos sorbos de leche y agua, con cara de disculparnos por ello, de un jarro del aparador. Entretanto, la señora Joe mudaba las cortinillas blancas y ponía un nuevo volante floreado a la repisa de la ancha chimenea, en sustitución del viejo, y desenfundaba los muebles de la sala al otro lado del pasillo; éstos no se descubrían en ninguna otra ocasión, antes pasaban el resto del año envueltos en una bruma de papel blanco, que se hacía extensiva a los cuatro perritos de loza blanca de encima de la chimenea, cada uno con la nariz negra y una cestita de flores en la boca, y cada uno reproducción exacta de los demás. La señora Joe era una mujer muy limpia, pero poseía el arte exquisito de hacer su limpieza más incómoda y desagradable para los demás que la misma suciedad. La limpieza vale casi tanto como la piedad, y hay personas que hacen lo mismo con su religión. Como mi hermana tenía tanto que hacer, iba a ir a la iglesia por delegación; es decir, íbamos a ir Joe y yo. Con sus ropas de trabajo, Joe era un herrero fornido, con el aire característico de los de su oficio; con su atuendo de las fiestas, parecía más que nada un espantajo bien acomodado. Nada de lo que llevaba entonces le sentaba bien o parecía pertenecerle, y todo lo que llevaba entonces le picaba. En aquella ocasión, salió de su cuarto, al gozoso repiqueteo de las campanas, hecho una estampa de la desdicha, con su terno completo de penitente dominical. En cuanto a mí, me figuro que mi hermana debía tener, en general, la idea de que yo era un joven delincuente a quien un policía comadrón había pescado (el día de mi nacimiento) y se lo había entregado a ella para que lo castigara de acuerdo con la ultrajada majestad de la ley. Siempre se me había tratado como si me hubiese empeñado en nacer contra todos los dictados de la razón, la religión y la moral, y a pesar de los argumentos disuasivos de mis mejores amigos. Hasta cuando me llevaban a que me hicieran un traje nuevo, el sastre recibía instrucciones para hacer de él una especie de reformatorio, sin dejarme gozar, bajo ningún concepto, del libre uso de mis miembros. En consecuencia, Joe y yo, al dirigirnos a la iglesia, debíamos de resultar un espectáculo conmovedor para cualquier espíritu compasivo. Sin embargo, lo que yo padecía por fuera no era nada comparado con lo que sufría por dentro. Los terrores que me habían invadido cada vez que la señora Joe se había acercado a la despensa o había salido de la estancia, sólo podían igualarse con el remordimiento con que mi espíritu meditaba sobre lo que yo había hecho. Bajo el peso de mi inicuo secreto, me preguntaba si la Iglesia sería lo bastante poderosa para salvarme de la venganza del terrible joven, en caso de que yo lo divulgase a aquella institución. Concebía la idea de que el momento en que, habiendo leído las amonestaciones, el clérigo decía: «¡Ahora declaradlo!», sería para mí el momento de levantarme y pedir una conferencia reservada en la sacristía. No estoy muy seguro de que no hubiese asombrado a nuestra pequeña congregación recurriendo a esta medida extrema, de no haber sido porque estábamos en el día de Navidad, y no en domingo. El señor Wopsle, el sacristán, iba a comer con nosotros, y con el señor Hubble, el carretero, y la señora Hubble, y el tío Pumblechook (era tío de Joe, pero su mujer se lo había apropiado), que era un rico tratante en granos de la vecina ciudad y tenía carruaje propio. La hora de la comida era la una y media. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la señora Joe vestida, la comida a punto y la puerta principal con el cerrojo descorrido (nunca en ninguna otra ocasión lo tenía) para que los invitados entrasen por ella; todo magnífico y resplandeciente. Y todavía ni una palabra del robo. Llegó la hora, sin traer ningún alivio a mis angustias, y llegaron los invitados. El señor Wopsle, junto con una nariz romana y una gran frente calva y brillante, tenía una voz profunda de la cual estaba muy orgulloso; de hecho era cosa entendida entre sus amistades que, si le daban pie para ello, sería capaz de dar lecciones al clérigo en persona; él mismo confesaba que si la iglesia estuviese «abierta», es decir, abierta a la competencia, no desesperaría de distinguirse en ella. Como la iglesia no estaba «abierta», él no era otra cosa, como he dicho, que nuestro sacristán. Pero castigaba tremendamente los amén y cuando iniciaba el salmo —siempre recitando el versículo entero—, primero se volvía a mirar a toda la congregación, como diciendo: «¡Ya habéis oído a mi amigo de arriba; tened la bondad de decirme ahora qué os parece este estilo!». Yo abría la puerta a los invitados —dando a entender que teníamos costumbre de hacerlo— y primero abrí al señor Wopsle, después al señor y la señora Hubble, y, por fin, al tío Pumblechook. N. B. No se me permitía llamarle tío, so pena de los más severos castigos. —Señora Joe —dijo el tío Pumblechook, un hombrón de media edad, asmático, cachazudo, con una boca como la de un pez, la mirada fija y apagada y el cabello rojo, erizado de tal modo que parecía que se hubiera medio ahogado y acabase de volver en sí en aquel momento—, le traigo, como obsequio del día, señora, una botella de jerez. Y le traigo, señora, una botella de oporto. Cada Navidad se presentaba, como una gran novedad, exactamente con las mismas palabras, y llevando las dos botellas como si fuesen pesas de gimnasta. Cada Navidad, la señora Joe respondía como respondió entonces: —¡Oh! ¡Tí—o Pum—ble—chook! ¡Qué amable! Cada Navidad, él replicaba como entonces: —No es más de lo que mereces. Y ahora que os he visto a todos tan campantes, ¿cómo anda este medio chelín en calderilla? —con lo cual se refería a mí. En estas ocasiones comíamos en la cocina y pasábamos después a la sala para tomar las nueces, naranjas y manzanas, lo cual era un cambio parecido al de Joe cuando mudaba su ropa de trabajo por la de las fiestas. Mi hermana estaba extraordinariamente animada en esta ocasión, y, de hecho, estaba siempre más amable en compañía de la señora Hubble que en otra cualquiera. Recuerdo a la señora Hubble como una personilla rizada y angulosa que adoptaba un aire convencionalmente juvenil, porque se había casado con el señor Hubble —en no sé qué remoto período— cuando ella era mucho más joven que él. Recuerdo al señor Hubble como un hombre rudo, cargado de espaldas, que olía a serrín y andaba con las piernas extraordinariamente separadas, de modo que en aquellos días de mi infancia, cuando lo encontraba por la vereda, veía siempre muchas millas de campo entre ellas. Con tan buena compañía yo tenía que haberme sentido, aunque no hubiese saqueado la despensa, en una falsa posición. Y no era porque me encontrara estrujado en un ángulo de los manteles, con la mesa contra el pecho y un codo Pumblechookiano en el ojo; ni porque no se me permitiera hablar (no tenía deseo alguno de hacerlo), ni porque se me obsequiara con las puntas escamosas de las patas de los pollos, y con aquellos negros retazos de cerdo de que el animal, cuando estaba vivo, había tenido menos motivo para envanecerse. No; todo esto no me habría importado mientras me hubieran dejado tranquilo. Pero no me dejaban tranquilo. Parecían creer que desperdiciaban la ocasión si dejaban de tomarme de vez en cuando como tema de sus conversaciones y aplicarme su moraleja. Se habría dicho que yo era un malhadado novillo en una plaza española; tan duramente me pinchaban estos puyazos morales. Empezó tan pronto como nos sentamos a comer. El señor Wopsle recitó la acción de gracias en un tono teatral —algo, según se me parece ahora, como una religiosa combinación del fantasma de Hamlet con Ricardo III— y acabó expresando el deseo, muy oportuno, de que todos fuéramos sinceramente agradecidos. Oyendo lo cual, mi hermana me clavó los ojos y me dijo a media voz, en tono de reproche: —¿Oyes esto? Tienes que ser agradecido. —Especialmente —dijo el señor Pumblechook— sé agradecido, muchacho, con los que te han criado a fuerza de mano. La señora Hubble meneó la cabeza y, contemplándome como si tuviese el lúgubre presentimiento de que yo no pararía en cosa buena, preguntó: —¿Cómo es que los jóvenes nunca son agradecidos? Este misterio moral pareció indescifrable para todos los reunidos, hasta que el señor Hubble lo resolvió concisamente, diciendo: —Perversidad natural. Todos murmuraron entonces: —¡Es verdad! —Y me miraron de un modo especialmente personal y desagradable. La autoridad e influencia de Joe eran algo más débiles, si cabe, cuando había visitas que cuando estábamos solos. Pero me ayudaba y consolaba, a su manera, siempre que podía, y en las comidas solía hacerlo dándome salsa, cuando la había. Habiendo salsa aquel día en abundancia, Joe, en este punto, me echó en el plato como un medio cuartillo de ella. Algo más avanzada la comida, el señor Wopsle criticó el sermón con cierta dureza, indicando qué clase de sermón habría hecho él en la usual hipótesis de que la iglesia estuviese «abierta». Después de obsequiarnos con algunas muestras del discurso, observó que consideraba mal elegido el tema de la homilía de aquel día; lo cual, añadió, era menos excusable cuando había tal abundancia de temas por todas partes. —Es mucha verdad —dijo el tío Pumblechook—. Ha dado usted en el clavo. Abundancia de temas por todas partes, para los que saben ponerles la sal. Uno no necesita ir muy lejos para encontrar un tema, con tal que tenga el salero a mano. El señor Pumblechook, después de un breve intervalo de meditación, añadió: —Vean ustedes el cerdo, por no hablar de otra cosa. ¡Esto es un tema! Si buscan ustedes un tema, ¡ahí tienen el cerdo! —Es cierto, señor. Muchas lecciones morales para la juventud —repuso el señor Wopsle, y antes de que lo dijera ya vi que me iba a meter en ello— se podrían deducir de este texto. —Escucha esto —me dijo mi hermana, en un severo paréntesis. —Cerdos —prosiguió el señor Wopsle, con su voz más profunda y apuntando con su tenedor a mi encendido rostro como si pronunciara mi nombre de pila—. Cerdos eran los compañeros del hijo pródigo. La glotonería del cerdo se nos ofrece como un ejemplo para los jóvenes. —Pensé que no estaba mal viniendo de él, que acababa de alabar el cerdo porque estaba tan gordo y jugoso—. Lo que es detestable en un cerdo es aún más detestable en un niño. —O en una niña —sugirió el señor Hubble. —O en una niña, claro está, señor Hubble —asintió, algo picado, el señor Wopsle—; pero aquí no hay ninguna niña. —Además —dijo el señor Pumblechook, volviéndose vivamente hacia mí —, piensa en lo que tienes que agradecer. Si hubieses nacido chillón… —Pues no lo era poco: como el que más —dijo mi hermana con gran energia. Joe me dio más salsa. —Bueno, quería decir un chillón de cuatro patas —dijo el señor Pumblechook—. Si hubieras nacido así, ¿estarías aquí ahora? No. —A no ser que fuese en esta forma —dijo el señor Wopsle señalando la fuente con la cabeza. —Pero no quiero decir en esta forma, señor —replicó el señor Pumblechook, a quien no le gustaba que le interrumpieran—. Quiero decir deleitándose con personas mayores y de mejor conocimiento, instruyéndose con su conversación y regalándose en la abundancia y la comodidad. ¿Estaría él así? No, no estaría así. ¿Y cuál habría sido tu destino? —volviéndose de nuevo hacia mí—. Te habrían vendido por más o menos chelines, según fuera el precio del artículo en el mercado, y Dunstable, el carnicero, se te hubiera acercado mientras estabas acostado en tu paja, te hubiera sujetado con el brazo izquierdo y con el derecho se hubiera remangado la blusa, para sacar un cuchillo del bolsillo de su chaleco, hubiera vertido tu sangre y te hubiera quitado la vida. No se habría hablado de criarte a fuerza de mano entonces. ¡Ni pizca! Joe me ofreció más salsa, que yo tuve miedo de aceptar. —Le habrá dado a usted muchas molestias, señora —comentó la señora Hubble, compadeciendo a mi hermana. —¿Molestias? —repitió ésta—, ¿molestias? —Y se puso a enumerar un pavoroso catálogo de todas las enfermedades de las que yo había sido culpable, y de todos los actos de insomnio que había cometido, y de todos los sitios altos y bajos desde los cuales o a los cuales me había caído, y de todos los chichones que me había hecho, y de todas las veces que me habría querido ver en la tumba, donde yo contumazmente me había negado a ir. Me figuro que los romanos debían de irritarse unos a otros con sus narices. Tal vez fue por esto por lo que resultaron un pueblo tan inquieto. Sea como fuese, la nariz romana del señor Wopsle me irritó tanto, durante la relación de mis fechorías, que habría querido tirar de ella hasta hacerle aullar. Pero todo lo que había sufrido hasta aquel momento no fue nada comparado con los terribles sentimientos que me dominaron cuando se rompió el silencio que había seguido a la enumeración de mi hermana, durante el cual todos me miraron (como yo percibía dolorosamente) con indignación y aborrecimiento. —Sin embargo —dijo el señor Pumblechook, volviendo delicadamente la atención de la concurrencia al tema del que se había desviado—, el cerdo, considerado como un guiso, no deja de ser suculento, ¿no es cierto? —Va usted a tomar un poco de brandy, tío —dijo mi hermana. ¡Dios del cielo, por fin había llegado la cosa! Le parecería flojo, diría que era flojo y yo estaría perdido. Me agarré con ambas manos a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y aguardé mi suerte. Mi hermana fue a por la botella de barro, volvió con el frasco y sirvió el brandy a su tío; ninguno de nosotros lo tomaba. El miserable se entretenía con su vaso —lo tomaba, lo miraba al contraluz, lo volvía a dejar—, prolongaba mi sufrimiento. Mientras tanto, el señor y la señora Joe desembarazaban activamente la mesa para hacer sitio al pastel y al pudín. Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Sin dejar de agarrarme fuertemente con pies y manos a la pata de la mesa, vi a la miserable criatura jugar con su vaso, levantarlo, sonreír, inclinar la cabeza atrás y echarse el brandy al gaznate. Un instante después, todos los reunidos eran presa de una indecible consternación, al ver que se levantaba bruscamente, daba varias vueltas bailando y tosiendo de un modo aterrador, y corría desolado a la puerta; luego se le vio por la ventana, convulsionado, expectorando violentamente, haciendo los más horribles visajes, y, al parecer, fuera de sí. Yo continuaba fuertemente cogido, mientras la señora Joe y Joe corrían a auxiliarle. No sabía de qué manera lo había hecho, pero no tenía duda de haberle matado. En mi espantosa situación, sentí una especie de alivio cuando le llevaron de nuevo dentro, y él, mirando, uno después de otro, a todos los reunidos, como si fuesen ellos los que le habían sentado mal, se dejó caer en la silla pronunciando, entre jadeos, esta sola y significativa palabra: —¡Alquitrán! ¡Yo había acabado de llenar la botella con el jarro de agua de alquitrán! Sabía que no tardaría en sentirse peor. Como un médium de nuestros días, llegué a mover la mesa gracias a la fuerza con que invisiblemente me agarraba a ella. —¡Alquitrán! —exclamó mi hermana llena de asombro—. Pero ¿cómo podía haber alquitrán en el brandy? Pero el tío Pumblechook, que era omnipotente en aquella cocina, no quiso ni oír una sola palabra, no quiso que se hablase más del asunto, lo relegó al olvido con un ademán imperioso y pidió ginebra con agua caliente. Mi hermana, que se había puesto a reflexionar de un modo alarmante, tuvo que ocuparse activamente en sacar la ginebra, el agua caliente, el azúcar, la corteza de limón y mezclarlo todo. Por el momento, al menos, me había salvado. Continuaba agarrado a la pata de la mesa, pero ahora era con el fervor de la gratitud. Poco a poco fui tranquilizándome hasta poder soltarme y participar del pudín. El señor Pumblechook comió también de él. Todos participaron del pudín. Ya se estaba terminando y el señor Pumblechook se iba reanimando bajo el estimulante influjo de la ginebra. Yo empezaba a creer que mi día iba a pasar sin tropiezo, cuando mi hermana le dijo a Joe: —Platos limpios, fríos. En el acto volví a agarrarme a la pata de la mesa y la apreté contra mi pecho como si hubiese sido el compañero de mi infancia y el amigo de mi corazón. Adiviné lo que venía y sentí que esta vez estaba perdido de veras. —Para terminar —dijo mi hermana dirigiéndose a sus invitados, llena de amabilidad— van a probar ustedes un obsequio exquisito y delicioso del tío Pumblechook. ¡Iban a probarlo! ¡Que no lo esperasen! —Sepan ustedes —dijo mi hermana levantándose— que se trata de un pastel; un apetitoso pastel de cerdo. Los circunstantes murmuraron unas palabras de cumplido. El tío Pumblechook, consciente de haber merecido bien de sus semejantes, dijo, con bastante animación, después de todo: —Bien, señora Joe; haremos todos un esfuerzo. ¡Venga el pastel que lo cortaremos! Mi hermana salió a buscarlo. Oí sus pasos dirigiéndose a la despensa. Vi al señor Pumblechook balanceando su cuchillo; vi renacer el apetito en las narices del señor Wopsle. Oí cómo el señor Hubble observaba que un poco de sabroso pastel de cerdo podía ponerse, sin causar daño, encima de todo lo que uno pudiera imaginar, y oí decir a Joe: —Tú también comerás, Pip. Nunca he estado seguro de si proferí un alarido de terror solamente en espíritu o de una manera materialmente audible para los demás. Sentí que no podía resistir más y que debía escapar. Solté la pata de la mesa y eché a correr como un loco. Pero no pasé de la puerta de la calle, porque allí fui a dar de cabeza con un destacamento de soldados con sus fusiles, uno de los cuales me mostró un par de esposas, diciendo: —¡A punto vienes! ¡Vamos, adelante! CAPÍTULO V La aparición de una fila de soldados haciendo sonar las culatas de sus fusiles en el umbral de nuestra puerta hizo que todos los invitados se levantasen atropelladamente y motivó que la señora Joe, que volvía de la cocina con las manos vacías, se detuviese con los ojos muy abiertos en mitad de una asombrada exclamación: —¡Válgame el cielo y válgame Dios! ¿Qué ha pasado con el pastel? El sargento y yo entramos en la cocina, mientras la señora Joe se quedaba mirando, y en esta crisis yo recobré en parte el uso de mis sentidos. El sargento era el que me había hablado antes, y ahora paseaba la mirada por los circunstantes, mientras con la mano derecha extendida parecía que les ofreciese las esposas, y con la izquierda se apoyaba en mi hombro. —Ustedes perdonen, señoras y caballeros —dijo el sargento—; pero como le he dicho en la puerta a este lindo rapaz —cosa que no había hecho—, estoy dando una batida en nombre del rey y necesito al herrero. —¿Y para qué puede usted necesitarlo? —preguntó la señora Joe, pronta en resentirse de que él fuese necesario para algo. —Señora —respondió el galante sargento—, hablando por mi cuenta respondería que para tener el honor y el gusto de conocer a su agraciada esposa; hablando en nombre del rey, respondo que para un pequeño trabajo. Estas palabras fueron acogidas como una muestra de finura y cortesía, hasta el punto de que el señor Pumblechook exclamó de modo que le pudiesen oír: —¡Bien dicho! —Vea usted, herrero —dijo el sargento, que ya había adivinado que éste era Joe—, hemos tenido un accidente con estas esposas y nos encontramos con que el cierre de una de ellas no encaja y el juego no funciona. Y como las necesitamos para emplearlas inmediatamente, ¿quiere usted echarles un vistazo? Joe las examinó y declaró que el arreglo requería que se encendiese la fragua y probablemente unas dos horas de trabajo. —¿Sí? Entonces será mejor que se ponga usted a ello en seguida, herrero —dijo el expeditivo sargento—, puesto que se trata del servicio de Su Majestad. Y si mis hombres pueden echar una mano, cuente usted con su ayuda. Con lo cual llamó a sus hombres, que fueron entrando en la cocina uno tras otro, apilando sus armas en un rincón. Y luego se quedaron formando corro, como acostumbran hacerlo los soldados, ora con las manos cruzadas delante, ora descansando una rodilla o un hombro, ora aflojando un cinto o una mochila, ora abriendo la puerta para escupir envarados al patio por encima de sus tiesos corbatines. Yo veía todas estas cosas sin darme cuenta de que las veía, porque me hallaba en un paroxismo de miedo. Pero, empezando a percibir que las esposas no eran para mí y que los militares habían hecho olvidar lo del pastel, hasta el punto de hacerlo pasar a segundo término, recobré un poco de mi perdida serenidad. —¿Tiene usted la bondad de decirme qué hora es? —dijo el sargento, dirigiéndose al señor Pumblechook, como a un hombre cuyas apreciativas facultades justificaban la suposición de que llevaba la hora exacta. —Son las dos y media en punto. —No está mal —dijo el sargento reflexionando—; aunque me viese obligado a detenerme aquí cerca de dos horas, no importaría. ¿Qué distancia cuentan ustedes que hay de aquí a los marjales? No será más de una milla, me figuro. —Una milla exacta —dijo la señora Joe. —Está bien. Empezaremos a rodearlos a la caída de la tarde. Un poco antes de oscurecer. Éstas son mis órdenes. —¿Forzados, sargento? —preguntó el señor Wopsle con aire de enterado. —Sí —respondió el sargento—. Dos. Es cosa sabida que aún corren por los marjales, y no tratarán de escapar de ellos antes de oscurecer. ¿Nadie ha visto alguno de estos pájaros? Todos, excepto yo, respondieron negativamente. Nadie pensó en mí. —¡Bien! —dijo el sargento—. Espero que se van a encontrar cercados más pronto de lo que se figuran. ¡Vamos, herrero! Si usted está dispuesto, Su Majestad el Rey también lo está. Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata, se había puesto el mandil de cuero y había pasado a la herrería. Uno de los soldados abrió las contraventanas, otro encendió el fuego, otro acudió al fuelle, el resto se agrupó alrededor de las llamas, que pronto empezaron a rugir. Entonces Joe empezó a martillear y a hacer sonar el hierro y todos los demás lo contemplamos. El interés de la inminente persecución no sólo absorbió la atención general, sino que hasta hizo que mi hermana se sintiese generosa. Llenó un jarro de cerveza del barril, para los soldados, e invitó al sargento a tomar una copa de brandy. Pero entonces el señor Pumblechook exclamó vivamente: —Déle usted vino, señora. Puedo garantizar que no hay alquitrán en él. Así el sargento le dio las gracias y dijo que, como prefería la bebida sin alquitrán, tomaría el vino, si les era igual. Cuando se lo dieron, brindó por Su Majestad, formulando los votos propios de aquellas festividades, se lo bebió de un trago y se chupó los labios. —Buen caldo, ¿eh, sargento? —dijo el señor Pumblechook. —Le voy a decir una cosa —replicó el sargento—; sospecho que esta botella la ha traído usted. El señor Pumblechook, con una risa satisfecha, dijo: —¿Ah, sí? ¿Y por qué? —Porque —repuso el sargento dándole una palmada amistosa en el hombro— usted es un hombre que sabe distinguir. —¿Usted cree? —dijo el señor Pumblechook con su risa de antes—. Tome otro vaso. —Con usted. Vamos a brindar —replicó el sargento—. Lo alto de mi vaso con el pie del suyo, el pie del suyo con lo alto del mío, que choquen una vez, que choquen dos veces, no hay canción mejor en los vasos musicales. A su salud. ¡Que viva usted mil años y no sea nunca peor juez de las cosas de lo que lo es en este momento! El sargento volvió a vaciar el vaso y parecía dispuesto a aceptar otro. Noté que el señor Pumblechook, en su hospitalidad, parecía olvidar que había regalado el vino, pues tomó la botella de manos de la señora Joe y se apropió todo el mérito de hacerla circular en su rapto de cordialidad. Hasta yo bebí un poco. Y tan generoso se sintió, que pidió la otra botella y la hizo circular con la misma largueza en cuanto se hubo terminado la primera. Contemplándolos así agrupados alrededor de la fragua y viendo lo que se divertían, pensé en qué terrible y sabrosa salsa, para una comida, había resultado mi fugitivo amigo de los marjales. Nuestros invitados no habían disfrutado ni la cuarta parte de lo que disfrutaban ahora, antes de que la fiesta se viese animada por la excitación que él proporcionaba. Y ahora, mientras todos se prometían alegremente que «los dos rufianes» serían atrapados, mientras el fuelle parecía rugir contra los fugitivos, el fuego llamear para ellos, el humo correr en su persecución, Joe martillear para ellos y todas las lóbregas sombras de la pared moverse amenazándolos, según la llama crecía o se apagaba, mi joven y compasiva fantasía me llevó a imaginar que la pálida tarde, ahí fuera, había palidecido por su culpa, pobres desgraciados. Por fin, Joe terminó su trabajo y cesaron el martilleo y los rugidos. Mientras se ponía la chaqueta, Joe encontró el valor suficiente para proponer que algunos de nosotros fuésemos con los soldados para ver qué resultado daba la batida. El señor Pumblechook y el señor Hubble rehusaron con el pretexto de fumar una pipa y gozar de la compañía de las señoras, pero el señor Wopsle dijo que iría si iba Joe. Joe dijo que contara con él y que me llevaría a mí, si la señora Joe no veía inconveniente. Estoy seguro de que no habríamos obtenido el permiso para ir, de no haber sido por la curiosidad que sentía la señora Joe por conocer los detalles y enterarse de cómo terminaba la cosa. De todos modos, lo único que especificó fue: —Si me traes al chico con la cabeza rota por un balazo, no me vengas a que yo se la componga. El sargento se despidió muy finamente de las damas y se separó del señor Pumblechook como un camarada, aunque dudo que fuese tan sensible a los méritos de aquel caballero, en estado seco, como después de mojarse el gaznate. Sus hombres volvieron a tomar los fusiles y se alinearon. El señor Wopsle, Joe y yo recibimos orden rigurosa de mantenernos en la retaguardia y de no pronunciar una sola palabra una vez estuviésemos en los marjales. Cuando nos encontramos al aire libre y mientras seguíamos decididamente la marcha hacia el objeto de la expedición, murmuré traidoramente al oído de Joe: «Espero, Joe, que no los encontremos». Y Joe me respondió del mismo modo: «Daría un chelín por que hubiesen escapado». No se nos unió ningún curioso del lugar, porque el tiempo estaba frío y amenazador, el camino era fatigoso y de mal andar, iba oscureciendo y todos tenían buenos fuegos en sus casas y celebraban la fiesta. Algunos rostros se asomaron a las ventanas iluminadas siguiéndonos con la vista, pero nadie salió. Pasamos junto al poste indicador y tomamos la dirección del cementerio. Allí nos detuvimos unos minutos, obedeciendo a un ademán del sargento, mientras dos o tres de sus hombres se dispersaban entre las tumbas y examinaban de paso el porche. Volvieron sin haber encontrado nada, y luego salimos a los marjales abiertos por la puerta lateral del cementerio. Allí nos azotó el rostro una fría cellisca impulsada por el viento del este, y Joe me tomó a cuestas. Ahora nos hallábamos en la melancólica llanura donde poco se figuraban todos que ocho o nueve horas antes hubiese estado yo viendo a los dos hombres escondidos. Empecé a pensar con gran temor si, en caso de que diéramos con ellos, se figuraría mi forzado particular que era yo quien había traído a los soldados. Él me había preguntado si no sería yo un diablejo traidor, y había añadido que tenía que ser un pequeño sabueso bien feroz si facilitaba su persecución. ¿Creería ahora que yo era de veras un diablejo traidor y un pérfido sabueso que le había vendido? De nada valía hacerse ahora esta pregunta. Allí estaba yo, sobre los hombros de Joe, y allí estaba Joe, debajo de mí, saltando las zanjas como un cazador y exhortando al señor Wopsle para que no se rompiera las romanas narices y no se quedara atrás. Los soldados iban delante de nosotros, desplegados en una ancha línea con un intervalo de hombre a hombre. Íbamos siguiendo la dirección que yo había tomado por la mañana y de la cual me había desviado a causa de la niebla. O la niebla no se había extendido aún, o el viento la había dispersado. A los mortecinos resplandores de la puesta del sol, el faro, la horca y el montículo de la batería, así como la orilla opuesta del río, se distinguían claramente, aunque todo se veía de un color de plomo. Con el corazón martilleando como un herrero sobre los anchos hombros de Joe, miré a mi alrededor buscando algún indicio de la presencia de los forzados. No pude ver ninguno, no pude oír ninguno. Más de una vez, el señor Wopsle me había alarmado enormemente con sus resoplidos y sus jadeos; pero ahora ya conocía estos sonidos y podía distinguirlos del objeto de nuestra persecución. Tuve un susto terrible cuando creí oír aún el ruido de la lima; pero sólo era la esquila de un cordero. Las ovejas dejaban de pacer y nos miraban tímidamente; y las vacas, con la cabeza vuelta, de espaldas al viento y la cellisca, nos miraban airadas, como si nos hicieran responsables de ambas molestias; pero aparte de esto, y del temblor que la muerte del día suscitaba en cada brizna de hierba, nada rompía el desolado silencio de los marjales. Los soldados avanzaban hacia la vieja batería, y nosotros seguíamos algo rezagados, cuando, de pronto, nos detuvimos todos. Porque en alas del viento y de la lluvia había llegado hasta nosotros un grito prolongado. El grito se repitió. Venía de lejos, de la parte del este, pero era sostenido y fuerte. Aún más, parecía haber dos o más gritos dados a la vez, a juzgar por la confusión del sonido. De esto estaban hablando en voz baja el sargento y los más próximos de sus hombres cuando Joe y yo los alcanzamos. Después de escuchar un rato, Joe, que era un buen juez, se mostró de acuerdo en que eran dos, y el señor Wopsle, que era un mal juez, se mostró también de acuerdo. El sargento, un hombre resuelto, ordenó que no se respondiera al grito, pero que se cambiara el rumbo y que sus hombres se dirigieran al sitio de donde venía, dando un rodeo. Torcimos hacia la derecha, donde estaba el este, y Joe se puso a dar unas zancadas tan prodigiosas que tuve que agarrarme fuerte para no caer. Era ya ahora una franca carrera, lo que Joe llamó, en las dos únicas palabras que pronunció en todo aquel tiempo, «una ventolera». Bajábamos y subíamos taludes, saltábamos barreras, chapoteábamos en las zanjas, y nos abríamos paso entre ásperos juncos: nadie miraba dónde ponía los pies. Al acercarnos a los gritos, se hizo cada vez más evidente que había más de una voz. A veces los gritos parecían cesar por completo, y entonces los soldados se detenían. Cuando volvían a oírse, los soldados corrían hacia ellos más rápidos que nunca, y nosotros, a la zaga. Al cabo de un rato habíamos corrido así tanto, que pudimos oír una voz que gritaba: «¡Asesino!», y otra que decía: «¡Forzados! ¡Escapados! ¡Guardias! ¡Por aquí!». Después ambas voces parecieron ahogadas por una lucha, y más tarde volvieron a gritar. Llegando a este punto, los soldados corrieron como gamos, y Joe a la par de ellos. El sargento fue el primero en adelantarse cuando alcanzamos el lugar de donde partían los gritos, y dos de sus hombres corrieron junto a él. Tenían los fusiles armados y apuntando cuando llegamos los demás. —¡Aquí están los dos! —jadeó el sargento, bregando en el fondo de una zanja—. ¡Rendíos! ¡Malditos seáis! ¡Parecéis dos bestias salvajes! ¡Separaos! Chapoteaba el agua, salpicaba el barro, llovían los golpes y los juramentos cuando algunos hombres más bajaron al fondo de la zanja para ayudar al sargento y sacaron, a rastras y por separado, a mi forzado y al otro. Ambos sangraban y jadeaban y maldecían y se agitaban; pero, desde luego, los reconocí en el acto. —¡Recuerden! —dijo mi forzado, limpiándose la sangre del rostro con las mangas rotas y sacudiéndose de los dedos unos mechones de pelo— que fui yo quien le cogí. ¡Yo se lo entregué a ustedes! ¡Recuérdenlo! —No es cosa en que valga mucho la pena insistir —dijo el sargento—, y de poco le servirá estando como está usted en el mismo aprieto. ¡Vengan las esposas! —No espero que me sirva de nada. Ni deseo que me sirva de más de lo que me sirve ahora —dijo mi forzado con una nerviosa carcajada—. Yo lo he cogido y él lo sabe. Esto me basta. El otro forzado estaba lívido y por añadidura la antigua señal que tenía en la mejilla izquierda parecía llena de magulladuras y rasguños por todas partes. Jadeaba de tal modo que no pudo hablar hasta que le hubieron esposado, y tuvo que apoyarse en un soldado para no caerse. —Tengan cuidado, guardias, ha querido matarme —fueron sus primeras palabras. —¿Que he querido matarle? —dijo mi forzado desdeñosamente—. ¿He querido, y no lo he hecho? Le he cogido y lo he entregado; esto es lo que he hecho. No sólo he impedido que huyera de los marjales, sino que le he traído a rastras hasta aquí. Este bandido, señores, se las da de caballero. Ahora los pontones, gracias a mí, recobran a su caballero. ¿Matarle yo? No valía la pena matarle, cuando podía hacer algo peor, arrastrándole para que lo devuelvan a donde estaba. El otro aún jadeaba: —Ha querido… ha querido… matarme. Ustedes… ustedes son testigos. —¡Oiga! —dijo mi forzado al sargento—. Sin ayuda de nadie me escapé del barco. Lo mismo me habría escapado de estas llanuras heladas… (mire mi pierna: no encontrará usted el grillete), si no hubiese descubierto que él estaba aquí. ¿Dejarle en libertad? ¿Dejarle que se aprovechase del medio que yo descubrí? ¿Dejar que volviese a hacer de mí su instrumento? ¿Otra vez? No, no y no. Aunque hubiese tenido que morir en el fondo de esta zanja —e hizo un enérgico ademán con sus manos esposadas—, le hubiera tenido agarrotado entre mis manos hasta que ustedes hubiesen venido a quitármelo. El otro fugitivo, que evidentemente tenía un miedo horroroso de su compañero, repitió: —Ha querido matarme. De no haber llegado ustedes ya estaría muerto. —¡Miente! —dijo mi forzado, con terrible energía—. Ha nacido embustero y morirá embustero. Mírenle la cara. ¿No lo lleva escrito en ella? Que me mire a los ojos. Le desafío a que lo haga. El otro, haciendo un esfuerzo para sonreír desdeñosamente —que no pudo, sin embargo, fijar el nervioso movimiento de su boca en ninguna expresión determinada—, miró a los soldados, miró a los marjales que nos rodeaban, miró al cielo, pero no miró al que acababa de hablar. —¿Lo ven ustedes? —prosiguió mi forzado—. ¿No ven cuán ruin es? ¿No ven esta mirada baja y huidiza? Así estaba cuando nos juzgaron. Nunca me miró. El otro, sin dejar de mover los labios resecos y volviendo inquietamente los ojos a su alrededor, acabó por posarlos un momento en su compañero, diciendo: «No hay mucho que mirar en ti»; y lanzó una provocativa mirada a las manos amanilladas del otro. Entonces mi forzado se exasperó de tal modo, que se le habría arrojado encima de no haberse interpuesto los soldados. —¿No les decía yo —dijo entonces el otro forzado— que me mataría si podía? —Y cualquiera podía ver que se estremecía de miedo y que le brotaban de los labios unos curiosos copos blancos que parecían nieve fina. —Basta ya de esta charla —dijo el sargento—. Enciendan las antorchas. Mientras uno de los soldados, que llevaba una cesta en vez de fusil, se ponía de rodillas para abrirla, mi forzado se volvió por primera vez y me vio. Yo me había bajado de los hombros de Joe al llegar al borde de la zanja y no me había movido desde entonces. Le miré ansiosamente cuando él me miró e hice un leve ademán con las manos y la cabeza. Había estado aguardando a que me viese para tratar de asegurarle mi inocencia. No supe si llegó siquiera a comprender mi intención, pues me dirigió una mirada que no entendí, y todo fue cosa de un momento. Pero, aunque me hubiese estado mirando una hora o un día entero, no habría podido recordar en adelante una expresión más atenta en su rostro que la que entonces le vi. El soldado que llevaba la cesta pronto hizo lumbre y encendió tres o cuatro antorchas, tomando una para sí y distribuyendo las otras. Había estado casi oscuro antes, pero ahora acababa de oscurecer y, al cabo de poco, hubo cerrado la noche. Antes de dejar aquel sitio, cuatro soldados puestos en corro dispararon dos veces al aire. En seguida vimos otras antorchas encendidas a alguna distancia detrás de nosotros, y otras en los marjales del otro lado del río. —Perfectamente —dijo el sargento—. ¡En marcha! No habíamos andado mucho, cuando enfrente de nosotros oí estallar algo en mi oído. —Le esperan a bordo —dijo el sargento a mi forzado—; saben que llegan ustedes; no se quede atrás, amigo. ¡Acérquese! Los dos hombres iban separados, cada uno rodeado de su guardia. Yo me había cogido de la mano de Joe y Joe llevaba una de las antorchas. El señor Wopsle era partidario de volverse a casa, pero Joe estaba resuelto a ver el final y así todos continuamos con el destacamento. Había ahora un camino bastante aceptable, la mayor parte de él a la orilla del río, excepto cuando alguna represa, con un molino en miniatura y una fangosa compuerta más allá, le obligaba a desviarse. Cuando me volvía a mirar, no podía ver otras luces que las de los que nos seguían. Las antorchas que llevábamos dejaban caer grandes manchas de fuego en el camino, y yo podía verlas en el suelo humeando y chisporroteando. No podía ver nada más, excepto una negra oscuridad. Nuestras luces calentaban el aire con su llama resinosa, y los dos prisioneros parecían disfrutar con ello mientras andaban cojeando en medio de los fusiles. No podíamos ir deprisa a causa de su cojera, y estaban tan agotados que dos o tres veces tuvimos que detenernos para que descansasen. Después de andar así cosa de una hora, llegamos a una tosca cabaña de madera junto a un embarcadero. Había un guardia en la cabaña, y nos dio el alto y el sargento hizo una especie de atestado, anotó algo en un libro, y luego el forzado a quien yo llamo el otro forzado fue conducido afuera con su guardia para ser llevado el primero a bordo. Mi forzado no me miró nunca, excepto una vez. Desde que entramos en la cabaña, permanecía ante el fuego, absorto en sus reflexiones o calentándose ora un pie, ora el otro, y mirándolos pensativo como si los compadeciera por sus recientes aventuras. De pronto, se volvió al sargento y observó: —Quisiera decir algo referente a esta huida. He de evitar que se sospeche de otras personas por mi culpa. —Puede usted decir lo que guste —respondió el sargento mirándole fríamente con los brazos cruzados—, pero no es aquí donde debe decirlo. Oportunidad tendrá de hablar de ello y de oír hablar de ello, ¿comprende?, antes de que se dé el asunto por terminado. —Ya lo sé, pero esto es otra cosa, un asunto aparte. Un hombre no puede dejarse morir de hambre, al menos yo no puedo. Tomé unas vituallas en aquel pueblecito que tiene la iglesia casi en medio de los marjales. —Quiere usted decir que los robó —dijo el sargento. —Y les diré de dónde. De la casa del herrero. —¡Vaya! —dijo el sargento, mirando a Joe. —¡Vaya, Pip! —dijo Joe mirándome a mí. —No eran más que unos restos de viandas… y un trago de licor y un pastel. —¿Por casualidad ha echado usted de menos un pastel, herrero? — preguntó en tono confidencial el sargento. —Mi mujer acababa de echarlo de menos en el instante preciso de entrar usted. ¿No lo sabes, Pip? —Entonces —dijo mi forzado, volviéndose hacia Joe con expresión taciturna y sin mirarme—, entonces, ¿usted es el herrero? Siento decirle que me he comido su pastel. —Dios sabe que sólo deseo que le aproveche, es decir, por lo que a mí me toca —respondió Joe, haciendo una salvedad a cuenta de la señora Joe—. No sabemos lo que ha hecho usted, pero no habríamos querido que por ello tuviese que morir de hambre, pobre hombre. ¿No es cierto, Pip? Aquel algo que ya había notado antes hizo tic—tac en la garganta del hombre, y éste se volvió de espaldas. El bote había vuelto, y su guardia estaba dispuesta; así pues, le seguimos al embarcadero, hecho de toscas piedras y pilotes, y vimos cómo le hacían entrar en el bote donde remaban otros forzados como él. Nadie pareció sorprendido de verle, o interesado por verle, o contento de verle o pesaroso de verle, ni dijo una palabra, a excepción de alguien que gruñó como si se dirigiese a unos perros: «¡Aflojad!», que era la señal para mojar el remo. A la luz de las antorchas, vimos el negro pontón anclado a cierta distancia del fango de la orilla, como una negra arca de Noé. Enjaulado y rodeado y amarrado por gruesas cadenas de mohoso hierro, el barco prisión le pareció a mis ojos infantiles estar encadenado como los mismos prisioneros. Vimos el bote llegar al costado del buque, vimos al hombre subir por la borda y desaparecer. Luego los cabos de las antorchas fueron echados al agua, donde silbaron y se apagaron, como si todo hubiese terminado con ellos. CAPÍTULO VI El estado de mi espíritu con respecto al hurto del que tan inesperadamente se me había exculpado, no me impelía hacia una franca confesión; pero confío en que, no obstante, quedara en su fondo un resto de honradez. No recuerdo que sintiese ningún dolor de conciencia, por lo que a la señora Joe se refería, cuando me vi libre del temor de ser descubierto. Pero quería a Joe —quizás por ninguna razón mejor, en aquellos días, que la de que el excelente muchacho dejaba que le quisiera— y, por lo que a él se refería, mi conciencia no se tranquilizaba fácilmente. Me oprimía el pensamiento (sobre todo al ver que empezaba a buscar su lima) de que debía contarle toda la verdad. Y sin embargo, no lo hice, por la razón de que temía que, de hacerlo, me creería todavía peor de lo que era. El miedo de perder la confianza de Joe y de tener que pasar en adelante mis veladas sentado en el rincón de la chimenea mirando tristemente a mi compañero y amigo perdido para siempre, me ataba la lengua. Morbosamente, me imaginaba que si Joe lo sabía, nunca más podría verle junto al fuego acariciándose las patillas, sin figurarme que estaba pensando en ello. Que si Joe lo sabía, nunca más le podría ver echar una mirada, aunque fuese casual, a la comida o al pudín del día antes cuando éstos salían a la mesa, sin figurarme que estaba tratando de adivinar si yo había andado en la despensa. Que si Joe lo sabía, y, en cualquier período posterior de nuestra común vida doméstica, observaba que su cerveza era floja o espesa, la convicción de que sospechaba que había alquitrán en ella me haría afluir la sangre al rostro. En una palabra, era demasiado cobarde para hacer lo que conocía como cosa buena, como había sido demasiado cobarde para evitar hacer lo que conocía como cosa mala. Aún no había tenido tratos con el mundo entonces, y no imitaba a ninguno de sus muchos habitantes que suelen obrar de este modo. Genio completamente espontáneo, hice por mí mismo el descubrimiento de esta línea de conducta. Como me acometiera el sueño antes de encontrarnos muy lejos del barco prisión, Joe volvió a tomarme a cuestas y me llevó así a casa. Debió de ser para él una jornada fatigosa, porque el señor Wopsle, cansado y magullado, estaba de tan mal humor que, si la iglesia hubiera estado abierta, probablemente habría excomulgado a toda la expedición, empezando por Joe y por mí. En su condición de laico, insistió en estar sentado sobre la tierra húmeda por un espacio de tiempo tan imprudente que, cuando se quitó el frac para ponerlo a secar al fuego de la cocina, las huellas dejadas en sus pantalones habrían bastado para hacerle ahorcar si eso hubiera sido un delito capital. En aquellos momentos, yo me tambaleaba sobre el suelo de la cocina como un pequeño beodo, a causa de que me habían vuelto a poner de pie, y de haber estado durmiendo, y de haber despertado entre el calor, las luces y la algarabía de la conversación. Cuando me despabilé, con la ayuda de un fuerte batacazo entre los hombros, y la fortaleciente exclamación de «¡Uf! ¡Dónde se ha visto un muchacho como éste!…», por parte de mi hermana, encontré a Joe refiriendo la confesión del forzado, y a cada uno de los invitados sugiriendo hipótesis diferentes acerca de los medios que el fugitivo podía haber empleado para llegar a la despensa. El señor Pumblechook descubrió, después de una detenida inspección de la casa, que primero se había encaramado al tejado de la herrería, que de allí había pasado al de la casa y que después se había descolgado por la chimenea de la cocina con una cuerda hecha de tiras cortadas de su propia sábana; y como el señor Pumblechook era muy categórico y tenía carruaje propio, lo cual parecía darle derecho a atropellar a todo el mundo, se acordó que la cosa debía haber ocurrido como él decía. Es cierto que el señor Wopsle gritó desatinadamente: «¡No!», con la débil malicia de un hombre cansado: pero fue unánimemente desoído, puesto que no tenía teoría alguna que ofrecer y, además, estaba en mangas de camisa; eso sin contar con que, habiéndose vuelto de espaldas al fuego para secarse los pantalones, echaba mucho humo por detrás, lo cual no era, que digamos, muy a propósito para inspirar confianza. Esto es todo lo que oí aquella noche antes de que mi hermana me cogiera, cual si mi presencia fuera una ofensa para la vista de los visitantes, y me ayudara a subir a mi cuarto con mano tan fuerte que me pareció llevar puestas cincuenta botas, todas chocando contra los cantos de los escalones. El estado de mi espíritu, del que he dado cuenta al principio, empezó antes de que me levantase a la mañana siguiente, y duró hasta mucho tiempo después de que el asunto perdiera su actualidad y dejara de ser mencionado, salvo en ocasiones excepcionales. CAPÍTULO VII En la época en que estuve en el cementerio, leyendo las inscripciones en las lápidas de la familia, tenía apenas los conocimientos justos para poder deletrearlas. A pesar de la sencillez de su significado, mi interpretación no era demasiado correcta, porque leía «esposa del arriba dicho», como una elogiosa referencia a la exaltación de mi padre a un mundo mejor; y si alguno de mis difuntos parientes hubiera sido aludido con el vocablo «abajo», no dudo de que me hubiera formado el peor concepto de aquel miembro de mi familia. Tampoco eran muy exactas las ideas que tenía de las posiciones teológicas a que mi catecismo me obligaba; porque recuerdo claramente haber supuesto que mi declaración de que «no me apartaría del mismo camino en todos los días de mi vida», me ponía en el deber de atravesar el pueblo desde nuestra casa siempre en una dirección determinada, sin variarla nunca, torciendo, a la ida, por la casa del carretero, o a la vuelta, por el molino. Estaba previsto que, cuando fuese mayor, se me pusiera de aprendiz con Joe y, mientras esperaba alcanzar esta dignidad no era cuestión de convertirme en lo que la señora Joe llamaba «un miniado», es decir, según lo interpreto, en un minado. En consecuencia, no sólo se me ocupaba en menesteres de la herrería, sino que, siempre que algún vecino necesitaba un muchacho para espantar pájaros, recoger piedras, o hacer algún trabajo por el estilo, me veía favorecido con el empleo. Sin embargo, para evitar que nuestra posición social se viera comprometida por ello, se puso una hucha en la repisa de la chimenea donde era público y notorio que iban a parar todas mis ganancias. Tengo la impresión de que la liquidación se destinaba a contribuir, con el tiempo, a la Deuda Nacional, pero sé que yo no abrigaba esperanza alguna de participar personalmente de aquel tesoro. La tía abuela del señor Wopsle tenía una escuela nocturna en el pueblo; es decir, era una vieja ridícula de medios limitados e ilimitados achaques que acostumbraba adormilarse cada tarde de seis a siete, ante los alumnos, que pagaban cada uno dos peniques a la semana por la instructiva oportunidad de vérselo hacer. Tenía alquilada una casita, y el señor Wopsle ocupaba el cuarto de arriba, donde los escolares solíamos oírle leer en voz alta de la manera más solemne y terrorífica, y, dar, de vez en cuando, un porrazo en el techo. Existía la ficción de que el señor Wopsle «examinaba» a los alumnos cada trimestre. Lo que hacía en estas ocasiones era remangarse los puños, alborotarse el cabello y recitarnos la oración de Marco Antonio ante el cadáver de César. A esto seguía siempre la Oda de Collins sobre las pasiones, en la cual yo reverenciaba especialmente al señor Wopsle, cuando, personificando la Venganza, arrojaba como un rayo la sangrienta espada y tomaba con mirada fulminante la trompa de la guerra. No me ocurría entonces lo que más tarde, cuando empecé a tener trato con las pasiones y las comparé con Collins y Wopsle, con desventaja para ambos caballeros. La tía abuela del señor Wopsle, además de regir esta institución docente, tenía —en la misma pieza— un pequeño comercio de artículos varios. No tenía idea alguna de los géneros en existencia ni de cuál era el precio de cada cosa; pero guardaba en un cajón una libreta grasienta que servía como catálogo de precios y, guiada por este oráculo, Biddy ajustaba todas las transacciones de la tienda. Biddy era la nieta de la tía abuela del señor Wopsle; me confieso incapaz de resolver el problema de cuál era su parentesco con el señor Wopsle. Era huérfana como yo, y también como yo había sido criada a fuerza de mano. Era muy notable, pensaba yo, por lo que se refería a las partes extremas de su persona; porque su cabello siempre estaba necesitando que lo peinasen; sus manos, que las lavasen, y sus zapatos que los remendasen y que los ajustasen del tacón. A esta descripción hay que hacer la salvedad de un día por semana. Los domingos iba a la iglesia muy compuesta. En buena parte sin ayuda de nadie y más con la ayuda de Biddy que de la tía abuela del señor Wopsle, pasé por el abecedario como por un zarzal, pinchándome y arañándome de lo lindo en cada letra. Luego fui a caer entre aquellos ladrones, las nueve cifras, que cada noche parecían hacer algo nuevo para disfrazarse e impedir que las reconociera. Pero al cabo, como si dijéramos a tientas y a ciegas, empecé a leer, escribir y contar en muy pequeña escala. Una noche, estaba sentado en el rincón de la chimenea con mi pizarra, poniendo todo mi esfuerzo en la redacción de una carta para Joe. Creo que debía de ser como un año después de nuestra expedición a los marjales, porque había pasado mucho tiempo y estábamos en invierno y caía una fuerte helada. Con un abecedario a mis pies, sobre el hogar para poderlo consultar, logré garrapatear esta epístola: «CERI Do JOe ESpeRo CE stAS BieN i Espero ce pRontO Po Dre eNseñA rte i JOe entonCes ce cOnTEnTos i CUanDO seA tua Prendiz CoMoNos Di BertiREMoS Tu serBi Dor Pip.» Nada hacía indispensable que me comunicara por carta con Joe, puesto que lo tenía junto a mí y estábamos solos. Pero yo le entregué esta misiva (con pizarra y todo) por mi propia mano y él la recibió como un milagro de erudición. —¡Caramba, Pip! —exclamó Joe, abriendo mucho sus ojos azules—. ¡Qué sabio eres! ¿No es cierto? —Querría serlo —dije yo, mirando la pizarra, mientras él la sostenía, con la aprensión de que la escritura resultase un poco desigual. —¡Oh, aquí hay una J —dijo Joe— y una O de las mejores! Aquí sin duda dice Joe. Nunca había oído a Joe leer en voz alta nada más largo que este monosílabo, y el último domingo en la iglesia, un momento en que yo tenía distraídamente vuelto al revés nuestro libro de preces, creí observar que parecía prestarle el mismo servicio así que si lo tuviese derecho. Deseando aprovechar la ocasión para averiguar si para enseñar a Joe tendría que empezar por el principio de todo, dije: —¡Ah! Pero lee lo demás, Joe. —Lo demás ¡eh Pip! —dijo Joe estudiando el escrito con mirada lenta y escrutadora—. Una, dos. ¡Mira! ¡Aquí hay dos jotas y dos os y dos jotas… o, Joes, Pip! Me incliné hacia Joe y con la ayuda de mi índice le leí toda la carta. —¡Asombroso! —dijo Joe, en cuanto hube terminado—. ¡Eres un sabio! —¿Cómo deletreas Gargery, Joe? —le pregunté con modesto aire de protección. —No lo deletreo de ningún modo —dijo Joe. —Pero suponiendo que lo hicieras… —No se puede suponer —dijo Joe—. Y eso que me gusta mucho leer. —¿De veras, Joe? —Mucho. Dame —dijo Joe— un buen libro o un buen periódico, y ponme sentado junto a un buen fuego, y no deseo nada mejor. ¡Válgame Dios! — continuó después de frotarse un rato las rodillas—, cuando uno llega a una J y una O y se dice «aquí, por fin, hay un J, O: Joe», ¡qué interesante es leer! De esto deduje que la educación de Joe, como el vapor, se hallaba aún en su infancia. Continuando con el mismo tema, inquirí: —¿Nunca fuiste a la escuela, Joe, cuando eras pequeño como yo? —No, Pip. —¿Por qué no fuiste nunca a la escuela, Joe, cuando tenías mi edad? —Verás, Pip —dijo Joe cogiendo el hurgón y entregándose, como tenía por costumbre cuando estaba pensativo, a la ocupación de atizar lentamente el fuego—. Voy a decírtelo. Mi padre, Pip, era un poco dado a la bebida, y cuando estaba bebido, pegaba despiadadamente a mi madre con el martillo. Eran casi los únicos martillazos que daba, si exceptuamos los que me daba a mí. Y me martilleaba con una energía igualada solamente por la energía con que no martilleaba su yunque. ¿Me oyes y me entiendes, Pip? —Sí, Joe. —En consecuencia, mi madre y yo nos escapamos varias veces de casa; y entonces mi madre salía a trabajar, y me decía: «Joe, ahora, si Dios quiere, vas a tener instrucción, hijo mío», y me ponía en la

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