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Frankenstein; o El Moderno Prometeo Por Mary Shelley VOLUMEN I CARTA I A la señora SAVILLE, Inglaterra. San Petersburgo, 11 de diciembre de 17** Te alegrará saber que no ha ocurrido ningún percance al principio de una aventura que siempre consideraste cargada de malos presagios. Llegué aquí ayer, y...

Frankenstein; o El Moderno Prometeo Por Mary Shelley VOLUMEN I CARTA I A la señora SAVILLE, Inglaterra. San Petersburgo, 11 de diciembre de 17** Te alegrará saber que no ha ocurrido ningún percance al principio de una aventura que siempre consideraste cargada de malos presagios. Llegué aquí ayer, y mi primera tarea es asegurarle a mi querida hermana que me hallo perfectamente y que tengo una gran confianza en el éxito de mi empresa. Me encuentro ya muy al norte de Londres y, mientras camino por las calles de Petersburgo, siento la brisa helada norteña que fortalece mi espíritu y me llena de gozo. ¿Comprendes este sentimiento? Esta brisa, que llega desde las regiones hacia las que me dirijo, me trae un presagio de aquellos territorios helados. Animadas por ese viento cargado de promesas, mis ensoñaciones se tornan más apasionadas y vívidas. En vano intento convencerme de que el Polo es el reino del hielo y la desolación: siempre se presenta a mi imaginación como la región de la belleza y del placer. Allí, Margaret, el sol siempre permanece visible, con su enorme disco bordeando el horizonte y esparciendo un eterno resplandor. Allí —porque, con tu permiso, hermana mía, debo depositar alguna confianza en los navegantes que me precedieron—, allí la nieve y el hielo se desvanecen y, navegando sobre un mar en calma, el navío se puede deslizar suavemente hasta una tierra que supera en maravillas y belleza a todas las regiones descubiertas hasta hoy en el mundo habitado. Puede que sus paisajes y sus características sean incomparables, como ocurre en efecto con los fenómenos de los cuerpos celestes en estas soledades ignotas. ¿Qué no podremos esperar de unas tierras que gozan de luz eterna? Allí podré descubrir la maravillosa fuerza que atrae la aguja de la brújula, y podré comprobar miles de observaciones celestes que precisan solo que se lleve a cabo este viaje para conseguir que todas sus aparentes contradicciones adquieran coherencia para siempre. Saciaré mi ardiente curiosidad cuando vea esa parte del mundo que nadie visitó jamás antes y cuando pise una tierra que no fue hollada jamás por el pie del hombre. Esos son mis motivos y son suficientes para aplacar cualquier temor ante los peligros o la muerte, y para obligarme a emprender este penoso viaje con la alegría de un muchacho que sube a un pequeño bote, con sus compañeros de juegos, con la intención de emprender una expedición para descubrir las fuentes del río de su pueblo. Pero, aun suponiendo que todas esas conjeturas sean falsas, no podrás negar el inestimable beneficio que aportaré a toda la humanidad, hasta la última generación, con el descubrimiento de una ruta cerca del Polo que conduzca hacia esas regiones para llegar a las cuales, en la actualidad, se precisan varios meses; o con el descubrimiento del secreto del imán, lo cual, si es que es posible, solo puede llevarse a cabo mediante una empresa como la mía. Estas reflexiones han mitigado el nerviosismo con el que comencé mi carta, y siento que mi corazón arde ahora con un entusiasmo que me eleva al cielo, porque nada contribuye tanto a tranquilizar el espíritu como un propósito firme: un punto en el cual el alma pueda fijar su mirada intelectual. Esta expedición fue mi sueño más querido desde que era muy joven. Leí con fruición las narraciones de los distintos viajes que se habían realizado con la idea de alcanzar el norte del océano Pacífico a través de los mares que rodean el Polo. Seguramente recuerdes que la biblioteca de nuestro buen tío Thomas se reducía a una historia de todos los viajes realizados con intención de descubrir nuevas tierras. Mi educación fue descuidada, aunque siempre me apasionó la lectura. Aquellos libros fueron mi estudio día y noche, y a medida que los conocía mejor, aumentaba el pesar que sentí cuando, siendo un niño, supe que la última voluntad de mi padre prohibía a mi tío que me permitiera embarcar y abrazar la vida de marino. Esos fantasmas desaparecieron cuando, por vez primera, leí con detenimiento a aquellos poetas cuyas efusiones capturaron mi alma y la elevaron al cielo. Yo mismo me convertí también en poeta y durante un año viví en un Paraíso de mi propia invención; imaginaba que yo también podría ocupar un lugar en el templo donde se veneran los nombres de Homero y Shakespeare. Tú sabes bien cómo fracasé y cuán duro fue para mí aquel desengaño. Pero precisamente por aquel entonces recibí la herencia de mi primo y mis pensamientos regresaron al cauce que habían seguido hasta entonces. Ya han pasado seis años desde que decidí llevar a cabo esta empresa. Incluso ahora puedo recordar la hora en la cual decidí emprender esta aventura. Empecé por someter mi cuerpo a las penalidades. Acompañé a los balleneros en varias expediciones al Mar del Norte, y voluntariamente sufrí el frío, el hambre, la sed y la falta de sueño; durante el día, a menudo trabajé más duro que el resto de los marineros, y dediqué mis noches al estudio de las matemáticas, la teoría de la medicina y aquellas ramas de las ciencias físicas de las cuales un marino aventurero podría obtener gran utilidad práctica. En dos ocasiones me enrolé como suboficial en un ballenero groenlandés, y me desenvolví bastante bien. Debo reconocer que me sentí un poco orgulloso cuando el capitán me ofreció ser el segundo de a bordo en el barco y me pidió muy encarecidamente que me quedara con él, pues consideraba que mis servicios le eran muy útiles. Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco protagonizar una gran empresa? Mi vida podría haber transcurrido entre lujos y comodidades, pero he preferido la gloria a cualquier otra tentación que las riquezas pudieran ponerme en mi camino. ¡Oh, ojalá que algunas palabras de ánimo me confirmaran que es posible! Mi valor y mi decisión son firmes, pero mi esperanza a veces duda y mi ánimo con frecuencia decae. Estoy a punto de emprender un viaje largo y difícil; y los peligros del mismo exigirán que mantenga toda mi fortaleza: no solo se me pedirá que eleve el ánimo de los demás, sino que me veré obligado a sostener mi propio espíritu cuando el de los demás desfallezca. Esta es la época más favorable para viajar en Rusia. Los habitantes de esta parte se deslizan con rapidez con sus trineos sobre la nieve; el desplazamiento es muy agradable y, en mi opinión, mucho más placentero que los viajes en las diligencias inglesas. El frío no es excesivo, especialmente si vas envuelto en pieles, una indumentaria que no he tardado en adoptar, porque hay una gran diferencia entre andar caminando por cubierta y quedarse sentado sin hacer nada durante horas, cuando la falta de movilidad provoca que la sangre se te congele prácticamente en las venas. No tengo ninguna intención de perder la vida en el camino que va desde San Petersburgo a Arkangel. Partiré hacia esta última ciudad dentro de quince días o tres semanas, y mi intención es fletar un barco allí, lo cual podrá hacerse fácilmente si le pago el seguro al propietario, y contratar a tantos marineros como considere necesarios entre aquellos que estén acostumbrados a la caza de ballenas. No tengo intención de hacerme a la mar hasta el mes de junio…, ¿y cuándo regresaré? ¡Ah, mi querida hermana! ¿Cómo puedo responder a esa pregunta? Si tengo éxito, transcurrirán muchos, muchos meses, quizá años, antes de que podamos encontrarnos de nuevo. Si fracaso, me verás pronto… o nunca. Adiós, mi querida, mi buena Margaret. Que el Cielo derrame todas las bendiciones sobre ti, y me proteja a mí, para que pueda ahora y siempre demostrarte mi gratitud por todo tu cariño y tu bondad. Tu afectuoso hermano, R. WALTON. CARTA II A la señora SAVILLE, Inglaterra. Arkangel, 28 de marzo de 17** ¡Qué despacio pasa el tiempo aquí, atrapado como estoy por el hielo y la nieve…! He dado un paso más para llevar a cabo mi proyecto. Ya he alquilado un barco y me estoy ocupando ahora de reunir a la tripulación; los que ya he contratado parecen ser hombres de los que uno se puede fiar y, desde luego, parecen intrépidos y valientes. Pero hay una cosa que aún no me ha sido posible conseguir, y siento esa carencia como una verdadera desgracia. No tengo ningún amigo, Margaret: cuando esté radiante con el entusiasmo de mi éxito, no habrá nadie que comparta mi alegría; y si me asalta la tristeza, nadie intentará consolarme en la amargura. Puedo plasmar mis pensamientos en el papel, es cierto; pero ese me parece un modo muy pobre de comunicar mis sentimientos. Me gustaría contar con la compañía de un hombre que me pudiera comprender, cuya mirada contestara a la mía. Puedes acusarme de ser un romántico, mi querida hermana, pero siento amargamente la necesidad de contar con un amigo. No tengo a nadie junto a mí que sea tranquilo pero valiente, que posea un espíritu cultivado y, al tiempo, de mente abierta, cuyos gustos se parezcan a los míos, para que apruebe o corrija mis planes. ¡Qué necesario sería un amigo así para enmendar los errores de tu pobre hermano…! Soy demasiado impulsivo en mis actos y demasiado impaciente ante las dificultades. Pero hay otra desgracia que me parece aún mayor, y es haberme educado yo solo: durante los primeros catorce años de mi vida nadie me puso normas y no leí nada salvo los libros de viajes del tío Thomas. A esa edad empecé a conocer a los poetas más celebrados de nuestra patria; pero solo cuando ya no podía obtener los mejores frutos de tal decisión, comprendí la necesidad de aprender otras lenguas distintas a las de mi país natal. Ahora tengo veintiocho años y en realidad soy más ignorante que un estudiante de quince. Es cierto que he reflexionado más, y que mis sueños son más ambiciosos y grandiosos, pero, como dicen los pintores, necesitan armonía: y por eso me hace mucha falta un amigo que tenga el suficiente juicio para no despreciarme como romántico y el suficiente cariño hacia mí como para intentar ordenar mis pensamientos. En fin, son lamentaciones inútiles; con toda seguridad no encontraré a ningún amigo en esos inmensos océanos, ni siquiera aquí, en Arkangel, entre los marineros y los pescadores. Sin embargo, incluso en esos rudos pechos laten algunos sentimientos, ajenos a lo peor de la naturaleza humana. Mi lugarteniente, por ejemplo, es un hombre de extraordinario valor y arrojo; y tiene un enloquecido deseo de gloria. Es inglés y, a pesar de todos sus prejuicios nacionales y profesionales, que no se han pulido con la educación, aún conserva algo de las cualidades humanas más nobles. Lo conocí a bordo de un barco ballenero; y cuando supe que se encontraba sin trabajo en esta ciudad, de inmediato lo contraté para que me ayudara en mi aventura. El primer oficial es una persona de una disposición excelente y en el barco se le aprecia por su amabilidad y su flexibilidad en cuanto a la disciplina. De hecho, es de una naturaleza tan afable que no sale a cazar (el entretenimiento más común aquí, y a menudo, el único) solo porque no soporta ver cómo se derrama sangre inútilmente. Además, es de una generosidad casi heroica. Hace algunos años estuvo enamorado de una joven señorita rusa de mediana fortuna, y como mi oficial había amasado una considerable suma por sus buenos oficios, el padre de la muchacha consintió que se casaran. Antes de la ceremonia vio una vez a su prometida y ella, anegada en lágrimas, y arrojándose a sus pies, le suplicó que la perdonara, confesando al mismo tiempo que amaba a otro, pero que era pobre y que su padre nunca consentiría ese matrimonio. Mi generoso amigo consoló a la suplicante joven y, tras informarse del nombre de su amante, de inmediato partió en su busca. Ya había comprado una granja con su dinero, y había pensado que allí pasaría el resto de su vida, pero se la entregó a su rival, junto con el resto de sus ahorros para que pudiera comprar algún ganado, y luego él mismo le pidió al padre de la muchacha que consintiera el matrimonio con aquel joven. Pero el viejo se negó obstinadamente, diciendo que había comprometido su honor con mi amigo; este, viendo la inflexibilidad del padre, abandonó el país y no regresó hasta que no supo que su antigua novia se había casado con el joven a quien verdaderamente amaba. «¡Qué hombre más noble!», pensarás. Y es cierto, pero después de aquello ha pasado toda su vida a bordo de un barco y apenas conoce otra cosa que no sean maromas y obenques. Pero no creas que estoy dudando en mi decisión porque me queje un poco, o porque imagine un consuelo a mis penas que tal vez jamás llegue a conocer. Mi resolución es tan firme como el destino, y mi viaje solo se ha retrasado hasta que el tiempo permita que nos hagamos a la mar. El invierno ha sido horriblemente duro, pero la primavera promete ser mejor, e incluso se dice que se adelantará considerablemente; así que tal vez pueda zarpar antes de lo que esperaba. No haré nada precipitadamente; me conoces lo suficiente como para confiar en mi prudencia y reflexión, puesto que ha sido así siempre que la seguridad de otros se ha confiado a mi cuidado. Apenas puedo describirte cuáles son mis sensaciones ante la perspectiva inmediata de emprender esta aventura. Es imposible comunicarte esa sensación de temblorosa emoción, a medio camino entre el gozo y el temor, con la cual me dispongo a partir. Me dirijo hacia regiones inexploradas, a «la tierra de las brumas y la nieve», pero no mataré ningún albatros, así que no temas por mi vida. ¿Te veré de nuevo, después de haber surcado estos océanos inmensos, y tras rodear el cabo más meridional de África o América? Apenas me atrevo a confiar en semejante triunfo, sin embargo, ni siquiera puedo soportar la idea de enfrentarme a la otra cara de la moneda. Escríbeme siempre que puedas: tal vez pueda recibir tus cartas en algunas ocasiones (aunque esa posibilidad se me antoja muy dudosa), cuando más las necesite para animarme. Te quiero muchísimo. Recuérdame con cariño si no vuelves a saber de mí. Tu afectuoso hermano, R. WALTON. CARTA III A la señora SAVILLE, Inglaterra. Día 7 de julio de 17** Mi querida hermana: Te escribo apresuradamente unas líneas para decirte que me encuentro bien y que he adelantado mucho en mi viaje. Esta carta llegará a Inglaterra por un marino mercante que regresa ahora a casa desde Arkangel; es más afortunado que yo, que quizá no pueda ver mi tierra natal durante muchos años. En cualquier caso, estoy muy animado: mis hombres son valientes y aparentemente fieles y resueltos; ni siquiera parecen asustarles los témpanos de hielo que continuamente pasan a nuestro lado flotando y que nos advierten de los peligros de la región en la que nos internamos. Ya hemos alcanzado una latitud elevadísima, pero estamos en pleno verano y aunque no hace tanto calor como en Inglaterra, los vientos del sur, que nos empujan velozmente hacia esas costas que tan ardientemente deseo encontrar, soplan con una reconfortante calidez que no esperaba. Hasta este momento no nos han ocurrido incidentes que merezcan apuntarse en una carta. Quizá uno o dos temporales fuertes, y la rotura de un mástil, pero son accidentes que los marinos experimentados ni siquiera se acuerdan de anotar; y me daré por satisfecho si no nos ocurre nada peor durante nuestro viaje. Adiós, mi querida Margaret. Puedes estar segura de que, tanto por mí como por ti, no me enfrentaré al peligro innecesariamente. Seré sensato, perseverante y prudente. Da recuerdos de mi parte a todos mis amigos en Inglaterra. Con todo mi cariño, R.W. CARTA IV A la señora SAVILLE, Inglaterra. Día 5 de agosto de 17** Nos ha ocurrido un suceso tan extraño que no puedo evitar anotarlo, aunque es muy probable que nos encontremos antes de que estas cuartillas de papel lleguen a ti. El pasado lunes (el día 31 de julio) estábamos prácticamente cercados por el hielo, que rodeaba al barco por todos lados, y apenas había espacio libre en el mar para mantenerlo a flote. Nuestra situación era un tanto peligrosa, especialmente porque una niebla muy densa nos envolvía. Así que decidimos arriar velas y detenernos, a la espera de que tuviera lugar algún cambio en la atmósfera y en el tiempo. Alrededor de las dos levantó la niebla y comprobamos que había, extendiéndose en todas direcciones, vastas e irregulares llanuras de hielo que parecían no tener fin. Algunos de mis camaradas dejaron escapar un lamento y yo mismo comencé a preocuparme y a inquietarme, cuando de repente una extraña figura atrajo nuestra atención y consiguió distraernos de la preocupación que sentíamos por nuestra propia situación. Divisamos un carruaje bajo, amarrado sobre un trineo y tirado por perros, que se dirigía hacia el norte, a una distancia de media milla de nosotros; un ser que tenía toda la apariencia de un hombre, pero al parecer con una altura gigantesca, iba sentado en el trineo y guiaba los perros. Vimos el rápido avance del viajero con nuestros catalejos hasta que se perdió entre las lejanas quebradas del hielo. Aquella aparición provocó en nosotros un indecible asombro. Creíamos que estábamos a cien millas de tierra firme, pero aquel suceso parecía sugerir que en realidad no nos encontrábamos tan lejos como suponíamos. En cualquier caso, atrapados como estábamos por el hielo, era imposible seguirle las huellas a aquella figura que con tanta atención habíamos observado. Aproximadamente dos horas después de aquel suceso supimos que había mar de fondo y antes de que cayera la noche, el hielo se rompió y liberó nuestro barco. De todos modos, permanecimos al pairo hasta la mañana, porque temíamos estrellarnos en la oscuridad con aquellas gigantescas masas de hielo a la deriva que flotan en el agua después de que se quiebra el hielo. Aproveché ese tiempo para descansar unas horas. Finalmente, por la mañana, tan pronto como hubo luz, subí a cubierta y me encontré con que toda la tripulación se había arremolinado en un extremo del barco, hablando al parecer con alguien que estaba sobre el hielo. Efectivamente, sobre un gran témpano de hielo había un trineo, como el otro que habíamos visto antes, que se había acercado a nosotros durante la noche. Solo quedaba un perro vivo, pero había un ser humano allí también y los marineros estaban intentando convencerle de que subiera al barco. Este no era, como parecía ser el otro, un habitante salvaje de alguna isla ignota, sino un europeo. Cuando me presenté en cubierta, mi oficial dijo: «Aquí está nuestro capitán, y no permitirá que usted muera en mar abierto.» Al verme, aquel extraño se dirigió a mí en inglés, aunque con un acento extranjero. «Antes de que suba al barco», dijo, «¿tendría usted la amabilidad de decirme hacia dónde se dirige?». Puedes imaginarte mi asombro al escuchar que se me hacía una pregunta semejante y por parte de un hombre que estaba a punto de morir, y para el cual yo había supuesto que mi barco sería un bien tan preciado que no lo habría cambiado por el tesoro más grande del mundo. De todos modos, contesté que formábamos parte de una expedición hacia el Polo Norte. Tras oír mi respuesta pareció tranquilizarse y consintió subir a bordo. ¡Dios mío, Margaret…! Si hubieras visto al hombre que aceptó salvarse de aquel modo tan extraño, tu espanto no habría tenido límites. Tenía los miembros casi congelados y todo su cuerpo estaba espantosamente demacrado por el agotamiento y el dolor. Nunca había visto a un hombre en un estado tan deplorable. Intentamos llevarlo al camarote, pero en cuanto se le privó del aire puro, se desmayó. Decidimos entonces volverlo a subir a cubierta y reanimarlo masajeándolo con brandy, y obligándolo a beber una pequeña cantidad. En cuando comenzó a mostrar señales de vida, lo envolvimos en mantas y lo colocamos cerca de los fogones de la cocina. Muy poco a poco se fue recuperando, y tomó un poco de caldo, que le sentó maravillosamente. Así transcurrieron dos días, antes de que le fuera posible hablar; en ocasiones temía que sus sufrimientos le hubieran mermado las facultades mentales. Cuando se hubo recobrado, al menos en alguna medida, lo hice trasladar a mi propio camarote y me ocupé de él todo lo que me permitían mis obligaciones. Nunca había conocido a una persona tan interesante: sus ojos muestran generalmente una expresión airada, casi enloquecida; pero hay otros momentos en los que, si alguien se muestra amable con él o le atiende con cualquier mínimo detalle, su gesto se ilumina, como si dijéramos, con un rayo de bondad y dulzura como no he visto jamás. Pero generalmente se muestra melancólico y desesperado, y a veces le rechinan los dientes, como si no pudiera soportar el peso de las desgracias que lo afligen. Cuando mi invitado se recuperó un tanto, me costó muchísimo mantenerlo alejado de los hombres de la tripulación, que deseaban hacerle mil preguntas; pero no permití que lo incomodaran con su curiosidad desocupada, puesto que la recuperación de su cuerpo y mente dependían evidentemente de un reposo absoluto. De todos modos, en una ocasión mi lugarteniente le preguntó por qué se había adentrado tanto en los hielos con aquel trineo tan extraño. Su rostro inmediatamente mostró un gesto de profundo dolor, y contestó: «Busco a alguien que huye de mí.» «¿Y el hombre al que persigue viaja también del mismo modo?» «Sí.» «Entonces… creo que lo hemos visto, porque el día anterior a rescatarle a usted vimos a unos perros tirando de un trineo, e iba un hombre en él, por el hielo.» Esto llamó la atención del viajero desconocido, e hizo muchas preguntas respecto a la ruta que había seguido aquel demonio (así lo llamó). Poco después, cuando ya estábamos los dos solos, me dijo: «Seguramente he despertado su curiosidad, como la de esa buena gente, pero es usted demasiado considerado como para hacerme preguntas.» «Está usted en lo cierto. De todos modos, sería una impertinencia y una desconsideración por mi parte molestarle con cualquier curiosidad.» «Sin embargo… me ha salvado usted de una situación difícil y peligrosa; ha sido usted muy caritativo al devolverme a la vida.» Poco después me preguntó si yo creía que el hielo, al resquebrajarse, podría haber acabado con el otro trineo. Le contesté que no podía responder con certeza alguna, porque el hielo no se había quebrado hasta cerca de medianoche y el otro viajero podría haber alcanzado un lugar seguro antes, pero eso tampoco podría afirmarlo con certeza. A partir de ese momento, el desconocido pareció muy deseoso de subir a cubierta para intentar avistar el trineo que le había precedido; pero lo he convencido de que se quede en el camarote, porque aún se encuentra demasiado débil para soportar el aire cortante. Pero le he prometido que alguno de mis hombres estará vigilando por él y que le dará cumplida noticia si se observa alguna cosa rara ahí fuera. Esto es lo que puedo decir hasta el día de hoy respecto a este extraño incidente. El desconocido ha ido mejorando poco a poco, pero permanece muy callado, y parece inquieto y nervioso cuando en el camarote entra cualquiera que no sea yo. Sin embargo, sus modales son tan amables y educados que todos los marineros se preocupan por él, aunque han hablado muy poco con él. Por mi parte, comienzo a apreciarlo como a un hermano, y su constante y profundo dolor provoca en mí un sentimiento de comprensión y compasión. Debe de haber sido un ser maravilloso en otros tiempos, puesto que incluso ahora, en la derrota, resulta tan atractivo y encantador. En una de mis cartas, mi querida Margaret, te dije que no encontraría a ningún amigo en este vasto océano; sin embargo, he encontrado a un hombre al que, antes de que su espíritu se hubiera quebrado por el dolor, yo habría estado encantado de considerar como a un hermano del alma. Seguiré escribiendo mi diario respecto a este desconocido cuando me sea posible, si es que se producen acontecimientos novedosos que merezcan relatarse. Día 13 de agosto de 17** El aprecio que siento por mi invitado aumenta cada día. Este hombre despierta a un tiempo mi admiración y mi piedad hasta extremos asombrosos. ¿Cómo puedo ver a un ser tan noble destrozado por la desdicha sin sentir una tremenda punzada de dolor? Es tan amable y tan inteligente… y es muy culto, y cuando habla, aunque escoge sus palabras con elegante cuidado, estas fluyen con una facilidad y una elocuencia sin igual. Ahora ya se encuentra muy restablecido de su enfermedad y está continuamente en cubierta, al parecer buscando el trineo que iba delante de él. Sin embargo, aunque parece infeliz, ya no está tan espantosamente sumido en su propio dolor, sino que se interesa también mucho por los asuntos de los demás. Me ha hecho muchas preguntas sobre mis propósitos y le he contado mi pequeña historia con franqueza. Parecía alegrarse de la confianza que le demostré y me sugirió algunas modificaciones en mi plan que me parecieron extremadamente útiles. No hay pedantería en su conducta, sino que todo lo que hace parece nacer exclusivamente del interés que instintivamente siente por el bienestar de aquellos que lo rodean. A menudo parece abatido por la pena y entonces se sienta solo e intenta vencer todo aquello que hay de hosco y asocial en su talante. Estos paroxismos pasan sobre él como una nube delante del sol, aunque su abatimiento nunca le abandona. He intentado ganarme su confianza, y espero haberlo conseguido. Un día le mencioné el deseo que siempre había sentido de contar con un buen amigo que me comprendiera y me ayudara con sus consejos. Le dije que yo no era ese tipo de hombres que se ofenden por los consejos ajenos. «Todo lo que sé lo he aprendido solo, y quizá no confío suficientemente en mis propias fuerzas. Así que me gustaría que ese compañero fuera más sabio y tuviera más experiencia que yo, para que me aportara confianza y me apoyara. No creo que sea imposible encontrar un verdadero amigo.» «Estoy de acuerdo con usted», contestó el desconocido, «en considerar que la amistad no es solo deseable, sino un bien posible. Yo tuve antaño un amigo, el mejor de todos los seres humanos, así que creo que estoy capacitado para juzgar la amistad. Usted espera conseguirla, y tiene el mundo ante usted, así que no hay razón para desesperar. Pero yo… yo lo he perdido todo, y ya no puedo empezar mi vida de nuevo». Cuando dijo eso, su rostro adoptó un expresivo gesto de serenidad y dolor que me llegó al corazón. Pero él permaneció en silencio y después se retiró a su camarote. Aunque tiene el alma destrozada, nadie aprecia más que él las bellezas de la naturaleza. El cielo estrellado, el mar y todos los paisajes que nos proporcionan estas maravillosas regiones parecen tener aún el poder de elevar su alma. Un hombre como él tiene una doble existencia: puede sufrir todas las desgracias y caer abatido por todos los desengaños; sin embargo, cuando se encierre en sí mismo, será como un espíritu celestial, que tiene un halo en torno a sí, cuyo cerco no puede atravesar ni la angustia ni la locura. ¿Te burlas por el entusiasmo que muestro respecto a este extraordinario vagabundo? Si es así, debes de haber perdido esa inocencia que fue antaño tu encanto característico. Sin embargo, si quieres, puedes sonreír ante la emoción de mis palabras, mientras yo encuentro cada día nuevas razones para repetirlas. Día 19 de agosto de 17** Ayer el desconocido me dijo: «Naturalmente, capitán Walton, se habrá dado cuenta de que he sufrido grandes e insólitas desventuras. En cierta ocasión pensé que el recuerdo de esas desgracias moriría conmigo, pero usted ha conseguido que cambie de opinión. Usted busca conocimiento y sabiduría, como lo busqué yo; y espero de todo corazón que el fruto de sus deseos no sea una víbora que le muerda, como lo fue para mí. No sé si el relato de mis desgracias le resultará útil; sin embargo, si así lo quiere, escuche mi historia. Creo que los extraños sucesos que tienen relación con mi vida pueden proporcionarle una visión de la naturaleza humana que tal vez pueda ampliar sus facultades y su comprensión del mundo. Sabrá usted de poderes y acontecimientos de tal magnitud que siempre los creyó imposibles: pero no tengo ninguna duda de que mi historia aportará por sí misma las pruebas de que son verdad los sucesos de que se compone.» Evidentemente, podrás imaginar que me sentí muy halagado por esa demostración de confianza; sin embargo, apenas podía soportar que tuviera que sufrir de nuevo el dolor de contarme sus desgracias. Estaba deseoso de oír el relato prometido, en parte por curiosidad, y en parte por el vivo deseo de intentar cambiar su destino, si es que semejante cosa estaba en mi mano. Expresé estos sentimientos en mi respuesta. «Gracias por su comprensión», contestó, «pero es inútil; mi destino casi está cumplido. No espero más que una cosa, y luego podré descansar en paz. Comprendo sus sentimientos», añadió, viendo que yo tenía intención de interrumpirle, «pero está usted muy equivocado, amigo mío, si me permite que le llame así. Nada puede cambiar mi destino: escuche mi historia, y entenderá usted por qué está irrevocablemente decidido». Luego me dijo que comenzaría a contarme su historia al día siguiente, cuando yo dispusiera de algún tiempo. Esta promesa me arrancó los más calurosos agradecimientos. He decidido que todas las noches, cuando no esté demasiado ocupado, escribiré lo que me cuente durante el día, con tanta fidelidad como me sea posible y con sus propias palabras. Y si tuviera muchos compromisos, al menos tomaré notas. El manuscrito sin duda te proporcionará un gran placer: pero yo, que lo conozco, y que escucharé la historia de sus propios labios, ¡con cuánto interés y con cuánto cariño lo leeré algún día, en el futuro…! CAPÍTULO 1 Soy ginebrino por nacimiento; y mi familia es una de las más distinguidas de esa república. Durante muchos años mis antepasados han sido consejeros y magistrados, y mi padre había ocupado varios cargos públicos con honor y buena reputación. Todos los que lo conocían lo respetaban por su integridad y por su infatigable dedicación a los asuntos públicos. Dedicó su juventud a los aconteceres de su país y solo cuando su vida comenzó a declinar pensó en el matrimonio y en ofrecer a su patria hijos que pudieran perpetuar sus virtudes y su nombre en el futuro. Como las circunstancias especiales de su matrimonio ilustran bien cuál era su carácter, no puedo evitar referirme a ellas. Uno de sus amigos más íntimos era un comerciante que, debido a numerosas desgracias, desde una posición floreciente cayó en la pobreza. Este hombre, cuyo nombre era Beaufort, tenía un carácter orgulloso y altivo, y no podía soportar vivir en la pobreza y en el olvido en el mismo país en el que antiguamente se había distinguido por su riqueza y su magnificencia. Así pues, habiendo pagado sus deudas, del modo más honroso que pudo, se retiró con su hija a la ciudad de Lucerna, donde vivió en el anonimato y en la miseria. Mi padre quería mucho a Beaufort, con una verdadera amistad, y lamentó mucho su retiro en circunstancias tan desgraciadas. También sentía mucho la pérdida de su compañía, y decidió ir a buscarlo e intentar persuadirlo de que comenzara de nuevo con su crédito y su ayuda. Beaufort había tomado medidas muy eficaces para esconderse y transcurrieron diez meses antes de que mi padre descubriera su morada. Entusiasmado por el descubrimiento, se dirigió inmediatamente a la casa, que estaba situada en una calle principal, cerca del Reuss. Pero cuando entró, solo la miseria y la desesperación le dieron la bienvenida. Beaufort apenas había conseguido salvar una suma de dinero muy pequeña del naufragio de su fortuna, pero era suficiente para proporcionarle sustento durante algunos meses; y, mientras tanto, esperaba encontrar algún empleo respetable en casa de algún comerciante. Pero durante ese período de tiempo no hizo nada; y con más tiempo para pensar, solo consiguió que su tristeza se hiciera más profunda y más dolorosa, y al final se apoderó de tal modo de su mente que tres meses después yacía enfermo en una cama, incapaz de moverse. Su hija lo atendía con todo el cariño, pero veía con desesperación cómo sus pequeños ahorros desaparecían rápidamente y no había ninguna otra perspectiva para ganarse el sustento. Pero Caroline Beaufort poseía una inteligencia poco común y su valentía consiguió sostenerla en la adversidad. Se buscó un trabajo humilde: hacía objetos de mimbre, y por otros medios pudo ganar un dinero que apenas era suficiente para poder comer. Transcurrieron varios meses así. Su padre se puso peor; la mayor parte de su tiempo la empleaba Caroline en atenderlo; sus medios de subsistencia menguaban constantemente. A los diez meses, su padre murió entre sus brazos, dejándola huérfana y desamparada. Este último golpe la abatió completamente y cuando mi padre entró en aquella habitación, ella estaba arrodillada ante el ataúd de Beaufort, llorando amargamente. Se presentó allí como un ángel protector para la pobre muchacha, que se encomendó a su cuidado, y después del entierro de su amigo, mi padre la llevó a Ginebra y la puso bajo la protección de un conocido. Dos años después de esos acontecimientos, la convirtió en su esposa. Cuando mi padre se convirtió en esposo y padre, descubrió que los deberes de su nueva situación le ocupaban tanto tiempo que tuvo que abandonar muchos de sus trabajos públicos y dedicarse a la educación de sus hijos. Yo era el mayor y estaba destinado a ser el sucesor en todos sus trabajos y obligaciones. Nadie en el mundo habrá tenido padres más cariñosos que los míos. Mi bienestar y mi salud fueron sus únicas preocupaciones, especialmente porque durante muchos años yo fui su único hijo. Pero antes de continuar con mi historia, debo contar un incidente que tuvo lugar cuando tenía cuatro años de edad. Mi padre tenía una hermana que lo adoraba y que se había casado muy joven con un caballero italiano. Poco después de su matrimonio, ella había acompañado a su marido a su país natal y durante algunos años mi padre no tuvo apenas contacto con ella. Por esas fechas, ella murió, y pocos meses después mi padre recibió una carta de su cuñado, que le comunicaba su intención de casarse con una dama italiana y le pedía a mi padre que se hiciera cargo de la pequeña Elizabeth, la única hija de su hermana fallecida. «Es mi deseo que la consideres como si fuera tu propia hija», decía en la carta, «y que la eduques en consecuencia. La fortuna de su madre quedará a su disposición, y te remitiré los documentos para que tú mismo los custodies. Te ruego que reflexiones mi propuesta y decidas si prefieres educar a tu sobrina tú mismo o encomendar esa tarea a una madrastra». Mi padre no lo dudó e inmediatamente viajó a Italia para acompañar a la pequeña Elizabeth a su futuro hogar. Muy a menudo oí decir a mi madre que, en aquel entonces, era la niña más bonita que había visto jamás y que incluso entonces ya mostraba signos de poseer un carácter amable y cariñoso. Estos detalles y su deseo de afianzar tanto como fuera posible los lazos del amor familiar determinaron que mi madre considerara a Elizabeth como mi futura esposa, y nunca encontró razones que le impidieran sostener semejante plan. Desde aquel momento, Elizabeth Lavenza se convirtió en mi compañera de juegos y, cuando crecimos, en mi amiga. Era tranquila y de buen carácter, pero divertida y juguetona como un bichito veraniego. Aunque era despierta y alegre, sus sentimientos eran intensos y profundos, y muy cariñosa. Disfrutaba de la libertad más que nadie, pero tampoco nadie era capaz de obedecer con tanto encanto a las órdenes o a los gustos de otros. Era muy imaginativa, sin embargo su capacidad para aplicarse en el estudio era notable. Elizabeth era la imagen de su espíritu: sus ojos de color avellana, aunque tan vivos como los de un pajarillo, poseían una atractiva dulzura. Su figura era ligera y airosa; y, aunque era capaz de soportar el cansancio y la fatiga, parecía la criatura más frágil del mundo. Aunque yo admiraba su inteligencia y su imaginación, me encantaba ocuparme de ella, como lo haría de mi animal favorito; nunca vi tantos encantos en una persona y en una inteligencia, unidos a tanta humildad. Todo el mundo adoraba a Elizabeth. Si los criados tenían alguna petición que hacer, siempre buscaban su intercesión. No había entre nosotros ninguna clase de peleas o enfados. Porque, aunque nuestros caracteres eran muy distintos, incluso había armonía en esa diferencia. Yo era más calmado y filosófico que mi compañera. Sin embargo, no era tan dócil y sumiso. Era capaz de estar concentrado en el estudio más tiempo, pero no era tan constante como ella. Me encantaba investigar lo que ocurría en el mundo… ella prefería ocuparse en perseguir las etéreas creaciones de los poetas. El mundo era para mí un secreto que deseaba desvelar… para ella era un espacio que deseaba poblar con sus propias imaginaciones. Mis hermanos eran considerablemente más jóvenes que yo, pero yo contaba con un amigo, entre mis compañeros de escuela, que compensaba esa deficiencia. Henry Clerval era hijo de un comerciante de Ginebra, un amigo íntimo de mi padre. Era un muchacho de un talento y una imaginación singulares. Recuerdo que cuando solo tenía nueve años escribió un cuento de hadas que fue la delicia y el asombro de todos sus compañeros. Su estudio favorito consistía en los libros de caballería y las novelas; y cuando era muy joven, puedo recordar que solíamos representar obras de teatro que componía él mismo a partir de aquellos libros, siendo los principales personajes de las mismas Orlando, Robín Hood, Amadís y San Jorge. No creo que hubiera un joven más feliz que yo. Mis padres eran indulgentes y mis compañeros, encantadores. Nunca se nos obligó a estudiar y, por alguna razón, siempre teníamos algún objetivo a la vista que nos empujaba a aplicarnos con fruición para obtener lo que pretendíamos. Era mediante este método, y no por la emulación, por lo que estudiábamos. A Elizabeth no se le dijo que se aplicara especialmente en el dibujo, para que sus compañeras no la dejaran atrás, pero el deseo de agradar a su tía la empujaba a representar algunas escenas que le gustaban. Aprendimos latín e inglés, así que podíamos leer textos en esas lenguas. Y, lejos de que el estudio nos pudiera resultar odioso por los castigos, nos encantaba aplicarnos a ello, y nuestros entretenimientos eran lo que otros niños consideraban deberes. Quizá no leímos tantos libros ni aprendimos idiomas con tanta rapidez como aquellos que siguen una disciplina concreta con un método preciso, pero lo que aprendimos se imprimió más profundamente en nuestra memoria. En la descripción de nuestro círculo familiar he incluido a Henry Clerval porque siempre estaba con nosotros. Iba a la escuela conmigo y generalmente pasaba la tarde en nuestra casa; como era hijo único y no tenía con quién entretenerse en casa, su padre estaba encantado de que encontrara amigos en la nuestra; y, en realidad, nunca éramos del todo felices si Clerval no estaba con nosotros. CAPÍTULO 2 Los acontecimientos que influyen decisivamente en nuestros destinos a menudo tienen su origen en sucesos triviales. La filosofía natural es el genio que ha ordenado mi destino. Así pues, en este resumen de mis primeros años, deseo explicar aquellos hechos que me condujeron a sentir una especial predilección por la ciencia. Cuando tenía once años, fuimos todos de excursión a los baños que hay cerca de Thonon. Las inclemencias del tiempo nos obligaron a quedarnos todo un día encerrados en la posada. En aquella casa, por casualidad, encontré un volumen con las obras de Cornelio Agrippa. Lo abrí sin mucho interés; la teoría que intentaba demostrar y los maravillosos hechos que relataba pronto cambiaron aquella apatía en entusiasmo. Una nueva luz se derramó sobre mi entendimiento; y, dando saltos de alegría, comuniqué aquel descubrimiento a mi padre. No puedo dejar de señalar aquí cuántas veces los maestros tienen ocasión de dirigir los gustos de sus alumnos hacia conocimientos útiles y cuántas veces lo desaprovechan inconscientemente. Mi padre observó sin mucho interés la cubierta del libro y dijo: —¡Ah… Cornelio Agrippa! Mi querido Víctor, no pierdas el tiempo en estas cosas; no son más que tonterías inútiles. Si en vez de esta advertencia, o incluso esa exclamación, mi padre se hubiera tomado la molestia de explicarme que las teorías de Agrippa ya habían quedado completamente refutadas y que se había instaurado un sistema científico moderno que tenía mucha más relevancia que el antiguo, porque el del antiguo era pretencioso y quimérico, mientras que las intenciones del moderno eran reales y prácticas… en esas circunstancias, con toda seguridad habría desechado el Agrippa y, teniendo la imaginación ya tan excitada, probablemente me habría aplicado a una teoría más racional de la química que ha dado como resultado los descubrimientos modernos. Es posible incluso que mis ideas nunca hubieran recibido el impulso fatal que me condujo a la ruina. Pero aquella mirada displicente que mi padre había lanzado al libro en ningún caso me aseguraba que supiera siquiera de qué trataba, así que continué leyendo aquel volumen con la mayor avidez. Cuando regresé a casa, mi primera ocupación fue procurarme todas las obras de ese autor y, después, las de Paracelso y las de Alberto Magno. Leí y estudié con deleite las locas fantasías de esos autores; me parecían tesoros que conocían muy pocos aparte de mí; y aunque a menudo deseé comunicar a mi padre aquellos conocimientos secretos, sin embargo, su firme desaprobación de Agrippa, mi autor favorito, siempre me retuvo. De todos modos, le descubrí mi secreto a Elizabeth, bajo la estricta promesa de guardar secreto, pero no pareció muy interesada en la materia, así que continué mis estudios solo. Puede resultar un poco extraño que en el siglo XVIII apareciera un discípulo de Alberto Magno; pero yo no pertenecía a una familia de científicos ni había asistido a ninguna clase en Ginebra. Así pues, la realidad no enturbiaba mis sueños y me entregué con toda la pasión a la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida. Y esto último acaparaba toda mi atención; la riqueza era para mí un asunto menor, ¡pero qué fama alcanzaría mi descubrimiento si yo pudiera eliminar la enfermedad de la condición humana y conseguir que el hombre fuera invulnerable a cualquier cosa excepto a una muerte violenta! Esas no eran mis únicas ensoñaciones; invocar la aparición de fantasmas y demonios era una sugerencia constante de mis escritores favoritos, y yo ansiaba poder hacerlo inmediatamente; y si mis encantamientos nunca resultaban exitosos, yo atribuía los fracasos más a mi inexperiencia y a mis errores que a la falta de inteligencia o a la incompetencia de mis maestros. Los fenómenos naturales que tienen lugar todos los días delante de nuestros ojos no me pasaban desapercibidos. La destilación, de la cual mis autores favoritos eran absolutamente ignorantes, me causaba asombro, pero con lo que me quedé maravillado fue con algunos experimentos con una bomba de aire que llevaba a cabo un caballero al que solíamos visitar. La ignorancia de mis filósofos en estas y muchas otras disciplinas sirvieron para desacreditarlos a mis ojos… pero no podía apartarlos a un lado definitivamente antes de que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente. Cuando tenía alrededor de catorce años, estábamos en nuestra casa cerca de Belrive y fuimos testigos de una violenta y terrible tormenta. Había bajado desde el Jura y los truenos estallaban unos tras otros con un aterrador estruendo en los cuatro puntos cardinales del cielo. Mientras duró la tormenta, yo permanecí observando su desarrollo con curiosidad y asombro. Cuando estaba allí, en la puerta, de repente, observé un rayo de fuego que se levantaba desde un viejo y precioso roble que se encontraba a unas veinte yardas de nuestra casa; y en cuanto aquella luz resplandeciente se desvaneció, pude ver que el roble había desaparecido, y no quedaba nada allí, salvo un tocón abrasado. A la mañana siguiente, cuando fuimos a verlo, nos encontramos el árbol increíblemente carbonizado; no se había rajado por el impacto, sino que había quedado reducido por completo a astillas de madera. Nunca vi una cosa tan destrozada. La catástrofe del árbol me dejó absolutamente asombrado. Entre otras cuestiones sugeridas por el mundo natural, profundamente interesado, le pregunté a mi padre por la naturaleza y el origen de los truenos y los rayos. Me dijo que era «electricidad», y me explicó también los efectos de aquella fuerza. Construyó una pequeña máquina eléctrica, e hizo algunos pequeños experimentos y preparó una cometa con una cuerda y un cable que podía extraer aquel fluido desde las nubes. Este último golpe acabó de derribar a Cornelio Agrippa, a Alberto Magno y a Paracelso, que durante tanto tiempo habían sido reyes y señores de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a estudiar ningún sistema moderno y este desinterés tenía su razón de ser en la siguiente circunstancia. Mi padre expresó su deseo de que yo asistiera a un curso sobre filosofía natural, a lo cual accedí encantado. Hubo algún inconveniente que impidió que yo asistiera a aquellas lecciones hasta que el curso casi hubo concluido. La clase a la que acudí, aunque casi era la última del curso, me resultó absolutamente incomprensible. El profesor hablaba con gran convicción del potasio y el boro, los sulfatos y los óxidos, unos términos a los que yo no podía asociar idea alguna: me desagradó profundamente una ciencia que, a mi entender, solo consistía en palabras. Desde aquel momento hasta que fui a la universidad, abandoné por completo mis antaño apasionados estudios de ciencia y filosofía natural, aunque aún leía con deleite a Plinio y a Buffon, autores que en mi opinión eran casi iguales en interés y utilidad. En aquella época mi principal interés eran las matemáticas y la mayoría de las ramas de estudio que se relacionan con esa disciplina. También estaba muy ocupado en el aprendizaje de idiomas; ya conocía un poco el latín, y comencé a leer sin ayuda del lexicón a los autores griegos más sencillos. También sabía inglés y alemán perfectamente. Y ese era el listado de mis conocimientos a la edad de diecisiete años; y se podrá usted imaginar que empleaba todo mi tiempo en adquirir y conservar los conocimientos de aquellas diferentes materias. Otra tarea recayó sobre mí cuando me convertí en maestro de mis hermanos. Ernest era cinco años más joven que yo y era mi principal alumno. Desde que era muy pequeño había tenido una salud delicada, razón por la cual Elizabeth y yo habíamos sido sus enfermeros habituales. Tenía un carácter muy dulce, pero era incapaz de concentrarse en ningún trabajo serio. William, el más joven de la familia, era aún muy niño y la criatura más bonita del mundo; sus alegres ojos azules, los hoyuelos de sus mejillas y sus gestos zalameros inspiraban el cariño más tierno. Así era nuestra vida familiar, de la cual permanecían siempre alejados las preocupaciones y el dolor. Mi padre dirigía nuestros estudios y mi madre formaba parte de nuestros juegos. Ninguno de nosotros gozaba de predilección alguna sobre los demás, y nunca se escucharon en casa órdenes autoritarias, pero nuestro cariño mutuo nos empujaba a obedecer y a satisfacer hasta el más mínimo deseo de los demás. CAPÍTULO 3 Cuando alcancé la edad de diecisiete años, mis padres decidieron que debería ir a estudiar a la Universidad de Ingolstadt. Hasta entonces yo había asistido a los colegios de Ginebra, pero mi padre creyó necesario, para completar mi educación, que debería conocer otras costumbres y no solo las de mi país natal. Así pues, mi partida se fijó para una fecha cercana. Pero antes de que llegara el día acordado, sucedió la primera desgracia de mi vida: un presagio, podría decirse, de mis futuras desdichas. Elizabeth había cogido la escarlatina, pero la dolencia no fue grave y se recuperó rápidamente. Durante la cuarentena a mi madre le habían dado numerosas razones para persuadirla de que no se ocupara de cuidarla. Y había accedido a nuestros ruegos, pero cuando supo que su niña del alma se estaba recuperando, no pudo seguir privándose de su compañía y entró en la habitación de la enferma mucho antes de que el peligro de la infección hubiera pasado. Las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales: tres días después, mi madre enfermó. Las fiebres eran malignas y el gesto de quienes la atendían pronosticaba lo peor. En su lecho de muerte, la fortaleza y la bondad de aquella admirable mujer no la abandonaron. Juntó las manos de Elizabeth y las mías. —Hijos míos —dijo—, había depositado todas mis esperanzas en vuestra unión. Ahora esa unión será el consuelo de vuestro padre. Elizabeth, mi amor, ocupa mi lugar y cuida de tus primos pequeños. ¡Cuánto lo siento…! ¡Cuánto siento tener que abandonaros…! He sido tan feliz y tan amada, ¿cómo no me va a ser difícil separarme de vosotros? Pero esas ideas no deberían preocuparme ahora; tendré que intentar resignarme con una sonrisa a la muerte y abrigaré la esperanza de encontraros en el otro mundo. Murió tranquila, y sus rasgos expresaban cariño incluso en la muerte. No será necesario describir los sentimientos de aquellos cuyos amados lazos quedan rotos por ese irreparable mal, el vacío que deja en las almas y la desesperación que se muestra en la mirada. Transcurre mucho tiempo antes de que la mente humana pueda convencerse de que la persona a quien se ve todos los días, y cuya simple existencia parece parte de la nuestra, se ha ido para siempre; pasa mucho tiempo antes de que podamos convencernos de que la mirada brillante de un ser amado se ha apagado para siempre y de que el sonido de una voz familiar y querida se ha acallado definitivamente, y nunca más volverá a escucharse. Estas son las reflexiones de los primeros días. Pero cuando el paso del tiempo demuestra que la desgracia es una realidad, entonces comienza la amargura y el dolor. Sin embargo, ¿a quién no ha arrebatado esa cruel mano algún ser querido? ¿Y por qué debería describir yo una pena que todos han sentido y deben sentir? Al final llega el día en el que el dolor es más bien una complacencia que una necesidad, y la sonrisa que juega en los labios, aunque parezca un maldito sacrilegio, ya no se oculta. Mi madre había muerto, pero nosotros aún teníamos obligaciones que cumplir; debíamos seguir con nuestra vida y aprender a sentirnos afortunados mientras quedara uno de nosotros a quien la muerte no hubiera arrebatado. Mi viaje a Ingolstadt, que había sido aplazado por esos acontecimientos, se volvió a plantear nuevamente. Conseguí que mi padre me diera un plazo de algunas semanas antes de partir. Ese tiempo transcurrió tristemente. La muerte de mi madre y mi inmediata partida nos deprimían, pero Elizabeth se esforzaba en devolver el espíritu de la alegría a nuestro pequeño círculo. Desde la muerte de su tía, su carácter había adquirido nueva firmeza y vigor. Decidió cumplir con sus deberes con la máxima precisión, y sintió que había recaído sobre ella el imperioso deber de dedicarse por entero a la felicidad de su tío y sus primos. Ella me consolaba, entretenía a su tío, educaba a mis hermanos; y nunca la vi tan encantadora como en aquel tiempo, cuando estaba constantemente intentando contribuir a la felicidad de los demás, olvidándose por completo de sí misma. El día de mi partida finalmente llegó. Yo ya me había despedido de todos mis amigos, excepto de Clerval, que pasó con nosotros aquella última tarde. Lamentó amargamente que le fuera imposible acompañarme. Pero no había modo de convencer a su padre para que se separara de su hijo, porque pretendía que se convirtiera en socio de sus negocios y aplicaba su teoría favorita, según la cual los estudios eran un asunto superfluo a la hora de desenvolverse en la vida diaria. Henry tenía un espíritu delicado, no tenía ningún deseo de permanecer ocioso y en el fondo estaba encantado de convertirse en socio de su padre, pero creía que un hombre podía ser un perfecto comerciante y, sin embargo, poseer una apreciable cultura. Estuvimos reunidos hasta muy tarde, escuchando sus lamentos y haciendo muchos y pequeños planes para el futuro. A la mañana siguiente, muy temprano, partí. Las lágrimas anegaron la mirada de Elizabeth; se derramaban en parte por la pena ante mi despedida y en parte porque pensaba que aquel mismo viaje debía haber tenido lugar tres meses antes, con la bendición de una madre. Me derrumbé en la diligencia que debía llevarme y me sumí en las reflexiones más melancólicas. Yo, que siempre había estado rodeado por los mejores compañeros, continuamente comprometidos en intentar hacernos felices unos a otros… Ahora estaba solo. Debería buscarme mis propios amigos en la universidad a la que iba a acudir, y cuidar de mí mismo. Hasta ese momento, mi vida había transcurrido en un ambiente protegido y familiar, y esto había generado en mí una invencible desconfianza hacia los desconocidos. Amaba a mis hermanos, a Elizabeth y a Clerval: esos eran mis «viejos rostros conocidos», y me creía absolutamente incapaz de soportar la compañía de extraños. Tales eran mis pensamientos cuando comencé el viaje. Pero a medida que avanzaba, fui animándome y mis esperanzas resurgieron. Deseaba ardientemente adquirir más conocimientos. Cuando estaba en casa, a menudo pensaba que sería muy duro permanecer toda mi juventud encerrado en un solo lugar e incluso había deseado conocer mundo y buscarme un lugar en la sociedad entre otros seres humanos. Ahora mis deseos se habían visto satisfechos y, en realidad, habría sido absurdo lamentarlo. Tuve tiempo suficiente para estas y muchas otras reflexiones durante el viaje a Ingolstadt, que resultó largo y aburrido. Las agujas de la ciudad por fin se ofrecieron a mi vista. Descendí del carruaje y me condujeron a mi solitario apartamento para que empleara la tarde en lo que quisiera. CAPÍTULO 4 A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y me personé ante algunos de los profesores principales y, entre otros, ante el señor Krempe, profesor de Filosofía Natural. Me recibió con afabilidad y me hizo algunas preguntas referidas a mis conocimientos en las diferentes ramas científicas relacionadas con la filosofía natural. Con miedo y tembloroso, es cierto, cité a los únicos autores que había leído sobre esas materias. El profesor me miró asombrado. —¿De verdad ha perdido el tiempo estudiando esas necedades? —me dijo. Contesté afirmativamente. —Cada minuto, cada instante que ha desperdiciado usted en esos libros ha sido tiempo perdido, completa y absolutamente —añadió el señor Krempe con enojo—. Tiene usted el cerebro atestado de sistemas caducos y nombres inútiles. ¡Dios mío…! ¿En qué desierto ha estado viviendo usted? ¿Es que no había un alma caritativa que le dijera a usted que esas tonterías que ha devorado con avidez tienen más de mil años y son tan rancias como anticuadas? No esperaba encontrarme a un discípulo de Alberto Magno y de Paracelso en el siglo de la Ilustración y la ciencia. Mi querido señor, deberá usted comenzar sus estudios absolutamente desde el principio. Y diciéndome esto, se apartó a un lado y escribió una lista de varios libros de filosofía natural que debía procurarme, y me despidió después de mencionar que a principios de la semana siguiente tenía intención de comenzar un curso sobre las características generales de la filosofía natural, y que el señor Waldman, un colega suyo, daría lecciones de química los días que él no dictara sus clases. No regresé a casa muy decepcionado, porque yo también consideraba inútiles a los escritores que el profesor había reprobado de aquel modo tan enérgico…, pero tampoco me sentí muy inclinado a estudiar aquellos libros que había adquirido por recomendación suya. El señor Krempe era un hombrecillo pequeño y gordo de voz ronca y rostro desagradable, así que el profesor no me predisponía a estudiar su materia. Además, yo tenía mis reparos respecto a la utilidad de la filosofía natural moderna. Era bien distinto cuando los maestros de la ciencia perseguían la inmortalidad y el poder: aquellas ideas, aunque eran completamente inútiles, al menos tenían grandeza. Pero ahora todo había cambiado: la ambición del investigador parecía limitarse a rebatir aquellos puntos de vista en los cuales se fundaba principalmente mi interés en la ciencia. Se me estaba pidiendo que cambiara quimeras de infinita grandeza por realidades que apenas valían nada. Tales fueron mis pensamientos durante dos o tres días que pasé completamente solo… pero al comenzar la semana siguiente, pensé en la información que el señor Krempe me había dado respecto a los cursos. Y aunque no tenía ninguna intención de ir a escuchar cómo aquel profesorcillo vanidoso repartía sentencias desde su púlpito, recordé lo que había dicho del señor Waldman, a quien yo no conocía, porque hasta ese momento había permanecido fuera de la ciudad. En parte por curiosidad y en parte por distraerme, fui al aula en la que el señor Waldman entró poco después. Este profesor era un hombre muy distinto a su colega. Rondaría los cincuenta años, pero con un aspecto que inspiraba una gran bondad; algunos cabellos grises cubrían sus sienes, pero en la parte posterior de la cabeza eran casi negros. No era muy alto, pero caminaba notablemente erguido y su voz era la más dulce que yo había oído en mi vida. Comenzó la lección con una recapitulación de la historia de la química y de los avances que habían llevado a cabo muchos hombres de ciencia, pronunciando con fervor los nombres de los grandes sabios. Después ofreció una perspectiva general del estado actual de la ciencia y explicó muchas de sus bondades. Después de hacer algunos experimentos sencillos, concluyó con un panegírico dedicado a la química moderna; nunca olvidaré sus palabras. —Los antiguos maestros de la ciencia —dijo— prometían imposibles y no consiguieron nada. Los maestros modernos prometen muy poco. Saben que los metales no pueden transmutarse y que el elixir de la vida es solo una quimera. Pero estos filósofos, cuyas manos parecen hechas solo para escarbar en la suciedad y cuyos ojos parecen solo destinados a escudriñar en el microscopio o en el crisol, en realidad han conseguido milagros. Penetran en los recónditos escondrijos de la Naturaleza y muestran cómo opera en esos lugares secretos. Han ascendido a los cielos y han descubierto cómo circula la sangre y la naturaleza del aire que respiramos. Han adquirido nuevos y casi ilimitados poderes: pueden dominar los truenos del cielo, simular un terremoto, e incluso imitar el mundo invisible con sus propias sombras. Salí de allí encantado con este profesor y su lección, y lo visité aquella misma tarde. En privado, sus modales eran incluso más amables y afectuosos que en público. Porque había una cierta dignidad en sus gestos durante sus clases que se tornaba afabilidad y amabilidad en su propia casa. Escuchó con atención mi pequeña historia referente a los estudios y sonrió cuando pronuncié los nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin el desprecio que el señor Krempe había mostrado. Dijo que «los modernos filósofos estaban en deuda con el infatigable esfuerzo de esos hombres que sentaron las bases del conocimiento. Ellos nos habían encomendado una tarea más sencilla: dar nuevos nombres y ordenar en clasificaciones comprensibles los hechos que, en buena parte, ellos habían sacado a la luz. El trabajo del hombre de genio, aunque esté equivocado o mal dirigido, muy pocas veces deja de convertirse en un verdadero beneficio para la humanidad». Escuché atentamente sus palabras, pronunciadas sin presunción alguna, y luego añadí que su lección había apartado de mí cualquier prejuicio contra los químicos modernos; y también le pedí que me aconsejara respecto a los libros que debía leer. —Me alegra mucho tener un nuevo discípulo —dijo el señor Waldman—; y si se aplica usted al estudio tanto como parece sugerir su inteligencia, no tengo duda de que alcanzará el éxito. La química es esa rama de la filosofía natural en la cual se han hecho y se harán los avances más importantes. Por eso la escogí como disciplina principal en mi trabajo. Pero, al mismo tiempo, no he descuidado otras ciencias. Uno sería un triste químico si solo estudiara esa materia. Si su deseo realmente es llegar a ser un verdadero hombre de ciencia y no simplemente un experimentador frívolo, debería aconsejarle que se aplique a todas las ramas de la filosofía natural, incluidas las matemáticas. Luego me llevó a su laboratorio y me explicó el uso de algunas de sus máquinas, aconsejándome sobre lo que debía comprar y prometiéndome que me dejaría utilizar su laboratorio cuando supiera lo suficiente para no estropear sus aparatos. También me dio la lista de libros que le había pedido, y luego nos despedimos. Así terminó un día memorable para mí, porque entonces se decidió mi destino. CAPÍTULO 5 Desde aquel día, la filosofía natural y particularmente la química se convirtieron prácticamente en mis únicas materias de estudio. Leí con avidez todos aquellos libros llenos de genialidades y sabiduría que los modernos investigadores habían escrito sobre aquellas materias. Acudí a las clases y cultivé la amistad de los científicos en la universidad; y encontré, incluso en el señor Krempe, una buena dosis de sentido común y verdadera sabiduría… unida, es verdad, a una fisonomía y unos modales desagradables, pero no por ello menos valiosa. En el señor Waldman descubrí a un verdadero amigo. El dogmatismo nunca enturbiaba su bondad e impartía sus clases con un aire de franqueza y buen carácter que desvanecía cualquier idea de pedantería. Fue quizá el amistoso carácter de este hombre lo que me inclinó más al estudio de aquella rama de la filosofía natural que él profesaba, y no tanto un amor intrínseco por la propia ciencia. Pero aquel estado de ánimo solo se produjo en los primeros pasos hacia el conocimiento; cuanto más me adentraba en la ciencia, más la buscaba solo por ella misma. Aquella dedicación, que al principio había sido una cuestión de deber y obligación, se tornó después tan apasionada e impaciente que muy a menudo las estrellas desaparecían en la luz de la mañana mientras yo aún permanecía trabajando en mi laboratorio. Dado que me aplicaba al estudio con tanto celo, fácilmente puede comprenderse que progresé con mucha rapidez. De hecho, mi fervor científico era el asombro de los estudiantes y mi dominio de la materia, el de mi maestro. El profesor Krempe a menudo me preguntaba, con una maliciosa sonrisa en sus labios, cómo andaba Cornelio Agrippa, mientras el señor Waldman expresaba de corazón los elogios más encendidos ante mis avances. Así transcurrieron dos años, en los cuales no regresé a Ginebra, porque estaba enfrascado en cuerpo y alma en el estudio de ciertos descubrimientos que esperaba realizar. Nadie, salvo aquellos que lo han experimentado, pueden comprender la fascinación que ejerce la ciencia. En otras disciplinas, uno llega hasta donde han llegado aquellos que lo han precedido, y no puede llegar a saber nada más; pero en la investigación científica continuamente se alimenta la pasión por los descubrimientos y las maravillas. Una inteligencia de capacidad mediana que se empeña con pasión en un estudio necesariamente alcanza un gran dominio en dicha disciplina. Y yo, que continuamente intentaba alcanzar una meta y estaba dedicado a ese único fin, progresé tan rápidamente que al final de aquellos dos años hice algunos descubrimientos para la mejora de ciertos aparatos químicos, lo cual me procuró gran estima y admiración en la universidad. Cuando llegué a ese punto y hube aprendido todo lo que los profesores de Ingolstadt podían enseñarme, y teniendo en cuenta que mi estancia allí ya no me procuraría aprovechamiento alguno, pensé en regresar con los míos a mi ciudad natal, pero entonces se produjo un suceso que alargó mi estancia allí. Uno de aquellos fenómenos que habían llamado especialmente mi atención era la estructura del cuerpo humano y, en realidad, la de cualquier animal dotado de vida. A menudo me preguntaba: ¿dónde residirá el principio de la vida? Era una pregunta atrevida y siempre se había considerado un misterio. Sin embargo, ¿cuántas cosas podríamos descubrir si la cobardía o el desinterés no entorpecieran nuestras investigaciones? Le di muchas vueltas a estas cuestiones y decidí que desde aquel momento en adelante me aplicaría muy especialmente a aquellas ramas de la filosofía natural relacionadas con la fisiología. Si no me hubiera animado una especie de entusiasmo sobrenatural, mi dedicación a esa disciplina me habría resultado tediosa y casi insoportable. Para estudiar las fuentes de la vida, debemos recurrir en primer lugar a la muerte. Enseguida me familiaricé con la ciencia de la anatomía, pero no era suficiente. Debía también observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Durante mi educación, mi padre había tomado todo tipo de precauciones para evitar que mi mente se viera impresionada por terrores sobrenaturales. Así que yo no recuerdo haber temblado jamás ante cuentos supersticiosos o haber temido la aparición de un espíritu. La oscuridad no ejercía ninguna influencia en mi imaginación; y un cementerio no era para mí más que un conjunto de cuerpos privados de vida y que, en vez de ser los receptáculos de la belleza y la fuerza, se habían convertido en alimento para los gusanos. Ahora estaba decidido a estudiar la causa y el proceso de esa descomposición y me vi forzado a pasar días y noches enteros en panteones y osarios. Mi atención se centró en todos aquellos detalles que resultan insoportablemente repugnantes a la delicadeza de los sentimientos humanos. Vi cómo las hermosas formas del hombre se degradaban y se pudrían; y observé detenidamente la corrupción de la muerte triunfando sobre las rosadas mejillas llenas de vida; vi cómo los gusanos heredaban las maravillas de los ojos y el cerebro. Me detuve, examinando y analizando todos los detalles y las causas a partir de los cambios que se producían en el proceso de la vida a la muerte, y de la muerte a la vida, hasta que en medio de aquella oscuridad una repentina luz se derramó sobre mí. Era una luz tan brillante y maravillosa, y sin embargo tan sencilla, que, aunque casi me encontraba aturdido ante las inmensas perspectivas que iluminaba, me sorprendió que yo —entre los muchos hombres de ingenio que se habían dedicado a la misma disciplina—, y solo yo, descubriera aquel asombroso secreto. Recuerde: no estoy hablando de las imaginaciones de un loco. Lo que afirmo aquí es tan cierto como el sol que brilla en el cielo. Quizá algún milagro podría haberlo conseguido. Pero las etapas de mi descubrimiento eran claras y posibles. Después de muchos días y noches de increíble trabajo y cansancio, conseguí descubrir la causa de la generación y de la vida. Es más: había conseguido ser capaz de infundir vida en la materia muerta. La sorpresa que experimenté al principio con este descubrimiento pronto dio paso a la alegría y al entusiasmo. Después de emplear tanto tiempo en aquella penosa labor, alcanzar finalmente la cima de mis deseos era lo más gratificante que me podía suceder. Pero este descubrimiento era tan grande y abrumador que todos los pasos mediante los cuales había llegado a él se borraron de mi mente poco a poco, y me centré únicamente en el resultado. Aquello que había sido el estudio y el deseo de los hombres más sabios desde la creación del mundo se encontraba ahora en mis manos… aunque no se me había revelado todo de golpe, como si fuera un juego de magia. La información que yo había obtenido, más que mostrarme el fin ya conseguido por completo, tenía otra naturaleza y más bien dirigía mis esfuerzos hacia el objetivo que tenía en mente. Era como aquel árabe que había sido enterrado con otros muertos y encontró un pasadizo para volver al mundo, con la única ayuda de una luz trémula y aparentemente inútil. Veo, amigo mío, por su interés y por el asombro y la expectación que reflejan sus ojos, que espera que le cuente el secreto que descubrí… pero eso no va a ocurrir. Escuche pacientemente mi historia hasta el final y entonces comprenderá fácilmente por qué me guardo esa información. No voy a conducirle a usted, ingenuo y apasionado, tal y como lo era yo, a su propia destrucción y a un dolor irreparable. Aprenda de mí, si no por mis consejos, al menos por mi ejemplo, y vea cuán peligrosa es la adquisición de conocimientos y cuánto más feliz es el hombre que acepta su lugar en el mundo en vez de aspirar a ser más de lo que la naturaleza le permitirá jamás. CAPÍTULO 6 Cuando me encontré con un poder tan asombroso en las manos, durante mucho tiempo dudé sobre cuál podría ser el modo de utilizarlo. Aunque yo poseía la capacidad de infundir movimiento, preparar un ser para que pudiera recibirlo con todo su laberinto inextricable de fibras, músculos y venas aún continuaba siendo un trabajo de una dificultad y una complejidad inconcebibles. Al principio dudé si debería intentar crear a un ser como yo u otro que tuviera un organismo más sencillo; pero mi imaginación estaba demasiado exaltada por mi gran triunfo como para permitirme dudar de mi capacidad para dotar de vida a un animal tan complejo y maravilloso como un hombre. En aquel momento, los materiales de que disponía difícilmente podían considerarse adecuados para una tarea tan complicada y ardua, pero no tuve ninguna duda de que finalmente tendría éxito en mi empeño. Me preparé para sufrir innumerables reveses; mis trabajos podían frustrarse una y otra vez y finalmente mi obra podía ser imperfecta; sin embargo, cuando consideraba los avances que todos los días se producen en la ciencia y en la mecánica, me animaba y confiaba en que al menos mis experimentos se convertirían en la base de futuros éxitos. Ni siquiera me planteé que la magnitud y la complejidad de mi plan pudieran ser razones para no llevarlo a cabo. Y con esas ideas en mente, comencé la creación de un ser humano. Como la pequeñez de los órganos constituían un gran obstáculo para avanzar con rapidez, contrariamente a mi primera intención, decidí construir un ser de una estatura gigantesca; es decir, aproximadamente de siete u ocho pies de altura y con las medidas correspondientes proporcionadas. Después de haber tomado esta decisión y tras haber empleado varios meses en la recogida y la preparación de los materiales adecuados, comencé. Nadie puede siquiera imaginar la cantidad de sentimientos contradictorios que me embargaron durante ese tiempo. Cuando el éxito me empujaba al entusiasmo, la vida y la muerte me parecían ataduras ideales que yo sería el primero en romper y así derramaría un torrente de luz en nuestro oscuro mundo. Una nueva especie me bendeciría como a su creador y fuente de vida; y muchos seres felices y maravillosos me deberían sus existencias. Ningún padre podría exigir la gratitud de su hijo tan absolutamente como yo merecería las alabanzas de esos seres. Avanzando en estas ideas, pensé que si podía insuflar vida en la materia muerta, quizá podría, con el correr del tiempo (aunque en aquel momento me parecía imposible), renovar la vida donde la muerte aparentemente había entregado a los cuerpos a la corrupción. Aquellos pensamientos me animaban mientras proseguía con mi tarea con un entusiasmo infatigable. Mi rostro había palidecido con el estudio y todo mi cuerpo parecía demacrado por el constante confinamiento. Algunas veces, cuando me encontraba al borde mismo del triunfo, fracasaba, aunque siempre me aferraba a la esperanza que me aseguraba que al día siguiente o incluso una hora después podría conseguirlo. Y la esperanza a la que me aferraba era un secreto que solo yo poseía; y la luna observaba mis trabajos a medianoche mientras, con una ansiedad incansable e implacable, yo perseguía los secretos de la vida hasta sus más ocultos rincones. ¿Quién podrá concebir los horrores de mi trabajo secreto, cuando me veía obligado a andar entre las mohosas tumbas sin consagrar o torturando animales vivos para conseguir insuflar vida al barro inerte? Me tiemblan las manos ahora y siento deseos de llorar al recordarlo; pero en aquel entonces un impulso irrefrenable y casi frenético me obligaba a continuar adelante; era como si hubiera perdido el alma o la sensibilidad para todo excepto para lo que perseguía. En realidad fue como un estado de trance pasajero que, cuando aquel antinatural estímulo dejó de actuar sobre mí, solo me procuró una renovada y especial sensibilidad tan pronto como regresé a mis viejas costumbres. Recogí huesos de los osarios y profané con mis impúdicas manos los secretos del cuerpo humano. En una sala solitaria —o más bien en un desván, en la parte alta de una casa, y separado de los otros pisos por una galería y una escalera— preparé el taller para mi repugnante creación; mis ojos se salían de sus órbitas y se clavaban en los diminutos detalles de mi trabajo. Los quirófanos y el matadero me proporcionaban la mayor parte de mis materiales, y a menudo sentía que a mi naturaleza humana le repugnaba aquella ocupación, pero, aún apremiado por la ansiedad que constantemente me acuciaba, proseguí con el trabajo hasta que prácticamente le di fin. Pasaron los meses de verano y yo seguía enfrascado, en cuerpo y alma, en mi único objetivo. Fue un verano maravilloso: los campos pocas veces habían ofrecido unas cosechas tan abundantes y los viñedos rara vez habían dado una vendimia tan exuberante. Pero mis ojos permanecían insensibles a los encantos de la naturaleza, y los mismos sentimientos que me forzaron a despreciar lo que ocurría a mi alrededor también me obligaron a olvidar a todos aquellos seres queridos que estaban muy lejos y a quienes no había visto desde hacía tanto tiempo. Yo sabía que mi silencio les inquietaba y recordaba perfectamente las palabras de mi padre: «Sé que mientras estés contento contigo mismo, pensarás en nosotros con cariño, y sabremos de ti regularmente. Y debes perdonarme si considero cualquier interrupción en tu correspondencia como una prueba de que también estás descuidando el resto de tus obligaciones.» Así que sabía perfectamente cuáles serían sus sentimientos; pero no podía apartar mi mente del trabajo, odioso en sí mismo, pero que se había apoderado irresistiblemente de mi imaginación. Era como si deseara apartar de mí todo lo relacionado con mis sentimientos o mis afectos, hasta que alcanzara el gran objetivo que había anulado toda mi vida anterior. En aquel momento pensé que mi padre sería injusto si achacara mi silencio a una conducta viciosa o a una falta de consideración por mi parte; pero ahora estoy convencido de que no se equivocaba en absoluto cuando pensaba que probablemente yo no estaba libre de toda culpa. Un ser humano que desea ser perfecto siempre debe mantener la calma y la mente serena, y nunca debe permitir que la pasión o un deseo pasajero enturbie su tranquilidad. No creo que la búsqueda del conocimiento sea una excepción a esta regla. Si el estudio al cual uno se entrega tiene una tendencia a debilitar los afectos y a destruir el gusto que se tiene por esos sencillos placeres en los cuales nada debe interferir, entonces esa disciplina es con toda seguridad perjudicial, es decir, impropia de la mente humana. Si esta regla se observara siempre —si ningún hombre permitiera que nada en absoluto interfiriera en su tranquilidad y en sus afectos familiares—, Grecia jamás se habría visto esclavizada, César habría conservado su patria, América habría sido descubierta más gradualmente y los imperios de México y Perú no habrían sido destruidos. Pero me he descuidado y estoy moralizando en la parte más interesante de mi relato; y sus miradas me recuerdan que debo continuar. Mi padre no me hacía ningún reproche en sus cartas, y solo hizo referencia a mi silencio preguntándome con más insistencia que antes por mis ocupaciones. Pasó el invierno, la primavera y el verano mientras yo permanecía ocupado en mis trabajos, pero yo no vi cómo florecían los árboles ni cómo se llenaban de hojas —y estos eran espectáculos que antes siempre me habían proporcionado un enorme deleite. Tan ocupado estaba en mi trabajo. Las hojas de aquel año se marchitaron antes de que mi trabajo se hubiera acercado a su final. Y cada día me mostraba claramente que lo estaba consiguiendo. Pero mi ansiedad amargaba mi entusiasmo y, más que un artista ocupado en su entretenimiento favorito, parecía un esclavo condenado a la esclavitud encadenada en las minas o a cumplir con cualquier otro trabajo infame. Todas las noches tenía un poco de fiebre y me convertí en una persona nerviosa, hasta extremos dolorosos… era un sufrimiento que lamentaba tanto más cuanto que hasta entonces yo había gozado siempre de una excelente salud y siempre había presumido de estabilidad emocional. Pero yo creía que el aire libre y las diversiones eliminarían pronto aquellos síntomas, y me prometí disfrutar de esos entretenimientos cuando finalizara mi creación. CAPÍTULO 7 Una lluviosa noche de noviembre conseguí por fin terminar mi hombre; con una ansiedad casi cercana a la angustia, coloqué a mi alrededor la maquinaria para la vida con la que iba a poder insuflar una chispa de existencia en aquella cosa exánime que estaba tendida a mis pies. Era ya la una de la madrugada, la lluvia tintineaba tristemente sobre los cristales de la ventana, y la vela casi se había consumido cuando, al resplandor mortecino de la luz, pude ver cómo se abrían los ojos amarillentos y turbios de la criatura. Respiró pesadamente y sus miembros se agitaron en una convulsión. ¿Cómo puedo explicar mi tristeza ante aquel desastre…? ¿O cómo describir aquel engendro al que con tantos sufrimientos y dedicación había conseguido dar forma? Sus miembros eran proporcionados, y había seleccionado unos rasgos hermosos… ¡Hermosos! ¡Dios mío! Aquella piel amarilla apenas cubría el entramado de músculos y arterias que había debajo; tenía el pelo negro, largo y grasiento; y sus dientes, de una blancura perlada; pero esos detalles hermosos solo formaban un contraste más tétrico con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las blanquecinas órbitas en las que se hundían, con el rostro apergaminado y aquellos labios negros y agrietados. Los diferentes aspectos de la vida no son tan variables como los sentimientos de la naturaleza humana. Yo había trabajado sin descanso durante casi dos años con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Y en ello había empeñado mi tranquilidad y mi salud. Lo había deseado con un fervor que iba mucho más allá de la moderación; pero, ahora que había triunfado, aquellos sueños se desvanecieron y el horror y el asco me embargaron el corazón y me dejaron sin aliento. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí atropelladamente de la sala y durante largo tiempo estuve yendo de un lado a otro en mi habitación, incapaz de tranquilizar mi mente para poder dormir. Al final, una suerte de lasitud triunfó sobre el tormento que había sufrido, y me derrumbé vestido en la cama, tratando de encontrar unos instantes de olvido. Pero fue en vano; en realidad, sí dormí, pero me vi acosado por horrorosas pesadillas. Veía a Elizabeth, tan hermosa y joven, caminando por las calles de Ingolstadt; encantado y sorprendido, yo la abrazaba; pero cuando le daba el primer beso, sus labios palidecían con el color de la muerte; sus rasgos parecían cambiar, y pensaba que estaba sosteniendo en brazos el cadáver de mi madre muerta; una mortaja envolvía su cuerpo, y veía cómo los gusanos de la tumba se retorcían en los pliegues del lienzo. Me desperté sobresaltado y horrorizado: un sudor frío cubría mi frente, los dientes me castañeaban y tenía convulsiones en los brazos y las piernas, y entonces, a la pálida y amarillenta luz de la luna, que se abría paso entre los postigos de la ventana, descubrí al engendro… aquel monstruo miserable que yo había creado. Apartó las cortinas de mi cama y sus ojos… si es que pueden llamarse ojos, se clavaron en mí. Abrió la mandíbula y susurró algunos sonidos incomprensibles al tiempo que una mueca arrugó sus mejillas. Puede que dijera algo, pero yo no lo oí… alargó una mano para detenerme, pero yo conseguí escapar y corrí escaleras abajo. Me refugié en un patio que pertenecía a la casa en la que vivía, y allí me quedé durante el resto de la noche, paseando de un lado a otro, sumido en la más profunda inquietud, escuchando atentamente, captando y temiendo cada sonido como si fuera el anuncio de la llegada de aquel demoníaco cadáver al que yo desgraciadamente le había dado vida. ¡Oh…! ¡Ningún ser humano podría soportar el horror de aquel rostro! Una momia a la que se le devolviera el movimiento no sería seguramente tan espantosa como… Él. Yo lo había observado cuando aún no estaba terminado; ya era repulsivo entonces. Pero cuando aquellos músculos y articulaciones adquirieron movilidad, se convirtió en una cosa que ni siquiera Dante podría haber concebido. Pasé una noche espantosa… a veces el pulso me latía tan rápido y tan fuerte que sentía las palpitaciones en cada arteria; en otras ocasiones, estaba a punto de derrumbarme en el suelo debido al sueño y la extrema debilidad; y mezclada con ese horror, sentí la amargura de la decepción. Las ilusiones, que habían sido mi sustento y mi descanso durante tanto tiempo, se habían convertido ahora en un infierno para mí. Y ese cambio había sido tan rápido, y la derrota tan absoluta… Al fin llegó el alba, grisácea y lluviosa, e iluminó, ante mis doloridos y soñolientos ojos, la iglesia de Ingolstadt, con su aguja blanca y el reloj, que marcaba las seis de la mañana. El portero abrió las puertas del patio que durante toda la noche había sido mi refugio, y salí a las calles, y caminé por ellas a paso rápido, como si quisiera huir del monstruo al que temía ver aparecer ante mí al doblar cualquier calle. No me atrevía a volver al apartamento donde vivía, sino que me sentía impelido a continuar caminando, aunque estaba empapado por la lluvia que se derramaba a raudales desde un cielo negro y aterrador. Continué caminando así durante algún tiempo, intentando mitigar, mediante un ejercicio físico violento, la pesada carga que oprimía mi espíritu. Crucé las calles sin saber claramente adónde me dirigía o qué estaba haciendo. Mi corazón palpitaba enfermo de miedo; y me apresuré con pasos inseguros, sin atreverme a mirar atrás, como aquel que, en un sendero solitario, hace su camino con temor y miedo, y habiéndose girado una vez, continúa andando y no gira más la cabeza, porque sabe que un terrible demonio le sigue muy de cerca. Así continué caminando, hasta que al final llegué frente a la posada en la cual solían parar las diligencias y los carruajes. Allí me detuve, no sabía por qué, pero permanecí algunos minutos con la mirada clavada en un carruaje que venía hacia mí desde el otro extremo de la calle. Cuando estuvo más cerca, observé que era una diligencia suiza; se detuvo justo donde yo me encontraba; y, cuando se abrieron las puertas, vi a Henry Clerval, que bajó rápidamente en cuanto me vio. —¡Mi querido Frankenstein! —exclamó—. ¡Cuánto me alegra verte! ¡Qué suerte que estuvieras aquí en el preciso momento de mi llegada…! Nada podía ser mejor que el placer de volver a ver a Clerval: su presencia me recordaba a mi padre, a Elizabeth, y todas aquellas escenas hogareñas tan gratas a mi memoria. Le di un fuerte apretón de manos y, al menos durante un momento, olvidé mi horror y mi desgracia. De repente sentí, y por primera vez en muchos meses, una alegría tranquila y serena. Así, le di la bienvenida a mi amigo del modo más cordial y juntos caminamos hacia la universidad. Durante algún tiempo Clerval estuvo hablándome de nuestros amigos comunes y de la suerte que había tenido porque le habían permitido venir a Ingolstadt. —Puedes creerme —dijo—: he tenido muchos problemas para convencer a mi padre de que no es absolutamente imprescindible que un comerciante lo ignore todo salvo la contabilidad; y, es más, creo que no conseguí convencerlo del todo, porque su única respuesta a mis súplicas era la misma que aquella que daba aquel maestro holandés en El vicario de Wakefield: «Gano diez mil florines al año sin necesidad de saber griego, y como maravillosamente sin el dichoso griego.» Pero el cariño que siente por mí al final ha vencido su aversión a los estudios, y me ha permitido emprender esta expedición al país de la sabiduría. —¿Y mi padre, y mis hermanos, y Elizabeth? —pregunté. —Muy bien, y muy felices —contestó—, solo un poco inquietos porque apenas han tenido noticias tuyas, y, por cierto, creo que tengo que regañarte en su nombre. Pero… mi querido Frankenstein —añadió, deteniéndose un poco y mirándome fijamente a la cara—, no me había fijado en el mal aspecto que tienes. Estás tan delgado y tan pálido… parece como si hubieras estado muchas noches en vela. —Estás en lo cierto —contesté—; últimamente he estado muy ocupado en un asunto que no me ha permitido descansar lo suficiente, como ves; pero espero, y lo espero de verdad, que todas esas preocupaciones hayan terminado… Ya estoy libre, espero. Yo estaba temblando mucho; era incapaz de pensar en los sucesos acontecidos la noche anterior, y desde luego ni siquiera podía hablar de ello. Así que caminaba con paso rápido y pronto llegamos a la universidad. Entonces pensé —y aquello me hizo estremecer— que la criatura que yo había abandonado en mis aposentos aún podía estar allí, viva y deambulando sin rumbo. Yo temía verlo, pero temía aún más que Henry pudiera descubrir al monstruo. Así que le rogué que permaneciera unos minutos al pie de la escalera, y subí corriendo a mi habitación. Antes de recobrarme del esfuerzo, ya tenía la mano en el picaporte, pero me detuve, y un escalofrío me estremeció. Abrí la puerta, de un golpe, como los niños que esperan encontrar a un fantasma aguardándolos al otro lado. Pero no había nadie. Avancé temerosamente… la sala estaba vacía, y mi dormitorio también estaba libre de aquel espantoso huésped. Apenas podía creer que hubiera tenido tanta suerte; pero cuando me aseguré de que mi enemigo realmente había huido, aplaudí de alegría y bajé corriendo para recoger a Henry. Subimos a mi habitación y luego el criado trajo el desayuno: pero yo no podía contenerme. No era solo alegría lo que me embargaba; sentía que mi piel hormigueaba con un exceso de sensibilidad, y mi pulso latía violentamente. Era incapaz de quedarme quieto; saltaba sobre las sillas, aplaudía, y me reía a carcajadas. Al principio, Clerval atribuyó mi inusual estado de ánimo a la alegría por su llegada; pero cuando me observó más atentamente, vio una locura en mis ojos en la que no había reparado; y mis carcajadas destempladas y desenfrenadas lo asustaron y sorprendieron. —Mi querido Frankenstein… —gritó—, por el amor de Dios, ¿qué ocurre? No te rías así. ¡Estás muy enfermo…! ¿Cuál es la causa de todo esto? —No me preguntes —grité, cubriéndome los ojos con las manos, pues pensé que había visto al espectro entrando en la habitación—. ¡Él te lo dirá! ¡Oh, sálvame! ¡Sálvame…! Imaginé que el monstruo me sujetaba; luché furiosamente y me derrumbé preso de un ataque de nervios. ¡Pobre Clerval! ¿Qué debió de pensar? El reencuentro, que él había esperado con tanta alegría, se tornaba de aquel modo tan extraño en amargura. Pero yo no fui testigo de su pena, porque estaba inconsciente y no recobré el conocimiento hasta mucho, mucho tiempo después. CAPÍTULO 8 Aquello fue el comienzo de unas fiebres nerviosas que me tuvieron recluido en cama durante varios meses. Durante todo ese tiempo, solo Henry se ocupó de mí. Después averigüé que, sabiendo que mi padre era muy mayor y que no le sentaría bien un viaje tan largo, y lo mucho que mi dolencia afectaría a Elizabeth, Henry les había ahorrado ese sufrimiento ocultándoles la verdadera dimensión de mi enfermedad. Él sabía que nadie me cuidaría con más cariño y atención que él mismo; y, convencido de que me recuperaría, estaba seguro de que su actuación no había constituido en absoluto un perjuicio, sino lo mejor que podía hacer por ellos. Pero yo estaba realmente muy enfermo, y seguramente nada, salvo las constantes y continuas atenciones de mi amigo, podría haberme devuelto a la vida. Siempre tenía ante mí la figura del monstruo al que yo había insuflado vida, y aparecía en mis delirios constantemente. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry: al principio pensó que eran divagaciones de mi imaginación desordenada; pero la insistencia con la cual constantemente recurría al mismo tema le convenció de que mi trastorno tenía su origen en algún suceso insólito y terrible. Muy poco a poco, y con frecuentes recaídas que asustaban e inquietaban a mi amigo, me fui recuperando. Recuerdo que la primera vez que fui capaz de observar las cosas de la calle con cierto placer, me di cuenta de que las hojas caídas habían desaparecido y que los tallos verdes comenzaban a brotar en los árboles. Fue una primavera maravillosa y la estación sin duda contribuyó en buena medida a mejorar mi salud durante mi convalecencia. También sentí que se reavivaban en mi pecho sentimientos de alegría y cariño, mi pesadumbre desaparecía, y muy pronto volví a estar tan alegre como antes de sufrir aquella fatal obsesión. —Queridísimo Clerval —dije—, qué bueno y qué amable has sido conmigo. Todo el invierno, en vez de emplearlo en el estudio, tal y como habías planeado, lo has malgastado en mi habitación de enfermo… ¿Cómo podré recompensártelo? Lamento muchísimo haber sido la causa de este desastre. Espero que me perdones… —Me lo recompensarás si no vuelves a enfermar —replicó Henry—, y ponte bueno cuanto antes. Y puesto que pareces de buen humor, quizá pueda hablarte de una cosa, ¿te importa? Temblé. ¡Una cosa…! ¿Qué podría ser? ¿Podría estarse refiriendo a una cosa en la cual ni siquiera me atrevía a pensar? —No te pongas nervioso —dijo Clerval, que se dio cuenta de que yo palidecía—. No diré nada si te inquieta. Pero tu padre y tu prima se alegrarían mucho si recibieran una carta tuya y de tu puño y letra. Ni siquiera sospechan lo enfermo que has estado y están preocupados por tu largo silencio. —¿Eso es todo? —dije sonriendo—. Mi querido Henry, ¿cómo puedes imaginar que mis primeros pensamientos no estarían dedicados a aquellos seres queridos a quienes tanto amo y que tanto merecen mi amor? —Dado que te veo tan animado —dijo Henry—, te encantará ver una carta que ha estado ahí desde hace algunos días; es de tu prima, creo. Entonces puso la siguiente carta en mis manos: PARA V. FRANKENSTEIN Ginebra, 18 de marzo de 17** Querido primo: No puedo describirte la inquietud que tenemos todos por tu salud. No podemos evitar imaginar que tu amigo Clerval nos está ocultando la verdadera gravedad de tu enfermedad, porque hace ya varios meses desde que no recibimos una carta escrita por ti mismo; y todo este tiempo te has visto obligado a dictárselas a Henry. Seguramente, Victor, debes de haber estado muy enfermo; y esto nos entristece mucho, tanto casi como cuando murió tu querida madre. Mi padre está plenamente convencido de que estás gravemente enfermo y apenas hemos podido evitar que emprenda un viaje a Ingolstadt. Clerval siempre dice en sus cartas que te estás poniendo mejor; deseo fervientemente que nos confirmes esa idea muy pronto escribiéndonos de tu puño y letra, porque, Victor, de verdad, de verdad, todo esto nos tiene muy preocupados. Disipa nuestros temores, y seremos las criaturas más felices del mundo. La salud de mi tío es tan buena y está tan fuerte que parece haber rejuvenecido diez años desde el invierno pasado. Ernest está también tan cambiado que apenas lo reconocerías; tiene casi dieciséis años, ya sabes, y ha perdido aquel aspecto enfermizo que tenía hace algunos años; está muy bien y muy vigoroso, si puedo utilizar ese término, aunque resulta muy expresivo. Mi tío y yo estuvimos conversando la pasada noche durante mucho rato sobre la profesión que debería elegir Ernest. Su mala salud habitual cuando era pequeño le ha impedido adquirir la costumbre de estudiar, y continuamente está en el campo, al aire libre, subiendo las montañas o remando en el lago. Así pues, yo propuse que se hiciera granjero, lo cual, como sabes, primo, ha sido siempre mi idea favorita. La vida del granjero es muy saludable y feliz… y al menos la profesión menos dañina de todas, o mejor dicho, la más beneficiosa. Mi tío tenía la idea de que estudiara para abogado, porque con su influencia podría llegar a ser juez. Pero, aparte de que no está hecho absolutamente para semejante ocupación, resulta ciertamente más digno ganarse la vida cultivando la tierra que siendo confidente y algunas veces cómplice de los vicios de otro, porque esa es la tarea de un abogado. Yo dije que la ocupación de un granjero próspero, si no era más honrosa, era al menos una ocupación más feliz que la de juez, cuya desgracia es estar enfangado siempre en la cara más oscura de la naturaleza humana. Mi tío sonrió y dijo que yo misma debería ser abogada, con lo cual se puso fin a nuestra conversación sobre aquel asunto. Y ahora debo contarte una pequeña historia que te encantará. ¿Te acuerdas de Justine Moritz? Quizá no te acuerdes; así que te contaré su historia en pocas palabras. Madame Moritz, su madre, se había quedado viuda con cuatro niños, de los cuales Justine era la tercera. La niña había sido siempre la favorita de su padre; pero, por una extraña obsesión, su madre no podía soportarla y, después de la muerte del señor Moritz, la maltrataba horriblemente. Mi tía sabía todo esto y cuando Justine cumplió los doce años, consiguió convencer a su madre para que le permitiera vivir en nuestra casa. Las instituciones republicanas de nuestro país han promovido costumbres más sencillas y amables que las que prevalecen en las grandes monarquías que nos rodean. Y por esa razón hay menos diferencias entre las clases en las que se dividen los seres humanos; y las clases más bajas, no siendo ni tan pobres ni tan despreciadas como en otros lugares, son más educadas y dignas. Un criado en Ginebra no es lo mismo que un criado en Francia o Inglaterra… Así que Justine fue acogida en nuestra familia para aprender las obligaciones de un criado, las cuales en nuestro afortunado país no incluyen el sacrificio de la dignidad de un ser humano. Me atrevo a decir que ahora lo recordarás todo, porque Justine era tu gran favorita; y recuerdo haberte oído decir que si te encontrabas de mal humor, una mirada de Justine podría disiparlo por la misma razón que da Ariosto respecto a la belleza de Angélica: su rostro era todo franqueza y alegría. Mi tía se encariñó mucho con ella, lo cual la indujo a darle una educación superior a la que había previsto para ella. Este regalo se vio recompensado plenamente: Justine era la criatura más agradecida del mundo. No quiero decir que hiciera grandes gestos de agradecimiento —nunca la oí decir nada al respecto—, pero una podía ver en sus ojos que prácticamente adoraba a su protectora. Aunque era muy divertida, y en muchos sentidos descuidada, sin embargo prestaba la mayor atención a cada gesto de mi tía: la consideraba un modelo de perfección y siempre intentaba imitar sus palabras e incluso sus gestos, de modo que incluso ahora a menudo me recuerda a mi tía. Cuando mi querida tía murió, todos estábamos demasiado ocupados con nuestro propio dolor para fijarnos en la pobre Justine, que la había cuidado durante su enfermedad con el mayor de los cariños. La pobre Justine estuvo muy enferma, pero el destino le tenía reservadas otras pruebas. Uno tras otro, sus hermanos y su hermana habían muerto; y su madre se había quedado entonces, a excepción de su hija repudiada, sin hijos. La mujer comenzó a sentir remordimientos de conciencia y a pensar que las muertes de sus queridos hijos era una maldición del Cielo para castigar su parcialidad contra Justine. Ella era católica romana y yo creo que su confesor azuzó esas ideas que la mujer había concebido. Así pues, pocos meses después de tu partida a Ingolstadt, la madre arrepentida llamó a Justine y le pidió que volviera a casa. ¡Pobre muchacha! Lloró cuando abandonó nuestra casa; estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; el dolor había conferido cierta dulzura y una encantadora afabilidad a los gestos que antes habían llamado la atención por su viveza. Desde luego, vivir en casa de su madre no fue la mejor manera de devolverle la alegría. La pobre mujer no estuvo muy firme en su arrepentimiento. A veces le suplicaba a Justine que le perdonara su crueldad, pero con mucha más frecuencia la acusaba de ser la causa de las muertes de sus hermanos y su hermana. Aquellos constantes vaivenes emocionales finalmente condujeron a la señora Moritz a la enfermedad, lo cual al principio solo incrementó su irritabilidad, pero ahora ya descansa para siempre: murió con los primeros fríos, al principio del último invierno. Justine ha vuelto con nosotros, y te puedo asegurar que la quiero muchísimo. Es muy inteligente y cariñosísima, y guapa; y, tal y como mencioné antes, sus gestos y sus expresiones continuamente me recuerdan a mi querida tía. Debo contarte alguna cosa más, Víctor, sobre nuestro pequeño William. ¡Ojalá pudieras verlo! Está muy alto para su edad, y tiene unos ojos azules risueños y dulces, pestañas muy oscuras y el pelo rizado. Cuando sonríe, aparecen dos pequeños hoyuelos en sus mejillas, siempre rosadas y saludables… su barbilla le hace una carita preciosa. Después de esta descripción solo puedo decir que nuestras visitas dicen mil veces al día

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