Enseñar Hoy: Apuntes para la Formación PDF
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2021
Andrea Alliaud
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Summary
Este libro, "Enseñar hoy", ofrece apuntes para la formación docente, explorando la enseñanza en el presente, incluyendo reflexiones sobre experiencias formativas y el uso de diferentes dispositivos. El libro destaca la importancia de la creatividad y la innovación en la enseñanza actual, y proporciona perspectivas sobre la formación de maestros para enfrentar los desafíos de las escuelas contemporáneas. A través de ejemplos y situaciones, se busca aportar herramientas para la profesionalización docente.
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Enseñar hoy Enseñar hoy Apuntes para la formación Andrea Alliaud Índice de contenido Portadilla Legales Introducción. Hago lo que sé y lo mejor que sé Primera parte. Enseñar Capítulo 1. De enseñanza y enseñanzas 1. El oficio 2. Enseñanza 3. Ens...
Enseñar hoy Enseñar hoy Apuntes para la formación Andrea Alliaud Índice de contenido Portadilla Legales Introducción. Hago lo que sé y lo mejor que sé Primera parte. Enseñar Capítulo 1. De enseñanza y enseñanzas 1. El oficio 2. Enseñanza 3. Enseñanzas 4. La transmisión o el destino de toda enseñanza Capítulo 2. Enseñar en tiempo presente 1. ¡Qué problema! 2. La escuela 3. Las juventudes 4. Enseñar hoy es… Segunda parte. Formar Capítulo 3. Grandes maestros 1. Experiencias formativas 2. Experiencias amorosas 3. Experiencias creativas 4. Ejercicios para aprender a contar, a imaginar, a crear, a enseñar 5. Preguntas que nacen sin ofrecer respuestas prefabricadas Capítulo 4. Dispositivos 1. Enredados en dispositivos 2. Talleres 3. Ateneos 4. Seminarios 5. La vuelta al oficio A modo de conclusión. Toda lección es susceptible de belleza Bibliografía Alliaud, Andrea Enseñar hoy / Andrea Alliaud. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires © 2021, Andrea Alliaud Directora de la colección: Rosa Rottemberg Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Todos los derechos reservados © 2021, de todas las ediciones: Editorial Paidós SAICF Publicado bajo su sello PAIDÓS® Av. Independencia 1682, C1100ABQ, C.A.B.A. [email protected] www.paidosargentina.com.ar Primera edición en formato digital: agosto de 2021 Digitalización: Proyecto451 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-0375-2 A ellxs: Francisca, Boris, Rosita y Salvador. A mis queridos TOLONDROS. Y por supuesto, a mis amigas, amigos y colegas de la vida. Un escritor profesional es un artesano aplicado, que puede escribir casi sobre cualquier cosa. ABELARDO CASTILLO, escritor Un docente profesional es un artesano aplicado, que puede enseñar casi sobre cualquier cosa. ANDREA ALLIAUD, pedagoga INTRODUCCIÓN HAGO LO QUE SÉ Y LO MEJOR QUE SÉ Hago lo que sé y lo mejor que sé. Juntar retazos, combinarlos, hilvanarlos y contar historias. Poner a dialogar voces de otros/as provenientes de distintos lugares, tiempos. Artes, oficios, trabajos y profesiones varias cobran vida en las producciones y reflexiones de sus protagonistas. Voces que nos hablan de enseñar y aprender, de crear, de producir, del amor por lo que se hace, de la cultura. Los sentidos van emergiendo a medida que avanzamos por mundos más o menos conocidos sostenidos por interrogantes y cuestiones pedagógicas que nos plantean las escuelas, la enseñanza, el aprendizaje, los docentes, los alumnos y estudiantes del presente. (1) Un presente transformado y en proceso de constante transformación, tal como lo veníamos experimentando, y que con la situación de la pandemia de la COVID-19 que nos asoló y afectó al conjunto de la humanidad a partir del año 2020, se hizo más que evidente. Al referirse a sus producciones, Jaques Rancière sostiene: Lo importante para mí es poder descubrir siempre algo, leer algo que no había leído, releer, descubrir, que las cosas sobresalgan, que de pronto se empalmen con otra cosa, que tracen una pista, que hagan resonar una armonía. Lo importante es darme todos los días la posibilidad de descubrir algo nuevo, con la idea de que los pensamientos son cosas enunciadas, escritas, que están ahí, que nunca están en la cabeza sino siempre en tránsito sobre las páginas, que esperan ser transportadas a otro lugar y ser formuladas de otra manera. Se trata de un punto absoluto en mi trabajo, estar siempre cerca de un corpus, ya sea un texto, una película o una obra. Nunca pude trabajar como se hace en historia o en las ciencias sociales, en donde se reúnen los datos y después se procesan. Mi manera de trabajar no consiste en juntar datos que después se procesarán, sino lograr alcanzar cierto nivel de intensidad. Hay algo que sobresale, que fuerza a pensar. Tener siempre una especie de corpus que uno no esperaba. Hay un dinamismo de pensamiento si uno corre constantemente el riesgo de verse sorprendido por el material, por una provocación que viene de otro lugar (Rancière, 2014: 57). Y así es como he procedido para la confección de esta obra, provista de un corpus que reúne libros, fuentes, pero también películas, literatura y hasta pedacitos de diarios, de revistas, de artículos, de entrevistas, que fui recopilando de manera desordenada a lo largo del tiempo, cada vez que leía algo que sobresalía, que me conmovía, me resonaba, o hacía eco con las ideas y preocupaciones siempre en tránsito que me atravesaban, referidas a las escuelas, a la enseñanza, a los docentes y, fundamentalmente, a su formación. De este modo, al volver sobre mis colecciones, encontré puntos de contacto entre esas voces divergentes provenientes de campos diversos, que trascienden las fronteras permitidas de lo pedagógico y se meten con la escritura, el cine, la poesía, el diseño, y hasta la gastronomía. Voces e historias que fui transportando e hilvanando artesanalmente para, en una nueva formulación, encontrar sentido y dar sentido a las distintas dimensiones o aristas de un tema muy recorrido y transitado, pero al que pretendí dar un tratamiento diferente. Porque entiendo y vengo sosteniendo, trabajando y hasta militando en que es preciso abordar y entender con otras categorías, con otros marcos de referencia la educación y la formación de los docentes de hoy. Como verán, si bien hay aspectos clásicos o básicos de los que parte esta obra y sobre los que se apoya –vinculados con la enseñanza, el aprendizaje, la formación y la transmisión–, hay también en la primera parte una vuelta sobre lo que significa enseñar, para hacerlo y poder hacerlo y saber hacerlo con los niños, niñas y jóvenes que recorren las escuelas del presente, más allá del nivel, modalidad o contenido en cuestión. Escuelas que, como creaciones de la modernidad, venían siendo provocadas, cuestionadas, hasta que de pronto, en el último tiempo, quedaron suspendidas, vacías, cerradas, clausuradas. Pero entonces, ¿nos quedamos sin escuelas (colegios, institutos, universidades)? Bueno, más que quedarnos sin escuelas nos quedamos sin instituciones. ¿Nos quedamos sin instituciones? Bueno, quizás podríamos decir que nos quedamos sin presencialidad. ¿Nos quedamos ausentes? Bueno, en realidad mantuvimos una presencia virtual. Y podríamos seguir. Sin embargo, lo que verdaderamente se alteró fue el contacto directo, cotidiano, sistemático y compartido en las instituciones educativas. En fin, lo que se alteró o modificó en este contexto de excepcionalidad fue uno de los pilares que suponíamos inamovibles de la tan dura y permanente “gramática escolar”, a la que por supuesto aludimos en este libro. Así y todo enseñamos, seguimos enseñando en una escuela que, en ausencia de la presencialidad física o con la presencialidad física trastocada, como ocurrió posteriormente, desnudó sus debilidades y nos desafió a hacer otras cosas. Por su parte, los jóvenes merecen y reciben en nuestras reflexiones un protagonismo destacado que contrasta, asimismo, con las ideas y concepciones muchas veces imperantes referidas a su desinterés, pasividad, comodidad o hasta indiferencia respecto de aquello que, como generación adulta, tenemos para ofrecerles, transmitirles, legarles. Jóvenes que, en cambio, también nos venían desafiando, interpelando, cuestionando, haciéndonos volver a pensar sobre nuestras maneras de educar, de transmitir, de formar, de enseñar/les. Jóvenes que se nos venían rebelando ante lo estereotipado, lo cosificado, lo pasivo, lo estático, y que ahora más que nunca y en concordancia con las instituciones, nos instan a buscar nuevos caminos, más acordes con los que ellos están transitando en función de una época, esta época, que les tocó vivir y convivir entre ellos y con nosotros. Que nos desafían a pensar, a probar y experimentar nuevas propuestas pedagógicas que tendremos que ser capaces de desarrollar en las escuelas actuales ancladas en sus formas rígidas (aunque recientemente alteradas), con múltiples y contradictorios mandatos; limitantes, es cierto, pero que también nos brindaban ciertas condiciones lo suficientemente estables como para poder ejercer nuestro oficio: nuestra artesanía de enseñar. La formación de los docentes por venir no puede hacer oídos sordos a estas cuestiones tan complejas. La bibliografía podrá actualizarse, las materias expandirse y desplegarse, tanto como las propuestas de formación continua, pero esto no es suficiente si sostenemos y militamos la pretensión de formar maestras, maestros y profesores con oficio, es decir, que puedan y sepan enseñar en las escuelas de hoy. Necesitamos más saberes y más complejos, acudir a distintas disciplinas y también a la interdisciplinariedad, pero con eso no basta. Reparar en las formas o maneras de formar, en cambio, parece ser la alternativa, y sobre esa alternativa pretende reflexionar buena parte del contenido de este libro. Ya habíamos empezado, con Los artesanos de la enseñanza, a avanzar en esta búsqueda y, así, proponíamos dar protagonismo a la experiencia, a las experiencias vividas por quienes comparten un proceso de formación y también a las de otros que pueden ser convocados a estos espacios, ya sea en vivo y en directo o mediante obras, relatos, películas, literatura. De esta manera intentamos dar vida y expresividad a “instrucciones muertas” que entonces transmutaron en “expresivas”. En ese marco, los artesanos por formarse o en formación comenzaron a cobrar una nueva dimensión que los vincula con el conocimiento, las habilidades técnicas, pero también con el compromiso, la confianza y la pasión con y por lo que hacen. Pretendemos ahora, con esta obra, (2) dar un paso más y ofrecer algunas pistas que, como formadores, nos dejen mejor provistos para volver sobre nuestras propias prácticas con la intencionalidad de formar maestras, maestros y profesores que no sean meros repetidores o aplicadores de enseñanzas, sino creadores, protagonistas y artífices de su propio quehacer. Inventores, artesanos en su oficio, que irán aprendiendo y mejorando en lo que hacen a medida que lo realicen y se realicen al hacerlo. Enseñar es, desde esta perspectiva, lo mismo de siempre, pero fortalecido o afianzado en esta dimensión inventiva y creadora que abre una multiplicidad de posibilidades, de enseñanzas, y que, al hacerlo, nos conecta con otros: alumnos y colegas con quienes compartimos nuestro trabajo. Por eso, Enseñar hoy también alude a la posibilidad de trabajar juntos, de producir, de pensar, de crear, de imaginar, aun cuando las estructuras tambaleen y nos pongan ante la evidencia de lo que hasta no hace mucho no queríamos, no sabíamos o no podíamos ver. ¿O acaso no nos sentimos, en este último tiempo, como docentes inventores, creadores, al tratar de promover enseñanzas varias, variadas, distintas, aunque siempre destinadas y dedicadas a generar procesos de aprendizaje y formación genuinos? Y de esto precisamente se trata este libro: de cómo saber y poder hacerlo, pero también de cómo formar a los futuros docentes para que sepan y puedan enseñar en las escuelas de hoy. A lo largo de la segunda parte, nos encontraremos con escenas de formación en las que cobran vida los autores clásicos, los destacados, por entender que la creatividad no es pura originalidad; los mediadores (como los libros o las tecnologías de la información y la comunicación –TIC–) que sacuden los lugares comúnmente asignados a quienes enseñan y aprenden. Las experiencias de fracaso propias de un proceso formativo se suceden, junto con la habilitación que requieren para seguir probando, tanteando, experimentando la ejecución de la propia obra. Tanto como la imitación y la asociación, la repetición y la práctica adquieren protagonismo en el aprendizaje de este oficio, siempre que sean acompañadas y guiadas por “los que están alrededor”. Los señalamientos, las correcciones, las discusiones aparecen disruptivamente en escena. Siguiendo los pasos de un consagrado escritor, también ofrecemos en este libro una caja de herramientas no exenta de ejemplos, consejos, trucos y secretos para transmitir a quienes se están formando y también nos forman al hacerlo. El enamoramiento con y por lo que hacemos junto con la seducción que promete el cómo lo hacemos no podían estar ausentes, como tampoco cierta magia o misterio que esconden estos procesos. Los buenos y los malos (autores) aparecen en escena cuando se trata de adquirir el estilo o la propia voz, confianza y entusiasmo para con nuestro oficio. Las historias y las narraciones que contamos y estimulamos a contar asimismo son parte de esta obra que se empeña en la formación de quienes van a enseñar. Prescindiendo de reglas, principios y recetas universales, desterrando mitos, nos vamos aproximando a formar docentes que puedan y sepan enseñar aquello que quieran enseñar. El desarrollo de la imaginación, las imágenes, los sueños, la extrañeza de lo cotidiano se funden en esta alquimia creadora que, paradójicamente, requiere aprendizaje, ejercitación y mucha práctica para concretarse. De allí que una serie de ejercicios cerrarán este apartado del libro plagado de reflexiones e interrogantes en torno a las ideas propuestas. Para el final, el libro propone un cierre realizado (pero para seguir realizándose) sobre la apertura anterior, que caracteriza a ciertos espacios de formación alternativos a las materias tradicionales, tales como talleres, seminarios y ateneos. Sostenemos allí que estos dispositivos que conjugan materiales empíricos con espacios colectivos de pensamiento y reflexión, resultarán fértiles para abordar los distintos contenidos implicados en cualquier propuesta de formación. Sólo resta empezar. Empezar a transitar esta obra, pero también empezar a probar, ensayar y experimentar nuevas formas o maneras de formar a los docentes por venir. A formar ya, urgente, docentes con oficio que sepan y puedan enseñar y que quieran hacerlo cada vez mejor porque así lo creen, así lo sienten y por eso se comprometen y se juegan cotidianamente. 1- Quiero aclarar que las referencias a las cuestiones de género en el uso del lenguaje escrito son consideradas en todos los casos, aunque no necesariamente siempre explicitadas, en pos de acompañar el proceso de lectura de aquellas y aquellos que se encuentren con esta obra. 2- Mientras Los artesanos de la enseñanza tomó como fuente de inspiración la obra de Richard Sennett que lleva ese nombre, en la que el autor trabaja con diversas ocupaciones y oficios, Enseñar hoy intenta proceder metodológicamente como la obra de Sennett; es decir, considerando ocupaciones y oficios variados, pero vinculados, en este caso, con la creación, la invención, la innovación. Ambas producciones se realizaron en el marco de Proyectos UBACyT, desarrollados en el Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación (IICE) de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) dirigidos por la autora: “La formación docente: modelos, estructuras, trayectorias y prácticas” (programación 2014-2017) y “Saberes prácticos y experiencias de enseñanza en la formación docente” (programación 2018-2021). PRIMERA PARTE ENSEÑAR CAPÍTULO 1 DE ENSEÑANZA Y ENSEÑANZAS Los más grandes pedagogos han confesado el desfase irreductible entre las formalizaciones necesarias para comunicar su pensamiento y su “pensamiento en actos”, encarados a situaciones educativas concretas. PHILIPPE MEIRIEU 1. EL OFICIO Así como el ingeniero construye puentes, el panadero hace el pan, ¿y el docente? A diferencia de lo que ocurre con las primeras afirmaciones, muchos se quedarán en silencio o dudarán ante esta última interpelación. ¿Será porque no estamos seguros o intentamos complejizar la respuesta junto con las complicaciones que derivan de estos enredos? El docente enseña. Y la enseñanza constituye el corazón de nuestro oficio, lo que le da vida. Sin enseñanza, no hay docencia ni docentes. Para tratar de evitar nuevas marañas, complejidades y hasta confusiones en torno a si lo que hacemos puede denominarse trabajo, profesión o hasta vocación, caracterizar la enseñanza como un oficio que deviene artesanía parece acorde con lo que significa enseñar y hacerlo conforme a los desafíos que esta ocupación (como todas) enfrenta en el presente. La artesanía (según Sennett, 2009; 2003) comprende distintos trabajos y profesiones: desde el soplador de vidrio o el fabricante de ladrillos, hasta el médico, el ingeniero informático, pasando por toda una variada gama de actividades que el autor estudia minuciosamente. El artesano es aquel que desarrolla cualquier trabajo o profesión en alto grado, lo que implica la unión entre el pensamiento y la acción más el compromiso que mueve a realizarlo bien. En la artesanía, mano y cabeza no se separan, según el autor. Mano, cabeza y corazón, podríamos agregar. Lo interesante de esta caracterización es que entrelaza el hacer, el pensar y el sentir en la realización de cualquier actividad, así como la posibilidad de ir mejorándola en su devenir. Pero, además, la puesta en valor del componente subjetivo (el sujeto como protagonista del propio trabajo) permite hacer foco en la capacidad de todas las personas de hacer algo bueno en sí mismo, por sí mismas. Quien ha realizado algo y se ha esforzado para hacerlo se respeta, más allá del resultado obtenido; y ese reconocimiento puede dar impulso a aprender y a mejorar en su quehacer. Desde esta concepción, todas y todos podemos llegar a ser artesanos en nuestro oficio, dependiendo básicamente de ciertas condiciones que incluyen, además de lo material, la formación y el posicionamiento ante el propio trabajo. Dubet (2006) caracteriza a la docencia como una actividad remunerada y reconocida (entre otras) que se plantea como explícito objetivo transformar a otros. Desde la perspectiva del autor, la enseñanza está anclada en un oficio, (1) en la medida en que a los individuos que la realizan se los forma y se les paga para actuar sobre otros. A diferencia de otros oficios, la enseñanza se lleva a cabo no sobre objetos materiales, sino sobre personas. Implica, de este modo, una irrupción directa sobre las conductas, valores y representaciones de los individuos, las “almas” de quienes pretendemos educar, formar, transformar en algo distinto de lo que eran cuando iniciaron un proceso educativo/formativo, transformativo y transformador, ya sea una clase, un año lectivo, un ciclo de la escolaridad, un encuentro, etc. La enseñanza “busca llevar a cabo una transformación en la persona que la recibe, un cambio cualitativo, con frecuencia de grandes proporciones, una metamorfosis por así decirlo”, afirma Philip Jackson (2015: 126). Si bien la enseñanza puede caracterizarse como un accionar que se mete con otros, la persona formada, transformada, educada o socializada tendrá mayores posibilidades de liberarse, de emanciparse y hasta de rebelarse contra lo que ha recibido. Así lo decía Kant, en su Pedagogía: se educa al niño para que un día pueda ser libre. Educar para la libertad significa para Meirieu (2016) trascender los determinismos de las historias individuales o sociales de nuestros alumnos y ayudarlos progresivamente a emanciparse de esas determinaciones, suponiendo que algo diferente puede emerger, articulando, desarticulando y rearticulando la propia historia. Al tratarse de una ocupación que se ejerce con otros y sobre otros, a fin de garantizar su formación, su emancipación, su liberación, Dubet advierte que, además de las competencias técnicas necesarias para desarrollarla, hay un componente vocacional: “El tema de la vocación significa que el profesional del trabajo sobre los otros no es un trabajador o un actor como los demás. No afinca su legitimidad solamente en una técnica o savoir-faire, sino también en principios más o menos universales” (Dubet, 2006: 41). Son precisamente estos principios y valores los que parecen añadirle a la actividad un tinte de realización individual, que convive con la legitimidad política y social necesarias para sostenerla y desarrollarla. Aun rutinizadas, poco conscientes, estas prácticas se hallan potencialmente plenas de sentido y de recursos de justificación en tanto están amparadas en un orden que trasciende la materia y lo material. Podríamos referirnos al compromiso para y por lo que hacemos como un proyecto que apuesta y contiene la esperanza por la humanidad que viene. Para George Steiner, enseñar es ser cómplice de una posibilidad trascendente: “No hay oficio más privilegiado. Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: esta es una aventura que no se parece a ninguna otra” (Steiner, 2004: 27). Ahora bien, en tanto nuestro oficio se despliega con sujetos y no con objetos o, como diría Dubet, el objeto de nuestro trabajo son sujetos, es normal que estos se resistan, se escondan, se rebelen o simplemente se opongan para recordarnos que, cuando educamos, enseñamos, tenemos entre manos “no un objeto en construcción sino un sujeto que se construye” (Meirieu, 2001: 73). Por lo tanto, podemos sostener que nuestro oficio consiste en obrar sobre otros y con otros para que esos otros obren sobre sí mismos, se construyan, se formen, se transformen. Desde esta perspectiva, la enseñanza promueve la formación de las personas en un proceso que las implica directa y activamente. Porque la formación consiste en salir constantemente de uno mismo, trascenderse a sí mismo, ir más allá del entorno propio por medio del estudio y la práctica. Simons y Masschelein (2014) reconocen que la peculiaridad del fenómeno escolar consiste en abrir y habilitar a los alumnos y estudiantes para ingresar a un mundo desconocido, superador incluso de la utilidad o aplicabilidad inmediata y hasta de la dificultad. Ese mundo abierto y libre de condicionamientos puede transformarse en algo potencialmente interesante para ser compartido y compartible, para formarse: Abrir el mundo tiene que ver con el momento mágico en que algo exterior a nosotros nos hace pensar o nos induce a rascarnos la cabeza […] y también practicar y estudiar […]. Ese es el acontecimiento mágico de la escuela, ese movimiento real, que no hay que remontar a una decisión, a una elección o una motivación personal (Simons y Masschelein, 2014: 50-51). Quien se forma o se “deforma”, estudia, practica, piensa, reflexiona, se rasca la cabeza. Aprender no es sólo incorporar información, cuerpos de conocimientos, habilidades, valores; implica también comprender, recordar, encarnar esos contenidos en las subjetividades para poder obrar con ellos y a partir de ellos, individual y colectivamente. Aprender es nacer a otra cosa, descubrir y acceder a mundos que hasta entonces desconocíamos, en el sentido de que algo externo pasa a formar parte de nuestro universo enriqueciéndolo e informándolo en un sentido compartido. Aprender es ver cómo se tambalean las propias creencias, las propias certezas (Meirieu, 2006: 26). El aprendizaje responde al interés que despierta algo que está por fuera de nosotros mismos; algo que nos toca, nos conmueve, nos implica, nos intriga y nos lleva a estudiar, practicar y pensar. Aprender es hacerse obra de uno mismo –afirma Meirieu–. Aprender es enseñarse a sí mismo –para Jackson–, a partir de la marca o huella que dejamos con nuestras enseñanzas, agregamos. Por eso, cuando hablamos de enseñanza, podemos identificar una pretensión desmesurada, pero que nunca es absoluta en tanto se articula con el “no poder” también absoluto sobre el sujeto en su acto de conocer. Existe un derecho negado, omitido, ninguneado: el derecho a la indiferencia, es decir, el que tienen alumnas, alumnos y estudiantes a no exponerse al intercambio (Alliaud y Antelo, 2008). Meirieu (2016: 179) remite a una doble asimetría para caracterizar el vínculo que se establece entre aprendices y docentes: “el adulto está en posición de autoridad institucional, pero sólo el niño puede decidir aprender y crecer”. Del mismo modo, en esta relación de poder que adultos y jóvenes mantienen se genera una mutua transformación. Al estar afectados en procesos de formación de otros que implican “dar vida” al contenido que debe ser enseñado, también nos formamos y transformamos a nosotros mismos. Aprendemos y nos modificamos al enseñar, así como los alumnos enseñan (se enseñan) al aprender: “Sólo cuando salía del aula [Giovanni Gentile] con la sensación de haber aprendido algo que a él mismo se le escapaba antes de empezar, podría considerar que aquella había sido realmente una hora de clase” (Recalcati, 2017: 122). Si aceptamos el protagonismo que cobran los sujetos que aprenden y, por lo tanto, el carácter casi mágico del encuentro con el mundo que se establece, tenemos que saber que los procesos de aprendizaje y formación no podrán controlarse ni predecirse del todo, pero, en tanto adultos, docentes, responsables de y por la educación de los “nuevos”, tenemos que poder favorecerlos. Suponiendo que todos son capaces de aprender y merecen aprender, tendremos que saber y poder guiar, incentivar, acompañar y sostener todo el proceso por el cual alguien se forma o se hace obra de sí mismo, es decir, aprende. ¿Cómo favorecer, guiar, incentivar, acompañar, sostener los aprendizajes? Mediante enseñanzas, enseñando. 2. ENSEÑANZA Enseñar es abrir al mundo. Esta expresión encierra el sentido de que algo ajeno y externo a los sujetos que aprenden los invoca a acercarse, a abrirse a lo extraño, a lo distinto a lo próximo, es decir, a lo propio. Enseñar es abrir ventanas al mundo sin restricciones de ningún tipo. Corresponde al profesor “sacar al alumno de su mundo, conducirle hasta donde no habría llegado nunca sin su ayuda, traspasarle un poco de su alma, porque quizás toda formación no sea más que una deformación” (Steiner y Ladjali, 2005: 37). Fue precisamente Cécile Ladjali, una “iniciadora en lo trascendente” que trabajó con sus alumnos, en una escuela de los suburbios franceses en la producción de sonetos sobre el mito de la caída, los cuales dieron lugar a la publicación de un libro prologado por George Steiner. Un reconocido filósofo y una sucesión de autores clásicos que se leyeron durante el proceso de escritura irrumpieron en esas clases que parecían tan alejadas o extrañas a la cultura letrada. Sin embargo, los alumnos de Cécile comenzaron a fiarse de su propio lenguaje. Hasta aquel momento las palabras les habían parecido algo humillante. La idea del libro les daba miedo hasta que lo escribieron y se plegaron a su sortilegio […]. Me atrevo a imaginar –sostiene Cécile– que el libro perdurará en mis alumnos más allá de aquel año que se prepararon para el bachillerato, que será algo que los acompañará a lo largo de su vida como adultos (Steiner y Ladjali, 2005: 19-20). La perspectiva de enseñanza plasmada en esta experiencia de apertura, se opone a las que sostienen que la enseñanza y la formación tienen que circunscribirse al medio inmediato, a lo útil, y que su trascendencia es vana, inútil y hasta peligrosa. No es casual que, desde posturas conservadoras, se oigan voces que afirman que la educación tiene que ajustarse a las posibilidades de cada uno, al origen social o a las demandas de una sociedad (generalmente del mercado laboral). “¿Para qué queremos universidades en zonas socialmente vulnerables?”, se le oyó decir a una funcionaria. ¿Para qué quiere saber matemática una chica que cultiva la tierra?: ¿Para qué quiere una chica de La Cocha (localidad situada al sur de la provincia de Tucumán) saber matemática si ella va a trabajar la tierra? […] Hay que especializar la educación de acuerdo a la realidad geopolítica del alumno, de acuerdo a sus posibilidades de inserción laboral (palabras del diputado Ricardo Bussi que expresan las ideas que quería llevar a la Cámara). Del mismo modo, esta experiencia de apertura sin límites nos lleva a incorporar y a trabajar, a enseñar lo que genera dificultad; aquello que en los primeros intentos podría aparecer como no apto para ciertos alumnos (por sus características sociales, culturales, individuales, etc.). Habría que hacer un elogio de la dificultad, reflexiona Cécile, a propósito de su experiencia y de los textos que sus alumnos “carentes” produjeron a lo largo del proceso de escritura de la obra que prologara Steiner. Al contrario de lo que suele creerse, lo difícil, lo que parece imposible a priori, puede convertirse en un instrumento para los profesores (uno de los pocos con los que cuentan, afirma la profesora) para seducir a los estudiantes. Y así concluye: Es importante que las cosas no sean fáciles. Incluso me atrevería a pensar que, en algunos momentos, han de parecer insuperables. Sólo al precio de semejante vértigo, la conciencia del alumno llega a confundirse con la del maestro en esa “seducción erótica del pensamiento”, tantas veces reivindicada por Platón (Steiner y Ladjali, 2005: 57). A propósito de la deliberación y exploración acerca de la formación didáctica del profesorado, basada en su experiencia vivida como profesor, Contreras desmitifica la dificultad que por muchos años vivió como frustración, incapacidad y fracaso: “Tenía la sensación de que los caminos que intentaba en mi trabajo con futuros enseñantes conducía a callejones sin salida […]. Ahora entiendo que la dificultad significa improbabilidad y azar, apertura a lo desconocido, no saber qué pasará, pero a la vez camino para explorar” (Contreras Domingo, 2011: 22). Este autor considera que la incertidumbre y la exploración que conlleva la dificultad son inherentes a la actividad educativa de profesores y estudiantes. Explorar, buscar, insistir, reflexionar sobre lo hecho, provienen de lo que se presenta como difícil e inabordable en primera instancia. Enseñar es convocar. Los estudiantes abiertos o expuestos al mundo son invitados y convocados a interesarse en él. La enseñanza puede ser pensada, desde esta acepción, como una invitación o un convite que implica preguntarnos por las maneras de presentar ese mundo, de preparar el ambiente, de prepararnos y preparar lo que tenemos para ofrecer a quienes están en situación de aprender. Toda esta dedicación previa, junto con el posicionamiento que tomamos en las clases, desde que anunciamos o presentamos la materia o lo que vamos a abordar en el espacio de un trayecto formativo determinado hasta la totalidad de las clases que asumimos como docentes, puede indicar (o no) que lo que va a ocurrir en ese tiempo y espacio es verdaderamente importante y que vale la pena que sea compartido, disfrutado colectivamente. Poner la mesa. Esta frase remite al momento previo a las clases, al de su preparación. La clase entendida como una invitación o un convite necesitará de un ambiente propicio que es preciso generar para que ese habitar compartido sea algo más que una postura, una pose o un rejunte de personas; así como cuando invitamos a alguien a cenar a nuestras casas, los anfitriones (los docentes) necesitamos acondicionarnos y acondicionar el espacio para el evento: preparamos el escenario, aquello que se va a degustar (porciones del saber, de la cultura) y nos predisponemos para compartir algo que se va a poner sobre la mesa. Poner “algo” sobre la mesa. Lo que ofrecemos en cada clase pone en pie de igualdad a todos los comensales –para seguir con la metáfora gastronómica–, más allá de que cada uno podrá expresar sus preferencias, comer a su ritmo y realizar ciertas opciones ante lo que les hemos preparado. Es precisamente ese “algo” para compartir lo que centrará la atención, la concentración, la implicación y hasta el disfrute, incluso con los imprevistos que pudieran sucederse. La atención, la concentración, la escucha, la participación e incluso el placer de probar lo que no se conoce, son habilidades que se aprenden cuando se las practica en ambientes cuidados y tentadores: El maestro dona el don del lenguaje, lo muestra en acto, lo reparte en su mesa a sus alumnos recordando a todos ellos que la característica de este regalo es que para servirse de él hay que poner algo por parte de cada uno (Recalcati, 2017: 132). Dos alertas al respecto. La primera es preguntarse si al pensar las clases tuvimos en cuenta a los sujetos a quienes pretendemos invitar, convocar, agasajar en ese encuentro: los comensales, en nuestra metáfora. Si bien enseñar siempre supone abrir a lo nuevo, a lo desconocido, hay maneras o formas de tentar, de seducir, de convocar, de interesar: por ejemplo, cuando lo que tenemos para ofrecerles a nuestros estudiantes brinda respuestas a inquietudes genuinas que ellos presentan. Tal como lo hacía Merlí, (2) en sus clases de filosofía, al alterar el orden del programa de estudios y convocar en cada encuentro al pensador que consideraba más pertinente, conforme a lo que le estuviera pasando al grupo en ese momento. La segunda alerta remite a si nosotros (adultos, docentes) estamos convencidos de que lo que tenemos para ofrecerles es realmente valioso o importante como para que otros se tienten y se animen a probarlo. El amor y gusto por la materia es lo que promueve su transmisión y abre las posibilidades para el aprendizaje y la formación. Sólo el amor por lo que se enseña puede causar deseo de saber en quienes aprenden. La transmisión se produce por contagio. Las dos premisas se unen al contemplar si eso que amamos y valoramos (esa porción del mundo y de la cultura) merece ser compartido por los sujetos (destinatarios de nuestras enseñanzas), quienes, a su vez, están en sus mundos, cargados de inquietudes, sentimientos, saberes, valores, etc., que muchas veces la escuela parece desconocer. Tal como le pasaba a Stella en la película que lleva su nombre: (3) una niña en las puertas de la adolescencia, que vivía con sus padres y compartía un mundo adulto en el seno de un bar que ellos regenteaban en la antesala de su hogar. Stella, clasificada como mala alumna (en vistas de su no saber) por una prestigiosa escuela parisina a la que se había incorporado, un día se pregunta por todo lo que ella sí sabía, y se contesta que sabía de billar, de cómo se hacen los niños, de cartas, de fútbol y que se había hecho de muchos amigos nuevos, como Balzac y Duras, pero “esos no me sirven para la escuela”, concluye. A partir de lo expuesto, surgen algunas reflexiones. Si lo que pretendemos es convocar a los sujetos que aprenden para que aprendan, ¿contemplamos al enseñar sus saberes varios y variados, sus gustos, sus emociones, sus miedos, sus frustraciones? ¿Suponemos que nos encontraremos con sujetos capaces de interesarse, de concentrarse, de practicar, de estudiar, de formarse? ¿Consideramos a nuestros alumnos y estudiantes merecedores de las mejores clases, de lo mejor que tenemos para ofrecerles en cada encuentro? Si es así, sigamos adelante con el convite. ¿Cómo les presentamos el mundo? ¿Cómo preparamos esas porciones del saber? ¿Cómo enseñamos? Enseñar es mediar en la relación entre los sujetos y el mundo. Al enseñar, el docente utiliza mediaciones o “situaciones en que se pone a quien educamos y que le permiten convertirse progresivamente en alguien que se educa” (Meirieu, 2001: 98). Desde esta perspectiva, enseñar es provocar un acontecimiento que inspira a los estudiantes para buscar su propia transformación. Más que dar respuestas, se trata de enriquecer su entorno, proporcionándole objetos con los que pueda experimentar, probar, tantear. Antes que insistir con el clásico “Presten atención” o quejarse porque los alumnos no lo hacen, hay que saber que tanto la atención como la concentración en algo se aprenden también mediante la utilización de instrumentos y recursos que impliquen a los estudiantes en el proceso de su formación. A modo de ejemplo: Se proporcionará de entrada, a los alumnos, una lista de preguntas a las que deberán encontrar respuestas por medio de la exposición o la lectura de una obra; esa lista se convertirá, más adelante, en un marco más ligero y, a medida que el alumno vaya integrando las exigencias, irá pudiendo desaparecer cualquier soporte de ese estilo (Meirieu, 2001: 87-88). Quizás podríamos aventurarnos con una tarea que los convoque, para la que ya dispongan de algunas habilidades y que al hacerla puedan aprender otras. Meirieu (2001) aconseja presentar situaciones problemáticas potencialmente desafiantes, algo distintas de las que comúnmente utilizamos. Antes que hacer leer un texto a los estudiantes y luego hacer preguntas para verificar su comprensión, puede resultar conveniente y tentador proponer alguna actividad que los implique más directamente: por ejemplo, armar un juicio o generar un debate entre los personajes del texto en cuestión. Las situaciones problemáticas consisten en proyectos que movilizan al alumno al encontrar un obstáculo genuino, que le permitan reconfigurar su conocimiento y realizar una serie de adquisiciones a partir de las que va a progresar. El hacerlo colectivamente juega a favor de las producciones. (4) “El maestro no pretende explicar la vida con las letras del alfabeto, sino que invita a sus alumnos a apoderarse de ellas para nombrar el misterio de la vida, sin presumir jamás de llegar a gobernarlo” (Recalcati, 2017: 131). Esta frase, que pone de manifiesto una implicación particular de los estudiantes, nos recuerda a Jacotot, (5) un profesor que enseñó de un modo también particular a sus alumnos: apropiarse de un nuevo idioma y aprender a decir lo propio con las palabras de otro/s. Algo diferente de lo que solemos hacer en la escuela cuando propiciamos la repetición de un pensamiento ajeno utilizando otras palabras. Apoderarse, apropiarse de las palabras, a partir de las situaciones propuestas por quien enseña, parece más acorde con la esperanza formadora y transformadora depositada en los sujetos que están en situación de aprender. Desde su propia experiencia escolar fallida, Daniel Pennac (hoy profesor y escritor) nos habla de la enseñanza como un despojo de todo lo que traemos a la escuela, de una combinación entre presencia y presente continuos para lo que basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares y aliviar esos espíritus […]. Si fracasamos en instalar a nuestros alumnos en el presente indicativo de nuestra clase, si nuestro saber y el gusto de llevarlo a la práctica no arraigan en esos chicos y chicas, en el sentido botánico del término su existencia se tambaleará sobre los cimientos de una carencia indefinida (Pennac, 2008: 60). En esta apreciación, la enseñanza representa asimismo una apuesta esperanzadora sobre las posibilidades de formación/transformación de los sujetos que aprenden, basada en las potencialidades que encierran, aun con sus cargas y pesares. Con esa convicción orientada hacia el futuro (de un determinado proceso formativo) y posicionados en un presente continuo (en cada encuentro, en cada clase), los docentes apelarán a mediaciones convocantes, inspiradoras pero también alentadoras de la propia formación; y así habilitarán para ello (un gesto, una palabra o una mirada de aprobación, pueden resultar suficientes), con un beneficio que siempre resultará provisional y sobre el que habrá que volver a insistir tantas veces como haga falta; porque enseñar es un continuo volver a empezar, hasta nuestra necesaria desaparición como profesores, según Pennac. Así, el maestro se detiene, sabe detenerse, dejando marchar. En la experiencia de Ladjali, fue la tutela de un lector de la categoría de Steiner lo que contribuyó a que sus alumnos se sintieran habilitados y confiados para escribir los sonetos sobre el mito de la caída. Sonetos que tuvieron que escribir varias veces, ya que “lo primero que redactaron fue de una banalidad absoluta”, según sus palabras. La insistencia, la repetición juegan a nuestro favor en la enseñanza, siempre que podamos superar la forma mecánica o rutinizada y aparezca la imaginación, lo distinto, en las ejecuciones sucesivas que se produzcan. Los instrumentos y recursos para utilizar por los docentes como mediadores entre quienes aprenden y el mundo llevarán a superar ciertos problemas y también a descubrir otros, lo cual permitirá centrar la atención en lo que se ofrece y asumir el desafío de su resolución, de su profundización, siempre que aparezca la guía de un adulto confiado que se irá retirando paulatinamente hasta su necesaria desaparición. Enseñar es exponer de modo ordenado. Enseñar también es presentar, exponer ordenadamente en las clases lo que se ha descubierto de modo aleatorio, que no es lo mismo que explicar. Quien explica supone que el otro no sabe, no entiende y que, gracias al maestro o profesor, el alumno (falto de luz) (6) se iluminará. Esta concepción “atontadora” de la inteligencia y de las capacidades de quien aprende, más que favorecer inhibirá o empobrecerá el proceso de su propio aprendizaje, de su propia formación. Por el contrario, suponer y tratar a los alumnos y estudiantes como sujetos que saben, que se forman y obran por y para sí mismos –aun con los errores y tropiezos que pudieran cometerse durante el proceso– emancipa y aumenta las posibilidades de aprender: El maestro sabe que sólo en la suspensión del saber puede activarse una búsqueda del saber […]. Así nos daba a entender que no había que avergonzarse de tropezar con el texto que se comentaba, porque sabía bien que ese tropiezo nos ayudaría a autorizarnos a pensar con nuestra cabeza, es decir, a buscar nuestra forma personal de tropezar con el texto (Recalcati, 2017: 139). En la experiencia de El maestro ignorante, Jaques Rancière (2003) nos cuenta que los estudiantes del ya nombrado Jacotot –un profesor que no tuvo más remedio que cambiar sus enseñanzas “explicadoras”, “atontadoras” (según sus palabras) al no compartir el idioma con los estudiantes– aprendieron sin maestro explicador pero no por eso sin maestro. Y aprendieron más y mejor que cuando el maestro explicaba suponiendo que ellos no sabían. A diferencia del explicador, el docente que expone el mundo, que lo ofrece, puede hacerlo asociando ideas, autores, relacionando lo nuevo con lo que ya se sabe, profundizando o presentando sus propias interrogaciones e indagaciones sobre el contenido en cuestión. ¿Podremos pensar y desarrollar en nuestras clases exposiciones de tales características? ¿Cómo serían? Porque enseñar es contar, decía Gabriela Mistral. Contar con gracia y belleza. Y todo puede ser contado, enseñando mediante historias que nos conecten con otros (otros mundos, otros tiempos, otras personas) y con nosotros mismos. Son esas narraciones las que le otorgan vitalidad a lo que se enseña y promueven el interés incluso de los más reticentes. ¿Quién puede negarse a que alguien le cuente una buena historia? Desde las humanidades hasta las ciencias más duras pueden ser contadas, decía la autora, y así lo cuenta con inusual belleza literaria el físico italiano Carlo Rovelli: La teoría más hermosa [de la relatividad] narra una realidad que parece hecha de la misma materia de la que están hechos los sueños […]. La teoría describe un mundo colorido y asombroso donde explotan universos, el espacio se precipita en agujeros sin salida, el tiempo se ralentiza al descender sobre un planeta, y las ilimitadas extensiones del espacio se encrespan y ondean como la superficie del mar. (7) Meirieu (2016) nos habla de la importancia de contar y leer historias regularmente a nuestros alumnos “a fin de que se apropien de las matrices narrativas que les permiten ir contando y escribiendo progresivamente su historia”, las que habrá que escuchar con atención. Y enseñar también es comunicar, es decir, convertir algo que personalmente nos convoca e interesa en algo que sea de interés para los demás. Al enseñar, elegimos ciertos temas que tenemos que comunicar a los estudiantes, que no es lo mismo que exponer o demostrar todo lo que se sabe, sino que se parece más a ofrecer una donación o un regalo. Por eso se trata de elegir qué se cuenta y cómo se cuenta, sabiendo que el sentimiento y la emoción juegan un papel central para lograr simpatizar y empatizar con quienes están en situación de aprender algo nuevo. Enseñar es acompañar. Porque aprender, en tanto abordar un saber que nos sobrepasa no es fácil, de allí que “el profesor debe proporcionar a cada alumno la ayuda necesaria para que lo interiorice […] poniendo a disposición los recursos sin los cuales no obtendrá buenos resultados en su aprendizaje” (Meirieu, 2006: 24). Aun cuando el aprendizaje implica siempre al sujeto en situación de aprender (su esfuerzo, energía, compromiso, voluntad) es un proceso que, en tanto consiste en acceder a porciones desconocidas del mundo, provoca desestabilizaciones, caídas, pérdidas, desalientos. De allí que la verdadera enseñanza adopte el carácter inquietante de encuentro con lo desconocido y el apoyo que aporta la tranquilidad necesaria. No exime al alumno de tirarse a la piscina. De lanzarse a una aventura inédita para él, pero le da algunos consejos para no ahogarse, le indica algunos movimientos para avanzar y prevé el uso de una cuerda por si da un paso en falso (Meirieu, 2006: 25). Desde esta perspectiva, la enseñanza constituye una necesidad en todos los grados, en todos los cursos y en todos los niveles de la escolarización. El oficio de enseñar asocia el saber específico que está en juego en un proceso de transmisión cultural con la ayuda, el acompañamiento y el seguimiento que quienes están en situación de aprender necesitan en su encuentro con el saber. Para acceder a zonas desconocidas del mundo, de la cultura, se necesitan orientaciones, guías para obrar, para hacerse obra de uno mismo. Por eso, quienes enseñamos acudimos a métodos, estrategias, recursos: “Las tecnologías escolares son técnicas que, por un lado implican y comprometen a los jóvenes y, por otro, presentan el mundo, es decir, centran la atención en algo. Sólo de esta forma la escuela es capaz de generar interés y hacer que la ‘formación’ sea posible” (Simons y Masschelein, 2014: 62). Las metodologías de enseñanza, las técnicas y los recursos que utilizamos para enseñar son fértiles, podemos decir, si despiertan la curiosidad (la sorpresa), si alientan a practicar y a estudiar; a moldearse, a configurarse, a formarse. En definitiva, sirven si convocan, sorprenden, generan entusiasmo e interés en el mundo que se abre, se expone y se presenta para que los chicos, las chicas y los jóvenes aprendan. Y también si conducen por ese mundo que se abrió, encauzando cuando se hayan tomado caminos erróneos, alentando para descubrir nuevas alternativas en la aventura de conocer, de pensar, de aprender. El buen maestro sabe que el tropiezo es condición para la investigación, para la búsqueda, para la formación. Jackson identifica algunas intervenciones docentes como favorecedoras del aprendizaje. Se trata de una combinación entre el aliento constante al alumno para que avance, profundice, complejice su obra, y una corrección gradual o sutil ante los errores que pudieran cometerse, considerando que siempre una obra (sus productos) denota el esfuerzo por la producción de algo nuevo. En este sentido, quien produce algo y se reconoce como su productor se respeta y merece el reconocimiento ajeno. Ciertas maneras de comentar y preguntar constituyen los pequeños gestos de la gran finalidad de la escuela: “Hazlo lo mejor que puedas”, “persevera”, “mira de cerca”, “inténtalo de nuevo”, “empieza”… “Es una muy buena observación, pero ¿has considerado que…?”, “Estoy de acuerdo contigo, pero me pregunto…”, “¡Qué buena idea!, pero ¿dirías que…?”. “¿A ver si he comprendido bien lo que dices?”, “Tiene mucho sentido lo que decías. Veamos ahora cómo podríamos mejorarlo”. Educar para la libertad supone, para Meirieu (2016), ciertas intervenciones adultas que implican que las niñas, los niños y jóvenes sean escuchados sin ser necesariamente aprobados, ayudarlos a construir una ruta para revisar los procesos fallidos y fracasos, darles la posibilidad de elegir y acompañar la movilización de la voluntad, utilizar sanciones reparadoras que promuevan la reflexión, la enmienda y el respeto consigo mismo y con los demás. Para sintetizar, en cuestiones de enseñanza, siempre será preferible: Abrir, habilitar, enriqu 3. ENSEÑANZAS Si lo que pretendemos es enseñar para ayudar a que otros aprendan, se formen o hagan de sí la propia obra, (8) tenemos que saber que no existe un método o una técnica infalible. Serán decisivas nuestras maneras o formas de enseñar, nuestras enseñanzas, que tendremos que ir creando y recreando artesanalmente, según las particularidades de las situaciones que se vayan presentando, apoyados en los saberes específicos de las distintas disciplinas (incluida la pedagogía) y también en aquellos que derivan de la experiencia vivida por nosotros mismos y por otros. Serán esos saberes los referentes sólidos de una construcción permanente de maneras o formas de enseñar que combinarán metodologías, las cambiarán en su devenir o inventarán otras, haciéndole preguntas pedagógicas al saber disciplinar en cuestión, por ejemplo. Como en toda actividad artesanal, nos toparemos con dudas, dificultades, interrogantes o cosas mal resueltas; el desafío consiste en ir construyendo y descubriendo las maneras o las formas de llegar a otros, de convocarlos, de atraerlos, de implicarlos, de seducirlos, de contagiarlos, de interesarlos… y podríamos continuar. Porque –insistimos– no hay una única manera de enseñar nada a nadie. Este rasgo particular de nuestro oficio se ve exacerbado en el presente y resultó evidente en el contexto de pandemia, con la alteración de las formas escolares habituales. Reconociendo, entonces, la importancia de lo que tenemos entre manos para ofrecer (sin por eso acartonarlo o solemnizarlo) haremos lo mejor que podamos en cada caso (empeñados en dar lo mejor de nosotros mismos), confiando en nuestras posibilidades como también en las de los sujetos que están en situación de aprender. Porque, insistimos, hay muchas maneras o formas de enseñar que hay que saber y poder crear/recrear/probar/experimentar (si es con otros colegas, mucho mejor) en grupos diversos y en situaciones concretas. Los fragmentos de enseñanzas seleccionados que dan forma a este diálogo colectivo así lo demuestran en lo que sigue. – Una maestra novel habla de sus enseñanzas, recordando cómo le enseñaron a ella. Sin embargo, se le presentan algunas dificultades al tratar de que sus alumnos lean. Formas de dar la clase quedaron en mí y ahora las replico. Por ejemplo, en la obra sobre Bernarda Alba, más allá de las preguntas sobre dónde transcurre, cuáles son los personajes, etc., ella proponía: ¿por qué Angustias dice esta frase? Me acuerdo de que en las evaluaciones la última pregunta era una reflexión final sobre el libro. A mis alumnos les pido una reflexión personal: ¿qué te pasó al leer el libro? Por supuesto analizamos temas del libro, personajes, conflictos, contexto y esa pregunta: ¿qué te pasó? Por supuesto que tengo el reclamo de: tengo que leer. A la mayoría no le gusta y estoy buscando cómo generar algo de eso (entrevista realizada el 3/3/2016). Alguien se anima con algunos consejos 1. Leer en voz alta el tema de estudio con los alumn – La escritora y docente Liliana Bodoc tiene algo que decir al respecto y suma a estas formas diversas que estamos buscando, cuando trata de generar condiciones para que se encuentren el aprendizaje y la enseñanza. Suele decirse que los chicos no leen, que no entienden lo que leen, entre varias cosas que dicen de ellos y que son bastante cuestionables. Pero lo interesante es que algunos docentes reconocen que a los alumnos les encanta que les lean. Es como una vuelta a la narración oral, un poco dejada de lado por la escritura, que a los chicos les fascina. Tal vez algunos no quieren leer un libro, pero sí quieren que se lo cuentes. […] Y cuando la voz esa es ni maravillosa ni bien modulada pero apasionada, cuando vos leés o les decís algo que a vos te conmueve, a los tipos se les cae la mandíbula al piso. Y los “complicados”, los más bravos, se callan la boca pero de verdad. ¿Viste ese silencio verdadero, respetuoso? Y no es por una, sino por el poeta que les está hablando (nota publicada en Radar, a propósito de su fallecimiento, 11/2/2018). – La directora de cine Alessia Chiesa aporta argumentos para convocar a quienes aprenden con nuestras historias. Creo que todos, incluidos los chicos, tenemos la capacidad de entender los mecanismos de la fabricación de un relato y, a la vez, una disposición total hacia el juego y la imaginación. La clave para que los chicos se enganchen es que les interese la historia. Lo primero que hice fue contársela como si se tratara de un cuento y así fui viendo hasta qué punto los movilizaba. Después conversábamos sobre lo que les contaba y charlábamos acerca de lo que podía significar. A partir de eso, empezaron a apropiarse de la historia y a jugar a interpretarla (entrevista publicada en Página/12, 9/2/19). – La joven estudiante Manuela (personaje de la novela La elegancia del erizo) brinda su parecer desde la experiencia vivida en la escuela con dos profesores bastante diferentes. A nuestra edad, por poco que se nos hable de algo con pasión y tocando las cuerdas adecuadas (las del amor, la rebelión, la sed de novedades, etc.), es muy fácil captar nuestro interés. Nuestro profesor de Historia, el señor Lermit, supo apasionarnos en sólo dos clases enseñándonos fotos de gente a la que se le había cortado una mano o los labios en aplicación de la ley coránica, porque habían robado o fumado. Era sobrecogedor, y todos escuchamos con atención, la clase siguiente, que ponía en guardia contra la locura de los hombres, y no específicamente contra el islam. Entonces, si la señora Magra se hubiera tomado la molestia de leernos con la entonación adecuada algunos textos de Racine, habría visto que el adolescente típico está maduro para abordar la tragedia amorosa (Barbery, 2014: 172). ¿Y si además de las historias apostamos a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), considerando sus potencialidades para la enseñanza y lo que significan para enseñar hoy? La experiencia reciente nos obligó a utilizar estas herramientas y seguramente fue mucho lo que pudimos descubrir, aprender y capitalizar para nuestras prácticas. El acceso al conocimiento, las posibilidades de disponerlo, estructurarlo y jerarquizarlo, así como de producirlo, libera a los jóvenes de la dependencia propia de la cultura letrada y los coloca como protagonistas de una formación que cada vez más adopta la fisonomía de una autoformación. ¿Cómo enseñar a sujetos formateados por las TIC, que ya no sólo brindan información, sino que la producen? Los Pulgarcitos se liberan, nos recuerda Serres. Ya no les interesa oír al portavoz del saber, porque saben que ese saber está disponible rápidamente y en variados formatos en sus dispositivos: “Acostumbrada a conducir su cuerpo, no soportará durante mucho tiempo el asiento del pasajero pasivo […] ya no hay espectadores, el espacio del teatro se llena de actores y móviles” (Serres, 2016: 53). Si no sabemos ni podemos atender o entender a estos Pulgarcitos, el murmullo y el barullo serán constantes en las aulas y no solamente en aquellas a las que concurren los niños más pequeños, sino en todas, hasta en la universidad, nos alerta el autor. Ya nadie necesita a los portavoces de antaño, agrega, salvo si uno (original y raro) inventa (Serres, 2016: 48). Para este autor, el único acto intelectual auténtico es la invención. Y –como veremos reiteradamente a lo largo de este libro– de eso se trata fundamentalmente enseñar hoy: crear, recrear, inventar, probar, experimentar. En este caso, también encontramos referentes para la invención que podrán surgir, por ejemplo, siguiendo a los jóvenes en sus consumos culturales, en los medios digitales, en los videojuegos: ¿qué y cómo aprenden? Las chicas y los chicos de hoy aprenden por asociación más que por comprensión. Las jerarquías resultan provisorias y coyunturales. La atención se fragmenta en recorridos individualizados. Imperan el movimiento, la rapidez, la superficialidad y la simultaneidad; las experiencias provienen del uso y devienen en posexperiencias (Baricco, 2019). Surgen nuevas formas de agrupamiento (redes) basadas en las afinidades. Los saberes se “traducen”, se dispersan y deslocalizan, sostienen los especialistas, y son estas transformaciones las que nos llevan a mirar las maneras en que organizamos la transmisión y que pensamos a los sujetos que están en las escuelas (Dussel, 2011). Serres nos propone algunas formas o maneras para tener en cuenta: Pasemos del concepto abstracto a los relatos, a los ejemplos, a las singularidades, a las cosas mismas. Otorguemos dignidad a los saberes de la descripción, de lo individual, a las modalidades de lo posible, lo contingente. Demos lugar a una nueva razón, por naturaleza laberíntica: el relato. Mezclemos la clasificación de las ciencias, ubiquemos el departamento de física junto con el de filosofía y arte; la química con la ecología; la matemática con la lingüística. Armemos un mosaico de piezas diversas donde se mezclen los leguajes, se desordenen las fronteras. En la era digital, cambian los modos de producción, circulación y apropiación de los conocimientos. ¿Cómo aprovechamos las TIC para enseñar? ¿Cómo aprovechamos lo que estos dispositivos nos ofrecen y nos ofrecieron en la coyuntura actual para volver a pensar las maneras o formas de enseñar y el aprendizaje? ¿Qué les delegamos a los dispositivos, de aquí en adelante? ¿Qué es lo que la escuela no puede abandonar? – La directora artística de la Bienalsur 2018 Diana Wechsler aventura una respuesta. Se trata de ir descubriendo, inventando, otros modos de circulación y apropiación del saber, otras formas de valoración de lo que en un espacio (aula) se produce. Se intenta generar modos alternativos de producir sentidos, de instalar preguntas, donde las certezas entren en conflicto y abran paso a nuevos ensayos que inviten a cada actor social (estudiante/maestro) a reasumir la imaginación y con ella su capacidad creadora –en un sentido amplio– dando paso quizás a la emancipación del pensamiento para contribuir a abrir otras vías (entrevista en La Nación, 30/8/2018). 4. LA TRANSMISIÓN O EL DESTINO DE TODA ENSEÑANZA Cuando la enseñanza y el aprendizaje se encuentran en un acto pedagógico, se produce la transmisión. Una especie de éxtasis que da sentido a nuestra profesión: en definitiva, enseñamos y hacemos todo lo posible para que nuestras enseñanzas (varias y variadas) lleguen a destino (a los alumnos, estudiantes, Pulgarcitos). La transmisión constituye el ideal para el profesor, su proyecto más íntimo, que no puede desdibujarse ante la dificultad, las dudas, los cuestionamientos o la mera burocratización, alerta Meirieu (2006) y desde esa postura sostiene que hay que entregarse a proyectos que susciten nuestro deseo de enseñar y la voluntad de aprender: “Sólo el amor con el que un profesor envuelve el saber es lo que hace que ese saber sea digno de interés para los alumnos” (Recalcati; 2017: 98). Sin embargo, está en los sujetos, destinatarios de nuestro accionar, la variable incontrolable, el límite nuestro: hacemos todo lo posible, pero sabiendo que no podremos manipular ni controlar del todo el suceso. Por eso el encuentro entre deseos y voluntades (de enseñar y aprender) tiene un componente casi mágico u oculto al que podremos aproximarnos, según Meirieu (2006), como resultado de una emoción literaria, cinematográfica o a partir de nuestra propia experiencia de vida: “Los enseñantes que no hemos olvidado, con los que tenemos una relación de deuda y gratitud, son los que nos enseñaron por encima de todo que no se puede saber sin amor por el saber” (Recalcati, 2017: 114). Puede haber un programa, un reglamento o un plan previsto, “pero la enseñanza, el acontecimiento de la enseñanza, trastorna radicalmente ese plan y siempre lo pone patas para arriba” (Recalcati, 2017: 108). Y patas para arriba nos encontramos cuando tuvimos que enseñar en un escenario escolar del todo desconocido e inesperado, tal como el que resultó con la ausencia o alteración de la presencialidad provocada por la situación de pandemia. Pero aun así, siempre es probable que la transmisión acontezca. En todos los casos, incluso en los más previsibles, el proyecto de educar, de enseñar (el proyecto pedagógico) conserva cierto sentido de imprevisibilidad, en tanto implica a la libertad de los sujetos, al mismo tiempo que apuesta a su liberación: El proyecto de toda pedagogía es ofrecer al sujeto las condiciones de la superación de la propia historia y del compromiso con su propia libertad. Nos muestra cómo en una situación pedagógica, un sujeto articula y desarticula su pasado con su proyecto hasta el momento en que puede asumir la responsabilidad de sus propios actos en un colectivo que de ese modo contribuye a construir (Meirieu, 2016: 171). Porque no hay que olvidar que se trata de la transmisión y, por lo tanto, del encuentro de las nuevas generaciones con la cultura. Transmitimos porciones del saber, de la cultura. Repartimos signos para posibilitar que otros puedan moverse por el mundo, guías para obrar en lo sucesivo: “A esos conjuntos orientadores los llamamos conocimiento: conjunto de significados sociales, construidos por los hombres, cuya función principal es proporcionar medios de orientación” (Antelo, 2009: 24). El profesor trabaja entre objetos de saber que otros mayores han ido acumulando e individuos que deben asimilarlos o aprenderlos, lo cual significa la apropiación de esos saberes y su reutilización por su cuenta y en otra parte. La transmisión constituye una necesidad, tanto para los sujetos que llegan desprovistos al mundo y necesitan de esas claves para orientarse, como para la sociedad que necesita de la transmisión para asegurar la continuidad en la sucesión de las generaciones. Para Hassoun (1996) es lo que permite que cada uno se inscriba socialmente y sitúe su recorrido individual en función de lo que le ha sido transmitido. Es la transmisión lo que proporciona las raíces de cara al porvenir. Sin esas raíces, sin esas claves o esas guías para obrar en lo sucesivo será imposible la supervivencia en la sociedad y en la cultura y, tal como lo hiciera Frankenstein (el monstruo fabricado), no se lo podríamos perdonar a nuestros antecesores. La venganza, en ese caso, es la de alguien que fue creado, fabricado a imagen y semejanza de lo humano y lanzado al mundo totalmente desprovisto, “des-educado”. Como antecesores, como adultos, somos responsables por los nuevos, por los que nos siguen. En tanto portadores de una historia, de una cultura, somos sus depositarios y sus transmisores: sus pasadores. La transmisión del saber está siempre inscrita en una relación de filiación que supone una diferencia simbólica entre distintas posiciones (la antigua y la nueva generación). Sin embargo, la tendencia a fabricar repetidores de lo que pasamos o legamos tampoco es intrínseca a la transmisión: “Si enseñar significa literalmente dejar una huella, un rastro, una marca en el alumno, es porque se excluye que la transmisión puede reducirse a una clonación, es decir, a la reproducción pasiva y conformista de la palabra del maestro” (Recalcati, 2017: 119). Somos distintos a los que nos precedieron, y los que nos sigan serán distintos a nosotros. Porque, en cada caso, lo que se nos ofrece como herencia será procesado clandestinamente, como un contrabando: Una transmisión lograda ofrece a quien la recibe un espacio de libertad y una base que le permite crecimiento… Nos inscribe en una continuidad y nos asegura que no estamos confrontados a lo nuevo sin ningún nexo con lo que lo precede. Sólo a la luz de lo antiguo, podemos reconocer y afrontar la discontinuidad (Hassoun, 1996: 144-145). Somos “contrabandistas de la memoria”, diría Hassoun, o “traficantes de verdades” (fácticas, sistemáticas, instrumentales, morales), para Jackson. “Nuestra responsabilidad (como adultos) es conservar, transmitir, rectificar y expandir la herencia de valores que hemos recibido de modo tal que quienes nos sucedan puedan recibirla más sólida y más segura, más ampliamente accesible y más generosamente compartida de lo que la recibimos nosotros” (Jackson, 2015: 73). Y no es sólo una herencia de valores; para el autor, se trata de una herencia valorada; es decir, aquello que una sociedad valora, trata con respeto y por eso transmite. Entonces, la educación, como proceso de transmisión cultural, merece ser tratada amorosamente. Es la emoción del amor, en cualquiera de sus formas, lo que atraviesa, da coherencia y mantiene unida una experiencia educacional en su conjunto: las personas, el material estudiado y la experiencia de transmitirlo, compartirlo. En síntesis: la educación es para Jackson un proceso facilitado de transmisión cultural que cada generación le debe a la siguiente, que consiste en transmitir algo que quienes están a cargo consideran valioso. Educar es hacer sitio al que llega y ofrecerle los medios para ocupar el mundo. Educar es ofr 1- La palabra “oficio” porta distintos significados, que remiten a “ocupación”, “cargo”, “profesión”, “función”, tal como se indica en el Diccionario de la lengua española de la RAE. 2- El profesor de la serie que lleva su nombre. 3- Stella (2008) fue dirigida por la directora francesa Sylvie Verheyde. 4- Entrevista a Philippe Meirieu en La Nación, 10-11-2013. 5- El profesor cuya experiencia relata Rancière en El maestro ignorante. 6- Una de las referencias al término “alumno”, frecuentemente utilizada. Sin embargo, los que saben afirman que el término de origen latino significa “alimentar”, en alusión a que originariamente quienes aprendían vivían con sus maestros y eran alimentados no sólo mediante el conocimiento, sino con comida. 7- Carlo Rovelli es un físico italiano cuya obra Siete breves lecciones de física está traducida al castellano (Barcelona, Anagrama, 2017). 8- El educador, según Meirieu (2016: 67), ayuda al niño o adolescente a atribuirse progresivamente la responsabilidad de sus propias palabras, de sus propias conductas y hasta de sus decisiones fundamentales. CAPÍTULO 2 ENSEÑAR EN TIEMPO PRESENTE Yo sabía que la decisión estaba tomada. Mi futuro tenía sus ojos puestos en el pizarrón y la tiza de mis juegos de la infancia. Sabía que me atrapaba no sólo la idea de enseñar para que otro aprendiera, sino que también sentía placer al pensar que podría ponerme en la piel de un poeta, de una bailarina, de un cantante y ser yo misma a la vez. Ser docente me permitiría jugar a ser tantos y tan distintos personajes sin dejar de ser quien era. GLADYS VALADO (1) 1. ¡QUÉ PROBLEMA! Repararemos en este apartado en los desafíos que presenta la enseñanza, el oficio de enseñar, en los escenarios educativos del presente para, desde allí, avanzar en la construcción de alternativas que nos permitan posicionarnos en las escuelas de hoy y poder y saber enseñar en ellas. Partiremos de considerar las mutaciones que presentan las instituciones escolares como producto de los cambios sociales y culturales propios de esta etapa de la modernidad, aunque haremos alusión asimismo a las transformaciones más recientes. Seguidamente, nos ocuparemos de los sujetos: ¿quiénes son nuestras alumnas, alumnos y estudiantes? ¿Cómo los vemos, cómo nos ven? ¿Cómo nos vinculamos? ¿Qué esperan de la escuela y de sus docentes? Porque entendemos que estas nuevas fisonomías institucionales, sociales, culturales, repercuten en nuestro oficio, la enseñanza, hoy mutado y desafiado. ¿Qué significa enseñar hoy y saber y poder hacerlo en las escuelas del presente con quienes a ellas concurren? Abordaremos asimismo este interrogante, pero antes nos dedicaremos a explicitar, a modo de preludio, lo que entendemos por “desafíos”, un término muy utilizado en estos tiempos y al que también nos referimos reiteradamente a lo largo de esta obra. Los desafíos se distinguen de los problemas. A menudo, cuando ejercemos nuestro oficio, detectamos problemas más directa o indirectamente relacionados con situaciones específicas de aula. ¿Cuáles serían esos problemas? Por ejemplo, que los alumnos no aprenden al ritmo que pensábamos o suponíamos que debían hacerlo; que los estudiantes de profesorados se atrasan en el avance de sus carreras, es decir, que no las culminan en los tiempos previstos por el diseño curricular, al menos en condiciones que creíamos normales. Y podríamos continuar. Porque los problemas abundan y están siempre presentes cobrando mayor contundencia y evidencia en las escuelas de hoy: en las escuelas que ya venían siendo y en las escuelas que vienen siendo con la alteración de las formas, los espacios y tiempos establecidos. ¿Qué hacemos ante los problemas que cotidianamente enfrentamos o descubrimos en nuestro trabajo? Por lo general, intentamos abordarlos, solucionarlos o afrontarlos proponiendo distintas alternativas de acción. Para los ejemplos anteriores, si los alumnos no aprenden al ritmo previsto (podríamos pensar en los procesos de aprendizaje que se realizaron de manera remota), una solución podría ser eliminar ciertos contenidos, llegar hasta donde podamos con el programa, avanzar con los que sí pudieron, etc. Para el caso de los estudiantes de niveles superiores, sería una opción facilitar las carreras eliminando materias, posponiendo las prácticas, acelerando las cursadas, etc. No cabe duda de que estas soluciones que se podrían adoptar nos quitarían el problema –los problemas– de encima, pero ¿qué pasa con el proceso educativo, formativo de nuestros alumnos y estudiantes ante alternativas como las que acabamos de presentar? Por el contrario, los problemas que cotidianamente afrontamos se convierten en desafíos cuando las soluciones que pensamos y llevamos a cabo (probando, corrigiendo, volviendo a intentarlo tantas veces como haga falta) para afrontarlos o resolverlos, no sólo nos liberan del problema en cuestión sino que además y sobre todo enriquecen el proceso formativo/educativo de quienes están aprendiendo o se están formando. Interpelados por tales situaciones y apelando a nuestros saberes específicos, producimos, creamos, inventamos propuestas pedagógicas que llevaremos a cabo en nuestras aulas, o en distintos espacios de nuestras instituciones, o en nuestras casas, con los alumnos y estudiantes con quienes trabajamos. Desde esta perspectiva, los problemas se convierten en desafíos pedagógicos. Volviendo a los casos anteriores, si los alumnos no aprenden tal como estaba previsto, ¿no podremos revisar nuestras enseñanzas y probar formas alternativas a lo que veníamos haciendo? Si los estudiantes se atascan en su recorrido formativo, ¿no podremos pensar y probar estrategias tales como formas de cursada y acreditación variadas, enriquecedoras de las hegemónicas e imperantes? ¿No sería posible aprovechar más las tecnologías, los campus? De hecho, con la suspensión de la presencialidad, todo esto tuvimos que hacerlo. ¿Y no podríamos seguir haciéndolo para complementar y enriquecer las propuestas de enseñanza habituales? Si pensáramos particularmente en estudiantes de carreras docentes, desarrollar una amplia variedad de formas de enseñar, evaluar y acreditar, de practicar (incorporando las prácticas en su variedad de formatos y lenguajes), (2) además de evitar los retrasos que ocasiona el tener que rendir todas las materias juntas, recuperar clases pérdidas y cumplir con el tiempo destinado a las prácticas escolares, les permitiría experimentar en su propia formación distintos dispositivos y estrategias pedagógicas, entendiendo que lo vivido y experimentado repercutirá en su quehacer docente, mucho más de lo que lo hacen las meras lecturas o aproximaciones teóricas cuando no encuentran oportunidades de ser vividas y experimentadas por quienes están protagonizando un proceso de formación. 2. LA ESCUELA Demandas Siempre me resultó muy expresiva la frase que utilizara mi querido maestro Emilio Tenti Fanfani (2014) para referirse a la escuela de hoy: “La escuela se ha convertido en una institución sobredemandada y subdotada”. A partir de los cambios sociales, culturales y los avances tecnológicos acontecidos en la fase actual de la modernidad, por no hablar de la metamorfosis más reciente provocada por el contexto de pandemia, se han complejizado las demandas a la escuela. Hoy se le pide mucho (desde lo más elemental hasta lo más sofisticado) en cuanto a socialización, educación e instrucción de los alumnos que asisten. Pretendemos que los sujetos escolarizados cuenten con habilidades que les permitan crear y seleccionar conocimientos e información; tengan autonomía, pero también sepan convivir con otros; cuenten con capacidades para resolver problemas complejos y también para el descubrimiento de otros. Una educación que atienda a la diversidad de conocimientos y valores, a las diferencias, pero que no pierda de vista lo común, lo que nos une e iguala colectivamente; que forme para la participación e inserción en la sociedad, pero que, además, atienda las necesidades sociales vinculadas con la salud, la alimentación, el cuidado, la contención. Y podríamos continuar. Porque siempre continúan las demandas a la escuela. Cada hecho o acontecimiento imprevisto que sucede en la sociedad (sobre todo, de carácter negativo), genera pretensiones y presiones para introducir nuevos contenidos escolares. Esto no sería ni bueno ni malo, si no fuera porque ante tanta demanda o sobredemanda, la escuela va perdiendo las certezas: no tiene seguridad sobre lo que debe transmitir, se venía sosteniendo. Y esa pérdida de certeza en lo que debe o debería ofertar, además de poner en peligro el proceso de transmisión cultural y la formación de las futuras generaciones, tiñe de inseguridades y dudas las prácticas que se desarrollan en su interior. La atención exacerbada a la demanda social pone en peligro el sentido de la educación: La educación es un proceso facilitado socialmente de transmisión cultural (una obligación social que cada generación le debe a la siguiente, que incluye la transmisión de algo que quienes están a cargo consideran valioso) cuyo objetivo explícito es efectuar un cambio perdurable para mejor (3) de quienes la reciben e, indirectamente, en su ambiente social más amplio, que en última instancia se extiende al mundo entero (Jackson, 2015: 133-135). Gramática Resulta paradójico que le pidamos demasiado a una escuela que en muchos aspectos sigue siendo la misma, en tanto mantenía más o menos intacta –hasta no hace tanto– su forma (escolar), formato o gramática originaria. (4) Es decir, mantenía casi sin modificar una manera particular de administrar los tiempos, de organizar los espacios, de organizar a los alumnos (por edades), de distribuir el conocimiento (por disciplinas), de abordarlo (propia del mundo de los mensajes), de promoverlo y acreditarlo y, también, una forma (individual) de organizar el trabajo de enseñar. Los mencionados son sólo algunos de los rasgos que conservó este dispositivo propio de la modernidad del siglo XIX cuando se consolidó como tal, y que sólo una situación extrema como la pandemia logró movilizar. Es a este mismo aparato o maquinaria escolar de antaño, que ya venía demostrando sus fisuras, al que le exigimos que se haga cargo de nuevos desafíos, acordes con los tiempos que corren: le pedimos, por ejemplo, que conjugue meritocracia con inclusión social y calidad. Es decir, la escuela nivelada, graduada, sostenida por el mérito individual en sus formas de ascenso y promoción, tiene que ser capaz de asegurar que todos ingresen, permanezcan y aprendan, cualesquiera sean las condiciones escolares y sociales. Tal pretensión se convierte en un desafío pedagógico que se juega diariamente en nuestras prácticas de enseñanza, tanto por lo que hacemos como por lo que no. Porque, como veremos más adelante, es posible conjugar mérito con igualdad, sin dejar de reconocer nuestras limitaciones para mitigar las desigualdades estructurales que en la coyuntura reciente resultaron más que evidentes. Las condiciones para aprender, la disponibilidad de recursos tecnológicos, el acceso a la conectividad, entre otras, demostraron su injusta distribución en desmedro de los sectores sociales más postergados. Debilidad Ahora bien, le exigimos mucho a una escuela que, además de conservar más o menos intacta su forma, formato o gramática originaria, ha variado en cuanto a su institucionalidad. Francis Dubet (2006) se refiere al declive de las instituciones (entre las que se encuentran la escuela, la familia, el hospital, etc.) para dar cuenta de este proceso. Ello quiere decir que las instituciones han perdido la fuerza de imposición que las caracterizaba y, por lo tanto, lo que antes estaba asegurado por un sistema sólido y coherente, hoy tienen que garantizarlo las personas que las habitan, y tienen que seguir asegurándolo, aun cuando no las habiten en las formas entendidas hasta ahora como habituales. Moverse en estas instituciones resquebrajadas o debilitadas y alteradas tiene menos que ver con el cumplimiento de un rol que con la construcción de una experiencia, diría el autor. De este modo, lo que puede sonar liberador, en tanto nos desliga de lo establecido, de lo impuesto, del peso de lo instituido, aumenta la exigencia hacia los sujetos protagonistas y constructores de su propia existencia. Puesto que el sistema escolar normativo e impersonal no puede asegurar per se las condiciones para educar y socializar masivamente, son los sujetos en su actividad cotidiana quienes tienen que vérselas para generar experiencias pedagógicas que posibiliten aprendizajes significativos para quienes habitan (de diversas maneras) las escuelas de hoy. Variedad Pero hay algo más. Esta escuela que sigue siendo la misma en cuanto a su estructura, que se halla debilitada y alterada en su institucionalidad, es también muy distinta. (5) La institución escolar (en formato real o virtual) ha variado en su dinámica interna. Desde dentro de las escuelas, todo está cambiado. Los gestos escolares y el escenario parecen los mismos; sin embargo, tanto las escenas que se venían generando como las que se generaron recientemente, pero, fundamentalmente, los actores que las protagonizan son otros. Es bastante común que estas nuevas obras escolares provoquen ante los docentes (tanto entre lo más nuevos como entre los que no lo son) extrañamiento, distanciamiento, desconexión, frustración, impotencia, angustia, temor, entre otras sensaciones que denotan la dificultad de habitarlas. Y no es sólo una cuestión asociada con el origen social de los estudiantes, ni, por lo tanto, con la universalidad de la escuela. Como tampoco podemos atribuirlo exclusivamente a la alteración del orden institucional imperante. Es común, general, y se vincula con la irrupción de los cambios sociales y culturales (en las aulas o en cualquier espacio en que la escolaridad acontezca) encarnados en alumnos y estudiantes. “Las paredes del santuario han cedido”, afirma Dubet para dar cuenta de cómo la variedad y diversidad social, cultural, étnica, juvenil ya no queda afuera, sino que se hace evidente (se muestra, se impone y hasta se usa como provocación) en las escenas escolares cotidianas, sean estas presenciales o virtuales. La masificación de la tecnología, junto con la proliferación de los canales que utilizamos para acceder a los conocimientos, a la información y hasta a los bienes, los servicios y para comunicarnos; los nuevos vínculos generacionales; las nuevas estructuras familiares; las diversidades en todas sus variantes generan escenas como las que, por ejemplo, se pueden apreciar en la película Entre los muros, de Laurent Cantet (2008) o en la más reciente La vida escolar, de Grand Corps Malade y Mehdi Idir (2020). Ambos filmes ponen de manifiesto lo que implica sostener la enseñanza en los escenarios educativos del presente y los desafíos que estas situaciones generan para quienes enseñan. Las condiciones escolares que venimos analizando demuestran las dificultades y complejidades que asume la enseñanza hoy, y las posibilidades de que su interrupción acontezca, con las consecuencias que ello provocaría tanto para la sociedad como para los sujetos involucrados (enseñantes y aprendices) en este proceso. Pero así y todo, estas instituciones mutadas, criticadas, cuestionadas, que han dejado atrás su exclusividad, que mantienen resquebrajada su legitimidad y en las que sus actores ya no se encuentran motivados de la misma manera para estar allí ni para hacerlo, funcionan y siguieron funcionando en situaciones excepcionales. Por lo tanto, es nuestra responsabilidad (como adultos, educadores, como sociedad) que continúen haciéndolo porque siguen siendo (las escuelas) las únicas instituciones que, por el momento, permiten el pasaje de un acervo cultural común entre las generaciones de manera sistemática, pautada, masiva y compartida, así como la formación de las personas en un sentido transformador y trascendente, respecto de sí mismos y de su entorno próximo. 3. LAS JUVENTUDES ¿Quiénes son y cómo son las juventudes que concurren a las escuelas de hoy? ¿Cómo nos vinculamos con ellos y ellas para lograr que nuestras enseñanzas y sus aprendizajes se encuentren? Pareciera ser que “los sujetos del nivel”, con sus características y particularidades de época, llevan a interrogarnos sobre la identidad y especificidad de nuestras propias prácticas como docentes en las escuelas de hoy. ¿Cómo pensar y abordar la enseñanza en los escenarios educativos actuales con los alumnos y estudiantes que cotidianamente las frecuentan? En lo que sigue, trataremos de abordar estos interrogantes, recuperando algunas ideas potentes que nos permitan avanzar en el camino de esbozar propuestas inspiradoras que favorezcan las enseñanzas y los aprendizajes en las escuelas actuales. Particularmente haremos foco en las denominadas “nuevas identidades juveniles”, en tanto problemática que atañe no sólo al aspecto evolutivo/psicológico de nuestros alumnos y estudiantes, sino que comprende asimismo ciertas especificidades socioculturales referidas a los sujetos que aprenden. Algunos se plantean qué respuestas tendría que dar la escuela del siglo XXI, atendiendo a cuestiones que van desde la normativa hasta el trabajo docente, autoridad y vínculo pedagógico. Vale aclarar que nuestra indagación se aleja de la escuela que soñamos, de la que imaginamos o idealizamos, tanto como de aquella que seguramente vivimos en nuestra época de alumnos o de la que veníamos viviendo hasta no hace tanto tiempo. Pretende hacer foco, en cambio, sobre las instituciones del presente (con las características que acabamos de analizar) en las que, posicionados como docentes, tendremos que ser capaces de saber y poder enseñar. Una nota de color para empezar: ¿sería posible que una maestra normalista se preocupara por cuestiones referidas a las especificidades y nuevas identidades de los sujetos a la hora de enseñar? ¿Sería este un contenido o tema de la formación docente? Cuando me hago estas preguntas siempre pienso en Rosita del Río, aquella maestra cuya historia de vida relata tan bellamente Beatriz Sarlo (1998). Rosita, maestra y directora de escuela en las primeras décadas del siglo XX, se mostraba muy convencida y segura de todo lo que “se debía” y, por lo tanto, tenía que hacer. A tal punto que, en la escuelita de barrio que dirigía, mandó a rapar a sus alumnos con el fin de que se mostraran limpitos y libres de esos “bichos asquerosos que rondaban por sus cabezas”. ¿Se preguntaría Rosita por las características socioculturales de sus alumnos? ¿Se anotaría en cursos sobre autoridad docente o vínculo pedagógico? Seguramente, no. Y esta historia parece potente en tanto marca crudamente las diferencias entre lo que era enseñar en aquella época (y quizás hasta hace unas décadas atrás) y lo que es en el presente, cuando, tal como vimos, las instituciones ya no legitiman ni sostienen nuestras acciones y decisiones como lo hacían antaño. En estos marcos debilitados y alterados, los sujetos destinatarios de nuestro accionar docente suelen rebelarse (sobre todo si son jóvenes) ante cualquier tipo de intervención adulta (que en esta época ocurren de manera más personalizada y directa), sea de la escuela, la familia, o de cualquier otra que pretenda algún tipo de influencia sobre ellos. Las juventudes que habitan las escuelas de hoy (en sus diversas modalidades) preguntan, cuestionan, provocan, exigen explicaciones, justificaciones de los mandatos adultos y hasta hacen valer sus marcas, que los identifican como miembros de un grupo, una cultura o una tribu determinada. Volvamos a reparar en las escenas que nos presenta la película Entre los muros. El filme francés nos muestra, por ejemplo, un aula en que un alumno no tiene útiles y se resiste a copiar cuando el profesor le dice que lo haga; a otro que hace preguntas que parecen obvias para el resto, situación que aprovechan para burlarse de él; a dos chicas que cuestionan al profesor por usar siempre nombres occidentales en las oraciones que escribe en el pizarrón; mientras una muchacha se raspa las manos con una tijera: sólo por mencionar algo de lo que acontece en la clase, mientras François, el profesor, intenta enseñar. Así y todo, François insiste. Retoma y vuelve a empezar. Lo mismo ocurre en varias escenas de La vida escolar, en el que los profesores tratan de sortear los cuestionamientos de los estudiantes a la escuela ofreciéndoles diferentes oportunidades y estímulos que les permitan encontrar el sentido de permanecer, de aprender, de valorar aquello que se les está enseñando. Los invito a evocar las escenas de clases de estas películas (o de otras) y también las propias, las que daban en las escuelas habituales, así como las que fueron creando e inventando en las distintas situaciones que tuvieron que afrontar recientemente: ¿qué ocurre? ¿Qué hacen los estudiantes? ¿Qué hace el docente? ¿Hay enseñanzas? Es sólo un primer acercamiento, que tanto la literatura como el cine o la propia experiencia pueden favorecer. La propuesta que sigue apunta a mantener vivas las evocaciones realizadas e ir aventurándonos a ponerlas en diálogo con las reflexiones e interrogantes que se desarrollarán a lo largo de este apartado. Desconectados En una de sus “obras líquidas”, (6) el gran sociólogo polaco recientemente fallecido Zygmunt Bauman (2005) se refiere al fenómeno de “desconexión local” para caracterizar el vínculo que suele generarse entre los habitantes de las grandes ciudades. Esta desconexión se produce entre dos tipos de residentes: los que usualmente están conectados con la comunicación global y los que están condenados a la localía. La brecha, el distanciamiento, el alejamiento, aparecen como formas peculiares de habitar el espacio social en esta etapa de la modernidad, provocando la existencia de dos mundos separados y segregados entre sí. La caracterización sobre la sociedad que hace Bauman parece fructífera para pensar en lo que frecuentemente acontece en las escuelas (sobre todo en las medias y superiores) de la actualidad entre enseñantes y aprendices. Al igual que en las grandes ciudades, (7) en las escuelas de hoy suele experimentarse una ruptura entre dos mundos distintos: el de los docentes (adultos) y el de los estudiantes (jóvenes). Mundos segregados, separados, en el que viven o tratan de convivir los de siempre, los que hace mucho están, con los recientemente llegados al espacio escolar, que son muy distintos a los que eran: ya sea por su nivel de acceso al mundo de la comunicación y la información, por su pertenencia social/cultural (“los invasores”, según Dubet, 2006), o por sus condiciones de vida familiares, sólo para mencionar algunas notas distintivas de los nuevos. Varias escenas de las escuelas de hoy dan cuenta de la existencia de esos dos mundos separados, que suelen entrar en colisión, provocando una tensión permanente. Desde esta primera aproximación surgen de inmediato algunas preguntas que pueden resultar relevantes para nosotros: pedagogos, educadores, futuros docentes. Si entendemos la enseñanza como una acción intencional, como una actividad profesional remunerada, que se lleva a cabo con otros y sobre otros, que tiene como objetivo explícito transformar a esos otros en algo distinto de lo que eran u operar para que los sujetos lo hagan; como un accionar sobre las conductas, sentimientos, conocimientos y valores de los individuos, es decir, desde la perspectiva de oficio: ¿cómo es posible enseñar desde ese alejamiento, esa ruptura? ¿Cómo es posible enseñar desde el choque y la tensión instalados? ¿Cómo accionar, formar, transformar, enseñar sobre lo que genera resistencia? Una resistencia que cobra fuerza y se potencia entre las juventudes de hoy. ¿Cómo hacerlo sin sucumbir en el intento y hacerlo bien, de manera de lograr que la transmisión y la formación acontezcan? Estereotipados El pedagogo argentino Lewkowicz (también fallecido hace unos años siendo muy joven) señalaba en una de sus conferencias que en estos tiempos poco corresponden las categorías que remiten a patrones monolíticos sobre “la” juventud o “la” infancia. Decía este autor: La infancia (o la juventud) era una institución sólida porque las instituciones que la producían eran a su vez sólidas. Agotada la capacidad instituyente de esas instituciones, tenemos chicos o jóvenes y no juventud o infancia. Nos encontramos con una dispersión de situaciones para la cual no hay teoría, y parece que no puede haberla porque las situaciones dispersas se montan sobre ese fondo de fluidez, es decir, de contingencia permanente (Lewkowicz, 2002: 3). En el mismo sentido, Beck –sociólogo alemán especialista en temas propios de la contemporaneidad, como la globalización, el cosmopolitismo, etc.– se refiere a la “generación global”, a la que caracteriza como una “generación patchwork”, cuyas piezas no pueden ensamblarse en un cuadro uniforme. Dice el autor: “El ámbito de experiencia de la generación global está ciertamente globalizado, pero al mismo tiempo está marcado por profundos contrastes y líneas divisorias” (Beck, 2008: 15). Esa no uniformidad subvierte, según sus análisis, los patrones de clasificación y las taxonomías de uso. Así y todo, “siguen predominando viejos estereotipos que identifican y enfrentan a los de aquí con los otros (los de ahí) con las consecuencias que ello genera en las distintas prácticas sociales” (Beck, 2008: 79-82). A las preguntas que nos hacíamos hace un momento, ahora añadimos: ¿cómo es posible enseñar desde estos posicionamientos adultos, anclados en estereotipos que tienden a homogeneizar y enfrentar/nos? Extraños Desde un marco referencial sólido, centrado en lo local, los jóvenes de hoy o “habitantes globales” del espacio escolar, suelen resultar extraños para los otros, los locales o condenados a la localía; es decir, aquellos que enseñaron a otros estudiantes, o bien fueron alumnos de otros, en otros tiempos escolares, no necesariamente tan lejanos. (8) Según Bauman (2005: 140), “el extraño es la variable desconocida de todas las ecuaciones calculadas cuando se intenta decidir qué hacer y cómo comportarse […], su presencia dentro del campo de acción sigue siendo inquietante, ya que dificulta la predicción de los efectos de una acción y sus alternativas de éxito o fracaso”. Lo que se percibe o cataloga como extraño, en tanto desconocido, se vive como amenaza, genera incertidumbre y desconcierta. Estas sensaciones se acrecientan teniendo en cuenta, sobre todo, que lo propio de estos tiempos es la permanencia constante del extraño y su eterna estadía. Antes, el extraño, el que no se adaptaba, el inadaptado escolar más tarde o más temprano resultaba expulsado. Hoy, y de nuevo a diferencia de otros tiempos, el extraño sigue siéndolo por mucho tiempo, tal vez para siempre. Pero pensemos en las consecuencias de estas percepciones en las prácticas escolares y, más específicamente en el oficio de enseñar. Con frecuencia, ante lo que se presenta como distinto (a lo que fue, a lo que se espera que sea (9) o a lo que se supone que “debe ser”), surge la nostalgia por un pasado que siempre se recuerda como mejor. Las escuelas de antes (ahora, quizás las previas a la pandemia, que a menudo criticábamos), los alumnos de antes son evocados y añorados por muchos de los actuales profesores. La vigencia del discurso del deterioro –que alude a que ahora todo está peor– se impone y, al hacerlo, además de atentar contra el valor social de las instituciones, provoca efectos sobre la acción, desencadenando la parálisis o el retiro de la situación (“No sé qué hacer”), o el afán de control absoluto (“Hago de todo”) para que acontezca lo que espero o considero que debe acontecer. En concreto, el “efecto de extrañeza”, entendido como la dificultad de entender al otro y anticipar su comportamiento, pero también de aprehender lo otro (una escuela distinta), propician acciones o reacciones que, o bien alientan el encierro (en uno mismo, en las paredes del aula o en algún espacio seguro) o directamente conducen al endurecimiento de las medidas disciplinarias, al aggiornamiento de las sanciones y reglamentos, así como a aferrarnos a aquello que conocíamos, aun cuando reconociéramos sus falencias. Asimismo, el efecto de extrañeza lleva a los docentes a hacer lo imposible por crear las condiciones que se suponen (o aprendieron) necesarias para poder enseñar. Recuperemos por un instante las escenas de las películas que venimos trabajando e imaginemos qué ocurriría si los profesores intentaran enseñar en condiciones ideales. Volvamos una vez más a la experiencia vivida en situación de pandemia y reflexionemos qué hubiera acontecido si hubiéramos tratado de montar el escenario que considerábamos adecuado para enseñar. Seguramente ninguno (ni los profesores de la película ni nosotros mismos) habría enseñado nunca, y nos presentaríamos como seres inmovilizados o generadores de condiciones que no tienen chances de suceder. Por el contrario, como dijimos, François y Messaud, los protagonistas de los filmes, insisten. Retoman y vuelven a empezar. Enseñan, siguen enseñando. Y así lo hicimos y hacemos durante este tiempo: insistiendo, probando, experimentando, aprendiendo. Y seguimos enseñando. Ocurre a menudo que la puesta en marcha de mecanismos defensivos a la hora de decidir qué hacer, cómo obrar e intervenir como adultos y educadores de los nuevos no hace más que potenciar los sentimientos de indefensión que los han originado. En la medida en que nos retiramos, nos endurecemos o sobreactuamos, nos volvemos del todo vulnerables e impotentes, con las consecuencias que estas acciones tienen para la sociedad, para los alumnos y también para nosotros mismos como docentes, educadores formadores, transformadores de otros. Pero veamos ahora qué les pasa a esos otros, a los que solemos percibir como extraños. Indiferentes Danilo Martuccelli (2007), también sociólogo, argentino pero radicado en Francia y parte el equipo de Dubet, (10) plantea que hoy por hoy la cultura juvenil es una de las principales formas de alteridad cultural en nuestras sociedades: “Pocas fracturas culturales son hoy en día tal vez tan fuertes como aquella que separa los jóvenes de los adultos, la cultura juvenil de la cultura escolar”. Sin embargo, desde la perspectiva del autor, esta fractura que provoca tensión (colisión, conflicto, choque, en términos de Bauman, 2005) puede disolverse en la práctica, a escala local. La alteridad cultural de los jóvenes no cesa de insinuarse cotidianamente en las aulas o en cualquier espacio en que la enseñanza acontezca, sostiene Martuccelli, y esa afirmación nos conduce nuevamente a las clases de François y Messaud, en las que los estudiantes no sólo insinúan sus culturas, sino que las manifiestan crudamente al expresarse, haciendo valer sus puntos de vista, sus marcas, sus identidades. Así y todo, esa cultura juvenil se caracteriza, para el autor, por una indiferencia radical hacia la escuela. Una escuela que –como vimos– conservaba, hasta no hace tanto, prácticamente intacta la forma moderna que la ha originado. Una escuela rígida, inmovilizada en estructuras permanentes, opuesta a las corrientes fluidas, al movimiento y ligereza propias del mundo en que suelen moverse “los nativos de la sociedad digital” (Baricco, 2019). Una escuela que seguía funcionando en el mundo de los mensajes, mientras las juventudes viven en el mundo de la comunicación. Una escuela basada en la cultura escrita, dictada unilateralmente por el profesor, donde lo visual no tenía casi espacio y donde la práctica oral estaba relativamente desvalorizada; mientras el mundo juvenil acontece bajo la impronta de lo visual y del sonido, donde la comunicación se atomiza y es fuente de placer. Una escuela que valoraba y aún valora el sacr