Lección II. Las Garantías Abstractas de los Derechos Fundamentales (2) PDF
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This document discusses the general duty of all public powers to respect fundamental rights and their direct effectiveness. It also covers the constitutional rigidity and the guarantee of uniform regulation of the fundamental rights' exercise and fulfilment of constitutional duties. Ultimately, the document examines the role of law and fundamental rights.
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LECCIÓN II. LAS GARANTÍAS ABSTRACTAS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES. 1. La vinculación general de todos los poderes públicos al respeto de los derechos fundamentales y su eficacia directa. 2. La rigidez constitucional. 3. La garantía de la regulación uniforme de las condiciones básica...
LECCIÓN II. LAS GARANTÍAS ABSTRACTAS DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES. 1. La vinculación general de todos los poderes públicos al respeto de los derechos fundamentales y su eficacia directa. 2. La rigidez constitucional. 3. La garantía de la regulación uniforme de las condiciones básicas para el ejer- cicio de los derechos fundamentales y el cumplimiento de los deberes constituciona- les. 4 La ley y los derechos fundamentales. 1. La vinculación general de todos los poderes públicos al respeto de los derechos fundamentales y su eficacia directa. En la Constitución Española, la vinculación a los derechos fundamentales opera a par- tir de un doble esquema. En primer lugar, el art.9.1CE establece y permite deducir la vinculación negativa a los derechos fundamentales, es decir, el deber de abstenerse de cualquier actuación que vulnere la Constitución, incluidos eventualmente los derechos fundamentales, y que afecta tanto a los poderes públicos como a los ciudadanos. En se- gundo lugar, el art.53.1 CE establece de modo expreso y permite deducir una vinculación positiva a los derechos fundamentales que afecta exclusivamente a los poderes públicos y que se traduce en un deber general de realizar las funciones de acuerdo con la Consti- tución y un mandato de desplegar la eficacia de los derechos fundamentales en el sentido de establecer su realización plena. 1.1 La vinculación positiva del poder legislativo a los derechos fundamentales La vinculación del poder legislativo a los derechos fundamentales es la más importante de las de carácter subjetivo, no solo por el hecho de que la ley constituye la forma princi- pal de desarrollo y concreción de los derechos fundamentales, sino debido a las repercu- siones que puede ocasionar en la actividad de los otros poderes públicos y en el alcance de su vinculación jurídica en materia de derechos fundamentales. En este sentido, la ley establece el marco de actuación de los otros poderes del Estado y fija el alcance de la vinculación positiva, constituyendo la pieza central y más importante para determinar la obligación de protección a los derechos fundamentales, ya que estructura las funciones de los órganos aplicadores del Derecho en el caso concreto. En relación con los derechos fundamentales, el legislador tiene atribuidas diversas fun- ciones que pueden ir desde un mandato directo o implícito de inactividad en relación con determinados derechos, pasando por la autorización para la limitación del ejercicio de los derechos fundamentales, hasta, finalmente, la posibilidad de configuración para posibili- tar el ejercicio del derecho fundamental y la consiguiente obligación expresa de adoptar dichas medidas legislativas, así como la eventual actividad legislativa en materia de de- rechos fundamentales que puede recaer en el ámbito de la oportunidad política para deci- dir si se realiza o no el desarrollo normativo y hasta qué punto o intensidad. La ley es el instrumento principal de articulación de la vinculación positiva a los derechos fundamen- tales. El control de la vinculación positiva del legislador a la Constitución opera sobre todo a partir del propio resultado legislativo, es decir, a partir de la adopción de una decisión normativa que incide en los derechos fundamentales a través de los procedimientos de declaración de inconstitucionalidad, con independencia de que el control sea abstracto o concreto, ya que un control de la abstención y omisión legislativa de un mandato constitucional no está previsto en nuestro ordenamiento. En cualquier caso, se debe tener en cuenta que la inactividad del legislador en último extremo y desde un punto de vista material solo puede ser solucionada a través de la adopción de las decisiones normativas previstas por el propio legislador, ya que el Tribunal Constitucional no puede sustituir al poder legislativo en las funciones exclusivas y propias que ejercen los órganos por man- dato constitucional. El Tribunal Constitucional frecuentemente ha desarrollado un sentido institucional al utilizar pronunciamientos de advertencia al legislador en supuestos de insuficiencia nor- mativa, pero sin extraer evidentemente consecuencias de declaración de inconstituciona- lidad que pueden agravar los defectos de una disposición legal y potenciar la falta de certeza y seguridad jurídica. Cuando la insuficiencia normativa es de carácter parcial, se advierte su existencia, pero se deja intacta la habilitación legal para la aplicación de la restricción de un derecho fundamental en otros supuestos correctos desde un punto de vista constitucional, evitando de esta forma un vacío normativo. En estos casos, la sen- tencia del Tribunal Constitucional al mismo tiempo que constata la existencia de la insu- ficiencia normativa advirtiendo de la misma al legislador, declara la protección del dere- cho fundamental en el caso concreto que genera un precedente aplicable en el futuro por el propio Tribunal Constitucional y por la jurisdicción ordinaria, pero en el fondo dicha doctrina solo es recordatorio de que el legislador debe configurar nuevos procesos legales que adopten habilitaciones legales añadidas en el plazo más breve. Por otra parte, con- viene recordar que las omisiones legislativas que produzcan una infracción de un derecho fundamental puede ser objeto de control por parte del TEDH, cuya jurisprudencia es asu- mida por el Tribunal Constitucional como criterio de resolución de futuros conflictos. Esta jurisprudencia sin llegar a ser sustitutiva del legislador, ni autorizadora de una ac- tuación positiva directa de la jurisdicción ordinaria, sí que es un cauce para fijar criterios mate riales de resolución de ponderaciones judiciales necesarias frente a lagunas legisla- tivas que deben ser resueltas mediante aplicación directa de los derechos fundamentales. Las insuficiencias normativas o de calidad legislativas declaradas por el TEDH tienen consecuencias y posibilidades de control una vez asumidas por el Tribunal Constitucional y aplicadas con posterioridad por los tribunales ordinarios. En el fondo la sentencia que constata la existencia de la insuficiencia normativa tiene carácter meramente declarativo como advertencia o puesta en conocimiento de forma expresa al legislador del problema que presenta su normativa y de las consecuencias que puede tener este hecho en los posi- bles procesos de aplicación por la jurisdicción ordinaria en el caso de que no proceda a la corrección de su normativa. En esencia, esta sentencia declarativa en caso de insuficiencia normativa se puede caracterizar como un diálogo institucionalizado entre el Tribunal Constitucional y el legislador, pero no se puede derivar de ella un efecto constitutivo semejante al de las sentencias declarativas de inconstitucionalidad como nulidad radical. 1.2. La vinculación positiva del poder ejecutivo La vinculación positiva del poder ejecutivo a los derechos fundamentales precisa su estructuración previa a través de la ley, de forma que no cabe ni tiene la posibilidad de articular decisiones autónomas que impliquen la determinación de acciones de protección o dotación de eficacia, decididas directamente por cualquier administración o poder eje- cutivo. En materia de derechos fundamentales, el poder ejecutivo es un órgano subordi- nado a la ley, ya que cualquier tipo de acto administrativo precisa una previa habilitación legislativa. El art. 43.1 LOTC establece un objeto considerablemente amplio para la mo- dalidad de recurso de amparo dedicada al control del poder ejecutivo y de la administra- ción en materia de derechos, al aludir a tres categorías distintas de actos o situaciones a controlar: disposiciones, actos jurídicos y simples vías de hecho. En términos de vinculación positiva, es importante determinar que puede ser objeto del recurso cualquier actuación realizada por un órgano de la Administración, pero también la inactividad, es decir, la pasividad y el silencio ilegítimos del órgano administrativo que produzca una infracción en el derecho fundamental. El Tribunal Constitucional ha afirmado que la ad- ministración no puede beneficiarse por el incumplimiento de una obligación de resolver expresamente al no dar respuesta a solicitudes y peticiones de los ciudadanos, ni tampoco de su incompetencia forzando a acudir a los tribunales para la resolución de estas. 1.3. La vinculación positiva del poder judicial a los derechos fundamentales La vinculación del poder judicial a los derechos fundamentales se articula sobre todo en base a su función de control del poder ejecutivo tanto de sus disposiciones reglamen- tarias como de la legalidad de cualquier actuación administrativa (art. 6 y 8 LOPJ) y a su papel de protección general de los derechos fundamentales que permite deducir su vincu- lación íntegra con la finalidad de garantizar la tutela efectiva (art. 7.1 LOPJ), así como la obligación de aplicación del contenido constitucionalmente declarado de los derechos fundamentales, sin que sea admisible que se pueda restringir, menoscabar o inaplicar (art. 7.2 LOPJ). En consecuencia, si es deducible cualquier obligación o deber positivo estructurado mediante ley que deba realizar el poder judicial en materia de derechos, la inactividad o falta de adecuación a la previsión sería equivalente a una infracción de los derechos fun- damentales a los que afectara. La actividad del poder judicial conectada a la vinculación positiva a los derechos fun- damentales está sometida necesariamente al imperio de la ley (vinculación al principio de legalidad y juridicidad), pero evidentemente los órganos constitucionales pueden exami- nar la constitucionalidad de la ley, eventualmente plantear la cuestión de inconstituciona- lidad, declarar la inaplicación o invalidez de los reglamentos y, finalmente, puede com- pletar las lagunas jurídicas y complementar el derecho mediante la interpretación y la aplicación de la analogía, hecho que en materia de derechos fundamentales concede un rol fundamental al poder judicial mediante la aplicación directa de los derechos funda- mentales, es decir, la posibilidad de resolver procesos o conflictos mediante la aplicación de preceptos constitucionales en ausencia o laguna de desarrollo normativo legislativo a los mismos. La aplicación de esta vinculación positiva del poder judicial se acentúa en el ámbito del proceso judicial con la finalidad de garantizar que, en el contenido de las sentencias, se adopten interpretaciones jurídicas conforme a la Constitución, lo que implica que cual- quier medida judicial relacionada directa o indirectamente con los derechos fundamenta- les se debe motivar específicamente, determinado la importancia del derecho fundamental afectado en el caso concreto, con la finalidad de que la decisión pueda ser conocida por el afectado. En este sentido, se debe destacar que las acciones positivas del poder judicial deben ser normalmente una consecuencia de una decisión legislativa en el ámbito del desarrollo normativo de un derecho fundamental, pero 10 también es posible que la obli- gación sea un efecto de una interpretación asentada por el Tribunal Constitucional, sobre todo en relación con los derechos fundamentales de carácter procesal, es decir, vinculados al derecho a la tutela judicial efectiva o a las garantías del proceso debido (art. 24.1 y 2 CE), cuya interpretación permite sostener y extraer unos deberes positivos de protección y dotación de eficacia que alcanza específicamente a las funciones del poder judicial. Como consecuencia de este planteamiento se produce el efecto de vinculación posi- tiva del poder judicial a las sentencias del Tribunal Constitucional (art. 5.1 LOPJ), cuyos precedentes pueden provocar la revisión de cualquier acto o decisión judicial, pero también articular deberes positivos de protección y dotación de eficacia a los derechos fundamentales a la tutela judicial efectiva y a las garantías del proceso debido, cuyo prin- cipal destinatario es el propio poder judicial. En estos supuestos, no se puede obviar que los órganos judiciales, cuando se estructura su deber de protección de los derechos fun- damentales en el caso concreto tienen un margen de apreciación, ya que es difícil decidir normativa y regladamente una fórmula correcta de resolución de las específicas contro- versias con carácter general, por lo que en materia de derechos fundamentales se desplaza a la decisión del órgano judicial la valoración de las circunstancias en el caso concreto. El Tribunal Constitucional en dicha valoración solo podrá revisar las decisiones judiciales que se basen en una incorrecta concepción y delimitación del ámbito constitucional- mente protegido del derecho fundamental. Por otra parte, la dimensión objetiva de los derechos fundamentales implica que los órganos judiciales, al aplicar la norma penal, restrictiva de los derechos fundamentales por origen y contenido, tienen la obligación de tener presente el contenido constitucional de los derechos fundamentales a los que afecte, impidiendo reacciones que impliquen el sacrificio innecesario o desproporcionado de los mismos o que tengan un efecto disuasorio o desalentador de su ejercicio. 2. La rigidez constitucional Con la expresión garantías constitucionales se alude normalmente a la “rigidez” de la Constitución, es decir, a la no modificabilidad de los principios, de los derechos y de los institutos en ella previstos si no es mediante procedimientos de revisión agravados, y al control jurisdiccional de la constitucionalidad respecto de las leyes ordinarias reñidas con aquélla. Se trata en realidad de una noción compleja, que aquí habrá que dividir en varias nociones distintas: por un lado, la rigidez, que es un rasgo de la norma constitucional; por otro lado, el conjunto complejo y articulado de sus garantías, que requieren, a su vez, ser distinguidas y analizadas. La rigidez constitucional no es, propiamente, una garantía, sino un rasgo estructural de la constitución ligado a su ubicación en el vértice de la jerarquía de las normas; de modo que las constituciones son rígidas por definición, en el sentido de que una Constitución no rígida no es, en realidad, una Constitución sino una ley ordinaria. Se identifica, en suma, con el grado de las normas constitucionales supra ordenado al de todas las otras fuentes del ordenamiento, es decir, con la normatividad de las primeras respecto de las segundas. Referida a las normas constitucionales que establecen aquellas expectativas universales que son los derechos fundamentales, ella confiere a éstos, por tanto, una doble normatividad: como expectativas negativas de su no derogación o viola- ción y, junto a ello, como expectativas positivas de su ejecución. La cuestión de la rigidez constitucional o, mejor, del grado de rigidez que está justificado asociar a una Constitu- ción y, más precisamente, a los diversos tipos de normas constitucionales, remite por otra parte al problema de la relación entre democracia política y derechos fundamentales. La rigidez, en otras palabras, ata las manos de las generaciones — en su momento — presentes, para impedir que sean amputadas, por ellas, las manos de las generaciones fu- turas. De aquí resulta que un pueblo puede incluso decidir, democrática y contingente- mente, ignorar o destruir la propia Constitución y encomendarse definitivamente a un 13 gobierno autoritario. Pero no puede hacerlo en forma constitucional, invocando a favor de sí mismo el respeto de los derechos de las generaciones futuras o la omnipotencia de la mayoría, sin con esto suprimir, con el método democrático, los mismos derechos y el mismo poder inherentes a la mayoría y a las generaciones del futuro. Aclarado el sentido de la rigidez de la Constitución, es fácil también aclarar la naturaleza de las garantías constitucionales. La tesis que se intenta sostener aquí es que la rigidez de las normas constitucionales impone al legislador ordinario dos clases de garantías constitucionales, conectadas entre sí como las caras de una misma medalla y correspondientes a la doble naturaleza, de aspecto negativo y de aspecto positivo, que —como se ha dicho— revisten, en particular, los derechos fundamentales con ellas establecidos: por un lado, las garantías negativas, consistentes en la prohibición de derogar; por el otro, las garantías positivas, consistentes en la obligación de realizar lo dispuesto por ellas. Las garantías constitucionales negati- vas, es decir, las consistentes en prohibiciones, son las de la inderogabilidad de la Cons- titución por parte del legislador ordinario, al cual impiden la producción de normas reñi- das con ella. Aquéllas son dos: a) las normas sobre la revisión constitucional, que impiden cualquier revisión o que prevén, para la modificación de las normas constitucionales, pro- cedimientos más agravados que aquellos previstos por las leyes ordinarias; b) las normas sobre el control jurisdiccional de constitucionalidad de los actos preceptivos reñidos con las normas constitucionales, por comisión o por omisión, por razones de forma o sustan- cia. En efecto, las normas de esta clase no se identifican con la rigidez, que como he dicho es un rasgo estructural de la Constitución, generada por su ubicación en el vértice de la jerarquía de las fuentes, sino con sus garantías negativas. Precisamente, las normas sobre la revisión son la garantía negativa primaria, consistente en la prohibición de la produc- ción de normas de ley que violen o deroguen normas constitucionales, esté aquélla incon- dicionada o condicionada a la adopción de un procedimiento legislativo agravado. Las normas sobre el control jurisdiccional de constitucionalidad son, en cambio, la garantía negativa secundaria, consistente en la anulación o en la inaplicación de las normas de ley reñidas con las normas constitucionales y, por tanto, en violación de su garantía ne- gativa primaria. 3. La garantía de la regulación uniforme de las condiciones básicas para el ejer- cicio de los derechos fundamentales y el cumplimiento de los deberes constituciona- les. El precepto constitucional a que nos venimos refiriendo dice así: Art. 149.1. “El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias: 1.ª La regulación de las condi- ciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales”. Prima facie, extraña que un precepto así, que no tiene por objeto un campo material de gobierno concreto -sino que toca a muchos de manera tangencial- se formule en un elenco competencial y, aún más, que lo inicie. Además, de los debates constituyentes no puede extraerse ninguna ayuda puesto que el precepto apareció sin discusión desde el anteproyecto constitucional. Tampoco se encuentra un precepto similar ni en la Constitución española de 1931 ni en ámbito comparado. Se entiende así la dificultad de la tarea exegética que ocupa en este caso al Tribunal. Con una argumentación que no puede considerarse como demasiado clara, el TC ha afirmado que el artículo 149.1. 1º CE habilita al legislador estatal para regular las “con- diciones básicas” que garanticen la igualdad en el ejercicio de los derechos y deberes constitucionales en sí mismos considerados. Dada la fuerza expansiva de los derechos y la función inspiradora de todo el ordenamiento jurídico que tienen atribuida (artículo 10.1 CE), el ámbito y sentido del artículo 149.1. 1º CE quedaría desbordado si operase como una especie de título horizontal, capaz de introducirse en cualquier materia o sector del ordenamiento, por el mero hecho de que pudieran ser reconducidos, siquiera sea remota- mente, hacia un derecho o deber constitucional (STC 61/1997, FJ 7b). En consecuencia, podemos concluir que nuestro ordenamiento parte de la aceptación de la capacidad de las Comunidades Autónomas para actuar en materia de derechos fun- damentales en la medida en que su Estatuto, en el marco del artículo 149 de la Constitu- ción, le habilite para ello, pues no es la igualdad de derechos «lo que garantiza el principio de igualdad, sino que es la necesidad de garantizar la igualdad en el ejercicio de tales derechos lo que impone un límite a la diversidad de posiciones jurídicas de las Comuni- dades Autónomas». 4. La ley y los derechos fundamentales 4.1. Función de la reserva de ley en nuestro ordenamiento La reserva de ley es uno de los principios en que se ha basado tradicionalmente el Estado de Derecho. Un principio cuyo origen se remonta además al Estado estamental, y que expresa la exigencia de sometimiento de las decisiones fundamentales del poder po- lítico a la voluntad de los que deben soportar esas decisiones. La reserva de ley es así un principio históricamente anterior a la división de poderes tal y como hoy la conocemos, pero que encajará perfectamente dentro de la organización constitucional del Estado pro- movida por el liberalismo, y que sigue manteniendo una vitalidad permanente, pese a que en su significado haya sufrido una mutación considerable. No existe, sin embargo, en nuestro ordenamiento (al menos en el estatal), en relación con las reservas de ley, una reserva de Parlamento, que obligue, por ejemplo, a que sea directamente este órgano el que establezca las decisiones esenciales en las materias reser- vadas a la ley. Antes bien, en nuestro sistema jurídico, la reserva de ley lo es sólo a normas con ese rango, aun cuando no procedan directamente del Parlamento, como ocurre con los Decretos legislativos y con los Decretos-leyes. Esta aparente paradoja no es tal si se tiene en cuenta que la ausencia de un procedi- miento parlamentario de producción normativa (que en puridad sólo se da en los Decre- tos-leyes, ya que en la delegación legislativa intervienen también las minorías parlamen- tarias respecto de los principios establecidos en la ley de delegación) aparece contrapesada en nuestro sistema constitucional por otros mecanismos que tienden a co- rregir esta ausencia mediante limitaciones materiales y controles políticos y jurídicos. Respecto de las fuentes con rango de ley, puede decirse por tanto que, dentro del marco más o menos reducido que la Constitución les habilita para regular materias reservadas a la ley, expresan también el sentido de la democracia constitucional, no tanto a través de la participación previa cuanto del control posterior (esto es, en ellas se reduce la partici- pación, pero se incrementa el control). La reserva de ley no es, en definitiva, en nuestro sistema jurídico, una reserva de Parlamento, salvo en lo que se refiere a la ley orgánica, que sí implica esa exigencia por su proceso específico de formación (lo que es extensible a otros subtipos legales: ley de armonización, por ejemplo) y respecto de las materias que no pueden ser re- guladas a través de otras normas con rango de ley, como el Decreto-ley. Sí es, sin embargo, una reserva de potestad legislativa, de tal modo que sólo esa potestad (ya sea ordinaria, de urgencia o delegada) puede intervenir en la regulación de las ma- terias reservadas a la ley. Ahora bien, todo lo anterior no debe conducirnos a equiparar cuantitativa ni cualitativamente a la potestad legislativa ordinaria, ejercitada por el Parla- mento, con las demás: el mejor sentido de la reserva de ley lo expresa sin duda la ley del Parlamento. Por eso mismo, la reserva de ley adquiere hoy también un sentido distinto respecto de la posibilidad de que el legislativo disponga libremente de las materias que la Constitución le reserva, atribuyendo su regulación a la potestad reglamentaria. La reserva no impide al legislador apelar a la colaboración del reglamento en la disciplina de la ma- teria. Pero esa apelación está sometida a límites. El legislador no puede ni deslegalizar la materia reservada a la ley, ni realizar habilitaciones genéricas al reglamento de modo que éste realice una regulación independiente de la materia que no esté clara- mente subordinada a la ley (STC 83/1984 de 24 de julio, FJ 4). Debe ser el propio legislador el que determine por sí mismo el régimen de la materia reservada a la ley. De ese modo, la Constitución asegura a través de la reserva de ley la efectividad del principio de división de poderes impidiendo que la conexión entre ejecutivo y mayoría parlamen- taria desnaturalice ese principio privando al Parlamento de sus competencias constitucio- nales. 4.2. Reserva de ley y potestad reglamentaria Pese a que se han señalado motivos suficientes para justificar la existencia de reservas legales en nuestro ordenamiento, es conveniente insistir en la idea de que la potestad re- glamentaria es un poder normativo legítimo dentro de nuestro orden constitucional, que nada tiene que ver con su posición histórica en la época del primer constitucionalismo. De hecho, todos los poderes del Estado proceden del pueblo en nuestro orden consti- tucional (art. 1.2 CE), y a todos ellos debe atribuirse por tanto el carácter democrático que le otorga la habilitación constitucional (sin que ese carácter democrático proceda, como es obvio, de la mera proclamación constitucional del principio democrático, sino, más bien, de la estructuración global del poder diseñada en la Constitución). A esa condición democrática que tiene la potestad reglamentaria por su origen (fruto además de un poder que deriva directamente del órgano de representación popular) se une además el hecho de que el procedimiento de producción de los reglamentos puede incorporar la participación de diversos sectores sociales, matizando así la condición no democrática del procedi- miento administrativo. No es posible, sin embargo, una equiparación mínima entre ley y reglamento en base a la apertura de esos cauces participativos. Los ciudadanos y los gru- pos sociales que se incorporan al proceso administrativo responden a intereses sectoriales, por lo que no es posible asimilar el debate y el consenso obtenido por esta vía al que se produce en el seno de las instituciones políticas representativas (J. TORNOS). Pero existe otro elemento compensatorio respecto de las deficiencias que presenta el reglamento como normativa democrática por su procedimiento de elaboración: se trata del control jurisdiccional de los reglamentos. Las posibilidades de control del reglamento a instancias de los propios ciudadanos suponen una garantía adicional de protección de los derechos y libertades. La garantía formal que implica la reserva de ley conlleva tam- bién una reducción de las posibilidades de control jurisdiccional de las normas sometidas a reserva. De tal modo que lo que por un lado se gana en relación con la protección de los derechos (un procedimiento abierto y democrático con intervención de las minorías) por el otro se pierde al someter a la normativa aprobada mediante reglas legales a un régimen especial de control que impide la impugnación directa por los ciudadanos. Todo lo anterior justifica que la potestad reglamentaria sea contemplada hoy con una nueva visión que dé cuenta de sus posibilidades y de sus límites como instrumento nor- mativo, y que deseche prejuicios históricos que no tienen encuadre dentro de nuestro marco constitucional. Y ello tanto en lo que se refiere a los reglamentos ejecutivos cuanto en los llamados reglamentos “independientes”. En cuanto a los primeros, y en concreto a la que se produce dentro del ámbito de las reservas, que es la que aquí nos interesa, la apelación de la ley al reglamento no deja de ser una técnica de normación legítima siempre que se mantenga dentro de los límites que la reserva impone a la propia ley. Los reglamentos independientes, sin embargo, son constitucionalmente ilegítimos, en relación con las materias reservadas a la ley. La STC 58/1982, de 27 de julio, FJ 1, ha establecido claramente que la reserva de ley no es sólo “un mandato al legislador” para regular una determinada materia, sino también “una in- terdicción al Gobierno, como titular de la potestad reglamentaria (art. 97 CE), de proceder a una regulación praeter legem”. Ahora bien, si la reserva de ley implica una intensidad normativa mínima sobre la materia que es indisponible para el propio legislador, pero al mismo tiempo permite que se apele al reglamento para colaborar en la producción normativa más allá de ese conte- nido obligado, es necesario plantearse cuáles pueden ser los criterios en torno a los cuales es posible determinar la intensidad de ambos poderes, legislativo y reglamentario. Un primer criterio podría ser el del control normativo de la materia. La reserva de ley no puede significar (al menos como regla general) la obligación del legislador de deter- minar hasta sus más últimos detalles la disciplina de una materia (cuando toda ella le está reservada), sea cual sea ésta. Lo que la reserva pretende es que la producción jurídica sobre esa materia, y, por tanto, el marco de los derechos y los deberes de los ciudadanos, respecto de esta, sea fijada en la propia ley. Un segundo criterio es sin duda, en relación con el anterior, el de la previsibilidad de la normativa reglamentaria que afecte a esos derechos y deberes. El ciudadano debe estar en condiciones de conocer cuáles son sus facultades y sus obligaciones en las materias reservadas a la ley, con el mero análisis de los textos legales. La consulta de los regla- mentos debe servir, por tanto, únicamente para conocer el modo en que puede ejercitar esas facultades y cumplir sus obligaciones. Un tercer criterio, que nuevamente se mueve en el ámbito de los dos anteriores, va referido a la capacidad de normación del reglamento. El reglamento podrá ser habilitado, en las materias reservadas a la ley, para establecer las reglas necesarias para la ejecución de la ley. Junto a esa función puramente instrumental, debe reco- nocérsele al reglamento la capacidad para integrar los vacíos normativos claramente apreciables que impidan la aplicación de la ley o que supongan una confrontación directa con los principios constitucionales. Desde otra perspectiva, se distingue por la doctrina italiana y por algunos sectores de la doctrina española (lo que se refleja también en la jurisprudencia constitucional) entre reservas de ley absolutas o relativas, para dar cuenta del grado de intervención que puede tener el reglamento en función del carácter de la reserva. En las reservas absolutas esa intervención sería mínima, limitada estrictamente a la ejecución material de la ley. Por el contrario, en las reservas relativas el margen de intervención del reglamento sería más amplio, respetando siempre la ordenación básica de la materia, que debe ser realizada por el legislador. 4.2. Las leyes orgánicas 4.2.1. Significado constitucional de la ley orgánica La ley orgánica está prevista en el artículo 81 CE, en cuyo apartado primero se deter- minan los contenidos que deben ser disciplinados por medio de esta fuente («1. Son leyes orgánicas las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, las que aprueben los Estatutos de Autonomía y el régimen electoral general y las demás previstas en la Constitución»), mientras que en el segundo se prescribe el pro- cedimiento que debe seguirse para la producción de leyes orgánicas («2. La aprobación, modificación o derogación de las leyes orgánicas exigirá mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto»). A partir de esta diferenciación que la propia Constitución asume, se puede entender que el concepto de ley orgánica, a diferencia del tipo general de ley, no es un concepto formal, sino material. Seria formal, sin embargo, si se hubiera interpretado por el TC que la ley orgánica puede extenderse legítimamente sobre todas las materias que constituyen el ámbito de actuación de la ley en nuestro ordenamiento. Sin embargo, el TC ha estable- cido una interpretación restrictiva de la ley orgánica, que debe limitarse a regular aquellas materias para las que la Constitución prevé una reserva específica. Para el TC, no se trata únicamente de que la Constitución reserve determinadas materias a la ley or- gánica, sino también de que la ley orgánica sólo puede disciplinar esas materias: «si es cierto que existen materias reservadas a leyes orgánicas (art. 81.1 CE), también lo es que las leyes orgánicas están reservadas a estas materias y que por tanto sería disconforme con la Constitución la ley orgánica que invadiera materias reservadas a la ley ordinaria» [STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 21.A)]. En esas condiciones, los límites materiales afectan al concepto mismo de ley orgánica: no afectan a su validez como ley, pero sí a su legitimidad como ley orgánica. Una ley que sea aprobada con el carácter de orgánica perderá tal naturaleza si el TC decide que ha habido una extralimitación en el ámbito material disciplinado por ella. Sin embargo, no dejará de ser ley (puesto que el concepto de ley sí se define formalmente en nuestro sis- tema jurídico), simplemente dejará de ser orgánica. Como se puede comprender, esta di- ferencia entre la ley orgánica y la ordinaria no es un mero artificio, sino que responde (pues afecta al concepto de ley orgánica) a la distinta posición que estas dos fuentes tienen en nuestro ordenamiento y a la propia razón de ser de la ley orgánica. La ley orgánica expresa, desde el punto de vista de la teoría constitucional, una congruencia mayor con el sentido constitucional de la democracia que se manifiesta, en general, en las normas de rango legal. Y lo expresa, además, pese a los avatares de su introducción en nuestro ordenamiento y pese a las disfuncionalidades que puede provocar en nuestro sistema jurídico. Ahora bien, esa connotación positiva de la ley orgánica respecto del ordenamiento constitucional no debe impedir la consideración de sus aspectos negativos. Para empezar, que en abstracto la ley orgánica suponga una mayor protección de las minorías no implica necesariamente un funcionamiento en ese sentido de este tipo legal. Y ello por diversos motivos: 1) En primer lugar, porque la ley orgánica forma parte de las garantías formales del orden constitucional, que, como tales, no aseguran que el contenido de las medidas nor- mativas que se adopten sea congruente con la Constitución. La índole formal de la garan- tía no deja de tener relevancia, sin embargo, en cuanto a la presunción que cabe establecer a partir de la misma de una mayor congruencia con la Constitución, salvo determinación jurisdiccional en contrario, lo que afecta necesariamente a la relación conflictual entre ley orgánica y ley ordinaria. 2) En segundo lugar, la dificultad que este tipo de ley supone en orden a la definición de una política propia por las mayorías gobernantes no excluye un riesgo mayor (en de- terminadas circunstancias) de incumplimiento de los preceptos constitucionales sustanti- vos. Ello porque la ley orgánica puede obligar a pactos difíciles cuando la mayoría go- bernante no alcanza el listón exigido por la Constitución. 3) Esta última connotación negativa viene todavía a cuento de una dificultad similar que la ley orgánica puede originar en orden a hacer posible la alternancia real en el poder. El bloqueo de una política legislativa propia en cuestiones fundamentales puede impedir la alteración de las opciones políticas asumidas por anteriores mayorías en el poder que sí disfrutaron de un porcentaje de diputados suficiente para desarrollar su política. De ese modo, la ley orgánica puede perjudicar la posibilidad de alternancia real entre mayorías y minorías. 4) La protección de las minorías y el sentido mismo de la ley orgánica ceden en gran medida cuando los grupos en el poder cuentan con mayoría absoluta en el Parlamento. La ley orgánica no sirve entonces como técnica de fomento del consenso y la transacción y de protección de las minorías. Antes bien, la alta consideración formal de esta ley, su significado político y jurídico dentro de nuestro ordenamiento, pueden convertirla en un instrumento que perjudique a las minorías en mayor medida que si las decisiones que incorpora se asumieran a través de una ley ordinaria. En situaciones de este tipo, la única garantía constitucional es la del control jurisdiccional de las decisiones de la mayoría. A todos estos problemas de orden político y jurídico hay que unir, en lo que se refiere al sistema de fuentes, una distorsión importante que se manifiesta en la conflictiva relación entre ley orgánica y ley ordinaria. 4.2.2. Ámbito material de la ley orgánica El ámbito material de la ley orgánica está previsto en el artículo 81.1 CE, donde, ade- más de los supuestos incluidos en ese precepto, se contiene una cláusula genérica que se remite a las demás reservas de ley orgánica previstas en la Constitución. Dentro de los supuestos del artículo 81.1 CE, plantean problemas de interpretación las referencias al «desarrollo de los derechos fundamentales y libertades públicas» y al régimen electoral general. La interpretación restrictiva que de esta fuente ha realizado el TC resuelve, sin embargo, esos problemas. En cuanto a los derechos y libertades, es evidente que la expresión coincide literal- mente con la rúbrica de la Sección 1 a del Capítulo II del Título 1 CE. Es, por tanto, a los derechos incluidos en esos preceptos a los que se reduce la reserva de ley orgánica [STC 76/1983, de 5 de agosto [FJ 2.a)]. Respecto del Régimen electoral general, de acuerdo con la doctrina del TC, «está com- puesto por las normas electorales válidas para la generalidad de las instituciones repre- sentativas del Estado en su conjunto y en el de las Entidades territoriales en que se orga- niza a tenor del artículo 137 de la CE, salvo las excepciones que se hallen establecidas en la Constitución o en los Estatutos» (STC 3 8/1983, de 20 de mayo, FJ 3). Cuestión distinta de la extensión del ámbito material así definido es la de la intensidad del poder normativo que el legislador orgánico pueda ejercitar sobre esas materias y, por tanto, de la apertura de esas materias a la regulación reglamentaria o legal de naturaleza ordinaria. En relación con el desarrollo de los derechos fundamentales, el TC ha establecido claramente que la ley orgánica debe limitarse al desarrollo normativo directo sin entrar en extensiones que producirían una petrificación excesiva del ordenamiento. El legislador orgánico no debe utilizar aquí su poder normativo más allá de lo que sea necesario para definir el régimen de esa materia (STC 6/1982, de 22 de febrero, FJ 6). Ahora bien, esa contención del legislador orgánico supone que esta fuente no necesa- riamente disciplinará toda la materia, con lo que se abre así la posibilidad de intervención del legislador ordinario o del poder reglamentario. A ello se une el hecho de que la cone- xión material con otros ámbitos de la regulación pretendida puede aconsejar la inclusión dentro de la ley orgánica de aspectos que no entran dentro de la reserva. De ese modo, tenemos dos vías de apertura de la ley orgánica a otras fuentes que implican bien la remi- sión a otras fuentes, bien la incorporación de materias que corresponden a otras fuentes (conexión) y que deben someterse, por tanto, al régimen jurídico de esas fuentes, pese a incluirse en una ley orgánica. Ninguna de estas dos posibilidades puede suponer una al- teración de la reserva. El TC entiende, sin embargo, que la extensión de la ley orgánica a materias conexas supone la congelación de rango de la normativa sobre esa materia, que no podría ser mo- dificada en el futuro mediante una ley ordinaria, salvo que el legislador orgánico especi- fique qué preceptos tienen naturaleza orgánica y cuáles no [STC 5/198 1, de 13 de febrero, FJ 21.c)]. Lo cierto es que no cabe hablar aquí de congelación de rango para los supuestos en que la materia conexa sea regulada en el futuro por una ley ordinaria. No existe un rango distinto entre la ley orgánica y la ordinaria. Ambas son normas con rango de ley. No obstante, el fenómeno a que se alude con esa expresión sí se produce: la ley ordinaria posterior no puede modificar (por sí misma) el contenido de una ley orgánica. Pero esta rigidez no es la consecuencia de un diverso rango jerárquico, sino, sencillamente, de la previsión constitucional de un procedimiento diferenciado, que afecta a la validez de las normas que regulan la materia reservada sin seguir tal procedimiento. Como la determi- nación de la validez de la ley debe realizarla el TC, será necesario el pronunciamiento de este órgano para resolver ese tipo concreto de antinomia, que es sólo una de las que se puede generar entre la ley orgánica y la ordinaria. Por ello es también aconsejable la pre- cisión dentro de la propia ley orgánica de los preceptos que el propio legislador considera orgánicos y los que no; sin que esa definición tenga más valor que la de evitar la rigidez procedimental para la modificación de esas disposiciones, ya que, como es obvio, el TC podrá decidir en última instancia acerca de la naturaleza de unos y otros preceptos. Por lo demás, la posibilidad de extender la regulación contenida en la ley orgánica a materias conexas debe ser interpretada también restrictivamente, de acuerdo con la doctrina del TC. Sólo será legítima en aquellos supuestos en los que realmente sea necesaria para desa- rrollar el núcleo orgánico de la ley y siempre que sea un mero complemento de ese núcleo [STC 76/1983, de 5 de agosto, FJ 51.d)]. Respecto de la remisión a otras fuentes, el TC ha establecido claramente que la relación entre ley y reglamento no queda alterada por el hecho de que se trate de una ley orgánica en lugar de una ley ordinaria. De tal modo que nada impide que el reglamento, en su ámbito, intervenga también en la regulación de la materia como ocurre cuando se trata de una ley ordinaria. Es posible, por tanto, la remisión de la ley orgánica al reglamento (STC 77/1985, de 27 de junio, FJ 14). Igualmente es posible la remisión a la ley ordinaria siem- pre que la misma no suponga un fraude a la reserva de ley orgánica. Fraude que se pro- duciría, según el TC, si se tratara de una remisión en blanco o en condiciones absoluta- mente genéricas. 4.2.3. Ley orgánica y ley ordinaria La articulación de la ley orgánica y la ordinaria dentro de nuestro sistema de fuentes ha sido objeto de una amplia polémica doctrinal. La caracterización dogmática de estas leyes se ha visto atrapada normalmente en la contraposición jerarquía-competencia. Su superioridad dentro del sistema de fuentes (si se parte de su estatus diferenciado como tal fuente) no es demostrable, sin embargo, desde la perspectiva de su posición jerárquica, ya que no existe aquí ni la identidad material ni la diferenciación orgánica que son tradi- cionales en este principio. Por lo mismo, el criterio jerárquico no es aplicable a la resolu- ción de conflictos normativos entre ley orgánica y ley ordinaria. Pero la superioridad no jerárquica de la ley orgánica sobre la ordinaria tampoco se puede deducir de la reserva material en sí misma considerada, ya que la reserva material por sí sola implica separa- ción, no superioridad. Por lo demás, el principio de competencia, que sirve para re- solver con carácter definitivo (o de fondo, si se quiere) los conflictos entre ley orgá- nica y ley ordinaria, no es un criterio de aplicación inmediata (ya que es al Tribunal Constitucional a quien corresponde en última instancia realizar la delimitación ma- terial y atribuir la competencia). En definitiva, es necesario recurrir a otros elementos para argumentar la superioridad de la ley orgánica sobre la ley ordinaria. Pero, además, si defendemos (razonadamente) esa superioridad, de la misma hay que extraer también consecuencias prácticas. En con- creto, la superioridad exigirá, cuando menos, la aplicación preferente en caso de conflicto de la ley orgánica sobre la ordinaria. A la vez, esa aplicación preferente requiere una instrumentación técnica específica, ya que la superioridad puede ser su fundamento, pero por sí misma no justifica su imposición provisional, puesto que no existe relación jerár- quica. Por consiguiente, es necesario justificar tanto la superioridad de la ley orgánica como su aplicación provisional preferente en caso de conflicto con una ley ordinaria. A este respecto, hay que tener en cuenta que la importancia que el ordenamiento asigna a este tipo de leyes procede de su consideración como expresión del mejor sentido cons- titucional del principio democrático. Desde ese fundamento se prevé en la Constitución la existencia de este legislador reforzado, dando lugar así a diversos tipos de leyes cuya relación formal se articula sobre la base de una reserva material o competencial y no de una relación jerárquica. La mayor relevancia de las materias asignadas al legislador espe- cial se enfrenta aquí con un problema insoluble actualmente desde el principio de jerar- quía y que obliga a derivar a la técnica de la reserva: si la Constitución quiere que preva- lezca el legislador especial sobre el ordinario en términos de jerarquía, tiene que asignar a ambos el mismo ámbito material de normación; pero, en ese caso, las materias protegi- das ya no pueden ser indisponibles para el legislador ordinario, con lo que la diferencia- ción entre legislador ordinario y especial deja de ser una garantía real. Por ello, la protec- ción de esos contenidos debe procurarse a través de la reserva material y no a través de la articulación jerárquica. Ese principio técnico configura una garantía similar para cada uno de los legisladores (el orgánico y el ordinario) en la medida en que ninguno de ellos puede interferir el ámbito normativo del otro. Teniendo en cuenta lo anterior, se puede decir que la ley orgánica es una ley su- perior a la ordinaria, por ser una ley más cercana a la Constitución, a la democracia constitucional y por estar dotada de un procedimiento de elaboración con requisitos de aprobación superiores a los de la ley ordinaria. A partir de esa superioridad es ne- cesario precisar mediante qué técnica puede articularse la preferencia en caso de conflicto de la ley orgánica sobre la ordinaria. Estamos hablando de preferencia transitoria o inme- diata, ya que la decisión definitiva del conflicto, realizada por el Tribunal Constitucional, debe hacerse, al menos en la doctrina asentada de este órgano, y a pesar del enunciado del artículo 28.2 LOTC, de acuerdo con el criterio de competencia. En virtud de este precepto, «Asimismo el Tribunal podrá declarar inconstitucionales por infracción del ar- tículo 81 de la Constitución los preceptos de un Decreto-ley, Decreto legislativo, Ley que no haya sido aprobada con el carácter de orgánica o norma legislativa de una Comunidad Autónoma en el caso de que dichas disposiciones hubieran regulado materias reservadas a Ley Orgánica o impliquen modificación o derogación de una Ley aprobada con tal ca- rácter cualquiera que sea su contenido». La expresión «cualquiera que sea su contenido» debe ser interpretada como una mera indicación de que el control que aquí realiza el TC es independiente del contenido de la ley, esto es, de la congruencia material de ese contenido con la Constitución. Por tanto, que es un control formal referido a los límites competenciales de cada una de esas leyes. La necesidad de determinar la técnica de aplicación preferente procede del hecho de que el criterio de competencia no es de aplicación inmediata, pues exige un juicio de validez previo de las normas en conflicto y, por consiguiente, es necesario recurrir a un criterio provisional hasta tanto se resuelva sobre la base del criterio de competencia. Se puede decir, en suma, que el criterio técnico en virtud del cual puede arbitrarse la aplica- ción preferente de la ley orgánica sobre la ordinaria es el criterio de prevalencia. Sin em- bargo, no existe una previsión constitucional en ese sentido respecto de los posibles con- flictos normativos entre ley orgánica y ley ordinaria. Ello no obsta para que sea necesario como criterio de aplicación provisional de la ley orgánica, en cuanto ley dotada de espe- ciales condiciones procedimentales respecto de la ley ordinaria. La aplicación preferente de la ley orgánica sobre la ordinaria debe realizarse por los agentes jurídicos siempre que entiendan que la ley orgánica se mueve dentro del ámbito de sus competencias. Es indiferente para ello que la ley orgánica sea anterior o posterior a la ordinaria. Por el contrario, si el aplicador del Derecho considera que la ley orgánica no se mueve dentro de su ámbito competencial (si entiende, por tanto, que lo hace la ley ordinaria), la solución al conflicto normativo dependerá de que esta ley sea anterior o posterior a la ordinaria. Si es posterior, deberá aplicarse también la ley orgánica (hemos visto antes que el concepto de ley orgánica es material, no formal, de tal modo que una ley orgánica posterior podrá no ser orgánica, si se ha excedido respecto de su ámbito material reservado, pero será en todo caso ley, por lo que su legitimidad para derogar leyes anteriores está fuera de duda). Si es anterior, el aplicador del Derecho no podrá resolver por sí mismo la cuestión, sino que deberá promover (si se trata de un juez o tribunal) una cuestión de inconstitucionali- dad ante el TC. Si éste decide que la ley orgánica no se mueve en el ámbito de sus com- petencias, declarará la naturaleza puramente ordinaria de esta ley, con lo que, por aplica- ción del principio cronológico, habrá que entender que ha quedado derogada por la ley ordinaria posterior. Así pues, de los cuatro supuestos posibles, en tres de ellos se aplica la ley orgánica con carácter preferente —1) ley orgánica posterior y legítima para el aplicador del Derecho, 2) ley orgánica anterior y legítima para el aplicador del Derecho, 3) ley orgánica posterior y no legítima para el aplicador del Derecho— y 4) sólo en uno no es posible la aplicación preferente de la ley orgánica: ley orgánica anterior y no le- gítima para el aplicador del Derecho.