Antropología del Prof. - Tema 1 PDF
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Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir
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Este documento proporciona una introducción a la antropología con ejemplos y conceptos clave. Se discute la fascinación del hombre por sí mismo y el interactuar con el mundo.
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ANTROPOLOGÍA Tema 1 Introducción a la Antropología «Existen muchas cosas maravillosas y asombrosas, pero nada más maravilloso que el hombre» (Sófoc...
ANTROPOLOGÍA Tema 1 Introducción a la Antropología «Existen muchas cosas maravillosas y asombrosas, pero nada más maravilloso que el hombre» (Sófocles) ¿Para quién es maravilloso el hombre, sino lo es para sí mismo? El hecho mismo de la fascinación del hombre por el hombre, es decir, por sí mismo, reside posiblemente en la posibilidad que éste tiene en multiplicar el ángulo de su mirada y verse sorprendido por lo que aún podría ser. Pero también nos muestra la fragilidad del mismo, los límites del ser humano: somos una sociedad inacabada. Las relaciones que existen entre el hombre y las cosas no siguen los parámetros de un orden definitivo que garantizaría una estabilidad tranquilizante en nuestros comportamientos. Sabemos que podemos ser diferentes a lo que ya somos, y ello nos muestra cierta intranquilidad, intranquilidad que nos interpela. Tenemos la experiencia personal de habernos diferenciado de nosotros mismos —con remordimiento o con alegría, pero siempre con la convicción de que la diferencia no nos es ajena, que ya nos habita mucho antes de que nos libere o nos domine. Esta in-estabilidad que permite multiplicarnos, ser un «ser de posibilidades» (Heidegger, 2020), sacudirnos de nosotros mismo enriqueciéndonos con lo que sospechamos que podríamos ser, esta posibilidad de ser muchos en uno, es la manifestación constante de una fisura que atraviesa interminablemente nuestro ser, de un desnivel en el terreno mismo que constituye la superficie de la existencia humana: no coincidimos con nosotros mismo. Somos ricos en posibles vitales porque somos biológicamente inacabados: el acabamiento se proyecta en un juego de posibles cuyas combinatoria nunca parece totalmente satisfactoria; siempre parece haber un déficit de plenitud. Somos tan posibles como reales (Gehlen, 1993). Variabilidad e inacabamiento son los límites superpuestos donde se desenvuelven el hecho humano. Y en ese recorrido inevitable, la interrogación es el testimonio más profundo, austero y universal de que aún, constantemente, no sólo podemos ser diferentes—de que aún, todavía, no nos hemos concluido—, sino, también, de que sólo en la diferencia podemos sobrevivir. De ahí que cualquier sistema que pretenda ofrecer una visión definitiva del hombre —un rostro concluido y perenne de lo que ya somos y seremos—, que intente dominar la vida, empiece por deslegitimar (religiosa, política, socialmente,…) la interrogación: se aspira así a crear la ilusión de que con nuestro deseo podemos tocar la conclusión del hombre haciendo silenciosa cualquier diferencia, como si la inevitable distancia con nosotros mismos fuera una dislocación pasajera en un orden inviolable y no la disposición inagotable de la existencia humana. Pero, ¿cómo puede ser maravilloso y asombroso un sistema inconcluso —continuamente deficiente de sí mismo? Esta es la dimensión que aún está por integrar en nuestras actitudes más cotidianas: la interrogación es la pulsión con la que nuestra especie tiende a completar su inacabamiento vital. Y en el recorrido de este impulso inevitable, sólo queda una constante, un residuo íntimo que el tiempo acumula en cada individuo como una experiencia bipolar límite: estamos escindidos entre la amenaza seductora de poder ser diferentes de nosotros mismos y el deseo imborrable de alcanzar nuestra propia plenitud. Ahí, en esa fisura que nos atraviesa irreparablemente —en esta tensión que hace presente en cada uno de nosotros la experiencia originaria de nuestra especie— es donde se repliega y crece la capacidad interrogativa: la simple posibilidad de no encontrarnos a nosotros mismo en la repetición de lo que ya somos. Por eso podemos parecernos maravillosos y asombrosos —o hacer que las cosas lo parezcan—; y lo somos: porque lo inesperado puede tener un cumplimiento, porque acontecemos fuera de lo que hubiéramos debido haber sido. O invirtiendo la perspectiva, puesto que así estaríamos más próximos del orden de constitución de las relaciones con nosotros mismos y con las cosas: podemos tener un cumplimiento creando el espacio mismo donde encontraremos nuestra realidad. ¿Qué tendría de maravilloso y de asombroso ser exactamente donde ya somos reales? Para que haya enmaravillamiento tiene que producirse una discontinuidad y, al mismo tiempo, que esa dislocación pueda ser aún recuperable como algo posible para el sistema. Podemos parecernos maravillosos y asombrosos porque podemos dejar de repetirnos; porque, en algún momento de la constitución evolutiva de nuestra especie, las diferencias interpretativas en los individuos fueron tan decisivas para la supervivencia como la constancia del orden en el grupo; porque a partir de cierto nivel de complejidad no hubo incompatibilidad vital entre la variabilidad diferencial de los individuos y la homogeneidad regularizadora de la especie y, más aún, tuvo que haber ciertas ventajas vitales que marcaron una nueva direccionalidad evolutiva. ¿Qué ventajas puede tener el inacabamiento —prolongar la supervivencia apoyándola en la posibilidad de desplazarla en un espacio diferente? 2 Hay, ante todo, un gran inconveniente: la posibilidad de error. Es el gran riesgo vital que asume un sistema que deja de hacer coincidir su supervivencia con la repetición: puede equivocarse, y entonces la inseguridad, la inconsistencia, el des-orden… amenaza en cada decisión. Y no obstante, en este mismo inconveniente ya está contenida la gran ventaja del inacabamiento del sistema vital humano: no sólo hay posibilidad de error porque al mismo tiempo, simétricamente, hay una creatividad de nuevos espacios de realización, porque hay novedad de sí mismo, sino también, y de manera más decisiva para el orden vital de nuestra especie, porque el mismo error forma parte de esa creatividad con la que los humanos prolongan su supervivencia. El error deja de tener la trasparencia definitiva que le confiere la lógica orgánica en otras especies —y desde el momento en que la coherencia del organismo consigo mismo, esa «constancia del medio interno» de la que ya se hablaba en el siglo XIX, se prolonga y expande en espacios simbólicos que envuelven y proyectan la coherencia orgánica fundamental, pero que ya no es ni única ni definitiva, desde ese momento el error también está inacabado, ya no se repite, pierde su consistencia de límite inmodificable. El error también se crea. Son las dos vertientes de una misma dinámica. A partir de un determinado momento evolutivo, nuestra especie abrió una brecha en el orden de sus códigos orgánicos, transgredió sus propios límites comportamentales, atentó vitalmente a su propia estabilidad —quizás no pudo hacerlo de otra manera. Y entró en un juego de posibles que no correspondía a sus estrategias de apropiación realizante de las cosas. Unos posibles que sólo iban tomando consistencia en la medida en que los individuos les daban presencia, los aproximaban a su propia realidad o los descartaban del plano de sus opciones vitales. Un hombre y su mundo El hecho mismo que desde hace aproximadamente 2 millones de años existieran los hombres, y que a lo largo de ese tiempo los individuos de la especie homo hayan trazado unas fronteras vitales con ciertas especies donde han puesto en juego su supervivencia, adquiriendo así un conocimiento de sí mismos; es más que en la configuración de sus utensilios y sus lenguajes, de sus refugios y sus socializaciones, de sus desplazamientos y sus rituales, de sus enfermedades y sus deseos. Los hombres se han moldeado a sí mismos produciendo y acumulando un saber de lo que somos y de lo que quisiéramos ser; que entre estos hombres haya habido sabios que se han esmerado en mirarnos con 3 una cierta distancia y en el rigor de la memoria; que el hombre, en cada uno de los espacios en que ha penetrado, haya producido un determinado conocimiento de sí mismo y haya acumulado un residuo de sí; que la palabra «hombre» tenga una probable existencia tan antigua como los indios mismos —todo esto no quiere decir que durante ese tiempo existiera una ciencia del hombre. Este hombre, objeto de un conocimiento que aspira a tener rango de saber científico, se hace presente en una determinada representación científica del mundo. Es en el interior de un determinado mundo donde aparece un determinado hombre: el orden del mundo en la objetividad de un cierto saber científico hace posible la presencia de un hombre objetivo que encaje su existencia en ese orden y lo haga habitable. Es por ello que existe una simetría entre hombre y mundo: una cierta reciprocidad objetival circunscripta por la pretensión de un saber de lo objetivo, que busca coherencia en la manera de sostenerse mutuamente como reflejos imprescindibles en un orden de representaciones. Es aquí donde el hombre aparece como objeto del saber. A partir de ahí, en el sesgo de esa constitución objetival, tendrá una identidad ética, una posibilidad política, una capacidad estética, … Esto ocurre a lo largo del siglo XVIII. Antes del siglo XVIII no existen ningún estudio que trate específicamente del hombre o sobre el hombre. No existe ningún texto que lleve el título determinante y ajustado de «Antropología». ¿Cómo explicar esta ausencia? ¿Cuál sería el sistema de representaciones, el orden del saber, que hacía invisible al hombre antes del siglo XVIII? Y por contraste constituyente: ¿cuál es el nuevo juego de representaciones en el siglo XVIII que hace visible al hombre? Y en esta visibilidad: ¿cuál es el hombre que se deja ver? Una pregunta y su espacio «¿Qué es el hombre? ¿Qué es el hombre? Resulta una pregunta decisoria de un orden de saber y de sus expectativas resolutorias. Se trata del recinto de una época del pensamiento. La pregunta aparece en el manuscrito de la Antropología de Kant. Pero desaparece en el texto que será publicado en 1798 con el nombre de Antropología desde el punto de vista pragmático. Dos años después, en 1800, la pregunta es definitivamente hecha pública en la edición de las notas de su Lógica. ¿Qué puede contener una pregunta para ser pensada antropológicamente, para que se evada, no obstante, del terreno de la Antropología y termine por encontrar el espacio adecuado a su expresión en la Lógica? Quizás en el 4 simple recorrido de esta pregunta por encontrar un lugar idóneo para expresarse esté ya contenida la problemática de una reorganización de los espacios del pensamiento. En el manuscrito del texto de la Antropología (manuscrito de Rostock), la pregunta forma parte de la constatación siguiente: «… el yo observado por sí mismo es el concepto de tantos objetos de la percepción interna que la psicología tiene una ardua tarea para rastrear todo lo que ahí se esconde, y no puede esperar llegar hasta el final y responder de manera satisfactoria a la pregunta: ¿qué es el hombre?» Aquí, en su espacio originario, la pregunta constituye la instancia en que desemboca una imposibilidad teórica y el punto de partida de una nueva posibilidad de saber. La imposibilidad es la situación en que se encuentra la Psicología ante la pregunta «¿qué es el hombre?»: no puede responderla. Así, contrariamente a una tradición y tendencia de la época, la Psicología no puede aspirar a constituirse en ciencia del hombre. Y la pregunta muestra entonces tanto ese límite epistemológico como la necesidad de una nueva disposición del saber para responderla: la Antropología. La pregunta constituye en primer lugar, un desplazamiento del saber del hombre de la Psicología a la Antropología; y, en segundo lugar, con ese desplazamiento, la constitución de un nuevo objeto: el hombre ya no es el mismo. Los dos cambios contenidos en la pregunta son complementarios — forman parte del mismo movimiento de imposibilidad / posibilidad de saber—: en la medida en que el conocimiento del hombre se tematiza interrogativamente para constituirse en objeto de un saber específico, aparece una nueva esfera de realidad que escapa al saber delimitado por la Psicología. Hay un desbordamiento en esos «tantos objetos de la percepción interna» del yo que la Psicología no puede abarcar. ¿Cuál sería ese excedente de «objetos» en el hombre que la Psicología no puede rastrear, llegar hasta el fin de su conocimiento y entonces responder a la pregunta por lo que es el hombre? La pregunta no aparece contestada por Kant en dicho manuscrito, pero sí re-aparece publicada en cuanto pregunta epistemológica en su Lógica. La pregunta es, pues, necesaria; pero durante un breve tiempo ha transitado silenciosamente desde ese lugar intersticial entre la Psicología y la Antropología que se le asigna en un manuscrito hasta ese nuevo espacio en la Lógica en que aparece como inevitable. 5 Esta nueva y definitiva presencia en la Lógica es muy precisa. En este texto de la Lógica, Kant recupera las tres preguntas mayores que han guiado toda su búsqueda y determinado la formación de su pensamiento: «¿qué puedo saber?», «¿qué debo hacer?», y «¿qué debo esperar?». Pero esta vez la prolonga en una cuarta interrogación que se introduce como el inevitable horizonte terminal de todo el proceso: «¿qué es el hombre? A partir de esta localización de la nueva interrogación, Kant precisa la coherencia sistemática de todo el proceso epistemológico que encadena las preguntas: «A la primera cuestión responde la metafísica; a la segunda, la moral; a la tercera, la religión, y a la cuarta, la antropología. Pero, en el fondo, se podría considerar todo esto como antropología, ya que las tres primeras cuestiones hacen referencia a la última». Este es el espacio definitivo de la pregunta para Kant. ¿Qué ha ocurrido con la pregunta en su recorrido? O, en otros términos: ¿qué ocurre con el conocimiento de la realidad humana a través del recorrido de esta pregunta? Por un lado, en su espacio originario —en el intersticio de la Psicología y de la Antropología—, acontece una nueva mirada del hombre sobres sí mismo. Por otro lado, en su espacio terminal —en su situación de confluencia de la metafísica, de la moral y de la religión—, acontece la nueva travesía que debe hacer esa mirada del hombre hacia sí mismo para delimitarse como realidad objetival. Por un lado —en ese primer espacio intersticial—, lo que se produce es el paso del sujeto al hombre, la transición de una instancia que hace posibles las representaciones del mundo a una realidad objetiva que forma parte de ese mismo mundo analizado: el «yo» que pensaba el mundo se encuentra ahora en ese mundo como «hombre» que se debe analizar. El problema es considerable: el sujeto que analiza el mundo (un «yo» que se esfuerza por no contaminarse del condicionamiento de sus contingencias mundanas para ser «objetivo», se descubre y acepta como objeto en el mundo). ¿Cómo recorrer la distancia que divide a un ser que es, al mismo tiempo, sujeto que analiza y objeto analizado?; ¿cómo comprender esa diferencia —y la posibilidad de superarla— entre el hombre como objeto de experiencia y el sujeto lógico que existe en el hombre como analizador y sistematizador de esa misma experiencia? Esto, por un lado, pero por otro lado lo que está claro es que ese recorrido del sujeto al hombre coincide con una recomposición del saber metafísico, del saber moral y del saber religioso. Esto es, el tránsito del sujeto al hombre —o la instauración de la Antropología o la aparición del hombre como objeto: todos estos aspectos del mismo 6 proceso consisten en una transformación de la metafísica, de la moral y de la religión. En esta transformación de la presencia de las cosas en el mundo se hace presente el hombre y, por consiguiente, la pregunta por su realidad y la inevitabilidad de su estudio; o lo que es lo mismo: si el hombre aparece en el extremo de una pregunta es porque el mundo ya ha girado en su soporte representativo y el pensamiento se propone a sí mismo otros espacios resolutorios para sus inquietudes. Pero esta cuestión la dejaremos para el momento en que estudiemos el problema en Kant. La Antropología filosófica como espacio de incertidumbre teórica En 1928, Max Scheler parece recoger la aspiración que formulara J.J. Rousseau en 1755. Rousseau afirmaba: «El más útil y el menos alcanzado de todos los conocimientos humanos me parece ser el del hombre» (Prefacio al Discurso sobre la desigualdad). En un diagnóstico tan somero se condensa las indigencias y las aspiraciones de una época. Scheler constata: «Poseemos una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de otra. Pero no poseemos una idea unitaria del hombre. Por otra parte, la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre ocultan la esencia de éste mucho más que la iluminan, por valiosas que sean». (El puesto del hombre en el cosmos). Con una recriminación tan severa, la reflexión filosófica sobre el hombre señala la insuficiencia de los conocimientos acumulados y se plantea la necesidad de una reorganización de la direccionalidad del saber antropológico para responder a las inquietudes de la existencia humana. Si Rousseau es situado por más de un antropólogo como el momento inicial de la Etnología o de la Lingüística moderna, Scheler es considerado por más de un filósofo como el fundador de la Antropología filosófica contemporánea. Ambas adscripciones tienen mucho de cierto en cada encrucijada de las incertidumbres humanas con nuevas disposiciones del saber hay algo de fundacional para el conocimiento del hombre sobre sí mismo. La descompensación en que se inscribe la simetría donde se reflejan las inquietudes de Rousseau y de Scheler residiría en que la misma prospección que el hombre ha desarrollado alrededor de su propia realidad durante dos siglos lo ha desplegado en una 7 exterioridad donde se ha saturado de la imposibilidad de reconocerse a sí mismo. La indigencia de conocimientos o la proliferación de saberes sobre el hombre parecen producir un mismo efecto: la continua resistencia del hombre ante sí mismo como terra incognita. De tal forma que el crecimiento de saberes sólo habría conseguido desplazar el espacio y los límites de un territorio que permanentemente se resiste a ser descifrado de manera definitiva. No habría una simple continuidad acumulativa en el saber del hombre ni una progresión resolutoria a sus preguntas sobre sí mismo. A juicio de Scheler parecería que a medida que ha alcanzado el conocimiento antropológico se ha producido un efecto de ocultamiento de la esencia del hombre. Y ese conocimiento tan útil, que la época «proto-antropológica» buscaba establecer y desarrollar como imperativo determinante de una nueva forma de pensamiento y de una nueva práctica de realidad, ha conducido a escamotear lo que, en principio, hubiera debido poner de manifiesto: el hombre en su esencia. La sospecha que se introduce en la utilidad de tanto conocimiento no puede ser más contundente; y en el borde de esa desconfianza se formula la necesidad de un encaminamiento hasta entones ausente que haga visible esa esencia velada. Quizás lo que el creciente conocimiento antropológico ha hecho aparecer entre las fisuras de tantos saberes es la resistencia de la existencia humana a dejarse poseer en «una idea unitaria del hombre» —y sólo nos haya dejado como residuo la evidencia de que «hombre» se dice de múltiples maneras. Entonces sólo quedaría la posibilidad, o el riesgo, de intentar alcanzar una representación analógica del ser humano. La antropología empírica y la multiplicidad de las prácticas En 1881 aparece un libro significativo para el desarrollo de las Antropologías empíricas: Antropology. An Introduction to the Study of Man and Civilization. El estudio del hombre se establece a través del análisis de su proceso civilizador y se erige en una proclamación textual como tejido de saber coherente y autosuficiente. El hombre se mira así mismo en las articulaciones de un entramado específico que delimita la autosuficiencia de su saber sobre sí mismo. Su autor, E. B. Tylor, ocupará pocos años después (1884) la cátedra de Antropología de la Universidad de Oxford. Este acontecimiento editorial y docente es con frecuencia identificado por los antropólogos como el «nacimiento oficial» de la Antropología como ciencia: como una disciplina autónoma del conocimiento acogida en el recinto académico, superando así su etapa de saber lateral e indeciso. 8 Con Tylor el estudio del hombre es situado en una temporalidad geológica, y a partir de dichos estudios la Antropología toma conciencia de su propia historicidad. El momento en que la Antropología parece proclamar su nacimiento científico a través de sus reconocimiento académico está enmarcado por el cruce en perpendicular de dos ejes de la temporalidad que condicionará las dimensiones de sus conocimientos: la temporalidad del objeto, que se prolonga y extiende hasta unos límites insuperables, y la temporalidad vertical del sujeto, que desde un momento de la temporalidad horizontal se vuelve sobre ella y la recorre para detectar cómo se ha producido su saber sobre sí mismo como objeto. Este supone una distancia con la Filosofía, con la Historia y la Sociología para intentar crear un espacio propia de saber. El estudio del hombre parece haber encontrado así el perímetro definitivo e insuperable de su cronología. De ahí la importancia creciente de la Arqueología prehistórica y la atención que le presta Tylor a la novedad que representan la etnografía de su época. La Pre-historia, arrancada a las interioridades de la Geología, se convierte en el fondo de posibilidad de interpretación de las producciones históricas y culturales del hombre. Los límites entre naturaleza y cultura se ven afectados, y los vestigios adquirirán una elocuencia hasta el momento ignorada. En las fechas en que aparece el texto Anthropology de Tylor, los términos «civilización», «cultura» o «antropología» no sólo forman parte del vocabulario usual de los estudios del hombre, sino que, además, son objeto de prolongadas disputas. El término civilización (de civiliser) aparece en 1734, con un claro sentido activo identificando a la acción del colonizador que contiene en su modo de ser su propio referente. Así, los amplios proyectos de «civilización» de los indígenas que aparecen desde 1763 constituyen la prolongación lógica del deseo de mejorar a los indios humanamente. De la aspiración científica de unificar en un conocimiento universal, y por tanto único, los espacios humanos que aporta la nueva geografía. En la acción «civilizadora» del siglo XVII coinciden un ideal renacentista de humanismo (de humanitas como noción moral, exigencia jurídica y virtud social) y una preocupación moderna de perfeccionamiento (de progreso histórico y técnico). El término cultura, de origen latino y de uso extendido para referirse al trabajo de la tierra a la cría de animales, sólo se empieza a utilizar en la segunda mitad del siglo XVIII para referirse a las sociedades humanas. El significado original del «mejora» o «perfeccionamiento» se mantiene, pero ahora aplicado al espacio humano, y adquiere connotaciones de justificación ideológica del colonialismo cuando se establece una relación entre las 9 formas de conducta y las características raciales de los pueblos. Desde ese momento, ambos términos (civilización y cultura) aparecen como intercambiables, e incluso son utilizados ampliamente en los enfrentamientos ideológicos —entre ellos en el de la esclavitud. En cuanto al término Antropología, que aparece titularmente en 1707, se ve ahora envuelto en las áridas disputas que surgen alrededor de la representación de la cultura. En 1860 estalla una polémica tan incisiva entre monogenistas y poligenistas en el interior de la primera asociación que tomó este vocablo como el distintivo de su actividad (la Sociedad Antropológica de Londres), que estos últimos se separan y fundan la Anthropological Review para exponer su perspectiva radical. Sólo al final de la década se opera una reconciliación entre ambas facciones alrededor de la indiscutible autoridad de Spencer y Darwin, sellada con la fundación de la Real Sociedad Antropológica de Gran Bretaña e Irlanda. El esfuerzo intelectual de Tylor consiste en tener en cuenta los problemas planteados por sus predecesores o contemporáneos en el estudio del hombre y determinar, para abordarlos consecuentemente, la especificidad del espacio cultural como «un todo complejo» que incluye «toda conducta socialmente aprendida». El aprendizaje se perfila como eje decisivo para el estudio del comportamiento social delimitado como cultural. Así se define la Antropología en su primer recinto textual científico-académico. El problema deriva, inevitablemente hacia la relación entre cultura y progreso y, por lo tanto, hacia una idea de historicidad. La conciencia histórica del saber antropológico es una adquisición novedosa, contemporánea de su exigencia de autonomía. En este movimiento de constitución de una identidad a través de su historicidad, la Antropología se deslinda de la Filosofía, de la Historia y de la Sociología. Aunque muy pronto —ciertamente con la conferencia inaugural de J. C. Frazer en 1908, al tomar posesión de la primera cátedra de Antropología social en Inglaterra (Liverpool)— la Antropología textual y académica se ramifica en especificidades definitorias que repercuten, inevitablemente, en diversas interpretaciones de su propia historicidad. La antropología filosófica La antropología filosófica ha sido objeto de los más dispares enfoques y formas de entenderse, tanto por parte de los cultivadores como por sus detractores (sobre todo, desde el área de la Antropología cultural y física). El calificativo de «filosófica» es suficiente como para ser considerado por algunos una pura especulación acerca de hombre, surgida 10 del desconocimiento de lo que sobre el hombre van descubriendo e investigando las ciencias humanas; y tienen su parte de razón, puesto que muchos manuales que se autodenominan de Antropología filosófica no pasan de ser filosofía del hombre de corte especulativo. En el fondo, subyace el problema de la identidad de la filosofía y su relación con la ciencia y el problema del método de investigación de las ciencias humanas. En realidad, al Antropología filosófica, en sentido estricto, surge en ambiente alemán en la primera cuarta parte del siglo xx, y tiene a Max Scheler el personaje clave que orientó este modo específico de estudiar al hombre. El puesto del hombre en el cosmos1, obra póstuma de Max Scheler, suele considerarse como la carta fundacional de la Antropología filosófica en un sentido específico. Del mismo año data un intento similar de antropología: «Die Stufen des Organischen und der Mensch»2, escrito por un colega suyo de la Universidad de Colonia, H. Plessner. Una segunda generación, compuesta por A. Gehlen 3, A. Portann4 y E. Rothacker5, entre otros continuó el trabajo de los dos iniciadores produciendo obras de indudable interés. El intento de M. Scheler se comprende desde unas coordenadas que es interesante resaltar. M. Scheler comenzó su periplo filosófico de la mano de los neokantianos, preocupándose de temas éticos: cómo llenar de contenido material la ética formal kantiana6. Pero paulatinamente, como él mismo nos indica en la introducción de «El puesto del hombre en el cosmos», toda su reflexión fue polarizándose en el tema del hombre, la reflexión de Max Scheler se encaminó a enfocar los estudios antropológicos desde una posición sintética, que aunara y superara los planteamientos que hasta ese momento venían realizando la filosofía del hombre y las diversas antropologías científicas. 1 El original es de 1928. La traducción castellana, de José Gaos, se editó en Buenos Aires, Losada, 1938. 2 A diferencia de la obra de M. Scheler, fruto de una conferencia, la obra de H. Plessner era más amplia y densa. Este factor, junto a la enorme popularidad de M. Scheler, hizo que el libro de Plessner quedara siempre a la sombra de M. Scheler, a pesar de su indudable originalidad, y, para muchos, superior valor. La obra de Plessner, aunque anunciaba en años pasados su traducción por una edición española, de momento sigue sin traducirse. 3 La obra central de A. GEHLEN es «El hombre. Su naturaleza y lugar en el mundo». Salamanca, Sígueme, 1980. El original alemán data de 1941. 4 Cf. A. PORTANN, Zoología y la nueva imagen del hombre, 1956. 5 Cf. E. ROTHACKER, Problemas de antropología cultural, 1957; y Antropología filosófica, 1964. 6 Para un estudio profundo del desarrollo del pensamiento scheleriano y de su teoría antropológica cf. A. PINTOR RAMOS, El humanismo de M. Scheler. Madrid, BAC, 1978. 11 Ninguna de las dos resulta satisfactoria para un estudio profundo y sistemático del hombre. El panorama de las antropologías se hallaba compuesto por tres orientaciones diversas: 1) la antropología teológica, que estudia al hombre en relación y referencia a Dios; 2) la filosofía antropológica, surgida ya desde los griegos, y que define al hombre como «animal racional», animal que posee «logos»; 3) las antropologías de corte científico, que define al hombre como un «producto final y muy tardío de la evolución del planeta tierra, un ser que sólo se distinguirá de sus predecesores en el reino animal por el grado de complicación con que se combinarían en él energía y facultades que en sí ya existen en la naturaleza infrahumana». Los tres círculos de reflexión antropológica pecan de los mismos fallos: exclusivismo e imperialismo. Exclusivismo, porque sólo se centran en una parcela de lo humano, olvidando el resto; cada una se construye a espaldas de las demás. E imperialismo, puesto que cada una de ellas se considera la única y definitiva, la que acierta a señalar lo específico y esencial del hombre. La conclusión para Scheler es clara: hay que hacer tabla rasa de estos saberes antropológicos y empezar a construir una nueva antropología, que recoja todo lo que las ciencias humanas han aportado, sistematizadas desde una nueva síntesis. Aquí radica la originalidad de Max Scheler y la especificidad de su planteamiento. Frente a los enfoques filosóficos tradicionales, que estudian al hombre desde horizontes no específicamente humanos, o bien se centran en el estudio de la subjetividad (punto de vista de la fenomenología y del existencialismo), Max Scheler considera imprescindible el estudio específico de lo humano en sí mismo, y desde una metodología que renuncie a los enfoques metafísicos. Y no solamente que renuncie a todo principio de corte metafísico, sino también a todo principio humano no verificable. Se quiere, pues, entender al hombre desde los métodos empíricos de las ciencias del hombre, y dejar de lado conceptos de la filosofía antropológica que hasta ahora han sido tradicionalmente utilizados, pero que deben abandonarse, al no poseer verificabilidad empírica y carecer de operatividad científica. Desde esta base, M. Scheler quería convertir la antropología filosófica en una disciplina autónoma, con su peculiar metodología. Y todavía más: hacen 12 de ella la disciplina fundamental y clave de la filosofía. No en vano el hombre es definido como un «microcosmos»7. Ahora bien, aunque la base científica en la que Scheler quiere apoyarse, aparece programáticamente como de la máxima amplitud 8, se reduce prácticamente a la zoología y a la biología. Y más en concreto, a la comparación del hombre con el animal. No es que caiga en los planteamientos de Lorenz de buscar en el animal lo básico del hombre. El enfoque es diametralmente opuesto. Lo humano radica precisamente en aquello que lo diferencia de los animales. La diferencia, según Scheler, no está en la razón, como se ha venido afirmando desde los griegos, sino en el espíritu, que hace referencia a una realidad mucho más amplia que la inteligencia práctica, a la que parece hacer referencia la razón griega, y que, según los experimentos de la época (Köhler), poseen también ciertos animales superiores. El espíritu, en cambio, abarca, además de la razón, la capacidad de intuir las esencias de las cosas y la capacidad de intuir emotivamente la esencia de los valores9. Esta capacidad de intuir las esencias y los valores es consecuencia de la participación del hombre en la «deitas», ese ser que constituye el trasfondo último de lo real [Welturgrund] constituido dualísticamente por los dos elementos básicos del cosmos: la vitalidad y la espiritualidad. El hombre es el único ser que participa en los dos elementos de la vitalidad, que lo acerca a lo entes de la biosfera, y la espiritualidad, que lo diferencia el resto de la naturaleza y lo sitúa en otra esfera, capaz de trascender lo material. Por participar del espíritu, es persona, puesto que posee el «centro activo en que el espíritu, se manifiesta dentro de las esferas del ser finito» 10. Esta participación en lo divino, entendida desde una óptica panteísta, compromete al hombre en la construcción de la racionalidad del universo, en lo que llama Scheler la «correlación» 11 de la «deitas» imperfecta en el Dios final de la historia (similar aunque diferente , al Espíritu Absoluto hegeliano). Max Scheler ha pretendido superar el planteamiento idealista de la filosofía clásica occidental que cifra lo humano en la razón, dejando en el más absoluto olvido lo irracional, los sentimientos, lo corporal, lo biológico. Siguiendo los intentos de Nietzsche 7 Éste será uno de los objetivos de la crítica de Heidegger a la antropología scheleriana, en Kant, y el problema de la metafísica. México, F.C.E, 1954. 8 «Por eso, me he propuesto el ensayo de una nueva antropología filosófica sobre la más amplia base», Cf. M. SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, 24. 9 Cf. M. SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, 55. 10 Cf. M. SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, 55. 11 Cf. M. SCHELER, El puesto del hombre en el cosmos, 66.114. 13 de reganar las fuerzas de la vitalidad, Scheler recupera para lo humano, como elemento constitutivo, todo lo que de natural y biológico hay en él. No para caer en el extremo opuesto (la irracionalidad y lo instintivo, como definidor de lo humano), pero sí para asumirlo y acogerlo. El hombre se hace tal emergiendo de la animalidad y asumiendo su condición de persona, poseedora del espíritu. Uno de los problemas candentes de la antropología es cómo se unen en el hombre los dos elementos básicos de la realidad: el impulso o vida [Drang] y el espíritu [Geist]. La vida o impuso tiene la fuerza, pero es ciega; en cambio, el espíritu carece de fuerza («impotencia del espíritu»), pero es clarividente, es el guía. El hombre se halla a caballo de estos dos elementos constituyentes, difíciles de aunar pero necesarios de conjugar. Por ello, «el hombre sólo puede entenderse como un punto de tensión que, emergiendo de la naturaleza (término «a quo»), se proyecta intencionalmente en el espíritu (término «ad quem»), pero sin integrarse del todo en ninguno de los dos, al ser la epifanía de la dialéctica entre ambos. No sólo por su riqueza, sino también y, sobre todo, por esta situación de tránsito, el hombre es radicalmente indefinible. Tal es la tesis básica y constante de la antropología scheleriana y la que intenta responder a su pregunta fundamental: «la posición del hombre dentro el cosmos»12. 12 Cf. A. PINTOR RAMOS, El humanismo de M. Scheler. Madrid, BAC, 1978. 14