Fragmentos 233 al final - Documento PDF
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This document contains a selection of fragments from a larger work, possibly a novel or historical fiction. The text describes characters, interactions, and situations, suggesting a narrative. The language used and characters mentioned indicate a possible literary work, and keywords like "historical fiction" are used to provide broader description of the content.
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--Bien, ¿cómo está mi padre? --le preguntó la señora de Nucingen cuando Eugenio volvió a la casa de ella vestido para el baile. --Muy mal --le respondió el joven--, y si queréis darme una prueba de vuestro afecto, correremos a verle. --Sí, está bien --dijo Delfina--, pero después del baile. Mi bu...
--Bien, ¿cómo está mi padre? --le preguntó la señora de Nucingen cuando Eugenio volvió a la casa de ella vestido para el baile. --Muy mal --le respondió el joven--, y si queréis darme una prueba de vuestro afecto, correremos a verle. --Sí, está bien --dijo Delfina--, pero después del baile. Mi buen Eugenio, sé amable conmigo, no me hagas sermones. Ven. Partieron. Eugenio permaneció silencioso durante una parte del camino. --¿Qué tenéis? --le preguntó la joven. --**Estoy oyendo el [estertor] de vuestro padre** --respondió Eugenio. Desde el día en que toda la corte se precipitó hacia la casa de la Gran Señorita a la que Luis XIV arrebataba su amante, ningún desastre del corazón fue más extraordinario que el de la señora de Beauséant. En esta circunstancia, la última hija de la casa casi real de Borgoña mostróse superior a su mal y dominó hasta el último instante al mundo del cual no había aceptado las vanidades más que para hacerlas servir al triunfo de su pasión. Las mujeres más hermosas de París animaban los salones con sus vestidos y sus sonrisas. Los hombres más distinguidos de la corte, los embajadores, los ministros, la gente ilustre en todos los aspectos, cargados de cruces, de placas, de cordones multicolores, apretujábanse alrededor de la vizcondesa. La orquesta hacía resonar los motivos de su música bajo los dorados artesones de aquel palacio, desierto para su reina. La señora de Beauséant se hallaba de pie delante de su primer salón para recibir a sus pretendidos amigos. Vestida de blanco, sin ningún adorno en sus cabellos sencillamente trenzados, parecía serena, y no afectaba dolor, ni orgullo, ni falsa alegría. Nadie podía leer en su alma. Habrías dicho que se trataba de una Niobé de mármol. La sonrisa que dedicaba a sus amigos íntimos fue a veces burlona; pero a todo el mundo pareció semejante a sí misma, y de tal modo apareció igual a los días en que la felicidad la engalanaba con sus dorados rayos, que los más insensibles la admiraron, como las jóvenes romanas aplaudían al gladiador que sabía sonreír mientras expiraba. **El mundo parecía haber vestido sus galas para [despedir] a una de sus soberanas.** --Temía que no vinieseis --dijo la vizcondesa a Rastignac. --Señora --respondió con voz emocionada, tomando estas palabras co- mo un reproche-- he venido para quedarme el último. --Bien --dijo la joven cogiéndole la mano--. Vos sois quizás aquí el único en quien pueda confiar. Amigo, amad a una mujer a la que podáis amar siempre. No abandonéis a ninguna. Cogió del brazo a Rastignac y lo condujo hacia un canapé, en el salón donde tocaba la orquesta. --Id a ver al marqués --le dijo--. Jaime, mi ayuda de cámara, os acompañará y os dará una carta para él. Le pido mi correspondencia. Creo que os la entregará completa. Cuando tengáis mis cartas, subid a mi habitación. Me avisarán de vuestra llegada. Levantóse para ir al encuentro de la duquesa de Langeais, su mejor amiga, que en aquel momento acababa de llegar. Rastignac partió y preguntó por el marqués de Ajuda en el hotel de Rochefide, donde había de pasar la velada, y donde le encontró. El marqués le llevó a su casa, entregó una caja al estudiante y le dijo: --Están todas. Pareció querer hablar a Eugenio, sea para interrogarle sobre los acon- tecimientos del baile y sobre la vizcondesa, sea para confesarle que ya co- menzaba a estar desesperado de su boda, como lo estuvo más tarde; pero un destello de orgullo brilló en sus ojos y tuvo el deplorable valor de guardar el secreto sobre sus más nobles sentimientos. --No le digáis nada de mí, querido Eugenio. **Estrechó la mano de Rastignac con un movimiento afectuosamente triste, y le hizo seña de que partiese. Eugenio volvió al hotel de Beauséant y fue introducido en la habitación de la vizcondesa, donde vio los preparativos de una partida. Sentóse junto a la chimenea y cayó en una profunda melancolía.** Para él, la señora de Beauséant tenía las proporciones de las diosas de la Ilíada. La despedida de la vizcondesa --¡Ah!, amigo mío --dijo la vizcondesa entrando y apoyando su mano en el hombro de Rastignac. Vio que su prima estaba bañada en llanto, con una mano trémula y la otra levantada. La joven cogió de pronto la caja, la puso encima del fuego y contempló cómo ardía. --¡Están bailando! Han venido todos muy puntuales, mientras que la muerte tardará en llegar. ¡Chitón!, amigo mío --dijo apoyando un dedo en los labios de Rastignac, al ver que éste se disponía a hablar--. **Ya no volveré a ver París ni el mundo. A las cinco de la mañana partiré para ir a [sepultarme] en un rincón de Normandía. Desde las tres de la tarde me he visto obligada a hacer mis preparativos, a firmar documentos; no podía enviar a nadie a la casa de\... --Se detuvo, abrumada aún por el dolor.-- En tales momentos, todo es sufrimiento, y ciertas palabras son imposibles de pronunciar. En fin --prosiguió--, yo contaba con vos esta tarde para este último servicio. Yo quisiera daros una prenda de mi amistad.** Me acordaré muchas veces de vos, que me habéis parecido tan bueno y tan noble, joven y cándido en medio de este mundo en que tales cualidades son tan raras. Desearía que a veces pensarais en mí. Tomad --dijo mirando en derredor--, aquí tenéis el cofrecillo en el que guardaba mis guantes. Cada vez que cogía alguno de ellos antes de ir al baile o a un espectáculo, me sentía hermosa, porque era feliz, y sólo tocaba este cofrecillo para dejar en él algún pensamiento agradable: **hay mucho de mí misma ahí dentro; hay toda una señora de Beauséant que ya no existe.** Aceptadlo. Procuraré que os lo lleven a vuestra casa, en la calle de Artois. La señora de Nucingen está muy bella esta noche; amadla mucho. Si no vol- vemos a vernos, amigo mío, estad seguro de que haré votos por vos, que tan bueno habéis sido conmigo. Bajemos; no puedo permitir que crean que estoy llorando. Tengo la eternidad delante de mí; allí estaré sola, y nadie me pedirá cuentas de mis lágrimas. Voy a dar una última mirada a este aposento. **Se detuvo. Luego, después de haber ocultado un instante sus ojos con** **la mano, se los secó, los lavó con agua fresca y cogió al estudiante por el brazo.** **--¡Vamos! --le dijo.** **Rastignac no había sentido aún una emoción tan violenta como la que le produjo el contacto de aquel dolor tan noblemente reprimido.** Al volver a entrar en el salón del baile, Eugenio dio la vuelta alrededor del mismo con la señora de Beauséant, última y delicada atención de aquella mujer tan elegante. **Pronto vio Eugenio a las dos hermanas, la señora de Restaud y la señora de Nucingen. La condesa estaba magnífica con todos sus diamantes, que, para ella eran, sin duda, ardientes.** Los llevaba por última vez. Por muy fuertes que fueran su orgullo y su amor, no sostenía muy bien las miradas de su marido. Este espectáculo no era como para hacer menos tristes los pensamientos de Rastignac. **Entonces, bajo los diamantes de las dos hermanas, vio el catre en el que yacía papá Goriot.** Habiendo interpretado mal la vizcondesa su actitud melancólica, le retiró su brazo. --¡Id! No quiero costaros un placer --le dijo. Eugenio fue pronto reclamado por Delfina, satisfecha del efecto que producía y ansiosa de depositar a los pies del estudiante los homenajes que cosechaba en este mundo, en el que esperaba ser adoptada. --¿Cómo encontráis a Nasía? --le dijo. --Ha especulado --dijo Rastignac-- hasta con la muerte de su padre. Hacia las cuatro de la mañana, la multitud de los salones empezaba a aclararse. Pronto dejó de oírse la música. La duquesa de Langeais y Ras- tignac se encontraban solos en el gran salón. La vizcondesa, creyendo que sólo encontraría allí al estudiante, acudió a él después de despedirse del señor de Beauséant, el cual fue a acostarse, repitiéndole: --Hacéis mal, querida, en ir a recluiros a vuestra edad. Quedaos con nosotros. Al ver a la duquesa, la señora de Beauséant no pudo contener una exclamación. --Os he adivinado, Clara --le dijo la señora de Langeais--. Partís para no volver; pero no os iréis sin haberme oído y sin que nos hayamos entendido. Cogió a su amiga del brazo, la llevó al salón contiguo, y allí, mirándola con lágrimas en los ojos, la estrechó en sus brazos y la besó en las mejillas. --No quiero separarme de vos fríamente, querida; sería para mí un re- mordimiento demasiado pesado. Podéis contar conmigo como con vos misma. Habéis sido grande esta noche, me he sentido digna de vos, y qu- iero demostrároslo. Me he portado mal con vos, no siempre he estado co- rrecta; perdonadme, querida: desapruebo todo cuanto haya podido mor- tifícaros, quisiera volver a recoger mis palabras. Un mismo dolor ha reu- nido nuestras almas, y no sé cuál de nosotras será la más desventurada. El señor de Montriveau no estaba aquí esta noche, ¿comprendéis? Quien os haya visto durante este baile, Clara, no os olvidará jamás. Yo estoy in- tentando un supremo esfuerzo. Si fracaso, ingresaré en un convento. Y vos, ¿adónde vais? --A Normandía, a Courcelles, para amar y rezar hasta el día en que Dios se digne retirarme de este mundo. Venid, señor de Rastignac --dijo la vizcondesa con voz emocionada, pensando que aquel joven esperaba. El estudiante dobló la rodilla, cogió la mano de su prima y se la besó. --¡Adiós, Antonia! --dijo la señora de Beauséant--, que seáis feliz. En cuanto a vos, vos lo sois, vois sois joven, podéis tener fe en todo --añadió dirigiéndose al estudiante--. Al partir de este mundo habré tenido, como ciertos moribundos privilegiados, emociones religiosas y sinceras a mi alrededor. Rastignac se marchó hacia las cinco, después de haber visto a la señora de Beauséant en su berlina de viaje, recibiendo su último adiós empapa- do en lágrimas, que demostraban que las personas más elevadas no se hallan fuera de la ley del corazón y no viven sin pesares, como ciertos cortesanos del pueblo quisieran hacer creer a éste. **Eugenio volvió a pie a** **Casa Vauquer. El tiempo estaba húmedo y frío. Su educación estaba** **completándose.** **--No podremos salvar al pobre papá Goriot --le dijo Bianchon cuando** **Rastignac entró en la habitación de su vecino.** --Amigo mío --le dijo Eugenio después de haber mirado al anciano dor- mido--, vamos, prosigue el modesto destino al cual tú limitas tus deseos. Yo estoy en el infierno y es preciso que en él permanezca. ¡Todo lo malo que te digan del mundo, créelo! No hay Juvenal que pueda pintar su ho- rror cubierto de oro y pedrería. Al día siguiente, Rastignac fue despertado hacia las dos de la tarde por Bianchon, quien, obligado a salir, le rogó que vigilara a papá Goriot, cu- yo estado había empeorado mucho aquella mañana. **--El buen hombre no tiene siquiera dos días de vida, quizá ni seis horas** **--dijo el estudiante de medicina--, y sin embargo no podemos dejar de** **combatir el mal. Será necesario prodigarle cuidados costosos. Seremos sus enfermeros, pero yo no tengo dinero. He vuelto del revés sus bolsillos, rebuscado en sus armarios: cero en el cociente. Le he interrogado en un momento en que aún tenía lucidez y me ha dicho que no tenía un céntimo. ¿Qué es lo que tienes tú?** **--Me quedan veinte francos --respondió Rastignac--; pero iré a jugarlos; ganaré.** **--¿Y si pierdes?** **--Pediré el dinero a sus yernos y a sus hijas.** --¿Y si no te lo dan? --repuso Bianchon--. Lo más urgente en este mo- mento no es encontrar dinero, sino que es preciso envolver al hombre en un sinapismo hirviente desde los pies hasta la mitad de los muslos. Si grita, habrá recurso. Ya sabes cómo se arregla esto. Por otra parte, Cristó- bal te ayudará. Yo pasaré por la farmacia a responder de todos los medi- camentos que allí tomemos. Es una lástima que el hombre no haya esta- do en condiciones de ser transportado a nuestro hospital, donde habría estado mejor atendido. Vamos, ven para que te deje aquí instalado, y no le dejes hasta que yo vuelva. Los dos jóvenes entraron en la habitación donde yacía el anciano. Eu- genio asustóse al ver el cambio de aquel rostro convulso, blanco y muy demacrado. --¿Y bien, papá? --le dijo inclinándose sobre el catre. Goriot levantó hacia Eugenio unos ojos vidriosos y le miró con mucha atención sin reconocerle. El estudiante no pudo resistir aquella escena y sus ojos se llenaron de lágrimas. --Bianchon, ¿no habría que poner unas cortinas en las ventanas? --No, las circunstancias atmosféricas ya no le afectan. Sería demasiado feliz si tuviera calor o frío. Sin embargo, necesitamos fuego para preparar las tisanas y otras cosas. Haré que te traigan leña. Esta noche he quema- do la última que quedaba. Hacía humedad, el agua goteaba por las pare- des. Apenas he podido secar la habitación. Cristóbal la ha barrido. Es re- almente un establo. He quemado enebro, porque esto olía muy mal. --¡Dios mío! --dijo Rastignac--. Pero, ¿y sus hijas? --Mira, si te pide de beber, le darás de esto --dijo el interno mostrando a Rastignac un gran jarro grande--. Si oyes que se queja y su vientre está caliente y duro, te harás ayudar por Cristóbal para administrarle\... ya sa- bes. Si tuviera, por casualidad, una gran exaltación, si hablase mucho; si, en fin, tuviese una pizca de demencia, no hagas caso. No será ninguna mala señal. Pero manda a Cristóbal al hospicio Cochin. Nuestro médico, mi compañero o yo, vendríamos a aplicarle moxas. Esta mañana, mien- tras tú dormías, hemos tenido una gran consulta con un alumno del doc- tor Gall, con un médico jefe del Hospital y el nuestro. Esos señores han creído reconocer curiosos síntomas, y vamos a seguir los progresos de la enfermedad, con objeto de tener una idea clara de varios puntos científi- cos bastante importantes. Uno de esos señores pretende que la presión del suero, si fuera mayor en un órgano que en otro, podría desarrollar hechos especiales. Escúchale, pues, bien, en el caso de que hablase, con objeto de comprobar a qué género de ideas pudieran pertenecer sus fra- ses: si se trata de efectos de memoria, de penetración, de juicio; si trata de 193 materialidades o de sentimientos; si calcula, si vuelve sobre el pasado; en fin, procura estar en condiciones de darnos un informe exacto. »Es posible que la invasión se efectúe en bloque, y entonces moriría imbécil como en este momento. Todo es muy extraño en esta clase de en- fermedades. Si la bomba estallase por aquí --dijo Bianchon señalando el occipucio del enfermo--, hay ejemplos de fenómenos singulares: el cere- bro recobra algunas de sus facultades y la muerte tarda más en declarar- se. Las serosidades pueden desviarse del cerebro, tomar caminos cuyo curso sólo se conoce por medio de la autopsia. Hay en los Incurables un viejo idiotizado en quien el derrame ha seguido la columna vertebral; su- fre horriblemente, pero vive. **--¿Se han divertido mucho mis hijas? --dijo papá Goriot, el cual reconoció a Eugenio.** **--¡Oh!, no piensa más que en sus hijas --dijo Bianchon--. Esta noche me** **ha dicho más de cien veces: «Ellas bailan. Ella tiene su vestido.» Las llamaba por sus nombres. Me hacía llorar, ¡que el diablo me lleve!, con sus** **entonaciones: «¡Delfina! ¡Mi Delfinita! ¡Nasia!» Palabra de honor --dijo el** **estudiante de medicina--, era para deshacerse en lágrimas.** **--Delfina --dijo el anciano--. Está ahí, ¿no es verdad? Ya lo sabía.** **Y sus ojos recobraron una actitud loca para mirar hacía las paredes y la** **puerta.** --Bajo a decirle a Silvia que prepare los sinapismos --gritó Bianchon--; el momento es propicio para ello. **Rastignac quedóse a solas con el anciano, sentado al pie de la cama,** **con los ojos fijos en aquella cabeza espantosa y lamentable.** **--dijo--. Las almas hermosas no pueden permanecer mucho tiempo en este mundo. ¿Cómo podrían los grandes sentimientos aliarse, en efecto, con una sociedad mezquina, pequeña, superficial?** Las imágenes de la fiesta a la que había asistido aparecieron en su recuerdo y formaron contraste con el espectáculo de aquel lecho de muerte. Bianchon volvió a presentarse de súbito. --Dime, pues, Eugenio, lo que ha sucedido. Acabo de ver a nuestro mé- dico en jefe, y he regresado sin parar de correr. Si se manifiestan sínto- mas de razón, si habla, acuéstale sobre una larga cataplasma, de modo que le envuelvas de mostaza desde la nuca hasta los riñones, y manda llamarnos. --Querido Bianchon\... --dijo Eugenio. --¡Oh!, se trata de un hecho científico --repuso el alumno de medicina con todo el ardor de un neófito. Soledad y Abandono de Papá Goriot --Vamos --dijo Eugenio--, yo sería, entonces, el único que cuida de este pobre viejo por afecto. --Si tú me hubieses visto esta mañana, no dirías eso --repuso Bianchon sin ofenderse por estas palabras\... Los médicos que han ejercido su pro- fesión no ven más que la enfermedad; pero yo todavía veo al enfermo, amigo mío. Y se marchó, dejando a Eugenio con el anciano y con el temor de una crisis que no tardó en declararse. --¡Ah!, sois vos, hijo mío --dijo papá Goriot reconociendo a Eugenio. --¿Estáis mejor? --preguntó el estudiante cogiéndole la mano. **--Sí, tenía la cabeza como aplastada, pero ya estoy mejor. ¿Habéis visto a mis hijas? Pronto van a venir; acudirán tan pronto como sepan que estoy enfermo. ¡Me cuidaron tanto en la calle de la Jussienne! ¡Dios mío!, quisiera que mi habitación estuviera limpia para recibirlas.** Hubo aquí un hombre que quemó todos mis conglomerados de carbón. --Oigo a Cristóbal --le dijo Eugenio--; os sube leña que os manda ese hombre. --Sí, pero ¿cómo pagar la leña? No tengo un céntimo, hijo mío. Todo lo he dado, todo. Estoy en la pura miseria. ¿El vestido de lentejuelas era hermoso, por lo menos? (¡Ah, cuánto padezco!) Gracias, Cristóbal, Dios os lo pagará, muchacho; yo ya no puedo hacer nada. --Yo te pagaré bien a ti y a Silvia --dijo Eugenio al oído del criado. --Mis hijas os han dicho que iban a venir, ¿verdad, Cristóbal? Ve a ver- las otra vez; te daré cien sueldos. Diles que no me siento bien, que quisie- ra besarlas, verlas otra vez antes de morir. Diles esto, pero sin asustarlas demasiado. Cristóbal partió a una seña que le hizo Rastignac. --Van a venir --repuso el anciano--. Las conozco. A esta buena Delfina, si me muero, ¡qué pena le voy a ocasionar! También a Nasia. No quisiera morir para no hacerlas llorar. Morir, mi buen Eugenio, es no volver a verlas jamás. Allá adonde voy me aburriré mucho. Para un padre, el inf- ierno es estar sin hijos, y ya he hecho mi aprendizaje desde que se casa- ron. Mi paraíso era la calle de la Jussienne. Decidme, pues, ¿si voy al pa- raíso podré volver a la tierra en espíritu para flotar alrededor de ellas? He oído decir estas cosas. ¿Es verdad? Creo verlas en este momento tal como eran en la calle de la Jussienne. Bajaban por la mañana. «Buenos días, papá», decían. Yo las sentaba sobre mis rodillas y les prodigaba mil caricias. Ellas también me acariciaban cariñosamente. Desayunábamos juntos todas las mañanas, comíamos juntos; en fin, yo era padre, gozaba de mis hijas. Cuando ellas estaban en la calle de la Jussienne no razonaban, no sabían nada del mundo, me querían mucho. ¡Dios mío!, ¿por qué no siguen siendo pequeñas? (¡Oh!, sufro mucho; parece como si la cabeza fuera a estallarme.) **¡Ah, ah, perdón, hijas mías! Sufro horriblemente, y es preciso que esto sea verdadero dolor, porque me habéis endurecido mucho contra el mal. ¡Dios mío!, si tuviese sus manos en las mías, ya no sentiría mal alguno. ¿Creéis que vendrán? ¡Cristóbal es tan tonto! Debería haber ido yo mismo. Pero vos estuvisteis ayer en el baile. Decidme, pues, ¿cómo estaban? No sabían nada de mi enfermedad, ¿no es cierto?** **¡No habrían bailado, pobres pequeñas mías! ¡Oh!, ya no quiero estar enfermo. Todavía me necesitan. Sus fortunas están comprometidas. ¡Y aqué maridos han sido entregadas! ¡Curadme, curadme! (¡Oh, cuánto su-** **fro! ¡Ah, ah, ah!) Debo curarme, ¿sabéis?, porque necesitan dinero, y yo** **sé adónde he de ir a ganarlo. Iré a Odesa a hacer almidón en agujas. Soy** **muy listo y ganaré millones. (¡Oh, estoy sufriendo demasiado!)** Goriot guardó silencio durante un instante, pareciendo hacer los ma- yores esfuerzos para reunir sus energías con objeto de soportar el dolor. --Si ellas estuviesen aquí, no me quejaría --dijo--. ¿Por qué, entonces, he de quejarme? Le sobrevino un ligero sopor, que duró largo rato. Cristóbal regresó. Rastignac, que creía a papá Goriot dormido, dejó que el criado le infor- mara en voz alta de su misión. --Señor --le dijo--, primero he ido a casa de la señora condesa, a la que no me ha sido posible hablar, porque se hallaba discutiendo de asuntos importantes con su marido. Como yo insistiese, el señor de Restaud se ha presentado personalmente, y me ha dicho así: «¿Que el señor Goriot se muere? ¡Bien!, es lo mejor que podría hacer. Tengo necesidad de la seño- ra de Restaud para terminar unos asuntos importantes; ya irá cuando to- do esté acabado.» Aquel señor parecía muy enojado. Yo me disponía a salir, cuando la señora entró en la antesala por una puerta que yo no veía y me dijo: «Cristóbal, dile a mi padre que estoy discutiendo con mi mari- do y no puedo dejarle; se trata de la vida o de la muerte de mis hijos; pe- ro tan pronto como todo haya terminado iré.» En cuanto a la señora ba- ronesa, es otra historia. No la he visto, y no he podido hablarle. «¡Ah! --me dijo la doncella--, la señora ha regresado del baile a las cinco y cuar- to y está durmiendo; si la despierto antes del mediodía, me regañará. Tratándose de una mala noticia, siempre hay tiempo para dársela.» Por mucho que he rogado, de nada me ha servido. Dije que quería hablar con el señor barón. Había salido. **--Ninguna de sus hijas va a venir --exclamó Rastignac--. Voy a escribir a** **las dos.** **--Ninguna --respondió el anciano incorporándose--. Tienen asuntos que** **resolver, duermen, no vendrán. Ya lo sabía. Hay que morir para saber lo** **que son los hijos. ¡Ah, hijo mío, no os caséis, no tengáis hijos! Les dais la** **vida y ellos os dan la muerte. Les hacéis entrar en el mundo y ellos os ha-** **cen salir de él. ¡No, no vendrán! Ya sabía esto desde hace diez años. Me** **lo decía a mí mismo algunas veces, pero no me atrevía a creerlo.** **Una lágrima asomó a cada uno de sus ojos, sin caer.** --¡Ah, si yo fuese rico, si hubiese conservado mi fortuna y no se la hub- iese dado, estarían ahí, lamiéndome las mejillas con sus besos! Yo viviría en un hotel, tendría hermosas habitaciones, criados, lumbre; y ellas esta- rían llorando, con sus maridos, con sus hijos. Yo tendría todo esto. Pero nada. El dinero lo da todo, incluso hijas. ¡Oh!, mi dinero, ¿dónde estás? Si tuviese tesoros que legarles, ellas me cuidarían; yo las oiría, las vería. ¡Ah, hijo mío, mi único hijo, prefiero mi abandono y mi miseria! Por lo menos cuando un desgraciado es amado, está seguro de que le aman. No, yo quisiera ser rico; así las vería. A fe mía, ¿quién sabe? Las dos tie- nen el corazón de piedra. Yo las amaba demasiado para que ellas me amasen a mí. Un padre debe ser siempre rico, debe tener a sus hijos cogi- dos por la rienda, como caballos astutos. Y yo estaba de rodillas ante ellas. ¡Las miserables! Coronan dignamente su conducta para conmigo desde hace diez años. ¡Si supieseis cómo me cuidaban en los primeros tiempos de su matrimonio! (¡Oh, estoy sufriendo un cruel martirio!) Aca- baba de darles a cada una cerca de ochocientos mil francos; no podían, ni tampoco sus maridos, tratarme bruscamente. Me recibían: «Papá, por aquí; papá por allá.» Mi cubierto estaba siempre en la mesa de ellas. En fin, comía con sus maridos, los cuales me trataban con consideración. Yo tenía el aire de poseer todavía algo. ¿Por qué? Yo no había dicho nada de mis asuntos. »**Un hombre que da ochocientos mil francos a sus hijos es un hombre** **que puede tratarse con consideración. Y me mimaban, pero era por mi** **dinero. El mundo no es hermoso. ¡Yo he visto todo esto! Me llevaban en** **coche a los espectáculos, y en las veladas me quedaba hasta que quería.** **En fin, ellas se decían hijas mías y me reconocían como padre suyo. To-** **davía conservo mi perspicacia, y nada se me escapa. Yo veía que todo era** **una farsa; pero el mal no tenía remedio.** En su casa no me encontraba más cómodo que a la mesa de abajo. Yo no sabía decir nada. Así, cuando algunas de aquellas personas de mundo preguntaban a mis yernos, al oí- do: ¿Quién es ese señor? Es el padre de los escudos, es rico. ¡Ah, diablo!, decían, y me miraban con el respeto debido a los escudos. Pero si a veces les molestaba un poco, pagaba bien caros mis defectos. Por otra parte, ¿quién es perfecto? (¡Mi cabeza es una llaga!) En estos momentos sufro lo que hace falta sufrir para morir, mi querido señor Eugenio. Bien, no es esto nada en comparación con el dolor que me ha ocasionado la primera mirada por la cual Anastasia me ha hecho comprender que yo acababa de decir una tontería que la humillaba; su mirada me abría todas las ve- nas. Yo habría querido saberlo todo, pero lo que he sabido muy bien es que aquí en la tierra yo estaba de más. Al día siguiente fui a casa de Del- fina para consolarme, pero he aquí que hago allí una tontería que la ha hecho montar en cólera. Me volví como loco. Estuve ocho días sin saber qué hacer. No me atrevía a ir a verlas por temor a sus reproches. Y heme aquí a la puerta de mis hijas. ¡Oh, Dios mío!, ya que conoces las miserias, los padecimientos que he soportado; ya que has contado las puñaladas que he recibido en este tiempo que me ha envejecido, cambiado, matado, blanqueado, ¿por qué me haces, pues, sufrir hoy? Bien he expiado el pe- cado de amarlas demasiado. Bien se han vengado de mi afecto, me han atenazado como verdugos. ¡Son tan tontos los padres! »Yo las quería tanto, que volví a ellas como un jugador vuelve al jue- go. Mis hijas eran un vicio para mí; eran mis amantes, lo eran todo. Ellas dos tenían necesidad de algo, de alhajas, las doncellas me lo decían, y yo se las daba para ser bien recibido. Pero ellas me han dado también algu- nas pequeñas lecciones sobre mi modo de ser en el mundo. ¡Oh!, no han esperado el día de mañana. Empezaban a avergonzarse de mí. Ved lo que es el criar bien a los hijos. Sin embargo, a mi edad yo no podía ir a la escuela. (¡Sufro horriblemente, Dios mío! ¡Los médicos, los médicos! Si me abriesen la cabeza no sufriría tanto.) ¡Hijas mías, hijas mías! ¡Anastasia, Delfina! Quiero verlas. ¡Mandad a buscarlas por la gendar- mería, a la fuerza! La justicia está de mí parte, todo está de mi parte: la naturaleza y el código civil. Protesto. La patria perecerá si los padres son pisoteados. Está bien claro. La sociedad, el mundo se apoyan en la pater- nidad; todo se derrumba sí los hijos no aman a los padres. ¡Oh!, que las vea, que las oiga; no importa lo que me digan; con tal de que oiga su voz, esto calmará mis dolores. Delfina, sobre todo. Pero, cuando estén aquí, decidles que no me miren con la frialdad con que lo hacen. ¡Ah!, mi buen amigo, señor Eugenio, no sabéis lo que es encontrar el oro de la mirada convertido de pronto en plomo gris. Desde el día en que sus ojos no han irradiado sobre mí, siempre ha sido para mí invierno aquí; no he tenido más que devorar penas, y las he devorado. He vivido para ser humilla- do, insultado. Las amo tanto, que tragaba todas las afrentas con las que me vendían un pequeño gozo vergonzoso. ¡Tener que ocultarse un padre para ver a sus hijas! **Les he dado mi vida. ¡Ellas no me darán hoy una hora! Tengo sed, tengo hambre, el corazón me arde; no vendrán a refrescar mi agonía, porque me muero, me doy cuenta de ello. ¡Pero ellas no saben lo que es pisar el cadáver de su padre! Hay un Dios en el cielo, el cual nos venga a pesar de nosotros, los padres. ¡Oh, ellas vendrán! ¡Venid,** **queridas hijas mías; venid otra vez a besarme, a darme un postrer beso,** **el viático de vuestro padre que rezará a Dios por vosotras, que le dirá** **que fuisteis buenas hijas, que abogará por vosotras!** »Después de todo, sois inocentes. Son inocentes, amigo mío. Decídselo a todo el mundo, que no las inquieten respecto a mí. Todo es culpa mía; fui yo quien las acostumbré a pisotearme. Me gustaba. Esto no incumbe a nadie, ni a la justicia humana, ni a la justicia divina. Dios sería injusto si las condenase a causa de mí. No he sabido comportarme; he cometido el error de abdicar de mis derechos. ¡Me he envilecido por ellas! ¡Qué que- réis! El mejor carácter, las mejores almas habrían sucumbido a la corrup- ción de esta facilidad paternal. Soy un miserable; he sido castigado justa- mente. Yo solo he causado los desórdenes de mis hijas, las he mimado con exceso. Ellas quieren hoy los placeres como antes querían caramelos. Siempre les permití satisfacer sus caprichos de muchachas. ¡A los quince años ya tenían coche! Nada les ha faltado. Sólo yo soy el culpable, pero culpable por amor. Su voz me abría el corazón. Las oigo, vienen. ¡Oh!, sí, vendrán. La ley quiere que los hijos vengan a ver morir al padre, la ley está de mi parte. Además, esto no costará más que un viaje en un coche de alquiler. Ya lo pagaré yo. Escribidles diciéndoles que tengo millones para dejarles en herencia. Palabra de honor. Iré a fabricar pastas para so- pa en Odesa. Conozco el modo de hacerlo. En mi proyecto pueden ga- narse millones. Nadie lo ha pensado. Esto no se estropeará durante el transporte como el trigo o como la harina. ¡Eh, eh, el almidón! ¡Esto pro- ducirá millones! No mentiréis; decidles que se trata de millones, y aunq- ue viniesen por avaricia, prefiero ser engañado; así las veré. ¡Quiero a mis hijas! ¡Yo las he hecho! ¡Son mías! --dijo incorporándose, mostrando a Eugenio una cabeza cuyos cabellos blancos eran escasos y que amenaza- ba con todo lo que puede expresar amenaza. --Vamos --le dijo Eugenio--, volved a acostaros, mi buen papá Goriot; voy a escribirles. Tan pronto como haya regresado Bianchon, iré si no vienen ellas. **--¿Si no vienen? --repitió el anciano sollozando. Yo ya estaré muerto, muerto en un acceso de rabia, ¡de rabia! ¡La rabia se apodera de mí! En este momento veo mi vida entera. ¡He sido engañado! ¡Ellas no me aman, nunca me han amado!, es evidente. Si no han venido, ya no vendrán**. Cuanto más tarden, menos se decidirán a darme esta alegría. Ya las conozco. Nunca han sabido adivinar nada de mis penas, de mis dolores, de mis necesidades; tampoco adivinarán mi muerte; ni siquiera están en el secreto de mi ternura. Sí, lo veo; para ellas, la costumbre de abrirme las entrañas ha quitado mérito a todo cuanto yo hacía. Si me hubieran pedi- do que me arrancara los ojos, yo les habría dicho: «¡Arrancádmelos!» Soy demasiado estúpido. Ellas creen que todos los padres son como el suyo. Siempre hay que hacerse valer. Sus hijos me vengarán. Pero les interesa venir. Prevenidles, pues, que están comprometiendo su agonía. Cometen todos los crímenes en uno solo. ¡Id a decirles que el no venir equivale a un parricidio! Ya han cometido bastantes sin éste. Gritad, pues, como yo: **«¡Eh, Nasia! ¡Eh, Delfina!, ¡venid al lado de vuestro padre, que ha sido** **tan bueno para vosotras y que está sufriendo!» Nada, nadie. Entonces,** **¿habré de morir como un perro? He ahí mi recompensa, el abandono.** **Son unas infames, unas malvadas; abomino de ellas, las maldigo; p**or la noche me levantaré de mi ataúd para volver a **maldecirlas**, porque, des- pués de todo, amigos míos, ¿acaso no tengo razón? Se conducen muy mal, ¿no es verdad? ¿Qué estoy diciendo? No me habéis advertido de que Delfina está ahí. Es la mejor de las dos. ¡Vos sois mi hijo, Eugenio, vos! Amadla, sed un padre para ella. La otra es muy desgraciada. ¡Y sus fortunas! ¡Ah, Dios mío! ¡Yo expiro! Cortadme la cabeza, dejadme tan só- lo el corazón. --Cristóbal, id a buscar a Bianchon --exclamó Eugenio, asustado por el cariz que tomaban las quejas y los gritos del anciano--, y traedme un ca- briolé. Voy a buscar a vuestras hijas, mi buen padre Goriot, voy a traéroslas. --¡A la fuerza, a la fuerza! ¡Pedid la guardia, todo, todo! --dijo lanzando a Eugenio una última mirada en la que brilló la razón--. Decidle al Gob- ierno, al procurador del rey, que me las traigan, ¡lo quiero! --Pero las habéis maldecido. --¿Quién ha dicho eso? --repuso el anciano, estupefacto--. ¡Bien sabéis que yo las amo, que las adoro! Estoy curado si las veo\... Id, mi buen ve- cino, hijo mío querido; id, vos sois bueno; yo quisiera corresponderos con algo, pero no puedo datos más que las bendiciones de un moribun- do. ¡Ah!, por lo menos quisiera ver a Delfina para decirle que os pague ella por mí. Si la otra no puede, traedme aquélla. Decidle que no la ama- réis si no quiere venir. Os ama tanto, que vendrá. Dadme de beber, ¡las entrañas me arden! Ponedme algo sobre la cabeza. La mano de mis hijas me salvaría, estoy seguro\... ¡Dios mío!, ¿quién va a rehacer sus fortunas si yo me voy? Quiero ir a Odesa para ellas; a Odesa, a hacer pasta para sopa. --Bebed esto --dijo Eugenio incorporando al moribundo y cogiéndole con su brazo izquierdo, mientras que con el otro sostenía una taza llena de una tisana. --¡Vos debéis amar a vuestro padre y a vuestra madre! --dijo el anciano estrechando con sus desfallecientes manos la mano de Eugenio--. ¿Comprendéis que voy a morir sin verlas, a mis hijas? Tener siempre sed, y no beber nunca; he ahí cómo he vivido desde hace diez años\... Mis dos yernos han matado a mis hijas. Sí, ya no he tenido hijas desde que se casaron. **¡Padres, decidles a las Cámaras que hagan una ley sobre el matrimonio! En fin, no caséis a vuestras hijas si las amáis. El yerno es un** **malvado que todo lo corrompe en una hija, que todo lo mancilla. ¡Basta** **de casamientos! Esto es lo que nos arrebata nuestras hijas, y ya no las tenemos cuando morimos. Haced una ley sobre la muerte de los padres.** ¡Es espantoso esto! ¡Venganza! Son mis yernos quienes les impiden ve- nir. ¡Matadlos! ¡Muera el Restaud, muera el alsaciano, ellos son mis asesi- nos! ¡La muerte o mis hijas! ¡Ah, esto se acaba, muero sin ellas! ¡Ellas! ¡Nasia, Fifína, vamos, venid, pues! Vuestro papá se va\... --Mi buen padre Goriot, calmaos, tranquilizaos, no os agitéis, no penséis. --No poder verlas, ¡esto es mi agonía! --Las veréis. --¿De veras? --exclamó el anciano, fuera de sí--. ¡Oh, poder verlas! Voy a verlas, voy a oír su voz. Moriré feliz. ¡Bien! Sí, ya no pido seguir vivien- do, porque mis penas iban en aumento. Pero verlas, tocar sus vestidos, ¡ah!, nada más que sus vestidos, es bien poca cosa; ¡pero que sienta yo al- go de ellas! Haced que pueda tocar sus cabellos, quiero\... Dejó caer la cabeza sobre la almohada cual si hubiera recibido un ma- zazo. Sus manos se agitaron sobre la colcha, como para coger los cabellos de sus hijas. --Yo las bendigo --dijo haciendo un esfuerzo--, bendigo. De pronto quedó sin fuerzas. En aquel momento entró Bianchon. --He encontrado a Cristóbal --dijo--; va a traerte un coche. --Luego miró al enfermo, le levantó los párpados, y los dos estudiantes vieron que te- nía los ojos sin brillo y sin calor.-- Ya no se recobrará me parece --dijo Bianchon tomando el pulso de papá Goriot, palpándole, poniéndole la mano sobre el pecho. --La máquina sigue funcionando; pero en su situación, esto es una des- gracia; ¡más le valdría morir! --A fe mía, sí --dijo Rastignac. --¿Qué tienes, pues? Estás pálido como la muerte. --Amigo mío, acabo de oír gritos y gemidos. ¡Hay un Dios! ¡Oh, sí!, hay un Dios, y nos ha hecho un mundo mejor, o nuestra tierra es un absurdo. Si no hubiera sido tan trágico, rompería a llorar, pero tengo el corazón y el estómago horriblemente oprimidos. **--Dime, pues, harán falta muchas cosas; ¿dónde ir a buscar dinero?** **Rastignac sacó su reloj.** **--Toma, ve a empeñarlo en seguida. No quiero pararme por el camino, porque tengo miedo de perder un minuto, y estoy esperando a Cristóbal.** **No tengo un céntimo y habrá que pagar al cochero a mi regreso.** **Rastignac se precipitó hacia la escalera y partió para ir a la calle de Helder, a casa de la señora de Restaud. Durante el camino, su imaginación, impresionada por el horrible espectáculo de que había sido testigo,** **excitó su indignación. Cuando llegó a la antecámara y preguntó por la señora de Restaud, le respondieron que no estaba visible.** **--Pero --le dijo al ayuda de cámara-- vengo de parte de su padre, que se** **está muriendo.** **--Caballero, tenemos órdenes muy severas de parte del conde\...** **--Si el señor de Restaud está en casa, decidle en qué circunstancias se** **encuentra su suegro y prevenidle de que es necesario que yo hable con él** **inmediatamente.** Eugenio estuvo esperando mucho rato. --Quizás en este momento se esté muriendo --pensaba. El ayuda de cámara le introdujo en el primer salón, donde el señor de Restaud recibió al estudiante de pie, sin invitarle a que se sentara, ante una chimenea en la que no había lumbre. --Señor conde --le dijo Rastignac--, vuestro señor padre político está ex- pirando en estos momentos en un cuchitril infame, sin un céntimo para comprar leña; está agonizando y pide ver a su hija\... **--Caballero --respondióle con frialdad el conde de Restaud--, ya os ha-** **bréis dado cuenta de que le tengo poco cariño al señor Goriot. Ha com-** **prometido su carácter con la señora de Restaud, ha hecho la desgracia de** **mi vida, veo en él al enemigo de mi tranquilidad. Que muera o que viva,** **me es completamente indiferente. Ved cuáles son mis sentimientos con** **respecto a él.** **»El mundo podrá censurarme, pero yo desprecio su opinión. Ahora** **tengo cosas más importantes que hacer que ocuparme de lo que vayan a** **pensar unos necios o unos indiferentes. En cuanto a la señora de Rest-** **aud, ahora le es imposible salir**. Decidle a su padre que tan pronto como haya cumplido sus obligaciones conmigo y con sus hijos irá a verle. Si ella ama a su padre, puede quedar libre dentro de unos instantes\... --Señor conde, no me incumbe juzgar vuestra conducta; sois dueño de vuestra mujer; pero ¿puedo contar con vuestra lealtad? Pues bien, pro- metedme tan sólo decirle que su padre no tiene siquiera un día de vida y que ya la ha maldecido al no verla junto a su cabecera. --Decídselo vos mismo --respondió el señor de Restaud, impresionado por los sentimientos de indignación que traicionaban el acento de Eugenio. **Rastignac entró, conducido por el conde, en el salón en que habitual-** **mente se hallaba la condesa: la encontró deshecha en lágrimas, sentada** **en una poltrona. Parecía desesperada. Antes de mirar a Rastignac lanzó** **hacía su marido medrosas miradas, que revelaban una postración com-** **pleta de sus fuerzas destruidas por una tiranía moral y física. El conde** **inclinó la cabeza, y la mujer creyóse animada a hablar.** **--Caballero, lo he oído todo. Decidle a mi padre que si conociese la sit-** **uación en que me encuentro, me perdonaría. No contaba con este suplic-** **io, que es superior a mis fuerzas, caballero, pero resistiré hasta el fin** **--dijo a su marido--. Soy madre. Decidle a mi padre que soy irreprochable en cuanto a él, a pesar de las apariencias --exclamó con desesperación, dirigiéndose al estudiante.** **Eugenio saludó a los dos esposos, adivinando la horrible crisis en que** **se encontraba la mujer, y retiróse estupefacto. El tono del señor de Rest-** **aud le había demostrado la inutilidad de su gestión y comprendió que** **Anastasia ya no era libre. Corrió a casa de la señora de Nucingen y la en-** **contró en cama.** **--Estoy enferma, pobre amigo mío --le dijo--. Me resfrié al salir del baile;** **tengo miedo de haber pillado una fluxión de pecho; estoy esperando al** **médico\...** **--Aunque tuvieseis la muerte en los labios --la interrumpió Eugenio-- es** **preciso que vayáis arrastrándoos hasta vuestro padre. ¡Os llama! Si pud-** **ieseis oír el más leve de sus gritos, ya no os sentiríais enferma.** **--Eugenio, quizá mi padre no esté tan enfermo como decís; pero me de-** **sesperará el aparecer culpable a vuestros ojos, y haré lo que vos queráis.** Él, lo sé, se moriría de pena si mi enfermedad llegara a ser mortal a con- secuencia de esta salida. Bien, iré tan pronto como haya venido mi médi- co. ¡Ah!, **¿por qué ya no lleváis vuestro reloj? --dijo al no ver ya la cadena.** **Eugenio se sonrojó-- ¡Eugenio! Eugenio, si ya lo habéis vendido o perdi-** **do\... , ¡oh!, eso sería muy mala señal.** **El estudiante se inclinó sobre la cama de Delfina y le dijo al oído:** **--¿Queréis saberlo? ¡Pues bien, sabedlo! Vuestro padre ya no tiene con** **qué comprarse la mortaja en que habrán de envolverle esta tarde. Vues-** **tro reloj está empeñado; ya no tenía nada.** Delfina saltó de pronto de su cama, corrió a su escritorio, cogió el bol- so y lo tendió a Rastignac. Tiró del cordón de la campanilla y exclamó: --¡Voy allá, Eugenio! ¡Id, yo llegaré antes que vos! Teresa --gritóle a su doncella--, decidle al señor de Nucingen que suba a hablar conmigo en seguida. Eugenio, contento de poder anunciar al moribundo la presencia de una de sus hijas, llegó casi alegre a la calle Neuve-Sainte-Geneviève. Bus- có en el bolso para poder pagar inmediatamente al cochero. El bolso de aquella joven, tan rica, tan elegante, contenía setenta francos. Una vez es- tuvo en lo alto de la escalera, encontró a papá Goriot sostenido por Bian- chon y operado por el cirujano del hospital, bajo los ojos del médico. Le quemaban la espalda con moxas, último remedio de la ciencia, remedio inútil. --¿Las sentís? --le preguntaba el médico. Papá Goriot, habiendo visto al estudiante, respondió: --Vienen, ¿verdad? --Esto marcha mejor --dijo el cirujano--; habla. --Sí --respondió Eugenio--, Delfina viene detrás de mí. --¡Vamos! --dijo Bianchon--, estaba hablando de sus hijas, a las que lla- ma sin cesar, como un sediento que pide agua. --Basta --dijo el médico al cirujano--, ya no se puede hacer nada, no se le puede salvar. Bianchon y el cirujano volvieron a colocar al moribundo en su infecto camastro. **--Sin embargo, sería preciso mudarle la ropa blanca --dijo el médico--.** **Aunque no exista ninguna esperanza, hay que respetar en él la naturaleza humana. Volveré, Bianchon --le dijo al estudiante--. Si volviera a quejarse, ponedle opio encima del diafragma.** **El cirujano y el médico salieron.** **--¡Vamos, Eugenio, valor, hijo mío! --dijo Bianchon a Rastignac cuando** **estuvieron solos--Se trata de ponerle una camisa blanca y cambiar la ropa de su cama. Ve a decirle a Silvia que suba unas sábanas y venga a** **Ayudarnos.** **Indiferencia de la Sra. Vauquer** Eugenio bajó y encontró a la señora Vauquer ocupada con Silvia en poner los cubiertos encima de la mesa. **A las primeras palabras que le dijo Rastignac, la viuda fue hacia él, con aire agridulce de una comerciante desconfiada que no querría perder el dinero ni molestar al cliente.** **--Señor Eugenio --respondió--, ya sabéis como yo que papá Goriot ya no** **tiene un céntimo. Dar sábanas para un hombre a punto de morir es perderlas, y también habrá que sacrificar una de ellas para la mortaja. Ya me debéis ciento cuarenta y cuatro francos; añadid cuarenta francos de sábanas y otras pequeñas cosas como la vela que Silvia os dará; todo ello suma por lo menos doscientos francos, que una pobre viuda como yo no está en condiciones de perder.** **»¡Caramba!, sed justo, señor Eugenio; bastante he perdido desde que** **la mala suerte ha entrado en mi casa hace cinco días.** Habría dado diez escudos para que el buen hombre ese se hubiera marchado estos días, co- mo vos decíais. Esto molesta a mis huéspedes. Por nada le haría yo llevar al hospital. En fin, poneos en mi lugar. Mi establecimiento ante todo; es mi propia vida. Eugenio volvió a subir rápidamente a la habitación de papá Goriot. --Bianchon, ¿y el dinero del reloj? --Está allí, encima de la mesa. Quedan trescientos sesenta francos y un poco más. He pagado todo lo que debíamos. --Tomad, señora --dijo Rastignac después de bajar la escalera horroriza- do--, saldad nuestras cuentas. El señor Goriot no va a estar mucho tiempo en vuestra casa, y yo\... --Sí, saldrá con los pies por delante, el pobrecillo --dijo la señora Vauquer contando doscientos francos, con aire mitad alegre, mitad melancólico. --Acabemos --dijo Rastignac. --Silvia, dadme las sábanas e id a ayudar a esos señores allá arriba. --No os olvidéis de Silvia --dijo la señora Vauquer al oído de Eugenio--. Ya hace dos noches que está velando. Cuando Eugenio hubo vuelto la espalda, la vieja fue apresuradamente hacia la cocinera: --Coge las sábanas viejas. Ya está bien para un muerto --le dijo al oído. Eugenio, que había subido ya algunos peldaños de la escalera, no oyó las palabras de la vieja patrona. --Vamos --le dijo Bianchon--, pongámosle la camisa. Aguántale erguido. Eugenio se colocó a la cabecera de la cama y sostuvo al moribundo, al que Bianchon le quitó la camisa, y el buen hombre hizo un gesto como para guardar algo en el pecho y profirió gritos quejumbrosos e inarticu- lados, como los animales que han de expresar un gran dolor. --¡Oh, oh! --dijo Bianchon--, quiere una cadenilla de cabellos y un meda- llón que le hemos quitado hace un rato para ponerle las moxas. ¡Pobre hombre!, hemos de volvérsela a poner. Está encima de la chimenea. **Eugenio fue a buscar una cadena trenzada con unos cabellos rubios cenicientos, sin duda de la señora Goriot. Leyó en un lado del medallón:** **Anastasia; y en el otro: Delfina. Imagen de su corazón que descansaba siempre encima de su corazón. Los rizos contenidos en el medallón eran tan finos, que debían haber sido cortados durante la primera infancia de sus dos hijas.** Cuando el medallón tocó su pecho, el anciano profirió una exclamación que revelaba una satisfacción que daba escalofríos. Era uno de los últimos ecos de la sensibilidad, que parecía retirarse al centro desconocido del cual parten y al cual se dirigen nuestras simpatías. Su rostro convulso asumió una expresión de alegría morbosa. Los dos estudiantes, sobrecogidos ante aquel terrible estallido de una fuerza de sentimiento que sobrevivía al pensamiento, dejaron caer cálidas lágrimas sobre el moribundo, que dio un agudo grito de placer. --¡Nasia! ¡Fifina! --dijo. --Todavía vive --dijo Bianchon. --¿Para qué le sirve eso? --dijo Silvia. --Para sufrir --respondió Rastignac. Después de hacer a su compañero una seña indicándole que le imitase, Bianchon se arrodilló para pasar sus brazos bajo las piernas del enfermo,mientras Rastignac hacía otro tanto en el otro lado de la cama con objeto de pasarle las manos debajo de la espalda. S**ilvia estaba allí, dispuesta a retirar las sábanas cuando el moribundo hubiera sido levantado, para** **sustituirlas por las que había traído. Engañado sin duda por las lágrimas,** **Goriot empleó sus últimas fuerzas para tender las manos; encontró a ca-** **da lado de su cama las cabezas de los estudiantes, las agarró violenta-** **mente por los cabellos y oyósele decir débilmente.** **--¡Ah, ángeles míos!** Tres palabras, tres murmullos acentuados por el alma, que se exaltó. --¡Pobre hombre! --dijo Silvia, conmovida por esta exclamación en la que se reflejaba un sentimiento supremo que la más horrible, la más in- voluntaria de las mentiras exaltadas por última vez. El último suspiro de aquel padre debía ser un suspiro de alegría. Aq- uel suspiro fue la expresión de toda su vida. Aún se engañaba. Papá Gor- iot fue colocado de nuevo piadosamente en su camastro. A partir de aq- uel momento, su fisonomía conservó la dolorosa huella del combate que se libraba entre la muerte y la vida en una máquina que ya no tenía aq- uella especie de conciencia cerebral de la que resulta el sentimiento del placer y del dolor para el ser humano. No era sino cuestión de tiempo para la destrucción. 206 --Va a permanecer así unas horas y morirá sin que nadie se dé cuenta de ello, ni siquiera se producirá estertor. El cerebro debe hallarse comple- tamente invadido. **En aquel momento oyóse en la escalera los pasos de una joven que subía jadeando.** **--Llega demasiado tarde --dijo Rastignac.** **No era Delfina, sino Teresa, su doncella.** **--Señor Eugenio --dijo--, se ha producido una violenta escena entre el señor y la señora, a propósito del dinero que esta pobre señora pedía para su padre. Se ha desmayado, ha venido el médico, han tenido que hacerle una sangría, y ella gritaba: «¡Mi padre se está muriendo, quiero ver** **a papá!» En fin, daba unos gritos que partían el alma.** --Basta, Teresa. Aunque viniese ahora, sería inútil; el señor Goriot se ha quedado ya sin conocimiento. **--¡Pobre señor, qué gran desgracia! --dijo Teresa.** **--Ya no me necesitáis, y debo ir a la cocina, pues ya son las cuatro y** **media --dijo Silvia, que estuvo a punto de tropezarse con la señora de** **Restaud en lo alto de la escalera.** **Grave y terrible fue la aparición de la condesa. Miró la cama de la** **muerte, mal iluminada por una sola vela, y lloró al ver la máscara de su** **padre en la que palpitaban aún los últimos estremecimientos de la vida.** **Bianchon se retiró por discreción.** --No me he podido escapar antes --dijo la condesa a Rastignac. El estudiante hizo un gesto afirmativo con la cabeza lleno de tristeza. **La señora de Restaud cogió la mano de su padre y se la besó.** --¡Perdonadme, padre! Decíais que mi voz os haría salir de la tumba; pues, bien, volved un momento a la vida para bendecir a vuestra hija arrepentida. Oídme. ¡Es horrible!, vuestra bendición es la única que en adelante puedo recibir aquí abajo. **Todo el mundo me odia, solamente vos me amáis. Mis propios hijos me odiarán. Llevadme con vos; os amaré, os cuidaré. Ya no oye nada, estoy loca.** Cayó de rodillas y contempló aquellos restos humanos con una expre- sión de delirio. --Nada falta a mi desgracia --dijo mirando a Eugenio--. El señor de Trai- lles ha partido, dejando deudas enormes, y he sabido que me engañaba. Mi marido no me perdonará jamás, y lo he dejado dueño de mi fortuna. He perdido todas mis ilusiones. ¡Ay!, ¿por quién he traicionado el único corazón (en esto señaló a su padre) en el que se me adoraba? Renegué de él, lo rechacé, le he causado mil males. ¡Qué infame soy! --El lo sabía --dijo Rastignac. En aquel momento papá Goriot abrió los ojos, pero por efecto de una convulsión. El gesto que revelaba la esperanza de la condesa no fue me- nos horrible que los ojos del moribundo. --¿Me oirá? --gritó la condesa--. No --se dijo sentándose junto al lecho. Habiendo manifestado la señora de Restaud la intención de hacer compañía a su padre, Eugenio bajó a comer algo. Los huéspedes se halla- ban ya reunidos. --Bien --le dijo el pintor--, parece que allá arriba vamos a tener un pequeño mortorama, ¿no? --Carlos --le dijo Eugenio--, creo que deberíais bromear con un tema que fuera menos lúgubre. --Entonces, ¿es que no vamos a poder decir nada aquí? --repuso el pin- tor--. ¿Qué importa eso, puesto que el buen hombre, según ha dicho Bian- chon, ya no tiene conocimiento? --Bueno --dijo el empleado del Museo--, habrá muerto tal como había vivido. **--¡Mi padre ha muerto! --gritó la condesa.** Al oír este terrible grito, Silvia, Rastignac y Bianchon subieron, y en- contraron a la señora de Restaud desvanecida. Después de hacer que volviera en sí, la trasladaron al coche que la estaba esperando. Eugenio la confió a los cuidados de Teresa, mandándole que la llevase a casa de la señora de Nucingen. --¡Oh!, está bien muerto --dijo Bianchon bajando la escalera. --Vamos, señores, a la mesa-- dijo la señora Vauquer--, que la sopa va a enfriarse. Los dos estudiantes se sentaron uno al lado del otro. --¿Qué hemos de hacer ahora? --dijo Eugenio a Bianchon. --Yo le he cerrado los ojos y le he dejado arreglado de un modo conve- niente. Cuando el médico de la alcaldía haya comprobado la defunción que nosotros iremos a declarar, se le coserá dentro de una mortaja y se le enterrará. ¿Qué quieres que se haga con él? --Ya no volverá a oler el pan así --dijo un huésped imitando la mueca del buen hombre. --¡Caramba, señores! --dijo el profesor particular--, dejad a papá Goriot, y no nos lo hagáis comer más, porque lo han puesto a toda salsa desde una hora. Uno de los privilegios de la buena villa de París es el de que uno puede nacer, vivir y morir aquí sin que nadie se fije en él. Aprove- chemos, pues, las ventajas de la civilización. Hoy hay sesenta muertos. ¿Queréis compadeceros de las hecatombes parisienses? Que papá Goriot haya reventado, ¡mejor para él! Si tanto le adoráis, id a hacerle compañía, y dejadnos a nosotros comer tranquilamente. --¡Oh, sí --dijo la viuda--, mejor para él si está muerto! Parece que el po- bre hombre tuvo muchas contrariedades en su vida. La indiferencia Fue la única oración fúnebre de un ser que para Eugenio representaba la paternidad. Los quince huéspedes comenzaron a charlar como de costumbre. Cuando Eugenio y Bianchon hubieron comido, el ruido de los tenedores y de las cucharas, las risas de la conversación, las diversas ex**presiones de aquellas caras glotonas e indiferentes, su despreocupación, todo les heló de horror**. Salieron para ir a buscar a un sacerdote que vela- se y rezase durante la noche junto al muerto. Les fue preciso medir los últimos deberes para con el buen hombre conforme al poco dinero de que podían disponer. Hacia las nueve de la noche, el cadáver fue coloca- do entre dos velas, en aquella habitación desnuda, y un sacerdote fue a sentarse junto a él. Antes de acostarse, habiendo pedido Rastignac infor- mes al clérigo sobre el precio del servicio que había de hacerse y sobre el de los convoyes, escribió unas palabras al barón de Nucingen y al conde de Restaud rogándoles que enviasen a sus hombres de negocios con ob- jeto de subvenir a todos los gastos del entierro. Les mandó a Cristóbal, luego fue a acostarse y se durmió, abrumado por la fatiga. **A la mañana** **siguiente, Bianchon y Rastignac viéronse obligados a ir ellos mismos a** **dar parte de la defunción, la cual fue comprobada hacia el mediodía. Dos** **horas más tarde, ninguno de los dos yernos había mandado dinero, nad-** **ie se había presentado en su nombre, y Rastignac habíase visto ya obliga-** **do a pagar al sacerdote.** **Habiendo pedido Silvia diez francos para amortajar al buen hombre,** **calcularon Eugenio y Bianchon que si los parientes del muerto no querí-** **an saber nada, apenas tendrían ellos con qué pagar los gastos. El estud-** **iante de medicina se encargó, pues, de colocar él mismo el cadáver en un** **ataúd de pobre que mandó traer de su hospital, donde lo adquirió más** **barato.** --Hazles una jugarreta a esos truhanes --díjole a Eugenio--. Ve a com- prar un terreno, por cinco años, en el Padre Lachaise, y pide un servicio de tercera clase en la iglesia y en las Pompas Fúnebres. Si los yernos y sus hijas se niegan a darte el dinero, mandarás grabar sobre la tumba: [«Aquí yace el señor Goriot, padre de la condesa de Restaud y de la baronesa de Nucingen, enterrado a expensas de dos estudiantes.»] Eugenio no siguió el consejo de su amigo hasta después de haber estado infructuosamente en casa del señor y la señora de Nucingen y en casa del señor y de la señora de Restaud. No pasó más allá de la puerta. Cada uno de los conserjes tenía órdenes severas. --El señor y la señora --dijeron-- no reciben a nadie; su padre ha muerto, y se hallan sumidos en el más profundo dolor. Eugenio tenía ya bastante experiencia del mundo parisiense para saber que no debía insistir. Su corazón oprimióse de un modo extraño cuando se vio en la imposibilidad de llegar hasta Delfina. V**ended una alhaja --escribióle en la portería-- y que vuestro padre sea conducido decentemente a su última morada.** **Selló estas palabras y rogó al portero del barón que las entregase a Teresa, para que ésta las entregase a su vez a su señora; pero el portero entregó la nota al barón de Nucingen, el cual la arrojó al fuego. Después de** **efectuar todas estas diligencias, Eugenio regresó hacia las tres a la pen-** **sión, y no pudo contener una lágrima cuando vio el ataúd apenas cubier-** **to con un paño negro y colocado sobre dos sillas, en aquella calle** **desierta.** Un mal hisopo, que nadie había tocado aún, se hallaba dentro de una bandeja de cobre plateado llena de agua bendita. La puerta no estaba tampoco cubierta con ningún paño negro. Era la muerte de los pobres, que no tiene lujo, ni acompañantes, ni amigos, ni parientes. Bianchon, que se vio obligado a quedarse en el hospital, había escrito unas palabras a Rastignac para informarle de lo que había hecho con respecto a la igles- ia. El interno le decía que una misa resultaba demasiado cara, que había que contentarse con el servicio de vísperas, menos costoso, y que había enviado a Cristóbal con unas palabras de su parte a las Pompas Fúne- bres. **En el momento en que Eugenio acababa de leer las palabras escritas** **apresuradamente por Bianchon, vio en las manos de la señora Vauquer** **el medallón de oro en el que se encontraban los cabellos de las dos hijas.** **--¿Cómo os habéis atrevido a coger eso? --le dijo.** **--¡Pardiez! ¿Es que había de enterrarse con el muerto? --respondió Silv-** **ia-- Es de oro.** **--¡Ya lo sé! --repuso Eugenio con indignación--. Por lo menos que se lle-** **ve con él lo único que pueda representar a sus dos hijas.** **Cuando llegó la carroza fúnebre, Eugenio hizo destapar el ataúd y colocó religiosamente sobre el pecho del buen hombre una imagen que se refería a una época en la que Delfina y Anastasia eran jóvenes, vírgenes y puras, y no razonaban, según había dicho papá Goriot en sus gritos de agonizante.** Sólo Rastignac y Cristóbal, con dos empleados de la funeraria, acompañaron al carruaje que llevaba al buen hombre a Saint--Etienne--du--Mont, iglesia poco distante de la calle Neuve-Sainte- Geneviève. Una vez estuvieron allí, el cadáver fue colocado ante una capillita baja y oscura, alrededor de la cual el estudiante buscó en vano a las dos hijas de papá Goriot o a sus maridos. Estuvo solo con Cristóbal, el cual se creía obligado a prestar los últimos servicios a un hombre que le había hecho ganar algunas buenas propinas. Mientras estaban esperando a los dos curas, al monaguillo y al capille- ro, Rastignac estrechó la mano de Cristóbal sin poder pronunciar una palabra. --Sí, señor Eugenio --dijo Cristóbal--; era un hombre bueno y honrado, que nunca dijo una palabra más alta que otra, que no perjudicaba a nadie y nunca hizo mal alguno. Los dos curas, el monaguillo y el capillero llegaron y dieron todo lo que se puede dar por setenta francos en una época en la que la iglesia no es lo suficientemente rica para rezar gratis. Los clérigos cantaron un salmo, el Libera, el De profundis. El servicio duró veinte minutos. No había más que un solo coche para un sacerdote y un monaguillo, que consintieron en recibir con ellos a Eugenio y a Cristóbal. **--No hay comitiva --dijo el cura--; podemos ir de prisa para no llegar** **tarde; son las cinco y media.** **Sin embargo, en el momento en que el cadáver fue colocado en el co-** **che fúnebre, dos carruajes con escudo de armas, pero vacíos, el del conde** **de Restaud y el del barón de Nucingen, se presentaron y siguieron el** **convoy hasta el Padre Lachaise. A las seis, el cadáver de papá Goriot fue** **bajado a la fosa, alrededor de la cual se hallaban los criados de sus hijas,** **que desaparecieron con el clero tan pronto como fue dicha la breve ora-** **ción pagada al buen hombre con el dinero del estudiante. Cuando los** **dos enterradores hubieron lanzado unas paletadas de tierra encima del** **ataúd para ocultarlo, se incorporaron y uno de ellos, dirigiéndose a Ras-** **tignac, le pidió la propina.** **Eugenio buscó en su bolsillo y no encontró** **nada, y viose obligado a pedirle prestados veinte sueldos a Cristóbal. Es-** **te hecho, poco importante en sí mismo, provocó en Rastignac un acceso** **de horrible tristeza. Caía el día y un húmedo crepúsculo irritaba los ner-** **vios. Eugenio miró la tumba y sepultó en ella su última lágrima de joven, aquella lágrima arrancada por las santas emociones de un corazón puro,** **una de aquellas lágrimas que, desde la tierra en que caen, vuelven a saltar hacia el cielo.** Cruzóse de brazos, contempló las nubes y, al verle así, Cristóbal le dejó. Rastignac, habiendo quedado solo, dio unos pasos hacia la parte alta del cementerio y vio París tortuosamente recostado a lo largo de las dos riberas del Sena, donde empezaban a brillar las luces. Sus ojos se clavaron casi con avidez entre la columna de la plaza de Vendôme y la cúpula de los Inválidos, allí donde vivía aquel mundo en el que había querido penetrar. Lanzó a aquel lugar una mirada que parecía querer libar la miel por anticipado, y dijo estas palabras: **--Ahora nos toca a nosotros dos.** **Y como primer acto de desafío a la sociedad, Rastignac fue a comer en casa de la señora de Nucingen**.