Qué es la Historia (2019-2061) CARR PDF
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Universidad del Pacífico
E.H.Carr
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Este texto académico analiza la naturaleza de la historia como disciplina y las complejidades en la interpretación de los hechos históricos. Se centra en describir cómo la investigación histórica necesita entender el contexto y la perspectiva de la época y del autor. Explica que la historia no es simplemente un conjunto objetivo de hechos.
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LC HISTORIA CARR 1961.I.c CL (...) PERO PASEMOS AHORA a la carga, distinta aunque igualmente pesada, 1 del historiador que se ocupa de la época moderna y contemporánea. El historiador de la antigüedad o el medievalista po...
LC HISTORIA CARR 1961.I.c CL (...) PERO PASEMOS AHORA a la carga, distinta aunque igualmente pesada, 1 del historiador que se ocupa de la época moderna y contemporánea. El historiador de la antigüedad o el medievalista podrán estar agradecidos del amplio proceso de trilla que, andando el tiempo, ha puesto a su disposición un cuerpo manejable de datos históricos. Como dijera Lytton Strachey con su impertinente estilo, «el primer requisito del historiador es la ignorancia, una ignorancia que simplifica y aclara, selecciona y omite».11 Cuando me siento tentado, como me ocurre a veces, a envidiar la inmensa seguridad de colegas dedicados a la historia antigua o medieval, me consuela la idea de que tal seguridad se debe, en gran parte, a lo mucho que ignoran de sus temas. El historiador de épocas más recientes no goza de ninguna de las 11 Lytton Strachey, prólogo a Eminent Victorians. 1 ventajas de esta inexpugnable ignorancia. Debe cultivar por sí mismo esa tan necesaria ignorancia, tanto más cuanto más se aproxima a su propia época. Le incumbe la doble tarea de descubrir los pocos datos relevantes y convertirlos en hechos históricos, y de descartar los muchos datos carentes de importancia por ahistóricos. Pero esto es exactamente lo contrario de la herejía decimonónica, según la cual la historia consiste en la compilación de la mayor cantidad posible de datos irrefutables y objetivos. Quien caiga en tal herejía, o tendrá que abandonar la historia por considerarla tarea inabarcable y dedicarse a coleccionar sellos o a cualquier otra forma de coleccionismo, o acabará en el manicomio. Esta herejía es la que tan devastadores efectos ha tenido en los últimos cien años para el historiador moderno, produciendo en Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos una amplia y creciente masa de historias fácticas, áridas como lo que más, de monografías minuciosamente especializadas, obra de aprendices de historiadores sabedores cada vez más acerca de cada vez menos, perdidos sin dejar 2 rastro en un océano de datos. Me temo que fuera esta herejía –más que el conflicto, alegado al respecto, entre la lealtad al liberalismo o al catolicismo– lo que malogró a Acton como historiador. En un ensayo de su primera época, dijo de su maestro Döllinger: «Por nada escribiría partiendo de un material imperfecto, y para él todo material era imperfecto».12 Acton estaba sin duda pronunciando aquí un veredicto anticipado sobre sí mismo, sobre aquel curioso fenómeno de un historiador en el que muchos ven el más distinguido ocupante que la cátedra Regius de Historia Moderna en esta Universidad ha tenido nunca, y que, sin embargo, no escribió ninguna historia. Y Acton escribió su propio epitafio en la nota introductoria al primer volumen de la Cambridge Modern History publicado a poco de su muerte, cuando lamentaba que los requerimientos que agobiaban al historiador 12 Citado por G. P. Gooch, History and Historians in the Nineteenth Century, p. 385; ulteriormente dijo Acton de Döllinger que «le fue dado configurar su filosofía de la historia sobre la mayor inducción jamás al alcance del hombre» (History of Freedom and Other Essays, 1907, p. 435). 3 «amenazan con convertirle, de hombre de letras, en compilador de una enciclopedia ».13 En alguna parte había un error. Y el error era la fe en esa incansable e interminable acumulación de hechos rigurosos vistos como fundamento de la historia, la convicción de que los datos hablan por sí solos y de que nunca se tienen demasiados datos, convicción tan inapelable entonces que fueron pocos los historiadores del momento que creyeron necesario –y hay quienes todavía siguen creyéndolo innecesario– plantearse la pregunta ¿Qué es la Historia? 2 El fetichismo decimonónico de los hechos venía completado y justificado por un fetichismo de los documentos. Los documentos eran, en el templo de los hechos, el Arca de la Alianza. El historiador devoto llegaba ante ellos con la frente humillada, y hablaba de ellos en tono reverente. Si los documentos lo dicen, será verdad. Mas ¿qué nos dicen, a fin de cuentas, tales documentos: los decretos, los tratados, las cuentas de los arriendos, los libros azules, la correspondencia oficial, las cartas 13 Cambridge Modern History, i, 1902, 4. 4 y los diarios privados? No hay documento que pueda decirnos acerca de un particular más de lo que opinaba de él su autor, lo que opinaba que había acontecido, lo que en su opinión tenía que ocurrir u ocurriría, o acaso tan sólo lo que quería que los demás creyesen que él pensaba, o incluso solamente lo que él mismo creyó pensar. Todo esto no significa nada, hasta que el historiador se ha puesto a trabajar sobre ello y lo ha descifrado. Los datos, hayan sido encontrados en documentos o no, tienen que ser elaborados por el historiador antes de que él pueda hacer algún uso de ellos: y el uso que hace de ellos es precisamente un proceso de elaboración. Voy a ilustrar lo que trato de decir con un ejemplo que casualmente 3 conozco bien. Cuando Gustav Stresemann, el ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar, murió en 1929, dejó una masa ingente –300 cajas llenas– de documentos oficiales, semioficiales y privados, relativos casi todos a los seis años durante los cuales tuvo a su cargo la cartera de Asuntos Exteriores. Como es lógico, sus amigos 5 y familiares pensaron que la memoria de hombre tan insigne debía honrarse con un monumento. Su leal secretario Bernhard puso manos a la obra, y en un plazo de tres años salieron tres gruesos volúmenes, de unas 600 páginas cada uno, que contenían una selección de los documentos de las 300 cajas, y que llevaban el impresionante título de Stresemanns Vermächtnis («El legado de Stresemann»). En circunstancias normales, los documentos propiamente dichos habrían ido descomponiéndose en algún sótano o desván y se habrían perdido para siempre. O acaso, al cabo de un centenar de años o así, habría dado con ellos cierto investigador curioso y emprendido su comparación con el texto de Bernhard. Lo realmente ocurrido fue mucho más truculento. En 1945 los documentos cayeron en las manos de los gobiernos británico y norteamericano, quienes los fotografiaron todos y pusieron las fotocopias a disposición de los investigadores en el Public Record Office de Londres y en los National Archives de Washington, de forma que, con la suficiente curiosidad y paciencia, podemos ver con exactitud 6 lo hecho por Bernhard. Lo que había hecho no era ni insólito ni indignante. Cuando Stresemann murió, su política occidental parecía haber sido coronada por una serie de brillantes éxitos: Locarno, la admisión de Alemania en la Sociedad de Naciones, los planes Dawes y Young y los empréstitos norteamericanos, la retirada de los ejércitos aliados de ocupación del territorio del Rhin. Parecía ésta la parte importante a la vez que fructífera de la política exterior de Stresemann: y no es de extrañar que la selección documental de Bernhard destacase con mucho este aspecto. Por otra parte, la política oriental de Stresemann, sus relaciones con la Unión Soviética, parecían no haber llevado a ninguna parte, y como no eran muy interesantes ni engrandecían en nada la fama del estadista aquellos montones de documentos acerca de negociaciones que no dieron más que triviales resultados, el proceso de selección podía ser más riguroso. En realidad Stresemann dedicó atención mucho más constante y solícita a las relaciones con la Unión Soviética, que desempeñaron un papel mucho mayor en el conjunto de 7 su política extranjera, de lo que puede deducir el lector de la antología de Bernhard. Pero me temo que muchas colecciones publicadas de documentos, sobre las que se funda sin vacilaciones el historiador normal, son peores que los volúmenes de Bernhard. 4 Pero mi historia no termina aquí. Poco después de publicados los tomos de Bernhard, subió Hitler al poder. Se relegó al olvido en Alemania el nombre de Stresemann y los libros desaparecieron de la circulación: muchos ejemplares, quizá la mayoría, fueron destruidos. En la actualidad, el Stresemanns Vermächtnis es un libro más bien difícil de encontrar. Pero en Occidente, la fama de Stresemann se mantuvo firme. En 1935 un editor inglés publicó una traducción abreviada de la obra de Bernhard, una selección de la selección de Bernhard: se omitió aproximadamente la tercera parte del original. Sutton, conocido traductor del alemán, hizo su trabajo bien y de modo competente. La versión inglesa, explicaba en el prólogo, estaba «ligeramente condensada, pero solamente por la omisión de una parte de lo que –en su sentir– era lo más efímero… de 8 escaso interés para los lectores o estudiosos ingleses».14 Esto también es bastante natural. Pero el resultado es que la política oriental de Stresemann, ya insuficientemente destacada en la edición de Bernhard, se pierde aún más de vista, y en los volúmenes de Sutton la Unión Soviética aparece como un mero intruso ocasional, y más bien inoportuno, en la política predominantemente occidental de Stresemann. Sin embargo, conviene dejar sentado que es Sutton, y no Bernhard –y menos aún los documentos mismos–, quien representa para el mundo occidental, salvo unos cuantos especialistas, la auténtica voz de Stresemann. De haber desaparecido los documentos en 1945, durante los bombardeos, y de haberse perdido el rastro de los restantes volúmenes de Bernhard, nunca se hubieran puesto en tela de juicio la autenticidad y la autoridad de Sutton. Muchas colecciones impresas de documentos, aceptadas de buena gana por los historiadores a falta de los originales, descansan sobre una base tan precaria como ésta. 14 Gustav Stresemann, His Diaries, Letters and Papers, i, 1935. Nota de Sutton, a cuyo cargo corrió la selección. 9 Pero quiero llevar aún más lejos la historia. Olvidemos lo dicho 5 acerca de Bernhard y Sutton, y agradezcamos el poder, si lo deseamos, consultar los documentos auténticos de uno de los principales actores de algunos de los acontecimientos importantes de la historia europea reciente. ¿Qué nos dicen los documentos? Contienen entre otras cosas notas de unos cuantos centenares de conversaciones entre Stresemann y el embajador soviético en Berlín, y de una veintena con Chicherin. Tales notas tienen su rasgo en común. Presentan a un Stresemann que se llevaba la parte del león en las conversaciones, y revelan sus argumentos invariablemente ordenados y atractivos, en tanto que los de su interlocutor son las más de las veces vacíos, confusos y nada convincentes. Es ésta una característica común a todos los apuntes de conversaciones diplomáticas. Los documentos no nos dicen lo que ocurrió, sino tan sólo lo que Stresemann creyó que había ocurrido, o lo que deseaba que los demás pensaran, o acaso lo que él mismo quería creer que había ocurrido. El proceso seleccionador no lo empezaron 10 Bernhard ni Sutton, sino el mismo Stresemann. Y si tuviéramos, por ejemplo, los apuntes de Chicherin acerca de dichas conversaciones, nos quedaríamos sin embargo enterados tan sólo de lo que de ellas pensaba Chicherin, y lo que realmente ocurrió tendría igualmente que ser reconstruido en la mente del historiador. Claro que datos y documentos son esenciales para el historiador. Pero hay que guardarse de convertirlos en fetiches. Por sí solos no constituyen historia; no brindan por sí solos ninguna respuesta definitiva a la fatigosa pregunta de qué es la Historia. FICHA BIBLIOGRÁFICA CARR, E. H. (1961). ¿Qué es la historia? Capítulo I: «El historiador y los hechos», pp. 19-26. Barcelona: Editorial Ariel, 2017, primera edición en esta presentación. 224 págs. 11