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Sebastian Haffner Historia de un alemán Memorias (1914-1933) 1 Título original: Geschichte eines Deutschen. Die Erinnerungen 1914-1933 La publicación de este libro ha recibido una subvención del Goethe-Institut Internationes, Bonn © 2000 Sarah Haffner y Oliver Pretzel © 2000 Deu...

Sebastian Haffner Historia de un alemán Memorias (1914-1933) 1 Título original: Geschichte eines Deutschen. Die Erinnerungen 1914-1933 La publicación de este libro ha recibido una subvención del Goethe-Institut Internationes, Bonn © 2000 Sarah Haffner y Oliver Pretzel © 2000 Deutsche Verlags-Anstalt, Stuttgar/ München © Ediciones Destino, S. A. Provença, 260. 08008 Barcelona www.edestino.es © de la traducción, Belén Santana, 2001 Primera edición: noviembre 2001 Segunda edición: mayo 2002 Tercera edición: octubre 2003 ISBN: 84-233-3343-4 Depósito legal: M. 42.7542003 Impreso por Lavel Industria Gráfica, S. A. Gran Canaria, 12. 28970 Humanes de Madrid Impreso en España - Printed in Spain 2 Nota editorial Historia de un alemán, de Sebastian Haffner, es una obra póstuma que pertenece a la etapa juvenil de su autor. La redacción del texto puede fecharse a comienzos del año 1939. La obra fue traducida al inglés con el fin de ser publicada en Inglaterra; no obstante, el texto jamás llegó a editarse, ni en inglés ni en alemán. El fragmento que faltaba en la versión alemana pudo recuperarse gracias a una retraducción del inglés realizada por Oliver Pretzel (pp. 58-74). 3 Alemania en sí no es nada, pero cada alemán es mucho por sí mismo. (GOETHE, 1808) Primero lo más importante: «¿A qué se dedica usted realmente en esta gran época? Y digo: grande: pues todas las épocas me parecen grandes cuando cada uno, al fin y al cabo, apoyado tan sólo en sus propias piernas, y acosado casi hasta la muerte por el espíritu de su tiempo, ha de tomar conciencia, quiera o no, ¡nada menos que de Sí MISMO! La pausa de una simple inspiración es a veces suficiente, usted ya me entiende». (PETER GAN, 1935) 4 Prólogo 1 La historia que va a ser relatada a continuación versa sobre una especie de duelo. Se trata del duelo entre dos contrincantes muy desiguales: un Estado tremendamente poderoso, fuerte y despiadado, y un individuo particular pequeño, anónimo y desconocido. Este duelo no se desarrolla en el campo de lo que comúnmente se considera la política; el particular no es en modo alguno un político, ni mucho menos un conspirador o un «enemigo público». Está en todo momento claramente a la defensiva. No pretende más que salvaguardar aquello que, mal que bien, considera su propia personalidad, su propia vida y su honor personal. Todo ello es atacado sin cesar por el Estado en el que vive y con el que trata, a través de medios en extremo brutales, si bien algo torpes. Dicho Estado exige a este particular, bajo terribles amenazas, que renuncie a sus amigos, que abandone a sus novias, que deje a un lado sus convicciones y acepte otras preestablecidas, que salude de forma distinta a la que está acostumbrado, que coma y beba de forma distinta a la que le gusta, que dedique su tiempo libre a ocupaciones que detesta, que ponga su persona a disposición de aventuras que rechaza, que niegue su pasado y su propio yo y, en especial, que, al hacer todo ello, muestre continuamente un entusiasmo y agradecimiento máximos. El particular no quiere hacer nada de eso. Está poco preparado para afrontar el ataque del que es víctima, no ha nacido para ser un héroe, ni mucho menos un mártir. Él es, sencillamente, un hombre normal con muchas flaquezas, y además el producto de una época peligrosa. Así, decide aceptar el desafío; sin entusiasmo, más bien encogiéndose de hombros, pero con la callada determinación de no ceder. Claro que es mucho más débil que su adversario, pero, naturalmente, también es mucho más ágil. Veremos cómo hace maniobras de distracción, esquiva los ataques, de repente vuelve al asalto, cómo se equilibra y para mandobles por un pelo. Habrá que reconocer que, en conjunto, para tratarse de una persona normal y corriente, sin rasgos especialmente heroicos ni propios de un mártir, este hombre se comporta de un modo muy valeroso. No obstante, veremos cómo al final ha de interrumpir la lucha o, dicho de otro modo, cómo ha de llevarla a un plano distinto. El Estado es el Reich, el particular soy yo. El combate que mantenemos puede resultar interesante, como cualquier combate (¡espero que sea interesante!). Pero no lo cuento sólo como mero entretenimiento. Mi intención es otra, y la considero mucho más importante. Mi duelo privado contra el Tercer Reich no es un suceso aislado. Este tipo de enfrentamientos en los que un particular trata de defender su yo y su honor personales contra un Estado enemigo extremadamente poderoso han venido librándose en Alemania a razón de miles y cientos de miles desde hace seis años; todos y cada uno de ellos en medio de un aislamiento absoluto y desconocidos por la opinión pública. Algunos duelistas de naturaleza heroica o mártir han llegado más lejos que yo: hasta el campo de concentración, hasta el bloque de barracones o bien hasta quedar a la espera de ser convertidos en un monumento futuro. Otros cayeron mucho antes y en la actualidad llevan tiempo siendo gruñones oficiales de las SA en la reserva o jefes de bloque del Servicio de Asistencia Social Nacionalsocialista 5 (NSV). Puede que mi caso sea particularmente representativo. Además, sirve para comprender cuáles son las perspectivas que tienen los alemanes hoy en día. Se verá que su situación es bastante desesperanzadora. Podría no serlo tanto si el entorno así lo quisiera. Considero que éste tiene interés en desear que la situación sea menos desesperanzadora, de forma que pudiera ahorrarse no ya una guerra -para eso es demasiado tarde-, pero sí algunos años de combate, pues los alemanes de buena voluntad que pretenden defender su paz y libertad personales están defendiendo a la vez, sin saberlo, algo más: la paz y la libertad mundiales. Por esta razón sigo creyendo que merece la pena el esfuerzo de dirigir la atención del mundo hacia los acontecimientos que están sucediendo en una Alemania desconocida. Con este libro sólo pretendo contar una historia, no predicar ninguna moral. Sin embargo, la obra tiene una moraleja, la cual, lo mismo que ese «otro tema más importante» de las variaciones Enigma de Elgar, «se repite a lo largo de toda la obra»: en silencio. No tengo nada en contra de que, tras la lectura, se olviden rápidamente todas las aventuras y peripecias relatadas, pero me quedaría muy satisfecho si la moraleja que silencio no cayera en el olvido. 2 Antes de que el Estado totalitario se dirigiera a mí con exigencias y amenazas y me enseñara lo que significa vivir la historia en carne propia, yo ya había sido partícipe de una buena cantidad de eso que se denomina «acontecimientos históricos». Todos los europeos de generaciones contemporáneas pueden afirmar lo mismo y, ciertamente, nadie con más razón que los alemanes. Es evidente que todos esos acontecimientos históricos han dejado su huella tanto en mí como en mis compatriotas, y no es posible comprender lo que pudo suceder después sin entender esta circunstancia. Sin embargo, existe una diferencia importante entre todo lo que ocurrió antes de 1933 y lo que vino después: todo lo anterior pasó de largo, por encima de nosotros; nos preocupamos y nos exaltamos por ello y fue la causa de que alguno que otro muriera o cayera en la pobreza, pero nadie tuvo que tomar decisiones últimas que apelaran a su conciencia. El espacio vital más íntimo permaneció intacto. Se vivieron experiencias, se llegó a distintos convencimientos, pero cada uno continuó siendo lo que era. Ninguno de los que, bien de forma voluntaria u oponiendo resistencia, cayó presa de la maquinaria del Tercer Reich puede decir lo mismo con sinceridad. Es obvio que los sucesos históricos tienen distintos grados de intensidad. Un «acontecimiento histórico» puede pasar casi inadvertido en la realidad más próxima, es decir, en la vida más auténtica y privada de cada persona, o bien puede causar en ella estragos que no dejen piedra sobre piedra. Esto no se detecta en el relato normal de la historia. «1890: Guillermo II destituye a Bismarck.» Sin duda alguna se trata de una fecha clave, escrita en mayúsculas dentro de la historia alemana. Sin embargo, difícilmente será una fecha importante en la biografía de un alemán cualquiera, excepto en la de los miembros del pequeño círculo de implicados. Todas las vidas continuaron como hasta entonces. Ninguna familia fue separada, ninguna amistad se malogró, nadie tuvo que abandonar su tierra natal ni ocurrió nada similar. Ni siquiera se canceló una cita ni la representación de una ópera. Quien sufría de mal de amores, siguió padeciéndolo, quien estaba felizmente enamorado, continuó 6 estándolo, los pobres siguieron siendo pobres y los ricos, ricos... Y ahora comparemos esto con la fecha «1933: Hindenburg nombra canciller a Hitler». Un terremoto acababa de comenzar en la vida de sesenta y seis millones de personas. Como he dicho antes, el relato científico-pragmático de la historia no dice nada acerca de esta diferencia de intensidad en los sucesos históricos. Quien desee saber algo al respecto ha de leer biografías, y no precisamente las de los hombres de Estado, sino las de individuos desconocidos, mucho más escasas. En ellas comprobará cómo un «acontecimiento histórico» pasa de largo ante la vida privada, es decir, la verdadera, como una nube sobre un lago; nada se inmuta, sólo se refleja una imagen fugaz. El otro tipo de acontecimiento hace saltar las aguas como un temporal acompañado de tormenta; apenas es posible reconocer el lago. El tercer acontecimiento tal vez consista en la desecación de todos los lagos. Creo que la historia se interpreta mal si se olvida esta dimensión (lo cual ocurre casi siempre). Por lo tanto, permítanme contar veinte años de historia alemana desde mi perspectiva, por puro placer, antes de llegar al tema propiamente dicho: la historia de Alemania como parte de la historia de mi vida privada. Este relato será muy rápido y facilitará la comprensión de todo lo que viene después. Además, así podremos conocernos un poco mejor. 3 El estallido de la pasada Guerra Mundial, con el que la etapa consciente de mi vida comenzó de golpe y porrazo, me pilló como a la mayoría de europeos: en plenas vacaciones de verano. Lo diré de entrada: la frustración de estas vacaciones fue la peor consecuencia que toda la guerra pudo tener en mi persona. ¡Cuán benigno fue el estallido repentino de la guerra anterior en comparación con el acercamiento lento y martirizador de la que se avecina! Aquel primero de agosto de 1914 acabábamos de decidir no tomarnos en serio todo aquello y quedarnos disfrutando del veraneo. Estábamos en una finca muy recóndita, situada en Pomerania Ulterior, entre bosques que yo, un pequeño escolar, conocía y amaba como ninguna otra cosa en el mundo. El regreso desde aquellos bosques a la ciudad, todos los años a mediados de agosto, era para mí el acontecimiento más triste e insoportable del año, sólo comparable al saqueo y la quema del árbol de Navidad tras la fiesta de Año Nuevo. El primero de agosto todavía faltaban dos semanas para la vuelta: toda una eternidad. Claro que durante los días previos habían sucedido cosas inquietantes. El periódico traía algo inexistente hasta entonces: titulares. Mi padre lo leía durante más tiempo que de costumbre; al hacerlo, mostraba un semblante preocupado e insultaba a los austríacos cuando terminaba de leer. En una ocasión el titular decía: «¡Guerra!». Yo oía constantemente palabras nuevas cuyo significado desconocía y pedía que me explicaran con un montón de rodeos: «ultimátum», «movilización», «alianza», «entente». Un mayor que vivía en la misma finca y con cuyas dos hijas yo estaba en pie de guerra recibió de pronto un «mandato», otra de esas palabras nuevas, y partió aprisa y corriendo. También uno de los hijos de nuestro hostelero fue llamado a filas. Todos corrieron unos metros tras el carruaje de caza que le conducía a la estación y gritaron: «¡Sé valiente!», «¡Cuídate!», «¡Vuelve pronto!». Uno exclamó: «¡Machaca a los serbios!», ante lo cual yo, pensando en lo que mi padre solía manifestar tras leer el periódico, grité: «¡Y a los austríacos!». Me quedé muy sorprendido al ver que todos se echaron a reír. 7 Más impresionado que entonces estuve al oír que también los caballos más hermosos de la finca, Hanns y Wachtel, debían marcharse, pues pertenecían a la «reserva de Caballería» (¡qué cantidad de explicaciones necesitadas a su vez de explicación!). Yo amaba a cada uno de los caballos y el hecho de que los dos más hermosos tuvieran que desaparecer de pronto fue como si me clavaran un puñal en el corazón. Sin embargo, lo peor de todo era que, en mitad de las conversaciones, la palabra «regreso» surgía una y otra vez. «Tal vez debamos regresar ya mañana.» Para mí esto sonaba igual que si hubieran dicho: «Tal vez debamos morir ya mañana». ¡Mañana en vez de la eternidad de dos semanas! Es sabido que por aquel entonces no existía la radio aún y el periódico llegaba a nuestros bosques con veinticuatro horas de retraso. Además traía mucha menos información de la que suele venir hoy en los diarios. Los diplomáticos de entonces eran mucho más discretos que los de ahora... Y así fue posible que justo el primero de agosto de 1914 decidiéramos que la guerra no iba a tener lugar y que nos quedaríamos allí donde estábamos. Jamás olvidaré aquel primero de agosto de 1914, y el recuerdo de ese día siempre me provocará una profunda sensación de tranquilidad, de tensión aliviada, de «todo irá bien». Así de extraña puede resultar la «experiencia de la historia». Fue un sábado, con toda la maravillosa placidez propia de un sábado en el campo. La jornada de trabajo había concluido, en el aire sonaba el repiqueteo de los rebaños que regresaban a casa, el orden y el silencio se extendían por toda la finca, los mozos y las criadas se aseaban en sus cuartos para ir a divertirse a algún baile vespertino. Pero abajo, en la sala de las cornamentas de ciervos que colgaban de las paredes y los utensilios de estaño y platos de loza pulida colocados sobre los estantes, encontré a mi padre y al dueño de la finca, nuestro hostelero, que, sentados en butacas bajas, mantenían una conversación juiciosa en la que valoraban con mesura la situación. Es evidente que no comprendí mucho de lo que dijeron y además lo he olvidado por completo. Lo que no he olvidado es lo tranquilas y reconfortantes que sonaban sus voces: la de mi padre, más aguda, y el bajo grave del dueño; la confianza que inspiraba el humo oloroso de los puros que fumaban con lentitud y que ascendía en el aire formando pequeñas columnas delante de ellos y cómo, cuanto más hablaban, más claro, mejor y más calmado se volvía todo. Sí, finalmente, la conclusión de que no podíamos estar en guerra resultó casi irrebatible y, por tanto, no nos dejaríamos intimidar, sino que permaneceríamos allí hasta que terminaran las vacaciones, como siempre. Cuando hube escuchado esto salí con el corazón henchido de alivio, alegría y gratitud y, casi con devoción, contemplé la puesta de sol sobre los bosques, que entonces volvieron a pertenecerme. El día había estado nublado, pero cerca del atardecer había ido clareando cada vez más y entonces el sol, dorado y rojizo, surcaba el azul más puro, anunciando la llegada de un nuevo día despejado. ¡Estaba seguro de que igual de claros serían los eternos catorce días de vacaciones que volvía a tener por delante! Cuando me despertaron al día siguiente, el equipaje se iba haciendo a marchas forzadas. Al principio no entendí absolutamente nada de lo ocurrido; la palabra «movilización» no me decía nada, a pesar de que habían intentado explicármela unos días antes. Pero había poco tiempo para cualquier explicación, pues ya a mediodía debíamos liar los bártulos; no era seguro que hubiese algún tren disponible más tarde. «Hoy va todo al cero coma cinco», dijo nuestra eficiente criada; un dicho cuyo auténtico significado sigo sin tener claro, pero en todo caso 8 aludía a que todo estaba patas arriba y cada cual tendría que arreglárselas solo. Así, fue posible que me escapara sin que se dieran cuenta y corriera hacia los bosques, donde me encontraron cuando casi era demasiado tarde para partir, sentado sobre un tocón, con la cabeza entre las manos, llorando desconsolado y sin la menor muestra de comprensión ante el argumento consolador de que estábamos en guerra y de que todos teníamos que hacer un sacrificio. Me metieron en el coche como pudieron y, tirados por dos caballos castaños al trote -que no eran Hanns ni Wachtel, pues ya se habían ido-, nos pusimos en marcha dejando atrás unas nubes de polvo que lo cubrían todo. Nunca he vuelto a ver los bosques de mi infancia. Aquélla fue la primera y última vez que viví una parte de la guerra como algo real, con el dolor natural que siente una persona a la que le arrebatan algo que luego es destruido. Ya durante el camino de vuelta todo empezó a cambiar, volviéndose más emocionante, más arriesgado... más festivo. El viaje en tren no duró siete horas, como siempre, sino doce. Hubo paradas continuas, nos cruzamos con trenes llenos de soldados y cada vez que pasaba uno, todos se precipitaban hacia las ventanillas con saludos y gritos estrepitosos. No tuvimos un compartimento para nosotros solos, como solía ser habitual cuando viajábamos, sino que íbamos en los pasillos de pie o sentados sobre nuestras maletas, apretujados entre mucha gente que cotorreaba y hablaba sin parar, como si no fueran extraños, sino viejos conocidos. De lo que más hablaban era de espías. En aquel viaje lo aprendí todo sobre el arriesgado oficio de los espías, de quienes no había oído hablar jamás. Cruzamos todos los puentes muy despacio y, al atravesar cada uno de ellos, yo sentía un escalofrío agradable: ¡pudiera ser que un espía hubiese puesto una bomba debajo del puente! Era medianoche cuando llegamos a Berlín. ¡Nunca me había quedado despierto hasta tan tarde! La casa no estaba en modo alguno preparada para nuestro regreso, los muebles estaban cubiertos con sábanas, las camas sin hacer. Me prepararon un lecho sobre el sofá del despacho de mi padre, que despedía un aroma a tabaco. No cabía duda: la guerra también tenía sus ventajas. Durante los días siguientes aprendí muchísimo en poquísimo tiempo. Un niño de siete años como yo, que hasta hacía poco apenas sabía lo que era una guerra, ni mucho menos un «ultimátum», una «movilización» ni una «reserva de Caballería», supo enseguida no sólo el qué, cómo y dónde de la guerra, sino incluso el porqué: supe que la culpa la tenían el ansia revanchista de Francia, el afán de protagonismo de Inglaterra y la brutalidad de Rusia, y muy pronto fui capaz de pronunciar todas estas palabras de forma habitual. Un día simplemente empecé a leer el periódico y me maravilló la increíble facilidad con la que se podía entender. Pedí que me enseñaran el mapa de Europa, con sólo un vistazo supe que «nosotros» probablemente acabaríamos con Francia e Inglaterra, pero experimenté un sordo sobresalto al ver el tamaño de Rusia, si bien acepté el consuelo de que los rusos compensaban su aterrador número con una estupidez y depravación increíbles, así como con su continua afición a beber vodka. Me aprendí -ya digo que tan rápido como si lo hubiese sabido siempre- los nombres de los mandos, la dotación de los ejércitos y los armamentos con un afán inocente y sin el menor ápice de duda o conflicto, como efecto de la extraña habilidad que tiene mi país para crear psicosis colectivas (una habilidad que tal vez compense el escaso talento que poseen sus habitantes para alcanzar la felicidad individual). No tenía ni idea de que fuera posible mantenerse al margen de aquella locura festiva generalizada. Ni de lejos se me pasó por la cabeza la idea de que pudiera haber algo de malo o peligroso en una cosa que causaba una felicidad tan obvia y regalaba aquellos estados de alegre 9 embriaguez tan poco frecuentes. El caso es que, por aquel entonces, para un niño que viviese en Berlín una guerra era, evidentemente, algo en extremo irreal: tan irreal como un juego. No había ataques aéreos ni bombas. Había heridos, pero sólo a distancia, con vendajes pintorescos. Teníamos a familiares en el frente, eso es cierto, y de cuando en cuando llegaba alguna esquela, pero para eso yo aún era un niño que se acostumbraba rápidamente a una ausencia, y el hecho de que ésta un día se volviese definitiva era ya indiferente. Lo que era realmente duro y sensiblemente desagradable no contaba demasiado. ¿Que la comida estaba mala?, pues bueno. Más adelante también fue escasa; suelas de madera que tableteaban contra los zapatos, trajes vueltos del revés, colecciones de huesos y pipas de cereza en la escuela y, curiosamente, enfermedades habituales. Sin embargo, he de confesar que todo aquello no me causaba gran impresión. No es que me comportase como «un pequeño gran héroe», sino que no sufría especialmente. Pensaba en la comida tan poco como un aficionado al fútbol durante la final de copa. El parte militar me interesaba mucho más que el menú. La comparación con un aficionado al fútbol llega muy lejos. De niño fui de hecho un entusiasta de la guerra, del mismo modo que es posible ser un entusiasta del fútbol. Daría una imagen de mí mismo peor que la real si afirmara que, en efecto, fui víctima de la auténtica propaganda de odio que durante los años 1915 a 1918 iba a intensificar el débil entusiasmo de los primeros meses. Yo no odiaba a los franceses, ingleses ni rusos, del mismo modo que los seguidores del Portsmouth no «odian» a los del Wolverhampton. Naturalmente que deseaba que fueran derrotados y humillados, pero era sólo porque representaban la otra cara inevitable de la victoria y el triunfo de mi equipo. Lo importante era la fascinación que ejercía el juego de la guerra: un juego en el que, según reglas secretas, el número de prisioneros, los territorios invadidos, las fortalezas conquistadas y los barcos hundidos desempeñaban aproximadamente el mismo papel que los goles en el fútbol o los «puntos» en el boxeo. No me cansaba de organizar interiormente tablas de clasificación. Era un ávido lector de los partes de guerra, que «contabilizaba» según reglas también muy secretas, irracionales, en virtud de las cuales, por ejemplo, diez prisioneros rusos equivalían a uno francés o inglés, o cincuenta aviones a un acorazado. Si hubiera habido estadísticas de las víctimas, seguro que habría «contabilizado» sin reparo también los muertos, sin imaginarme cómo sería en realidad aquello con lo que estaba operando. Era un juego oscuro, secreto, que poseía un encanto infinito y vicioso que extinguía todo lo demás, anulaba la vida real y tenía un efecto narcótico como la ruleta o el opio. Mis amigos y yo jugamos a lo largo de toda la guerra, durante cuatro años, impune y libremente, y fue este juego y no los «juegos de guerra» inofensivos que practicábamos al mismo tiempo en la calle y en el parque lo que dejó marcas peligrosas en todos nosotros. 4 Tal vez haya quien opine que no merece la pena describir con tanto detalle las reacciones de un niño ante una Guerra Mundial, obviamente inadecuadas. Bien es verdad que no merecería la pena si se tratara de un caso aislado, pero no era un caso aislado. Toda una generación de alemanes vivió la guerra durante su infancia o juventud temprana así o de forma similar y, además, resulta significativo que se trate de la generación que hoy está preparándose para repetir lo mismo. 10 El hecho de que los que vivieron este acontecimiento fuesen niños o jovencitos en modo alguno rebaja la intensidad ni la repercusión de lo ocurrido, ¡todo lo contrario! El alma colectiva y el alma infantil reaccionan de forma muy parecida. Los conceptos con los que se alimenta y se moviliza a las masas nunca serán lo suficientemente infantiles. Para que las verdaderas ideas se conviertan en fuerzas históricas capaces de influir a las masas en general se han de simplificar primero hasta el punto de que las pueda comprender un niño. Y un desvarío infantil, concebido en las mentes de diez generaciones de niños y anclado en ellas durante cuatro años, puede muy bien reflejarse veinte años después en la política a gran escala como «ideología» mortalmente seria. La guerra como un gran juego entre naciones, excitante y entusiasta, que depara mayor diversión y emociones más intensas que todo lo que pueda ofrecer un período de paz: ésa fue la experiencia diaria de diez generaciones de niños alemanes entre 1914 y 1918, y se convirtió en la postura fundamental y positiva del nazismo. De ahí su fuerza de atracción, su simpleza, su incitación a la fantasía y al afán emprendedor, y también de dicha postura deriva la intolerancia y crueldad frente al adversario político en el ámbito nacional, pues quien no desea participar de ese juego, ni siquiera es reconocido como «adversario», sino que simplemente es considerado un aguafiestas. Por último, de dicha postura toma el nazismo su actitud abiertamente bélica frente al país vecino, pues a su vez ningún otro Estado es reconocido como «vecino», sino que, lo quiera o no, ha de ser un adversario; ¡de lo contrario no habría con quien jugar! Más adelante hubo muchos factores que contribuyeron al nazismo y modificaron su esencia. Sin embargo, éste no radica en la «experiencia del frente», sino en la experiencia de la guerra vivida por los niños alemanes. De toda la generación que estuvo en el frente han salido pocos nazis auténticos y lo que ésta genera aún hoy son principalmente «quejicas y criticones», y con toda razón, pues quien ha vivido la guerra como una realidad suele juzgarla de otra forma (salvo algunas excepciones: los eternos combatientes, quienes a pesar de todos los horrores encontraron en la realidad de la guerra su forma de vida y siguen haciéndolo aún hoy, y las eternas «existencias fracasadas», aquellos que precisamente vivieron y viven el terror y la destrucción causados por la guerra con júbilo, como una especie de venganza contra una vida que les viene grande. Al primer tipo responde tal vez Göring, al segundo desde luego Hitler). Pero la auténtica generación del nazismo son los nacidos en la década que va de 1900 a 1910, quienes, totalmente al margen de la realidad del acontecimiento, vivieron la guerra como un gran juego. ¡Totalmente al margen! Cabrá objetar que, al fin y al cabo, pasaron hambre. Eso es cierto, pero ya he contado cuán poco afectaba el hambre al juego. Tal vez incluso lo beneficiase. Las personas satisfechas y bien alimentadas no suelen ser dadas a tener visiones de futuro y fantasías... en cualquier caso: el hambre sola no desilusionaba. Digamos que se digería. Lo que ha quedado de todo aquello son incluso ciertas defensas contra la malnutrición, tal vez uno de los rasgos más agradables de dicha generación. Muy pronto nos acostumbramos a salir adelante con un mínimo de comida. La mayoría de los alemanes que todavía viven hoy recibió una alimentación de calidad inferior a la media en tres ocasiones: la primera durante la guerra, la segunda durante el período de la gran inflación y la tercera hoy, bajo el lema «cañones en lugar de mantequilla». En este sentido digamos que están entrenados y que no plantean grandes exigencias. 11 1923 Aquel año, el lector de periódicos tuvo la oportunidad de volver a practicar una variedad más del emocionante juego numérico que había tenido lugar durante la guerra, cuando las cifras de prisioneros y la cuantía del botín habían dominado los titulares. En esta ocasión las cantidades no se referían a acontecimientos bélicos, a pesar de que el año hubiese comenzado con un ánimo muy guerrero, sino a una cuestión bursátil rutinaria, hasta entonces carente de todo interés: la cotización del dólar. Las oscilaciones del valor del dólar eran el barómetro que permitía calcular la caída del marco con una mezcla de miedo y excitación. Además se podía observar otra reacción: cuanto más subía el dólar, más aventurados eran nuestros vuelos hacia el reino de la fantasía. La devaluación del marco no era nada nuevo en realidad. Ya en 1920, el primer cigarrillo que fumé a escondidas me costó cincuenta pfennige. Hasta finales de 1922, los precios habían ido aumentando poco a poco hasta alcanzar un valor entre diez y cien veces superior al nivel de los precios anteriores a la guerra y el dólar cotizaba a quinientos marcos aproximadamente. No obstante, todo esto fue produciéndose de forma paulatina; los salarios, los sueldos y los precios en general habían ido creciendo regularmente. Resultaba algo incómodo tener que calcular con cifras tan elevadas, pero por lo demás no era nada fuera de lo habitual. Muchos seguían hablando del «aumento de precios», pero había cosas más emocionantes. Entonces el marco enloqueció. Ya poco después de la Guerra del Ruhr la cotización del dólar se disparó hasta alcanzar los veinte mil marcos, luego se mantuvo durante un tiempo, ascendió a cuarenta mil, vaciló unos momentos y después empezó a repetir la cantinela de los diez mil y los cien mil a trompicones, con pequeñas oscilaciones periódicas. Nadie supo qué había sucedido exactamente. Seguíamos aquel proceso frotándonos los ojos, como si se tratara de un fenómeno extraordinario de la naturaleza. El dólar se convirtió en el tema del día y, de repente, miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta de que aquel acontecimiento había destruido nuestra vida diaria. Todos los que tenían una cuenta de ahorro, una hipoteca o cualquier otro tipo de inversión vieron cómo éstas desaparecían de la noche a la mañana. Pronto dejó de importar si se trataba de una calderilla ahorrada o de un gran capital. Todo se esfumó. Muchos optaron rápidamente por otras inversiones para después darse cuenta de que aquello no conducía a nada. Enseguida estuvo claro que había ocurrido algo que echaba a perder el capital de todos y les hacía dirigir sus pensamientos hacia cosas mucho más urgentes. El coste de la vida había comenzado a dispararse, pues los comerciantes le pisaban los talones al dólar. Medio kilo de patatas, que el día anterior costaba todavía cincuenta mil marcos, al día siguiente valía ya cien mil; un sueldo de sesenta y cinco mil marcos traído a casa un viernes el martes siguiente no llegaba para comprar un paquete de cigarrillos. ¿Qué iba a ocurrir? La gente pronto encontró una isla donde ponerse a salvo: las acciones. Era la única forma de inversión que de algún modo podía aguantar aquella velocidad. No de forma regular ni todas en la misma medida, pero más o menos lograban mantener el ritmo. Así que uno iba y compraba acciones. Cualquier pequeño funcionario, cualquier empleado, cualquier trabajador por turnos se convirtió en accionista. Las compras diarias se sufragaban vendiendo acciones. Los días de cobro se producía un asalto generalizado de los bancos y las cotizaciones salían disparadas como cohetes hacia el cielo. La banca nadaba en la abundancia. Los bancos nuevos y desconocidos crecían como setas y hacían negocio rápidamente. La población entera devoraba el informe bursátil a diario. A veces 28 algunas acciones caían y con ellas miles de personas se precipitaban hacia el abismo dando gritos. En cualquier tienda, fábrica o escuela se susurraban consejos para hacer buenas inversiones. Quienes peor lo pasaron fueron los viejos y los que vivían alejados de la realidad. Muchos fueron arrastrados a la mendicidad, otros tantos al suicidio. A los jóvenes y a los más espabilados les fue bien. De la noche a la mañana se vieron libres, ricos e independientes. Era una situación en la que la inercia y la confianza en las experiencias vividas se castigaban con el hambre y la muerte, mientras que la acción por impulso y una rápida capacidad de respuesta ante una situación novedosa eran recompensadas súbitamente con una riqueza increíble. Fue entonces cuando surgió la figura del director de banco de veintiún años, lo mismo que la del alumno de último curso que se atenía a los consejos bursátiles que recibía de sus amigos, algo mayores que él. Éste llevaba corbatas estilo Oscar Wilde, organizaba fiestas con champán y mantenía a su desconcertado progenitor. Entre tanto sufrimiento, desesperación y pobreza extrema fue desarrollándose un culto a la juventud apasionado y febril, una avidez y un espíritu carnavalesco generalizado. De repente fueron los jóvenes y no los viejos quienes tenían dinero; es más, éste había mudado su naturaleza de manera tal que sólo conservaba su valor por espacio de unas pocas horas, se gastaba como jamás se había hecho antes ni se ha hecho desde entonces y se dedicaba a cosas distintas a las que suelen adquirir los viejos. De pronto surgieron innumerables bares y clubes nocturnos. Las parejas jóvenes recorrían presurosas las calles de las zonas de ocio, como si se tratara de una película sobre la flor y nata de la sociedad. Todos se dedicaban al amor por doquier, con prisa y muchas ganas. Incluso el amor había adquirido un carácter inflacionista. Había que aprovechar la oportunidad, la masa tenía que ofrecerla. El «nuevo realismo» amoroso fue descubierto. Se produjo un estallido de ligereza despreocupada, bulliciosa y alegre. Resultó característico que los amoríos se asemejaran a una carrera en extremo veloz y sin rodeos. Los chicos que aprendieron a amar en aquellos días se saltaron el romanticismo y recibieron al cinismo con los brazos abiertos. Los de mi edad y yo no pertenecíamos a ese grupo. Con quince o dieciséis todavía éramos dos o tres años demasiado jóvenes. Más adelante, cuando tuvimos que representar el papel de amantes con veinte marcos de paga aproximadamente, envidiamos en secreto a los mayores que, por entonces, habían tenido su oportunidad. Nosotros nos habíamos limitado a echar una mirada fugaz a través del ojo de la cerradura, lo justo para retener por siempre en la nariz el aroma de la época: la posibilidad de asistir a una fiesta en la que se iban a cometer locuras; aquel dejarse ir precoz y cansado junto con una ligera resaca provocada por demasiados cócteles; todas las historias de los mayores, cuyos rostros delataban singularmente sus noches libertinas; el beso repentino y delicioso de una chica maquillada con atrevimiento. Pero había otra cara de la moneda. Los mendigos se acumularon de golpe, al igual que las noticias sobre suicidios que salían en los periódicos y los carteles de «Se busca por robo» pegados por la policía en las columnas de anuncios, pues los robos y hurtos tenían lugar por todas partes a gran escala. Una vez vi a una mujer mayor -tal vez debería decir a una señora mayor- sentada en un banco del parque en una postura extrañamente rígida. Junto a ella se había congregado un pequeño grupo de gente. «Muerta», dijo uno; «muerta de hambre», afirmó otro. Aquello no me sorprendió especialmente. En casa también pasábamos hambre de vez en cuando. 29 Sí, mi padre fue uno de los que no entendió o no quiso entender los tiempos que corrían, del mismo modo que, anteriormente, se había negado a comprender el significado de la guerra. Él se atrincheró tras el lema: «Un funcionario prusiano no especula» y no compró ninguna acción. Entonces aquello me pareció un ejemplo extraordinario de cerrazón mental que no iba muy acorde con su carácter, pues era uno de los hombres más inteligentes que he conocido. Hoy le entiendo mejor. Remontándome en el tiempo soy capaz de comprender e incluso compartir algo de la repugnancia con la que mi padre rechazaba «esa barbaridad», así como la impaciente aversión oculta tras la obviedad de que no puede ser posible lo que no debe ser posible. Desafortunadamente, el resultado práctico de estos principios tan, elevados degeneraba a veces en una comedia bufa, que podría haberse convertido en tragedia si mi madre no se hubiese adaptado a la situación a su manera. Así transcurría la vida familiar de un alto funcionario prusiano: el día 31 o el primero de mes mi padre recibía su sueldo, que representaba todo nuestro sustento; hacía tiempo que los bienes depositados en el banco y los certificados de ahorro habían perdido su validez. Era difícil estimar el valor del dinero percibido, ya que éste fluctuaba de mes a mes; puede que en un momento dado cien millones representasen una suma considerable y que, poco más tarde, quinientos millones fuesen calderilla. En cualquier caso, mi padre trataba de comprar cuanto antes un abono mensual de metro, de forma que al menos el mes siguiente pudiese ir al trabajo y volver a casa, aunque este medio de transporte supusiese un rodeo y una pérdida de tiempo considerables. Después se extendían cheques por valor del alquiler y la cuota del colegio y, por la tarde, todos íbamos a la peluquería. Lo que sobraba se le entregaba a mi madre y al día siguiente toda la familia, incluida la criada y a excepción de mi padre, se levantaba a las cuatro o cinco de la mañana y tomaba un taxi con destino al mercado al por mayor. Allí se organizaba una gran compra y, al cabo de una hora, el sueldo mensual de un alto funcionario administrativo se había gastado en alimentos imperecederos. Cargábamos en un taxi quesos enormes, jamones enteros, patatas en sacos de cincuenta kilos. Si no había espacio suficiente, la criada, acompañada por uno de nosotros, se encargaba de conseguir una carretilla. A eso de las ocho, aún antes de que empezara el colegio, regresábamos a casa con provisiones para resistir aproximadamente un mes. Y aquello era todo. Durante ese mes no había más dinero. Un amable panadero repartía el pan al fiado. Por lo demás vivíamos de patatas, ahumados, latas y sopa en cubitos. En ocasiones llegaba por sorpresa algún pago atrasado, pero era más que probable que durante un mes fuésemos tan pobres como el más pobre de todos los pobres, sin estar siquiera en disposición de pagar un billete sencillo de tranvía ni un periódico. No sé qué habría pasado si nos hubiese sobrevenido cualquier cosa, una enfermedad grave u otra desgracia. Para mis padres aquélla tuvo que ser una época mala y difícil. A mí me resultaba extraña más que desagradable. El hecho de que para ir a trabajar mi padre tuviera que dar un rodeo muy incómodo lo mantenía fuera de casa la mayor parte del día, lo cual me proporcionaba muchas horas de libertad absoluta y no vigilada. Ya no tenía paga, pero los compañeros de colegio mayores que yo eran literalmente ricos, y no constituía ningún robo dejarse invitar a sus locas fiestas. Logré mantener cierta actitud indiferente respecto a la pobreza que sufríamos en casa y a la riqueza de mis amigos. Ni lamentaba lo uno ni envidiaba lo otro, sino que ambas circunstancias me parecían curiosas y extrañas. De hecho, por entonces sólo una parte de mí vivía el presente, por muy excitante que éste fuera. Mucho más emocionante era el mundo en el que me sumergí, el de los libros, que habían 30 desintegrándose de forma casi perceptible y el Reich se desmoronaba, pero para nosotros aquello sólo representaba un escenario ante el cual podíamos reflexionar en profundidad sobre, digamos, la esencia del genio y su compatibilidad con la flaqueza moral y la decadencia. Y vaya escenario: imprevisible... e inolvidable. En agosto el dólar alcanzó el millón de marcos. Lo leímos con la respiración ligeramente entrecortada, como si se tratara de la publicación de un increíble récord. Dos semanas más tarde ya tendíamos a tomárnoslo a broma, pues, tal y como si hubiese acumulado nuevas energías tras alcanzar la cota del millón, el dólar multiplicó su velocidad de ascenso por diez y su valor comenzó a aumentar rápidamente en unidades de cientos y luego de miles de millones. En septiembre el millón no tuvo ya prácticamente ningún valor y el millardo se convirtió en la unidad de pago. A finales de octubre fue el billón. Entretanto se produjo un suceso terrible. El Reichsbank dejó de imprimir billetes. Al ser presentados ante los bancos, algunos de sus billetes -¿de diez, de cien millones?- no habían podido seguir el ritmo de los acontecimientos. El dólar y la evolución generalizada de los precios se les habían adelantado. No había nada que pudiera servir de moneda con la que cubrir las necesidades básicas. Durante unos días el comercio se paralizó y la gente de los barrios más pobres, despojada de todo medio de pago, se sirvió de sus puños y saqueó las tiendas de comestibles. Una vez más, el ambiente se había vuelto revolucionario. A mediados de agosto el Gobierno cayó bajo la presión de salvajes revueltas callejeras. Poco después se suspendió la Guerra del Ruhr. No pensábamos en ella en absoluto. ¡Cuánto tiempo había pasado desde que la ocupación de la región del Ruhr nos hiciera jurar que éramos un solo pueblo hermanado! En lugar de eso, ahora aguardábamos la caída del Estado, es más, la disolución del Reich o cualquier acontecimiento político tremebundo que se correspondiera con lo que estaba sucediendo en nuestra vida privada. Jamás habían circulado tantos rumores: Renania había abandonado, Baviera también, el káiser había vuelto, los franceses nos habían invadido. Las «agrupaciones» políticas tanto de izquierdas como de derechas que habían estado vegetando durante años reanudaron de pronto su actividad febril. Realizaban prácticas de tiro en los bosques situados alrededor de Berlín; se filtraban rumores acerca de un «ejército del Reich en la sombra» y se oía hablar mucho de «ese día». Resultaba difícil distinguir lo posible de lo imposible. De hecho, durante unos días existió una República Renana. Por espacio de algunas semanas Sajonia tuvo un régimen comunista, ante el cual el Gobierno del Reich reaccionó enviando al ejército. Y un buen día el periódico publicó la noticia de que las tropas de Küstrin habían emprendido una «marcha sobre Berlín». En aquella época se propagó una frase hecha que decía: «Los traidores serán juzgados por un tribunal secreto». Y en las columnas de anuncios, junto a los carteles de «Se busca por robo» pegados por la policía había otros que denunciaban desapariciones y asesinatos. La gente desaparecía por docenas. Casi siempre se trataba de alguien relacionado con las «agrupaciones». Al cabo de unos años sus esqueletos fueron encontrados en los bosques próximos a Berlín o desenterrados en las cercanías. Entre las agrupaciones políticas se había convertido en una costumbre eliminar sin más a los camaradas sospechosos o nada fiables y enterrarlos malamente en cualquier sitio. Cuando un rumor de este tipo llegaba a nuestros oídos, ya no resultaba tan increíble como habría ocurrido en tiempos «normales» y civilizados. Es más, poco a poco el ambiente se había vuelto apocalíptico. Cientos de redentores recorrían 32 Berlín, gente con pelo largo y camisas de crin que declaraba haber sido enviada por Dios para salvar al mundo y malvivía gracias a esta misión. El que tuvo más éxito fue un tal Häusser, que operaba pegando anuncios en las columnas y convocando concentraciones masivas y tenía muchos adeptos. Según los diarios su equivalente en Munich era un tal Hitler, quien, no obstante, se distinguía del primero por sus discursos, los cuales apelaban a la maldad con emoción, cosa que les hacía alcanzar un grado de intensidad insuperable, por la exageración de sus amenazas y por su crueldad manifiesta. Mientras Hitler pretendía instituir un Reich milenario a través del genocidio de todos los judíos, en Turingia había un tal Lamberty que aspiraba a lo mismo mediante bailes populares, canciones y cabriolas en general. Cada redentor tenía su propio estilo. Nada ni nadie resultaba sorprendente; la capacidad de asombro era algo que habíamos perdido hacía ya tiempo. Durante dos días de noviembre el Häusser muniqués, es decir, Hitler, copó los titulares gracias a su insólito intento de organizar una revolución desde el sótano de una cervecería. En realidad la policía dispersó violentamente a los manifestantes revolucionarios con una tanda de disparos en cuanto éstos salieron del local y aquello supuso el final del levantamiento. No obstante, durante todo un día algunos creyeron realmente que aquélla era la tan esperada revolución. Al oír la noticia, nuestro profesor de griego predijo alegremente con un instinto carente de todo tipo de inseguridad que, al cabo de unos años, todos volveríamos a ser soldados. ¿Y acaso el hecho de que una aventura como ésa pudiese tener lugar no era ya de por sí mucho más interesante que su fracaso? Era evidente que los redentores tenían una oportunidad. Nada era imposible. El dólar había alcanzado el billón. Y no habíamos conquistado el paraíso por los pelos. Entonces ocurrió algo extraño. Un día empezó a propagarse el increíble cuento de que pronto volvería a haber dinero «de valor constante» y al poco tiempo el rumor se hizo realidad. Eran unos billetes feos y pequeños, de color gris verdoso, con la inscripción «eine Rentenmark». Cuando alguien los utilizaba por primera vez para pagar, se quedaba esperando con ligera expectación por ver qué ocurriría. No pasaba nada. Efectivamente, los billetes eran aceptados y la gente obtenía sus productos, productos por valor de un billón. Lo mismo sucedió al día siguiente, y al otro, y al otro. Increíble. El dólar dejó de subir. Las acciones también. Y si éstas se cambiaban a marcos renta, ¡mire usted por dónde!, se quedaban en nada, como todo lo demás. Así que nadie guardó nada. Pero de repente los sueldos y los salarios se cobraron en marcos renta y, más adelante, como una sucesión de milagros, aparecieron incluso monedas de diez y cinco pfennige, macizas y brillantes. Se podía oír cómo tintineaban en el bolsillo y además mantenían su valor. El jueves aún era posible comprar algo con el dinero que se había cobrado el viernes anterior. El mundo era una caja de sorpresas. Unas semanas antes Stresemann se había convertido en canciller. La política se volvió mucho más tranquila de repente. Nadie hablaba ya de la caída del Reich. Las «agrupaciones» se retiraron a regañadientes a una especie de hibernación. Muchos de sus miembros dejaron de serlo. Apenas se oyó hablar de desaparecidos. Los redentores se esfumaron de las ciudades. La política parecía consistir exclusivamente en una disputa entre partidos sobre quién había sido el artífice del marco renta. Los nacionalistas afirmaban que había sido Helfferich, un diputado conservador y antiguo ministro en la época del káiser. Los de izquierdas lo negaban con vehemencia y defendían que había sido un demócrata fiable y republicano convencido, un tal doctor Schacht. Así transcurrieron los días posteriores al diluvio. 33 Se había perdido todo, pero las aguas volvían a su cauce. Los viejos aún no podían recurrir a sus batallitas y los jóvenes sufrían un estado de ligera conmoción. Los directores de banco de veintiún años tuvieron que volver a buscar plazas como auxiliares y los alumnos del último curso tuvieron que volver a conformarse con su paga de veinte marcos. Claro que hubo algunas «víctimas de la estabilización monetaria» que se suicidaron. Sin embargo, fue mucho mayor el número de los que, en aquel momento, se asomaron titubeantes tras sus escondrijos y se preguntaron si la vida volvía a ser posible. El aire estaba impregnado de un ambiente de resaca, pero también de cierto alivio. Por Navidad todo Berlín se convirtió en un enorme mercadillo. Todo costaba diez pfennige y todo el mundo compraba carracas, figuritas de mazapán en forma de animales y demás chismes infantiles tan sólo para demostrarse a sí mismos que otra vez se podía comprar algo con diez pfennige. Puede que también lo hicieran para olvidar el último año, toda la última década y volver a sentirse niños. En todos los puestos colgaban carteles que decían: «De nuevo precios de paz». Era la primera vez que, verdaderamente, parecía reinar la paz. 11 Y así fue. Había comenzado la única época de paz que ha vivido mi generación en Alemania: un período de seis años comprendidos entre 1924 y 1929, en el que Stresemann dominó la política alemana desde la cartera de Exteriores: «La época de Stresemann». Tal vez se pueda decir lo mismo sobre la política que sobre las mujeres: la mejor es aquella de la que menos se habla. Si es eso cierto, la política de Stresemann fue sobresaliente. En su época apenas hubo debates políticos. Tan sólo unos pocos durante los dos o tres primeros años: la reparación de los destrozos causados por la inflación, el Plan Dawes, los Acuerdos de Locarno, el encuentro en Thoiry y el ingreso en la Sociedad de Naciones fueron todavía temas discutidos, pero nada más. De repente la política dejó de ser una razón por la cual tirarse los trastos a la cabeza. Aproximadamente a partir de 1926 no hubo absolutamente nada digno de ser discutido. Los periódicos tuvieron que buscar sus titulares en países lejanos. En casa no hubo ninguna novedad, todo estaba en orden, todo seguía su curso tranquilamente. En ocasiones se producía un cambio de Gobierno, unas veces gobernaban los partidos de derechas, otras los de izquierdas. No se notaba mucha diferencia. El ministro de Asuntos Exteriores siempre se llamó Gustav Stresemann. Aquella circunstancia significaba lo siguiente: paz, ninguna crisis a la vista, business as usual. En el país entraba dinero que mantenía su valor, los negocios marchaban bien, los mayores empezaron a sacar sus experiencias del baúl de los recuerdos, a limpiarlas hasta sacarles brillo y a exhibirlas como si jamás hubiesen estado fuera de la circulación. Los últimos diez años cayeron en el olvido, como un mal sueño. El reino de los cielos volvía a estar lejos, no había demanda alguna de salvadores ni de revolucionarios. En el ámbito de lo público únicamente se necesitaban funcionarios administrativos eficaces; en el de lo privado, comerciantes hábiles. En todas partes había una porción razonable de libertad, calma, orden, liberalismo bienintencionado, buenos salarios, comida de calidad y un ligero aburrimiento entre 34 clase social. Durante la década de 1914 a 1924 casi todo eso cayó víctima del desorden y de la decadencia, de modo que los más jóvenes crecieron sin costumbres ni valores propios que les fueran transmitidos. Al margen de dicha clase social culta, el gran riesgo que siempre corre la vida en Alemania es y será el vacío y el aburrimiento (tal vez a excepción de ciertas regiones geográficas fronterizas como Baviera o Renania, en las que algo del Sur, de romanticismo y de humor forman parte del paisaje). En las grandes extensiones de la zona norte y este de Alemania, en sus ciudades descoloridas, tras sus negocios y organizaciones gestionadas con tesón, exactitud y sentido del deber acecha y acechará siempre la ignorancia y, al mismo tiempo, el horror vacui y el deseo de «salvación»: una salvación a través del alcohol, de la superstición o, en el mejor de los casos, de un gran estado de embriaguez masiva que lo inunde todo. Esta circunstancia fundamental consistente en que en Alemania sólo una minoría (la cual, por cierto, no se corresponde con la aristocracia ni con los «propietarios») sabe lo que significa vivir y es capaz de hacer algo con su vida - circunstancia que, dicho sea de paso, hace de Alemania un país básicamente no apto para una forma de gobierno democrático- se había agravado de manera terriblemente peligrosa debido a los acontecimientos sucedidos entre 1914 y 1924. La generación más antigua, que se había vuelto más insegura y temerosa en cuanto a sus ideales y principios, empezó a dirigir la mirada hacia «la juventud» con ganas de pasar el testigo, de adularla y de esperar que realizase milagros. Por su parte estos jóvenes no conocían más que el desorden en el ámbito de lo público, el sensacionalismo, la anarquía y el peligroso encanto de unos juegos numéricos nada sensatos. Simplemente esperaban la oportunidad de poder organizarlo todo ellos mismos, con más estilo aún que el que les habían enseñado y, mientras tanto, cualquier vida privada les parecía «aburrida», «burguesa» y «caduca». Asimismo, las masas estaban acostumbradas al sensacionalismo provocado por el desorden y, por cierto, su última gran superstición, una fe pedante y celebrada de manera ortodoxa en el poder milagroso de San Marx y en la inevitabilidad del desarrollo automático por él profetizado, había comenzado a debilitarse y a tambalearse. Así, bajo la superficie, ya todo estaba listo para una gran catástrofe. Sin embargo, en la esfera visible de lo público reinaba entretanto un estado de dorada paz, calma, orden, afecto y buena voluntad. Incluso los presagios de la catástrofe que se avecinaba parecían estar perfectamente integrados en aquel idílico panorama. 12 Uno de estos presagios, malinterpretado en extremo e incluso fomentado y elogiado públicamente, fue la obsesión por el deporte que se adueñó de la juventud alemana en aquella época. Durante los años 1924, 1925 y 1926, Alemania evolucionó hasta convertirse de repente en una potencia deportiva. Jamás antes había sido una nación aficionada al deporte, nunca fue realmente innovadora ni imaginativa en ese campo, como Inglaterra o Estados Unidos, y el verdadero espíritu deportivo, esa sensación de olvidarse de uno mismo y dejarse llevar de forma lúdica hacia un mundo fantástico con sus propias reglas y leyes, le es totalmente ajena al carácter alemán. No obstante, en aquellos años las cifras de los socios de clubes y de espectadores que asistían a acontecimientos deportivos se multiplicaron de repente por diez. Los 36 boxeadores y los corredores de cien metros lisos se convirtieron en héroes nacionales y los veinteañeros tenían la cabeza repleta de los resultados de las carreras, de nombres y de aquellos jeroglíficos numéricos que venían en los periódicos dando cuenta de ciertas marcas de velocidad y agilidad. Éste fue el último gran delirio masivo del que yo mismo fui víctima. Durante dos años mi vida intelectual estuvo prácticamente paralizada; me entrené concienzudamente en carreras de media y larga distancia, y habría vendido sin reparos mi alma al diablo a cambio de correr tan sólo una vez los ochocientos metros en menos de dos minutos. Asistía a cualquier acontecimiento deportivo, conocía a todos los corredores y la mejor marca de cada uno, por no hablar de la lista de récords alemanes y mundiales, que habría sido capaz de recitar en sueños. La información deportiva desempeñaba el papel que diez años atrás habían representado los partes de guerra, y lo que entonces habían sido las cifras de prisioneros y la cuantía del botín eran ahora los récords y las marcas. La noticia «Houben corre los cien metros en 10,6» despertaba exactamente las mismas sensaciones que en su época el titular «Capturados veinte mil rusos», y «Peltzer gana el campeonato inglés y bate el récord mundial» equivalía incluso a acontecimientos que, ¡ay!, jamás habían tenido lugar durante la guerra, como «París conquistada» o «Inglaterra solicita la paz». Yo soñaba día y noche con emular a Peltzer y a Houben. No me perdía ni un solo acontecimiento deportivo. Entrenaba tres veces por semana, dejé de fumar y, en su lugar, hacía ejercicios libres antes de irme a la cama. Así, gozaba de una felicidad plena, que consistía en sentirme totalmente identificado con miles, con decenas de miles de personas. No había nadie de mi edad, por muy desconocido, ignorante o antipático que fuera, con quien ya a simple vista no pudiera mantener una conversación brillante durante horas, sobre deporte, naturalmente. Todos teníamos las mismas cifras en la cabeza. Compartíamos un solo objetivo, tácito y evidente. Era casi tan hermoso como durante la guerra. Otra vez se trataba del mismo gran juego. Todos nos entendíamos sin necesidad de palabras. Los números alimentaban nuestro espíritu y nuestra alma temblaba continuamente de emoción: ¿sería Peltzer capaz de batir también a Nurmi? ¿Lograría Körnig los 10,3? ¿Llegaría por fin algún corredor alemán de cuatrocientos metros por debajo de los cuarenta y ocho segundos? Con el pensamiento puesto por completo en nuestros «campeones alemanes», presentes en las pistas internacionales, entrenábamos y organizábamos nuestras pequeñas carreras del mismo modo que, durante la guerra, habíamos librado nuestras pequeñas batallas en parques y calles con escopetas de pequeño calibre, espadas de madera y el pensamiento puesto por completo en Hindenburg y Ludendorff. ¡Qué vida tan sencilla y tan emocionante! Lo raro fue que los políticos, empezando por los de derechas hasta los de izquierdas, no se cansaban de alabar este llamativo ataque de atontamiento masivo que sufría la juventud. Además lo hacían con tanto empeño que pudimos volver a abandonarnos al antiguo vicio de nuestra generación, a la adicción a ese frío juego numérico despojado de cualquier viso de realidad, y esta vez lo hicimos bajo la atenta mirada y el aplauso unánime de nuestros educadores. Los «nacionalistas», tan tontos y torpes como siempre, creyeron que, guiados por un sano instinto, habíamos dado con una ocupación perfecta para cubrir la falta de servicio militar obligatorio. ¡Como si a alguno de nosotros le hubiera preocupado el «fortalecimiento físico»! Los «izquierdistas», unos sabelotodo y, por tanto, en conjunto casi más tontos aún que los «nacionalistas» (como siempre), consideraron un magnífico descubrimiento el hecho de que, a partir de entonces, los instintos bélicos se 37 «liberasen» mediante carreras y ejercicios libres sobre un césped verde e idílico, y pensaron que la paz mundial estaba asegurada. No les extrañó que los «campeones alemanes» llevaran sin excepción cintas negras, blancas y rojas, cuando en aquel tiempo los colores del Reich eran negro, rojo y dorado. No se les ocurrió que aquello era simplemente una forma de practicar y mantener vivo el encanto del juego de la guerra y la antigua representación de un gran combate emocionante entre naciones, y que en modo alguno se «liberaban» «instintos bélicos». No fueron conscientes de la conexión entre ambos hechos ni tampoco de la recaída. El único que al parecer intuyó que las fuerzas que él mismo había liberado estaban tomando un cariz erróneo y peligroso fue el propio Stresemann. En ocasiones hizo comentarios chocantes sobre la «nueva aristocracia de los bíceps» que contribuyeron a reducir su popularidad. Probablemente tenía una idea de lo que allí ocurría: de que las fuerzas ciegas y las ansias a las que él había obstaculizado el acceso a la política no habían muerto ni mucho menos, sino que enseguida se habían puesto a buscar una válvula de escape. Que la generación «a la que le tocaba el turno» se negaba a aprender a vivir de forma sincera y humana y que aprovecharía el más mínimo espacio de libertad para provocar cualquier desorden colectivo. Por lo demás, la epidemia deportiva como fenómeno de masas duró sólo tres años aproximadamente (yo en concreto la superé más rápido). Para haber podido tener una larga vida le faltó un concepto equivalente a lo que durante la guerra había sido «la victoria final», es decir, un objetivo y un fin. En realidad era siempre lo mismo: los mismos nombres, las mismas cifras, las mismas sensaciones. La situación podía continuar eternamente. Pero no podía mantener la imaginación ocupada eternamente. A pesar de que en las Olimpiadas de Amsterdam de 1928 Alemania había ocupado el segundo puesto, justo después se produjeron una decepción y un enfriamiento perceptibles. Las noticias deportivas desaparecieron de la primera página de los periódicos y regresaron a la sección de deportes. Los estadios fueron quedándose vacíos. Ya no podía darse por supuesto que cualquier veinteañero supiese a bote pronto la última «marca» de cada corredor de cien metros. Incluso volvió a haber algunos que ni siquiera se sabían de memoria los récords mundiales. Sin embargo, al mismo tiempo, aquellas «agrupaciones» y partidos que practicaban la política como deporte y que habían estado prácticamente muertos durante algunos años comenzaron a revivir muy, pero que muy lentamente. 13 No, la época de Stresemann no fue una «gran época». No fue un éxito redondo, ni siquiera mientras duró. Bajo la superficie retumbaban demasiados infortunios, en un segundo plano se percibían demasiadas fuerzas malignas y demoníacas, si bien por el momento permanecían sujetas y mudas, pero no se habían extinguido del todo. No se produjo ni un solo gesto simbólico capaz de ahuyentar a los demonios. Aquella época transcurrió sin apasionamiento, sin grandeza, sin estar realmente convencida de su razón de ser. Fue un período de tímida restauración. Las antiguas ideas burguesas y patrióticas, liberales y pacíficas volvían a estar en vigor, pero esta vez con un toque inconfundible de provisionalidad, de mal menor, «faute de mieux» y «hasta nuevo aviso». No fue una 38 una música marcial estridente y ordinaria. En la Administración, desconcierto; en el Reichstag, alboroto; los periódicos llenos de información sobre una crisis de Gobierno lenta e inacabable. Todo nos resultaba siniestramente familiar, olía a 1919 o 1920. ¿El canciller no era el pobre Hermann Müller, que ya lo había sido en aquellos años? Mientras Stresemann había sido ministro de Asuntos Exteriores, nadie había preguntado mucho por el canciller. La muerte del primero era el principio del fin. 14 En la primavera de 1930 Brüning fue nombrado canciller del Reich y por primera vez desde que teníamos uso de razón Alemania estuvo en manos de un dirigente estricto. Desde 1914 a 1923 todos los Gobiernos habían sido endebles. Stresemann gobernó con habilidad y eficacia, pero sin hacer daño a nadie, sin mano dura. Brüning hizo daño continuamente a muchísima gente, era su estilo, y él hasta cierto punto estaba orgulloso de su «impopularidad». Era un hombre duro y huesudo, que miraba con unos ojos arrugados y severos a través de unas gafas sin montura. La amabilidad y el talante conciliador iban en contra de su naturaleza. Todos sus triunfos -es indudable que logró algunos- siguieron siempre el esquema «Operación culminada con éxito, paciente muerto» o «Posición mantenida, enemigo aniquilado». Para llevar el pago de las reparaciones de guerra al absurdo permitió que la economía alemana casi se fuera a pique, que los bancos cerraran y que el número de parados ascendiese a seis millones. Con el fin de controlar el presupuesto estatal en medio de aquel panorama aplicó férrea y ferozmente la receta de un estricto padre de familia: «hay que apretarse el cinturón». A intervalos regulares, más o menos cada seis meses, se publicaba una «normativa urgente» que rebajaba una y otra vez el valor de los sueldos, las pensiones, las prestaciones de asistencia social y, finalmente, incluso los salarios privados y los intereses. Una medida forzaba otra, de modo que Brüning apretaba los dientes y actuaba en consecuencia. Fue él quien introdujo algunos de los métodos que más adelante se convertirían en los instrumentos de tortura de mayor efecto aplicados por Hitler: el «control de divisas», que hizo imposibles los viajes al extranjero, y el «impuesto sobre el abandono del Reich», que hizo imposible la emigración; incluso la restricción de la libertad de prensa y la represión del Parlamento en su fase incipiente se remontan a Brüning. Resulta bastante paradójico el hecho de que lo que Brüning pretendía con todo esto en realidad era defender la República. Sin embargo, es comprensible que los republicanos poco a poco empezaran a preguntarse qué les quedaba por defender realmente después de todo lo sucedido. Según tengo entendido el régimen de Brüning fue el primer estudio y, por así decirlo, el modelo de una forma de gobierno imitada desde entonces en muchos países de Europa: una semidictadura ejercida en nombre de la democracia como defensa frente a una dictadura auténtica. Si alguien se tomara el esfuerzo de analizar detenidamente el período de gobierno de Brüning, encontraría un prototipo de todos aquellos elementos que, en efecto, terminan convirtiendo inevitablemente esta forma de gobernar en una escuela preparatoria de lo que en realidad se pretende combatir: el abatimiento de sus propios partidarios, la socavación de su propia postura, la habituación a la falta de libertad, la indefensión ideal frente a la propaganda enemiga, el traspaso de la iniciativa al adversario y, finalmente, el 43 fracaso en el momento en el que todo se agudiza y pasa a consistir en una mera cuestión de poder. Brüning no tenía verdaderos seguidores. Se le «toleraba». Representaba un mal menor: el maestro severo que castiga a sus alumnos mientras dice: «A mí me duele más que a vosotros» frente al experto en tortura más sádico. Brüning fue apoyado porque parecía ser el único escudo frente a Hitler. Como Brüning naturalmente era consciente de esto, en modo alguno podía permitirse el lujo de eliminar a Hitler, ya que su razón de ser política se debía a la necesidad de luchar contra él y, por tanto, a su mera existencia. Bien es verdad que tenía que combatirlo, pero al mismo tiempo se veía obligado a conservarlo. Hitler no podía llegar realmente al poder, pero debía continuar representando un peligro. ¡Un equilibrio difícil de mantener! Brüning lo consiguió durante dos años poniendo cara de póquer y apretando los dientes, y eso solo ya fue un gran logro. Sin embargo, el momento en el que perdiese el equilibrio llegaría irremediablemente. ¿Y luego qué? Tras el período de Brüning residía la pregunta: ¿y luego qué? Fue una época en la que un presente oscuro sólo se atenuaba ante la perspectiva de un futuro negro. El propio Brüning no tenía nada que ofrecer al país salvo pobreza, melancolía, libertades restringidas y la promesa de que no era posible nada mejor. Como mucho un llamamiento a mantener una actitud estoica. Pero su carácter era demasiado sobrio como para poder expresar dicho llamamiento con palabras convincentes. No lanzó ninguna idea ni apeló a la población. Simplemente proyectó una sombra de tristeza sobre ella. Entretanto, las fuerzas que hasta entonces habían estado inactivas iban agrupándose con mucho ruido. El 14 de septiembre de 1930 tuvieron lugar las elecciones al Reichstag en las que los nazis pasaron meteóricamente de ser un partido ridículo y escindido a ocupar la segunda posición, de doce mandatos a ciento siete. A partir de ese día la figura que acaparó la atención en la época de Brüning ya no fue él mismo, sino Hitler. La pregunta ya no fue: ¿seguirá Brüning?, sino: ¿llegará Hitler? Los tormentosos y enconados debates políticos ya no giraron en torno al hecho de estar a favor o en contra de Brüning, sino de Hitler. Y en la periferia, donde volvían a sonar los disparos, no eran los partidarios y los enemigos de Brüning quienes se mataban entre sí, sino los partidarios y los enemigos de Hitler. Y eso que en un principio la figura de Hitler, su pasado, su persona y su forma de hablar fueron más bien un handicap para el movimiento que estaba concentrándose tras él. En 1930 Hitler era aún para muchos una figura vergonzosa, perteneciente a un pasado gris: el redentor muniqués de 1923, el hombre del grotesco putsch de la cervecería. Además su aspecto le producía bastante rechazo al alemán medio (no sólo a los «inteligentes»): ese peinado de proxeneta, esa elegancia de pacotilla, el dialecto de los suburbios vieneses, esa increíble verborrea unida a los ademanes de epiléptico, su gesticulación desenfrenada, esos espumarajos, la mirada entre flameante y extraviada. Y encima el contenido de los discursos: ese gusto por la amenaza y la crueldad, sus fantasías sobre ejecuciones sanguinarias. La mayoría de la gente que empezó a vitorearle en el Palacio de los Deportes en 1930 probablemente habría evitado pedir fuego por la calle a un hombre como aquél. Pero es ahí donde ya empezaba lo raro: la fascinación que ejercía precisamente lo más repugnante, lo nauseabundo, ese rezumadero de asco llevado al extremo. Nadie se habría sorprendido si, cuando este ser pronunció su primer discurso, un policía lo hubiera agarrado por el cuello y lo hubiese enviado a un lugar donde no se le volviera a ver jamás y al que sin duda alguna pertenecía. 44 Sin embargo, como no ocurrió nada parecido y, más bien al contrario, el hombre siguió creciéndose y volviéndose cada vez más demente y monstruoso al tiempo que pasaba menos inadvertido y se hacía más famoso, se produjo el efecto opuesto: la bestia comenzó a generar fascinación y a la vez surgió el auténtico enigma en el caso de Hitler: esa extraña obnubilación y aturdimiento que sufrían sus adversarios, sencillamente incapaces de reaccionar ante aquel fenómeno, como sometidos al efecto de una mirada de basilisco, sin estar en condiciones de darse cuenta de que estaba desafiándoles el infierno personificado. Hitler, citado como testigo por el más alto tribunal alemán, vociferó en la sala que algún día llegaría al poder según la más estricta legalidad y que entonces rodarían cabezas. No pasó nada. Al anciano presidente de la sala no se le ocurrió ordenar que se llevaran detenido al testigo. Durante la campaña electoral contra Hindenburg por la presidencia del Reich, Hitler declaró que daba el combate por ganado. Su oponente tenía ochenta y cinco años, él cuarenta y tres, podía esperar. No pasó nada. Cuando lo dijo por segunda vez en la siguiente asamblea, el público ya se reía como si les estuviesen haciendo cosquillas. Seis miembros de las tropas de asalto, que una noche atacaron a alguien «con otra mentalidad» mientras dormía y lo mataron literalmente a pisotones, fueron condenados a muerte. Hitler les envió un telegrama dedicándoles palabras de elogio y admiración. No pasó nada. Me equivoco, sí que pasó algo: los seis asesinos fueron indultados. Era curioso observar cómo estas reacciones iban intensificándose unas respecto a otras: el descaro salvaje que permitía a aquel pequeño y desagradable apóstol del acoso ir convirtiéndose poco a poco en demonio, la cabezonería de sus represores, que siempre se daban cuenta de lo que acababa de decir o hacer un segundo más tarde, esto es, cuando lo acababa de eclipsar mediante un afirmación más increíble o una acción más monstruosa, y la hipnosis que sufría un público que oponía cada vez menos resistencia, víctima del encanto de lo repugnante y de la embriaguez provocada por la maldad. Por lo demás Hitler prometía todo a todos, y esto lógicamente le proporcionó un enorme grupo de electores y partidarios aislados, compuesto por personas faltas de juicio, decepcionadas y empobrecidas. Pero esto no fue lo decisivo. Más allá de la pura demagogia y de los puntos de su programa, Hitler prometió dos cosas con una sinceridad clara y perceptible: la reanudación del gran juego bélico de 1914- 1918 y la repetición de la gran correría anarquista y victoriosa de 1923. Dicho de otro modo: su futura política internacional y su futura política económica. No necesitaba prometerlo con palabras, es más, hasta podía refutarlo en apariencia (como haría más adelante en sus «discursos por la paz»), puesto que se le comprendía sin dificultad. Y ése fue el origen de sus verdaderos discípulos, del núcleo del auténtico Partido Nazi. Su promesa apelaba a los dos grandes acontecimientos que habían marcado a la generación más joven. Saltaba como una chispa eléctrica sobre todos aquellos que, en secreto, seguían entregados a aquellos sucesos. Sólo se quedaban fuera quienes habían revocado precisamente esos acontecimientos y los habían señalado en su interior con un signo negativo. Es decir, «nosotros». Pero «nosotros» no teníamos ningún otro partido, ninguna bandera a la que seguir, ningún programa ni ningún grito de guerra. ¿A quién podríamos haber apoyado? Además de los nazis, que eran los favoritos, estaban aquellos reaccionarios burgueses y civilizados que se agrupaban alrededor de la fuerza paramilitar del «Stahlhelm», gente que sentía un entusiasmo poco claro por la «experiencia del frente» y el «terruño» y, si bien no mostraban la ramplonería 45 galopante de los nazis, sí que compartían toda su estupidez resentida y su inherente hostilidad frente a la vida. También estaban los socialdemócratas, que llevaban tiempo abatidos por el combate y habían hecho el ridículo en múltiples ocasiones y, por último, estaban los comunistas, con su carácter dogmático y sectario, arrastrando la derrota como la cola de un cometa. (Es curioso: al margen de lo que emprendiesen, al final los comunistas siempre eran derrotados y abatidos en la huida. Aquello parecía ser una ley natural.) Por lo demás estaba el enigmático ejército del Reich, comandado por un general burócrata aficionado a las intrigas, y la policía prusiana, de la que se oía decir que era un instrumento de poder bien entrenado y probadamente republicano. Tras las experiencias vividas, es lógico que esto se oyera no sin desconfianza. Éstas eran las fuerzas que participaban en el juego. El juego en sí avanzaba lento y aburrido, sin momentos cumbre, sin dramatismo, sin decisiones visibles. La atmósfera reinante en Alemania recuerda mucho a la que hoy domina en Europa: una espera paralizada a que ocurra lo inevitable, mientras se alberga no obstante hasta el último momento la esperanza de poder evitarlo. Lo que es actualmente en Europa la próxima guerra, era entonces en Alemania la futura toma de poder por parte de Hitler, así como la «Noche de los cuchillos largos», de la que los nazis hablaban adelantándose a los acontecimientos. Incluso los detalles eran parecidos: el acercamiento lento del horror, la confusión de las fuerzas de defensa, su obediencia desesperada a las reglas del juego que el enemigo transgredía a diario, la guerra llevada a cabo unilateralmente, un estado oscilante entre la «tranquilidad y el orden» y la «guerra civil» (no había barricadas, pero todos los días se producían peleas y tiroteos absurdos e infantiles, asaltos a «locales del partido» y había muertos constantemente). Ya entonces existió incluso el concepto de política de apaciguamiento: algunos grupos poderosos estaban a favor de «hacer inofensivo a Hitler pidiéndole cuentas». Por todas partes había discusiones políticas continuas, infructuosas y enconadas: en los cafés, en los bares, en las tiendas, en los colegios y en las familias. No se debe olvidar que volvía a haber juegos numéricos: constantemente se celebraban elecciones de mayor o menor envergadura y todos tenían en la cabeza cifras de votos y mandatos. Las de los nazis aumentaban sin parar. Lo que ya no había era ilusión por la vida, amabilidad, inocencia, buena voluntad, comprensión, simpatía, generosidad ni humor. Tampoco había apenas libros buenos y seguro que ya no quedaba gente interesada en ellos. En Alemania el aire se había viciado rápidamente. En el verano de 1932 el ambiente se vició aún más. Después cayó Brüning de la noche a la mañana y sin motivo, y llegó el extraño interludio de Papen y Schleicher: un Gobierno formado por señores nobles a quienes nadie conocía en realidad y seis meses de salvaje golpe de mano político. Por entonces la República fue liquidada, la Constitución anulada, el Reichstag disuelto, reelegido, vuelto a disolver y vuelto a reelegir, los periódicos prohibidos, el Gobierno prusiano destituido, todos los puestos superiores de la Administración reasignados y todo ocurrió en medio de una atmósfera casi alegre, que implicaba un riesgo extremo y último. El año 1939 tiene en toda Europa un sabor muy similar al de aquel verano alemán de 1932: el final sólo se mantenía alejado de nosotros por los pelos, nuestros temores podían hacerse realidad cualquier día; los nazis ya habían ocupado todas las calles con sus uniformes, permitidos definitivamente, tiraban bombas, esbozaban listas de proscritos; ya en agosto se había negociado con Hitler si quería ser vicecanciller y en noviembre, una vez que Papen y Schleicher se hubieron enemistado, incluso le fue ofrecida la cancillería; entre Hitler y el poder no 46 se interponía más que el efecto del azar en algunos nobles caballeros de la política, todos los obstáculos serios habían sido eliminados, ya no había ninguna Constitución, ninguna garantía jurídica, ninguna República, nada de nada, tampoco una policía republicana prusiana. Así han sucumbido hoy la Sociedad de Naciones y la seguridad colectiva, el valor de los acuerdos y el sentido de las negociaciones, así han caído España, Austria y Checoslovaquia: sin embargo, entonces al igual que hoy, justo en el último momento, el más peligroso y desesperado, volvió a propagarse un optimismo enfermizo y dichoso, el optimismo del jugador, una confianza alegre en que todo iba a salir bien por los pelos. ¿Acaso las arcas de Hitler no estaban vacías? ¿Acaso las arcas de Hitler no están vacías? ¿No es cierto que incluso sus antiguos amigos se han decidido por fin a oponer resistencia? ¿No mantienen su decisión aún hoy? ¿Acaso entonces el panorama político paralizado no había comenzado a moverse y a llenarse de vida, como ocurre en Europa en 1939? Entonces, al igual que hoy, se empezó a jugar con la idea de que lo peor había pasado ya. 15 Estamos listos. El viaje de ida ha finalizado. Hemos llegado al lugar del combate. El duelo puede comenzar. 47 estuviesen perdidos en caso de descarrilar! Sólo la rutina diaria genera seguridad y una sensación de permanencia, de ahí a la jungla sólo hay un paso. Todo europeo del siglo XX es consciente de ello y siente un miedo oscuro. De ahí su vacilación a la hora de emprender una acción que pudiera hacerle «descarrilar», algo audaz, que se salga de la rutina y parta sólo del hombre mismo. De ahí la posibilidad de que ocurran catástrofes humanas tan inmensas como la dominación nazi en Alemania. Bien es verdad que aquel marzo de 1933 yo enfurecí y vociferé. También es cierto que asusté a mi familia con ideas descabelladas, tales como abandonar la función pública, emigrar o convertirme al judaísmo en señal de protesta. No obstante, todo se limitó siempre a una mera declaración de intenciones. Mi padre, partiendo de las ricas experiencias acumuladas entre 1870 y 1933, las cuales por supuesto no cubrían estos nuevos acontecimientos, relativizaba la situación, la desdramatizaba y trataba de ironizar ligeramente sobre mi apasionamiento. Yo se lo permitía. Al fin y al cabo, estaba acostumbrado a su autoridad y aún no me sentía bastante seguro de mí mismo. Además, una actitud calmada y escéptica siempre ha tenido en mí un efecto más convincente que el apasionamiento radical, y ha debido pasar bastante tiempo para que aprendiera que, en este caso, mi primer instinto juvenil tenía razón frente a la sabiduría experimentada de mi padre, y que hay cosas a las que uno no puede acercarse con escepticismo ni con calma, pero yo por entonces era aún demasiado tímido como para poder sacar consecuencias positivas de mis sentimientos. Tal vez no estuviese viendo las cosas del modo correcto, ¿verdad? Tal vez lo que había que hacer realmente era aguantar y dejar que pasara la tormenta. Sólo me sentía seguro y preparado en mi puesto, protegido por los artículos del Código Civil y del Código de Procedimiento Civil aún en vigor. Por mucho que su aplicación pareciese vacía de sentido en aquel momento, su contenido no había sufrido ninguna modificación. Puede que dichos artículos acabaran siendo lo más resistente y perdurable. Así, inseguro, a la espera, cumpliendo con la rutina diaria, tragándome la ira y el horror o dándoles rienda suelta en forma de arrebatos muy extraños y estériles en la mesa del comedor familiar, viviendo desconectado como tantos otros millones de alemanes, dejé que los acontecimientos se me vinieran encima. Y se me echaron encima. 22 A finales de marzo los nazis sintieron que tenían poder suficiente como para poner en marcha el primer acto de su auténtica revolución, la que no va dirigida contra una Constitución cualquiera, sino contra las bases de la convivencia humana sobre la Tierra, y cuyo punto culminante está aún por llegar en caso de que no sea combatida. El primer acto intimidatorio fue el boicot impuesto a los judíos el primero de abril de 1933. Así lo decidieron Hitler y Goebbels mientras tomaban té con pastas en Obersalzberg el domingo anterior. El periódico del lunes trajo el siguiente titular, curiosamente irónico: «Anunciada una operación masiva». A partir del sábado, primero de abril, decía el diario, todos los negocios judíos serían boicoteados. Los oficiales de las SA montarían guardia en la puerta e impedirían la entrada a cualquier persona. Asimismo, todos los médicos y abogados judíos serían objeto del boicot. Las patrullas de las SA se encargarían de controlar los despachos y las consultas para comprobar que el boicot se estaba llevando a cabo. 68 La justificación de esta medida permitió calibrar el avance logrado por los nazis en el último mes. La leyenda propagada en su día sobre los planes de golpe de Estado por parte de los comunistas, que tenían por objeto abolir la Constitución y las libertades civiles, fue una trama bien urdida, con pretensiones de resultar creíble; es más, los nazis creyeron incluso necesario fabricar una prueba bien visible, por eso incendiaron el Reichstag. Por el contrario, la explicación oficial del boicot impuesto a los judíos fue desde un principio una ofensa descarada y una burla dirigida contra aquellas personas de las que se esperaba que se comportasen como si creyeran dicha explicación. La justificación era que el boicot debía llevarse a cabo como medida de defensa y revancha frente a las historias de terror infundado sobre la nueva Alemania que los judíos de ese país estaban difundiendo astutamente en el extranjero. Sí, ésa era la razón. En los días siguientes se tomaron medidas complementarias (algunas de las cuales se suavizarían más adelante, en un primer momento): todos los negocios «arios» debían despedir a los empleados judíos. A continuación: todos los negocios judíos debían hacer lo propio. Sus dueños estaban obligados a seguir pagando los sueldos y salarios de sus empleados «arios» mientras los negocios permaneciesen cerrados a causa del boicot. Dichos propietarios tenían que retirarse totalmente y solicitar la presencia de gerentes «arios», etc. Al mismo tiempo comenzó una gran «campaña informativa» contra los judíos. A través de octavillas, carteles y concentraciones multitudinarias se explicó a los alemanes que, en caso de que hasta entonces hubiesen considerado a los judíos personas, estaban en un error. Los judíos no eran más que «seres inferiores», una especie de animales, pero a la vez tenían características demoníacas. Las consecuencias que había que sacar de esto no se explicitaron por el momento. Con todo, la expresión «¡Pereced, judíos!» se presentó como consigna y grito de guerra. En calidad de jefe del boicot se designó a una persona cuyo nombre leyó la mayoría de los alemanes por primera vez: Julius Streicher. Todo esto generó lo que en modo alguno se habría esperado de los alemanes al cabo de aquellas cuatro semanas: un sentimiento de terror generalizado. Cierto murmullo desaprobatorio, reprimido pero perceptible, recorrió el país. Gracias a su extremada sensibilidad, los nazis se dieron cuenta de que habían dado un paso demasiado arriesgado, así que después del primero de abril retiraron parte de las medidas, no sin antes haber aguardado a que el terror surtiera pleno efecto. Entretanto ya ha trascendido la cantidad de medidas a las que renunciaron de entre todas las que tenían previstas. Lo más extraño y descorazonador fue lógicamente que -más allá del terror inicial- este primer anuncio generoso del advenimiento de una nueva mentalidad asesina desató una avalancha de conversaciones y debates en toda Alemania, ya no sobre la cuestión antisemita, sino sobre la «cuestión judía». Un truco que, desde entonces, también les ha funcionado a los nazis al tratar muchas otras «cuestiones» a escala internacional: amenazando públicamente de muerte a alguien determinado -un país, una población o un grupo de personas- lograban que de pronto se discutiera abiertamente no sobre su propia razón de ser, sino sobre la de ese país, esa nación o ese grupo, es decir, que la existencia de los demás se pusiera en tela de juicio. De repente todos se sintieron obligados y autorizados a formarse una opinión sobre los judíos y a hacer gala de ella. Se efectuaban sutiles distinciones entre los judíos «decentes» y el resto; si unos apelaban a los logros científicos, artísticos y médicos de los judíos con intención de justificarlos -¿qué es lo que había que 69 justificar?-, los otros les reprochaban precisamente eso: haber «extranjerizado» la ciencia, el arte y la medicina. Es más, enseguida surgió una práctica habitual y popular consistente en percibir el ejercicio de profesiones decentes y de alto rango intelectual por parte de los judíos como un crimen o, cuando menos, como una falta de tacto. A los defensores de los judíos se les echaba en cara con el ceño fruncido que éstos tuviesen la desfachatez de representar tal y cual porcentaje entre los médicos, los abogados, los periodistas, etc. De hecho a la gente le encantaba opinar sobre la «cuestión judía» basándose en porcentajes. Se ponían a calcular si la parte proporcional de judíos miembros del Partido Comunista no era demasiado elevada y su equivalente entre los caídos en la Gran Guerra demasiado baja (de hecho, yo mismo escuché esto último de labios de una persona que se consideraba miembro de la «clase culta» y tenía un título de doctor. Con la máxima gravedad me demostró que los doce mil judíos alemanes caídos en la Gran Guerra representaban una proporción menor respecto a la totalidad de judíos alemanes que su equivalente en el caso de los arios. De ahí concluía «una cierta justificación» del antisemitismo nazi). Sin embargo, hoy ya a nadie le cabrá la menor duda de que, en realidad, el antisemitismo nazi no tiene prácticamente nada que ver con los judíos, ni con sus méritos ni con sus deméritos. Lo verdaderamente interesante del propósito nazi, cada vez menos velado, de amaestrar a los alemanes para que persigan a los judíos a lo largo y ancho del mundo y a ser posible los exterminen, no es ya su justificación -un disparate tan absurdo que el mero hecho de argumentar en su contra ya implica una degradación-, sino el propósito en sí mismo. Éste constituye en efecto algo novedoso dentro de la historia de la humanidad: el intento de anular, en el caso del género humano, esa solidaridad primigenia que comparten todos los miembros de una especie animal y que es lo único que los capacita para sobrevivir en la lucha por la existencia; la pretensión de dirigir los instintos depredadores del hombre, que normalmente sólo apuntan contra el mundo animal, contra miembros de su propia especie y de «azuzar» a toda una nación contra determinadas personas, como si fuera una manada de perros. Una vez despierto el instinto básico y perpetuo para asesinar al prójimo y transformado incluso en obligación, el hecho de cambiar de objeto se reduce a un detalle sin importancia. Ya hoy resulta bastante evidente que donde dice «judíos» se puede poner «checos», «polacos» o cualquier otra cosa. De lo que se trata aquí es de la vacunación sistemática de todo un pueblo -el alemán- con un bacilo cuyo efecto consiste en que todos los portadores actúan contra el prójimo con ferocidad, o dicho de otro modo: se trata de liberar y cultivar aquellos instintos sádicos cuya represión y destrucción ha sido obra de un proceso civilizador de muchos miles de años de duración. En uno de los próximos capítulos tendré ocasión de demostrar cómo amplios sectores de la nación alemana -a pesar de su debilitamiento y deshonra generales- sí que logran reunir defensas, probablemente a partir de un oscuro instinto que les advierte sobre lo que está en juego. De no ser así y en caso de que este intento de los nazis -núcleo principal de todas sus aspiraciones- llegase a buen término, todo conduciría a una crisis humana de primer grado, en la que se pondría en cuestión la pervivencia física de la especie y cuya única escapatoria consistiría probablemente en recurrir por fuerza a medios espantosos, como la destrucción física de todos los afectados por el bacilo lobuno. De este breve esbozo ya se desprende que es precisamente el antisemitismo nazi lo que afecta a cuestiones definitivas sobre la existencia -y no sólo la de los judíos-, alcanzando un límite al que no llegan los demás puntos del programa nazi. Y esto permite hacerse una idea de lo increíblemente ridícula que resulta la opinión, 70 hoy nada infrecuente en Alemania, de que el antisemitismo nazi es un pequeño detalle secundario, o como mucho un defecto de forma que, según se tenga a los judíos en mayor o menor estima, puede lamentarse o aceptarse con resignación, pero que «lógicamente no significa nada en comparación con las grandes cuestiones nacionales». Estas «grandes cuestiones nacionales» son en realidad totalmente insignificantes, forman parte de la rutina diaria y del caos generado por un período europeo de transición al que tal vez aún le queden unas décadas; pero en verdad no tienen nada que ver con el peligro primigenio que supone el crepúsculo de la humanidad y es lo que el antisemitismo nazi pretende. Éstas son cosas sobre las cuales en marzo de 1933 nadie tenía una visión totalmente clara aún. Sin embargo, en este caso puedo hacer alarde de que a mí ya entonces todo aquello empezó a olerme mal. Una cosa era evidente: lo sucedido hasta ese momento había sido simplemente asqueroso. Lo que comenzaba en ese instante tenía algo de apocalíptico y ponía encima de la mesa unas preguntas decisivas -lo noté en forma de sacudida en zonas del alma poco transitadas-, a pesar de que entonces yo aún fuese incapaz de formularlas. Al mismo tiempo tuve una sensación, mezcla de sobresalto y cierta tensión... sí, casi gozosa, de que los acontecimientos se me venían encima. Soy eso que los nazis denominan un «ario»; está claro que tengo tan poca idea como cualquiera de las razas que forman parte de mi persona. No obstante, durante los doscientos o trescientos años que he podido remontarme en mi genealogía no es posible detectar sangre judía en la familia. Sin embargo, siempre he sentido una afinidad instintiva más fuerte hacia el mundo judío alemán, con el que establecí vínculos estrechos y duraderos, que hacia el entorno alemán nórdico medio, en cuyo centro crecí. Mi mejor y más antiguo amigo era judío. Incluso la pequeña Charlie, mi nueva novia, era judía, y una cosa se hizo evidente: de pronto amé a aquella chica -con la que en realidad seguía jugueteando, algo indeciso- de una forma un poco más apasionada y orgullosa en el momento que supe que el infortunio se cernía sobre ella. Estaba convencido de que nadie iba a obligarme a boicotearla. La llamé esa misma tarde, cuando las primeras noticias habían llegado a los periódicos. Durante aquella semana la vi prácticamente a diario y nuestra historia comenzó a parecerse a una verdadera historia de amor. En la vida diaria Charlie lógicamente había dejado de ser el muchacho turco iluminado por las luces del baile, y se había convertido en una buena muchacha procedente de una familia judía pequeñoburguesa y protectora, de un mundo complejo formado por muchos parientes. Sin embargo, ella era una criatura menuda, delicada y amable, sobre la cual se cernía una catástrofe. A lo largo de aquellas semanas la amé. Recuerdo una extraña escena que vivimos juntos la última semana de marzo, mientras el boicot se aproximaba haciendo estruendo. Habíamos ido de excursión al bosque de Grunewald; hacía un tiempo primaveral magnífico, inusualmente caluroso, el mismo que durante todo el mes de marzo de 1933. Estábamos sentados en una colina musgosa cualquiera, bajo pequeñas nubes que surcaban un cielo de una luminosidad indescriptible, entre pinos que despedían un aroma resinoso, y nos besábamos cual si fuésemos la parejita más prototípica de una película romántica. El mundo se mostraba en extremo apacible y primaveral. Puede que estuviésemos allí una o dos horas, y cada diez minutos pasaba a nuestro lado un grupo de colegiales; al parecer se trataba de un día de excursión general, todo estaba lleno de chicos agradables y lozanos, guiados y protegidos por el profesor de turno, que casi siempre llevaba quevedos o una pequeña barba como mandan los cánones y cuidaba fielmente de sus corderillos. Cada vez que una de estas clases 71 pasaba a nuestro lado, los chicos se volvían hacia nosotros y un coro alegre de voces juveniles gritaba: «¡Pereced, judíos!», como si fuera un saludo jovial entre excursionistas. Tal vez no se referían a nosotros -yo no parezco judío y Charlie en realidad tampoco, a pesar de que ella sí que lo es-, sino que no era más que una grata fórmula de saludo. No lo sé. Puede que sí que se refirieran a nosotros y fuese más bien una orden. Así que allí estaba yo, sentado «sobre la colina de la felicidad», abrazando a una muchacha menuda, delicada y vivaracha, mientras una y otra vez pasaban junto a nosotros unos jóvenes excursionistas dicharacheros y nos ordenaban que nos muriéramos. Por supuesto que no hicimos nada parecido y ellos prosiguieron su camino, sin importarles que no nos hubiésemos muerto aún. Era una situación surrealista. 23 Viernes, 31 de marzo. Al día siguiente la cosa iría en serio. La situación no era del todo creíble aún. Hojeamos los periódicos para comprobar si por casualidad informaban sobre alguna medida paliativa o sobre alguna intervención que orientara las cosas hacia una situación medianamente normal y concebible. Nada de nada. Sólo un par de agravamientos más y algunas instrucciones aisladas, serenas y minuciosas sobre cómo debía transcurrir todo y cómo teníamos que comportarnos. Por lo demás, business as usual. La vida comercial, uniforme y presurosa que se desarrollaba en las calles no daba muestras de que en esa ciudad se avecinara nada especial. Los negocios judíos estaban abiertos y vendían igual que siempre. Ese día aún no estaba prohibido comprar en estos establecimientos, sino a la mañana siguiente, a partir de las ocho en punto. Me fui al tribunal cameral. Éste seguía como siempre, gris, frío, imperturbable y apartado de la calle cual edificio solemne, precedido por unas extensiones de césped y árboles. Los abogados revoloteaban como murciélagos por los amplios corredores y vestíbulos, con sus togas ondeantes de seda negra, las carteras bajo el brazo, el semblante correcto y riguroso. Los letrados judíos presentaban sus alegatos como si aquél fuese un día como otro cualquiera. Me dirigí a la biblioteca como si aquél fuese un día como otro cualquiera -no tenía ninguna reunión- y me instalé en una de las largas mesas de trabajo con un acta sobre la que debía redactar un informe. Se trataba de un asunto complejo repleto de intrincadas cuestiones jurídicas. Cargué con los gruesos volúmenes de comentarios hasta mi sitio y me rodeé de ellos, consulté la jurisprudencia d

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