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Rebelin en la Granja-George Orwell (1).pdf

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FortunateFresno1144

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literature George Orwell Animal Farm

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George Orwell Rebelión en la granja 1 Rebelión en la granja, de George Orwell, fue editado por primera vez por Secker & Warburg en agosto de 1945, después de haber sido rechazado el original por cuatro editores el año anterior. En 1971 fue descubierto el manuscrito de un prólogo esc...

George Orwell Rebelión en la granja 1 Rebelión en la granja, de George Orwell, fue editado por primera vez por Secker & Warburg en agosto de 1945, después de haber sido rechazado el original por cuatro editores el año anterior. En 1971 fue descubierto el manuscrito de un prólogo escrito para este libro y que hasta entonces había permanecido completamente ignorado. Dicho prólogo fue adquirido por el Archivo Orwell de la Universidad de Londres y se publicó pos- teriormente. El profesor Bernard Crick, del Birkbeck College de Londres, prueba la autenticidad de dicho prólogo y explica las extrañas y difíciles circunstancias en que fue escrito. Publicamos el trabajo del profesor Crick y, a continuación, el prólogo inédi- to de Orwell cuyo título es «La libertad de prensa». Cómo fue escrito el prólogo Bernard Crick George Orwell, en su columna «As I Please» del Tribune del 16 de febrero de 1945, escribía: «Es sabido que la Gestapo tiene equipos de críticos literarios cuya misión es determinar, por me- dio de análisis y comparaciones estilísticas, la paternidad de los panfletos anónimos. Yo he pensado muchas veces que, aplicada a una buena causa, ésta sería exactamente la clase de trabajo que a mí me gustaría hacer». Recurriendo, pues, a las similitudes de estilo, razonablemen- te no puede existir duda alguna de que el ensayo inédito recién descubierto y que debía servir de prólogo a Rebelión en la gran- ja fue escrito por el propio Orwell. Este ensayo fue hallado en mayo de 1971 entre unos libros pertenecientes a Roger Senhou- se, antiguo socio de Fred Warburg que fue precisamente el edi- 2 tor de Rebelión en la granja, y en la actualidad se halla en el Ar- chivo Orwell del University College de Londres. Tengo que agradecer mucho a Mrs. Sonia Orwell el haber permitido su publicación, así como al bibliotecario Mr. Ian An- gus su valiosa ayuda en muchos aspectos. Mrs. Orwell, cono- ciendo mi deseo de escribir un estudio sobre Orwell como escri- tor político, me permitió ver el original, lo que hizo despertar mi interés en publicarlo añadiéndole algunas aclaraciones sobre sus antecedentes, aunque la historia completa de las dificultades por las que pasó Rebelión en la granja, a causa de sus repercusiones políticas, es algo que explicaré en otra ocasión. El ensayo está mecanografiado y ocupa ocho hojas en cuarto, escritas a un espacio, bajo el título de «La libertad de prensa», pero no lleva firma alguna. Escrita a lápiz sobre el título, y con letra de Senhouse, consta esta indicación: «Introducción pro- puesta por George Orwell para la primera edición de Rebelión en la granja». Fred Warburg, que fue quien trató personalmente con Orwell todo lo referente a la publicación del libro, no sabía nada acerca de esta «Introducción». Asimismo, ni Sonia Orwell ni Ian Angus conocían su existencia cuando editaron The Collected Essays. Journalism and Letters of George Orwell (1958). En cuanto a los amigos que Orwell frecuentaba en aquel período, ninguno entre los que he hablado recuerda haberle oído mencionar tal prólogo, excepto uno, el poeta Paul Potts, quien, además de co- nocerlo, lo hizo imprimir, aunque la copia impresa se extraviara después. Potts tuvo en aquella época una amistad íntima con Orwell, amistad nacida en los momentos que siguieron a la re- pentina muerte de la primera mujer del escritor. Potts puso en marcha la editorial Whitman Press utilizando una pequeña im- prenta significada por sus publicaciones anarquistas; cuando Orwell casi desesperaba de encontrar un editor para su Rebelión en la granja, Potts se ofreció como tal. En su libro Dante Ca- 3 lled You Beatrice, Potts dedicó a Orwell un capítulo cuyo título era: «Don Quijote en bicicleta», en el que, con viva memoria, recuerda: « Por un momento estuve a punto de convertirme en editor de Rebelión en la granja, tarea que íbamos a llevar a cabo noso- tros solos y por nuestros propios medios. Orwell estaba dispues- to a pagar la impresión utilizando el cupo de papel que se adju- dicaba a la Whitman Press. Estábamos listos para llevarlo a cabo e incluso yo fui dos veces a Bedford con el manuscrito para visi- tar al impresor. La cuna de John Bunyan parecía ser de buen au- gurio. Orwell nunca me había hablado del contenido de su libro y por mi parte yo no quería plantear ninguna cuestión que pudie- ra traslucir un interés como editor. No obstante, él me había di- cho que tenía intención de añadir un prólogo sobre la libertad de prensa. Este prólogo no fue solicitado cuando más tarde, en el último momento, Secker & Warburg aceptaron el libro y lo edi- taron». Potts recuerda que esto ocurrió durante el verano de 1944 y que después Orwell nunca más habló del proyectado prólogo. Pero hay otro hecho. Las primeras pruebas de Rebelión en la granja que se conservan en el Archivo Orwell presentan correc- ciones hechas de puño y letra por Roger Senhouse. En ellas hay ocho páginas dejadas en blanco, antes del capítulo primero, lo cual hizo que, al imprimirse el libro, hubiera necesidad de vol- ver a numerar todas las páginas. Ello puede significar que el ori- ginal quedó en la imprenta a la espera de un prólogo que nunca llegó. Esta ausencia pudo ser debida a que el prólogo no fuera escrito, pero también a que lo fuera y a que el autor decidiera no publicarlo por iniciativa propia o tal vez porque le disuadieron de ello. ¡Y al leer dicho prólogo es cuando se adivina por qué! Tengo dos razones para creer que el ensayo fue escrito en la primavera de 1945 y no antes. La primera se basa en que Orwell escribió a Senhouse desde Francia remitiéndole unas correccio- 4 nes de última hora y lo hizo con fecha del 17 de marzo de 1945. Dichas correcciones tendían a aminorar la cobardía de «Napo- león», el personaje de Rebelión en la granja explícitamente identificado con Stalin, y no aparecen en las primeras pruebas sin fechar que incluyen las páginas en blanco, pero sí se hallan, en cambio, en la primera edición de agosto de 1945. La segunda de las razones afecta a las dimensiones del prólogo, pues el número de páginas sin imprimir no coincide con las que tuvo dicho prólogo una vez terminado. El ensayo consta de cuatro mil palabras, mientras que no más de 2.800 caben apretadamente en las ocho páginas reservadas, lo cual indica una cifra sos- pechosamente redondeada dado que nadie sabía el espacio que ocuparía. Ello confirma la tesis de que el ensayo fue escrito pos- teriormente, esto es, al final de la primavera de 1945 o a princi- pios del verano del mismo año. (He examinado muchos libros editados por Secker & Warburg en aquel año y ninguno tiene prólogo impreso en un tipo de letra menor que el usado en el texto, cosa que, por lo visto, no era usual en las ediciones de aquella casa.) Tal vez estoy siendo deliberadamente cauteloso y hasta pe- dante al recurrir a todos los testimonios posibles para afirmar que el prólógo, en cuanto a estilo y contenido, no puede ser más que de Orwell. En él resuenan muchos temas que hallamos en sus escritos ocasionales redactados en 1944. En tanto que perio- dista, Orwell repetía sus ideas dentro de los más diversos con- textos, insistiendo sobre ellas en gran parte porque, al estar per- suadido de su certeza, no podía evitar hacerlo. Y existe muy po- ca relación entre el prólogo mencionado y el pesado y autobio- gráfico prólogo que redactó para la edición ucraniana de Rebe- lión en la granja, fechado en marzo de 1947. Las acusaciones que se contienen en este prólogo acerca de la autocensura, de la rusofilia y de la inclinación al totalitarismo de muchos intelec- tuales franceses puede ser también apreciada en su «London Letter» escrita para la Partisan Review en el verano de 1944, 5 donde insiste sobre el «servilismo de los llamados intelectuales hacia Rusia» y asimismo, frecuentemente —con gran indigna- ción de muchos de sus lectores—, en su columna «As I Please» en el Tribune, de manera especial en la publicada el primero de septiembre de 1944, en la que expone su ira ante la general indi- ferencia provocada por la batalla de Varsovia (en la que, como es sabido, las tropas alemanas aniquilaron la resistencia polaca ante la pasividad de los rusos detenidos a las puertas de la ciu- dad). Decía Orwell: «Ante todo, un aviso a los periodistas ingleses de izquierda y a los intelectuales en general: recuerden que la deshonestidad y la cobardía siempre se pagan. No vayan a creerse que por años y años pueden estar haciendo de serviles propagandistas del régi- men soviético o de otro cualquiera y después pueden volver re- pentinamente a la honestidad intelectual. Eso es prostitución y nada más que prostitución. »Y después, una consideración más amplia: nada importa tanto al mundo en este momento como la amistad anglo-rusa y la cooperación entre los dos países, pero esto no podrá alcanzar- se si no hablamos claro y sin rodeos. » Ardua cuestión esta porque, además de los «compañeros de viaje» —y así consideraba Orwell en aquel momento a hombres como Victor Gollancz—, no eran pocos los que dudaban de si era prudente ese «hablar claro» a que aludía Orwell, ni siquiera de modo alegórico, tal y como se exponía en Rebelión en la granja. Gollancz, con quien Orwell estaba ligado por contrato, fue el primero en rechazar el libro, probablemente sin sorpresa alguna para Orwell, quien, por razones obvias, ni esperaba ni quería que fuera editado por él, pues recordaba su rechazo del original de Homenaje a Cataluña. «Debo decirle -escribía Orwell a Go- llancz que el texto es, creo yo, inaceptable políticamente desde su punto de vista (es anti-Stalin). » Por su parte Gollancz, en una 6 carta del 23 de marzo de 1944, refuta sus alegatos y pide ver el manuscrito. Según la opinión de varios amigos de Orwell, lo que pretendía Gollancz era alertarle sobre la alarma existente entre los editores por las intemperancias de Orwell al hablar con de- masiada claridad y sostener que la verdad no es un concepto re- lativo y dependiente de las circunstancias, pues con todo ello no hacía más que perjudicarse a sí mismo y poner en peligro las relaciones anglo-rusas. Es evidente que con todos estos co- mentarios aumentaban las habladurías entre editores y escritores acerca de la posición de Orwell, y para aclarar del todo la actitud de Gollancz en este asunto es ciertamente lamentable no poder disponer de sus documentos y cartas. Orwell, evidentemente, esperaba complicaciones derivadas del contenido de su libro, que empezó a escribir en noviembre de 1943 a poco de haber pedido el cese en la BBC. El 17 de febrero de 1944 escribió al profesor Gleb Struve, que estaba entonces en la Escuela de Estudios Eslavos y Europeo-Orientales en Londres, diciéndole: «Estoy escribiendo un librito que espero le divertirá cuando aparezca, aunque me temo no va a tener el visto bueno político y por ello no estoy seguro de que alguien se atreva a pu- blicarlo. Tal vez por lo que le digo adivine usted el tema». En aquel entonces Orwell había tenido ya dificultades con el New Statesman por unos escritos sobre España y con Gollancz por Homenaje a Cataluña y El camino de Wigan Pier. Al siguiente mes, los problemas surgieron con el Manchester Evening News, para el que había hecho una reseña de un libro de Harold Laski, a quien tachaba de complacencia hacia Stalin. El periódico rechazó la crítica. No está nada claro todo lo referente al envío del manuscrito a Gollancz y lo que ocurrió después, pero en una carta a Fred Warburg del 13 de junio de 1945 y en otra al agente literario Leo- nard Moore del 3 de julio del mismo año, da algunas aclaraciones. En ellas alude a que el envío del original a Gollancz era una 7 «pérdida de tiempo», ya que estaba casi seguro de que la obra no sería publicada por el editor, quien, por otra parte, se negaba a considerar a Rebelión en la granja como una novela debido a su brevedad, lo cual no era óbice para recordarle a Orwell la opción preferente que tenía sobre sus dos novelas siguientes. (No deja de ser curioso de qué modo un editor se obstina en retener a un autor cuyos libros no le complacen, aunque todo ello se desarrolle en los tonos más cordiales.) Fue entonces cuando Orwell visitó a Jonathan Cape, quien, después de leer la novela, reconoció que era magnífica, pero tam- bién que sería impolítico publicarla en aquel momento. La carta que se menciona al comienzo del prólogo es un fragmento de la que le escribió Cape devolviéndole la novela. Es un breve frag- mento del original que se guarda entre los documentos de Orwell, pero yo no he obtenido permiso para reproducirla por entero. El resto expresa las esperanzas de Cape de publicar cualquier otra obra de Orwell, por más que éste estaba, como ya hemos dicho, ligado a Gollancz por contrato, si bien este compromiso no era válido para Rebelión en la granja. El famoso comentario hecho por Orwell a T. S. Eliot tildando de estúpida la sugerencia de que «cualquier animal que no fuera el cerdo podía haber sido elegido para representar a los bolcheviques» está completamente justifi- cado, y de la carta de Cape se desprende que éste enseñó el ma- nuscrito a «un importante funcionario» del Ministerio de Infor- mación. (Yo tuve que esperar varios años antes de poder leer este informe en los Archivos Oficiales, aunque tal vez esta vi- sión se confirmara en alguna charla de club en la que alguien aludiera a aquel desgarbado inconformista lleno de talento lite- rario.) Y conviene recordar que en 1944 los libros no iban forzo- samente a censura. Orwell estaba en lo cierto cuando decía que la censura se la hacían los escritores mismos. Eliot también estuvo entre los que desaconsejaron la publi- cación. Mrs. Valerie Eliot publicó la carta enviada por el poeta 8 en el The Times del 6 de enero de 1969. Esencialmente Eliot coincidía con los puntos de vista expresados por Cape, aunque el contenido de la carta es muy expresivo con respecto a la calidad literaria de Orwell: «Estamos de acuerdo en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligente- mente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores habían logrado desde Gulliver». Pero después de este encomio seguían unos párrafos en los cuales dudaba de si «el punto de vista que ofrece es el más apto para criticar en el momento presente la situación política». Eliot se cuida mucho de decir que no existen razones «ni por prudencia ni por cautela» para impedir su publicación pero, por otra parte, ningún director literario de Faber & Faber, incluido el mismo Eliot, estaba dispuesto a dar un informe que aconsejase la publicación. (Cuán diferente resulta esta postura de la expuesta por el propio Eliot en sus ensayos de Criterion escritos en 1920, cuando estaba tan cercano a Pound tanto polí- tica como poéticamente.) Más tarde ocurrió el episodio de la Whitman Press, después del cual se produjo la decisión final de publicarlo tomada por Warburg, respaldado por un caluroso informe de lector emitido por T. R. Fyvel. Ninguno de ellos recuerda nada acerca de un proyectado prólogo, pero Fyvel y otros me indicaron que Orwell no era demasiado comunicativo acerca de los escritos que tenía entre manos, ni siquiera con sus más íntimos amigos. Y por aquel entonces Warburg estaba enfermo o ausente, por lo que el original fue manejado por Senhouse (muchos de cuyos docu- mentos personales fueron destruidos a su muerte; y los impreso- res también habían inutilizado sus registros). Pero las pruebas más evidentes siguen siendo el libro de Potts, las páginas en blanco, el contenido y el estilo tan característico del ensayo, que el lector podrá juzgar por sí mismo. 9 La historia completa puede prolongarse un poco más. El 3 de septiembre de 1945 Orwell escribía a un periodista laborista — Frank Barver— en estos términos: «He quedado sorprendido por la amistosa acogida dispensada a Rebelión en la granja después de que la obra estuviera durmiendo por más de un año, ya que ningún editor osaba publicarla antes del término de la guerra». Y el 18 de agosto, en una carta a Herbert Read, le contaba que él había dejado de escribir en Tribune durante su estancia en Fran- cia, «y no he reanudado mi colaboración porque Bevan está ate- rrorizado temiendo se produzca un gran revuelo en torno a Rebe- lión en la granja, tanto más si el libro aparece antes de las elec- ciones como en un principio estaba previsto». He querido recoger estas dos manifestaciones a falta de otras más evidentes. Ciertamente, el libro no estuvo «durmiendo» un año en las imprentas por las causas que indica Orwell, pues él mismo, en carta a Eliot del 5 de septiembre de 1944, decía: «Warburg está dispuesto a lanzar mi libro, pero no es probable que lo pueda hacer hasta él próximo año a causa de la escasez de papel». Y en otras cartas cruzadas entre Orwell y su primera mujer y entre él y su agente editorial —que se conservan en la Colección Berg, de Nueva York—, se habla de las complicacio- nes surgidas para la firma del contrato de edición, dificultades que se prolongaron hasta marzo de 1945. Todo ello hace supo- ner que Orwell pudo tener efectivamente su libro «durmiendo» durante un año, pero voluntariamente y a causa de las primeras dificultades surgidas al intentar editar lo que sería su obra maes- tra, tanto política como literaria. En el inédito prólogo, Orwell mismo expresa las razones del retraso, fundadas en un ambiente en el que «los liberales le tie- nen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en manci- llar la inteligencia», aunque yo, personalmente, no crea en esta excesiva influencia. Tal vez ahora seamos más tolerantes con las opiniones discordantes y algunas veces, por desgracia, más indi- 10 ferentes, pero es difícil reconstruir unas circunstancias en las que personas como Eliot y Gollancz llegaran a practicar la mis- ma clase de autocensura. Por toda esta serie de circunstancias el prólogo de Orwell es destemplado -y recordemos cuán equili- brado, responsable y prudente era el autor-, pero él era conscien- te de su actitud y tal vez ello le hiciera renunciar a hacer patente esta destemplanza en la introducción a Rebelión en la granja. La fábula hubiera podido mermar su validez universal reduciéndose a un ataque directo y personal contra Stalin y, por otra parte, la validez de sus reflexiones sobre la corrupción que engendra el poder hubiera podido aparecer como el reflejo de una querella interna entre ingleses. Apareciendo tal y como apareció, Rebe- lión en la granja queda como un mensaje abierto, universal. Yo leí por vez primera la novela a los quince años y mi hijo mayor a los once, pues es una obra sin limitación de edades, pero dudo que a cualquiera de nosotros le hubiera conmovido tanto un mensaje si hubiera ido acompañado de una explícita introduc- ción política. Y tal vez Orwell mismo se dio cuenta en el último momento de que las ideas contenidas en dicha introducción ya las había expuesto de modo fragmentario y disperso en otros escritos y en otras circunstancias. «La libertad de prensa» no es en modo alguno expresión de una polémica superada y pasada de moda. Su contenido incide sobre uno de los temas más profundos y constantes en la labor periodística de Orwell, y algunas de sus ideas se cuentan entre las más originales e imaginativas jamás expuestas en habla in- glesa sobre la política. Orwell sostiene que la cobardía es una amenaza tan grande para la libertad como la autocensura: «Li- bertad —decía Orwell en frase memorable— significa el dere- cho a decirle a la gente lo que no quiere oír». Y él se dedicó a esta tarea con todas sus fuerzas. Aunque este prólogo no pueda situarse entre los mejores por él escritos, es sin duda uno de los más significativos. Es evidente 11 que, en los últimos tiempos de su vida, Orwell no sintió deseos de atacar a aquellos que dificultaron la aparición de su libro o a los que no apreciaron su genialidad. El fulminante éxito de su obra y su traducción a no menos de dieciséis idiomas, antes de que Orwell falleciera, puso en evidencia a sus enemigos y le llevó a ser considerado en vida como el más grande satírico des- de Swift y uno de los mejores periodistas y ensayistas desde Hazlitt. 12 La libertad de prensa George Orwell Este libro fue pensado hace bastante tiempo. Su idea central data de 1937, pero su redacción no quedó terminada hasta finales de 1943. En la época en que se escribió, era obvio que encontraría grandes difi- cultades para editarse (a pesar de que la escasez de libros existentes garantizaba que cualquier volumen impreso se vendería) y, efectiva- mente, el libro fue rechazado por cuatro editores. Tan sólo uno de ellos lo hizo por motivos ideológicos; otros dos habían publicado li- bros antirrusos durante años y el cuarto carecía de ideas políticas defi- nidas. Uno de ellos estaba decidido a lanzarlo pero, después de un primer momento de acuerdo, prefirió consultar con el Ministerio de Información que, al parecer, le había avisado y hasta advertido seve- ramente sobre su publicación. He aquí un extracto de una carta del editor, en relación con la consulta hecha: «Me refiero a la reacción que he observado en un importante fun- cionario del Ministerio de Información con respecto a Rebelión en la granja. Tengo que confesar que su opinión me ha dado mucho que pensar... Ahora me doy cuenta de cuán peligroso puede ser el publi- carlo en estos momentos porque, si la fábula estuviera dedicada a to- dos los dictadores y a todas las dictaduras en general, su publicación no estaría mal vista, pero la trama sigue tan fielmente el curso histó- rico de la Rusia de los Soviets y de sus dos dictadores que sólo puede aplicarse a aquel país, con exclusión de cualquier otro régimen dicta- torial. Y otra cosa: sería menos ofensiva si la casta dominante que aparece en la fábula no fuera la de los cerdos. * Creo que la elección * No está claro quién ha sugerido esta modificación, si es idea propia del Sr. X... o si proviene del propio Ministerio. Pero parece tener marchamo oficial. (Nota de G. Orwell.) 13 de estos animales puede ser ofensiva y de modo especial para quienes sean un poco susceptibles, como es el caso de los rusos.» Asuntos de esta clase son siempre un mal síntoma. Como es obvio, nada es menos deseable que un departamento ministerial tenga facul- tades para censurar libros (excepción hecha de aquellos que afecten a la seguridad nacional, cosa que, en tiempo de guerra, no puede mere- cer objeción alguna) que no estén patrocinados oficialmente. Pero el mayor peligro para la libertad de expresión y de pensamiento no pro- viene de la intromisión directa del Ministerio de Información o de cualquier organismo oficial. Si los editores y los directores de los pe- riódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública. En este país, la co- bardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente perio- distas y escritores en general. Es éste un hecho grave que, en mi opi- nión, no ha sido discutido con la amplitud que merece. Cualquier persona cabal y con experiencia periodística tendrá que admitir que, durante esta guerra, la censura oficial no ha sido particu- larmente enojosa. No hemos estado sometidos a ningún tipo de «orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que hasta hubiera sido razonable admitir, dadas las circunstancias. Tal vez la prensa tenga algunos motivos de queja justificados pero, en conjunto, la actuación del gobierno ha sido correcta y de una clara tolerancia para las opiniones minoritarias. El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario. Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial. Cualquiera que haya vivido largo tiempo en un país extranjero podrá contar casos de noticias sensacionalistas que ocupaban titulares y acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos. Pues bien, estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no porque el gobierno las prohíba, sino porque existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no de- ben» mencionarse. Esto es fácil de entender mientras la prensa 14 británica siga tal como está: muy centralizada y propiedad, en su mayor parte, de unos pocos hombres adinerados que tienen muchos motivos para no ser demasiado honestos al tratar ciertos temas im- portantes. Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio. Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas bienpensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas cosas, del mismo modo que en la época victo- riana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silen- ciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga ca- so a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales. En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica. Todo el mundo está al cabo de la calle de este hecho y, por consiguiente, todo el mundo actúa en consonancia. Cualquier crítica seria al régimen soviético, cualquier revelación de hechos que el gobierno ruso prefiera mantener ocul- tos, no saldrá a la luz. Y lo peor es que esta conspiracion nacional para adular a nuestro aliado se produce a pesar de unos probados antecedentes de tolerancia intelectual muy arraigados entre noso- tros. Y así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el nuestro. Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier clase de libro o periódico. Y en cinco años de guerra -durante dos o tres de los cua- les luchamos por nuestra propia supervivencia- se escribieron in- contables libros, artículos y panfletos que abogaban, sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de compromiso, y todos ellos aparecie- ron sin provocar ningún tipo de crítica o censura. Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión Soviética, el prin- cipio de libertad de expresión ha podido mantenerse vigorosamen- 15 te. Es cierto que existen otros temas proscritos, pero la actitud hacia la URSS es el síntoma más significativo. Y tiene unas carac- terísticas completamente espontáneas, libres de la influencia de cualquier grupo de presión. El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia británica se ha tragado y repetido los tópicos de la propaganda rusa desde 1941 sería sorprendente, si no fuera porque el hecho no es nue- vo y ha ocurrido ya en otras ocasiones. Publicación tras publicación, sin controversia alguna, se han ido aceptando y divulgando los puntos de vista soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual. Por citar sólo un ejemplo: la BBC ce- lebró el XXV aniversario de la creación del Ejército Rojo sin citar pa- ra nada a Trotsky, lo cual fue algo así como conmemorar la batalla de Trafalgar sin hablar de Nelson. Y, sin embargo, el hecho no provocó la más mínima protesta por parte de nuestros intelectuales. En las lu- chas de la Resistencia de los países ocupados por los alemanes, la prensa inglesa tomó siempre partido al lado de los grupos apoyados por Rusia, en tanto que las otras facciones eran silenciadas (a veces con omisión de hechos probados) con vistas a justificar esta postura. Un caso particularmente demostrativo fue el del coronel Mijáilovich, líder de los chetniks yugoslavos. Los rusos tenían su propio protegido en la persona del mariscal Tito y acusaron a Mijáilovich de colabora- ción con los alemanes. Esta acusación fue inmediatamente repetida por la prensa británica. A los partidarios de Mijáilovich no se les dio oportunidad alguna para responder a estas acusaciones e incluso fue- ron silenciados hechos que las rebatían, impidiendo su publicación. En julio de 1943 los alemanes ofrecieron una recompensa de 100.000 co- ronas de oro por la captura de Tito y otra igual por la de Mijáilovich. La prensa inglesa resaltó mucho lo ofrecido por Tito, mientras sólo un periódico (y en letra menuda) citaba la ofrecida por Mijáilovich. Y, entre tanto, las acusaciones por colaboracionismo eran incesantes... Hechos muy similares ocurrieron en España durante la Guerra Civil. También entonces los grupos republicanos a quienes los rusos habían decidido eliminar fueron acusados entre la indiferencia de nuestra 16 prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su defensa, aunque fuera una simple carta al director, vio rechazada su publicación. En aquellos momentos no sólo se consideraba reprobable cualquier tipo de crítica hacia la URSS, sino que incluso se mantenía secreta. Por ejemplo: Trotsky había escrito poco antes de morir una biografía de Stalin. Es de suponer que, si bien no era una obra totalmente imparcial, debía ser publicable y, en consecuencia, vendible. Un editor americano se había hecho cargo de su publicación y el libro estaba ya en prensa. Creo que habían sido ya corregidas las pruebas, cuando la URSS entró en la guerra mundial. El libro fue inmediatamente retirado. Del asunto no se dijo ni una sola palabra en la prensa británica, aunque la misma exis- tencia del libro y su supresión eran hechos dignos de ser noticia. Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que se imponen voluntariamente los intelectuales ingleses y la que proviene de los grupos de presión. Como es obvio, existen ciertos temas que no deben ponerse en tela de juicio a causa de los intereses creados que los rodean. Un caso bien conocido es el tocante a los médicos sin escrú- pulos. También la Iglesia Católica tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz de silenciar muchas críticas. Un escánda- lo en el que se vea mezclado un sacerdote católico es algo a lo que nunca se dará publicidad, mientras que si el mismo caso ocurre con uno anglicano, es muy probable que se publique en primera página, como ocurrió con el caso del rector de Stiffkey. Asimismo, es muy raro que un espectáculo de tendencia anticatólica aparezca en nuestros escenarios o en nuestras pantallas. Cualquier actor puede atestiguar que una obra de teatro o una película que se burle de la Iglesia Católi- ca se exponen a ser boicoteados desde los periódicos y condenados al fracaso. Pero esta clase de hechos son comprensibles y además in- ofensivos. Toda gran organización cuida de sus intereses lo mejor que puede y, si ello se hace a través de una propaganda descubierta, nada hay que objetar. Uno no debe esperar que el Daily Worker publique algo desfavorable para la URSS, ni que el Catholic Herald hable mal del Papa. Esto no puede extrañar a nadie, pero lo que sí es inquietante es que, dondequiera que influya la URSS con sus especiales maneras 17 de actuar, sea imposible esperar cualquier forma de crítica inteligente ni honesta por parte de escritores de signo liberal inmunes a todo tipo de presión directa que pudiera hacerles falsear sus opiniones. Stalin es sacrosanto y muchos aspectos de su política están por encima de toda discusión. Es una norma que ha sido mantenida casi universalmente desde 1941 pero que estaba orquestada hasta tal punto, que su origen parecía remontarse a diez años antes. En todo aquel tiempo las críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda tenían muy es- casa audiencia. Había, sí, una gran cantidad de literatura antisoviética, pero casi toda procedía de zonas conservadoras y era claramente ten- denciosa, fuera de lugar e inspirada por sórdidos motivos. Por el lado contrario hubo una producción igualmente abundante, y casi igual- mente tendenciosa, en sentido pro ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara de discutir en profundidad cualquier cuestión im- portante. Desde luego que era posible publicar libros antirrusos, pero hacer- lo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódi- cos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de «inoportuno» y «al servi- cio de» intereses reaccionarios. Esta actitud fue mantenida apoyándose en la situación internacional y en la urgente necesidad de sostener la alianza anglorrusa; pero estaba claro que se trataba de una pura racio- nalización. La gran mayoría de los intelectuales británicos había esti- mulado una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su devoción hacia ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una blasfemia. Acontecimientos simila- res ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos criterios. Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938 eran aprobadas por hombres que se habían pa- sado su vida oponiéndose a la pena capital, del mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se silen- ciaba la que padecía Ucrania. Y si todo esto era evidente antes de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora, ciertamente mejor. 18 Volviendo a mi libro, estoy seguro de que la reacción que provo- cará en la mayoría de los intelectuales ingleses será muy simple: «No debió ser publicado». Naturalmente, estos críticos, muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en el terreno político, sino en el intelec- tual. Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha sido más que un despilfarro de papel. Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no «toda la verdad» del asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan sólo porque sea malo. Después de todo, cada día se imprimen cientos de páginas de basura y nadie le da importan- cia. La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este libro porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa del progreso. Si se tratara del caso inverso, nada tendrían que decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces más patentes. Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante cin- co años demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a la chabacanería y a la mala literatura que se edita, siempre y cuando diga lo que ellos quieren oír. El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escucha- do todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregun- ta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la res- puesta más natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis. De todo ello resulta que, cuan- do en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad. Estoy de acuerdo en que siempre habrá o de- berá haber un cierto grado de censura mientras perduren las socie- dades organizadas. Pero «libertad», como dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los demás». Idéntico principio contienen las palabras de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo». Si la libertad intelectual ha sido sin duda al- guna uno de los principios básicos de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener pleno derecho 19 a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos. Tanto la demo- cracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han garantizado hasta hace poco aquellos principios. Nuestro go- bierno hace grandes demostraciones de ello. La gente de la calle - en parte quizá porque no está suficientemente imbuida de estas ide- as hasta el punto de hacerse intolerante en su defensa- sigue pen- sando vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual tiene de- recho a exponer su propia opinión». Por ello incumbe principal- mente a la intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la práctica. Uno de los fenómenos más peculiares de nuestro tiempo es el que ofrece el liberal renegado. Los marxistas claman a los cuatro vientos que la «libertad bur- guesa» es una ilusión, mientras una creencia muy extendida ac- tualmente argumenta diciendo que la única manera de defender la libertad es por medio de métodos totalitarios. Si uno ama la demo- cracia, prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los enemi- gos sin que importen los medios utilizados. ¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son quienes la atacan abierta y con- cienzudamente, sino también aquellos que «objetivamente» la per- judican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras: defen- diendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente. Éste fue el caso de los que pretendieron justificar las purgas rusas. Hasta el más ardiente rusófilo tuvo dificultades para creer que todas las víctimas fueran culpables de los cargos que se les imputaban. Pero el hecho de haber sostenido opiniones hete- rodoxas representaba un perjuicio para el régimen y, por consi- guiente, la masacre fue un hecho tan normal como las falsas acusa- ciones de que fueron víctimas. Estos mismos argumentos se esgri- mieron para justificar las falsedades lanzadas por la prensa de iz- 20 quierdas acerca de los trotskistas y otros grupos republicanos du- rante la Guerra Civil española. Y la misma historia se repitió para criticar abiertamente el hábeas corpus concedido a Mosley cuando fue puesto en libertad en 1943. Todos los que sostienen esta postura no se dan cuenta de que, al apoyar los métodos totalitarios, llegará un momento en que estos métodos serán usados «contra» ellos y no «por» ellos. Haced una cos- tumbre del encarcelamiento de fascistas sin juicio previo y tal vez este proceso no se limite sólo a los fascistas. Poco después de que al Daily Worker le fuera levantada la suspensión, hablé en un College del sur de Londres. El auditorio estaba formado por trabajadores y profesio- nales de la baja clase media, poco más o menos el mismo tipo de público que frecuentaba las reuniones del Left Book Club. Mi confe- rencia trataba de la libertad de prensa y, al término de la misma y ante mi asombro, se levantaron varios espectadores para preguntarme «si en mi opinión había sido un error levantar la prohibición que impedía la publicación del Daily Worker». Hube de preguntarles el porqué y todos dijeron que «era un periódico de dudosa lealtad y por tanto no debía tolerarse su publicación en tiempo de guerra». El caso es que me encontré defendiendo al periódico que más de una vez se había salido de sus casillas para atacarme. ¿Dónde habían aprendido aquellas gen- tes puntos de vista tan totalitarios? Con toda seguridad debieron aprenderlos de los mismos comunistas. La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en In- glaterra, pero no son indestructibles y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas tota- litarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es. El caso de Mosley es, a este efecto, muy ilustrativo. En 1940 era totalmente lógico internarlo, tanto si era culpable como si no lo era. Estábamos entonces luchando por nuestra propia existencia y no podíamos tolerar que un posible colaboracionista anduviera suel- to. En cambio, mantenerlo encarcelado en 1943, sin que mediara pro- ceso alguno, era un verdadero ultraje. La aquiescencia general al acep- 21 tar este hecho fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la liberación de Mosley fue en gran parte ficticia y, en menor parte, manifestación de otros motivos de descontento. ¡Sin embargo, cuán evidente resulta, en el actual deslizamiento hacia los sistemas fascistas, la huella de los antifascismos de los últimos diez años y la falta de escrúpulos por ellos acuñada! Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un sínto- ma del debilitamiento general de la tradición liberal. Si el Ministerio de Información hubiera vetado definitivamente la publicación de este libro, la mayoría de los intelectuales no hubiera visto nada inquietante en todo ello. La lealtad exenta de toda crítica hacia la URSS pasa a convertirse en ortodoxia, y, dondequiera que estén en juego los inte- reses soviéticos, están dispuestos no sólo a tolerar la censura sino a falsificar deliberadamente la Historia. Por citar sólo un caso. A la muerte de John Reed, el autor de Diez días que conmovieron al mundo -un relato de primera mano de las jornadas claves de la Re- volución rusa-, los derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista británico, a quien el autor, según creo, los había legado. Algunos años más tarde, los comunistas ingleses destruyeron en gran parte la edición original, lanzando después una versión ama- ñada en la que omitieron las menciones a Trotsky así como la in- troducción escrita por el propio Lenin. Si hubiera existido una auténtica intelectualidad liberal en Gran Bretaña, este acto de pira- tería hubiera sido expuesto y denunciado en todos los periódicos del país. La realidad es que las protestas fueron escasas o nulas. A muchos, aquello les pareció la cosa más natural. Esta tolerancia que llega a lo indecoroso es más significativa aún que la corriente de admiración hacia Rusia que se ha impuesto en estos días. Pero pro- bablemente esta moda no durará. Preveo que, cuando este libro se publique, mi visión del régimen soviético será la más comúnmente aceptada. ¿Qué puede esto significar? Cambiar una ortodoxia por otra no supone necesariamente un progreso, porque el verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad «gramofónica» re- 22 petitiva, tanto si se está como si no de acuerdo con el disco que suena en aquel momento. Conozco todos los argumentos que se esgrimen contra la liber- tad de expresión y de pensamiento, argumentos que sostienen que no «debe» o que no «puede» existir. Yo, sencillamente, respondo a todos ellos diciéndoles que no me convencen y que nuestra civili- zación está basada en la coexistencia de criterios opuestos desde hace más de 400 años. Durante una década he creído que el régi- men existente en Rusia era una cosa perversa y he reivindicado mi derecho a decirlo, a pesar de que seamos aliados de los rusos en una guerra que deseo ver ganada. Si yo tuviera que escoger un tex- to para justificarme a mí mismo elegiría una frase de Milton que dice así: «Por las conocidas normas de la vieja libertad». La palabra vieja subraya el hecho de que la libertad intelectual es una tradición profundamente arraigada sin la cual nuestra cultura occidental dudosamente podría existir. Muchos intelectuales han dado la espalda a esta tradición, aceptando el principio de que una obra deberá ser publicada o prohibida, loada o condenada, no por sus méritos sino según su oportunidad ideológica o política. Y otros, que no comparten este punto de vista, lo aceptan, sin embar- go, por cobardía. Un buen ejemplo de esto lo constituye el fracaso de muchos pacifistas incapaces de elevar sus voces contra el milita- rismo ruso. De acuerdo con estos pacifistas, toda violencia debe ser condenada, y ellos mismos no han vacilado en pedir una paz nego- ciada en los más duros momentos de la guerra. Pero, ¿cuándo han declarado que la guerra también es censurable aunque la haga el Ejército Rojo? Aparentemente, los rusos tienen todo su derecho a defenderse, mientras nosotros, si lo hacemos, caemos en pecado mortal. Esta contradicción sólo puede explicarse por la cobardía de una gran parte de los intelectuales ingleses cuyo patriotismo, al pare- cer, está más orientado hacia la URSS que hacia la Gran Bretaña. Conozco muy bien las razones por las que los intelectuales de nuestro país demuestran su pusilanimidad y su deshonestidad; co- 23 nozco por experiencia los argumentos con los que pretenden justifi- carse a sí mismos. Pero, por eso mismo, sería mejor que cesaran en sus desatinos intentando defender la libertad contra el fascismo. Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. La gente sigue vagamente adscrita a esta doctrina y actúa según ella le dicta. En la actualidad, en nuestro país —y no ha sido así en otros, como en la republicana Francia o en los Estados Unidos de hoy— los liberales le tienen miedo a la libertad y los inte- lectuales no vacilan en mancillar la inteligencia: es para llamar la atención sobre estos hechos por lo que he escrito este prólogo. 24 Rebelión en la granja I El señor Jones, propietario de la Granja Manor, cerró por la noche los gallineros, pero estaba demasiado borracho para re- cordar que había dejado abiertas las ventanillas. Con la luz de la linterna danzando de un lado a otro cruzó el patio, se quitó las botas ante la puerta trasera, sirvióse una última copa de cer- veza del barril que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones. Apenas se hubo apagado la luz en el dormitorio, empezó el alboroto en toda la granja. Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Mayor, el verraco premiado, había tenido un sue- ño extraño la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal cuando el señor Jones se retirara. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty) era tan altamente estima- do en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para oír lo que él tuviera que decirles. En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor se encontraba ya arrellanado en su lecho de paja, bajo una linterna que pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante gor- do, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y bo- nachón, a pesar de que sus colmillos nunca habían sido cortados. Al poco rato empezaron a llegar los demás animales y a colocar- se cómodamente, cada cual a su modo. Primero llegaron los tres 25 perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas se situaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia los tirantes de las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y po- sando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta, entrada en años y de aspecto maternal que no había logrado recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince palmos de altura y tan fuerte como dos caballos normales juntos. Una fran- ja blanca a lo largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y, ciertamente no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremenda fuerza para el traba- jo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Raramente hablaba, y cuando lo hacía, gene- ralmente era para hacer alguna observación cínica; diría, por ejemplo, que «Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni mos- cas». Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que no tenía motivos para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxer; los dos pasaban, generalmente, el domingo en el pe- queño prado detrás de la huerta, pastando juntos, sin hablarse. Apenas se echaron los dos caballos, cuando un grupo de pa- titos que habían perdido la madre entró en el granero piando débilmente y yendo de un lado a otro en busca de un lugar don- de no hubiera peligro de que los pisaran. Clover formó una es- pecie de pared con su enorme pata delantera y los patitos se ani- daron allí durmiéndose enseguida. A última hora, Mollie, la bo- nita y tonta yegua blanca que tiraba del coche del señor Jones, entró afectadamente mascando un terrón de azúcar. Se colocó 26 delante, coqueteando con sus blancas crines a fin de atraer la atención hacia los lazos rojos con que había sido trenzada. La última en aparecer fue la gata, que buscó, como de costumbre, el lugar más cálido, acomodándose finalmente entre Boxer y Clo- ver; allí ronroneó a gusto durante el desarrollo del discurso de Mayor, sin oír una sola palabra de lo que éste decía. Ya estaban presentes todos los animales -excepto Moses, el cuervo amaestrado, que dormía sobre una percha detrás de la puerta trasera-. Cuando Mayor vio que estaban todos acomoda- dos y esperaban con atención, aclaró su voz y comenzó: —Camaradas: os habéis enterado ya del extraño sueño que tuve anoche. Pero de eso hablaré luego. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no creo, camaradas, que esté muchos meses más con vosotros y antes de morir estimo mi deber transmitiros la sabiduría que he adquirido. He vivido muchos años, dispuse de bastante tiempo para meditar mientras he estado a solas en mi pocilga y creo poder afirmar que entiendo el sentido de la vida en este mundo, tan bien como cualquier otro animal viviente. Es respecto a esto de lo que deseo hablaros. »Veamos, camaradas: ¿Cuál es la realidad de esta vida nues- tra? Encarémonos con ella: nuestras vidas son tristes, fatigosas y cortas. Nacemos, nos suministran la comida necesaria para man- tenernos y a aquellos de nosotros capaces de trabajar nos obli- gan a hacerlo hasta el último átomo de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que ya no servimos, nos matan con una crueldad espantosa. Ningún animal en Inglaterra conoce el signi- ficado de la felicidad o la holganza después de haber cumplido un año de edad. No hay animal libre en Inglaterra. La vida de un animal es sólo miseria y esclavitud; ésta es la pura verdad. »Pero, ¿forma esto parte realmente, del orden de la naturale- za? ¿Es acaso porque esta tierra nuestra es tan pobre que no puede proporcionar una vida decorosa a todos sus habitantes? No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es fértil, su 27 clima es bueno, es capaz de dar comida en abundancia a una cantidad mucho mayor de animales que la que actualmente lo habita. Solamente nuestra granja puede mantener una docena de caballos, veinte vacas, centenares de ovejas; y todos ellos vi- viendo con una comodidad y una dignidad que en estos momen- tos está casi fuera del alcance de nuestra imaginación. ¿Por qué, entonces, continuamos en esta mísera condición? Porque los se- res humanos nos arrebatan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la respuesta a todos nuestros problemas. Todo está explicado en una sola palabra: el Hombre. El hombre es el único enemigo real que tenemos. Haced desaparecer al hombre de la escena y la causa motivadora de nuestra hambre y exceso de trabajó será abolida para siempre. »El hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace trabajar, les da el mínimo necesario para mantenerlos y lo demás se lo guarda para él. Nuestro trabajo labora la tierra, nuestro estiércol la abo- na y, sin embargo, no existe uno de nosotros que posea algo más que su pellejo. Vosotras, vacas, que estáis aquí, ¿cuántos miles de litros de leche habéis dado este último año? ¿Y qué se ha hecho con esa leche que debía servir para criar terneros robus- tos? Hasta la última gota ha ido a parar al paladar de nuestros enemigos. Y vosotras, gallinas, ¿cuántos huevos habéis puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos? Todo lo demás ha ido a parar al mercado para producir dinero para Jones y su gente. Y tú, Clover, ¿dónde están estos cuatro potrillos que has tenido, que debían ser sostén y alegría de tu vejez? Todos fueron vendidos al año; no los volverás a ver jamás. Como re- compensa por tus cuatro criaturas y todo tu trabajo en el campo, ¿qué has tenido, exceptuando tus escuálidas raciones y un pese- bre? 28 »Ni siquiera nos permiten alcanzar el término natural de nuestras míseras vidas. Por mí no me quejo, porque he sido uno de los afortunados. Tengo doce años y he tenido más de cuatro- cientas criaturas. Tal es el destino natural de un cerdo. Pero al final ningún animal se libra del cruel cuchillo. Vosotros, jóvenes cerdos que estáis sentados frente a mí, cada uno de vosotros va a gemir por su vida dentro de un año. A ese horror llegaremos to- dos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas; todos. Ni siquiera los caba- llos y los perros tienen mejor destino. Tú, Boxer, el mismo día que tus grandes músculos pierdan su fuerza, Jones te venderá al descuartizador, quien te cortará el pescuezo y te cocerá para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando están viejos y sin dientes, Jones les ata un ladrillo al pescuezo y los ahoga en el estanque más cercano. »¿No resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos? Eliminad tan sólo al Hombre y el producto de nuestro trabajo nos pertenecerá. Casi de la noche a la maña- na, nos volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que de- bemos hacer? ¡Trabajar noche y día, con cuerpo y alma, para derrocar a la raza humana! Ése es mi mensaje, camaradas: ¡Re- belión! Yo no sé cuándo vendrá esa rebelión; quizá dentro de una semana o dentro de cien años; pero sí sé, tan seguro como veo esta paja bajo mis patas, que tarde o temprano se hará justi- cia. ¡Fijad la vista en eso, camaradas, durante los pocos años que os quedan de vida! Y, sobre todo, transmitid mi mensaje a los que vengan después, para que las futuras generaciones puedan proseguir la lucha hasta alcanzar la victoria. »Y recordad, camaradas: vuestra voluntad jamás deberá va- cilar. Ningún argumento os debe desviar. Nunca hagáis caso cuando os digan que el Hombre y los animales tienen intereses comunes, que la prosperidad de uno es también la de los otros. Son mentiras. El Hombre no sirve los intereses de ningún ser 29 exceptuando los suyos propios. Y entre nosotros los animales, que haya perfecta unidad, perfecta camaradería en la lucha. To- dos los hombres son enemigos. Todos los animales son camara- das. En ese momento se produjo una tremenda conmoción. Mien- tras Mayor estaba hablando, cuatro grandes ratas habían salido de sus escondrijos y se habían sentado sobre sus cuartos tras- eros, escuchándolo. Los perros las divisaron repentinamente y sólo merced a una acelerada carrera hasta sus reductos lograron las ratas salvar sus vidas. Mayor levantó su pata para imponer silencio. —Camaradas —dijo—, aquí hay un punto que debe ser acla- rado. Los animales salvajes, como los ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos? Pongámoslo a vota- ción. »Yo planteo esta pregunta a la asamblea: ¿Son camaradas las ratas? Se pasó a votación inmediatamente, decidiéndose por una mayoría abrumadora que las ratas eran camaradas. Hubo sola- mente cuatro discrepantes: los tres perros y la gata, que, como se descubrió luego, habían votado por ambos lados. Mayor prosi- guió: —Me resta poco que deciros. Simplemente insisto: recordad siempre vuestro deber de enemistad hacia el Hombre y su mane- ra de ser. Todo lo que camine sobre dos pies es un enemigo. Lo que ande a cuatro patas, o tenga alas, es un amigo. Y recordad también que en la lucha contra el Hombre, no debemos llegar a parecernos a él. Aun cuando lo hayáis vencido, no adoptéis sus vicios. Ningún animal debe vivir en una casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol, fumar tabaco, manejar dinero ni ocuparse del comercio. Todas las costumbres del Hombre son malas. Y, sobre todas las cosas, ningún animal debe tiranizar a sus semejantes. Débiles o fuertes, listos o ingenuos, todos somos 30 hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son iguales. »Y ahora, camaradas, os contaré mi sueño de anoche. No es- toy en condiciones de describíroslo a vosotros. Era una visión de cómo será la tierra cuando el Hombre haya sido proscrito. Pero me trajo a la memoria algo que hace tiempo había olvida- do. Muchos años ha, cuando yo era un lechoncito, mi madre y las otras cerdas acostumbraban a entonar una vieja canción de la que sólo sabían la tonada y las tres primeras palabras. Aprendí esa canción en mi infancia, pero hacía mucho tiempo que la había olvidado. Anoche, sin embargo, volvió a mí en el sueño. Y más aún, las palabras de la canción también; palabras que, tengo la certeza, fueron cantadas por animales de épocas lejanas y luego olvidadas durante muchas generaciones. Os cantaré esa canción ahora, camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando os haya enseñado la tonada podréis cantarla mejor que yo. Se llama «Bestias de Inglaterra». El viejo Mayor carraspeó y comenzó a cantar. Tal como había dicho, su voz era ronca, pero a pesar de todo lo hizo bas- tante bien; era una tonadilla rítmica, algo a medias entre «Clementina» y «La cucaracha». La letra decía así: ¡Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda! ¡Bestias de toda tierra y clima! ¡Oíd mis gozosas nuevas que cantan un futuro feliz! Tarde o temprano llegará la hora en la que la tiranía del Hombre sea derrocada y las ubérrimas praderas de Inglaterra tan sólo por animales sean holladas. De nuestros hocicos serán proscritas las argollas, 31 de nuestros lomos desaparecerán los arneses. Bocados y espuelas serán presas de la herrumbre y nunca más crueles látigos harán oír su restallar. Más ricos que la mente imaginar pudiera, el trigo, la cebada, la avena, el heno, el trébol, la alfalfa y la remolacha serán sólo nuestros el día señalado. Radiantes lucirán los prados de Inglaterra y más puras las aguas manarán; más suave soplará la brisa el día que brille nuestra libertad. Por ese día todos debemos trabajar aunque hayamos de morir sin verlo. Caballos y vacas, gansos y pavos, ¡todos deben, unidos, por la libertad luchar! ¡Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda! ¡Bestias de todo país y clima! ¡Oíd mis gozosas nuevas que cantan un futuro feliz! El ensayo de esta canción puso a todos los animales en la más salvaje excitación. Poco antes de que Mayor hubiera finali- zado, ya se habían lanzado todos a cantarla. Hasta el más estúpi- do había retenido la melodía y parte de la letra, mientras que los más inteligentes, como los cerdos y los perros, aprendieron la canción en pocos minutos. Poco más tarde, con ayuda de varios ensayos previos, toda la granja rompió a cantar «Bestias de In- glaterra» al unísono. Las vacas la mugieron, los perros la aulla- ron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon, los patos la graznaron. Estaban tan contentos con la canción que la repitie- ron cinco veces seguidas y habrían continuado así toda la noche de no haber sido interrumpidos. 32 Desgraciadamente, el alboroto armado despertó al señor Jo- nes, que saltó de la cama creyendo que había un zorro merode- ando en los corrales. Tomó la escopeta, que estaba permanente- mente en un rincón del dormitorio, y disparó un tiro en la oscu- ridad. Los perdigones se incrustaron en la pared del granero y la sesión se levantó precipitadamente. Cada cual huyó hacia su lu- gar de dormir. Las aves saltaron a sus palos, los animales se acostaron en la paja y en un instante toda la granja estaba dur- miendo. II Tres noches después, el Viejo Mayor murió apaciblemente mientras dormía. Su cadáver fue enterrado al pie de la huerta. Eso ocurrió a principios de marzo. Durante los tres meses si- guientes hubo una gran actividad secreta. A los animales más inteligentes de la granja, el discurso de Mayor les había hecho ver la vida desde un punto de vista totalmente nuevo. Ellos no sabían cuándo sucedería la Rebelión que pronosticara Mayor; no tenían motivo para creer que sucediera durante el transcurso de sus propias vidas, pero vieron claramente que su deber era pre- pararse para ella. El trabajo de enseñar y organizar a los demás recayó naturalmente sobre los cerdos, a quienes se reconocía en general como los más inteligentes de los animales. Elementos prominentes entre ellos eran dos cerdos jóvenes que se llamaban Snowball y Napoleón, a quienes el señor Jones estaba criando para vender. Napoleón era un verraco grande de aspecto feroz, el único cerdo de raza Berkshire en la granja; de pocas palabras, tenía fama de salirse siempre con la suya. Snowball era más vivaz que Napoleón, tenía mayor facilidad de palabra y era más ingenioso, pero lo consideraban de carácter 33 más débil. Los demás puercos machos de la granja eran muy jóvenes. El más conocido entre ellos era uno pequeño y gordito que se llamaba Squealer, de mejillas muy redondas, ojos vivara- chos, movimientos ágiles y voz chillona. Era un orador brillante, y cuando discutía algún asunto difícil, tenía una forma de saltar de lado a lado moviendo la cola que le hacía muy persuasivo. Se decía de Squealer que era capaz de hacer ver lo negro, blanco. Estos tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Mayor, un sistema completo de ideas al que dieron el nombre de Animalismo. Varias noches por semana, cuando el señor Jones ya dormía, celebraban reuniones secretas en el gra- nero, en cuyo transcurso exponían a los demás los principios del Animalismo. Al comienzo encontraron mucha estupidez y apa- tía. Algunos animales hablaron del deber de lealtad hacia el se- ñor Jones, a quien llamaban «Amo», o hacían observaciones elementales como: «El señor Jones nos da de comer»; «Si él no estuviera nos moriríamos de hambre». Otros formulaban pre- guntas tales como: «¿Qué nos importa a nosotros lo que va a suceder cuando estemos muertos?», o bien: «Si la rebelión se va a producir de todos modos, ¿qué diferencia hay si trabajamos para ello o no?», y los cerdos tenían grandes dificultades en hacerles ver que eso era contrario al espíritu del Animalismo. Las preguntas más estúpidas fueron hechas por Mollie, la yegua blanca. La primera que dirigió a Snowball fue la siguiente: —¿Habrá azúcar después de la rebelión? —No —respondió Snowball firmemente—. No tenemos medios para fabricar azúcar en esta granja. Además, tú no preci- sas azúcar. Tendrás toda la avena y el heno que necesites. —¿Y se me permitirá seguir usando cintas en la crin? — insistió Mollie. —Camarada —dijo Snowball—, esas cintas que tanto te gus- tan son el símbolo de la esclavitud. ¿No entiendes que la libertad vale más que esas cintas? 34 Mollie asintió, pero daba la impresión de, que no estaba muy convencida. Los cerdos tuvieron una lucha aún mayor para contrarrestar las mentiras que difundía Moses, el cuervo amaestrado. Moses, que era el favorito del señor Jones, era espía y chismoso, pero también un orador muy hábil. Pretendía conocer la existencia de un país misterioso llamado Monte Azúcar, al que iban todos los animales cuando morían. Estaba situado en algún lugar del cielo, «un poco más allá de las nubes», decía Moses. Allí era domingo siete veces por semana, el trébol estaba en estación todo el año y los terrones de azúcar y las tortas de linaza crecían en los cer- cados. Los animales odiaban a Moses porque era chismoso y no hacía ningún trabajo, pero algunos creían lo de Monte Azúcar y los cerdos tenían que argumentar mucho para persuadirlos de la inexistencia de tal lugar. Los discípulos más leales eran los caballos de tiro Boxer y Clover. Ambos tenían gran dificultad en formar su propio juicio, pero desde que aceptaron a los cerdos como maestros, asimila- ban todo lo que se les decía y lo transmitían a los demás anima- les mediante argumentos sencillos. Nunca faltaban a las citas secretas en el granero y encabezaban el canto de «Bestias de In- glaterra» con el que siempre se daba fin a las reuniones. El hecho fue que la rebelión se llevó a cabo mucho antes y más fácilmente de lo que ellos esperaban. En años anteriores el señor Jones, a pesar de ser un amo duro, había sido un agricultor capaz, pero últimamente contrajo algunos vicios. Se había des- animado mucho después de perder bastante dinero en un pleito, y comenzó a beber más de la cuenta. Durante días enteros per- manecía en su sillón de la cocina, leyendo los periódicos, be- biendo y, ocasionalmente, dándole a Moses cortezas de pan mo- jado en cerveza. Sus hombres se habían vuelto perezosos y des- cuidados, los campos estaban llenos de maleza, los edificios ne- 35 cesitaban arreglos, los vallados estaban descuidados, y mal ali- mentados los animales. Llegó junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. La noche de San Juan, que era sábado, el señor Jones fue a Wi- llingdon y se emborrachó de tal forma en «El León Colorado», que no volvió a la granja hasta el mediodía del domingo. Los peones habían ordeñado las vacas de madrugada y luego se fue- ron a cazar conejos, sin preocuparse de dar de comer a los ani- males. A su regreso, el señor Jones se quedó dormido in- mediatamente en el sofá de la sala, tapándose la cara con el pe- riódico, de manera que al anochecer los animales aún estaban sin comer. El hambre sublevó a los animales, que ya no resistie- ron más. Una de las vacas rompió de una cornada la puerta del depósito de forrajes y los animales empezaron a servirse solos de los depósitos. En ese momento se despertó el señor Jones. De inmediato él y sus cuatro peones se hicieron presentes con láti- gos, azotando a diestro y siniestro. Esto superaba lo que los hambrientos animales podían soportar. Unánimemente, aunque nada había sido planeado con anticipación, se abalanzaron sobre sus torturadores. Repentinamente, Jones y sus peones se encon- traron recibiendo empellones y patadas desde todos los lados. Estaban perdiendo el dominio de la situación porque jamás habían visto a los animales portarse de esa manera. Aquella inopinada insurrección de bestias a las que estaban acostum- brados a golpear y maltratar a su antojo, los aterrorizó hasta casi hacerles perder la cabeza. Al poco, abandonaron su conato de defensa y escaparon. Un minuto después, los cinco corrían a toda velocidad por el sendero que conducía al camino principal con los animales persiguiéndoles triunfalmente. La señora Jones miró por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía, metió precipitadamente algunas cosas en un bolso y se escabulló de la granja por otro camino. Moses saltó de su percha y aleteó tras ella, graznando sonoramente. Mientras tan- 36 to, los animales habían perseguido a Jones y sus peones hacia la carretera y, apenas salieron, cerraron el portón tras ellos es- trepitosamente. Y así, casi sin darse cuenta de lo ocurrido, la rebelión se había llevado a cabo triunfalmente: Jones fue ex- pulsado y la «Granja Manor» era de ellos. Durante los primeros minutos los animales apenas si daban crédito a su triunfo. Su primera acción fue correr todos juntos alrededor de los límites de la granja, como para cerciorarse de que ningún ser humano se escondía en ella; luego volvieron al galope hacia los edificios para borrar los últimos vestigios del ominoso reinado de Jones. Irrumpieron en el guadarnés que se hallaba en un extremo del establo; los bocados, las argollas, las cadenas de los perros, los crueles cuchillos con los que el señor Jones acostumbraba a castrar a los cerdos y corderos, todos fueron arrojados al aljibe. Las riendas, las cabezadas, las ante- ojeras, los degradantes morrales fueron tirados al fuego en el patio, donde en ese momento se estaba quemando la basura. Igual destino tuvieron los látigos. Todos los animales saltaron de alegría cuando vieron arder los látigos. Snowball también tiró al fuego las cintas que generalmente adornaban las colas y crines de los caballos en los días de feria. —Las cintas —dijo— deben considerarse como indumenta- ria, que es el distintivo de un ser humano. Todos los animales deben ir desnudos. Cuando Boxer oyó esto, tomó el sombrerito de paja que usaba en verano para impedir que las moscas le entraran en las orejas y lo tiró al fuego con lo demás. En muy poco tiempo los animales habían destruido todo lo que podía hacerles recordar el dominio del señor Jones. Enton- ces Napoleón los llevó nuevamente al depósito de forrajes y sirvió una doble ración de maíz a cada uno, con dos bizcochos para cada perro. Luego cantaron «Bestias de Inglaterra» de cabo a rabo siete veces seguidas, y después de eso se acomodaron pa- 37 ra pasar la noche y durmieron como nunca lo habían hecho ante- riormente. Pero se despertaron al amanecer, como de costumbre, y, acordándose repentinamente del glorioso acontecimiento, se fue- ron todos juntos a la pradera. A poca distancia de allí había una loma desde donde se dominaba casi toda la granja. Los animales se dieron prisa en llegar a la cumbre y miraron en su torno, a la clara luz de la mañana. Sí, era de ellos; ¡todo lo que podían ver era suyo! Poseídos por este pensamiento, brincaban por doquier, se lanzaban al aire dando grandes saltos de alegría. Se revolca- ban en el rocío, mordían la dulce hierba del verano, coceaban levantando terrones de tierra negra y aspiraban su fuerte aroma. Luego hicieron un recorrido de inspección por toda la granja y miraron con muda admiración la tierra labrantía, el campo de heno, la huerta, el estanque, el soto. Era como si nunca hubieran visto aquellas cosas anteriormente, y apenas podían creer que todo era de ellos. Volvieron después a los edificios de la granja y, vacilantes, se detuvieron en silencio ante la puerta de la casa. También era suya, pero tenían miedo de entrar. Un momento después, sin em- bargo, Snowball y Napoleón empujaron la puerta con el hombro y los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado por miedo a estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra, temerosos de alzar la voz, contemplando con una especie de temor reverente el increíble lujo que allí ha- bía: las camas con sus colchones de plumas, los espejos, el sofá de pelo de crin, la alfombra de Bruselas, la litografía de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala. Estaban bajando la escalera cuando se dieron cuenta de que faltaba Mol- lie. Al volver sobre sus pasos descubrieron que la yegua se había quedado en el mejor dormitorio. Había tomado un trozo de cinta azul de la mesa de tocador de la señora Jones y, apoyándola so- bre el hombro, se estaba admirando en el espejo como una tonta. 38 Los otros se lo reprocharon ásperamente y salieron. Sacaron unos jamones que estaban colgados en la cocina y les dieron se- pultura; el barril de cerveza fue destrozado mediante una coz de Boxer, y no se tocó nada más de la casa. Allí mismo se resolvió por unanimidad que la vivienda sería conservada como museo. Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí animal alguno. Los animales tomaron el desayuno, y luego Snowball y Na- poleón los reunieron a todos otra vez. —Camaradas —dijo Snowball—, son las seis y media y te- nemos un largo día ante nosotros. Hoy debemos comenzar la cosecha del heno. Pero hay otro asunto que debemos resolver primero. Los cerdos revelaron entonces que, durante los últimos tres meses, habían aprendido a leer y escribir mediante un libro elemental que había sido de los chicos del señor Jones y que, después, fue tirado a la basura. Napoleón mandó traer unos bo- tes de pintura blanca y negra y los llevó hasta el portón que daba al camino principal. Luego Snowball (que era el que mejor es- cribía) tomó un pincel entre los dos nudillos de su pata delante- ra, tachó «Granja Manor» de la traviesa superior del portón y en su lugar pintó «Granja Animal». Ése iba a ser, de ahora en ade- lante, el nombre de la granja. Después volvieron a los edificios, donde Snowball y Napoleón mandaron traer una escalera que hicieron colocar contra la pared trasera del granero principal. Entonces explicaron que, mediante sus estudios de los últimos tres meses, habían logrado reducir los principios del Animalismo a siete Mandamientos. Esos siete Mandamientos serían inscritos en la pared; for- marían una ley inalterable por la cual deberían regirse en adelan- te, todos los animales de la «Granja Animal». Con cierta dificul- tad (porque no es fácil para un cerdo mantener el equilibrio so- bre una escalera), Snowball trepó y puso manos a la obra con la ayuda de Squealer que, unos peldaños más abajo, le sostenía el 39 bote de pintura. Los Mandamientos fueron escritos sobre la pa- red alquitranada con letras blancas, y tan grandes, que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía así: LOS SIETE MANDAMIENTOS 1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo. 2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo. 3. Ningún animal usará ropa. 4. Ningún animal dormirá en una cama. 5. Ningún animal beberá alcohol. 6. Ningún animal matará a otro animal. 7. Todos los animales son iguales. Estaba escrito muy claramente y exceptuando que donde debía decir «amigo», se leía «imago» y que una de las «S» esta- ba al revés, la redacción era correcta. Snowball lo leyó en voz alta para los demás. Todos los animales asintieron con una incli- nación de cabeza demostrando su total conformidad y los más inteligentes empezaron enseguida a aprenderse de memoria los Mandamientos. —Ahora, camaradas —gritó Snowball tirando el pincel—, ¡al henar! Impongámonos el compromiso de honor de terminar la cosecha en menos tiempo del que tardaban Jones y sus hom- bres. En aquel momento, las tres vacas, que desde un rato antes parecían estar intranquilas, empezaron a mugir muy fuertemen- te. Hacía veinticuatro horas que no habían sido ordeñadas y sus ubres estaban a punto de reventar. Después de pensarlo un momento, los cerdos mandaron traer unos cubos y ordeñaron a 40 las vacas con regular éxito pues sus patas se adaptaban bastante bien a esa tarea. Rápidamente hubo cinco cubos de leche cre- mosa y espumosa, que muchos de los animales miraban con gran interés. —¿Qué se hará con toda esa leche? —preguntó alguien. —Jones a veces empleaba una parte mezclándola en nuestra comida —dijo una de las gallinas. —¡No os preocupéis por la leche, camaradas! —expuso Napoleón situándose delante de los cubos—. Eso ya se arre- glará. La cosecha es más importante. El camarada Snowball os guiará. Yo os seguiré dentro de unos minutos. ¡Adelante, ca- maradas! El heno os espera. Los animales se fueron en tropel hacia el campo de heno para empezar la cosecha y, cuando volvieron, al anochecer, no- taron que la leche había desaparecido. III ¡Cuánto trabajaron y sudaron para entrar el heno! Pero sus es- fuerzos fueron recompensados, pues la cosecha resultó incluso mejor de lo que esperaban. A veces el trabajo era duro; los aperos habían sido diseña- dos para seres humanos y no para animales, y representaba una gran desventaja el hecho de que ningún animal pudiera usar las herramientas que obligaban a empinarse sobre sus patas tras- eras. Pero los cerdos eran tan listos que encontraban solución a cada problema. En cuanto a los caballos, conocían cada palmo del terreno y, en realidad, entendían el trabajo de segar y rastri- llar mejor que Jones y sus hombres. Los cerdos en verdad no trabajaban, pero dirigían y supervisaban a los demás. A causa de sus conocimientos superiores, era natural que ellos asumieran 41 el mando. Boxer y Clover enganchaban los atalajes a la segadora o a la rastrilladora (en aquellos días, naturalmente, no hacían falta frenos o riendas) y marchaban resueltamente por el campo con un cerdo caminando detrás y diciéndoles: «Arre, camarada» o «Atrás, camarada», según el caso. Y todos los animales, inclu- so los más humildes, laboraron para aventar el heno y amonto- narlo. Hasta los patos y las gallinas trabajaban yendo de un lado para el otro, todo el día a pleno sol, transportando manojitos de heno en sus picos. Al final terminaron la cosecha invirtiendo dos días menos de lo que generalmente tardaban Jones y sus peones. Además, era la cosecha más grande que se había visto en la granja. No hubo desperdicio alguno; las gallinas y los patos con su vista penetrante habían levantado hasta el último brote. Y ningún animal de la estancia había robado ni tan siquiera un bo- cado. Durante todo el verano, el trabajo en la granja anduvo como sobre ruedas. Los animales eran felices como jamás habían ima- ginado que podrían serlo. Cada bocado de comida resultaba un exquisito manjar, ya que era realmente su propia comida, produ- cida por ellos y para ellos y no repartida en pequeñas porciones y de mala gana por un amo gruñón. Como ya no estaban los in- útiles y parasitarios seres humanos, había más comida para to- dos. Se tenían más horas libres también, a pesar de la inexpe- riencia de los animales. Claro está que se encontraron con mu- chas dificultades, por ejemplo: cuando cosecharon el maíz, tu- vieron que pisarlo al estilo antiguo y eliminar los desperdicios soplando, pues la granja no tenía desgranadora, pero los cerdos con su inteligencia y Boxer con sus poderosos músculos los sa- caban siempre de apuros. Todos admiraban a Boxer. Había sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora más bien semejaba tres caballos que uno; en determinados días pa- recía que todo el trabajo descansaba sobre sus forzudos hom- bros. Tiraba y arrastraba de la mañana a la noche y siempre donde el trabajo era más duro. Había acordado con un gallo que, 42 éste, lo despertara media hora antes que a los demás, y efectuaba algún trabajo voluntario donde hacía más falta, antes de empezar la tarea normal de todos los días. Su respuesta para cada pro- blema, para cada contratiempo, era: « ¡Trabajaré más fuerte! »; era como un estribillo personal. Pero cada uno actuaba conforme a su capacidad. Las gallinas y los patos, por ejemplo, recuperaron cinco fanegas de maíz du- rante la cosecha, recogiendo los granos perdidos. Nadie robó, nadie se quejó de su ración; las discusiones, peleas y envidias que eran componente natural de la vida cotidiana en los días de antaño, habían desaparecido casi por completo. Nadie eludía el trabajo, o casi nadie. Mollie, en verdad, no era muy diligente para levantarse por la mañana, y tenía la costumbre de dejar el trabajo temprano, alegando que se le había introducido una pie- dra en el casco. Y el comportamiento de la gata era algo raro. Pronto se notó que cuando había trabajo, no se la encontraba. Desaparecía durante horas enteras, y luego se presentaba a la hora de la comida o al anochecer, cuando cesaba el trabajo, co- mo si nada hubiera ocurrido. Pero siempre presentaba tan exce- lentes excusas y ronroneaba tan afablemente, que era imposible dudar de sus buenas intenciones. El viejo Benjamín, el burro, parecía no haber cambiado desde la rebelión. Hacía su trabajo con la misma obstinación y lentitud que antes, nunca eludiéndo- lo y nunca ofreciéndose tampoco para cualquier tarea extra. No daba su opinión sobre la rebelión o sus resultados. Cuando se le preguntaba si no era más feliz, ahora que ya no estaba Jones, se limitaba a contestar: «Los burros viven mucho tiempo. Ninguno de ustedes ha visto un burro muerto». Y los demás debían con- formarse con tan misteriosa respuesta. Los domingos no se trabajaba. El desayuno se tomaba una hora más tarde que de costumbre, y después tenía lugar una ce- remonia que se cumplía todas las semanas sin excepción. Prime- ro se izaba la bandera. Snowball había encontrado en el gua- 43 darnés un viejo mantel verde de la señora Jones y había pintado en blanco sobre su superficie un asta y una pezuña. Y esta ense- ña era izada en el mástil del jardín, todos los domingos por la mañana. La bandera era verde, explicó Snowball, para represen- tar los campos verdes de Inglaterra, mientras que el asta y la pe- zuña significaban la futura República de los Animales, que sur- giría cuando finalmente lograran derrocar a la raza humana. Después de izar la bandera, todos los animales se dirigían en tropel al granero principal donde tenía lugar una asamblea gene- ral, a la que se conocía por la Reunión. Allí se planeaba el traba- jo de la semana siguiente y se suscitaban y debatían las decisio- nes a adoptar. Los cerdos eran los que siempre proponían las resoluciones. Los otros animales entendían cómo debían votar, pero nunca se les ocurrían ideas propias. Snowball y Napoleón eran, sin duda, los más activos en los debates. Pero se notó que ellos dos nunca estaban de acuerdo; ante cualquier sugerencia que hacía el uno, podía descontarse que el otro estaría en contra. Hasta cuando se decidió reservar el pequeño campo de detrás de la huerta como hogar de descanso para los animales que ya no estaban en condiciones de trabajar, hubo un tormentoso debate con referencia a la edad de retiro correspondiente a cada clase de animal. La Reunión siempre terminaba con la canción «Bestias de Inglaterra», y la tarde la dedicaban al ocio. Los cerdos hicieron del guadarnés su cuartel general. Todas las noches, estudiaban herrería, carpintería y otros oficios nece- sarios, en los libros que habían traído de la casa. Snowball tam- bién se ocupó en organizar a los otros, en lo que denominaba Comités de Animales. Para esto, era incansable. Formó el Co- mité de producción de huevos para las gallinas, la Liga de las colas limpias para las vacas, el Comité para reeducación de los camaradas salvajes (cuyo objeto era domesticar las ratas y los conejos), el Movimiento pro-lana más blanca para las ovejas, y otros muchos, además de organizar clases de lectura y escritura. En general, estos proyectos resultaron un fracaso. El ensayo de 44 domesticar a los animales salvajes, por ejemplo, falló casi de raíz. Siguieron portándose prácticamente igual que antes, y cuando eran tratados con generosidad se aprovechaban de ello. La gata se incorporó al Comité para la reeducación y actuó mu- cho en él durante algunos días. Cierta vez la vieron sentada en la azotea charlando con algunos gorriones que estaban fuera de su alcance. Les estaba diciendo que todos los animales eran ya ca- maradas y que cualquier gorrión que quisiera podía posarse so- bre su garra; pero los gorriones prefirieron abstenerse. Las clases de lectura y escritura, por el contrario, tuvieron gran éxito. Para otoño casi todos los animales, en mayor o me- nor grado, tenían alguna instrucción. Los cerdos ya sabían leer y escribir perfectamente. Los perros aprendieron la lectura bastan- te bien, pero no les interesaba leer otra cosa que los siete man- damientos. Muriel, la cabra, leía un poco mejor que los perros, y a veces, por la noche, acostumbraba a hacer lecturas para los demás, de los recortes de periódicos que encontraba en la basu- ra. Benjamín leía tan bien como cualquiera de los cerdos, pero nunca ejercitaba sus capacidades. Por lo que él sabía, dijo, no había nada que valiera la pena de ser leído. Clover aprendió el abecedario completo, pero no podía unir las palabras. Boxer no pudo pasar de la letra D. Podía trazar en la tierra A, B, C, D, con su enorme casco, y luego se quedaba parado mirando absorto las letras con las orejas hacia atrás, moviendo a veces la melena, tratando de recordar lo que seguía, sin lograrlo jamás. En varias ocasiones, es cierto, logró aprender E, F, G, H, pero cuando lo consiguió, fue para descubrir que había olvidado A, B, C y D. Finalmente decidió conformarse con estas cuatro letras, y solía escribirlas una o dos veces al día para refrescar la memoria. Mollie se negó a aprender más de las seis letras que componían su nombre. Las formaba con mucha pulcritud con pedazos de ramas, y luego las adornaba con una flor o dos y caminaba a su alrededor admirándolas. 45 Ningún otro animal de la granja pudo pasar de la letra A. También se descubrió que los más estúpidos como las ovejas, las gallinas y los patos eran incapaces de aprender de memoria los siete mandamientos. Después de mucho meditar, Snowball declaró que los siete mandamientos podían reducirse a una sola máxima expresada así: «¡Cuatro patas sí, dos pies no!». Esto, dijo, contenía el principio esencial del Animalismo. Quien lo hubiera entendido a fondo estaría asegurado contra las influen- cias humanas. Al principio, las aves hicieron ciertas objeciones pues les pareció que también ellas tenían solamente dos patas; pero Snowball les demostró que no era así. —Las alas de un pájaro —explicó— son órganos de propul- sión y no de manipulación. Por lo tanto deben considerarse co- mo patas. La característica que distingue al hombre es la «ma- no», útil con el cual comete todos sus desafueros. Las aves no acabaron de entender la extensa perorata de Snowball pero aceptaron sus explicaciones y hasta los animales más insignificantes se pusieron a aprender la nueva máxima de memoria. «¡Cuatro patas sí, dos pies no! » fue inscrita en la pa- red del fondo del granero, encima de los siete mandamientos y con letras más grandes. A las ovejas les encantó y cuando se la aprendieron de memoria la balaban una y otra vez, hasta cuando descansaban tendidas sobre el campo y su «¡Cuatro patas sí, dos pies no!», se oía por horas enteras, repetido incansablemente. Napoleón no se interesó por los comités creados por Snow- ball. Dijo que la educación de los jóvenes era más importante que cualquier cosa que pudiera hacerse por los adultos. Entre- tanto sucedió que Jessie y Bluebell habían parido poco después de cosechado el heno. Entre ambas, habían dado a la Granja nueve cachorros robustos. Tan pronto como fueron destetados, Napoleón los separó de sus madres, diciendo que él se haría car- go de su educación. Se los llevó a un desván, al que sólo se po- día llegar por una escalera desde el guadarnés, y allí los mantu- 46 vo en tal grado de reclusión, que el resto de la granja pronto se olvidó de su existencia. El misterio del destino de la leche se aclaró pronto: se mez- claba todos los días en la comida de los cerdos. Las primeras manzanas ya estaban madurando, y el césped de la huerta estaba cubierto de fruta caída de los árboles. Los animales creyeron, como cosa natural, que aquella fruta sería repartida equitativa- mente; un día, sin embargo, se dio la orden de que todas las manzanas caídas de los árboles debían ser recolectadas y lleva- das al guadarnés para consumo de los cerdos. A poco de ocurrir esto, algunos animales comenzaron a murmurar, pero en vano. Todos los cerdos estaban de acuerdo en este punto, hasta Snow- ball y Napoleón. Squealer fue enviado para dar las explicaciones necesarias. —Camaradas —gritó—, imagino que no supondréis que no- sotros los cerdos estamos haciendo esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros, en realidad, tene- mos aversión a la leche y a las manzanas. A mí personalmente no me agradan. Nuestro único objeto al comer estos alimentos es preservar nuestra salud. La leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la Ciencia, camaradas) contienen substancias absolutamente necesarias para la salud del cerdo. Nosotros, los cerdos, trabajamos con el cerebro. Toda la administración y or- ganización de esta granja depende de nosotros. Día y noche es- tamos velando por vuestra felicidad. Por vuestro bien tomamos esa leche y comemos esas manzanas. ¿Sabéis lo que ocurriría si los cerdos fracasáramos en nuestro cometido? ¡Jones volvería! Sí, ¡Jones volvería! Seguramente, camaradas —exclamó Squea- ler casi suplicante, danzando de un lado a otro y moviendo la cola—, seguramente no hay nadie entre vosotros que desee la vuelta de Jones. Ciertamente, si había algo de lo que estaban completamente seguros los animales, era de no querer la vuelta de Jones. Cuan- 47 do se les presentaba de esta forma, no sabían qué decir. La im- portancia de conservar la salud de los cerdos, era demasiado evidente. De manera que se decidió sin discusión alguna, que la leche y las manzanas caídas de los árboles (y también la cosecha principal de manzanas cuando éstas maduraran) debían reservar- se para los cerdos en exclusiva. IV Para fines de verano, la noticia de lo ocurrido en la «Granja Animal» se había difundido por casi todo el condado. Todos los días, Snowball y Napoleón enviaban bandadas de palomas con instrucciones de mezclarse con los animales de las granjas co- lindantes, contarles la historia de la Rebelión y enseñarles los compases de «Bestias de Inglaterra». Durante la mayor parte de ese tiempo, Jones permanecía en la taberna «El León Colorado», en Willingdon, quejándose a todos los que quisieran escucharle, de la monstruosa injusticia que había sufrido al ser arrojado de su propiedad por una banda de animales inútiles. Los otros granjeros se solidarizaron con él, aunque no le dieron demasiada ayuda. En su interior, cada uno pensaba secretamente si no podría en alguna forma transformar la desgracia de Jones en beneficio propio. Era una suerte que los dueños de las dos granjas que lindaban con «Granja Animal» estuvieran siempre enemistados. Una de ellas, que se llamaba Foxwood, era una granja grande, anticuada y descuidada, cu- bierta de arboleda, con sus campos de pastoreo agotados y los cercados en un estado lamentable. Su propietario, el señor Pil- kington, era un agricultor señorial e indolente que pasaba la ma- yor parte del tiempo pescando o cazando, según la estación. La otra granja, que se llamaba Pinchfield, era más pequeña y estaba mejor cuidada. Su dueño, un tal Frederick, era un hombre duro, 48 astuto, que estaba siempre pleiteando y tenía fama de hábil ne- gociador. Los dos se odiaban tanto que era difícil que se pusie- ran de acuerdo, ni aun en defensa de sus propios intereses. Ello no obstante, ambos estaban completamente asustados por la re- belión de la «Granja Animal» y muy ansiosos por evitar que sus animales llegaran a saber mucho del acontecimiento. Al princi- pio, aparentaban reírse y desdeñar la idea de unos animales ad- ministrando su propia granja. «Todo este asunto se terminará de la noche a la mañana», se decían. Afirmaban que los animales en la «Granja Manor» (insistían en llamarla «Granja Manor» pues no podían tolerar el nombre de «Granja Animal»), se pe- leaban continuamente entre sí y terminarían muriéndose de hambre. Pasado algún tiempo, y cuando los animales evidente- mente no perecían de hambre, Frederick y Pilkington cambiaron de tono y empezaron a hablar de la terrible maldad que florecía en la «Granja Animal». Difundieron el rumor de que los anima- les practicaban el canibalismo, se torturaban unos a otros con herraduras calentadas al rojo y practicaban el amor libre. «Ése es el resultado de rebelarse contra las leyes de la Naturaleza», sos- tenían Frederick y Pilkington. Sin embargo, nunca se dio mucho crédito a estos cuentos. Rumores acerca de una granja maravillosa de la que se había expulsado a los seres humanos y en la que los animales adminis- traban sus propios asuntos, continuaron circulando en forma va- ga y falseada, y durante todo ese año se extendió una ola de re- beldía en la comarca. Toros que siempre habían sido dóciles se volvieron repentinamente salvajes; había ovejas que rompían los cercados y devoraban el trébol; vacas que volcaban los baldes cuando las ordeñaban; caballos de caza que se negaban a saltar los setos y que lanzaban a sus jinetes por encima de sus orejas. A pesar de todo, la tonada y hasta la letra de «Bestias de Inglate- rra» eran conocidas por doquier. Se habían difundido con una velocidad asombrosa. Los seres humanos no podían detener su furor cuando oían esta canción, aunque aparentaban considerarla 49 sencillamente ridícula. No podían entender, decían, cómo hasta los animales mismos se atrevían a cantar algo tan deleznable. Cualquier animal que era sorprendido cantándola, se le azotaba en el acto. Sin embargo, la canción resultó irreprimible: los mir- los la silbaban en los vallados, las palomas la arrullaban en los álamos y hasta se reconocía en el ruido de las fraguas y en el tañido de las campanas de las iglesias. Y cuando los seres humanos la escuchaban, temblaban secretamente, pues presen- tían en ella un augurio de su futura perdición. A principios de octubre, cuando el maíz había sido cortado y entrojado y parte del mismo ya había sido trillado, una bandada de palomas cruzó a toda velocidad y se posó, muy excitada, en el patio de «Granja Animal». Jones y todos sus peones, con me- dia docena más de hombres de Foxwood y Pinchfield, habían atravesado el portón y se aproximaban por el sendero hacia la casa. Todos esgrimían palos, exceptuando a Jones, que marcha- ba delante con una escopeta en la mano. Evidentemente iban a tratar de reconquistar la granja. Esta eventualidad, hacía tiempo que estaba prevista y, en consecuencia, se habían adoptado las precauciones necesarias. Snowball, que había estudiado las campañas de Julio César en un viejo libro, hallado en la casa, estaba a cargo de las operacio- nes defensivas. Dio las órdenes rápidamente y en contados mi- nutos, cada animal ocupaba su puesto de combate. Cuando los seres humanos se acercaron a los edificios de la granja, Snowball lanzó su primer ataque. Todas las palomas — eran unas treinta y cinco— volaban sobre las cabezas de los hombres y los ensuciaban desde lo alto; y mientras los hombres estaban preocupados eludiendo lo que les caía encima, los gan- sos, escondidos detrás del seto, los acometieron picoteándoles las pantorrillas furiosamente. Pero aquélla era una simple esca- ramuza con el propósito de crear un poco de desorden, y los hombres ahuyentaron fácilmente a los gansos con sus palos. 50 Snowball lanzó la segunda línea de ataque: Muriel, Benjamín y todas las ovejas, con Snowball a la cabeza, avanzaron embis- tiendo y achuchando a los hombres desde todos los lados, mien- tras Benjamín se volvió y comenzó a repartir coces con sus patas traseras. Pero, de nuevo los hombres, con sus palos y sus botas claveteadas, fueron demasiado fuertes para ellos, y repentina- mente, al oírse el chillido de Snowball, que era la señal para reti- rarse, todos los animales dieron media vuelta y se metieron, por el portón, en el patio. Los hombres lanzaron un grito de triunfo. Vieron —es lo que imaginaron— a sus enemigos en fuga y corrieron tras ellos en desorden. Eso era precisamente lo que Snowball esperaba. Tan pronto como estuvieron dentro del patio, los tres caballos, las tres vacas y los demás cerdos, que habían estado al acecho en el establo de las vacas, aparecieron repentinamente detrás de ellos, cortándoles la retirada. Snowball dio la señal para la carga. Él mismo acometió a Jones. Éste lo vio venir, apuntó con su esco- peta e hizo fuego. Los perdigones dejaron su huella sangrienta en el lomo de Snowball, y una oveja cayó muerta. Sin vacilar un instante, Snowb

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