Palabralogía Primer Parcial Periodo 1 PDF

Summary

This document discusses the history of timekeeping, including calendars, the origin of different time units like months, and the cultural significance of these concepts. It explores the evolution of the calendar from ancient Egypt to the Gregorian calendar used today. It also explores the names and origins of the different months.

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TEMPUS FUGIT «El tiempo huye», como rezan muchos relojes de sol, tanto en latín (tempus fugit) como en castellano. «Huye irreparablemente el tiempo», decía poéticamente el romano Virgilio. Y otro poeta romano, Ovidio, llamaba al tiempo «devorador de todas las cosas»....

TEMPUS FUGIT «El tiempo huye», como rezan muchos relojes de sol, tanto en latín (tempus fugit) como en castellano. «Huye irreparablemente el tiempo», decía poéticamente el romano Virgilio. Y otro poeta romano, Ovidio, llamaba al tiempo «devorador de todas las cosas». ¡Patético! El tiempo se nos escapa, como se nos van las arenas de la playa entre los dedos de la mano o como se le van las aguas del mar al niño que las quiere atrapar con un cesto de mimbre. Habitamos la vida tan presurosos que apenas nos queda tiempo para vivirla. El tiempo es unidireccional (el presente siempre va del pasado al futuro, nunca al revés) y además irreversible («Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río», decía el filósofo griego Heráclito). El tiempo es un continuo que hemos querido hacer discontinuo, y por eso nos hemos empeñado en cortarlo: en años, estaciones, meses, días, horas, minutos, segundos. Y sin embargo... ¡se nos sigue yendo! El calendario Para intentar atrapar el tiempo, hagamos un poco de cronología (palabra que deriva de Cronos, el dios griego del tiempo), no siendo que éste nos devore como hace con sus propios hijos en el trágico cuadro de Goya Saturno devorando a sus hijos (Saturno es el alter ego romano del griego Cronos). Y, para situarnos, veamos la historia del calendario (en latín, las calendae eran el primer día de cada mes; y la terminación en ‘-ario’ indica ‘conjunto de’, como en abecedario, ‘conjunto de letras’, en noticiario, ‘conjunto de noticias’, o en herbolario, ‘conjunto de hierbas’). Y veámosla enseguida, sin dejarlo ad calendas graecas: los griegos no tenían calendae, por lo que dejar algo ad calendas graecas equivale a dejarlo ‘para nunca’, sine die. Esa expresión se atribuye al emperador Augusto (¡volverá a salir!), quien la imputaba a los malos pagadores: éstos dejaban sus pagos para las ‘calendas’ griegas y, como éstas no existían, pues ¡no pagaban nunca! Nuestro calendario no es más que el calendario egipcio, adoptado luego por un emperador romano de nombre Julio (por lo que hablamos de ‘calendario juliano’) y modificado después ligeramente por un papa renacentista de nombre Gregorio (por lo que hablamos de ‘calendario gregoriano’). Así de simple. Pero hemos de reconocer que no todos los cristianos aceptaron ese calendario católico, lo cual hizo que la llamada Revolución de Octubre rusa... ¡se produjese en noviembre! Hace más de 5.000 años (¡qué antiguo es el tiempo!), los egipcios tenían ya un calendario de 12 meses de 30 días, lo cual les daba un total de 360 días al año. Pero esto no les acababa de cuadrar: la crecida anual del Nilo, de la que dependían sus cosechas, se les adelantaba unos días cada año. Y ese error, acumulado durante siglos, hacía que, al cabo de 1.460 años, ¡perdiesen un año entero! Para resolverlo y explicarlo, ellos tenían un mito precioso. El Tierra (para los egipcios, el dios de la tierra, Gueb, era masculino) quería copular con la Cielo (para los egipcios, el dios del cielo, Nut, era femenino). Pero entre ambos se interponía el Aire (el dios Shu, ¡qué cruel!) y no les dejaba copular ninguno de los 360 días del año. Entonces llegó el dios de la sabiduría Thot (¡qué sabio!) e inventó los 5 días llamados heru renpet (los cinco días que están ‘por encima del año’), en los que el Tierra y la Cielo sí podían copular... y engendrar a los otros dioses. Y así se pasó del año de 360 días al año de 365. Bueno, dejándonos ya de mitos: la verdad es que los egipcios descubrieron ese año solar de 365 días antes incluso de la construcción de las pirámides. Por eso dice Heródoto que «los egipcios fueron los primeros hombres del mundo que descubrieron el ciclo del año... y afirmaban haberlo descubierto gracias a su observación de los astros». O sea, que además de buenos creadores de mitos, eran buenos astrónomos (del griego astron, ‘astro’, ‘estrella’, y nomos, ‘regla’, ‘ley’): buenos «observadores de las horas», como se llamaban los astrónomos egipcios a sí mismos. (Véase Figura 1.1). Figura 1.1. Entre el dios Tierra y la diosa Cielo se interpone el dios Aire durante 360 días. Pero al final les deja acoplarse durante los cinco días que están «por encima del año». Pero ni aun así se acabó de resolver el problema. Y es que el año de los astrónomos no dura ni 365 ni 366 días, sino 365 más unas 6 horas: exactamente, la Tierra da una vuelta alrededor de nuestra estrella cada 365 días, 6 horas, 9 minutos y 9,76 segundos. ¿Cómo solucionar este embrollo en el calendario? Una cultura tan milenaria como la egipcia logró resolverlo: en el Decreto de Canopo (año –238) propusieron intercalar un día más cada cuatro años, creando así lo que los romanos llamarían luego los años bisiestos. Y entonces salen a escena los romanos. Cuando los brutos de los romanos (¡qué sabría Julio César de calendarios!) entran en contacto con los egipcios y descubren su sofisticado calendario, se asombran; y César, con la ayuda de Sosígenes, un astrónomo de la ciudad egipcia de Alejandría, modifica el atrasado calendario romano introduciendo en el año –45 ese genial invento egipcio de añadir un día más cada cuatro años. ¿Y dónde introducen ese día? Pues justo después de su 24-F, que era el día sexto antes de las calendas de marzo, con lo cual contaban ‘dos veces’ ese ‘día sexto’ y así éste era bis sextus, o sea, bisiesto. Eso sí, en honor de Julio César el nuevo calendario no se llamaría ‘egipcio’, sino juliano. Y este calendario egipcio-juliano, ligeramente modificado en el año 1582 por el papa boloñés Gregorio XIII (en cuyo honor se llama ahora calendario gregoriano), es el que nosotros usamos hoy. Si algún día van a Bolonia, no dejen de ver la estatua de este papa en la plaza Mayor. (Véase Figura 1.2). Figura 1.2. Estatua de Gregorio XIII, papa boloñés impulsor de la reforma del calendario juliano. En su honor hablamos del calendario gregoriano. Por cierto, nuestro calendario aún no es perfecto: todavía hay un desajuste de unos tres días cada 10.000 años. Así que, si se animan a corregirlo, podrán añadir su nombre propio al de tan ilustres predecesores. Los años Todos sabemos que ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo entre los distintos países para decir en qué año (del latín annus) vivimos. ¡Pues no costaría tanto! En definitiva, nos pusimos de acuerdo para el espacio (paralelos y meridianos) y también para una parte del tiempo (horas y husos horarios). ¿Por qué no para los años? Si ya hemos llegado a una norma ISO (la 8601) para regular la representación de fechas y horas, podríamos ser un poco más ambiciosos y unificar los años. Los griegos contaban los años desde la primera Olimpiada (del griego olympiás, periodo de cuatro años entre dos Juegos Olímpicos seguidos), que se celebró en el –776; por tanto, en 2014 estarían en el año 776 + 2014 = 2790. Y los romanos los contaban ab Urbe condita, ‘desde la fundación de la Urbe’ (la suya, claro: Roma), que se produjo en el –753; por tanto, en 2014 estarían en el año 753 + 2014 = 2767. ¿Y qué sucede hoy? En 2014, los judíos van por el año 5774 (desde su Creación del mundo en el año –3760, por lo que 3760 + 2014 = 5774), los musulmanes van por el 1435 (a partir de la hégira de Mahoma desde Medina a La Meca en el año 622, pero no se molesten echando las cuentas, que no salen, porque sus años no duran lo mismo que los nuestros), los chinos van por el año del Caballo (cuentan los años desde la invención de su calendario en el –2637, pero organizan los años en ciclos de 60 años, ciclos que incluyen 12 animales, además con 5 elementos... olvídenlo, tampoco lo entenderán). Y así hasta el ridículo. Pero es que tampoco los occidentales lo tenemos muy claro: contamos los años desde el nacimiento de Cristo (A. D., anno Domini, ‘el año del Señor’, ponen los ingleses tras la cifra de los últimos 2014 años, para diferenciarlos de los años sucedidos B. C., ‘antes de Cristo’ en inglés). Pero tampoco sabemos muy bien cuándo nació Cristo. Nos hemos fiado de un cierto Dionisio el Exiguo, que además de tal debía de ser un poco cortito, el pobre, quien, basándose en cálculos erróneos, fijó mal dicha fecha: hoy se piensa que Cristo debió de nacer en el año 4 antes de Cristo. O sea, que Cristo nació antes de Cristo. ¡Vaya cristo nos montó el Exiguo! Las cuatro estaciones ¿Quién bautizó a las cuatro estaciones? No Vivaldi, por supuesto, sino ¡los romanos! Claro, ahora ya lo tenían fácil: tras haber corregido su calendario en función del egipcio, los romanos siguieron con sus propios nombres de meses y días, y nos los pasaron a nosotros. Y eso mismo sucedió con los de las cuatro estaciones (del latín statio, ‘acto de estar’ o ‘permanecer’, como en estancia) del año. Muy al principio, primavera se decía en latín ver, a secas. Pero los romanos antiguos quisieron insistir en algo ya obvio, redundante: que la primavera era ‘la primera estación’ del año. ¡Claro, el año comenzaba en las calendas de marzo! Evidente. Y por eso empezaron a hablar del primum vere, que en latín vulgar daría prima vera, es decir, ‘la primera primavera’. ¡Por Tutatis, que diría Astérix, qué brutos son estos romanos! Lógicamente, la expresión latina veranum tempus quedó reservada para el verano. Aunque a esa estación también se la llamó aestivum tempus, de donde procede nuestro estío. Es el tiempo de la canícula (del latín canicula, la ‘perrita’, el ‘can’ pequeño), cuando el calor es más fuerte: tal era el nombre de Sirio (Sopdet en Egipto), la estrella más brillante del cielo, cuyo nacimiento helíaco (del griego helios, ‘sol’) era en Egipto el heraldo que anunciaba la vital crecida anual del Nilo. Era hacia el 18 de julio, pero les aseguro que Franco no tenía nada que ver con eso. ¿Y el otoño? Del latín autumnus. Esta voz derivaba de auctus, -a, -um, que era el participio pasivo del verbo augere, ‘aumentar’, ‘crecer’ (de donde viene también nuestro auge). La vegetación estaba ya en el auge máximo de su ciclo vital, había llegado a su madurez. Y, por fin, el invierno. También nos llegó del latín, por supuesto: de hibernum tempus, el ‘tiempo invernal’, la estación fría. Procede de una raíz indoeuropea que significaba ‘invierno’, con otra parecida que indicaba ‘nieve’. Por eso, cuando llega el invierno, algunos animales hibernan reduciendo su metabolismo o bien invernan en zonas de buenos pastos. ¡Gracias, Vivaldi! Los doce meses del año Mes, en latín, se decía mensis, palabra de la misma raíz que el inglés ‘moon’, ‘Luna’, pues inicialmente los meses romanos eran lunares. Muy al principio, en Roma sólo había diez meses, y el año empezaba en marzo. Pero ya Numa Pompilio, el segundo rey de Roma, reorganizó el calendario sagrado e introdujo los dos primeros meses actuales. Para designar al primero de los dos, no pudo elegir un nombre más adecuado: el de Jano, el dios bifronte (del latín bifrons, ‘de dos frentes’), que con una cara (una ‘frente’) miraba hacia el pasado y con la otra al futuro, con una frente hacia el año que terminaba y con la otra hacia el que empezaba. Por eso era el dios de las puertas: podía mirar hacia dentro y hacia fuera, vigilando así tanto la entrada como la salida. En honor del dios Jano (Ianus en latín), el mes se llamaría ianuarius, de donde viene nuestro enero. La bahía de Río de Janeiro fue descubierta por los portugueses el 1 de enero de 1502 y por eso llamaron a la futura ciudad Río de Janeiro, ‘río de enero’, donde la etimología queda aún más clara. ¿Y febrero? Pues viene del mes latino februarius, que era el mes de las purificaciones o februa. Hacia el 15 de febrero se celebraban en Roma las fiestas Lupercales, cerca de la gruta donde la lupa, la ‘loba’, había alimentado a los fundadores Rómulo y Remo, situada en la colina Palatina (¡se puede subir!). En ese festival de las februa, los celebrantes azotaban a la gente (sobre todo a las mujeres) con unas februa, o tiras de piel de macho cabrío, para así purificarla. Nuestra fiebre (del latín febris) aún tiene que ver con esas purificaciones. Al igual que ocurre con otros nombres de meses, también aquí el nombre latino se ha conservado en las principales lenguas europeas modernas: febbraio en italiano, february en inglés, février en francés, februar en alemán, fevereiro en portugués... Marzo procede del latín martius, el mes de Marte, dios de la guerra pero también de la fertilidad, tanto la del ganado como la de las plantas. No en vano era el mes en el que la vida, tras el paréntesis invernal, volvía a renacer. Era el inicio de la primavera, como había sido también el principio del año. Abril parece claro: viene del latín aprilis, que era el nombre de este mes. Hasta ahí sí, claro. Pero ¿de dónde venía aprilis? Según algunos, tendría que ver con el verbo aperire, ‘abrir’: es el mes en el que se abren las flores. Pero quizá sea una etimología demasiado fácil, por lo que hay muchos especialistas que la discuten. Otros lo relacionan con la palabra griega afro, ‘espuma’, de donde nació la diosa griega Afrodita (Venus para los romanos, a la que estaba dedicado este mes). O sea, que en esto de las etimologías no hay que fiarse de las apariencias, pues hay muchas «leyendas urbanas». Mayo se llamaba maius en latín. Pero también aquí tenemos muchas dudas. Unos especialistas relacionan ‘mayo’ con la palabra latina maiores, los ‘mayores’, los ‘antepasados’, a quienes se veneraría en este mes. Pero otros lo vinculan a Maya, la diosa romana de la floración (todavía mayo es el «mes de las flores»), a quien llamaban la Magna Mater, la ‘Gran Madre’, y también la Bona Dea, la ‘Buena Diosa’. Estaría vinculada a la fertilidad y a la maternidad, y su fiesta se celebraría en mayo. Pero sus ritos eran secretos, por lo que de ello sabemos poco y además inseguro. En este mes, en muchos pueblos de España, se ponía en la plaza del pueblo un mayo (un tronco de árbol alto y erguido), adornado con cintas y frutos, al que mozas y mozos acudían a divertirse, en ritos que no pueden menos de evocar los que antes favorecían la fertilidad de los campos. Junio es (casi) evidente: iunius era el mes de la diosa Juno, la esposa de Júpiter, el supremo dios romano. En una sociedad como la romana, en cuyos mitos se habla de una presencia femenina fuerte, el papel de la mujer como esposa y madre era vital. Y eso era Juno, suprema divinidad femenina: diosa del matrimonio y de la maternidad, protectora de los embarazos y de los partos. Pero el propio poeta latino Ovidio, en su popular e inacabada obra Fasti, da una segunda etimología para iunius: si mayo es el mes de los maiores (los ‘antepasados’), iunius lo será de los iuniores, el de los ‘jóvenes’, el mes de la juventud. Figura 1.3. Julio César y Cleopatra, por Gérôme. El calendario juliano fue inspirado por Sosígenes, astrónomo egipcio de Alejandría. Julio ya lo sabemos: viene de iulius, como no podía ser de otra manera tratándose del calendario ‘juliano’. El antiguo mes romano quinctilis, que era el ‘quinto’ contando a partir del mes de marzo con el que se iniciaba el año, en el –44 pasó a llamarse iulius en honor del reformador del calendario Julio César. ¡Qué menos! (Véase Figura 1.3). Otro que tenía un ego que se lo pisaba era Augusto, que para eso fue el primer emperador romano. ¡No iba a ser menos que su tío-abuelo Julio César! Si Julio había dado su nombre propio al antiguo mes quinctilis, el augusto Octavio daría el suyo, no sólo al adjetivo augusto, sino también al antiguo mes sextilis, que era el sexto del año. Y así, en el año –24, en honor a sí mismo, Augusto hizo que ese mes pasase a llamarse augustus, de donde viene nuestro agosto. ¡Él sí que hizo el agosto! Y el resto de los meses los podemos decir ya «de carrerilla». Septiembre viene del latín september, de septem, ‘siete’ (era el mes ‘séptimo’ cuando el año lunar romano empezaba en marzo) y de imber, ‘lluvia’ (porque entonces comenzaba la estación de las lluvias). Octubre viene del latín october, de octum, ‘ocho’, e imber, pues seguían las lluvias. Noviembre viene de november, de novem, ‘nueve’, y el consabido imber, ¡qué lluvia más pertinaz! Y, por último, diciembre viene del latín december, por decem, ‘diez’, y las ya insoportables lluvias designadas por imber. Aunque parezca mentira, y por una sola vez, estos cuatro últimos meses no son anglicismos, aunque se digan igual: también en inglés vienen del latín. Los siete días de la semana Nuestra palabra semana procede de la latina septimana, que, a su vez, viene del adjetivo septimanus, ‘relativo al siete’. Es un espacio de siete días consecutivos. Y siete, en latín, se decía septem, como ya hemos visto también en ‘septiembre’, cuando éste era el séptimo mes con sus correspondientes lluvias. Se cree que la semana de siete días surgió al observar los ciclos lunares: en efecto, las fases de la Luna (llena, menguante, nueva, creciente) duran siete días cada una. O sea, una semana. Y los nombres de esos siete días proceden de los nombres de los planetas (del griego planetes, ‘errantes’, astros que no están inmóviles sino que vemos que se desplazan contra el fondo de estrellas fijas), al menos de los más conspicuos: la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno y el Sol, aunque ni la Luna ni el Sol sean hoy planetas por mucho que se muevan respondiendo a la etimología de ‘planeta’ y, por supuesto, a las leyes de Newton. ¿Y los nombres de estos ‘planetas’ de dónde nos vienen? Pues de los nombres de sendos dioses. Romanos, por supuesto, que dioses era de lo que más les sobraba. El lunes era en latín el Lunae dies, el ‘día de la Luna’. De lunae conservamos el ‘lun’ al principio de nuestra palabra ‘lunes’ y de dies conservamos el ‘es’ al final: al contraerse ambas palabras latinas se originó nuestro ‘lunes’. Algo parecido ocurre en inglés cuando dicen monday (por moon day, literalmente ‘el día de la Luna’), y en alemán, mondtag, exactamente igual, y en holandés, maandag, y en francés, lundi, y en italiano, lunedì... Y también en catalán, sólo que poniéndolo al principio, dilluns, que en algo más nos teníamos que diferenciar. ¿Y martes? Pues lo mismo: del latín Martis dies, el ‘día de Marte’. Marte, como dios de la guerra, es un verdadero conquistador: no se ha contentado sólo con tener un día de la semana (el martes) y también un mes del año (marzo), sino que además tiene adjetivos como marcial (‘al estilo de Marte’), nombres propios como Marte (el planeta dedicado a ese dios) y, por tanto, sustantivos como marciano (‘habitante de Marte’). ¡Y eso que todavía no han ‘aterrizado’ en la Tierra los «hombrecitos verdes» procedentes de nuestro planeta vecino! Aún más, si el planeta Marte lleva el nombre del dios de la guerra, sus dos satélites llevan el de sus dos hijos: Fobos (el ‘miedo’) y Deimos (el ‘terror’). ¡Qué belicosos! Figura 1.4. Venus y Marte, por Botticelli. La diosa romana Venus dio nombre a nuestro viernes y el dios Marte a nuestro martes, así como a nuestro mes de marzo. Miércoles era el Mercurii dies, el ‘día de Mercurio’. El nombre de este dios tiene que ver con el latín merx, ‘mercancía’, lo cual explica palabras como mercado, mercadería, mercar, mercante, mercantil y hasta mercachifle. No es de extrañar que Mercurio, además de ser el mensajero de los dioses, fuese el patrono de los mercaderes, de los comerciantes y también, curiosamente, de los ladrones (¿¡no será todo lo mismo!?): el dios griego Hermes, correspondiente al romano Mercurio, había robado los rebaños del dios Apolo nada más nacer, o sea, que le venía en la sangre. ¡Vaya fama! Menos mal que también dio nombre a un elemento químico que ha servido para ‘medir la temperatura’ con los termómetros: el mercurio. Jueves era el Jovis dies, el ‘día de Júpiter’, dios supremo, el dios de los dioses. El atributo más llamativo de este dios era el trueno, por lo que no tiene nada de extraño que al jueves los ingleses lo llamen thursday (de Thor, dios nórdico del trueno), los alemanes donnerstag (literalmente, el ‘día del trueno’) y los holandeses donderdag, que hasta parece retumbar. De jovis procede también nuestra palabra jovial, pues Júpiter era un dios divertido y cachondo, al que le encantaban los amoríos con otras diosas (tuvo decenas de hijos) e incluso le atraía andarse disfrazando festivamente: se disfrazó de cisne para beneficiarse a Leda, de lluvia de oro para arrojarse sobre Danae y de toro para embestir a Europa. Hasta se casó con su hermana Juno, la de junio, ¿recuerdan?, y con ella tuvo a Marte, otro viejo conocido. ¡Rayos y truenos! Estos dioses... El viernes era el Veneris dies, el ‘día de Venus’. Venus era la diosa de la hermosura y el amor, cuyo equivalente griego era Afrodita. Tan bella era que inspiró a los cinceles de los escultores (Venus de Milo), a los pinceles de los pintores (La Venus del espejo, de Velázquez) e incluso a los papeles de los compositores (el Tannhäuser de Wagner descubrirá Venusberg, el ‘monte de Venus’). Como se ve en el famoso cuadro de Botticelli, Venus había nacido del mar en una concha de vieira (del latín veneria), que hoy, en su honor, se llama también ‘concha venera’ o ‘concha de Venus’ y que los peregrinos a Santiago conocen muy bien. En el Juicio de Paris, éste debía elegir a la diosa más bella: para sobornarlo, Hera le ofreció el poder, Atenea la inteligencia y Afrodita (Venus) el amor de Helena, la mujer más bella del mundo. Y, claro, ganó la tercera. Pero, ¡ojo!, el culto excesivo al monte de Venus puede acarrear desgracias: si entonces causó la guerra de Troya, hoy podemos contraer una ‘enfermedad venérea’, sobre todo si practicamos ese culto sin protección. ¿Será por esto por lo que los viernes- 13 son días nefastos para los ingleses? Tal vez sea más prudente limitarnos a mirar las estrellas: Venus es el tercer astro más brillante del cielo (tras el Sol y la Luna), tanto al amanecer (el ‘lucero del alba’) como al anochecer (el ‘lucero vespertino’). Los ingleses llaman al viernes friday, los alemanes freitag y los suecos, noruegos y daneses fredag: todos ellos están rindiendo culto a Freyja o Freja, la diosa nórdica del amor y la fertilidad. Lógicamente, en árabe el viernes se llama al-yˆ um'a, el día de ‘la reunión’: es el día en que los musulmanes se reúnen para orar juntos en la mezquita. También así se evita rendir culto a Venus. (Véase Figura 1.4). El nombre del sábado procede del hebreo sabbat, que significa ‘reposo’, ‘descanso’. Así pues, el sábado era el ‘día del descanso’. En Éxodo, 20, 8, la Biblia dice: «Acuérdate de santificar el día del sábado». Y, según el Diccionario de la Academia, el hebreo sabbat procede, a su vez, del acadio šabattum, que también los mesopotamios aportaron a la astronomía tanto como los egipcios, si no más. Una tablilla cuneiforme mesopotámica cita el šabattum como «el día del descanso del corazón». Y del hebreo sabbat procede el nombre de este día en la mayoría de las lenguas actuales, incluido el árabe (as-sabt), pero con dos excepciones importantes: primera, en inglés es saturday, el ‘día de Saturno’ (conservando el antiguo nombre latino: Saturni dies), pues Saturno era el dios del tiempo (Cronos, ¿recuerdan?) y Saturno es también el astro más bello de nuestro Sistema Solar; y segunda, en los países escandinavos es el ‘día de bañarse’ (lørdag, lördag), de cuando la gente sólo se bañaba un día a la semana. ¡Guarros! Bueno, en realidad los guarros no eran únicamente los vikingos: también nosotros conservamos todavía la expresión ‘hacer sábado’ para indicar que en ese día se hace limpieza de la casa. ¿Y los otros días? Por otro lado, nuestra expresión ‘año sabático’ no indica que descansamos sólo un sábado... ¡sino todo un año! Y cuando se desata la «fiebre del sábado noche», nuestras modernas brujitas y machos cabríos parecen escaparse de las pinturas negras de Goya en las que celebraban sus aquelarres la noche del sabbat para encaminarse a sus sabáticos botellones. Figura 1.5. El gnomon (‘guía’) de este reloj de sol nos dice las horas. Y la leyenda Tempus Fugit («El tiempo huye») nos sugiere que las aprovechemos. Por último, para los seguidores de la Biblia, Dios creó el mundo en una semana: o sea, en seis días de trabajo y, tras una tarea tan agotadora, uno de descanso. En Génesis, 2, 2, leemos: «El séptimo día Dios tuvo terminado su trabajo, y descansó en ese día de todo lo que había hecho». Para los judíos, como hemos visto, ese día era el sabbat, por lo que durante mucho tiempo se consideró que el sábado era el día de descanso y la semana empezaba el día siguiente; y así lo hacen todavía los judíos de Israel. Pero los musulmanes descansan el viernes e inician la semana el sábado. Y los cristianos descansan el domingo y empiezan la semana el lunes... excepto algunos cristianos, como los portugueses y los ingleses, que consideran que la semana empieza el domingo, no el lunes. Nada, que no nos ponemos de acuerdo ni para descansar. Pero no siempre había sido así para los cristianos: durante más de tres siglos, el día de descanso de los cristianos había sido el sábado (María, Jesús y los Apóstoles eran judíos) y la semana empezaba el día siguiente. Pero, en el año 321, Constantino I el Grande, el emperador romano que ocho años antes había dejado ya de perseguir a los cristianos y los había legalizado en su Edicto de Milán, decretó que en adelante el día último y más importante de la semana no fuese el sábado, sino el día siguiente: el «venerable día del Sol», que sería el nuevo día de descanso semanal (los ingleses todavía dicen sunday, el ‘día del Sol’). Y, con el correr de los siglos, todas las prohibiciones laborales del sabbat judío se transfirieron al día siguiente, que pasaría a designarse domingo, de Dominicus, el ‘día del Señor’ (‘Señor’ se dice Dominus en latín). Culminaba así la semana. Las veinticuatro horas del día De las veinticuatro horas del día, sólo hay una realmente importante: la sexta, de donde procede nuestra siesta. Las otras no son tan imprescindibles. Los romanos dividían el día en distintas horas, que empezaban a numerar hacia las siete o las ocho de la mañana, horas solares: la prima, la secunda, la tertia... Todavía hoy, si usted se aloja en la hospedería del Monasterio de Silos, tendrá ocasión, no sólo de admirar su glorioso claustro y de escuchar su excelso gregoriano (¡otro Papa de nombre Gregorio, pero esta vez el Magno, no el XIII!), sino también de seguir sus horas de rezo: además de los maitines (en el tempus matutinus, matinal, por la mañana), los monjes tienen la hora Tertia (la 3.ª), la Sexta (la 6.ª), la Nona (la 9.ª)... ¡Menos mal que los pobres romanos finalmente inventaron algo digno de mención, la siesta! Debieron de quedar tan exhaustos con tanto trabajo lexicográfico, que al final no tuvieron más remedio que echarse una siestecita a la hora sexta. Nuestro sarcástico Cela decía que había que hacer la siesta «con pijama, padrenuestro y orinal», aunque ya los jóvenes modernos no saben qué es el orinal, muchos no rezan ni un padrenuestro y el pijama... no es necesario. ¡Pero la siesta sí! «Todas hieren, la última mata», dice un reloj de sol hablando de las horas. ¡Así que cambiemos rápidamente de tema! Instrumentos de medir el tiempo Se dice que, hace ya 3.500 años, en tiempos de Tutmosis III, llamado «el Napoleón egipcio», se usaba un pequeño reloj solar portátil llamado shesat (Shesat era la diosa egipcia del cómputo del tiempo). Constaba de dos piedras perpendiculares, una de las cuales tenía marcadas las horas y la otra servía de gnomon (del griego gnomon, ‘guía’, ‘indicador’): la longitud de la sombra indicaba la hora. «Pero este sistema sólo servía en los días que hacía bueno», como decía Plinio el Viejo sobre los relojes de sol romanos. Y, como aseguraba un reloj de sol, «Da mihi solem, dabo tibi horam» («Tú dame sol, que yo te daré la hora»). (Véase Figura 1.5). Figura 1.6. Clepsidra del siglo –V. La palabra clepsidra significa ‘ladrón de agua’: el recipiente inferior parece que ‘roba el agua’ que cae del superior a medida que pasan las horas. Por eso precisamente se inventaron los relojes de agua, que funcionan con sol o sin él: las clepsidras. La etimología de esta palabra es toda una metáfora: viene del griego klepsydra, formada por las palabras klepto, ‘robar’ (¿no estaremos ahora en una cleptocracia con tanta cleptomanía?) e hýdor, ‘agua’ (como en hidroavión, hidromasaje o hidrógeno). Literalmente, ese reloj es un «ladrón de agua»: mide el tiempo que se tarda en trasvasar (‘robar’) una cantidad de agua desde un recipiente a otro. Las clepsidras datan del antiguo Egipto: eran unas vasijas de barro llenas de agua, con un orificio de salida en la base y con una escala de horas marcada en la pared del recipiente. El nivel del agua trasvasada (‘robada’) indicaba las horas transcurridas. Y algo parecido sucedía con los relojes de arena. (Véase Figura 1.6). Esto permitió empezar a dividir el día en horas. Antes les bastaba con decir: ‘día’, ‘noche’, ‘mediodía’, ‘medianoche’, ‘tarde’... Y, sobre todo, las horas más bellas: el alba (del latín albus, ‘blanco’) y el ocaso. Nadie ha llamado nunca jamás al alba de una forma tan bella como Homero: rhododáctylos heos, ‘la Aurora de rosados dedos’ (por tres palabras griegas: heos, la diosa Aurora, como en Eoceno, el periodo de la ‘aurora reciente’; rhodós, ‘rosado’, como el nombre de la isla de Rodas; y dáctylos, ‘dedo’, como en dactilografía). Y al ocaso Homero lo llamaba por su impresionante color: oinos, ‘vinoso’ (del griego oinos nos viene la enología). Y, hablando de efluvios vinoso-poéticos, se ha de reconocer que nuestro Cantar de Mío Cid tampoco lo hacía tan mal al hablar del alba: «Apriesa cantan los gallos / e quieren quebrar albores». Ni tampoco García Lorca: «Las piquetas de los gallos / cavan buscando la aurora». Pero ¿y el ocaso? Pues esta palabra nos viene del latín occasus, que, a su vez, procede del verbo occidere, ‘morir’, ‘caer muerto’: a la puesta de sol, cae muerto el día. Y por eso decimos también Occidente, donde el Sol cae al suelo y muere, frente al Oriente (del latín oriri, ‘nacer’), que es donde nace. Así pues, llegados a este punto, en definitiva nos podemos preguntar: ¿y qué es el tiempo? El propio san Agustín declaraba en sus Confesiones su ignorancia: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunte, entonces no lo sé». ¡Pues eso mismo! Con razón dice don Quijote que el tiempo es «descubridor de todas las cosas». Moraleja sólo puede haber una, la del poeta latino Horacio: «¡Carpe diem!», «Coge este día». Aprovecha el día de hoy, goza del presente. El pasado ya no existe y, todavía, el futuro tampoco. Olvídate de la eternidad. EN LOS JUEGOS OLÍMPICOS (Olimpia, –480) La máquina del tiempo nos deja en otro lugar y en otra época. ¿Lugar? En Olimpia, a orillas del río Alfeo, en la península griega del Peloponeso. ¿Época? Hace casi 2.500 años: en el año –480. Va a empezar la Olimpiada 75.ª de la cronología griega (del griego khronos, ‘tiempo’, y logos, ‘palabra’, ‘expresión’). Esta ‘expresión del tiempo’ en el calendario griego se inició hace ya 296 años, cuando en el –776 se celebraron los primeros Juegos Olímpicos y se inauguró así la primera Olimpiada, ese ‘espacio de cuatro años entre unos Juegos y los siguientes’. Así como los romanos cuentan sus años «desde la Fundación de la Ciudad», que ocurrió pocos años después (Roma se fundó en el –753), los griegos cuentan los suyos por Olimpiadas: por ejemplo, ahora, en el –480, estamos en el año 4.º de la Olimpiada 74.ª, pero dentro de muy pocos días, tras finalizar los nuevos Juegos, empezará la Olimpiada 75.ª, y en cuatro años más, cuando en el – 476 se cumpla el trescientos aniversario del inicio de los Juegos Olímpicos, empezará la 76.ª. Este año 4.º de la Olimpiada 74.ª que está acabando es un año muy especial. Ya hace diez que el «Gran Rey» persa Darío fue derrotado por los griegos en Maratón, pero su orgulloso hijo Jerjes quiere vengarse y ha vuelto a invadir Grecia, este pequeño territorio europeo. El inmenso ejército persa acaba de vencer a los 300 del rey espartano Leónidas y a unos pocos griegos más en la batalla de las Termópilas (recordemos: las ‘puertas calientes’) y sigue avanzando en este momento por Grecia Central. (Véase Figura 4.1). Capturan a unos prisioneros y los llevan ante Jerjes, quien, extrañado por los pocos griegos combatientes, les interroga: Figura 4.1. Monumento al espartano Leónidas y a sus famosos 300, que se enfrentaron al rey persa Jerjes en la batalla de las ‘puertas calientes’: las Termópilas. —¿Qué están haciendo los griegos? —Están celebrando los Juegos Olímpicos —responden los prisioneros griegos—, unos certámenes atléticos y ecuestres. —¿Y cuál es el premio? —Al vencedor se le concede una corona de olivo. El rey no pudo guardar silencio y, dirigiéndose a su comandante Mardonio, exclamó delante de todos: —¡Ay, Mardonio, contra qué clase de gente nos has traído a combatir! ¡No compiten por dinero, sino por amor propio!* Esos extraños griegos derrotarán al «Gran Rey» Jerjes, con sus cientos de miles de soldados, en la decisiva batalla de Salamina... dentro de tan sólo un par de meses. Pero ya serán «meses» de la Olimpiada 75.ª, pues por entonces ya habrán terminado los 75.º Juegos Olímpicos. La tierra sagrada de Olimpia Olimpia está en «un valle risueño y acogedor, a los pies de suaves colinas que lo protegen contra los furiosos vientos del norte y los ardientes vientos del sur, abierto sólo al oeste, desde donde sopla una brisa fresca entre las gargantas del Alfeo» (Nikos Kazantzakis). Entre el monte Cronion al norte y las orillas del río Alfeo al sur se alza el recinto sagrado de Altis, el corazón de Olimpia, donde se van a celebrar los próximos Juegos Olímpicos: en griego, Olympiakói (‘de Olimpia’) Agones (recordemos: de agón, ‘lucha’, ‘competición’; ¿qué es nuestra agonía, sino una ‘lucha’ contra la muerte?). Se celebran en honor a Zeus y a otros dioses del Olimpo. (Véase Figura 4.2). Los responsables de estos próximos Juegos llevan ya tiempo preparándolos. Hace diez meses que los helanodices (los ‘jueces’ de los ‘helenos’), elegidos por sorteo entre la población, están instruyéndose para ser unos jueces imparciales y competentes, pues su juicio es irrevocable; por primera vez, este año serán nueve: tres para las competiciones con caballos, tres para las del pentatlón y tres para el resto. Y hace ya unos pocos meses que se han enviado emisarios (spondophoroi, que ‘llevan la spondé’, la ‘tregua’ sagrada) a todas las ciudades griegas anunciando los Juegos: la hostilidad da paso a la rivalidad; la confrontación, a la competición. Desde esa proclamación, cada polis se ha comprometido a un armisticio entre todas ellas durante tres meses, para que atletas y peregrinos puedan ir a Olimpia y regresar sin peligros, incluso si viajan por territorio griego enemigo. Reina la ‘paz olímpica’, la ekekheiría. Los atletas participantes han llegado ya hace un mes, para entrenarse y demostrar su valía, pues sólo los mejores son aceptados. Cada ciudad ha enviado ya su theoría (‘embajada’), y estas misiones oficiales han ido llegando estos últimos días, compitiendo entre ellas en sus valiosos regalos a Zeus, pues está en juego también el prestigio de su polis. Y, además de atletas y embajadores, han venido por mar o por tierra, a pie o a caballo, peregrinos-espectadores de toda Grecia: desde el Bósforo en el norte hasta la Cirenaica en el sur, desde la Magna Grecia en el oeste hasta las ciudades griegas del Asia Menor. Y, por supuesto, también vendedores de todo tipo, que quieren hacer negocio en esta gran feria. Duermen a cielo raso (los embajadores, en tiendas) junto a ríos y pozos, bajo los árboles o bajo las estrellas, comiendo lo que han podido llevar consigo. Pero la noche es agradablemente fresca: se acerca ya la primera luna llena tras el solsticio de verano. Como cantaba Píndaro en una de sus Odas olímpicas, «la Luna, que divide los meses, había hecho brillar, sobre su carro de oro, el ojo entero de la tarde». Figura 4.2. Reconstrucción ideal del recinto sagrado de Olimpia. Dará su nombre a los Juegos Olímpicos, que allí se celebran, y a las Olimpiadas. Olimpia rebosa de gente, desde poetas (de poietés, ‘creador’) y filósofos (‘que aman la sabiduría’) hasta políticos (que se ocupan de los asuntos de la polis) y tiranos (de týrannos, ‘señor absoluto’, aunque no siempre esa palabra tiene un sentido tan negativo). Todos los ciudadanos helenos (héllenos, ‘de la Hélade’, ‘de Grecia’) pueden asistir, por lo que quedan excluidos los esclavos y los bárbaros (bárbaros, que, en vez de hablar griego, sólo dicen ‘bar-bar’, por onomatopeya, ‘nombre creado’ imitando sonidos); también se excluye a los asesinos, ladrones y a los violadores de la tregua sagrada. Y hay otra restricción particular: tampoco pueden asistir las mujeres casadas, aunque sí las vírgenes (Pausanias: «Las doncellas no son excluidas de los Juegos»), además de una sacerdotisa para atender en el estadio el altar de Deméter (‘diosa madre’). O sea, madres y esposas... mejor abstenerse, pues les esperaría un duro castigo: según Pausanias, ser despeñadas desde un acantilado. Sólo Calipatira, que se había disfrazado de entrenador, fue descubierta... y perdonada: era hija, hermana y madre de seis vencedores. Su padre era el gran Diágoras de Rodas, que luego saldrá. Y añade Pausanias: «Por esto se hizo una ley para que en adelante los entrenadores entrasen desnudos a los juegos». En Grecia se celebran cuatro tipos de juegos sagrados (agones hierói: de hierós, ‘sagrado’, como en jeroglíficos, la escritura ‘sagrada’): los olímpicos, en Olimpia, que son los más antiguos; los píticos, en Delfos, donde recibieron su nombre de la serpiente ‘Pitón’, que se lo dio también a la ‘pitonisa’; los ístmicos, en el ‘istmo’ de Corinto; y los nemeos en la ciudad ‘de Nemea’, en cuyos bosques Heracles hizo uno de sus doce trabajos, matar al famoso león de Nemea. Los olímpicos y los nemeos se celebran en honor de Zeus (véase Figura 4.3), que gobierna a todos los dioses desde el monte Olimpo; los píticos en honor de Apolo, que mató a la serpiente Pitón; y los ístmicos en honor a Poseidón, el dios del mar, pues Corinto es la ciudad «entre dos mares». Los vencedores en los juegos reciben una ‘bella corona’ (kallistéphanos, de kalós, ‘bello’, y stéphanos, ‘corona’; como en Esteban, el ‘coronado’): en Olimpia, una corona de olivo silvestre o acebuche; en Delfos, una de laurel; en Corinto, de pino; y en Nemea, de hojas de apio. Todos los juegos han sido fundados por dioses, héroes o semidioses; pero los más brillantes son los olímpicos, que «refulgen como el sol en un cielo vacío» (Píndaro). Los cuatro juegos son panhelénicos (por pan, ‘todo’): sólo de los griegos, pero ‘de todos los griegos’. Evidentemente, sería anacrónico (de aná, ‘por encima de’, y khronos, ‘tiempo’, es decir, estaría ‘por encima del tiempo’ que le corresponde) el aplicar criterios nacionalistas actuales a la situación de Grecia en la 75.ª Olimpiada. Cada ciudad importante forma un Estado, a menudo enfrentado a los demás; pero aunque no tienen cohesión interna, sí ejercen la defensa externa: todas ellas se unen frente al enemigo común, como ante esos orgullosos persas que, hace pocos meses, «han caminado la mar y navegado la tierra»: por un puente de barcas «caminaron» el Helesponto (el ‘mar de Hele’, hoy estrecho de los Dardanelos) y «navegaron» la península del monte Athos cruzándola por un canal artificial. Comparten el mismo origen, pero sobre todo adoran los mismos dioses, hablan la misma lengua, escuchan la misma literatura... y participan en los mismos Juegos. Nadie sabe aún dibujar un mapa de lo que hoy llamamos Grecia, pero todos saben que les une la misma cultura y pertenecen a un mismo país: Hellás, la Hélade, Grecia. Es la unión a pesar de la fragmentación. En el famoso Panegírico (de pan, ‘todo’, y agorá, ‘plaza pública’, o sea, «discurso solemne en una reunión pública», según Corominas) que pronunciará en la Olimpiada 100.ª, el creador del concepto de «panhelenismo», Isócrates, dirá estas palabras, que aún son válidas veinticuatro siglos después: «Nuestra ciudad aventajó tanto a los demás hombres en el pensamiento y oratoria que sus discípulos han llegado a ser maestros de otros, y ha conseguido que el nombre de griego se aplique no a la raza, sino a la inteligencia, y que se llame griegos más a los partícipes de nuestra educación que a los de nuestra propia sangre». Ha llegado, pues, el momento de que los mortales alcancen la inmortalidad. Y sólo la gloria hará ‘inmortal’ (athánatos, Atanasio) al hombre. Así lo cantará Píndaro: «¡Sueño de una sombra es el hombre! Pero si llega la gloria, regalo de los dioses, hay luz brillante entre los hombres y una amable existencia». Y tanta será la fama proporcionada por la victoria que el atleta se habrá de contener: «Si alguien alimenta su felicidad en salud, abastado de bienes y a ellos añadiendo la fama, que no pretenda llegar a ser dios». Figura 4.3. El dios supremo Zeus, en cuyo honor se celebran los Juegos, lanza sus rayos y truenos desde el Olimpo. Este monte sagrado prestará su nombre a Olimpia. Primera jornada: el día de los dioses Hoy empiezan los Juegos Sagrados. Y son exactamente eso: juegos y sagrados, no sólo espectáculos deportivos, sino también ritual religioso. Porque en Olimpia se venera a los dioses como héroes y a los héroes como dioses. La tensión deportiva y la emoción religiosa se sienten hoy a flor de piel. Es inefable (‘in-expresable’), pues sólo quien lo ha vivido lo puede comprender. El día tan esperado, durante cuatro impacientes años, por fin ha amanecido. Se va elevando un conmovido eco (del griego ekhó, ‘eco’) de voces, risas, canciones; y Eco, ninfa de la resonancia, será la encargada de propagar el mensaje triunfal. Una atmósfera festiva embarga a la multitud entusiasmada (de en-theós einai, ‘estar en dios’, como poseído o inspirado por los dioses), que se va congregando ya en el sagrado recinto olímpico de Altis (nombre que deriva de alsos, ‘bosque sagrado’, ‘recinto sagrado’). (Véase Figura 4.4). Tras cruzar el períbolos o ‘muro protector’ de su perímetro (‘medida alrededor’) por sus tres entradas principales, lo primero que visitan es el Pelopion, el ‘santuario de Pélope’, su supuesta tumba. Es como un jardín cercado, con un muro pentagonal (de ‘cinco ángulos’) propio y con sus propios propileos (‘puertas delante’). De hecho, todo el lugar, poblado desde hace más de dos mil años, está vinculado al legendario primer rey, Pélope, que dio su nombre también al Peloponeso (la ‘isla de Pélope’, aunque realmente no sea una isla sino una península o ‘casi isla’, unida al resto de Grecia por el istmo de Corinto). A él y a su amada Hippodamia (la ‘domadora de caballos’) se les venera aquí en un culto ancestral, milenario, al que siglos después se añadirá el culto a los dioses olímpicos: junto al mismo Pelopion se erigió un altar de Zeus, con lo que el santuario local se transformó en nacional, panhelénico. Figura 4.4. Plano final de Olimpia, a orillas de un afluente del río Alfeo y a los pies del monte Cronion. Se muestran dos fases del estadio y algunos edificios de siglos posteriores. A continuación, las embajadas (theoríai) de cada ciudad (polis) y sus respectivos conciudadanos visitan sus tesoros (de thesaurós, ‘depósito’, ‘tesoro’), una serie de templitos de las metrópolis (‘ciudad madre’) o de sus colonias, adonde llevan valiosas ofrendas, traídas desde sus ciudades y dedicadas a los dioses patrios. Algunos de estos tesoros tienen ya cien o doscientos años y todavía quedarán en pie diez cuando los visite Pausanias dentro de varios siglos. Están en fila, unos al lado de otros, cerrando el recinto de Altis por el norte, en las estribaciones del monte Cronion. Hay altares de dioses y estatuas de héroes y de atletas por doquier, obra de los mejores escultores de toda Grecia y con versos de los mejores poetas, inscritos en sus bases. Por encima de los tesoros sobresale la silueta de este monte sagrado, el Cronion, dedicado al dios Cronos, el ‘tiempo’, el único que podía ser padre de Zeus, el rey de todos los dioses olímpicos. «¡Oh Zeus, hijo de Cronos y de Rea, que el asiento del Olimpo dominas, la cima de los Juegos y el curso del Alfeo», le rezará Píndaro en una oda de la siguiente Olimpiada. La tecnología no permite aún crono-metrar los tiempos de los atletas, pero no importa: no luchan contra el tiempo, sino contra los demás. No hay récords, sólo buscan «ser el primero entre los mejores». En el texto literario más antiguo de toda Europa, la Ilíada, Peleo se lo dice así a su hijo Aquiles: «Ser siempre el mejor, y destacar sobre los demás». Por eso en Olimpia nunca ha habido deporte de grupo, sólo deporte personal; pues así es la gloria en Grecia: de cada uno. Cada ganador se la pasará a su linaje y a su ciudad, pero está claro que primero es suya. Enseguida les llamarán la atención dos bellos templos, uno a cada lado del Pelopion: al norte el Heraion (o ‘templo de Hera’), dedicado a la esposa y hermana de Zeus, y al sur el de Zeus Olímpico, cuya construcción apenas se está iniciando. Ambos son perípteros (con ‘alas alrededor’, sostenidas por columnas) y ambos de estilo dórico (el ‘de los dorios’, con columnas sin basa y de capitel sencillo), a cuál más bello. ¡Y eso que faltan cincuenta años para que Fidias esculpa para este último templo una de las Siete Maravillas de la antigüedad! Será la estatua criselefantina (‘de oro y marfil’) de Zeus, con más de 30 codos de alto, que sostendrá en su mano derecha a la venerada diosa Niké (‘Victoria’; sí, de donde luego derivarán el nombre de la ciudad de Niza y el «impío» nombre de una marca de calzado deportivo). En la bella cerámica de esta época aparece a menudo la diosa Niké coronando al vencedor, pues triunfar en los Juegos es ganar la gloria divina. También la victoria es hierá, ‘sagrada’: si el triunfo queda indeciso, la corona de la victoria se ofrece al dios. Tras vencer a los bárbaros persas este mismo año, los atenienses erigirán en su Acrópolis (‘ciudad alta’) un templo a la Niké, pero a la Niké áptera (‘sin alas’), para que así la victoria no pueda volar y se quede con ellos para siempre. (Véase Figura 4.5). Junto a una esquina del templo de Zeus está plantado el acebuche Kalistéfanos, de cuyas ramas se obtienen todas las ‘bellas coronas’ de Olimpia, el «verdiplateado ornato del olivo». Las coronas no tienen precio económico, pero sí valor moral, pues las han ofrecido siempre a sus antepasados, a su ciudad, a sus dioses. De repente, se oye un rumor de música. En el ruidoso ambiente se hace un respetuoso silencio, pero enseguida estalla de nuevo la alegría: son las trompetas de los heraldos anunciando el inicio de la fiesta. ¡Está llegando la procesión oficial! Salió hace dos días de Elis, la capital de la región, una fértil zona agrícola del noroeste del Peloponeso, que incluye otras dieciséis ciudades y a la que Olimpia le ha dado una gran prosperidad, llegando a acuñar su propia moneda. Han hecho noche por el camino, a mitad de la Vía Sacra que une Elis con Olimpia, y llegan ahora tras haber caminado más de cincuenta kilómetros. Allí vienen todos los de Elis, gobernantes, sacerdotes, invitados especiales, y allí van todos los de Olimpia, jueces, atletas, peregrinos. Y todos los demás responsables del funcionamiento: desde sacerdotes y policías hasta manteis (encargados de los oráculos, como en nuestra quiromancia, ‘adivinación por las manos’); desde los exegetés (que ‘interpretan’ los ritos a los no entendidos, como los actuales exégetas) y grammatéis (que anuncian qué atletas participan, pues saben gramática: leer y escribir) hasta los xyleus (encargados de la ‘madera’ para los sacrificios, como en nuestra palabra xilófono) y los auletés (que ‘tocaban la flauta’ durante los sacrificios, como en nuestra palabra flautista). No es una lampadedromía (por lampás, ‘antorcha’, de donde procede nuestra lámpara, y dromos, ‘carrera’, como en nuestro canódromo o aeródromo) como las ‘carreras de relevos con antorchas’ que se celebran en Atenas durante las fiestas Panateneas, pues esas carreras no formarán parte de los Juegos hasta los de Berlín en 1936. Pero sí hay un fuego sagrado (la «llama olímpica», diríamos hoy): se mantiene perpetuamente encendido para los sacrificios en el hogar de una sala especial del Pritaneo, el edificio donde residen los prytaneis u oficiales del santuario de Olimpia. Figura 4.5. Niké, la diosa de la Victoria, en una cerámica de la época. Dará nombre a una ciudad y a una marca de calzado. La inscripción dice: «Kalós Artinos» («Bello Artino»). Tras pasar frente al Pritaneo, en la esquina noroeste del recinto, la procesión oficial se dirige a la esquina opuesta, donde se alza el Bouleuterion (de Boulé, ‘Consejo’, y terion, ‘lugar’, ‘sede’, la sede del Consejo Olímpico; aún hoy, en Atenas, el Parlamento se llama Boulé). Es un edificio rectangular, rematado en ábside, y pronto se le añadirá otro igual al lado, dejando en medio la estatua de Zeus Horquios (de orkhis, ‘testículo’, como en orquídea, por la forma de los tubérculos de esta bella planta). Allí se registran los atletas, indicando las especialidades en las que participarán, así como su ciudad de origen o de patrocinio. En los deportes en que se enfrentan parejas, éstas se forman por sorteo; y, si hay un número impar de contendientes, quien se queda sin pareja (el éphedros, ‘el que espera’) compite con el último vencedor que quede. Por la tarde se cuelga en las paredes del Bouleuterion una especie de encerado blanco con los nombres y las competiciones de cada uno. Y allí, junto al Bouleuterion, se produce otro momento importante: el juramento oficial, tanto de los participantes como de sus entrenadores. Se sacrifica a Zeus Horquios un verraco o jabalí y, sobre sus testículos, prestan juramento: no infringirán las reglas, que son «leyes de Zeus» (Píndaro), y no perpetrarán ningún acto malvado; y también los helanodices, que juran decidir en justicia y mantener su voto en secreto. O sea, como harán los testigos posteriores, que siglos después jurarán poniendo las manos sobre sus partes pudendas: «por mis testes» (el testiculum sería el diminutivo). Con el juramento oficial, los Juegos están ya prácticamente listos para ser inaugurados al empezar la segunda jornada. Las misiones oficiales de cada polis hacen luego sacrificios a sus respectivos dioses, pidiéndoles la victoria para los suyos. Y así ha terminado el primero de los cinco días que ahora duran los Juegos, un día sin deporte aún, pero lleno de color y emoción. Un día que ha tenido poco de «juegos», pero mucho de «olímpicos». Es hora ya de intentar dormir, pues mañana nos espera el inicio de las competiciones. Segunda jornada: el día de los niños El segundo día de los Juegos en Olimpia está dedicado a los niños. Desde la Olimpiada 37.ª, hace ya más de ciento cincuenta años, los niños pueden competir en Olimpia en dos especialidades: el estadio y la lucha; y desde la 41.ª, también en pugilato (boxeo). Los helanodices son muy escrupulosos en esto de la edad de los deportistas: si los niños tienen menos de 12 años, aún no se les permite participar; y, si ya tienen más de 18, entonces pasan a competir en la categoría de los adultos. Niños (paides, como en pediatra, ‘médico de niños’) son sólo quienes tienen entre 12 y 18 años; después ya son andres (‘varones adultos’, como en andrología, la ‘ciencia de los varones adultos’) y ya pueden competir como tales en las otras pruebas. ¿Cómo es que participan niños? ¡Importantísimo! Porque en Grecia la ‘educación’ de los niños (paideia) no es sólo aprender a leer y a escribir, sino mucho más: una educación integral, total; del espíritu, sí, pero también del cuerpo. Se busca la armonía de cuerpo y mente, y la educación de ésta sin la de aquél no es completa. De hecho, escuela (skholé) significa en griego ‘tiempo libre’. Y para eso el pedagogo (el esclavo que ‘lleva al niño’ a educarse) lo acompaña a la escuela: para que el gramático (quien le familiariza con las primeras ‘letras’) le enseñe a leer y escribir, a expresarse correctamente, pero también para que el citarista (el ‘maestro de cítara’) le enseñe a tocar la cítara y la flauta y a cantar, o sea, para que aprenda música (el ‘arte de las musas’) y además para que el pedotriba (el ‘entrenador del niño’) le enseñe a hacer ejercicio físico. (Véase Figura 4.6). Y si éste se realiza a buen ritmo (rhithmós), entonces se alcanza la armonía (en griego, harmonía significa eso: ‘combinación’ de distintos elementos). Que es, curiosamente, lo que diferencia al hombre de los animales, como expondrá muy bien Platón: «Los otros animales no tienen sentido del desorden y el orden en el movimiento, lo que nosotros llamamos ritmo y armonía». Por eso, en la cerámica griega de esta época se representa a menudo a los niños haciendo ejercicio de forma equilibrada: bajo la dirección del pedotriba, acompañado por el pedagogo... y moviéndose al ritmo marcado por la cítara del citarista o la flauta del aulista (que toca el aulós, la ‘flauta doble’); y, por supuesto, acompañado por el pedagogo, que así se convertirá en un mentor del niño tan bueno como el Méntor que el astuto Ulises de la Odisea eligió para instruir y educar a su hijo Telémaco. Por cierto, la Odisea y la Ilíada se pusieron por escrito en cuanto se introdujeron en Grecia las dos ‘primeras letras’, alpha y beta, del alfabeto (y todas las demás, por supuesto)... que fue, más o menos, cuando se inauguraron los primeros Juegos Olímpicos, allá por el siglo –VIII. ¡Eso sí que fue «armonía»: el inicio de las Olimpiadas, del alfabeto y de la gran literatura europea, todo ello al mismo tiempo! Figura 4.6. La educación del niño griego busca su armonía: el citarista le enseña a tocar la flauta, el gramático la escritura y el pedagogo le acompaña. Pero en la educación griega hay otro elemento más, de radical importancia. Así como los persas están dominados por un señor todopoderoso que se proclama gobernador absoluto y adopta el título de Gran Rey, los griegos han inventado ya la democracia (el ‘gobierno de/por el pueblo’), regida por la isonomía (todos los ciudadanos son ‘iguales ante la ley’). Todos son hómoios (‘igual’, del mismo rango; como en homónimo, ‘del mismo nombre’, o en homosexual, que se inclina por personas ‘del mismo sexo’). Por eso la auténtica educación busca crear buenos ciudadanos; como decía Aristóteles, «el niño debe ser educado adecuadamente para el Estado». Será una educación política (‘para la polis’), en el más noble sentido de esta palabra. Y por eso el efebo (éphebos), de 18 a 20 años, recibirá una instrucción militar (ephebeía) para defender la polis contra los bárbaros, como esos orgullosos persas que nos acaban de invadir por segunda vez. Mediante esta educación integral, el niño alcanzará el ideal supremo: la kalokagathía, el ser al mismo tiempo guapo y virtuoso, o sea, kalós (‘bello’, como en caligrafía, ‘escritura bella’) y agathós (‘bueno’; por cierto, los griegos de hoy día no te saludan por la mañana deseándote «buenos días», sino kalemera, ‘bellos días’, ¡qué bonito!). Y los Juegos, que no son sino una prolongación de la ‘escuela’, hacen destacar en el niño participante todo eso: ser instruido, tener ritmo y armonía, ser bello y ser bueno, y alcanzar la gloria personal pero también la de tu polis. Ningún otro pueblo —ni antes ni después— se propuso nunca esa meta: ser completos en ejercicio, música, literatura, arte y política. En su célebre Oración fúnebre, que es uno de los cinco discursos más bellos de toda la historia, el demócrata Pericles dirá en este mismo siglo: «Somos admirados por nuestros contemporáneos y seremos admirados por las generaciones futuras». Porque «amamos la belleza con sencillez y amamos el saber sin descanso». ¡Por eso participan los niños en los Juegos! ¡Por eso es tan importante que lo hagan! Para asistir a las competiciones (agones) de los niños, el público se ha ido congregando en el estadio (stadion) desde que despuntó «la aurora de rosados dedos» (recordemos: rhododáctylos heos, Homero): por heos, ‘aurora’ (como en Eoceno, ‘la aurora reciente’); rhodon, ‘rosa’ (como en rododendro, ‘el árbol rosa’), y dáctylos, ‘dedo’ (como en dactilografía, ‘escritura con los dedos’). Padres, hermanos y amigos desean ver el triunfo de sus atletas favoritos, los suyos, y esperan impacientes. El estadio es una instalación sencilla, de más de doscientos metros de longitud y menos de cincuenta de anchura, con una pista donde corren los atletas y unos terraplenes donde se sientan los espectadores, ambos de tierra, lisa la pista y en talud los terraplenes. Podrían caber más de cuarenta mil personas. Con el sol del verano, hace un calor abrasador. Sonidos de trompeta cortan todos los rumores de la gente. ¡Llega la comitiva oficial! El desfile lo abren los helanodices, que llevan en sus manos unas palmas y unas cintas rojas para dárselas a los vencedores tras cada competición, en prenda por las coronas de olivo que les entregarán luego oficialmente. Les siguen otros miembros de la organización, entre ellos la sacerdotisa de Deméter Camine. Y, por último, los niños participantes en las pruebas de hoy. Los helanodices ocupan los asientos de la exedra (de ex, ‘fuera’, y edra, ‘asiento’, como en cátedra, el asiento donde se asientan las caderas), una tribuna situada a un lado del estadio, y la sacerdotisa enfrente, al otro lado de la pista, junto al altar de la diosa- madre Deméter. Son los únicos asientos de piedra, y ella es la única mujer adulta asistente. El jefe de los helanodices realiza unos gestos solemnes con las manos, el trompetista hace sonar de nuevo su instrumento para dar más solemnidad al acto y el heraldo proclama inaugurados los Juegos. El espectáculo deportivo puede empezar. La primera prueba es el estadio de niños. La palabra «estadio» al principio indicaba una distancia: 600 pies (en Olimpia equivale a 192,28 m); luego, una carrera (la carrera en la que se recorría esa distancia, parecida a la actual carrera de velocidad de 200 m); y, finalmente, un recinto (el recinto donde se celebraban esas carreras, y otras). En la 1.ª Olimpiada, la inaugural, la del año –776, sólo hubo una prueba: la del estadio, por lo que los Juegos sólo duraron un día. Luego se fueron añadiendo más pruebas, y así duraron cada vez más días, hasta llegar a las catorce pruebas en cinco días de esta Olimpiada 75.ª. Como hay demasiados participantes, se celebran series eliminatorias, clasificándose para la final sólo los mejores. Sortean las posiciones con trozos de cerámica (óstraka, como en ostracismo) que llevan escritas las iniciales de los participantes. La salida (áphesis) está en la parte de la pista más alejada del Altis, así la llegada a la meta (terma) se produce lo más cerca posible del altar de Zeus en el recinto sagrado. (Véase Figura 4.7). Lo primero que llama la atención —a nosotros, no a los griegos— es que todos corren desnudos (gimnós, de donde viene gimnasia, que sería algo así como ‘ponerse tan en pelotas’ como cuando Arquímedes salió por las calles de Siracusa gritando aquello de héureka, ‘¡lo encontré!’). (Véase Figura 4.8). Pausanias cuenta que «Orsipo fue el primero que venció corriendo desnudo». La gente decía que, al ir corriendo, se le cayó el taparrabos y así ganó la carrera. Por eso le imitaron todos después. Pero Pausanias lo explica más racionalmente: «Yo creo que rompió a propósito el ceñidor, sabiendo que un hombre desnudo corre más deprisa que uno ceñido». Luego, se han hecho pruebas, y no está tan claro que correr desnudo sea muy eficaz: hoy se piensa que llevaban el pene infibulado, atado con cintas sujetas mediante ‘fíbulas’ (‘hebillas’ en latín), y así se ve en varias piezas de cerámica de la época. En cualquier caso, ver tanta belleza en aquellos niños (¡eran kalós!) les encantaba a los espectadores, y aun los dioses se embelesaban con su presencia. Hoy el vencedor ha sido un adolescente llamado Xenópithes de Keos, que, lógicamente, aún no ha tenido tiempo de ser cantado por ningún poeta. Pero hace tan sólo dos olimpiadas ganó Asópico de Orcómeno, y Píndaro le dedicó una hermosa oda (‘canción’) en la que una de las tres Gracias, por ser «sabio o de hermosa figura o famoso»,... «coronole con alas de nobles victorias su joven cabello». Figura 4.7. Línea de salida en el estadio de Olimpia, para las carreras de velocidad. La siguiente competición es la lucha de niños, esa lucha «de dolor causadora», que decía Homero. Tras haberse enfrentado las distintas parejas en las series clasificatorias y haber ido luego compitiendo entre ellos los ganadores para llegar a la final, el vencedor último de la lucha es un chico de Argos. Ese «inventapalabras» que quería ser Píndaro inventaría poco después estas bellas palabras para otro vencedor en la lucha: al adversario «con ágil astucia, y sin caer, superó»; «¡entre qué aclamaciones, lleno de encanto y belleza!, acabando hermosísima hazaña», pues el joven «ha llegado a ser fuerte de brazos, diestro en músculos, de valiente mirada». Y por eso «resuena en Olimpia el triple ritornelo, ¡Vencedor glorioso!, con ardor entonado». Figura 4.8. Escena de lucha en la antigua Grecia. Los dos combatientes aparecen entre el pedotriba (o entrenador) y uno de los helanodices (o jueces), todos ellos desnudos (gymnói, de donde viene gimnasia). Y el segundo día se cierra con la última y más dura prueba para niños: el pugilato (o boxeo). Este «deporte» se remonta ya a mil años antes, en tiempos de la talasocracia cretense, cuando Creta detentaba el ‘dominio del mar’ y de sus islas: en los bellos frescos de Thera, la isla que inspiró al Timeo de Platón el mito de la Atlántida (una fabulosa civilización en medio del mar, forjada por los atlantes, descendientes del Atlas que sostenía la bóveda celeste y que dio origen a nuestros atlas), se ven ya dos jóvenes pugilistas boxeando con los puños protegidos, como ahora mismo los niños que están combatiendo en Olimpia. Por cierto, hoy ganará un joven púgil de Heraia. Pero cedamos la voz a Homero, pues jamás nadie le superó nunca en describir la muerte, ni los golpes que la preceden causándola. Así describe Homero el «combate de puños» en la gloriosa versión rítmica de García Calvo: «y, uno engallándose al otro, los recios brazos enhiestos, vinieron al choque; y los puños volaron cruzándose recios; y horrendo crujir de quijadas se oyó [...] y en la mejilla le dio en un descuido; y ya poco tiempo túvose en pie: pues allí flaquearon sus límpidos miembros [...] que lo llevaban, los pies a la rastra, por medio del ruedo, echando a un lado la testa y espesa sangre escupiendo, y con el sentido perdido, a sentar lo llevaron con ellos». Con tantos golpes se nos ha hecho casi de noche. Y, hablando de Homero, si la aurora había mostrado sus «rosados dedos», con el ocaso el cielo se arrebola de un color «vinoso» (recordemos: en griego oinos, ‘vino’, de donde procede nuestra enología), que incluso tiñe al óinopa ponton (al ‘vinoso piélago’). Los niños, y también los mayores, necesitamos descansar... para la gran jornada que nos espera mañana. Figura 4.9. Las carreras de caballos (hippoi) se celebran en el hipódromo de Olimpia el tercer día de los Juegos, que está dedicado a los señores o caballeros. Tercera jornada: el día de los señores Hoy es un día plenamente olímpico, el más espectacular de los Juegos. Tiene diversos escenarios: por la mañana, carreras de caballos en el hipódromo; por la tarde, el pentatlón en el estadio; y al anochecer, ceremonias religiosas en Altis, el recinto sagrado de Olimpia. Tendremos que apresurarnos de un lado al otro para presenciar todo. Las pruebas más prestigiosas de todos los Juegos son las de hípica (derivado de hippos, ‘caballo’, como en hipopótamo, ‘caballo de río’). Son las pruebas donde los caballeros, que pueden mantener una cuadra de caballos, muestran su poder económico y donde los aristócratas, que detentan el poder político, demuestran su poder social. Por eso, unos y otros invierten en los mejores aurigas y en las mejores cuadrigas (en griego, téthrippon, ‘cuatro caballos’). (Véase Figura 4.9). El mantener esas cuadras y cuadrigas resulta tan caro que incluso existe una palabra específica para designarlo: tethrippotropheo (por ese téthrippon, ‘cuadriga’, y trophé, ‘alimentación’, como en «cadena trófica»). Y al invertir tanto, las pruebas son tan reñidas que, por primera vez, este año hay tres helanodices (‘jueces’) especializados en ellas. Pero es tan grande el prestigio que proporcionan que, con el tiempo, los tiranos de Siracusa participarán y triunfarán en ellas y hasta los faraones ptolemaicos enviarán a Olimpia sus mejores carros y sus más hábiles jinetes. Y el historiador Jenofonte llegará a escribir dos obras de hípica, una de ellas titulada precisamente Perí hippikés (Sobre la hípica), donde explicará cómo elegir y cuidar un caballo y, sobre todo, cómo montarlo. Y, como el premio no lo gana el jinete, que sólo recibirá una banda de lana en reconocimiento, sino quien financia el carro y al auriga, llegará a haber ciudades que patrocinen a sus propios representantes. Pausanias nos habla incluso de una mujer, quien, aun no pudiendo asistir a los Juegos, recibió así la corona de olivo, convirtiéndose en la única mujer vencedora en Olimpia hasta entonces: «Cynisca, entusiasta de los Juegos Olímpicos y la primera mujer que crió caballos y consiguió una victoria olímpica». Figura 4.10. Hippodamia, la ‘domadora de hippoi’ (‘caballos’). En su honor se desarrollan las competiciones de hípica en Olimpia en el día más espectacular de los Juegos. Figura 4.11. El famoso Auriga de Delfos, con dibujo explicativo al fondo. También en Delfos, donde viven la serpiente Pitón y la pitonisa, se celebran unos juegos famosos: los Píticos. El hipódromo (de hippos, ‘caballo’, y dromos, ‘pista’, la ‘pista de los caballos’) está situado junto al estadio, paralelo a él y un poco más al sur. Aunque es uno de los mejores del mundo griego según Pausanias, parece bastante sencillo: una pista de tierra alargada, redondeada en sus extremos y separada en dos mitades mediante un émbolo (de émbolos, ‘cuña’ o ‘pieza introducida entre dos’), que es una valla de madera con un poste en cada extremo para el giro de los caballos. Junto al poste más cercano al Altis se levanta una estatua de Hippodamia, la ‘domadora de caballos’ y mujer de Pélope. (Véase Figura 4.10). La ‘salida’ (áphesis) tiene un dispositivo complejo, inventado para Olimpia, que permite que todos los caballos y carros salgan en igualdad de condiciones; la ‘llegada’ (áphixis) es perpendicular al poste con la estatua de Hippodamia. Los jueces tienen un lugar especial, pero los espectadores están de pie (o sentados en tierra) en los terraplenes que hay alrededor. Y, cuando se da la salida, aquello parece un verdadero pandemónium, como si ‘todos los demonios’ (de pan, ‘todo’, y daimonion, ‘genio’, ‘demonio’) de los reinos infernales se hubiesen desatado por allí. Los postes del émbolo están separados entre sí dos estadios, por lo que la pista medirá en total cuatro estadios más las dos curvas; y Píndaro llama a la competición de cuadrigas «la carrera de las doce vueltas», lo que nos da una idea de la distancia total. Estos giros alrededor de los dos postes de los extremos son el momento más peligroso de la carrera. Y así precisamente se narra la fingida muerte de Orestes en la tragedia Electra de Sófocles: «tropieza con el extremo de la meta sin advertirlo. Rompió por la mitad el extremo del eje y cayó desde la baranda del carro. [...] Se enrosca en las riendas y [...] arrastrado unas veces por el suelo y otras apareciendo las piernas por el aire, hasta que los otros conductores, reteniendo con esfuerzo la carrera de los caballos, lo soltaron cubierto de sangre, de modo que ninguno de sus amigos hubiera podido reconocerle». En esta Olimpiada, la carrera de cuadrigas fue ganada por Daitondas y Arsilochos de Tebas. Pero además hubo carrera de apene (carro tirado por dos mulas, no tan popular como la prueba reina), que fue ganada por Anaxilas de Region, y hubo también carrera de caballos, donde el ganador fue el equipo patrocinado por la ciudad de Argos. Los caballos, «de pies infatigables», han venido de todo el mundo griego, la mayoría en barco, en viajes por mar que duran un par de semanas. Los carros son de madera ligera, con dos ruedas, y van tan embalados como un moderno bólido (del griego bolís, -idos, ‘proyectil’, ‘arma arrojadiza’), alguno de los cuales hoy tiene incluso el emblema (del griego émblema, adorno insertado) de un cavallino rampante. El auriga (en griego hippeus, ‘caballero’, ‘jinete’), con los brazos doblados, lleva las riendas en una mano y el látigo en la otra, como el que se fundirá pronto en Delfos. (Véase Figura 4.11). Pero también participa en la keles (la carrera de caballos montados), a pelo y desnudo, igual que el caballo, que va sin silla ni estribos, sólo unas leves riendas uniéndoles a ambos cual si fuesen centauros (kéntauroi, aquel mítico animal mitad caballo mitad hombre). Píndaro, que vendrá a Olimpia la próxima Olimpiada, dice que el auriga «junto al Alfeo corrió, su cuerpo entregado a la carrera sin ayuda de espuelas, y con la victoria maridó a su dueño». Por la tarde, tras comer un tentempié, cuando el sol griego agosta las mieses y a las mentes aplatana (el pláthanos es ese árbol de hoja ‘ancha’ que decora las calles), nos desplazamos al vecino estadio, para presenciar la prueba más completa pero más difícil: el pentatlón (de pente, ‘cinco’, y athlos, ‘contienda’, ‘lucha’, como en triatlón serán ‘tres luchas’ y en decatlón ‘diez’). El pentatlón está formado por el salto, los lanzamientos de disco y de jabalina, la carrera de un estadio y la lucha. Las dos últimas son además pruebas independientes; las tres primeras, no: sólo se disputan formando parte del pentatlón. El pentatleta (el ‘atleta de pentatlón’) debe ser un atleta equilibrado y completo, tanto por su físico (de physis, ‘naturaleza’) como por su psicología (de psykhé, ‘mente’, ‘espíritu’): debe poseer fuerza y velocidad, pero también resistencia mental y habilidad técnica. Por eso escribirá Aristóteles: «Los pentatletas son los mejores, pues la naturaleza les dotó tanto con fuerza como con velocidad». Las tres primeras pruebas, salto, disco y jabalina, forman una tríada (de triás, triados, ‘grupo de tres’) eliminatoria: los vencedores compiten luego entre sí corriendo un estadio y, por último, los dos mejores supervivientes dirimen la victoria final en una lucha entre ellos. El salto sólo es de longitud, nunca de altura. El saltador se impulsa balanceándose con unas halteras (piedras o pesas de casi dos kilos que sujeta con las manos para halésthai, ‘saltar’, ‘lanzarse’, de donde derivarán haltera y halterofilia, ‘afición a las halteras’). Así toma ímpetu y «vuela» sobre un foso rectangular que previamente se ha excavado y se ha cubierto de arena, en la cual se marca su salto mediante un sema (una ‘señal’, como en semáforo, ‘que lleva señales’). (Véase Figura 4.12). Figura 4.12. En Grecia, el salto de longitud se ejecuta tomando impulso mediante dos ‘halteras’ o pesas (de donde procede halterofilia) que el saltador lleva en las manos. El disco (diskos) mide aproximadamente un palmo de diámetro (‘medido a través’), es de bronce (khalkós, como en calcografía) y pesa 3-4 kilos (3-4 ‘mil’ gramos). Quien lo lanza es el discóbolo (de diskos y bolos, ‘acción de lanzar’), como el famoso Discóbolo en bronce de Mirón, que nos da idea de cómo se lanzaba el disco, más o menos como hoy. (Véase Figura 4.13). Es ya un deporte puro, concepto genial que inventan los griegos: no deriva de la guerra, ni se practica para la guerra, sino por el puro placer del ejercicio. Eso sí, si el lanzador te golpea con el disco, puedes sucumbir; por eso se lanza desde la balbis (‘barrera’, zona delimitada por seguridad). Si el disco mide un palmo, la jabalina tiene la altura de un hombre. (Más tarde, Protágoras, que será «el primero en la plaza», por protos y agorá, dirá: «De todas las cosas, medida es el hombre».) Tiene una punta de metal y va equipada con un ankyle (‘lazo’) de cuero atado en una punta y asido con dos dedos, que le permite impulsarla con fuerza. Este lanzamiento sí deriva de la guerra y de la caza, por eso se practica en dos modalidades: de longitud, como aquí, y de precisión. También en esta prueba cabe cierto riesgo para los espectadores, como cuenta Plutarco: «Como quiera que un participante en el pentatlón hiriera a Epitimo de Farsalia involuntariamente con la jabalina y le causara la muerte, Pericles pasó un día entero en compañía de Protágoras discutiendo la duda de si, según el razonamiento más correcto, deben ser considerados culpables del suceso la jabalina o más bien el que la lanzó o los jueces de los juegos». (Véase Figura 4.14). Los clasificados en esas tres pruebas pasan entonces a la cuarta: la carrera del estadio. Y, finalmente, tras ir eliminando a los menos buenos, los dos últimos vencedores combaten entre sí mediante el «deporte» más antiguo del mundo: la lucha. Estas dos últimas pruebas sirven hoy para decidir el vencedor del pentatlón, pero mañana tendrán valor por sí mismas, como combates independientes. Y hoy el vencedor es... Theopompo de Herea, el mejor en esa ansiada prueba de las ‘cinco luchas’. Es un gran especialista: ya ha ganado en los Juegos anteriores, los del año –484. La intensa jornada deportiva toca ya a su fin; sólo falta el rito. El día, bajo un sol inclemente, ha tenido carreras tan ligeras como las de cuadrigas y combates tan fuertes como el de la lucha del pentatlón. La noche que ya se acerca se dedica a la ceremonia ritual que cierra la jornada. No en vano las pruebas hípicas de esta mañana fueron fundadas por el legendario Pélope y su amada Hippodamia. Ante su tumba, el Pelopion, que se alza en el centro del sagrado recinto de Altis, se sacrifica un carnero negro, mientras el sacerdote oficiante recuerda la leyenda: De joven, Pélope era tan bello que el dios Poseidón se enamoró de él y le hizo su amante en el Olimpo; en agradecimiento, le enseñó a conducir su divino carro. Luego, de adulto y ya en la Élide, Pélope se enamoró de la princesa Hippodamia (recuerden, la ‘domadora de caballos’), pero había un problema: el celoso padre de ésta retaba a todos los pretendientes a una carrera de carros... y ya había matado a decenas de perdedores. Pero, claro, entonces el divino Poseidón le dio a Pélope un carro tirado por alados caballos. Y esto, más alguna trampilla que le hizo a su eventual suegro alterando los pernos de su carro, le permitió ganar y casarse con la muchacha. No podemos decir que vivieran felices, pues se sucedió una larga serie de maldiciones —que pueden encontrar fácilmente en cualquier futura enciclopedia, de en kyklos paideia, ‘educación en círculo’, ‘completa’, aunque sea digital—, pero... Figura 4.13. El célebre Discóbolo (‘lanzador de disco’) de Mirón muestra la postura del cuerpo en ese lanzamiento. Lo que sí podemos decir es que también esto, el paso del mito (mythos, ‘mito’, ‘fábula’, ‘cuento’) al logos (‘pensamiento racional’), se consolida aquí y por esta misma época. Grecia, por primera vez en la historia de la humanidad, empieza a abandonar el pensamiento irracional de los mitos y comienza a someter todo a la criba de la razón. Mientras Jerjes la invadía y los griegos jugaban en Olimpia. Figura 4.14. Lanzador de jabalina en una cerámica griega antigua. El lanzador aumenta su fuerza propulsora mediante un lazo de cuero atado a la parte posterior de la jabalina. Cuarta jornada: el día del pueblo Finalmente, hoy es luna llena: «el ojo entero de la Luna» se ha llenado completamente. Para festejar este día sagrado, esta mañana se va a celebrar una hecatombe (de hekatón, ‘cien’, y bous, ‘buey’, una ‘cienbueyada’, que traduce García Calvo). Ya sale el sagrado cortejo, desde la esquina noroeste del recinto, y se dirige hacia el altar de Zeus, en el centro. Ante el altar se van sacrificando decenas de bueyes, uno a uno, en un rito de sangre y bramidos, y queman sus huesos y su grasa en honor al dios —aunque la carne se la zampan luego los «esclavos del vientre»—. Constituye casi un auténtico holocausto (de holos, ‘todo’, y kausis, la ‘acción de quemar’, o sea, ‘quemar del todo’, por completo: el holocausto es un sacrificio purificatorio, pues el animal es quemado en su integridad y no hay propiamente banquete). Es un sacrificio que le hacen a su dios los habitantes de la ciudad de Elis y de toda la región a la que aquélla da nombre, la Élide, que incluye a Olimpia. Pero también hacen sus propios sacrificios las embajadas (recuerden, las theoríai) de otras ciudades-Estado de toda Grecia, así como ‘individuos particulares’ (idiotes, de donde procede la palabra idiota, que es quien no se ocupa de los asuntos de la polis, sino sólo de lo idion, de ‘lo privado’). Pero dejemos a Zeus y vayamos corriendo a coger sitio en el estadio; pues, como nos dice Píndaro, si Zeus es el «hijo de Cronos» (el Tiempo), también es el «padre de las Horas», ¡y hay que aprovecharlas! (En griego, hora es ‘división del tiempo’, sea del día, del mes o del año.) En esta jornada puede participar todo ciudadano griego adulto, aunque no tenga dinero para sufragar una cuadriga o unos caballos. Es el día de las carreras a pie... y de los combates a puñetazos (limpios, o no tan limpios). Ha llegado el momento de que los atletas recojan los frutos de tantas horas en el gimnasio, y los luchadores, de tantas horas en la palestra. Ambas instalaciones están en el noroeste del Altis, por donde entró la procesión el primer día y el cortejo de esta mañana. El gimnasio (gymnasion) es el lugar en el que los atletas hacen gimnasia (gymnasía, ‘ejercicio’), dirigidos por un gimnasta (gymnastés, el ‘maestro de gimnasia’); o sea, donde se ponen en plan ‘desnudo’ (gymnós) para hacer ejercicios gimnásticos (gymnastikós). Como se ve, parece que aún hablamos griego. También se entrenan allí jugando con una especie de pelota (sphaira, de donde viene nuestra esfera). Al hacer ejercicio desnudos, necesitan protegerse contra el inclemente sol del verano y el intenso frío del invierno, por lo que se untan el cuerpo con óleos (élaion), que guardan en frascos llamados arýballos (aríbalo, vaso panzudo de boca ancha pero cuello estrecho) y alábastron (alabastro, ‘vaso de ungüentos’). Y sobre el aceite esparcen arena, buscando el mismo efecto protector. Por lo que al final, entre tanto aceite, arena y sudor, deberán limpiarse el cuerpo con una estrígil (en griego xystra, un raspador curvado), como hace el magnífico Apoxiomeno (de apoxeo, ‘raspar’, ‘raer’) de Lisipo, y usando una esponja (spongos). (Véase Figura 4.15). Por eso las cerámicas con escenas de gimnasio de esta época representan a menudo esos tres atributos del atleta: el aríbalo, la esponja y la estrígil; suelen mostrar también el hypopodion, hoy diríamos el ‘banquillo’, símbolo del vestuario (¿o deberíamos crear el neologismo «desnudario»?), recordando quizá que hay que hacer mucho gimnasio para algún día poder poner los ‘pies’ sobre el podio; y además en la cerámica se ve alguna herma, pilar del dios Hermes con el falo enhiesto (¿de ver tanta belleza?), pero no se preocupen pues sólo sería amor platónico (por las teorías ‘de Platón’ en el Simposio o Banquete). El gimnasio se convertirá luego en un centro social, donde hasta te dan masajes con óleos y ungüentos; pero para ello aún faltan eones (de aión, ‘siglo’, ‘época’; una eternidad). Figura 4.15. El magnífico Apoxiomeno (‘raspador’) de Lisipo se está quitando, mediante una estrígil, los aceites y arena con los que ha embadurnado su cuerpo para ejercitarse en el gimnasio. Una hija de Hermes llamada Palaistra, que «si se la comparaba con un muchacho parecía una chica y si se la comparaba con una chica parecía un muchacho» (Filóstrato), fue la inventora de la lucha, y por eso la escuela de lucha y pugilato recibió su nombre: palestra (palaistra, el ‘lugar donde se lucha’). Podía ser un edificio independiente o bien formar parte del gimnasio; y, aunque la palestra definitiva de Olimpia junto al gimnasio aún no se ha construido, todas siguen un mismo esquema básico: un patio abierto donde se practica la lucha y el boxeo, con un pórtico de columnas en sus cuatro lados (peristilo, ‘con columnas alrededor’) al que dan las salas de baño y ducha, los vestuarios, los almacenes de aceites y arena para embadurnarse y, sobre todo, las salas de estar. Pues, con el tiempo, las palestras se están convirtiendo en centro social y cultural, como se ve en dos diálogos de juventud de Platón: Lisis y Cármides (h. –430). Unos jóvenes —cuenta Platón— invitan a Sócrates a entrar en una palestra: —Aquí pasamos nosotros el tiempo, en compañía de otros jóvenes excelentes. Y, claro, ante una invitación tan tentadora, Sócrates entra. Y nos lo reconoce: —Casi todos, en esta edad, me parecen hermosos. Ahora bien, realmente éste me pareció maravilloso, por su estatura y su prestancia. Y tuve la impresión de que todos los otros estaban enamorados de él. Es Cármides, el más bello entre los más hermosos. Y Sócrates describe perfectamente el ambiente de la palestra: —Ninguno de ellos miraba a otra parte que a él, como si fuera la imagen de un dios. Y su interlocutor, turbado, incita aún más a Sócrates: —Si quisiera desnudarse, ya no te parecería hermoso de rostro. ¡Tan perfecta y bella es su figura!* La primera carrera que se va a celebrar es, sin duda, la más ansiada: la carrera del estadio, la de 1 estadio (600 pies, 192,28 m). El vencedor en ella dará su nombre a toda la Olimpiada. Así como la primera Olimpiada (la del –776) fue la Olimpiada de Corebo de Elis, así la Olimpiada 75.ª que está empezando será la Olimpiada de... Los participantes que quedan tras las series eliminatorias se dirigen a la salida, en el poste que hay al final del estadio por la derecha de los jueces, en el este. Una fila de losas alineadas, con dos ranuras (Véase Figura 4.7), marca la línea de salida, y la meta está señalada a la izquierda, al final de los 600 pies de la carrera, en el lado cercano al Altis. El heraldo proclama sus nombres y sus ciudades, toman posiciones, suena la señal y salen disparados, entre los gritos de ánimo de las más de 40.000 voces que pueblan ambos taludes. Ni el mismo Aquiles, «el de los pies alados», parecería ir más aprisa. Y el vencedor es... ¡el gran favorito, Ástilo de Siracusa! Ya la había ganado en los dos Juegos anteriores, pero corriendo en nombre de la ciudad de Crotona; y esta vez, «convencido» por el tirano Hierón de Siracusa, lo ha hecho por esta ciudad siciliana. ¡Ha ganado la carrera de velocidad tres veces seguidas! Esta Olimpiada llevará su nombre: será la tercera «Olimpiada de Ástilo». Pero los de Crotona se vengarán de él, como nos cuenta Pausanias: «Los crotoniatas convirtieron su casa en cárcel e hicieron desaparecer su estatua del templo de Hera». Y, si el estadio eran 600 pies, el díaulos o ‘carrera doble’, de ida y vuelta, será dos veces esa distancia, un «doble estadio», más los metros de la vuelta. Por eso la pista mide un estadio más unos 30 pies en cada lado para girar o frenar. Esta vez salen de lo que antes fue la meta, a la izquierda de los jueces, para así, tras dar la vuelta al final del primer estadio, volver al mismo sitio cerca del Altis, por el otro lado del foso o la valla. Ástilo quiere participar de nuevo y, tras las series clasificatorias, se dirige otra vez a la salida. Y el vencedor es... ¡otra vez él! Realmente es el mejor: ha ganado las dos pruebas de velocidad, con sólo un breve lapso de tiempo entre ambas para recuperarse. Y también ahora lo ha hecho por tercera vez, tras haber ganado el díaulos ya en los Juegos de –488 y –484. Y eso que no sólo corren desnudos, sino también descalzos: no calza ninguna zapatilla deportiva moderna y, sin embargo, ha obtenido la nike, la «victoria». Figura 4.16. Una de las carreras más duras en los Juegos Olímpicos es el hoplitodromos (la ‘carrera del hoplita’). Los corredores compiten desnudos, pero llevando las pesadas armas de los hoplitas: escudo, yelmo y grebas. Pero Ástilo parece no contentarse y, al final del día, se presenta también a la carrera más dura, la del hoplitodromos, pues nunca antes la ha ganado y quiere probar. Es una ‘carrera’ (dromos) en la que el atleta, que va desnudo, lleva las armas defensivas ‘del hoplita’: yelmo, escudo y grebas. (Véase Figura 4.16). Y el ganador es... ¡Ástilo! Es un fuera de serie: tres carreras en una sola Olimpiada, en un mismo día, y dos de ellas por tercera vez. O sea, con ésta, siete victorias en tres Olimpiadas. Además, en ésta ha ido cargado con unos veinticinco kilos de sobrepeso en armas y ha tenido que recorrer, con ellas encima, un diaulós, casi 400 metros. Aunque, bien mirado, más peso llevaba hace diez años Filípides, y durante una distancia cien veces mayor, para ir desde Maratón a anunciar a los atenienses que «¡Hemos vencido!», incluso a costa de su vida. No me digan que no se merecería que, dentro de veinticinco siglos, aún se corra en honor a él una carrera que se llame maratón. Así, lo que correrá el riesgo de ser una paradoja (de pará, ‘al lado’, y doxa, ‘opinión’, la opinión marginal), pues la maratón nunca se corrió en Olimpia, se convertirá en un paradigma (de pará y deigma, ‘modelo’, ‘ejemplo’, el patrón que seguir). Aún falta por correr una última carrera: el dólikhos, o ‘carrera larga’, la carrera de resistencia; se parece a (casi) nuestros «cinco mil», pues llega a durar hasta veinticuatro estadios. Y esta vez el vencedor... no es Ástilo: la gana Dromeo (claro, llamándose así, cualquiera: dromos es ‘carrera’, ‘pista’, incluso ‘corredor’) de Estinfelo. También la ganó en la Olimpiada anterior, por lo que ya era el favorito. Con ese nombre sería un buen candidato a trabajar de hemerodromos (‘mensajero’, ‘correo’, que se pasa el ‘día’ o hemera ‘correteando’). Figura 4.17. Dos luchadores se enfrentan entre sí bajo la atenta mirada de los jueces. El ambiente se ha ido caldeando, pero se calentará aún más, y no sólo por el sol, sino porque ha llegado el plato fuerte del día: las tres competiciones de lucha. La primera es la lucha propiamente dicha. En los juegos funerarios organizados por Aquiles en honor de Patroclo, que era su hetairo (digamos... su amigo íntimo), la lucha entre el enorme Áyax y el astuto Ulises fue narrada así por Homero: «Sus espaldas crujían, estrechadas fuertemente por los vigorosos brazos; copioso sudor les brotaba de todo el cuerpo; muchos cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y en las espaldas; y ambos contendientes anhelaban siempre alcanzar la victoria». La lucha estuvo tan igualada que Aquiles proclamó vencedores a los dos, «tomando iguales los premios»: un trípode (de ‘tres pies’) de bronce, tasado en doce bueyes, y una mujer «de bella cintura» y «adiestrada en toda labor», tasada en tres bueyes. Se ve que, para los héroes de Homero, los trípodes valían cuatro veces más que las mujeres... a pesar de todas sus prendas. Pero ahora no estamos ya en Troya, sino en Olimpia, varios siglos después, y en un combate no de héroes (de heros, ‘semidiós’, nacido de dios y mujer o de diosa y hombre), sino de hombres, aunque éstos sean heroicos. (Véase Figura 4.17). Aunque hemos de reconocer que en este caso no hemos conseguido enterarnos de quién ha sido el vencedor, sí recordamos un famoso luchador de hace unas diez olimpiadas: Milón de Crotona, toda una leyenda. Ganó la lucha en Olimpia siendo niño y luego, ya de adulto, ¡cinco veces más! Un epigrama (de epí, ‘sobre’, y gramma, ‘letra’, ‘texto escrito’) inscrito sobre el pedestal de su estatua le atribuía, exageradamente, una victoria más. Y también ganó la lucha en los otros tres Juegos Panhelénicos más de veinte veces. Entre las muchas leyendas sobre su fuerza se cuenta que una vez cargó un toro de cuatro años sobre sus hombros y lo paseó por todo el estadio, entre los vítores del respetable, o que la estatua que le erigieron en Olimpia se la cargó él mismo a cuestas y la llevó hasta su emplazamiento. (Véase Figura 4.18). Dirigió una guerra contra los sibaritas (los habitantes de la vecina ciudad ‘de Síbaris’) y, vestido de Hércules, les derrotó. Y se dice que, asistiendo en Crotona a las clases de Pitágoras, el techo estaba a punto de derrumbarse pero que él lo sujetó hasta que saliese el gran filósofo y matemático. ¡A punto estuvimos de quedarnos sin el famoso teorema (de theórema, ‘lo que se ve’, ‘investigación’)! Figura 4.18. Uno de los deportistas más famosos de todos los Juegos Olímpicos antiguos fue Milón de Crotona, cuya fuerza llegaría a ser legendaria: cuando le erigieron una estatua, él mismo se encargó de llevarla a cuestas hasta el lugar de emplazamiento. La prueba siguiente es el pugilato (en griego pygmé, ‘puño’, ‘lucha a puñetazos’; de donde, curiosamente, a través de pygmaios, procede pigmeo, ‘de un puño de alto’). El púgil se protege los puños con sendos himantes, una especie de «guantes» formados por ‘correas de cuero’ de buey que se atan alrededor y con los cuales hace «ver las estrellas» al adversario (literal: se ven estrellas en escenas de pugilato en vasijas de la época). La multitud ruge enardecida cuando le rompe las narices y brota la sangre a borbotones (también literal: ver cerámica de la época). Son igual de bravucones que los boxeadores de hoy: «A quien se me oponga —amenaza en la Ilíada un púgil desafiando a sus posibles contrincantes— le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; los que de él hayan de cuidar quédense aquí reunidos, para llevárselo cuando sucumba a mis manos». No hay «ring», no hay «rounds»: luchan a ambos lados del estadio, junto al foso central; y la lucha, sin límite de tiempo, sigue hasta que uno de los antagonistas (de antí, ‘en frente’, y agón, ‘lucha’) pierde el sentido... o, con mucho sentido, levanta el dedo índice para indicar al helanodices que se rinde. Gana quien más dura; por supuesto, llega a haber muertos, que intentaban durar. Combaten mediante el sistema del clímax (de klímax, ‘escalera’, ‘escala’): van luchando por parejas, según sorteo; el perdedor se va, el ganador se queda... para boxear contra otro ganador formando con él nueva pareja; al final, los dos últimos ganadores se enfrentan entre ellos, y el vencedor es... el que ha llegado al ‘clímax’ final. Figura 4.19. El pancracio (‘todo poder’) es la lucha más dura: todo está permitido. Para no morir en el combate, un luchador puede elevar su dedo índice al cielo indicando rendición. El vencedor ha sido otra leyenda viva de Olimpia: Teágenes de Tasos, cuya historia nos cuenta Pausanias. En esta Olimpiada 75.ª quiso obtener dos victorias, en pugilato y en pancracio, pero «sólo» ganó el pugilato. Quedó tan agotado en la primera prueba, que no pudo combatir en la segunda, por lo que los helanodices le impusieron la «multa sagrada»: un talento (de tálanton, inicialmente ‘balanza’, luego una ‘moneda de oro’ de mucho valor, finalmente ‘inteligencia’) para el dios y otro para el púgil rival. Los pagó y así en la Olimpiada 76.ª se pudo presentar al pancracio, que, por supuesto, ganó. Nunca nadie había ganado esas dos pruebas en Olimpia, y sólo otro lo igualará en doce siglos de Juegos Olímpicos antiguos. Teágenes se dedicó luego a hacer el período (de períodos, por perí, ‘en derredor’, y hodós, ‘camino’, el ‘camino en derredor’, el circuito) de los cuatro Juegos Panhelénicos. ¿Resultado? Obtuvo tres victorias en los Píticos, nueve en los Nemeos y diez en los Ístmicos, con más de mil victorias en total entre todos los otros pueblos y polis. Otro púgil famoso, Diágoras de Rodas, que triunfará dentro de cuatro Olimpiadas, tuvo la gloria de ver, ya anciano, cómo dos de sus hijos triunfaban en Olimpia y, tras ser coronados, lo alzaban en hombros y lo paseaban por todo el estadio, ante una enfervorizada multitud. (Véase Figura 4.20). Y cuenta Cicerón que uno de los espectadores le gritó: «¡Muérete ya, Diágoras, que al Olimpo no puedes subir!». Murió allí mismo, pues ya era el más feliz de los mortales. A propósito, el aeropuerto internacional de Rodas se llama Diágoras; ¡qué menos! Y ya sólo falta la última de las tres pruebas de lucha, el acabose: o sea, el pancracio (de pan, ‘todo’, y kratos, ‘fuerza’, ‘poder’). Es el todo vale, la lucha total. (Véase Figura 4.19). Todo está permitido, desde los golpes del pugilato hasta las llaves de la lucha, desde la patada al estómago (gaster, ¡como para coger una gastritis!) hasta retorcerte los orkhis (¡y coger una orquitis!). Un comediógrafo gracioso diría que lo único que estaba prohibido era... meter el dedo en el ojo ¡y no remover! El pancratista ha de ser valiente, pero también astuto: según Píndaro, «en arrojo se parece al ímpetu de los leones, en ardid a un zorro». Y, sobre todo, fuerte, para resistir combatiendo en esta peligrosa lucha sin caer al suelo y sin levantar el dedo índice de la rendición. Este año ha ganado Dromeo de Mantinea, pero nos parece que aquí ha debido de haber tongo, como pasará a veces en la «lucha libre» posterior: al no poder presentarse Teágenes por agotamiento, los helanodices declaran vencedor a Dromeo, pero vencedor akonití (de a-, ‘sin’, y konis, ‘polvo’, vencedor ‘sin luchar’, sin haber hecho «morder el polvo» al adversario). Así gana cualquiera, ¡hasta yo! Figura 4.20. El ya anciano Diágoras de Rodas, mítico vencedor del pugilato (‘a puños’), es llevado a hombros por sus dos hijos cuando éstos triunfaron en Olimpia: morirá en ese momento triunfal. Quien sí debió de ser buen pancratista fue Arraquión de Figalia, que ganó el pancracio en las Olimpiadas 52.ª, 53.ª y 54.ª. En esa última, que aún se recuerda hoy en Olimpia, Arraquión estaba siendo estrangulado por su oponente, pero, en un supremo esfuerzo, antes de morir, le rompió un dedo del pie a su adversario... ¡y éste alzó el índice en señal de rendición! Así lo cuenta Pausanias (traducción de Antonio Tovar): «Luchando ya por la corona de acebuche con el último de sus adversarios, éste cogió entre sus piernas a Arraquión y al mismo tiempo le apretó el cuello con las manos. Arraquión rompió un dedo del pie a su contrario, pero expiró ahogado; sin embargo, el contrario, por el dolor del dedo, se había dado ya por vencido. Los eleos coronaron y proclamaron vencedor al cadáver de Arraquión». Fue una victoria póstuma, tras haber muerto. Termina el día. Han acabado ya las competiciones. Pero no la gloria, que vendrá mañana. Jornada quinta: el día de la gloria Los Juegos ya no habitan en el silencioso estadio, ni en el hipódromo solitario; hoy se congregan de nuevo en Altis, el recinto sagrado, que rebosa de gente. A los vencedores se les corona en el sitio más sagrado de Olimpia: ¡ante Zeus! Los atletas victoriosos llevan palmas en las manos y cintas rojas en la frente. El heraldo va proclamando el nombre y ciudad de cada vencedor y el jefe de los helanodices les va coronando con la verdiplateada corona de acebuche. Los vítores se suceden por todo el recinto y la fiesta seguirá durante todo el día, entre banquetes de homenaje y cantos patrios. Han sido cinco días inolvidables, tanto para los atletas como para los espectadores. Y el eco de la fama (que tiene que ver con phemí, ‘hablar’, que hablen de ti) se expandirá por doquier. Los poetas ya pueden componer sus odas y epinicios (de epí, ‘sobre’, y nike, ‘victoria’, cantos de victoria) y los escultores ya pueden esculpir sus estatuas (en griego, ágalma, palabra

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