Materiales_I (3) PDF - Lo Público y Lo Privado en el Derecho

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Universidad de Chile

2001

Enrique Barros

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derecho derecho público derecho privado filosofía del derecho

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Este ensayo analiza el concepto de lo público y lo privado en el derecho, examinando la lógica de las regulaciones desde una perspectiva estatal. Explica cómo el derecho ordena la convivencia y cómo su función vivificante en la sociedad civil se manifiesta a través de, entre otras cosas, el derecho civil y comercial. El texto se centra en las ideas de público y privado en el contexto del derecho chileno y sus raíces positivistas.

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Optativo n°3: BARROS, Enrique. Lo público y lo privado en el derecho. Revista de estudios públicos, no. 81. 2001, pp. 5-37. ENSAYO LO PÚBLICO Y LO PRIVADO EN EL DERECHO* Enrique Barros El ensayo asume que el der...

Optativo n°3: BARROS, Enrique. Lo público y lo privado en el derecho. Revista de estudios públicos, no. 81. 2001, pp. 5-37. ENSAYO LO PÚBLICO Y LO PRIVADO EN EL DERECHO* Enrique Barros El ensayo asume que el derecho es público en un sentido elemental: es una institución que ordena la convivencia; se asienta en la justi- cia, la más pública de las virtudes; y su eficacia reside en una instancia judicial que resuelve los conflictos e invoca el uso legítimo de la fuerza. Más allá de esa publicidad básica, el derecho muestra diversas di- mensiones de lo público y lo privado en la sociedad contemporánea. Ante todo, lo público aparece como sinónimo de lo estatal en la lógica normativa que subyace a las regulaciones, que se expresan en actos de voluntad política y cuyo principio operativo es la eficacia. En otros ámbitos, lo público del derecho se muestra en su función vivificante de la sociedad civil, en cuanto favorece la comunicación y establece reglas de justicia que hacen posible la interacción espon- tánea, como ocurre con el derecho civil y comercial y, en cierto sentido, con el penal. Una radical individuación del derecho y, en tal sentido, su privatiza- ción, se muestra en la institución moderna del derecho subjetivo, que ENRIQUE BARROS. Abogado. Doctor en Derecho, Universidad de München. Profesor de Derecho en la Universidad de Chile. Miembro del Consejo Directivo del Centro de Estudios Públicos. Miembro de la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Política y Morales del Instituto de Chile. * Versión revisada y completada del discurso de incorporación del autor a la Acade- mia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile. Estudios Públicos, 81 (verano 2001). 6 ESTUDIOS PÚBLICOS es referida críticamente, desde una perspectiva lógica e histórica, a la luz de la dialéctica de lo público y lo privado. Finalmente, en un apéndice, se intenta una caracterización de las raíces positivistas de la cultura jurídica chilena y se plantean algunas hipótesis respecto de la fragilidad histórica del principio de supre- macía del derecho en el país. L o público y lo privado son conceptos analógicos, que admiten sentidos diferentes en diversos contextos. No es mi intención analizar el uso que los juristas hacemos de esos conceptos, sino, a la inversa, discernir con su ayuda algunas de las principales tareas y características del derecho en nuestro tiempo. La exposición comprende dos partes. En la primera se analizan las principales formas de manifestación de lo público y lo privado en el dere- cho contemporáneo; la segunda es un excurso acerca del concepto de lo público en la cultura jurídica chilena. I. FORMAS DE MANIFESTACIÓN DE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO EN EL DERECHO La publicidad elemental del derecho Si nos miramos desde las profundidades de la caverna, el derecho es público en un sentido antropológico muy elemental: desprovistos de instin- tos suficientemente fuertes y precisos, los hombres debemos llenar con instituciones, con prácticas comunes, el vacío que provoca y la oportunidad que nos abre nuestra indeterminada constitución biológica. El hombre ha debido asumir en todos los tiempos la necesidad de encauzar la agresividad y de hacer fructíferas las relaciones. Tendemos a la paz y necesitamos la colaboración recíproca, pero nuestra naturaleza también nos predispone a la violencia y al egoísmo. Las instituciones expresan el orden que crea la cultura para favorecer la convivencia, para darnos cobijo y seguridad, per- mitiéndonos encauzar nuestra subjetividad. La publicidad del derecho como institución se muestra con especial nitidez cuando el orden es infringido: permite que el acto de violencia o deslealtad tenga una réplica distinta a la venganza directa, y se transforme en la infracción a una regla o principio objetivo de convivencia. El derecho encauza el sentimiento más profundo de venganza o autorreparación frente al daño sufrido. Estudios comparados del comportamiento humano nos muestran que desde sus orígenes más ENRIQUE BARROS 7 remotos el hombre ha inventado las más ingeniosas formas de pacificación, que son indicio de una disposición natural1. Pronto, decía Cicerón, la multi- tud que en el desorden se dispersaba, mediante la concordia llegó a formar comunidad2. Las instituciones jurídicas modernas son refinadas creaciones culturales, y en tal sentido públicas, que propenden al mantenimiento de la paz y nos hacen posible la colaboración. La publicidad específica del derecho también se muestra con nitidez en la justicia, la virtud que se le asocia con naturalidad. La justicia se limita a establecer umbrales mínimos de convivencia. Las directivas del derecho, en correspondencia, sólo nos exigen actuar con corrección y con decencia3. Su observancia no merece especial elogio, porque es una mera condición para convivir. La ley civil hace posible la sociedad entre los hombres, pero no define la calidad afectiva o espiritual más profunda de la relación que logramos en la familia, el trabajo, los negocios o la sociedad política. Recíprocamente, la justicia, en su sentido moderno, más preciso que el bíblico, es una virtud más modesta que el amor o la caridad. Es la virtud pública por naturaleza, porque se expresa en la disposición y el hábito de ser simplemente buenos ciudadanos. El derecho no exige heroísmo, ni san- tidad; le basta la honorabilidad, incluso la fundada en la mera conveniencia. Por eso, como lo expresó un célebre juez británico, el precepto bíblico que nos llama a amar al vecino, se restringe en el derecho a que no se le debe causar daño4. El derecho se limita a establecer lo mío y lo tuyo, y, en la 1 A. Gehlen, “El Hombre y sus Instituciones” (1973); p. 94 y ss.; “Über die Geburt der Freiheit aus der Entfremdung” (Sobre el Nacimiento de la Libertad desde la Alienación) (1952), p. 338 y ss. La teoría de Gehlen es extremadamente escéptica acerca de la racionali- zación de las instituciones. En el fondo, hace explícitos los supuestos antropológicos en que se apoya la más fuerte doctrina política conservadora. Una idea semejante es expresada, desde un punto de vista lógico, por L. Wittgenstein en su teoría del lenguaje corriente como práctica que no es autorreflexiva, en Investigaciones Filosóficas (1958). La idea de incom- pletitud del hombre, su caracterización como “el animal peor logrado, el más riesgosamente desviado de sus instintos”, es una tesis antropológica fundamental de F. Nietzsche, quien ve en las instituciones más bien el riesgo de la domesticación de la voluntad en la artificiosa falsedad de las condiciones de vida; las reflexiones más precisas de F. Nietzsche sobre el derecho, en Más allá de Bien y Mal (1972) y especialmente en Sobre la Genealogía de la Moral (1972), en especial párr. 11 y ss. Un estudio empírico de la tendencia humana primi- genia a idear formas institucionales de pacificación, en I. Eib-Eibesfeldt, Der vorprogram- mierte Mensch (1974). La función constitutiva del instinto de agresión en el ser humano, en K. Lorenz, Sobre la Agresión: El Pretendido Mal (1981, 11ª edición ). 2 De la República, Libro I, párr. 40 (citado según edición alemana de W. Sontheimer, Stuttgart: Reclam, 1980, p. 40). 3 Una temprana discusión sobre los límites del derecho como honestidad en Cicerón, De los Deberes, L. III, párr. 12 (tomado de versión de B. Estrada, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1948). Sobre la diferencia entre el amor y la justicia, J. Pieper, Las Virtudes Fundamentales (1997, 5ª edición), pp. 129-131. 4 Lord Atkin en el caso Donoghue vs. Stevenson (1932), citado por J. G. Fleming, An Introduction to the Law of Torts (1985, 2ª edición), p. 36. 8 ESTUDIOS PÚBLICOS posición de juez, lo que corresponde a cada cual. Giotto pinta la justicia como una reina de semblante sereno, pero frío y severo, que sostiene la balanza con la mirada de quien ha logrado domesticar las pasiones. En el fondo, el derecho es a nuestras relaciones en sociedad lo que la gramática es al lenguaje5: es la forma más elemental de convivencia, que permite establecer una comunicación incluso entre personas alejadas física o afecti- vamente entre sí. Dentro de los límites de la justicia, el derecho no atiende a la calidad intrínseca de la relación que mantenemos con los demás. Pero establece un umbral de moralidad, para que resulte posible la vida en socie- dad. Por eso, carece de sentido intentar la caridad, fundada en el amor, si antes no se cumple con el deber elemental que impone la justicia6. Del mismo modo como la justicia es la menos heroica de las virtudes, también el derecho es el más elemental de los bienes que puede disfrutar la so- ciedad. El derecho es además público en cuanto a su forma. Si se mira atrás en el tiempo, parece que recién tiene sentido hablar de derecho cuando aparecen los jueces y se establece un régimen público de sanciones coacti- vas. En otras palabras, el derecho supone una organización pública mínima, que con el tiempo ha derivado en el complejo estado moderno. Esta radical publicidad del derecho es también fuente de sus limitaciones. El derecho se vale de medios eficaces, pero toscos. Por eso, las tradiciones jurídicas más fuertes, en concordancia con la naturaleza de la justicia, reconocen que la primera función de la ley no es transformarnos en virtuosos. El derecho se limita a poner un límite externo a nuestra propensión al abuso y a la violen- cia, favoreciendo la cooperación entre individuos que miden su propio interés con una vara distinta que el ajeno. Por eso, su tarea no es realizar el mejor de los mundos, sino, más bien, evitar el peligro latente del peor y, sólo entonces, servir de supuesto para una convivencia fructífera. La rudeza de sus medios coactivos hace que el derecho sea un instrumento inepto para actuar sobre las convicciones o para obtener ideales de perfección. En definitiva, la potencia del derecho como orden positivo de las relaciones en sociedad es también la medida de sus limitaciones y riesgos. En definitiva, la publicidad del derecho se muestra en todas sus características esenciales: en su función antropológica como institución, en la naturaleza relacional de las virtudes en que se sostiene y de los bienes que realiza y en la organización que permite que sus normas se impongan 5 L.Fuller, The Morality of Law (1964), p. 6 y ss. 6 He escuchado que esta idea era frecuentemente expresada por Alberto Hurtado, pero desconozco si fue alguna vez publicada. ENRIQUE BARROS 9 con independencia de las razones que tengamos para observarlas, gracias a una jurisdicción obligatoria, cuyas decisiones se imponen por la fuerza. La lógica de las regulaciones Parte importante de la ciencia jurídica de los últimos dos siglos ha concebido radicalmente el derecho a la luz de su aptitud para generar normas por medio de actos de voluntad y de la coactividad organizada que lo distingue de cualquier otro ordenamiento. En esas doctrinas lo público deja de ser lo que interesa a la comunidad, y pasa a ser concebido en un sentido restringido, simplemente como lo estatal7. Lo cierto es que el poder se encuentra en la base del derecho moder- no. En su sentido más estricto el derecho es público porque es el instrumen- to de que se vale la política. Es una constatación diaria que las autoridades públicas dictan leyes, decretos y resoluciones administrativas con los fines más diversos. La legislación y el gobierno tienen, ante todo, la función de satisfacer lo que los economistas con precisión analítica han llamado bienes públicos, esto es, aquellos que no pueden ser realizados mediante la inte- racción espontánea de las personas y asociaciones, porque el esfuerzo que cada cual haga por separado para satisfacerlos no es significativo para la consecución del objetivo. A pesar de que el interés que expresan los bienes públicos es común a muchos, no puede razonablemente ser satisfecho me- diante contribuciones individuales8. La persecución criminal, la administra- ción de justicia (en la medida que su ejercicio no sea privatizable en la forma de arbitrajes), la fuerza pública, la defensa y la legislación son ejem- plos clásicos de bienes de este tipo. El estado también debe corregir los efectos negativos (externalidades, dicen los economistas), que ciertas acti- vidades privadas producen respecto de la comunidad y que no están natu- ralmente incorporadas como costos en la producción de otros bienes, como ocurre, por ejemplo, con las regulaciones urbanísticas y medioambientales. 7 Pareciera que los orígenes intelectuales del positivismo jurídico contemporáneo hay que encontrarlos en J. Benthan, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation (1789) y en J. L. Austin, The Province of Jurisprudence Determined and the Uses of the Study of Jurisprudence (1832). Ambos constituyen relevantes influencias intelectuales en A. Bello. La expresión teórica más fuerte de la identidad entre el derecho y el estado, en H. Kelsen, Teoría Pura del Derecho (1960 ). Aunque H. Kelsen intenta formular una lógica jurídica fundamental, me parece que su teoría resulta especialmente ilustrativa de la función del derecho como instrumento de regulación. A estas doctrinas subyace un concepto instrumental del derecho que normativamente se aviene con el utilitarismo moral. 8 F. von Hayek, Law, Legislation and Liberty, T. III, The Political Order of a Free People (1979), p. 43 y ss. 10 ESTUDIOS PÚBLICOS A ello se agregan las clásicas funciones del estado a efectos de realizar principios de justicia distributiva, que han pasado a formar parte de las definiciones constitucionales básicas de la sociedad contemporánea, y que consisten en asegurar a las personas y grupos humanos un umbral mínimo de existencia y de igualdad de oportunidades, atendidas las condiciones generales de desarrollo, en bienes como la educación, la salud, la seguridad social o la cultura. La tarea del estado en todos estos respectos es la producción de un efecto deseado, un fin que se pretende lograr mediante regulaciones y me- diante gasto en prestaciones sociales, que se entregan directamente o me- diante subsidios. Para satisfacer estas funciones, el estado obtiene financia- miento forzoso de las personas privadas, gravándolas en los roles más diversos. En retribución, el estado desarrolla una actividad crecientemente instrumental, que se muestra esencialmente en la función de gobierno9. El derecho tiene poco que decir respecto de los fines cuando el estado actúa como regulador o servidor de la comunidad. Es cierto que las constituciones contemporáneas, incluida la chilena de 1980, reconocen de- rechos sociales basados en consideraciones de justicia distributiva, a la salud, la educación y a la seguridad social. Sin embargo, la autoridad públi- ca sólo secundariamente está controlada por los jueces en el cumplimiento de esas tareas. Por otro lado, es por completo excepcional que acciones judiciales autoricen hacer valer directamente esos derechos10. Los jueces cautelan, en un estado de derecho en forma, que esas potestades sean ejerci- das de acuerdo con los procedimientos que establece la ley y en el marco de las atribuciones conferidas. Los jueces constitucionales, por su parte, pue- den ser llamados a revisar si lo actuado por actos de gobierno y legislación está conforme a las competencias distribuidas por la constitución y a caute- lar el respeto de las garantías constitucionales. Sin embargo, tanto en sede administrativa como constitucional, el control judicial se refiere esencial- mente a la observancia de los procedimientos y de las autorizaciones lega- les y, sólo en el límite, al control material de constitucionalidad. La jerar- quización de los fines y las técnicas regulatorias correlativas, dentro del 9 Un espléndido análisis comparado del cambio en el sistema de fuentes del derecho que ha traído la “gubernamentalización” de la política, en A. von Bogdandy, Gubernative Rechtssetzung (2000). 10 Así, por ejemplo, se ha fallado en sede de protección que no es arbitraria la negativa que los servicios de salud han dado a portadores de sida de ofrecerles costosos medicamentos, porque las prestaciones de salud, de acuerdo con el ordenamiento legal vigen- te, sólo “se concederán por esos organismos a través de sus establecimientos, con los recursos físicos y humanos de que dispongan” (Corte de Apelaciones de Santiago, 6 de noviembre de 2000; confirmada por Corte Suprema, 13 de diciembre de 2000; fallos referidos en Semana Jurídica N° 8, 2001). ENRIQUE BARROS 11 amplio margen de discreción que concede la Constitución, son tareas del legislador y de la administración, en ejercicio de su función de gobierno11. Salvo en períodos de excepcional emotividad política, el modo de pensar de la administración tiende a ser pragmático: la tarea de gobierno por excelencia es conceptualizar y jerarquizar los fines y problemas, e instrumentar las técnicas más eficientes para alcanzar y resolverlos. Ésa es la esencia de la política: se trata de decisiones que no están regidas por una norma que determine cómo actuar. En una sociedad democrática son los ciudadanos quienes califican el mérito con que es ejercido el gobierno. Por el contrario, resulta usualmente exorbitante que los jueces asuman el con- trol de mérito u oportunidad de las políticas públicas. Los jueces carecen de los instrumentos analíticos, y, además, de la legitimidad política, para defi- nir criterios de distribución del gasto, para jerarquizar prioridades y para decidir acerca de las técnicas regulatorias más eficientes. En consecuencia, aunque el orden político en su conjunto sea concebido a la luz de principios de justicia distributiva y de fines de interés general, ellos sólo indirectamen- te, mediante leyes y regulaciones administrativas, adquieren forma norma- tiva12. El político de excepción, el estadista, tiene la percepción existencial de lo general y es capaz de congregar la opinión y la voluntad de muchos tras fines públicos, creando la confianza en su destreza para resolverlos. Pero irremediablemente llega el momento en que debe instrumentar los medios técnicos para lograr esos fines. El derecho da forma a la organiza- ción del estado y establece límites a su actuación, pero no define el conteni- 11 La Constitución está construida bajo el esquema regla (derecho reconocido)- excepción (limitación establecida por el legislador). El principio de esencialidad en el recono- cimiento de los derechos (Consti0tución, artículo 19 N° 26), se materializa en un principio práctico de proporcionalidad, cuya aplicación supone definir el mínimo de satisfacción que resulta exigible para que se entienda que el derecho está reconocido y, muy especialmente, la interferencia máxima que el mismo derecho puede soportar sin ser desnaturalizado. Sobre estas ideas provenientes de la doctrina constitucional alemana, en cuya constitución fue por primera vez introducido el principio de esencialidad, I. von Münch y Ph. Kunig (eds.), Grundgesetzkommentar, T. 1 (1992, 4ª edición), p. 998 y ss. 12 Así se explica que la Constitucion suiza de 1999 haya desistido de referirse a derechos sociales y lo haga respecto de fines sociales que “la federación y los cantones asumen en complemento de la responsabilidad personal y de la iniciativa privada”, con expresa negación de que tales fines otorguen acciones judiciales para requerir prestaciones estatales (art. 41). Al respecto, J. P. Müller, Grundrechte in der Schweiz (1999). En verdad, los jueces pueden adoptar una perspectiva activista en el reconocimiento de derechos socia- les, fijando umbrales mínimos de satisfacción de diversa intensidad, pero ello encuentra su límite en la circunstancia de que las condiciones presupuestarias para hacerlos efectivos son una materia esencialmente política, porque suponen que el público esté dispuesto a financiar su efectiva realización. Un excelente análisis de los derechos desde esta perspectiva, en S. Holmes y C. R. Sunstein, The Cost of Rights (1999). 12 ESTUDIOS PÚBLICOS do de las decisiones. Por eso, incluso en un país tan extensamente judiciali- zado como los Estados Unidos, un agudo analista de la cultura legal ha expresado que “los tribunales rara vez están en la situación de denegar al orden político la oportunidad de hacer lo que de lo contrario habría he- cho”13. El derecho puede definir cómo y dentro de qué ámbito, más bien amplio, operan las decisiones públicas. Por cierto que su tarea es crítica para la libertad y la igualdad de las personas; pero más allá de estos límites, la esencia de la política se expresa en la decisión, en la voluntad del legisla- dor y del gobernante. Por cierto que una sociedad ordenada en torno a principios de justi- cia, que disfrute de las ventajas de la legitimidad del poder público, tiende a transformar la observancia de estas regulaciones (como, por ejemplo, pagar impuestos) en un deber de decencia, que es fundamento de la confianza de que todos estamos sujetos a las mismas reglas y de que contribuimos en lo que nos corresponde al bien general. Sin embargo, la textura jurídica de este tipo de reglas tiende a agotarse en el programa de conducta: si estás en tal situación, entonces debes hacer tal cosa; y si no haces tal otra, debes ser sancionado de tal forma. La relación entre fines y técnicas que subyace a las regulaciones usualmente no es discernible por los jueces con arreglo a normas o principios jurídicos más generales. El derecho de las regulaciones tiende a expresarse en un código binario, lícito-ilícito, que opera sin refe- rencia inmediata a nuestros sentidos cotidianos de lo correcto. Que la tasa de impuestos sea tal, o las emisiones industriales toleradas tales otras, o los subsidios habitacionales alcancen a tanto, son reglas que tienen por objeto satisfacer bienes que suelen ser muy valiosos. Sin embargo, tanto los fines, como la adecuación técnica de los medios, no resultan directamente discer- nibles en el programa de conducta que expresa la regulación14. La tarea del derecho en estas materias es ante todo formal. La ley establece los procedimientos para que las decisiones públicas sean adopta- 13 P. Kahn, The Cultural Study of Law (1999), p. 130. El derecho, en verdad, suele hacer abstracción de una forma potente de expresión de la sociedad civil, como es la influen- cia que grupos corporativos o de opinión pueden tener en la modulación del curso de la política. Respecto de esta acepción de la sociedad civil, Ch. Taylor, “Invocar la Sociedad Civil” (1997 ), p. 269 y ss. 14 Me parece que la mayor contribución de N. Luhmann a la comprensión del orden jurídico es haber expuesto radicalmente esta forma de actuación del derecho en la sociedad contemporánea. Una amplia exposición de su teoría del derecho como programa en una obra publicada poco antes de su muerte, Recht der Gesellschaft (Derecho de la Sociedad) (1993). Resulta sintomático que Luhmann haya comenzado a prestar atención al derecho desde la administración pública, a la cual estuvo ligado en los comienzos de su vida profesional e intelectual. ENRIQUE BARROS 13 das y puede así tomar los resguardos de transparencia y debido proceso administrativo. En definitiva, el derecho regula el procedimiento decisorio, y, de ese modo, puede prescribir un itinerario público al proceso de deci- sión que favorezca que todas las opiniones relevantes sean escuchadas, así como la razonabilidad técnica e imparcialidad del output. Por el contrario, usualmente es una ilusión esperar que los jueces puedan discernir el mérito de los antecedentes que llevan a la autoridad a establecer la regulación, como lo muestran las insalvables dificultades que han encontrado recursos de protección contra órganos reguladores (en materias de tarificación de servicios públicos, por ejemplo), cuando se ha perseguido un control mate- rial de arbitrariedad. La dificultad de discernir jurídicamente la adecuación de los medios no se opone a que el intérprete atienda al fin de la regulación o de la potestad regulatoria, especialmente si el control judicial está a cargo de tribunales especializados en actos regulatorios de la administración. Sin embargo, más allá de la relevancia que puede tener el fin en la interpreta- ción de regulaciones ambientales, urbanísticas o de otro orden (incluso en sus efectos penales y civiles15), el control jurídico tiende a ser formal, y en lo sustantivo se limita esencialmente a los casos en que la autoridad ha abusado de su potestad, desviando su ejercicio del fin regulatorio con que fue conferida16. Dentro de estos límites, que constituyen el corazón del 15 De especial interés resulta el fin cuando la regulación tiene efectos en materias de responsabilidad civil o penal. La conducta objetivamente contraria a una norma puede no dar lugar a responsabilidad cuando, a pesar de haberse incurrido en infracción de una norma legal, el daño que resulta de esa acción no corresponde al fin protector de la norma infringida (esto es, al daño que la norma pretende evitar). Así, se puede estimar que la infracción de la regla que obliga a renovar periódicamente la licencia de conducir no da lugar a responsabili- dad civil si quien la infringe participa, con plena observancia de las reglas del tránsito, en un accidente que ha sido provocado por un tercero (Corte de Concepción, 5 de agosto de 1980). El principio ha sido recogido en la Ley del Tránsito: “El mero hecho de la infracción no determina necesariamente la responsabilidad civil del infractor, si no existe relación de causa a efecto entre la infracción y el daño causado” (Ley N° 18.287, art. 171). Un análisis jurídico desde el punto de vista civil, en K. Larenz, Schuldrecht. Allgemeiner Teil (1987, 14ª edición), p. 440 y ss.; desde el punto de vista penal, K. Roxin, Strafrecht. Allgemeiner Teil, T. 1 (1994, 2a edición), p. 312 y ss. 16 La doctrina administrativista francesa introdujo tempranamente, a fines del siglo XIX, el concepto de desviación del poder para hacerse cargo del control judicial del fin con que es ejercida una facultad (R. Chapus, Droit Administratif Général, T. 1, [1998, 12a edición], p. 964 y ss). Aun así, a menudo no resulta fácil a los jueces dar por establecida una desviación del poder, atendida la multiplicidad de fines que usualmente subyacen a las regulaciones y a la circunstancia de que con frecuencia las potestades son discrecionales. Por eso, el instituto tiene en la práctica una aplicación limitada a casos más bien límites y la doctrina administrativa ha debido recurrir a otros instrumentos de control que atienden a los supuestos de hecho previstos para el ejercicio de la potestad y, finalmente, a los principios generales del derecho. Al respecto R. Chapus, op. cit. [en esta nota], p. 971 y ss., y E. García de Enterría y T. R. Fernández, Curso de Derecho Administrativo, T. 1 (1984), p. 445 y ss. 14 ESTUDIOS PÚBLICOS moderno derecho administrativo, las regulaciones constituyen decisiones acerca de políticas públicas y no la aplicación de una regla o principio jurídico. Por eso, no es extraño que los teóricos del derecho que atienden a su positivación en decisiones públicas tiendan a concebirlo como un instru- mento para configurar la realidad, como una técnica social. Austin, un célebre jurista inglés del s. XIX, expresa algo, que, más despectivamente, también podría haber dicho Portales: que el derecho es un mandato que un hombre inteligente dirige a otro hombre inteligente, sobre quien tiene poder para imponer su voluntad17. Siguiendo la evolución de los tiempos, el man- dato se ha despersonalizado, y ha devenido en norma, en programa de conducta18. En estas materias, los expertos en derecho señalan los caminos para adoptar decisiones y las fronteras de las potestades, pero, dentro de ese marco, las regulaciones responden a una racionalidad técnica, creciente- mente refinada gracias al análisis económico, que es característica de la política contemporánea. Pareciera que éste es el sentido más estricto de lo público, entendido como lo estatal, en el derecho moderno. Lo público como espacio de comunicación y de asociación La doctrina positivista destaca la característica instrumental del de- recho referida en el párrafo anterior: su ductibilidad técnica como instru- mento de políticas públicas. Sin embargo, esa doctrina tiende a ignorar su función más extensa en las sociedades contemporáneas, donde el derecho constituye un orden que favorece la interacción de infinidad de personas, en un espacio que es público, pero no estatal. En su sentido más elemental se muestra esa publicidad en el conoci- miento del propio derecho. Las costumbres se muestran en prácticas reitera- das; las leyes sólo rigen desde que son publicadas. Como expresaba Kant, en la forma pública radica la más elemental pretensión del derecho: “sin 17 J. Austin, Lectures on Jurisprudence (1873, 4a edición), sección I, p. 90 y ss. 18 Así, en la tradición analítica contemporánea desde H. Kelsen, Teoría Pura del Derecho (1960 ), y en la teoría social de N. Luhmann, especialmente Legitimation durch Verfahren (Legitimación mediante Procedimientos) (1969) y “Die Codierung des Re- chtssystems” (1988), p. 337 y ss. Una forma moderada de positivismo jurídico, más cercana al concepto de regla proveniente de la lógica del lenguaje corriente, en H. L. A. Hart, The Concept of Law (1961), (hay una espléndida traducción de G. Carrió); la publicidad caracte- rística de la “regla” de Hart es más diferenciada que la “norma” de Kelsen o que el “progra- ma” de Luhmann, de modo que permite comprender más extensamente las funciones no regulatorias del derecho, que son desarrolladas en los capítulos siguientes. ENRIQUE BARROS 15 publicidad no habría justicia, pues la justicia no se concibe oculta, sino públicamente manifiesta”19. Pero más allá de la publicidad intrínseca de sus propias reglas y principios, el derecho establece las condiciones para la creación de un espacio público de discernimiento, de comunicación, asociación e inter- cambios al interior de la sociedad. Ello se muestra, ante todo, en la esencia- lidad de las libertades de opinión y de expresión para el funcionamiento fluido de una sociedad abierta. Su estructura es la misma de las demás libertades: se expresan como libertades negativas, como prohibiciones de interferir en su ejercicio. Sin embargo, su rango preferente en las socieda- des regidas por principios del constitucionalismo democrático se debe pre- cisamente a su función constitutiva de un espacio público, que permite la interacción de ideas y formas de vida y favorece deliberadamente el control de toda forma de poder, público y privado. En definitiva, el predominio de la razón supone la capacidad, como decía Mill, de que “falsas opiniones y las prácticas impropias gradualmente cedan ante los hechos y argumentos”, y el ordenamiento que hace ello posible es el de la libertad de expresión20. Como ocurre con las demás libertades, la libertad de información no garan- tiza resultados; pero, en el largo plazo, es un supuesto necesario para la formación de un ámbito público, que, por definición, se pueda afirmar incluso contra el poder estatal o privado. El papel esencial de la comunicación reaparece en otras múltiples instituciones, distintas a las libertades de conciencia y expresión. Ante todo, en la forma de deberes positivos de información. Por un lado, como se ha visto, pareciera que la transparencia procedimental es el instrumento técni- co más apropiado para asegurar el discernimiento público acerca de la razonabilidad e imparcialidad de los procesos regulatorios, atendidas las dificultades para establecer controles jurídicos de mérito de las decisiones públicas. Pero la transparencia también adquiere valor en el derecho priva- 19 I. Kant, Para la Paz Perpetua (1796), Apéndice II a la 2a edición; tomado de la versión alemana Zum ewigen Frieden, edición de T. Valentiner (1983), p. 68. 20 J. S. Mill, On Liberty (De la Libertad de Pensamiento y Discusión) (1859), Cap. II, tomado de la edición de G. Himmelfarb (1974), p. 80. La Corte Suprema norteamericana, en uno de los casos más influyentes de la jurisprudencia constitucional comparada, afirmó que la Constitución impedía que un medio de prensa fuera hecho responsable por un mero error difamatorio y exigió que la responsabilidad civil de los medios de comunicación se justificara en la mala fe o culpa grave de quien difundía la información “atendido el trasfondo de un compromiso con el principio de que el debate sobre asuntos públicos debe ser desinhibido, robusto, todo lo cual supone aceptar ataques vehementes, cáusticos y a veces desagradable- mente agudos en contra del gobierno y de funcionarios públicos” (New York Times vs. Sullivan, 1964, tomado de T. Barton, M. Franklin, y J. Wright, The First Amendment and the Fifth Estate,1986, p. 466). 16 ESTUDIOS PÚBLICOS do, donde los antiguos deberes generales de lealtad y buena fe que se imponen a las partes de un contrato, han dado forma a reglas más precisas sobre información a los consumidores, inversionistas y accionistas de socie- dades anónimas21. No debe extrañar que los deberes de información se vinculen en el derecho de los contratos al principio de buena fe, que es fundamento de los deberes que cautelan la confianza en las relaciones pri- vadas, de modo análogo a como la libertad de información y la publicidad de los procesos de decisiones públicas contribuyen a la confianza en el ámbito más amplio de la sociedad civil. Muchas otras instituciones jurídicas tienen por finalidad asegurar el bien de la comunicación nítida y abierta al interior de la sociedad civil. Así, la importancia de que la economía tenga un medio de comunicación inequí- voco, ha llevado a que la cautela del valor del dinero, el más abstracto medio de comunicación que ha creado la sociedad humana, esté entregado al Banco Central, un organismo especializado en esa tarea, autónomo de las instancias ordinarias de decisión de políticas públicas22. A su vez, las reglas sobre libre competencia también cumplen la función de cautelar la comunicación inherente a una economía basada en la propiedad y los contratos. Desde esta perspectiva, que me parece la correc- ta, el orden de la competencia no responde a políticas públicas instrumenta- les, sino a la función de asegurar una comunicación abierta, con respeto de 21 Desde un punto de vista económico estos deberes de información favorecen los intercambios porque aumentan la confianza de quienes se encuentran en una posición asimé- trica de conocimiento, que no pueden remontar atendidos los costos de transacción envueltos. Así se explican, por ejemplo, las regulaciones sobre información en materias de consumido- res (especialmente las reglas sobre rotulación de productos y sobre condiciones generales de contratación), inversionistas (especialmente las relativas a mercados de valores y sociedades anónimas abiertas) y ahorrantes. Los deberes de información contractual tienen su fuente más remota en el derecho romano, que estableció acciones en favor del comprador por vicios ocultos de la cosa comprada: “Los vendedores de esclavos hagan saber a los compradores la enfermedad o vicio de cada esclavo, cuál de ellos tiene hábito de fuga o se halla bajo responsabilidad noxal por un delito que cometió. Todas estas cosas serán declaradas clara y verazmente al vender los esclavos” (Digesto, de Justiniano, párr. 21.1.1.1, citando un edicto de los ediles curules; tomado de la edición de A. D’Ors y otros, 1972, T. II, p. 37). El principio está recogido en las acciones por vicios ocultos de la cosa que se vende, reconoci- das por el derecho civil moderno (Código Civil chileno, art. 1.857 y ss.). Los deberes de información tienden a hacerse más exigentes a medida que los contratos adquieren formas crecientemente estandarizadas; el fundamento normativo debe encontrarse en el principio de buena fe (Código Civil, art. 1.546), aplicado por extensión al momento de la conclusión del contrato. Las regulaciones contemporáneas sobre mercados de valores, sociedades anónimas y contratos con consumidores persiguen que la información sea pública como condición para que en contratos masivos, marcados por la asimetría originaria de información, pueda operar la presunción de justicia que cubre a un contrato libremente consentido. 22 Sobre los fines de la autonomía del Banco Central, J. A. Fontaine, “Banco Central Autónomo: en Pos de la Estabilidad” (2000), p. 393 y ss. ENRIQUE BARROS 17 los derechos de propiedad. Por eso, su tarea es neutralizar, con respeto a los derechos de propiedad, posiciones privadas de poder que no resulten razo- nablemente desafiables. En el trasfondo del derecho de la competencia está el propósito de evitar que posiciones de poder privado entraben el orden de los intercambios, esto es, el proceso de descubrimiento característico del mercado como espacio público en que coactuamos incontables personas y asociaciones que perseguimos nuestros propios fines23. Por diversos medios, el derecho contribuye decisivamente a estable- cer las condiciones para que se constituya un ámbito público que abra oportunidades infinitas de comunicación. Desde esta perspectiva, lo público se expande desde lo propiamente estatal hacia las condiciones para que se constituya un espacio plural de intercambio de ideas, experiencias y bienes y se discurra acerca de las reglas más justas y de las políticas públicas más convenientes al bien general. Este conjunto de principios, sumados a los de la libertad de asocia- ción (en sus sentidos positivo, de que es lícito asociarse, y negativo, de que la pertenencia a las asociaciones no puede ser impuesta sino en casos ex- cepcionales), hace del derecho una condición necesaria para la formación de una potente sociedad civil. Lo público y lo privado del derecho civil En su sentido más elemental, también el derecho privado está sujeto a las exigencias de publicidad de todo el derecho. Del mismo modo como no puede haber un lenguaje privado, también carece de sentido un ordena- miento secreto de las relaciones interpersonales espontáneas. Como toda institución, el derecho atribuye un sentido, un significado público, a las relaciones privadas. Aunque los principios que rigen las relaciones privadas hipotéticamente no necesitan ser enunciados, porque en esencia correspon- den a criterios de justicia conmutativa que son espontáneamente discerni- bles, el derecho civil tiene las ventajas de la relativa certeza que le dan las leyes y costumbres jurisprudenciales, así como su arquitectura conceptual, desarrollada a lo largo de más de dos mil años. Todo ello contribuye a que las múltiples relaciones privadas en que coactuamos estén sujetas a reglas que definen con cierta precisión y coherencia su sentido público, esto es, 23 El más profundo análisis jurídico de la libre competencia se encuentra, en mi opinión, en la obra de F. Böhm, un jurista vinculado a la escuela austríaca. Una síntesis tardía de su pensamiento en “Privatrechtsgesellshaft und Marktwirtschaft” (Sociedad de Derecho Privado y Economía de Mercado) (1966), pp. 75-151. 18 ESTUDIOS PÚBLICOS conocido y general. Ello es refrendado por el deber que tiene el juez de decidir las contiendas con arreglo explícito a una regla o un principio de derecho. En definitiva, en las relaciones privadas, la mano invisible del mercado sólo resulta posible y virtuosa gracias a la mano visible del dere- cho24. Por cierto que el derecho privado y las regulaciones tienen una dimensión relativa variable en el conjunto de las instituciones políticas y jurídicas. Con todo, la sociedad contemporánea es esencialmente una socie- dad de derecho privado25. Ello se muestra en datos de la economía chilena: aproximadamente el 78% del gasto en Chile es privado; y del 22% que corresponde a gasto gubernamental26, parte importante se efectúa mediante relaciones de derecho privado, incluso en ámbitos donde la actuación del estado se justifica por razones de justicia distributiva (como ocurre con la educación y las prestaciones de salud, por ejemplo). Adam Smith, hace casi tres siglos, describió con una analogía muy lúcida la forma cómo actúa el derecho privado en la sociedad, en contraste con un ordenamiento que siga radicalmente la lógica de las regulaciones: mientras la mentalidad de sistema concibe al derecho como un plan, donde la mano del gobernante puede arreglar los miembros de la sociedad del mismo modo como se arreglan las piezas del ajedrez, en la que él llama gran sociedad, cada pieza individual tiene su propio principio de movimien- to27. El papel del derecho en una sociedad de ese tipo no es dirigir la conducta, sino establecer un orden que haga posible la convivencia entre personas y asociaciones que interactúan por sí mismas. Por cierto que un orden que concibe la conducta a partir del movi- miento autónomo de cada una de sus partes cumple un fin de interés gene- ral, aunque sus normas estén referidas a relaciones privadas. Ello es conse- cuencia de que no sólo los actos deliberadamente orientados a conseguir un fin sirven a necesidades comunes28. Así, las políticas económicas de merca- do pueden ser justificadas por razones de pura utilidad, simplemente por- que un orden de ese tipo es más eficiente para la creación de riqueza. Desde 24 E. J. Mestmäcker, “La Mano Visible del Derecho: Derecho y Economía en Adam Smith” (1986), p. 59 y ss. 25 F. Böhm, “Privatrechtsgesellshaft und Marktwirtschaft” (Sociedad de Derecho Privado y Economía de Mercado) (1966). 26 El gasto corriente del estado ascendió a 20,5% en 1999 (Ministerio de Hacienda, Dirección de Presupuestos, Estadísticas de las Finanzas Públicas, 1999), pero se estima superior al 22% si se atienden gastos correspondientes al 10% de las ventas de cobre destina- do legalmente a las Fuerzas Armadas. 27 A. Smith, The Theory of Moral Sentiments (1976), párr. VI ii 2, 16. 28 F. von Hayek, Law, Legislation and Liberty, T. I, Rules and Order (1973), cap. VI. ENRIQUE BARROS 19 esta perspectiva utilitarista, el derecho privado en su conjunto es concebido como la más eficaz de las regulaciones. Por eso, un derecho privado cierto, justo y eficazmente cautelado por tribunales independientes, ha llegado a ser un aspecto fundamental para la competencia entre los países. El análisis económico del derecho extrema este punto de vista ins- trumental y propone que todas las instituciones sean concebidas a la luz de su función de bienestar29. Desde este punto de vista, todo el derecho, inclui- dos el privado y el penal, es entendido como una forma de regulación, como una técnica normativa para la obtención de un fin (aumento del bienestar, prevención de la delincuencia y así sucesivamente). Un camino diferente ha seguido la tradición jurídica que se remonta a la filosofía clásica y a los ancestros romanos del derecho privado moder- no. A pesar de su esencial publicidad, al derecho privado subyace una manera de pensar que difiere de la típica de las regulaciones. Su perspectiva corresponde a la forma más intuitiva de la justicia, que se centra exclusiva- mente en el tipo o naturaleza de la relación. Lo esencial desde el punto de vista de esa justicia correctiva o conmutativa es el vínculo entre las partes, y no un fin social más general que resulta ajeno a esa precisa relación. Si alguien causa un daño a otro, la justicia correctiva exige atender al hecho y al daño, a las exigencias de reparación o de liberación de responsabilidad que resultan de las características típicas de la relación entre las partes. Y en los contratos, la atención se pone en el vínculo normativo que nace del acuerdo o intercambio y en los deberes que para ellas surgen de cumplir lo recíprocamente prometido. La diferencia del derecho privado con las regulaciones administrati- vas reside en la lógica, en la manera de pensar. Hayek entendió que esa diferencia se plantea entre la lógica de la organización, del orden creado mediante decisiones regidas por el propósito de influir en la realidad social, y la lógica característica de un orden espontáneo, en que las reglas no tienen otro sentido que regir conductas según principios de justicia aplica- bles a cada tipo de relación, de modo que no responden a un plan preconce- bido de autoridad pública alguna30. En esta dimensión, coincidente con la tradición intelectual del derecho privado, éste es un orden normativo orien- tado por un concepto no instrumental de lo que es correcto, que, expresado en términos kantianos, constituye “el conjunto esencial (Inbegriff) de las condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede ser conjugado con el arbitrio del otro según una luz general de la libertad”31. Así, mientras en la 29 R. Posner, The Economics of Justice (1980), pp. 48-49. 30 Ibídem, cap. II. 31 I. Kant, Metaphysik der Sitten (Metafísica de las Costumbres) (1968 ), p. 337. 20 ESTUDIOS PÚBLICOS lógica de la organización el derecho es una técnica para obtener fines públicos (distributivos o de otra especie), que por nobles y fundamentales que sean resultan extrínsecos a la relación entre las partes, el derecho civil o comercial, y en cierto sentido el derecho penal32, son derecho privado porque atienden exclusivamente a la justicia de la precisa relación33. Por cierto que el derecho privado tiene componentes técnicos de extrema formalidad, como ocurre con el régimen posesorio sobre inmuebles o con las reglas sucesorias, que, en general, se expresan en refinadas y muy precisas categorías conceptuales. Sin embargo, su más típica función es hacer intelegibles normativamente relaciones libres y espontáneas. Por mu- cho que sus reglas, para garantizar la certeza, están extensamente sujetas al código binario (de lo lícito y lo ilícito; de lo que pertenece a mí y a ti) el sentido de esas reglas no expresa un mero programa de conducta. En el derecho privado, como en el penal con el que presenta importantes analo- gías, el sentido de lo correcto, dicho metafóricamente, pertenece a la com- prensión de la norma. Es una experiencia fascinante que hasta hoy los pueblos más remo- tos, en el trasfondo de sus respectivas culturas, lleguen a concebir las rela- ciones de derecho privado bajo principios análogos. Gianbattista Vico alu- día hace tres siglos a la existencia de un fondo común de verdad entre los hombres, una especie de derecho natural, “que nació separadamente en todos los pueblos sin saber nada unos de otros; y que después, con motivo de guerras, embajadas, alianzas y comercios, se advirtió que era común a todo el género humano”34. Bajo condiciones diferentes, lo mismo puede decirse hoy del derecho que hace posible que los intercambios sean univer- sales. Por cierto que a ello contribuye la existencia de tratados que rigen las compraventas internacionales o la emisión de acreditivos bancarios y otros medios de pago, así como la codificación de las prácticas del comercio. Sin 32 El derecho penal es estatal en el sentido de que se funda directamente en el monopolio estatal para aplicar la coacción. Sin embargo, sustancialmente el derecho penal, a pesar del enfoque utilitarista que recibe en las teorías que lo justifican como técnica preventi- va, se sostiene internamente en último término en la idea de justicia, en la medida que el principio de culpabilidad sigue estableciendo un límite a toda actuación punitiva del estado. Al respecto, Art. Kaufmann, Das Schuldprinzip, (1961, 2a edición); E. Cury, Derecho Penal. Parte General, Tomo I (1992, 2a. edición), p. 43 y ss.; J. Bustos, Manual de Derecho Penal (1989, 3a. edición), p. 56 y ss.; K. Roxin, Strafrecht. Allgemeiner Teil, T. I (1994, 2a edición), p. 36 y ss.; E. Barros, “Derecho y Moral. Consideraciones a Propósito de la Teoría de los Delitos Económicos (1983), p. 3 y ss. 33 Una excelente relación contemporánea de la “privacidad” del derecho privado, en oposición a las políticas públicas, a la luz de las tradiciones romanista y kantiana, en E. Weinrib, The Idea of Private Law (1995), p. 210 y ss. 34 G. Vico, Ciencia Nueva, L. I, tomado de edición de M. Fuentes (1956), secc. 2, XIII, 146. ENRIQUE BARROS 21 embargo, lo esencial para que esa comunicación resulte posible, en la esca- la que ha llegado a ser realidad, es ese trasfondo de común sabiduría prácti- ca que inspira al derecho privado. Ya los romanos entendieron que había un derecho de gentes, aquel que usan todos los pueblos humanos y que regía el comercio, las compra- ventas, los arrendamientos, las obligaciones 35. La relación entre el compra- dor y el vendedor es comprensible, aun sin conocer el derecho de un país extranjero, a la luz de los principios prácticos de la razón que iluminan acerca de los deberes que surgen de promesas e intercambios. Así se expli- ca la relativa actualidad de las reflexiones de Aristóteles y Cicerón acerca de la justicia, a diferencia extrema de lo que ocurre, por ejemplo, con la física. Aún hoy, el verdadero conocedor del moderno derecho de los nego- cios, a diferencia del mero operador práctico de regulaciones, es quien ha logrado penetrar en el modo de pensar del derecho privado, que exige comprender la naturaleza normativa de las compraventas, los préstamos y las sociedades, lo que, a su vez, supone descubrir las razonables expectati- vas recíprocas de las partes en cada tipo de relación36. Desde esta perspectiva, como se podrá comprender, resulta muy diferente el papel de la ley en el derecho privado que respecto de las regulaciones administrativas. Aunque esté expresado en leyes o códigos, el sentido de la norma de derecho privado no se agota en la declaración, como podría ocurrir, por ejemplo, con una ley tributaria que establece una tasa. El espíritu humano requiere de instituciones que den sentido “regular” a nues- tras relaciones37, de modo que también en el derecho privado las leyes tienen la importante tarea de crear certeza y de anticipar la adaptación a nuevas circunstancias. Pero, como lo muestran los ejemplos recientes de las legislaciones sobre libre competencia, valores o sociedades de capital, las principales normas del derecho privado usualmente son discernibles desde el punto de vista de la justicia, como normas que atribuyen deberes y 35 Digesto, de Justiniano, I, 1, 1, 4 (tomado de versión castellana de A. D’Ors, F. Hernández, P. Fuenteseca, M. García y J. Burillo, 1968). 36 Éste es el sentido de la referencia metódica al tópico de la “naturaleza de las cosas” en el método jurídico, utilizado en la dogmática privatista para invocar el sentido normativo inmanente a la comprensión de una relación. El Código Civil se refiere en lugares muy importantes del derecho de obligaciones a la “naturaleza de la relación” (arts. 1.444, 1.546, 1.563). Sobre la noción de “naturaleza de las cosas”, O. Ballweg, Zu einer Lehre von der Natur der Sache (Sobre una Teoría de la Naturaleza de las Cosas) (1960) y A. Kaufmann, Analogía y Naturaleza de la Cosa, (1976 ). El más penetrante estudio de la función que desempeña el ámbito normativo implícito (Normbereich) en las relaciones interpersona- les, en F. Müller, Juristische Methodik (1971). 37 Las reflexiones más lúcidas (tal vez porque son muy modestas) sobre la naturaleza normativa de la norma de derecho privado las he encontrado en J. Carbonnier, Flexible Droit (1992, 7a edición), p. 85 y ss. 22 ESTUDIOS PÚBLICOS derechos, y no como programas que materializan políticas públicas. En el corazón del derecho privado está la confianza que resulta de la ecuación de justicia y de certeza de la regla aplicable a la relación. Por lo mismo, el papel de la jurisprudencia y de la doctrina científi- ca es esencial para la adaptación progresiva de las instituciones a los cam- bios de la economía. En el fondo, el problema no es si los contratos cele- brados por Internet estarán o no regidos por el derecho privado, sino más bien cómo actúan los principios y reglas conocidos sobre estas nuevas realidades técnicas. Como mostró Wittgenstein en sus estudios tardíos, existen reglas que son subsumtivas, porque su sentido se agota en su expre- sión, en su tenor literal, y hay otras que llevan implícito el cambio y la adaptación según sean los contextos en que se aplican38. Por su naturaleza, las normas del derecho privado exigen este arte. Por eso, el derecho civil y el comercial son históricos, por permanentes que sean las formas de pensar y los principios en que se apoyan. Así, están igualmente alejados de la ingeniería social, que concibe todo el derecho a la luz del principio de organización, y del escepticismo moral, que niega sentido a la pregunta por el principio de justicia material que subyace a las relaciones. El aspecto público del derecho privado, se muestra en los referidos bienes de la certeza y de la justicia que contribuye a materializar. En razón del primero, la regla nos permite orientarnos al futuro, nos proporciona la confianza de saber a qué atenernos. En virtud del segundo, la relación está sujeta al escrutinio de un juez que resuelve desde un punto de vista externo, atendiendo a la naturaleza de la relación, a las expectativas que razonable- mente podemos tener respecto a la conducta de los demás. Y el derecho privado, para cumplir esa función pública, actúa típicamente como un orden evolutivo y no puramente subsumtivo. En uno de sus ensayos más hermosos, Hannah Arendt escribió que “sin testamento o, para sortear la metáfora, sin tradición —que selecciona y denomina, que transmite y que preserva, que indica dónde están los tesoros y cuál es su valor—, parece que no existe una continuidad voluntaria en el tiempo y, por tanto, hablando en términos humanos, ni pasado ni futuro”39. A pesar de los cambios que nos deslumbran, la llamada nueva economía sigue soportándose sobre los principios jurídicos universales a los que alu- día Vico, y la tarea de legisladores, jueces y expertos en derecho privado es 38 La explicación de los tipos de reglas que describe L. Wittgenstein en sus Investi- gaciones Filosóficas (1958) la he tomado de S. Körner, “Über Sprachspiele und rechtliche Institutionen” (Sobre Juegos Lingüísticos e Instituciones Jurídicas), en Ethik: Grundlagen, Probleme, Anwendungen, Akten des 5. Internationalen Wittgenstein Symposiums (1981), p. 480 y ss. 39 H. Arendt, Entre el Pasado y el Futuro (1996 ), p. 11. ENRIQUE BARROS 23 la típica de las humanidades: que los nuevos problemas surgidos del tráfico sean planteados como preguntas que el jurista hace a la tradición. La inversión de lo público: el derecho subjetivo El más radical reconocimiento de lo privado se produce cuando el derecho es concebido a partir del concepto de derecho subjetivo40. El dere- cho subjetivo es una creación conceptual moderna. Mientras en la antigüe- dad la ley es concebida en una dimensión relacional, el derecho subjetivo desplaza el foco de atención hacia el individuo, hacia la persona que dispo- ne de un título jurídico para actuar a su propio arbitrio. La libertad romana, incluso en épocas de la república, no fue jamás concebida como un poder atribuido socialmente a la voluntad del individuo. Incluso los filósofos y juristas antiguos más sensibles a la filosofía de la virtud, conciben la libertad a la luz del orden de la sociedad. La libertad aparece indisolublemente unida a la idea de res publica (república o cosa pública), entendida como aquello que afirma la solidaridad interna de los ciudadanos41. 40 En este párrafo el concepto de derecho subjetivo es entendido en su sentido originario, comprensivo de los derechos de libertad personal y de propiedad. Este concepto se extiende, asimismo, a la idea de igualdad ante la ley, que excluye discriminaciones arbitra- rias, y de igual participación política, aunque éstas fueron de más tardío desarrollo histórico. El lenguaje de los derechos ha tendido a expandirse sin límites en el último siglo. Es difícil encontrar un bien que se tenga especialmente por valioso que no haya sido transformado en un derecho. En una primera extensión el derecho subjetivo fue extendido hacia los derechos sociales, que se hacen efectivos por medio de la comunidad y que se materializan jurídica- mente en acciones para exigir prestaciones públicas (servicios o subsidios para la educación, por ejemplo) o privadas (como el antiguo derecho de alimentos, que se reconoce a quien está en situación de destitución económica en contra de su cónyuge y familiares más cercanos). Los jueces constitucionales tienen usualmente poco que decir acerca de la justicia distributiva de las políticas públicas que instrumentan las regulaciones, porque si exceden un cierto umbral mínimo de intervención (que usualmente está dado por el principio de no discrimina- ción), se ven en la necesidad de adoptar decisiones que requieren de una legitimidad propia- mente política y no jurisdiccional. Algo semejante puede decirse de los derechos que expre- san bienes transpersonales, como el medio ambiente, lo que explica que en la Constitución chilena sólo sea amparado por turbaciones que resulten arbitrarias y, además, ilegales (Cons- titución Política, art. 19 N° 26). Una crítica a la noción individualista del derecho subjetivo, en los trabajos de M. Villey, recopilados en Estudios en Torno a la Idea de Derecho Subjeti- vo (1976). Una crítica a la expansión del derecho subjetivo hacia cualesquiera bienes y su alejamiento de la idea correlativa de responsabilidad, en M. A. Glendon, Rights Talk. The Impoverishment of Political Discourse (1991) (capítulos 1, 2 y 7 traducidos al castellano en Estudios Públicos 70, otoño 1998, p. 77 y ss.). Una llamada de atención acerca del contenido político, en tanto supone distribuir recursos fiscales, de los derechos, en S. Holmes y C. R. Sunstein, The Cost of Rights (1999). 41 J. Gaudemet, Institutions de l’Antiquité (1982, 2a edición), pp. 355 –357. 24 ESTUDIOS PÚBLICOS Los derechos de las personas, como elementos estructurales del or- den jurídico moderno, responden tanto a una cultura individualista, como a una teoría moral. Los orígenes más remotos del individualismo se encuen- tran, según Peter Berger, en las dos tradiciones espirituales más poderosas de la cultura occidental, que rompen con la tradición arcaica, que radica las preguntas por el orden de la sociedad en sede mitológica. En primer lugar, en la experiencia religiosa de Dios personal y trascendente, que se presenta a Moisés como “Soy el que soy”, y que inevitablemente crea el contrapunto del ser humano individual. A ello se suma, el descubrimiento por los grie- gos de la capacidad del hombre para actuar de acuerdo con la razón42. En la confluencia de estas tradiciones espirituales, sumada a los cambios culturales y económicos de la temprana modernidad, surge la no- ción de derecho subjetivo, de un derecho radicado en la persona. Su prime- ra formulación parece proceder de la obra de teólogos y juristas de la escolástica tardía española, especialmente del jesuita Luis de Molina43. En sus orígenes, el derecho subjetivo permite explicar las facultades que la propiedad confiere al titular sobre la cosa. Luego, el instituto se expande hacia las demás libertades personales y políticas y a los derechos de la personalidad. Una aplicación del nuevo principio individualista es la justifi- cación moderna del orden político a partir de un pacto ideal en que ciuda- danos libres e iguales, en ejercicio de sus derechos naturales, convienen voluntariamente en un orden que hace posible la vida en sociedad. De acuerdo con este orden básico, a la persona son reconocidos derechos de libertad (que se expresan en la tradición del constitucionalismo y del dere- cho privado) y derechos potestativos o competencias para participar en la decisión política, relativa a quien habrá de gobernar (que se expresan en la tradición de la democracia). 42 P. Berger, The Capitalist Revolution. Fifty Propositions about Prosperity, Equali- ty and Liberty (1986), p. 95, con referencia a E. Voegelin. G. W. F. Hegel, Fundamentos de la Filosofía del Derecho, traducción A. Llanos (1987 ), p. 189, vio el origen interno de la personalidad autónoma, en sí misma infinita, en la libertad interior que surge de la religión cristiana, y el externo en la universalidad abstracta del mundo romano, en un principio que habría resultado ajeno al mundo griego. 43 H. Coing, Europäisches Rechtsgeschichte, T. I (1985), p. 172 y ss., citando a L. de Molina, De Iustitia et Iure Opera Omnia (1611), tract. II, disp. I. Sobre los orígenes filosóficos de la doctrina del derecho subjetivo, en W. von Occam, M. Villey, Seize Essays de Philosophie du Droit (1969), p. 140 y ss. Una interpretación corporativista del origen de los derechos subjetivos, en Ch. Taylor “Invocar la Sociedad Civil” (1997 ), p. 278 y ss.). Asume Taylor que el derecho subjetivo ya aparece en la maraña de deberes y derechos recíprocos que caracterizaron el estatuto social del medievo. Por ilustrativa que esa perspecti- va resulte para comprender la compleja red de relaciones en la sociedad medieval, el moderno concepto jurídico de derecho subjetivo responde a la perspectiva inversa, esencialmente individualista. ENRIQUE BARROS 25 Desde un punto de vista puramente lógico, el reconocimiento de derechos (especialmente de libertad) supone una distribución del poder al interior de la sociedad44. Todo poder que se les reconozca constitucional- mente a las personas restringe correlativamente los medios de que se puede valer el estado para cumplir sus fines. La técnica de los derechos, asociada a la distribución de funciones al interior de la organización estatal, supone una actitud escéptica respecto del poder público: por grandes que sean los beneficios que se pueden obtener de un gobierno fuerte y carente de con- trol, pesan más los males excesivos que con ello se arriesga sufrir, como tuvieron conciencia los fundadores de la tradición constitucional norteame- ricana45. Por eso, relacionada como está con el poder público, la doctrina jurídica de las libertades necesariamente comprende una teoría acerca de los límites de la coacción. En tal sentido se aviene con una posición conser- vadora, naturalmente recelosa de toda autoridad pública que pretenda defi- nir mediante la ley positiva lo que es moralmente correcto e incorrecto. Como irónicamente expresa Oakeshott, esa actitud conservadora se opone a “la concepción del gobierno de la sociedad como un medio de transformar compulsivamente un sueño privado en uno público”46. El establecimiento de límites al poder público no significa abandonar la idea de moralidad, sino desplazar la pregunta por lo bueno, lo hermoso, lo virtuoso y lo admi- rable hacia el ámbito de la sociedad civil. La doctrina jurídica de las liber- tades refleja, por un lado, una desconfianza respecto a los bruscos medios del derecho para imponer una noción del bien y, por otro, la confianza en las capacidades de la persona humana para abrirse un camino de buena vida en el amplio espacio de la sociedad civil. El reconocimiento de derechos, por consiguiente, constituye una instancia institucional que hace viable la reconstrucción de la persona como sujeto moral responsable47. Desde esta perspectiva, las libertades no se fundan en un mero es- cepticismo acerca de lo que es justo, que suspende la pregunta por el bien, sino, al revés, en un concepto positivo acerca de la persona como sujeto moral. El propio pluralismo, más allá de constituir una mera realidad social de nuestro tiempo, tiene la dimensión moral y jurídica de hacer viable la coexistencia de formas de vida virtuosa que son muy diferentes entre sí, 44 L. Weinreb, Natural Law and Justice (1987), p. 133. 45 Ch. Wolfe, La Transformación de la Interpretación Constitucional, trad. M.G: Rubio de Casas y S. Valcárcel (1991 ), p. 496 y ss. 46 M. Oakeshott, “On Being Conservative” (1991 ), p. 426. (Traducido al castellano en Estudios Públicos, 11, invierno 1983, pp. 245-270.) 47 Sobre esta bipolaridad de la libertad, L. Weinreb, “Natural Law and Rights” (1996), pp. 277-283. 26 ESTUDIOS PÚBLICOS pero que coexisten y se enriquecen recíprocamente48. El desarrollo de la comunidad, el ideal republicano de participación de las personas en lo público, también se produce desde abajo, a partir de personas libres que establecen diversas redes de vínculos formales e invisibles. Por eso, la lógica de los derechos de libertad permite establecer un vínculo coherente entre el derecho privado y el sistema político, evitando el divorcio, que ya ocurrió en Roma, entre un derecho privado vigoroso y un despotismo políti- co desbocado. La prevalencia de las libertades, en consecuencia, exige que la so- ciedad política asuma como elemento constitutivo un concepto moral posi- tivo de la persona en sus relaciones en la sociedad. Y como lo expresó Kant, “no caben aquí componendas; no cabe inventar un término medio entre derecho y provecho, un derecho condicionado en la práctica”49. Por eso, si son concebidos como meras formulaciones legales o constituciona- les, los derechos son tan precarios y accidentales como el contenido de cualquiera regulación. Siempre podrá encontrarse una razón de estado sufi- cientemente poderosa como para justificar que se use a las personas como medios para grandes fines. El riesgo es doblemente grave, porque como ha mostrado Hannah Arendt en su sobrecogedor ensayo sobre el totalitarismo del s. XX, los grandes fines, pasada la pasión inicial, suelen diluirse en la afirmación nihilista del puro poder50. La radical individuación que supone la técnica de los derechos en- cuentra, por cierto, grandes limitaciones y problemas. La forma de la uni- versalidad (en definitiva, de la publicidad), que Hegel mostró como uno de los principios fundamentales de la sociedad civil, cede, desde la perspectiva de los derechos subjetivos, a la forma de lo particular, que hace de la persona concreta un fin en sí mismo51. Las definiciones básicas del derecho tienden a perder su referencia a la comunidad y a los fines más generales de la vida en común. La publicidad esencial del derecho de la sociedad hace inviable que sea pensado sobre un fundamento radicalmente monológico, 48 Un lúcido ensayo normativo sobre el pluralismo como camino de construcción de la identidad en la interacción respetuosa con otras identidades humanas distintas, en M. Orellana, Pluralismo: Una ética del Siglo XXI (1994). Un enfoque jurídico de la autono- mía y el pluralismo como condiciones contemporáneas de una buena vida en J. Raz, “Auto- nomía, Tolerancia y el Principio del Daño” (1999), p. 91 y ss. 49 I. Kant, Para la Paz Perpetua (1796), Apéndice II a la 2a edición; tomado de la versión alemana Zum ewigen Frieden, edición de T. Valentiner (1983), p. 68. 50 H. Arendt, Los Orígenes del Totalitarismo, 3 (1982), p. 572 y ss. 51 Con todo, Hegel es lo suficientemente lúcido como para descubrir que aun el principio de la particularidad sólo deviene realidad normativa en la medida que se universali- ce (esto es, llegue a ser público) en la forma de una institución jurídica; al respecto, G. W. F. Hegel, Fundamentos de la Filosofía del Derecho, Parte III, Secc. 2, p. 187 y ss. ENRIQUE BARROS 27 desarraigado de la cultura, de formas de vida que nos constituyen como personas, incluso en la dimensión de nuestra libertad 52. Encapsulado en el individuo, dotado de prerrogativas expresadas en derechos subjetivos, el derecho arriesga ignorar su significado relacional. Ello se muestra, por ejemplo, en el derecho a la privacidad, el más individualista de los dere- chos, que ha dado lugar en la jurisprudencia constitucional norteamericana a un derecho constitucional al aborto, inclinando dramáticamente la balanza en contra de la vida. La lógica de los derechos amenaza finalmente a que éstos devengan en un conjunto de garantías de autogratificación, que tienen por destinatarios a seres domesticados, en vez de representar la autocon- fianza basada en la disciplina personal53. Sin embargo, por apodíctica que se plantee la lógica de los derechos, la práctica constitucional ha debido reconocer que con frecuencia ellos están en situación de conflicto con otras garantías, como ocurre típicamente entre la privacidad y la libertad de expresión. Y que, inevitablemente, el bien general requiere limitarlos para fines muy diversos, ambientales, urba- nísticos o simplemente de justicia distributiva. A la larga, el sopesamiento de bienes, el juicio prudencial acerca del contenido esencial de los dere- chos, como exige la Constitución, resulta inevitable al momento de definir el alcance de los derechos. Radicar esta función en los jueces se justifica como una manera de distribuir y especializar el poder público. Los jueces, aun en casos extremos, están obligados a fundar sus decisiones en una regla o en un principio; en una deliberación que forma parte indivisible de su decisión. Aunque ello no garantiza un resultado seguro, así y todo, la técni- ca de los derechos introduce en ese discernimiento un elemento que inclina la balanza del argumento y la razón en favor de la persona, en la tarea de propender hacia un orden dotado de esa nobleza elemental, que puede esperarse del derecho de toda sociedad política bien constituida. 52 La doctrina de los derechos subjetivos, además de su trasfondo ético individualis- ta, tiene una inevitable filiación racionalista. La crítica al racionalismo que emprendieron Heidegger y Wittgenstein tiene precisamente por resultado superar la perspectiva del agente humano constitutivamente solitario que entra en sociedad por un acto asociativo voluntario, como en las doctrinas del contrato social originario hasta la contemporánea de J. Rawls en Teoría de la Justicia, traducción M. D. González (1979 ). No es el lugar de discutir lo influyente que esa crítica ha sido en la filosofía política contemporánea del comunitarismo y del republicanismo. Sólo cabe destacar que el derecho subjetivo en la tradición jurídica moderna es el contrapunto a la tendencia inversa de absorción de la persona en la comunidad o en la razón de estado. 53 M. A. Glendon, Rights Talk. The Impoverishment of Political Discourse (1991), p. 173 (capítulos 1, 2 y 7 traducidos al castellano en Estudios Públicos 70, otoño 1998, p. 77 y ss.). 28 ESTUDIOS PÚBLICOS II. EXCURSO: LO PÚBLICO EN LA CULTURA JURÍDICA CHILENA Si volvemos la mirada hacia Chile, constatamos que los historiado- res, cualquiera sea la actitud que adopten, convienen en que la organización de lo que se llamó “el estado en forma” fue decisiva en la configuración del país en el siglo XIX. A pesar de sus peculiaridades nacionales, el estado chileno en el medio siglo que siguió a Portales respondió a características bastante uni- versales del estado moderno. En sus orígenes está un levantamiento militar que derivó en un eficaz control de la fuerza, específicamente del ejército, por la autoridad presidencial, y a la implacable represalia del caudillismo y la rebelión. Los sentimientos que lo inspiraron fueron, por un lado, la necesidad de un orden que previniera del caos y la guerra civil, pero tam- bién una particular voluntad de ser de la sociedad política54, que, bajo formas políticas diferentes, antes había caracterizado la formación de los estados nacionales europeos. Parece haber acuerdo en los historiadores que el antecedente más directo del estado moderno fue la revolución que en el siglo XI emprendió Gregorio VII para dotar a la Iglesia de una estructura jurídica centralizada, jerárquica y autogenerada, que había sido extraña a su tradición durante los diez siglos anteriores. Ello contribuyó tempranamente a crear un modelo de organización política que se extendió al terreno secular55. Con el tiempo, esos principios llegaron a expresarse en el concepto de soberanía, en su doble sentido de que el estado nacional reúne en sí todos los poderes temporales y de que el ejercicio de esas potestades reside en un titular cuya voluntad política no puede estar sujeta al control de juez alguno, porque ello significaría transformar en súbdito al soberano56. Así, la voluntad su- planta a la razón quebrada por las disputas políticas, las guerras de religión y la emergencia de intereses locales o grupales. Si se atiende al derecho del estado chileno del siglo pasado, se comprueban notables analogías con esta tradición política. Es cierto que la Constitución de 1833 consolidó un sistema de sucesión en el poder y que los ciudadanos, incluso quienes daban sustento social al poder, estaban regidos por la ley, así como los funcionarios y los jueces. En este sentido, tempranamente se tendió a consolidar un orden basado en reglas públicas y generales. Pero más allá del ordenamiento civil, el ejercicio del poder por 54 Véase Hernán Godoy, El Carácter Chileno (1981, 2a edición), p. 213. 55 H. J. Berman, Law and Revolution, The Formation of the Western Legal Tradi- tion (1983), p. 94 y ss. 56 J. Bodin, Los Seis Libros de la República, L. I, cap. X (tomado de la edición castellana de P. Bravo (1985 , p. 72 y ss.). ENRIQUE BARROS 29 la presidencia era esencialmente discrecional cuando así lo exigía el interés general, calificado por la propia autoridad. La concepción escéptica, más bien cínica, que Portales tenía del poder, se basa en un juicio desdeñoso respecto de las virtudes ciudadanas del país. Su opinión era que la sociedad se sostiene en paz y progresa porque el poder de la presidencia es ejercido sin otra limitación que la virtud moral de los gobernantes. En ese concepto de gobierno “la Constitución y el reglamento son una simple telaraña cuan- do se trata del orden y del interés público”, como aun expresaría Antonio Varas poco antes de la revolución de 189157. El estado chileno gestado en el siglo XIX tiene un fundamento político aristocrático y una forma jurídica positivista, en absoluto religiosa o filosófica. Como antes ocurrió con los estados nacionales europeos, el estado chileno se definió como centralizado y jerárquico, con una presidencia que domina el proceso político, resguarda el orden como el bien más preciado e impulsa voluntariosamente una tarea nacional unívoca en el terreno militar, económico y cultural. Todo ello coincidió con el temprano florecimiento del derecho pri- vado: primero mediante la abolición de las vinculaciones de la tierra y la apertura al comercio; luego, con las reformas judiciales y las codificacio- nes; y, finalmente, con la sujeción de todo el territorio a un estatuto general de propiedad. Esos mismos derechos de propiedad, la vigencia de los con- tratos, la responsabilidad por daños que se causaran a los demás estuvieron regidos por un ordenamiento coherente, refinado y esencialmente eficaz. Pero quedó en suspenso la primacía del derecho en lo que concernía al gobierno y a la legislación. La Corte Suprema, en pleno siglo XIX, ofició al presidente Bulnes, en perfecta consonancia con las doctrinas sobre la sobe- ranía del siglo XVI: “El Tribunal observará que ninguna Magistratura goza de la prerrogativa de declarar la inconstitucionalidad de las leyes promulga- das después del Código fundamental, y de quitarles, por este medio sus efectos y su fuerza obligatoria. Este poder, que por su naturaleza sería superior al del legislador mismo, puesto que alcanza a anular sus resolucio- nes, no existe en Magistratura alguna, según nuestro sistema constitucio- nal”58. Huneuss, en su espléndido comentario a la Constitución de 1833, muestra desencantadamente que su aplicación efectiva se tradujo a menudo en la indefensión jurídica frente al gobierno y la administración59. Un siglo 57 Citado por M. Góngora, Ensayo Histórico sobre la Noción de Estado en Chile en los Siglos XIX y XX (1986), p. 42. 58 Oficio de 27 de junio de 1848, referido por L. Claro, Lecciones de Derecho Civil Chileno y Comparado, T. I (1898), p. 30. 59 J. Huneuss, La Constitución ante el Congreso (1891, 2a edición). Véanse, por ejemplo, comentarios a art. 36 (27) (T. I, p. 177 y ss.); art. 82 (73) (T. II, p. 49 y ss.); art. 108 (99) (T. II, p. 223 y ss.); art. 135 (126) (T. II, p. 306 y ss.). 30 ESTUDIOS PÚBLICOS después, la Constitución de 1925 sólo reconoció un recurso de efecto limi- tado para el control de constitucionalidad de las leyes (la inaplicabilidad por inconstitucionalidad) y si bien previó tribunales administrativos para el control de los actos del gobierno, en la práctica esos tribunales nunca fueron constituidos, a la vez que los tribunales ordinarios declararon su propia incompetencia para fiscalizar a la administración, con fundamento, como en el siglo anterior, en el principio de separación de poderes. Durante la crisis de inobservancia del derecho ocurrida bajo el go- bierno del Presidente Allende, aunque los tribunales reconocieron acciones, especialmente civiles, para controlar la ilegalidad y la desviación de poder que subyacía a la estatización de la economía mediante actos de gobierno, quedó en evidencia la precariedad constitutiva del estado de derecho en Chile. Simplemente no había tradición establecida de control judicial de los actos de gobierno. Recién, en las actas constitucionales de 1976, y luego en la Constitución de 1980, se introdujo una acción judicial de amparo, el recurso de protección, que cautela la generalidad de los derechos de las personas frente a la administración. El avance, con todo, resulta paradojal, si se atiende a que se produjo cuando el país vivía bajo gravosos estados de excepción que suprimían o restringían severamente el ejercicio de las liber- tades más fundamentales. Con todas sus calificaciones, el régimen político chileno de la época fundacional de la república se explica con referencia al orden pacificador de Hobbes (sin la connotación individualista que le da sustento) y a la voluntad de poder expresada en la idea de soberanía que acompañó a la formación de los estados nacionales. Por el contrario, las tradiciones de libertades y fueros del derecho español antiguo, ya debilitadas durante el tardío absolutismo colonial60, jamás fueron invocadas durante la república. Tampoco resultaron evidentes a nuestra cultura jurídica las modernas liber- tades naturales, como las enunciadas por Locke, Kant o los padres fundado- res de la constitución norteamericana. Bajo estas condiciones, no resulta extraño que en Chile la cultura jurídica dominante haya sido positivista, y que todo el derecho haya sido concebido como el contenido de actos de poder. Las más diversas ideas provenientes de la filosofía moral y política, incluyendo las del constitucionalismo democrático, han circulado profusa- mente por nuestras elites. Sin embargo, las ideas por sí solas no crean instituciones, como se muestra en las sucesivas ocasiones en que ante la 60 A. Jocelyn-Holt, La Independencia de Chile. Tradición, Modernización, Mito, (1992), p. 43 y ss. ENRIQUE BARROS 31 angustia del desgobierno, el orden ha sido impuesto por las armas. De modo análogo a las virtudes personales, que se muestran en los hábitos y costumbres, las instituciones no se construyen a partir de conceptos abstrac- tos, sino sobre la base de la conciencia jurídica concreta que se expresa en las prácticas. Aristóteles decía que los pueblos son bárbaros en sus princi- pios porque todavía no están civilizados por las costumbres61. Las ideas encuentran un terreno fértil cuando las circunstancias de la historia favore- cen su aceptación; pero no subsisten, ni enraízan por sí solas. Por eso, principios normativos como la “libertad de expresión”, el “sometimiento de la autoridad pública a la ley”, la “buena fe”, por mucho que sean invocados con las mismas palabras en diversas constituciones y codificaciones civiles, tienen en cada sociedad un significado diferente, que se expresa en las prácticas normativas, cuyas raíces residen en que son vividas existencial- mente como obligatorias62. Por casi dos siglos el positivismo legal, que define el derecho como un conjunto de actos de voluntad del soberano, ha sido la teoría del derecho asumida por la sociedad chilena. Así, por lo demás, lo expresó Andrés Bello en el primer artículo del Código Civil al definir la ley como una “declaración de la voluntad soberana”. Ese mismo código fue luego inter- pretado de modo legalista, como si emanara de un acto de voluntad desliga- do de toda tradición, lo que conduce a desconsiderar el sentido de lo co- rrecto que subyace a un ordenamiento civil refinado. Desde esa perspectiva positivista, la Constitución de 1980, creada durante un estado de excepción, arriesga a ser concebida como un instrumento que fue otorgado durante una dictadura plebiscitaria, más que como un ordenamiento en el que natural- mente consentimos, porque establece las bases razonables y generales de la convivencia de personas libres que tienen un común interés en una convi- vencia justa y ordenada. En verdad, en una democracia constitucional el derecho se mueve en los dos extremos del poder. Por un lado, le da forma, lo organiza y lo legitima; distribuye competencias y señala procedimientos para crear conti- nuamente nuevas normas, que son el resultado de decisiones públicas en sentido estricto. Por otro lado, sin embargo, se funda en normas y princi- 61 Citado por G. Vico, Ciencia Nueva, L. I, tomado de edición de M. Fuentes (1956), secc. 2, párr. LXXXV, sin indicación de la fuente. 62 Los límites más próximos del positivismo formalista como doctrina acerca del derecho se encuentran precisamente en la vigencia que las prácticas agregan a las reglas expresadas en textos. Ése fue el tema central de mi tesis de doctorado, Rechtsordung und Rechtsgeltung. Eine Kritik des analytischen Rechtsbegriffs, (1984). Un espléndido análisis reciente del concepto de regla como práctica en Ch. Taylor, “Seguir una Regla” (1997 ), p. 221 y ss. 32 ESTUDIOS PÚBLICOS pios de convivencia, que sólo secundariamente se expresan en decisiones o en textos legales, sino más bien se muestran en el orden que da forma efectiva a nuestra vida de relación. En definitiva, al derecho de una socie- dad compleja resulta inevitable una tensión dialéctica entre voluntad y ra- zón63. La primera se muestra en las necesidades de gobierno, de seguridad y de certeza; la segunda se expresa en la idea clásica de un orden que aspira a la justicia. La voluntad se expresa en esa positividad característica del orden político establecido desde los orígenes de la república. El derecho, al esta- blecer procedimientos para la adopción de decisiones, contribuye a que esa voluntad política sea aceptada. Así, la ley positiva resulta esencial para la gobernabilidad y la certeza, bienes muy valiosos en la sociedad contemporánea, que, con toda su admirable complejidad, requiere de poder público con mayor urgencia e intensidad que cualquiera época anterior. El derecho responde en esta dimensión a la lógica pragmática del poder, cuyo principio orientador es la eficacia. En el otro polo, la razón invoca principios y normas que no preten- den ser aceptados por su pura positividad, por mucho que se expresen en textos constitucionales y legales. Su función institucional es dirimir en fa- vor de la justicia, del orden básico y mínimo de convivencia, el conflicto entre la moral y el poder. Como expresó Kant en su hermoso ensayo sobre la paz perpetua, hay un momento en que la política se encuentra con la moral y el derecho de los hombres y, en tales circunstancias, éste debe ser mantenido como cosa sagrada, por muchos sacrificios que cueste al poder dominador64. Del mismo modo como la forma política de la democracia contribuye a la gobernabilidad, en tanto legitima el poder desde los ciuda- danos y regula su traspaso pacífico, así, el derecho también conoce institu- ciones para procurar el predominio público de la razón, como he intentado mostrar en este ensayo. Para que el derecho contribuya a un equilibrio virtuoso de voluntad y de razón, resulta indispensable, sin embargo, atender al sistema de accio- nes judiciales. Lo distintivo del derecho es que su observancia pueda ser establecida por un juez independiente. Por cierto que los límites entre lo jurídico y lo político son a menudo tenues, casi invisibles, lo que plantea una exigencia de autolimitación ascética de los jueces. Pero también requie- re de ellos, especialmente de los que poseen jurisdicción constitucional, un 63 Al respecto, P. Kahn, The Cultural Study of Law (1999). 64 I. Kant, Para la Paz Perpetua (1796), tomado de la versión alemana Zum ewigen Frieden, edición de T. Valentiner (1983), Apéndice I, p. 67. ENRIQUE BARROS 33 amplio discernimiento de aquello que pertenece a las definiciones básicas del sistema jurídico que da forma elemental a la convivencia. Los tiempos han cambiado desde Prieto, Portales y Bulnes. Por severos que sean los problemas de integración de grupos o pueblos que permanecen desintegrados o excluidos del progreso, la sociedad chilena ha llegado a ser crecientemente una comunidad política de ciudadanos. Por cierto que ello supone asumir el pluralismo estructural de la sociedad chile- na, que plantea un desafío de reconocimiento recíproco en la diferencia, no sólo de individuos, sino también de grupos65. Pero también exige que cada ciudadano esté en situación de hacer valer su derecho. Ello supone discernir críticamente nuestro sistema de acciones y procedimientos judiciales. Nues- tra tradición jurídica, como muchas otras, ha estado más caracterizada en el pasado por declaraciones que por acciones constitucionales y administrati- vas eficaces. Un jurista inglés escribía a fines del siglo XIX que el mayor error de muchos estados era entender que la Constitución se agota en decla- raciones de derechos; porque por mucho que la expresión de principios en leyes sea una tarea natural de los legisladores, la experiencia enseña que las reglas de habeas corpus, que permiten recurrir en toda circunstancia a los tribunales cuando se es víctima de un abuso, no declaran principio ni dere- cho alguno, pero valen para efectos prácticos más que cien artículos consti- tucionales que expresan libertades individuales66. Por cierto que el derecho, por lo expuesto al comenzar este ensayo, sólo se refiere fragmentariamente a las relaciones que se hacen realidad al interior de una sociedad. Pero, en ese ámbito limitado, el fundamento prác- tico de lo jurídico está dado por las acciones judiciales. Por eso, su supre- macía en ese ámbito limitado (pero esencial) que está tocado por el derecho supone precisamente que existan prácticas judiciales. Un estado de derecho en forma, como toda institución asentada en la cultura, se muestra en que podamos simplemente decir “así se hace entre nosotros” cuando un tribunal es invocado para resolver un conflicto o poner término a un abuso. Ante la debilidad de nuestra antigua tradición jurídica publicista, resulta necesario discernir los procedimientos que son condición para que llegue a consoli- darse una práctica generalizada de observancia del derecho. El recurso de protección, con todas las limitaciones de una mera acción de amparo, y la reforma procesal penal parecen ser un punto de partida en una evolución que comienza. En el derecho, para ascender a las ideas e intereses más 65 Sobre las diversas formas que puede asumir una política pública de igual respeto, Ch. Taylor, “La Política del Reconocimiento” (1997 ), p. 293 y ss. 66 A. V. Dicey, Introduction to the Law of Constitutions, reimpresión 8a edición, 1982 ), p. 117 y ss.

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