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Los_ejercitos_Evelio_Rosero.pdf

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1 1 LOS EJÉRCITOS **Evelio Rosero** 2 3 LOS EJÉRCITOS El pasado 28 de noviembre de 2006, en Guadalajara (México), un jurado integrado por Alberto Manguel, Almudena Grandes, Alberto Ruy Sánchez, Francisco Goldman y Beatriz d...

1 1 LOS EJÉRCITOS **Evelio Rosero** 2 3 LOS EJÉRCITOS El pasado 28 de noviembre de 2006, en Guadalajara (México), un jurado integrado por Alberto Manguel, Almudena Grandes, Alberto Ruy Sánchez, Francisco Goldman y Beatriz de Moura, acordó por mayoría otorgar a esta obra de Evelio Rosero el II Premio Tusquets Editores de Novela. colección andanzas 4 1.a edición: marzo de 2007 © Evelio Rosero, 2007 Diseño de la colección: Guillemot-Navares Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantù, 8 - 08023 Barcelona www.tusquetseditores.com ISBN: 978-84-8310-391-3 Depósito legal: B. 8.986-2007 Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13-15 - 08013 Barcelona Impreso sobre papel Goxua de Papelera del Leizarán, S.A. Guipúzcoa 5 Impresión: Liberdúplex, S.L. Encuadernación: Reinbook Impreso en España Edición digital: Adrastea, Junio 2008. Esto es una copia de seguridad de mi libro original en papel, para mi uso personal. Si ha llegado a tus manos, es en calidad de préstamo, de amigo a amigo, y deberás destruirlo una vez lo hayas leído, no pudiendo hacer, en ningún caso, difusión, préstamo público, ni uso comercial del mismo. a Sandra Páez ¿No habrá ningún peligro en parodiar a un muerto? Molière 6 Y era así: en casa del brasilero las guacamayas reían todo el tiempo; yo las oía, desde el muro del huerto de mi casa, subido en la escalera, recogiendo mis naranjas, arrojándolas al gran cesto de palma; de vez en cuando sentía a las espaldas que los tres gatos me observaban trepados cada uno en los almendros, ¿qué me decían?, nada, sin entenderlos. Más atrás mi mujer daba de comer a los peces en el estanque: así envejecíamos, ella y yo, los peces y los gatos, pero mi mujer y los peces, ¿qué me decían? Nada, sin entenderlos. El sol empezaba. La mujer del brasilero, la esbelta Geraldina, buscaba el calor en su terraza, completamente desnuda, tumbada bocabajo en la roja colcha floreada. A su lado, a la sombra refrescante de una ceiba, las manos enormes del brasilero merodeaban sabias por su guitarra, y su voz se elevaba, plácida y persistente, entre la risa dulce de las guacamayas; así avanzaban las horas en su terraza, de sol y de música. En la cocina, la bella cocinerita la llamaban «la Gracielita» lavaba los platos, trepada en un butaco amarillo. Yo lograba verla a través de la ventana sin vidrio de la cocina, que daba al jardín. Mecía sin saberlo su trasero, al tiempo que fregaba: detrás de la escueta falda blanquísima se zarandeaba cada rincón de su cuerpo, al ritmo frenético y concienzudo de la tarea: platos y tazas llameaban en sus manos trigueñas: de vez en cuando un cuchillo dentado asomaba, luminoso y feliz, pero en todo caso como ensangrentado. También yo padecía, aparte de padecerla a ella, ese cuchillo como ensangrentado. El hijo del brasilero, Eusebito, la contemplaba a hurtadillas, y yo lo contemplaba contemplándola, él arrojado debajo de una mesa repleta de pinas, ella hundida en la inocencia profunda, poseída de ella misma, sin saberlo. A él, pálido y temblando eran los primeros misterios que descubría , lo fascinaba y atormentaba el tierno calzón blanco escabullándose entre las nalgas generosas; yo no lograba entreverlas desde mi distancia, pero lo que era más: las imaginaba. Ella tenía su misma edad, doce años. Ella era casi rolliza y, sin embargo, espigada, con destellos rosados en 7 las tostadas mejillas, negros los crespos cabellos, igual que los ojos: en su pecho los dos frutos breves y duros se erguían como a la búsqueda de más sol. Tempranamente huérfana, sus padres habían muerto cuando ocurrió el último ataque a nuestro pueblo de no se sabe todavía qué ejército si los paramilitares, si la guerrilla: un cilindro de dinamita estalló en mitad de la iglesia, a la hora de la Elevación, con medio pueblo dentro; era la primera misa de un Jueves Santo y hubo catorce muertos y sesenta y cuatro heridos : la niña se salvó de milagro: se encontraba vendiendo muñequitos de azúcar en la escuela; por recomendación del padre Albornoz vivía y trabajaba desde entonces en casa del brasilero de eso hará dos años. Muy bien enseñada por Geraldina, aprendió a preparar todos los platos, y últimamente hasta los inventaba, de manera que desde hacía un año, por lo menos, Geraldina se había desentendido para siempre de la cocina. Esto yo lo sabía, viendo a Geraldina dorarse al sol de la mañana, beber vino, tenderse y distenderse sin más preocupación que el color de su piel, el propio olor de su pelo como si se tratara del color y la textura de su corazón. No en vano su larguísimo cabello cobrizo como un ala invadía cada una de las calles de este San José, pueblo de paz, si ella nos daba la gracia de salir a pasear. La acuciosa y todavía joven Geraldina guardaba para Gracielita su dinero ganado: «Cuando cumplas quince años», yo oía que le decía, «te entregaré religiosamente tu dinero, y además muchos regalos. Podrás estudiar modistería, serás una mujer de bien, te casarás, seremos los padrinos de tu primer hijo, vendrás a visitarnos cada domingo, ¿no es cierto, Gracielita?», y se reía, yo la oía, y también reía Gracielita: en esa casa tenía su cuarto, allí la esperaban cada noche su cama, sus muñecas. Nosotros, sus más próximos vecinos, podíamos asegurar con la mano en el corazón que la trataban igual que a otra hija. En cualquier sitio del día los niños se olvidaban del mundo, y jugaban en el jardín rechinante de luz. Los veía. Los oía. Correteaban entre los árboles, rodaban abrazados por sobre las blandas colinas de hierba que ensanchaban la casa, se dejaban caer en sus precipicios, y, después del juego, de las manos que se enlazaban sin saberlo, los cuellos y piernas que se rozaban, los alientos que se entremezclaban, marchaban a contemplar fascinados los saltos de una rana amarilla o el reptar intempestivo de una culebra entre las flores, que los inmovilizaba de espanto. Tarde o temprano aparecía el grito desde la terraza: era Geraldina, todavía más desnuda que nunca, sinuosa debajo del sol, su voz otra llama, aguda pero armoniosa. Llamaba: «Gracielita, hay que barrer los pasillos». Ellos dejaban el juego, y una suerte de triste fastidio los regresaba al mundo. Ella iba corriendo de inmediato a retomar la escoba, atravesaba el jardín, el uniforme blanco ondeaba contra su ombligo igual que una bandera, ciñendo su cuerpo nuevo, esculpiéndola en el pubis, pero él la seguía y no 8 demoraba en retomar, involuntariamente, sin entenderlo, el otro juego esencial, el paroxismo que lo hacía idéntico a mí, a pesar de su niñez, el juego del pánico, el incipiente pero subyugante deseo de mirarla sin que ella supiera, acechándola con delectación: ella entera un rostro de perfil, los ojos como absueltos, embebidos en quién sabe qué sueños, después las pantorrillas, las redondas rodillas, las piernas enteras, únicamente sus muslos, y, si había suerte, más allá, a lo profundo. Está usted encaramado en ese muro todos los días, profesor, ¿no se aburre? No. Recojo mis naranjas. Y algo más. Mira a mi mujer. El brasilero y yo nos contemplamos un instante. Por lo visto dijo él , sus naranjas son redondas, pero más redonda debe ser mi mujer, ¿cierto? Sonreímos. No podíamos hacer otra cosa. Es verdad dije. Si usted lo dice. No miraba a su mujer, en ese momento, sólo a Gracielita, y, sin embargo, lancé involuntariamente una ojeada a lo hondo de la terraza donde Geraldina, tendida bocabajo en la colcha, parecía desperezarse. Enarbolaba brazos y piernas a todas las distancias. Creí ver en lugar de ella un insecto iridiscente: de pronto se puso de pie de un salto, un saltamontes esplendente, pero se transformó de inmediato nada más ni nada menos en sólo una mujer desnuda cuando miró hacia nosotros, y empezó a caminar en nuestra dirección, segura en su lentitud felina, a veces acobijada bajo la sombra de los guayacanes de su casa, rozada por los brazos centenarios de la ceiba, a veces como consumida de sol, que más que relumbrarla la oscurecía de pura luz, como si se la tragara. Así la veíamos aproximarse, igual que una sombra. Eusebio Almida, el brasilero, tenía una varita de bambú en la mano y la golpeaba suavemente en su grueso pantalón caqui de montar. Acababa de llegar de cacería. No lejos se oía el piafar de su caballo, entre la risa esporádica de las guacamayas. Veía que su mujer se acercaba, desnuda, bordeando los azulejos de la pequeña piscina redonda. Sé muy bien dijo sonriendo con sinceridad que a ella no le importa. Eso no me preocupa. Me preocupo por usted, profesor, ¿no le duele el corazón? ¿Cuántos años dice usted que tiene? Todos. Humor no le falta, eso sí. 9 ¿Qué quiere que diga? pregunté, mirando al cielo : Le enseñé a leer al que ahora es el alcalde, y al padre Albornoz; a ambos los tiré de las orejas, y ya ve, no me equivoqué: todavía deberíamos jalárselas. Me hace reír, profesor. Su manera de cambiar de tema. ¿De tema? Pero ya su mujer estaba con él, y conmigo, aunque a ella y a mí el muro, y el tiempo, nos separaba. El sudor brillaba en su frente. Sonreía entera: la ancha risotada partía desde el vello escaso de la rosada raya a medias que más que acechar yo presentía, hasta la boca abierta, de dientes pequeños, que reía como si llorara: Vecino me aulló con un grito festivo, su costumbre al encontrarnos en cualquier esquina , tengo tanta sed, ¿no me va a regalar una naranja? Los descubría, gozosos, ahora abrazados a dos metros debajo de mí. Las jóvenes cabezas erguidas y sonrientes me vigilaban a su vez. Elegí la mejor naranja y yo mismo la empecé a pelar, mientras ellos se mecían, divertidos. Ni a ella ni a él parecía importarles la desnudez. Sólo a mí, pero no di muestras de esta solemne, insoslayable emoción, como si nunca, en estos últimos años de mi vida, hubiese sufrido o pudiese sufrir la desnudez de una mujer. Extendí el brazo hacia abajo, con la naranja en la mano, hacia ella. Cuidado profesor, que se cae dijo el brasilero. Mejor arroje esa naranja. Se la recibo. Pero yo seguí terciado al muro, extendido: a ella no le hacía falta sino dar un paso y recibir la naranja. Entreabrió la boca, sorprendida, dio el paso y me recibió la naranja riendo otra vez, encantada. Gracias dijo. Un efluvio amargo y dulce se remontó desde la boca enrojecida. Sé que esa misma exaltación agridulce nos sobrecogió a los dos. Como ve dijo el brasilero , no le importa a Geraldina pasearse desnuda ante usted. Y tiene razón dije. A mi edad yo ya lo vi todo. Geraldina lanzó una risotada: era una bandada de palomas explotando intempestiva a la orilla del muro. Pero también me contempló con gran curiosidad, como si por primera vez me descubriera en el mundo. No me importó. Un día tendría que descubrirme. Pareció ruborizarse, sólo un instante, y después se desencantó, o tranquilizó, ¿o compadeció? Mi rostro de viejo, futuro muerto, mi santidad en la vejez, la sosegaron. No percibía todavía que toda mi nariz y mi espíritu entero se dilataban absorbiendo las 10 emanaciones de su cuerpo, mezcla de jabón y sudor y piel y hueso recóndito. Tenía en sus manos la naranja y la desgajaba. Se llevó al fin un gajo a la boca, lo lamió un segundo, lo engulló con fruición, lo mordía y las gotas luminosas resbalaban por su labio. ¿No es una adoración, nuestro vecino? preguntó a nadie el brasilero. Ella tragó aire. Tenía el rostro estupefacto, pero dueño al fin y al cabo del mundo. Sonreía al sol. Es dijo, lánguida. Es. Y ambos se alejaron un tramo, abrazados, a la orilla de la sombra, pero entonces ella se detuvo, después de un largo paso, de modo que ahora me observaba abierta de piernas, el sol convergiendo en su centro, y gritó el canto de un raro pájaro: Gracias por la naranja, señor. No me dijo vecino. Cuando me habló, ya ella había presentido en la mitad de un segundo que yo no la indagaba en los ojos. De pronto descubría que como un torbellino de agua turbia, repleto de quién sabe qué fuerzas pensaría ella , en su interior, mis ojos sufriendo atisbaban fugazmente hacia abajo, al centro entreabierto, su otra boca a punto de su voz más íntima: «Pues mírame», gritaba su otra boca, y lo gritaba a pesar de mi vejez, o, más aún, por mi vejez, «mírame, si te atreves». Soy viejo, pero no tanto para pasar desapercibido, pensé, mientras descendía por la escalera de mano. Mi mujer ya me aguardaba con los dos vasos de limonada su saludo nuestro, mañanero. Pero me examinaba con cierta tristeza altanera. Algún día se burlarían de ti, lo sabía dijo. Todas las mañanas asomado, ¿no te da vergüenza? No dije. ¿De qué? De ti mismo, a estas alturas de la vida. Bebimos la limonada en silencio. No hablamos de los peces, de los gatos, como en otras ocasiones, de las naranjas, que más que vender regalamos. No reconocimos las flores, los nuevos brotes, no planeamos posibles cambios en el huerto, que es nuestra vida. Fuimos directamente a la cocina y nos desayunamos ensimismados; en todo caso nos absolvía de la pesadumbre el café negro, el huevo tibio, las tajadas de plátano frito. En realidad me dijo por fin , tampoco me preocupas tú, que ya te conozco desde hace cuarenta años. Tampoco ellos. Ustedes no tienen remedio. 11 Pero ¿los niños? ¿Qué hace esa señora desnuda, paseándose desnuda ante su hijo, ante la pobre Gracielita? ¿Qué les enseñará? Los niños no la ven dije. Pasan junto a ella como si de verdad no la vieran. Siempre que ella se desnuda, y él canta, los niños juegan por su lado. Simplemente se han acostumbrado. Estás muy enterado. Creo que deberías pedir ayuda. El padre Albornoz, por ejemplo. Ayuda me asombré. Y me asombré peor : El padre Albornoz. No había pensado bien en tus obsesiones, pero me parece que a esta edad te perjudican. El padre podría escucharte y hablar contigo, mejor que yo. A mí, la verdad, ya no me importas. Me importan más mis peces y mis gatos que un viejo que da lástima. El padre Albornoz reí, estupefacto. Mi ex alumno. A quien yo mismo he confesado. Y me fui a la cama a leer el periódico. Al igual que yo, mi mujer es pedagoga, jubilada: a los dos la Secretaría de Educación nos debe los mismos diez meses de pensión. Fue profesora de escuela en San Vicente allá nació y creció, un pueblo a seis horas de éste, que es el mío. En San Vicente la conocí, hace cuarenta años, en el terminal de buses, que entonces era un enorme galpón de latas de zinc. Allí la vi, rodeada de bultos de fruta y encargos de pan de maíz, de perros, cerdos y gallinas, entre el humo de motor y el merodear de pasajeros que aguardaban su viaje. La vi sentada sola en una banca de hierro, con espacio para dos. Me deslumbraron sus ojos negros y ensoñados, su frente amplia, la delgada cintura, la grupa grande detrás de la falda rosada. La blusa clara, de lino, de mangas cortas, permitía admirar los brazos blancos y finos, y la aguda oscuridad de los pezones, que se transparentaban. Fui y me senté a su lado, como si levitara, pero ella se levantó de inmediato, fingió acomodarse el pelo, me miró de soslayo, se alejó y aparentó entretenerse ante los carteles de la oficina de transporte. Entonces ocurrió algo que distrajo mi atención de su belleza montuna, inusitada; sólo un incidente semejante pudo apartarla de mis ojos: en la banca vecina se hallaba un hombre ya viejo, bastante gordo, vestido de blanco; también su sombrero era blanco, y el pañuelo que asomaba por la solapa; se comía un helado igualmente blanco , con ansiedad; el color blanco pudo más que mi amor a primera vista: demasiado blanco, también el sudor como una espesa gota empapaba su cuello toruno; todo él trepidaba, y eso a pesar de encontrarse debajo del ventilador; su corpacho ocupaba toda la banca, estaba repantigado, dueño absoluto del mundo; en ambas manos llevaba un anillo de plata; había a su lado una cartera de cuero, 12 atiborrada de documentos; daba una sensación de inocencia total: sus ojos azules merodeaban distraídos por cada ámbito: dulces y tranquilos me contemplaron una vez y ya no volvieron a determinarme. Y otro hombre, reverso de la medalla, joven y delgado hasta los huesos, sin zapatos, en camiseta, el corto pantalón deshilachado, se iba directo hasta él, le ponía la punta de un revólver en la frente y disparaba. El humo que exhaló el cañón alcanzó a envolverme; era como un sueño para todos, incluso para el gordo, que parpadeó y, en el momento del disparo, parecía todavía querer disfrutar del helado. El del revólver disparó sólo una vez; el gordo resbaló de costado, sin caer, los ojos cerrados, como si de pronto se hubiese dormido, muerto de manera fulminante, pero sin dejar de apretar el helado; el asesino arrojó el arma a lo lejos arma que nadie pretendió buscar y recoger , y salió caminando tan tranquilo del terminal, sin que nadie se lo impidiera. Sólo que segundos antes de arrojar el arma me miró a mí, el inmediato vecino del gordo: nunca antes en mi vida me golpeó una mirada tan muerta; fue como si me mirara alguien hecho de piedra, tallado en piedra: sus ojos me obligaron a pensar que me iba a disparar hasta agotar las balas. Y fue cuando descubrí: el asesino no era un hombre joven; debía ser un niño de once o doce años. Era un niño. Nunca supe si lo siguieron o dieron con él, y jamás me resolví a averiguarlo; al fin y al cabo no fue tanto su mirada lo que me sobrecogió de náuseas: fue el físico miedo de descubrir que era un niño. Un niño, y debió ser por eso que temí más, con todas las razones, pero también sin razón, que me matara. Huí de su proximidad, busqué el baño del terminal, no sabía aún si para orinar o vomitar, mientras se oía el grito unánime de las gentes. Varios hombres rodeaban el cadáver, nadie se decidía a salir en persecución del asesino: o a todos nos daba miedo, o a nadie realmente parecía importarle. Entré al baño: era una pequeña sala con espejos rotos y opacos, y, al fondo, el único baño como un cajón también en láminas de zinc, igual que el terminal. Fui y empujé la puerta y la vi justo en el momento en que se sentaba, el vestido arremangado a la cintura, los dos muslos tan pálidos como desnudos estrechándose con terror. Le dije un «perdón» angustioso y legítimo y cerré de inmediato la puerta con la velocidad justa, meditada, para mirarla otra vez, la implacable redondez de las nalgas tratando de reventar por entre la falda arremangada, su casi desnudez, sus ojos un redoble de miedo y sorpresa y un como gozo recóndito en la luz de las pupilas al saberse admirada; de eso estoy seguro, ahora. Y el destino: nos correspondieron las sillas juntas en el decrépito bus que nos llevaría a la capital. Un largo viaje, de más de dieciocho horas nos aguardaba: el pretexto para escucharnos fue la muerte del gordo de blanco en el terminal; sentía el roce de su brazo en mi brazo, pero también todo su miedo, su indignación, todo el corazón de quien sería mi mujer. Y la casualidad: ambos compartíamos la misma profesión, quién lo iba a imaginar, ¿no?, dos educadores, discúlpeme que le pregunte, 13 ¿cómo se llama usted?, (silencio), yo me llamo Ismael Pasos, ¿y usted?, (silencio), ella sólo escuchaba, pero al fin: «Me llamo Otilia del Sagrario Aldana Ocampo». Las mismas esperanzas. Pronto el asesinato y el incidente del baño quedaron relegados en apariencia, porque yo seguía repitiéndolos, asociándolos, de una manera casi que absurda, en mi memoria: primero la muerte, después la desnudez. Hoy mi mujer sigue siendo diez años menor que yo, tiene sesenta, pero parece más vieja, se lamenta y encorva al caminar. No es la misma muchacha de veinte sentada en la taza de un baño público, los ojos como faros encima de la isla arremangada, la juntura de las piernas, el triángulo del sexo animal inenarrable, no. Es ahora la indiferencia vieja y feliz, yendo de un lado a otro, en mitad de su país y de su guerra, ocupada de su casa, las grietas de las paredes, las posibles goteras en el techo, aunque revienten en su oído los gritos de la guerra, es igual que todos a la hora de la verdad, y me alegra su alegría, y si hoy me amara tanto como a sus peces y sus gatos tal vez yo no estaría asomado al muro. Tal vez. Desde que te conozco me dice ella, esta noche, a la hora de dormir , nunca has parado de espiar a las mujeres. Yo te hubiera abandonado hoy hace cuarenta años, si me constara que las cosas pasaban a mayores. Pero ya ves: no. Escucho su suspiro: creo que lo veo, es un vapor elevándose en mitad de la cama, cubriéndonos a los dos: Eras y eres solamente un cándido espía inofensivo. Ahora suspiro yo. ¿Es resignación? No sé. Y cierro mis ojos con fuerza, y, sin embargo, la escucho: Al principio resultaba difícil, era un sufrimiento saber que aparte de espiar te pasabas los días de tu vida enseñando a leer a los niños y niñas de la escuela. Quién iba a pensarlo, ¿cierto? Pero yo vigilaba, y te repito que esto fue solamente al principio, pues comprobé que nunca hiciste nada grave en realidad, nada malo ni pecaminoso de lo que nos pudiéramos arrepentir. Por lo menos eso creí yo, o quiero creer, Dios. El silencio también se ve, como el suspiro. Es amarillo, se desliza por los poros de la piel igual que niebla, sube por la ventana. Me entristecía esa afición tuya dice como si se sonriera , a la que pronto me acostumbré: la olvidé durante años. ¿Y por qué la olvidé? Porque antes te cuidabas muy bien de que te descubrieran; era yo la única testigo. Bueno, acuérdate de cuando vivimos en ese edificio rojo, en Bogotá. Espiabas 14 a la vecina del otro edificio, de noche y de día, hasta que su esposo se enteró, acuérdate. Te disparó desde la otra habitación, y tú mismo me dijiste que la bala te despeinó la cabeza, ¿qué tal que te hubiera matado, ese hombre de honor? No tendríamos una hija respondo. Y me arriesgo, por fin, a claudicar : Creo que voy a dormir. Hoy no te vas a dormir, Ismael; desde hace muchos años te vienes durmiendo siempre que quiero hablar. Hoy no vas a ignorarme. No. Te digo que seas discreto, por lo menos. Debo llamarte la atención, por más viejo que seas. Lo que acaba de suceder te denigra, y me denigra a mí. Yo lo escuché todo; no soy sorda, como crees. Eres también una espía, a tu manera. Sí. Una espía del espía. No eres discreto, como antes. Te he visto en la calle. Sólo falta, Ismael, que se te escurran las babas. Doy gracias al cielo que nuestra hija, nuestros nietos, vivan lejos y no te vean en éstas. Qué vergüenza con el brasilero, con su mujer. Que elfos hagan lo que quieran, está bien, cada quien es dueño de su carne y su podredumbre; pero que te sorprendan encaramado como un enfermo espiándolos es una vergüenza que también a mí me corresponde. Júrame que no te volverás a encaramar. ¿Y las naranjas? ¿Quién recoge las naranjas? Ya he pensado en eso. Pero tú, ni más. Los 9 de marzo, desde hace cuatro años, visitamos a Hortensia Galindo. Es en esta fecha cuando muchos de sus amigos la ayudamos a sobrellevar la desaparición de su esposo, Marcos Saldarriaga, que nadie sabe si Dios lo tiene en su Gloria, o su Gloria lo tiene en Dios como han empezado a bromear las malas lenguas, refiriéndose a Gloria Dorado, amante pública de Saldarriaga. La visita se hace al atardecer. Se pregunta por su suerte y la respuesta es siempre igual: nada se sabe. Allá en su casa se reúnen sus amigos, los conocidos y los desconocidos; se bebe ron. En el largo patio de cemento, donde abundan las hamacas y las sillas mecedoras, una muchedumbre de jóvenes aprovecha la ocasión, incluidos los hijos de Saldarriaga, los mellizos. En el interior de la casa los viejos rodeamos a Hortensia y la escuchamos. No llora, como antes; podría decirse que ya se resignó, o quién sabe; no parece una viuda: dice que su marido sigue vivo y que Dios lo ayudará a regresar con los suyos; ella debe andar por los cuarenta, aunque aparenta menos edad: es joven de espíritu y semblante, pródiga en carnes, más que exuberante, agradece que la acompañen en la fecha conmemorativa de la desaparición de su marido, y lo 15 agradece de una manera inusual: al decir Gracias a Dios roza ella misma sus pechos dos sandías de una redondez descomunal con sus manos abiertas y temblando, un gesto del que no sé si soy el único testigo, pero que ella reitera cada año, ¿o pretende solamente señalarse el corazón?, ¿quién puede saber? Incluso, de dos años para acá, en su casa se pone música y, quiéralo o no Dios, como que la gente se olvida de la temible suerte que es cualquier desaparición, y hasta de la posible muerte del que desapareció. Es que de todo la gente se olvida, señor, y en especial los jóvenes, que no tienen memoria ni siquiera para recordar el día de hoy; por eso son casi felices. Porque la última vez se bailó. Déjenlos bailar dijo Hortensia Galindo, saliendo al patio iluminado de la casa, donde ya los jóvenes renovaban animados sus parejas. A Marcos le gustará. Siempre fue, y es, un hombre alegre. Estoy segura que la mejor fiesta ocurrirá a su regreso. Eso sucedió el año pasado, y el padre Albornoz se retiró, sumamente contrariado de semejante decisión: De modo que puede estar vivo, o muerto dijo , pero igual, hay que bailar. Y salió de la casa. No alcanzó, o no quiso escuchar la respuesta de Hortensia Galindo: Si está muerto, también: él me enamoró bailando, cómo no. Hoy no sabemos si después de lo sucedido el padre Albornoz querrá visitar a Hortensia Galindo. Tal vez no. Mi mujer y yo nos lo preguntamos mientras atravesamos el pueblo. Nuestra casa queda en el extremo opuesto de la de Hortensia, y ambos, tomados del brazo, nos animamos mutuamente a caminar, o, mejor, ella me anima a mí; el único ejercicio al que estoy acostumbrado es el de subir la escalera de mano, recostado por completo, como en una cama casi vertical, y recoger las naranjas que me entregan los árboles del huerto; es un ejercicio entretenido, sin prisas, que me abre campo en las horas de la mañana por todo lo que hay que mirar. Caminar se ha convertido para mí, últimamente, en un suplicio: me duele la rodilla izquierda, se me hinchan los pies; pero no rechisto enfrente de los demás, como hace mi mujer, que sufre de varices. Tampoco quiero usar ningún bastón; no voy donde el médico Orduz porque estoy seguro que me recetaría un bastón, y yo, desde que era niño, asocié ese artefacto con la muerte: el primer muerto que vi, de niño, fue mi abuelo, recostado contra el aguacate de su casa, gacha la cabeza, el sombrero de paja cubriendo la mitad de su rostro, y un bastón de palo de guayacán entre las rodillas, las tiesas manos amarrando la empuñadura. Creí que dormía, pero pronto escuché llorar a la abuela: «Entonces te has muerto al fin y me dejaste, dime qué debo 16 hacer ahora, ¿morirme yo?». Escucha le digo a Otilia. Quiero pensar en lo de anoche. Me has avergonzado de mirar a los demás, ¿cómo es eso de que babeo cuando camino por las calles?, no, no respondas. Prefiero quedarme a solas unos minutos. Voy a tomar un café donde Chepe y ya te alcanzaré. Ella detiene su paso y se queda mirándome boquiabierta. ¿Te sientes bien? Nunca me he sentido mejor. Sólo que todavía no quiero llegar donde Hortensia. Ya iré. Bueno que escarmientes dice , pero no es para tanto. Justo al lado nuestro, a la orilla de la calle, queda el café de Chepe. Son las cinco de la tarde y todavía las mesas las ubicadas cerca del andén no las ocupa nadie. A una de esas mesas me dirijo. Mi mujer sigue detenida: es un vestido blanco de flores rojas en pleno centro de la calle. Allá te esperaré dice. No demores. Es de mala educación que una pareja haga la visita por separado. Y sigue su camino. Me aferró a la más próxima silla del corredor, me dejo caer. Me hierve la rodilla por dentro. Ah, Dios me suspiro yo mismo , sigo aquí simplemente porque no he sido capaz de matarme. ¿Qué música quiere oír, profesor? Chepe ha salido del interior de su tienda, y me trae una cerveza. La música que tú prefieras, Chepe, y no quiero cerveza, tráeme una taza de café bien negro, por favor. ¿Por qué esa cara, profesor? ¿Le aburre visitar a Hortensia? Allá se come bien, ¿no? Cansado, Chepe, cansado solamente de caminar. Prometí alcanzar a Otilia en diez minutos. Bueno, voy a traerle un café tan negro que no podrá dormir. Pero pone la cerveza en la mesa: La casa invita. A pesar del fresco de la tarde, el otro dolor, adentro, se empecina en quemarme la rodilla: todo el calor de la tierra parece refugiarse ahí. Bebo la mitad de la cerveza, pero el fuego en la rodilla se ha hecho tan intolerable que, después de comprobar que Chepe no me atisba desde el mostrador, me 17 arremango la bota del pantalón y arrojo la otra mitad en la rodilla. Tampoco así el ardor desaparece. «Tendré que visitar a Orduz», creo que me digo, con resignación. Empieza a anochecer; se encienden las bombillas de la calle: amarillas y débiles, producen grandes sombras alrededor, como si en lugar de iluminar oscurecieran. No sé desde hace cuánto una mesa vecina a la mía ha sido ocupada por dos señoras; dos aves parlanchinas que yo recordaré; dos señoras que fueron mis alumnas. Y ven que yo las veo. «Profesor» dice una de ellas. Respondo a su saludo inclinando la cabeza. «Profesor», repite. La reconozco, y voy a recordar: ¿fue ella? De niña, en la primaria, detrás de los cacaos empolvados de la escuela, la vi recogerse ella misma su falda de colegiala hasta la cintura y mostrarse partida por la mitad a otro niño que la divisaba, a medio paso de distancia, tal vez más asustado que ella, ambos sonrojados y estupefactos; no les dije nada, ¿cómo interrumpirlos? Me pregunto qué habría hecho Otilia en mi lugar. Son viejas, pero bastante menos que Otilia; fueron mis alumnas, me repito, todavía ostento memoria, las distingo: Rosita Viterbo, Ana Cuenco. Hoy tienen cada una más de cinco hijos, por lo menos. ¿El niño que se conmocionaba ante el encanto de Rosita, de falda voluntariamente recogida, no era Emilio Forero? Siempre solitario, no cumplía todavía los veinte años cuando lo mató, en una esquina, una bala perdida, sin que se supiera quién, de dónde, cómo. Ellas me saludan con cariño, «Qué calor hizo hoy al mediodía, ¿cierto, profesor?». No accedo, sin embargo, a su aparente petición de charla; me hago el desentendido; que piensen que estoy senil. La belleza abruma, encandila: nunca pude evitar apartar los ojos de los ojos de la belleza que mira, pero la mujer madura, como estas que se rozan las manos mientras hablan, o las mujeres llenas de vejez, o las mucho más viejas que las llenas de vejez, suelen ser sólo buenas o grandes amigas, fieles confidentes, sabias consejeras. No me inspiran compasión (como tampoco yo me la inspiro), pero tampoco amor (como tampoco yo me lo inspiro). Siempre lo joven y desconocido es más hechicero. Eso pienso como una invocación , cuando escucho que me dicen «Señor» y surca a mi lado la ráfaga almizclada de la esbelta Geraldina, acompañada de su hijo y Gracielita. Se sientan a la mesa de mis alumnas; Geraldina encarga jugo de curuba para todos, saluda efusiva a las señoras, las interroga, ellas replican que sí, también vamos a casa de Hortensia, y estamos aquí añade Ana Cuenco porque fíjese qué buena espalda tiene el profesor, tan pronto lo vimos nos dieron ganas de acompañarlo a descansar. Gracias por lo de buena espalda digo. ¿Igual, cuando me muera me acompañarán? 18 Una risotada unánime y cantarina me rodea: más que femenina, se desliza por los aires, cruza la noche, ¿en qué bosque estoy, con pajaritos? No sea pesimista, señor habla Geraldina, y todo parece indicar que ya nunca me dirá vecino : a lo mejor nosotras nos morimos primero. Eso jamás. Dios no cometería semejante equivocación. Las señoras asienten con la cabeza, sonríen solemnes, agradecidas, Geraldina abre la boca, como si quisiera decir algo y se arrepintiera. Llega Chepe y reparte los jugos de curuba; me deja la taza de café humeante. Geraldina suspira tumultuosa como si gozara en la plenitud del amor , y pide un cenicero. Es un milagro esta presencia; es una pócima; es un remedio Geraldina: ya no siento ningún quemón en la rodilla, desaparece el cansancio de los pies, podría correr. La acecho desde aquí: sin apoyar la espalda en la silla, las rodillas juntas pero las pantorrillas separadas, se despoja lentísima de las sandalias, las sacude del polvo, con rara delicadeza, inclina su cuerpo todavía más: descubre su cuello como una espiga; los niños reciben voluptuosos el jugo de curuba, sus labios sorben, ruidosos, con sed, mientras la noche fulgura alrededor y yo levanto mi taza y finjo que bebo el café: Geraldina, desnuda la mañana anterior, se presenta esta noche vestida: un vaporoso vestidito lila la desnuda de otra manera, o la desnuda más, si se quiere; me redime vestida o con su desnudez, si está desnuda su otra desnudez, el último entreveramiento de su sexo, ojalá su pliegue más recóndito al abrirse al caminar, toda la danza en la espalda, el corazón batiendo solemne en su pecho, el alma en las nalgas que se repasan, no pido otra cosa a la vida sino esta posibilidad, ver a esta mujer sin que sepa que la miro, ver a esta mujer cuando sepa que la miro, pero verla, mi única explicación de seguir vivo: recuesta su cuerpo al espaldar, sube una pierna encima de la otra y enciende un cigarrillo, sólo ella y yo sabemos que la miro, y no dejan mientras tanto de parlotear mis antiguas alumnas, ¿qué dicen?, imposible escuchar, los niños acaban el jugo de curuba, piden permiso para encargar otro jugo y desaparecen tomados de la mano en la tienda, sé que no quisieran volver jamás, que si de ellos dependiera huirían tomados de la mano hasta la última noche de los tiempos, ahora Geraldina descruza otra vez las piernas, se inclina hacia mí, imperceptible, me examina, sólo por un segundo sus ojos como un aviso velado me tocan y comprueban definitivamente que sigo mirándola, acaso se asombra con franqueza de semejante desproporción, tal adefesio, que alguien, yo, a esta edad, ¿pero qué hacer?, toda ella es el más íntimo deseo porque yo la mire, la admire, al igual que la miran, la admiran los demás, los mucho más jóvenes que yo, los más niños sí, se grita ella, y yo la escucho, desea que la miren, la admiren, la persigan, la atrapen, la vuelquen, la muerdan y la laman, la maten, la revivan 19 y la maten por generaciones. Escucho de nuevo la voz de las señoras. Geraldina ha abierto la boca y da un gritito de asombro sincero. Por un instante separa las rodillas, que esplendecen de amarillo a la luz de las bombillas; aparecen los muslos apenas cubiertos por su escaso vestido de verano. Yo acabo con la última gota de café: distingo, sin lograr disimularlo, en lo más hondo de Geraldina, el pequeño triángulo abultado, pero el deslumbramiento es maltratado por mis oídos que se esfuerzan por confirmar las palabras de mis antiguas alumnas, de lo horrible, claman, que fue el hallazgo del cadáver de una recién nacida esta mañana, en el basurero, ¿de verdad dicen eso?, sí, repiten: «Mataron una recién nacida» y se persignan: «Descuartizada. No hay Dios». Geraldina se muerde los labios: «Mejor pudieron dejarla en la puerta de la iglesia, viva», se queja, qué voz bellamente cándida, y pregunta al cielo: «¿Por qué matarla?». Así hablan, y, de pronto, una de las alumnas, ¿Rosita Viterbo?, que yo nunca advertí que me estuviera mirando mirar a Geraldina (seguramente porque mi mujer tiene razón y ya no logro la discreción de otros años, ¿estaré babeando?, Dios, me grito por dentro: Rosita Viterbo me vio padecer los dos muslos abiertos mostrando adentro el infinito), Rosita se acaricia la mejilla con un dedo y se dirige a mí con relativa sorna, me dice: ¿Y usted qué piensa, profesor? No es la primera vez alcanzo a decir , ni en este pueblo, ni en el país. Seguro que no dice Rosita. Ni en el mundo. Eso ya lo sabemos. A muchos niños, que yo me acuerde, sus madres los mataron ya nacidos; y alegaron siempre lo mismo: que fue para impedirles el sufrimiento del mundo. Qué horrible eso que usted dice, profesor se rebela Ana Cuenco. Qué infame, y perdóneme. Eso no explica, no justifica ninguna muerte de ningún niño acabado de nacer. Nunca dije que lo justifica me defiendo, y veo que Geraldina ha unido de nuevo sus rodillas, estruja el cigarrillo en el piso de tierra, ignorando el cenicero, repasa las dos manos largas por el pelo que hoy lleva recogido en un moño, resopla sin fuerzas, espantada seguramente de la conversación, ¿o hastiada? Qué dolor de mundo dice. Los niños, sus niños, se reúnen con ella, uno a cada lado, como si la protegieran, sin saber exactamente de qué. Geraldina paga a Chepe y se incorpora afligida, igual que bajo un peso enorme la conciencia inexplicable 20 de un país inexplicable, me digo, una carga de poco menos de doscientos años que no le impide sin embargo estirar todo su cuerpo, empinar los pechos detrás del vestido, bosquejar una sonrisa incierta, como si se relamiera los labios: Pero vámonos donde Hortensia ruega con un quejido , se nos hizo de noche. Y me observa Rosita Viterbo, la antigua alumna, de una cierta manera distraída: ¿Usted no viene, profesor? Iré más tarde digo. No fui, en definitiva, a visitar este año a Hortensia Galindo. Me despedí de Chepe y doblé por otra esquina, camino de la casa de Mauricio Rey. He confundido las calles y desemboco en la orilla del pueblo, cada vez más oscura, moteada de inmundicias y basuras antiguas y recientes , especie de acantilado donde me asomo: hará unos treinta años que no venía por aquí. ¿Qué es, qué brilla, allá abajo, igual que una cinta plateada? El río. Antes, podía ocurrir todo el verano del infierno, y era un torrente. En este pueblo entre montañas no hay un mar, había un río. Hoy, disecado por cualquier pálido verano, es un hilillo que serpentea. Eran otros días cuando a los recodos más abundantes de sus aguas, en pleno verano, no sólo íbamos a pescar: inmersas y desnudas hasta el cuello las muchachas sonreían, secreteaban, y se dejaban flotar en el agua transparente que no dejaba de mostrarlas, difuminadas. Pero después brotaban más reales y furtivas, en punta de pies, mirando a uno y otro lado, extrañas aves dando largos saltos empinados mientras se secaban y vestían, veloces, escudriñando de vez en cuando entre los árboles. Pronto se tranquilizaban al creer que el mundo alrededor dormía: sólo el canto de un mochuelo, el canto de mi pecho en lo alto de un naranjo, el corazón del pueblo adolescente viéndolas. Porque había árboles para todos. No hay luna por ninguna parte, de vez en cuando una bombilla, no hay una sombra viva en las calles, la cita en casa de Hortensia Galindo es toda una fecha, igual que si arribara la guerra a la plaza, a la escuela, a la iglesia, a tu puerta, cuando el pueblo entero se esconde. Para llegar a casa de Rey he tenido que regresar a la tienda de Chepe y, desde ahí, reiniciar el camino como si reiniciara el pasado. Tengo que acordarme: la casa era una última al borde de una calle sin pavimentar, cerca de una fábrica de guitarras abandonada: después seguía el acantilado. La muchacha somnolienta que me abre la puerta me dice que Mauricio está enfermo y en cama, que no puede atender a nadie. 21 Quién es. Se oye desde adentro la voz de Mauricio Rey. Soy yo. Profesor, qué milagro, hay que hacer una rayita en el cielo. Usted conoce el camino. ¿De quién es hija esta muchacha? Parece que la veo y no la veo. ¿De quién eres hija? De Sultana. Conozco a Sultana. Era algo traviesa, pero estudiaba. ¿Tú me conoces? Usted es el profesor. Profesor Pasos, le decíamos grita Rey desde su cuarto , ¿por qué no se tropieza? Es el más antiguo de mis alumnos, y uno de los pocos amigos, hoy. Allí, en su cama, barbado sesentón, a la luz amarilla del bombillo se ríe más desdentado que yo: no lleva puesto su puente, ¿no le da pena, con esta muchacha? Desde hace cuatro años, me dijo una vez, cuando ocurre la conmemoración y su mujer su segunda mujer, porque es viudo acude a condolerse de la desaparición de Saldarriaga, él se da por enfermo y se queda en su casa y hace con la muchacha que le tocó en suerte lo que durante un año no pudo hacer. ¿Y cuáles son las noticias? pregunta. Yo lo pensaba en la fiesta, profesor. Cuál fiesta, por favor. La celebración, por lo de Saldarriaga. ¿Celebración? Celebración, profesor, y perdóneme, pero ese Saldarriaga era, o es, si vive, un triple hijueputa. De eso no he venido a hablar. De qué, profesor, ¿no ve que estoy urgido? La verdad es que ni yo mismo sé por qué he venido, ¿qué voy a inventar? ¿Es esta muchacha? ¿He venido hasta aquí para conocer a esta muchacha con el pelo recién acabado de desordenar? Me duele la rodilla se me ocurre decir a Rey. Es la vejez, profesor grita con un estampido , qué se creyó usted, ¿inmortal? 22 Descubro que está borracho. A su lado, en el piso, yacen desperdigadas dos o tres botellas de aguardiente! Pensé que solamente te dedicabas a enfermar le digo, señalando las botellas. Se ríe y me ofrece una copa, que yo rechazo. Váyase, profesor. ¿Me echas? Váyase donde el maestro Claudino, y me cuenta. Le curará la rodilla. ¿Vive todavía? Salúdelo de mi parte, profesor. La muchacha me acompaña a la puerta: serena en su incipiente lujuria, fastuosa de inocencia, se desabotona la blusa mientras tanto, para ganar tiempo. Yo era un niño todavía cuando conocí a Claudino Alfaro. Vive, entonces. Si yo tengo setenta, él debe ir por los cien, o casi, ¿por qué me olvidé de él?, ¿por qué él se olvidó de mí? En lugar de confiarme al médico Orduz, Mauricio Rey me recordó al maestro Alfaro, que yo daba por más que muerto, pues ni siquiera lo recordaba, ¿dónde he existido estos años? Yo mismo me respondo: en el muro, asomado. Y salgo del pueblo, un incauto debajo de la noche, camino de la cabaña del maestro Alfaro, curandero. Me azuza, además, otra vez, el dolor en la rodilla. Vive, de modo que vive, como yo, me digo, mientras me alejo por la carretera. Las últimas luces del pueblo desaparecen con la primera curva, la noche se hace más grande, sin estrellas. Continuará viviendo mientras cura: pone a sus pacientes a orinar en una botella, después agita la botella, y lee, al trasluz, las enfermedades; endereza músculos, pega huesos. «Vive como yo creo que vivo» me digo, y asciendo por la montaña del Chuzo, siguiendo el camino de herradura. He debido detenerme a descansar en varias ocasiones. La última de ellas me doy por vencido y decido regresar; descubro de pronto que tengo que arrastrar la pierna, para avanzar. Fue un error este paseo, me digo, pero marcho cuesta arriba, de piedra en piedra. A una vuelta del camino, ya metido en la invisible selva de la montaña, me rindo y busco donde reposar. No hay luna, la noche sigue cerrada; no veo a un metro de mí, aunque sé que voy a medio camino: la cabaña del maestro está detrás de la montaña, no en su cima, que hoy no alcanzaría nunca, sino orillando la mitad de su altura. Encuentro una saliente de tierra, al fin, y allí me siento. Encima 23 de la rodilla la hinchazón se me ha puesto del tamaño de una naranja. Estoy empapado en sudor, como si hubiese llovido; no hay viento, y, sin embargo, escucho que algo o alguien pisa y troncha las hojas, el chamizo. Me paralizo. Trato de adivinar entre la mancha de los arbustos. El ruido se acerca, ¿y si es un ataque? Puede suceder que la guerrilla, o los paramilitares, hayan decidido tomarse el pueblo esta noche, ¿por qué no? El mismo capitán Berrío debe encontrarse en casa de Hortensia, principal invitado. Los ruidos cesan, un instante. La expectación me hace olvidar el dolor en la rodilla. Estoy lejos del pueblo, nadie me oye. Lo más probable es que disparen y, después, cuando ya esté muriendo, vengan a verme y preguntar quién soy si todavía vivo. Pero también pueden ser los soldados, entrenando en la noche, me digo, para tranquilizarme. «Igual», me grito, «me disparan igual.» Y, en eso, con un estallido de hojas y tallos que se parten, percibo que algo, o alguien, se abalanza encima de mí. Grito. Extiendo los brazos, las manos abiertas, para alejar el ataque, el golpe, la bala, el fantasma, lo que sea. Sé que de nada servirá mi gesto de vencido, y pienso en Otilia: «Esta noche no me encontrarás en la cama». No sé desde cuándo he cerrado los ojos. Algo me toca en los zapatos, me husmea. El enorme perro pone sus patas en mi cintura, se estira, y ahora me lame en la cara como un saludo. «Es un perro», me digo en voz alta, «es sólo un perro, gracias a Dios», y no sé si estoy a punto de reír, o llorar: como que todavía quiero la vida. Quién es. Quién anda ahí. La voz igual: un viento ronco, alargado: Quién es. Soy yo. Ismael. Ismael Pasos. Entonces no te has muerto. Creo que no. De modo que ambos pensábamos lo mismo: que estábamos muertos. Sólo puedo verlo cuando está a un paso de mí. Lleva una especie de sábana alrededor de la cintura; todavía tiene el pelo como de viruta de algodón; puedo entrever el brillo de sus ojos en la noche; me pregunto si él distinguirá mis ojos, o si sólo sus ojos alumbran en la noche cerrada. El incomprensible miedo que me causó de niño vuelve otra vez, efímero, pero miedo al fin; me incorporo y siento su mano en mi brazo, de alambre, tan delgada como férrea. Me sostiene. Qué pasa dice. Tienes dolor de pierna. La rodilla. A ver. 24 Ahora sus dedos de alambre rozan mi rodilla: Tenía que suceder esto para que vinieras a verme, Ismael. Un día más y no puedes caminar. Ahora la rodilla tendrá que deshincharse, primero. Subamos. Quiere ayudarme a subir. Me avergüenzo. Él debe ir por los cien años. Todavía puedo solo. Sube, a ver. El perro va delante de nosotros; lo escucho correr, cuesta arriba, mientras yo arrastro la pierna. Pensé que iban a matarme le digo. Pensé que era la guerra encima mío. Pensaste que te llegó la hora. Sí. Pensé: estoy muerto. Eso pensé hace cuatro años. Su voz se aleja, como su historia: Estaba en la hamaca, quitándome las alpargatas, ya era tarde, y se aparecieron: «Venga con nosotros» me dijeron. Les dije que no me importaba, que cuando quisieran, les dije que sólo pedía aguadepanela por las mañanas, «No rechiste», me dijeron, «nosotros le damos o no le damos, según se nos dé la gana.» Eso fue caminar a lo bruto; a toda carrera: como que ya los soldados los cercaban. «Y éste, quién es, por qué lo llevamos», se decía uno de ellos. Ninguno me conoce, pensé, y era que tampoco yo los conocía, jamás los vi en mi vida; tenían acento paisa; eran jóvenes y trepaban; yo les seguía el paso, cómo no. Quisieron salir de mi perro, que nos rondaba. «No disparen», les dije, «él me obedece. Tony, devuélvete» le rogué más que ordené, y señalé el camino a la cabaña, y este Tony bendito obedeció, para su suerte. ¿Este mismo perro? Éste. Un perro obediente. Eso fue hace cuatro años, el mismo día que se llevaron a Marcos Saldarriaga. Quién iba a suponerlo, ¿el mismo día? Nadie me contó eso. Porque no se lo conté a nadie, para no meterme en problemas. Claro. 25 Después de caminar toda la noche, ya cuando clareaba, nos detuvimos en ese sitio que llaman Las Tres Cruces. ¿Hasta allá lo llevaron? Y allá lo vi, bien sentado en la tierra, a Marcos Saldarriaga. A él sí se lo siguieron llevando, a mí no. Y él, cómo se encontraba, qué dijo. Ni siquiera me reconoció. La voz del maestro Alfaro se duele: Lloraba. Acuérdate que es, o era, bastante gordo, el doble de su mujer. Ya no podía con su cascara. Le andaban buscando una muía, para transportarlo. Había también una mujer: Carmina Lucero, la panadera, ¿la recuerdas?, la de San Vicente, del pueblo de Otilia. Otilia la debe conocer, ¿qué hay de Otilia? Igual. Eso quiere decir que sigue bien. La última vez que la vi fue en el mercado. Compraba puerros, ¿cómo los prepara? Yo no me acuerdo. A la panadera también se la llevaron, la pobre. ¿A Carmina? Carmina Lucero. Alguien me contó que se murió de cautiverio, a los dos años. Yo no sabía todavía quiénes eran, si guerrilla, si paras. Ni les pregunté. El que los mandaba regañó a los muchachos. Les dijo: «Pendejos, ¿pa qué se trajeron a este viejo? ¿Quién putas es?». «Dicen que es curandero» le dijo uno de ellos. Luego sí me conocen, pensé. «¿Curandero?» gritó el que mandaba, «lo que él quiere es un médico.» «¿Él?», pensé yo, «¿quién es él?» Tenía que ser alguien que mandaba al que mandaba, pensé. Pero en eso oí que el que mandaba les decía: «Larguen a este viejo». Y cuando dijo larguen a este viejo un muchacho me puso la boca del fusil en la nuca. Entonces sentí lo que tú hace poco, Ismael. Que estoy muerto. Por Dios que todavía me quedaron fuerzas para agradecer que no pusieran un machete en mi nuca, en lugar de ese fusil. ¿A cuántos no han tasajeado sin que después se les encuentre un tiro de gracia, por lo menos? A casi todos. A todos, Ismael. 26 Debe ser más agradecido morir de un tiro que a machete, ¿cómo fue que no lo mataron? El que mandaba le dijo al muchacho: «No te dije que lo mueras, guevón», le dijo eso, gracias a Dios. «Está tan viejo que nos ahorra una bala, o el esfuerzo», dijo, «que se largue.» «En todo caso», le respondí, y todavía no sé por qué se me ocurrió abrir la boca, «si puedo ayudar en algo, no habré caminado en balde. ¿A quién hay que curar?» «A nadie, viejo. Lárguese.» »Y me echaron. »Ya empezaba a orientarme, para volver, cuando ordenaron de nuevo que regresara. Ahora los muchachos me llevaron donde el enfermo, el verdadero mandamás. Estaba algo lejos, metido en una tienda de campaña, acostado. Una muchacha, en traje militar, arrodillada, le cortaba las uñas de los pies. «"¿Entonces?" me dijo el jefe al verme llegar, "usted es el curandero." »"Sí señor." »"Y cómo es que cura." »"Haga traer una botella vacía, y orine en ella. Allí veré. »El jefe pegó una carcajada. Pero al momento se puso serio. «"Llévense a este esqueleto" gritó, "si lo que yo no puedo es orinar, carajo." Quise proponerle otro remedio, ya enterado de lo que ocurría, pero el hombre hizo un gesto con la mano y la misma muchacha que le cortaba las uñas me sacó de la tienda a culatazos. ¿Y otra vez lo encañonaron? No la voz del maestro se hizo amarga : Ese jefe se perdió de que yo lo ayudara. ¿Y qué pasó con Marcos Saldarriaga? Allá se quedó, llorando, él, un hombre tan orgulloso. Daba pena. Hay que fijarse, ni siquiera lloraba la panadera. Yo me detengo. Quisiera quitarme la pierna, quisiera quitarme este dolor. Sube, sube, Ismael me dijo riendo el maestro , ya casi llegamos. Por fin la cabaña apareció a una vuelta del camino, a la luz de una vela que temblaba en la única ventana, justo cuando yo ya iba a derrotarme en la tierra, dormir, morir, olvidarme, lo que fuera, con tal de no sentir la rodilla. Me hizo acostar en la hamaca y se metió a la cocina. Yo lo veía. Puso a hervir unas raíces en la estufa de leña. Me toqué la cara: pensé que sudaba por el 27 calor. No era el calor. A esa hora, en la noche, en la montaña una de las más altas de la serranía, hace frío. Tenía fiebre. El perro no dejó que me durmiera, lamía el sudor de mis manos, ponía su pata en mi pecho, veía sus ojos alrededor como dos llamas que chispeaban. El maestro me puso un emplasto en la rodilla, y lo ajustó con un trapo. Ahora tendremos que esperar dijo , una hora, por lo menos. ¿Sabe Otilia que subiste? No. Ay, te va a regañar, Ismael. Y me dio a beber una totuma de guarapo. Está fuerte dije , prefiero un café. Ni modo. Tendrás que beberlo obligado, para que se te duerma el alma y no sientas. Me emborracharé. No. Sólo vas a dormir despierto, pero tendrás que bebértelo de un sorbo, no a pedacitos. Bebí la totuma con fe. No sé cuánto tiempo pasó, ni cuándo el dolor desapareció, igual que la hinchazón. El maestro Claudino miraba la noche, en cuclillas. De una de las paredes colgaba su viejo tiple. El perro se hallaba dormido, enroscado a sus pies. Ya no me duele dije , ya puedo irme de aquí. No, Ismael. Falta lo mejor. Y trajo un butaco al lado de la hamaca y allí me hizo acomodar la pierna, estirada. Después se puso a horcajadas encima de la pierna, pero sin apoyarse en ella, sólo aprisionándola entre sus rodillas. Si quieres muerde un pedazo de tu camisa, Ismael, que no te escuches gritar y yo me escalofrié, al recordar sus curaciones, que alguna vez presencié, pero nunca experimenté en carne propia: cuellos, tobillos, dedos, codos dislocados, espaldas desviadas, piernas tronchadas, y recordé la fuerza de los gritos de los pacientes, que parecía derrumbar las paredes. Apenas hube mordido la manga de mi camisa los dedos de alambre ya se posaban como picos de pájaro encima de mi rodilla, la recorrían, al tacto, la reconocían y, de pronto, se apretujaron, agarraron el hueso o los huesos y no supe cuándo ni cómo abrieron y cerraron la rodilla como si unieran las partes de ese rompecabezas de huesos y cartílagos que era mi rodilla, que soy yo, peor que el dentista, alcancé a pensar, y mordí la camisa y aún así mi grito se oyó. Ya está dijo. 28 Yo lo miraba aturdido, la fiebre temblando. Debo tomar otro guarapo. No. El dolor había desaparecido, no existía ningún dolor. Con mucho tiento empecé a bajar de la hamaca, y, todavía sin creerlo, apoyé la pierna en la tierra. Nada. Ningún dolor. Caminé, de aquí para allá, de allá para aquí. Es un milagro dije. No. Soy yo. Tuve ganas de trotar, igual que el potrillo que se levanta al fin. Todavía ten cuidado, Ismael. Tienes que dejarla descansar tres días, y que los huesos se peguen. Procura bajar despacito, no te aproveches. Cuánto le debo, maestro y, de nuevo, no sabía si iba a llorar o reír. Tráete una gallina, cuando estés bien curado. Hace tiempos que no pruebo un sancocho, que no hablo con un amigo. Me fui bajando pausado por el camino de herradura. Ningún dolor. Volteé a mirar: el maestro Claudino y su perro me contemplaban inmóviles. Les dije adiós con la mano, y seguí. Me esperaba, sentada en su silla, a la puerta de la casa. Era más de medianoche y no había una luz encendida. Tarde o temprano ibas a regresar me dijo. ¿Cómo estuvo eso, Otilia? ¿De qué me perdí? De todo. Ni siquiera me preguntó dónde me encontraba. Tampoco yo quería hablar del maestro y mi rodilla. Encendió la luz de la habitación y nos recostamos en la cama, encima de las cobijas. Me había pasado un plato de lechona y una taza de café. Para que no te duermas dijo. Y aclaró : La lechona te la envía Hortensia Galindo. Tuve que excusarte, decir que estabas enfermo, que las piernas te dolían. La rodilla izquierda. Y empecé a comer, con hambre. No fue el padre Albornoz me dijo. No fue donde Hortensia. Y a nadie le importó. Llegaron el alcalde, sin su esposa, sin sus hijos, el médico Orduz, el capitán Berrío, Mauricio Rey, borracho pero tranquilo. ¿Y los jóvenes? ¿Hicieron fiesta los jóvenes? 29 No hubo fiesta. ¿De verdad? ¿No bailaron las muchachas? No había una sola muchacha en el patio. En este último año se fueron. ¿Todas? Todas y todos, Ismael. Me miró con reconvención. Lo más sensato que pudieron hacer. No les irá mejor. Tienen que irse para averiguarlo. Otilia fue a la cocina y regresó con otra taza de café. Ya no se acostó a mi lado. Se dedicó a beber café y mirar por la ventana, sin mirar. ¿Qué podía mirar? Era la noche; se oían solamente las chicharras alrededor. Y se presentó dijo. Quién. Gloria Dorado. La aguardé. Y ella, por fin: Con una carta que había recibido hace dos años de Marcos Saldarriaga, se apareció a decir que pensaba que acaso esa carta serviría para su liberación. Y la puso encima de una mesa. ¿De una mesa? Enfrente de Hortensia Galindo, que la recogió. «No soy capaz de leer esto yo misma», dijo Hortensia al recogerla. Pero leyó en voz alta: «Me llamo Marcos Saldarriaga. Ésta es mi letra». ¿Leyó eso? «Reconozco su letra», dijo Hortensia. ¿Y? ¿Nadie dijo nada? Nadie. Ella simplemente siguió leyendo. Era como si ella misma se escuchara, sin poder creerlo, pero creyéndolo a la fuerza. En esa carta Marcos Saldarriaga pedía a Gloria Dorado, nada más ni nada menos, que no permitiera jamás que Hortensia se hiciera cargo de su liberación. «Hortensia quisiera verme muerto» leyó la misma Hortensia Galindo, sin que se le quebrara la voz. Tuvo fuerzas para leerlo. Carajo. Leyó las palabras de un loco, eso creí, al principio. Ni siquiera a un loco se le ocurriría buscarse enemigos de semejante manera, empezando por su 30 mujer. En esa carta Marcos habló mal hasta del padre Albornoz, sepulcro blanqueado, lo llamó, dijo que todos querían verlo muerto, desde el hipócrita de Mauricio Rey hasta el alcalde, traidor de su pueblo, pasando por el general Palacios, ese criador de pájaros, lo llamó, y el médico Orduz: tegua, cabezón. Le rogaba a Gloria Dorado no permitir que sus coterráneos abogaran por su liberación, pues ocurriría lo contrario, harían las cosas al revés, y tan al revés que tarde o temprano aparecería muerto en cualquier carretera. Pues todavía no ha aparecido, ni muerto ni vivo. Y Hortensia todavía leyó, sin que se le quebrara la voz: «Que se lea esto en público, para que el mundo sepa la verdad, me quieren matar, tanto los que me tienen prisionero como los que dicen que me quieren liberar». Esto último me lo grabé yo en mi memoria porque fue ahí cuando me di cuenta que Marcos ya se daba por muerto, que no estaba loco y decía las cosas de verdad, con la verdad que sólo da la desesperación, como las dice el que sabe que va a morir, ¿para qué mentir?, el hombre que miente a la hora de morir no es un hombre. Y nadie dijo nada, cómo es que nadie dijo nada. Todos querían oír cosas peores. Oímos el zumbido de un insecto por la habitación; rodeaba el bombillo encendido, cruzó por entre nuestras miradas, se posó encima del crucifijo de la cama, después en la cabeza del antiguo San Antonio de madera, especie de altar en una esquina, y al fin desapareció. Yo también estoy algo conforme, te confieso, de que Marcos Saldarriaga haya desaparecido me atreví a decirle a Otilia. Hay cosas que no debemos decir en voz alta, ni siquiera a los que más nos quieren. Son las cosas que hacen que las paredes oigan, Ismael, ¿me entiendes? Yo me reí. Esas cosas las sabe el mundo, mucho antes que las paredes le dije. Pero es imperdonable decirlas. Se trata de la vida de un hombre. Te confieso lo que pienso, que es lo que piensa el mundo, aquí, aunque nadie en el mundo se merece esa suerte, eso es despiadado. Eso no tiene nombre dijo ella. Empecé a desvestirme, hasta quedar en calzoncillos. Ella me miraba con atención. Qué le dije , ¿te gustan las ruinas? 31 Y me metí debajo de las cobijas y le dije que me quería dormir. Así eres dijo , dormir, mirar, y dormir. ¿No quieres oír qué hizo Geraldina, tu vecina? Fingí despreocupación. Pero eso me sacudió: Qué hizo. Se llevó a los niños. Se fue. Otilia me examinaba con mucha más atención: Antes de irse tuvo tiempo de hablar, eso sí. Qué dijo. Que era una vergüenza que Gloria Dorado, a estas alturas, después de dos años de recibir una carta, se apareciera a entregarla, cuando ya no venía al caso. Era muy dura la situación de Marcos Saldarriaga, dijo, no estaba en sus cabales, ¿quién puede estarlo, prisionero de la noche a la mañana, por gente que ni conoce, sin que se sepa por cuánto tiempo, acaso hasta morir?, lo que decía Marcos eran sólo intimidades, malentendidos, disgustos de pareja, desesperaciones, y ya no era prudente traer una carta semejante a una mujer tan lastimada como Hortensia. «Se ha cumplido con lo que él pide», la interrumpió Gloria Dorado, «leerla en público. Por dos años no la mostré porque me parecieron duras las cosas que escribió, y hasta injustas. Pero veo que debí hacerlo antes, porque es muy posible que lo que él dice sea cierto, que aquí nadie quiere su liberación, ni siquiera el padre Albornoz.» «Infame» le gritó en eso Hortensia Galindo. Nadie supo cuándo había dado un salto hacia Gloria, las manos adelante, como si quisiera agarrarla por el pelo, pero tuvo la mala suerte de enredarse y caer y rebotar con todo lo gorda que es a los pies de la Dorado, que gritó: «Estoy segura que en este pueblo sólo yo quiero ver libre a Marcos Saldarriaga, ladrones». Fueron a ayudar a Hortensia a incorporarse Ana Cuenco y Rosita Viterbo. Ningún hombre se adelantó; o estaban más asustados que nosotras o pensaban que eso era cosa de mujeres, «Que se vaya de mi casa» gritó Hortensia, pero la Dorado no se iba. «¿No la oyó?, váyase» gritó Rosita Viterbo, y la Dorado no se movió. Entonces Ana y Rosita se le fueron encima; cada una la agarró por un brazo y se la llevaron hasta la puerta que da al patio; una vez allí la empujaron y cerraron. ¿Eso hicieron? Ellas solas. Otilia suspiró. A Dios gracias dijo , Gloria no se apareció con su hermano, que no lo hubiese permitido. Con sólo un hombre que se metiera se metían más, y las cosas pasaban a peores. A tiros. 32 Así son de estúpidos los hombres dijo mirándome fijamente y sin evitar una sonrisa. Pero al momento su rostro se paralizó : Qué tristeza: Ana y Rosita empezaron a repartir los platos de lechona: daba pena Hortensia Galindo en su silla, el plato en sus rodillas, sin probar bocado. Vi sus lágrimas caer en el plato. Comían a su lado sus mellizos, despreocupados. Nadie la pudo consolar, y pronto se olvidaron de hacerlo. Culpa de la lechona dije. Demasiado sabrosa. No seas cruel. A veces me pregunto si de verdad sigo viviendo con Ismael Pasos, o con un desconocido, un monstruo. Es mejor creer que todos sufrieron como yo, Ismael, y se entristecieron. Nadie pidió otra copa. Todo sin música, como le hubiera gustado al padre Albornoz. Comieron y se fueron. No soy cruel. Te repito que me duele que cualquier hombre sea retenido en contra de su voluntad, tenga lo que tenga, o no tenga lo que no tenga, porque también se están llevando a los que no tienen, mejor dicho esto está de desaparecer primero uno, voluntariamente, para que no nos desaparezcan a la fuerza, que debe ser mucho peor. Agradezco mi edad, a medio paso de la tumba, y compadezco a los niños, que les aguarda un duro trecho por recorrer, con toda esta muerte que les heredan, y sin que tengan la culpa. Pero comparada con la suerte de Marcos Saldarriaga me duele más la suerte de Carmina Lucero, la panadera. También a ella se la llevaron, el mismo día. Carmina gritó mi mujer. Hoy me enteré. Nadie nunca nos contó. Sólo se habló de Marcos Saldarriaga. Carmina repitió mi mujer. Y vi que empezaba a llorar, ¿por qué hablé? Quién te dijo me preguntó con un sollozo. Acuéstate primero le respondí. Pero ella seguía allí, atónita. Quién dijo. El maestro Claudino. Hoy me arregló la rodilla. Quedé de llevarle una gallina. Una gallina me dijo sin entender. Después añadió, extrañamente, porque tenemos dos gallinas, mientras apagaba la luz y se acostaba a mi lado : Y cómo la comprarás. No esperó a que yo respondiera, se puso a hablar de Carmina Lucero, 33 nunca había conocido una mujer más buena, y se acordó del esposo de Carmina y sus hijos, cuánto habrán de sufrir, dijo, «Cuando las cosas en mi casa no iban bien Carmina nos fiaba todo el pan que quisiéramos», de tanto en tanto oía su queja desvanecerse en el aire caliente que respirábamos, justo cuando yo ya creía que el sueño reparador venía a ayudarnos, y era que nos encontrábamos más que rendidos gravitando en una cama en un pueblo en un país en el suplicio y yo no me atrevía aún a revelarle que Carmina ya estaba muerta de cautiverio desde hacía dos años, era igual: esa noche ninguno de los dos podría dormir. ¿A qué seguir tendido? Amanece y salgo de la casa: vuelvo otra vez sobre mis pasos, hasta el acantilado. En la montaña de enfrente, a esta hora del amanecer, se ven como imperecederas las viviendas diseminadas, lejos una de otra, pero unidas en todo caso porque están y estarán siempre en la misma montaña, alta y azul. Hace años, antes de Otilia, me imaginaba viviendo en una de ellas el resto de la vida. Nadie las habita, hoy, o son muy pocas las habitadas; no hace más de dos años había cerca de noventa familias, y con la presencia de la guerra el narcotráfico y ejército, guerrilla y paramilitares sólo permanecen unas dieciséis. Muchos murieron, los más debieron marcharse por fuerza: de aquí en adelante quién sabe cuántas familias irán a quedar, ¿quedaremos nosotros?, aparto mis ojos del paisaje porque por primera vez no lo soporto, ha cambiado todo, hoy pero no como se debe, digo yo, maldita sea. Bordeando el acantilado un cerdo camina hacia mí, husmeando en la tierra. Se detiene un instante a mis pies, levanta el hocico, resopla, gruñe, pone sus ojillos en mis zapatos: ¿de quién es este cerdo?, por todo el pueblo, de tanto en tanto, un cerdo o una gallina se pasean, sin señal de dueño. Es posible que sea yo quien haya olvidado los nombres de los dueños de los cerdos; antes los distinguía. ¿Y si llevara este cerdo al maestro Claudino, en lugar de una gallina? Oigo un grito en la madrugada, y después un tiro. Es arriba, en la esquina. Allí el estampido ha formado una negra fumarola. Una sombra blanca cruza corriendo, de esa esquina a la otra. No se oye más, sino los pasos precipitándose hasta desaparecer. Hoy madrugué temprano, irse, irse es mejor, no se puede en estos días pasear tranquilo; oigo ahora mis pasos que suenan uno detrás de otro, cada vez más rápido, con rumbo definido, ¿qué hago yo aquí, a las cinco de la mañana? Descubro que la ruta de mi casa es la misma de la sombra que corría, me detengo, no es prudente seguir detrás de las sombras que huyen, no se oyen más tiros, ¿cosa de particulares?, puede ser: no parece la guerra, es otra guerra: alguien descubrió a alguien robando, alguien simplemente descubrió a alguien, ¿quién?, sigo caminando, me detengo, escucho: nada más, nadie más. La rodilla: «Tienes que dejarla 34 descansar tres días» me advirtió el maestro Claudino, y yo de abajo arriba, ¿volverás a dolerme, rodilla?, no, mis pasos sin dolor van por las esquinas, estoy curado, qué vergüenza era ese dolor, Otilia, qué premonición, qué equivocación, que nadie me falte cuando muera, pero que nadie me ayude a orinar, Otilia, muérete después de mí. Avanzo sin saber adónde, en dirección contraria a la sombra, lejos del disparo; mejor un sitio donde sentarse a ver amanecer en San José, aunque haría falta otro guarapo para este otro dolor como por dentro del aire de uno, ¿qué es?, ¿será que voy a morir?, suenan más tiros, ahora son ráfagas me paralizo, son lejanas: de modo que no era otra guerra, es la guerra de verdad, nos estamos volviendo locos, o nos volvimos, ¿adónde vine a caer?, es la escuela: la costumbre me ha traído. Profesor, madrugó a enseñar. Es Fanny, ¿quién era Fanny? La portera. Más pequeña que antes, el mismo delantal de hace siglos. ¿No me escabullí en su catre, hace más de muchos años, no la olí? Sí. Olía a aguadepanela. Y se ha pintado de blanco la cabeza. Sigue viviendo aquí, pero hoy ninguno de sus hijos la acompaña, qué digo, sus hijos deben estar ya viejos, se habrán ido, me acuerdo de su marido: murió joven, regresaba de unas fiestas patronales; cayó a un barranco y su muía cayó encima de él. Profesor, parece que hoy o ayer se llevaron a alguien. Sus ojos siguen igual de iluminados, como cuando la olí, pero su cuerpo se despedaza peor que el mío. Y dice: Mejor váyase a su casa. Para allá voy. Y cierra la puerta, sin más: no se acordará de lo que yo me acuerdo. Reinicio de nuevo el rumbo a mi casa, al otro lado del pueblo. Estoy lejos; cuánto me alejé, ¿a qué horas?, simplemente no quería seguir la ruta de la sombra que corría. Ahora puedo volver, ya la sombra se habrá ido, creo, y creo volver pero en la plaza me detienen los soldados, me conducen, encañonándome, con un grupo de hombres sentados en las gradas de la iglesia. Nos conocemos, allá veo a Celmiro, más viejo que yo: un amigo dormitando. Algunos me saludan. Detenido. Hoy Otilia no se aburrirá con mis noticias. Veo alumbrar el amanecer, que baja del pico de las montañas igual que sábanas flotantes; el clima es fresco todavía, pero da campo, minuto a minuto, al recalcitrante calor, si tuviera una naranja en mi mano, si la sombra del naranjo, si Otilia se asomara a sus peces, si los gatos. Un soldado nos pide la cédula, otro verifica el número en la pantalla de 35 un aparato portátil. Empiezan a salir de sus casas los que dormían en San José. Saben muy bien que somos los infortunados que madrugaron. Nos tocó. A los madrugadores nos interrogan: por qué madrugó hoy, qué hacía en la calle. Se pueden ir sólo algunos, más o menos la mitad: un soldado leyó una lista de nombres: «Estos se van», dijo, y me quedé pasmado: no escuché mi nombre. En todo caso me voy con los que se van. Una suerte de enfado, indiferencia, me ayuda a pasar por entre los fusiles sin que nadie repare en mí. De hecho, a mí ni siquiera me miran. El viejo Celmiro, más viejo que yo, un amigo, sigue mi ejemplo: a él tampoco lo mencionaron, y eso lo mortifica: «¿Qué pasa con éstos?», me dice, «¿qué podríamos tener pendiente nosotros?, mil mierdas». Se queja de que ninguno de sus hijos ha venido a buscarlo, a enterarse de su suerte. Y escuchamos protestar a Rodrigo Pinto, joven y preocupado; protesta débilmente; estruja su sombrero blanco entre las manos; es un vecino de vereda, vive en la montaña, relativamente lejos de nuestro pueblo, pero sigue y seguirá detenido quién sabe hasta cuándo; no le permiten ir a su casa, que está al frente, en mitad de la otra montaña; nos dijo que tiene a su mujer embarazada, a sus cuatro hijos solos y esperándolo; vino al pueblo a comprar aceite y panela, pero no se atreve a seguir mi ejemplo y el de Celmiro: no es tan viejo como nosotros para cruzar el cerco, inadvertido. Han sido tres o cuatro largas horas mirándonos, más resignados que inconformes. Ocurre siempre, cuando sucede algo y uno madruga más de la cuenta. A los que quedan los suben en un camión del ejército; seguramente van a interrogarlos con detalle, en la base. «Fue uno que se llevaron», comentan los parroquianos, ¿a quién se llevaron esta vez?, nadie lo sabe, y tampoco nadie se muere por averiguarlo; que se lleven a alguien es un asunto común y corriente, pero resulta delicado averiguar demasiado, preocuparse en exceso; algunas mujeres, durante lo que demoró nuestra detención, vinieron a hablar con sus hombres. Otilia no vino, seguirá durmiendo, soñará que duermo a su lado, y ya es mediodía, como para no creerlo, ¿a qué horas pasó el tiempo? Pasó igual, pasó, igual que siempre. ¿Y, profesor? Usted también en la duermevela. No supe que estuviera conmigo respondo. No estaba. Lo miraba, simplemente. No quise importunarlo, profesor, para no molestar. Parecía soñándose con los angelitos. Y viene hacia mí, abriéndose de brazos, el médico Gentil Orduz, sus gafas cuadradas relampaguean al sol, su camisa blanca. Yo no estaba detenido me informa , pero usted es tan chistoso, daba una gracia mirarlo, profesor, ¿cómo no se rebeló? Dígales yo soy el profesor Pasos, y listo, lo dejarán pasar de inmediato. 36 Estos muchachos no me conocen. Enfrento, asediándome, el rostro satisfecho, rojizo, saludable. Me palmea en los hombros. ¿Sí supo? dice. Se llevaron al brasilero. El brasilero, me repito. Con razón no acudió a lo de Hortensia Galindo, Otilia no habló de él, ¿no fue su caballo el que vi solo, ensillado, trotando al desgaire en la noche, a mi regreso de donde el maestro Claudino? Se veía venir, ¿cierto? me pregunta el médico Orduz. Vámonos a beber una agria, profesor, ¿o prefiere decir amarga? Déjeme invitarlo, uno se siente bien a su lado, ¿por qué será? Nos acomodamos en el corredor que da a la calle. «Otra vez la tienda de Chepe», me digo, «El destino.» Chepe nos saluda desde la mesa opuesta, con su mujer, que está encinta. Ambos se toman un caldo de gallina. Qué no daría por un caldo, en lugar de una cerveza. Chepe rezuma alegría, vigor. A fin de cuentas ya viene su primer hijo, el heredero. Hace unos años a Chepe lo secuestraron, pero pudo escapárseles en poco tiempo: se derrumbó él mismo por el abismo, se escondió en un agujero de la montaña, durante seis días: lo cuenta con mucho orgullo, y riéndose, como si se tratara de un chiste. La vida en San José retoma su curso, en apariencia. Hoy no es Chepe sino una muchacha quien nos atiende, una margarita blanca alumbra en su negro cabello, ¿quién me dijo que se habían ido las muchachas de este pueblo? Debe ser su vejez se responde el médico lo que hace que uno a su lado se sienta en paz. ¿Mi vejez? me asombro : la vejez no da paz. Pero hay paz en la sabiduría, ¿no, profesor?, usted es un venerable anciano. Ya el brasilero me hablaba de usted. Yo me pregunto si lo dice con doble intención. Que yo sepa digo no es brasilero. Es de aquí, bien colombiano, del Quindío, ¿por qué le dirán brasilero? Eso profesor ni usted ni yo lo sabemos. Pregúntese mejor por qué se lo llevaron. El médico Orduz debe frisar los cuarenta años, buena edad. Dirige el hospital hace unos seis. Soltero, no en vano tiene dos enfermeras y una médica muy joven que hace el rural a su cargo. Es un cirujano afamado en estos lugares. Practicó una delicada operación del corazón a un indio en plena selva, de noche, con éxito, y a palo seco, sin anestesia, sin instrumentos. Ha 37 tenido suerte: las dos veces que la guerrilla quiso llevárselo se encontraba lejos de San José, en El Palo. Y la vez que llegaron a buscarlo los paramilitares alcanzó a esconderse en un rincón del mercado, metiéndose entero en un costal de mazorcas. Al médico Orduz no pretenden llevárselo para pedir rescate, dicen, sino usarlo como lo que él es, un gran cirujano. Su experiencia en San José le parece definitiva: «Al principio me asustaba tanta sangre a la fuerza» suele contar, «pero ya estoy acostumbrado». El médico Orduz ríe todo el tiempo, y más que Chepe. Sin ser de esta tierra, no ha querido irse, como otros médicos. Su voz languidece, al susurro: Tengo entendido dice que el brasilero pagaba sus buenas vacunas, tanto a los paras como a la guerrilla, a escondidas, con la esperanza de que lo dejaran tranquilo, ¿y entonces?, ¿por qué se lo llevaron?, vaya usted a saber. Era un tipo precavido, y estaba a punto de marcharse con lo suyo. No alcanzó. Me dicen que encontraron en su hacienda todas sus vacas degolladas. Algún disgusto les debió dar, pero a quiénes. Se abrió de brazos en el momento que la muchacha nos servía la cerveza. Doctor grita Chepe desde su mesa. Su mujer levanta la cara al techo, ruborizada, inquieta. Orduz dirige los ojos grises a ellos. Al fin lo decidimos sigue Chepe : queremos saber si será niño o niña. Ya mismo responde Orduz, pero no se levanta de su silla. Sólo la corre para atrás y se quita los anteojos. A ver, Carmenza, muéstreme esa barriga. Desde allí, así, de perfil. Ella suspira. Y también corre la silla y se alza obediente la blusa, hasta el inicio de los senos. Es una barriga de siete u ocho meses, blanca, que despunta más en la luz. El médico se ha quedado observándola, detenidamente. Más de perfil dice, y achica los ojos. ¿Así? Ella se mueve a un lado. Los pezones son grandes y oscuros, y mucho más grandes los pechos, repletos. Niña les dice el médico, y vuelve a ponerse los anteojos. La muchacha que nos sirvió las cervezas lanza una exclamación, después una risita, y corre al interior de la tienda. La mujer de Chepe se baja la blusa. Se ha puesto repentinamente seria: Entonces se llamará Angélica dice. Listo se ríe Chepe, y da una palmada y se refriega las manos, inclinado a su plato. Pasaba por la calle la tropa de soldados. Uno de esos muchachos se 38 detuvo ante la mesa, desde el otro lado de la baranda de madera, y nos dijo con rabia que no podíamos beber, que había Ley Seca. Beber sí podemos dijo el médico , pero no nos dejan. Estese tranquilo, es sólo una cerveza, ya hablé con el capitán Berrío. Yo soy el doctor Orduz, ¿no me reconoce? El soldado se aleja, reticente, entre la mancha verde de los demás muchachos que no acaban de abandonar el pueblo, todos en formación, lentos, con la lentitud del que sabe que bien puede ir a la muerte. Para correr hacia delante necesitarían un grito del capitán Berrío a sus espaldas. Pero Berrío no se ve por ninguna parte. Son muy pocos, y muy distintos, los combatientes que corren por sí mismos a la muerte. Me parece que ya no existen; sólo en la historia. «Seguro que hoy un putas de ésos me va a matar», me dijo un día un muchacho. Se había detenido a mi puerta, y me pidió agua. Partían a enfrentar una avanzada. El miedo lo retorcía, estaba verde de pánico: con toda razón, porque era joven. Me voy a morir, dijo, y lo mataron, yo vi su cara rígida cuando lo trajeron, y no sólo a él: había otros tantos. ¿Adónde van ahora estos muchachos? Tratarán de liberar a un desconocido. Pronto el pueblo quedará sin soldados, por un tiempo. Yo me dedico a mirar la calle, mientras habla el médico enfrente mío. Las muchachas que no se han ido, porque no pueden, porque sus familias no tienen con qué o no saben cómo ni a quién remitirlas, son las más bellas, me parece, porque son las que se quedan, las últimas. Un grupo de ellas se aleja corriendo en dirección contraria a la tropa. Veo volotear sus faldas, oigo los gritos asustados, pero también, entre ellos, otros gritos, la excitación de una despedida a los soldados. Un solo batallón, en San José, contra dos ejércitos me dice el médico. Y se queda contemplándome apesadumbrado, acaso dudando de que yo lo escuche. Lo escucho, ahora : Estamos más indefensos que esta cucaracha dice, y aplasta de un taconazo una enorme cucaracha que corría por el piso. El alcalde tiene razón al pedir más efectivos. Yo sigo observando el borrón de la cucaracha, un exiguo mapa en relieve. Bueno digo , las cucarachas sobrevivirán al fin del mundo. Si son extraterrestres dice, y arroja una risotada, sin convencimiento. Y se queda mirándome más. Tiene, en todo caso, una sonrisa grande, permanente, en su cara. Ahora da un golpe de mano en la mesa : ¿Usted no oyó al alcalde en la radio? También lo transmitieron por televisión, y dijo la verdad, dijo que San José sólo cuenta con un batallón de infantería de marina y el puesto de policía, y que eso es igual que nada, quedar en manos de los bandidos; dijo que si puede venir hasta aquí el ministro de Defensa, que 39 venga, para que se dé cuenta de la situación en carne propia. Decir eso es tener cojones; lo pueden largar del puesto, por hablón. ¿Cómo seguirá la dulce Geraldina? Otilia se encontrará, seguramente, acompañándola. Un agua tibia me moja la pierna. Mi problema, de vez en cuando, es que me olvido de orinar. Debí consultarlo con el maestro Claudino. Y así es: me miro yo mismo: tengo ligeramente mojado el pantalón en la entrepierna, no fue del miedo, Ismael, ¿o sí?, no fueron esas ráfagas, la sombra que saltaba. No. Simple vejez. ¿Me está oyendo, profesor? Me duele la rodilla mentí. Venga el lunes al hospital, y la examinamos. Ahora estoy pendiente de otras cosas, ¿qué rodilla?, ¿la izquierda? Bueno, ya sabemos de qué pierna cojea. Me despido. Quiero oír, quiero ver a Geraldina, averiguar qué sucede con ella. El médico también se incorpora. «Voy para donde usted va» me dice con picardía, «donde su vecina. Hace dos horas le administré un calmante. Sufrió una crisis de nervios. Veremos si ya duerme», y, de nuevo, me palmea en los hombros, la espalda. Fastidian, se sienten muy mal sus dos manos calientes, debajo de este calor, sus dos manos delicadas y blandas de cirujano, los dedos ardientes, acostumbrados a tanto muerto, oprimiéndome el sudor de la camisa contra la piel. «No me toque», digo, «Hoy no me toque, por favor.» El médico arroja otra risotada y camina conmigo, a mi lado: Lo entiendo, profesor. A cualquiera que lo detengan, simplemente por madrugar, le da un humor de perros, ¿no es así? Todavía se empecina el vendedor de empanadas desde la misma lejana esquina: oímos su grito a nadie, pero grito violento, de invocación, ¡Oyeeee!, igual que siempre desde hace años, buscando clientes donde no los hay donde no puede haberlos, ahora. No es el mismo muchachón que llegó a San José con su pequeña estufa rodante, el fogón ambulante que se enciende con gasolina y reparte llamas azules alrededor de la paila. Ya debe andar por los treinta: tiene la cabeza rapada, un ojo desviado; una profunda cicatriz señala su frente estrecha; sus orejas son diminutas, irreales. Nadie sabe su nombre, todos lo llaman «Oye». Llegó a San José sin conocer a nadie, se petrificó detrás de la estufa, del enorme cajón sonoro donde el aceite hierve, cruzado de brazos, y allí empezó a vender y sigue vendiendo las mismas empanadas que él mismo prepara, y repite a cualquiera su historia, que es idéntica, pero tan feroz que no dan ganas de volver a comer empanadas: muestra la escurridera de metal, indica la paila llena de negro aceite, hunde la escurridera y después la exhibe enarbolándola: dice que a esa temperatura su 40 filo puede rebanar sin esfuerzo un pescuezo como si tajara mantequilla, y dice que tarde o temprano a él mismo le correspondió hacerlo con un ladrón de empanadas en Bogotá, «Uno que tuvo la ocurrencia de robarme a mí, eso fue la pura defensa propia», y mientras lo dice abanica la escurridera ligeramente, una espada en tu cabeza, y grita a nadie, a pleno pulmón, ensordeciéndote: ¡Oyeeee! No volví por sus empanadas, como tampoco el médico, supongo. Pareciera que los dos pensábamos lo mismo. Es un asesino en sueños me dice Orduz, apartando con cierta repugnancia la mirada del vendedor. Seguimos por la calle empolvada, vacía. O está aterrado digo. Quién puede saberlo. Es el tipo más raro que he conocido, me consta que vende sus empanadas, tiene dinero, pero en los años que llevo no lo he visto acompañado de una mujer, ni siquiera de un perro. Me lo encuentro siempre en los noticieros de televisión, donde Chepe, sin despegarse de la puerta, recostado, más ensimismado que en un cine; hace dos años, cuando filmaron las calles de este pueblo de paz, recién dinamitada la iglesia, y nos tocó vernos por primera vez en el noticiero de televisión, rodeados de muertos, lo mostraron a él un segundo, telón de fondo, y él mismo se reconoció en su esquina, se señaló a sí mismo y nos gritó: Oyeeee que por poco rompe los vidrios, los tímpanos, los corazones. Y se puso pálido cuando escuchó el grito de Chepe: «Vete a gritar a tu esquina», y él, con otro grito peor: «¿Es que no hay derecho a gritar?», y se fue de la tienda. Me dijeron que duerme al descampado, detrás de la iglesia. Como si respondiera a sus palabras, oímos el Oyeeee lejano, al que todos estamos acostumbrados en San José. El médico se vuelve a mí, maravillado, y parece buscar mi opinión. No dije nada porque faltaba poco para llegar a casa del brasilero, y ya no quería conversar. Vimos estacionado ante la puerta el jeep del capitán Berrío. «No sale todavía Berrío en busca del brasilero» me dice Orduz, con un asombro desmesurado a propósito. Y ya arribábamos a la ancha verja de metal, abierta, cuando sale de ella Mauricio Rey, muy bien vestido de blanco. «Según parece, a los últimos hombres que quedan en este pueblo les está gustando ofrecer sus condolencias por el nuevo difunto» alcanza a decirme Orduz. Sé que Mauricio Rey no es de su agrado, y al revés. Y todavía escucho al médico, procaz: «Cualquiera diría que Rey no sigue borracho. Mírelo cómo camina, derechito. Sabe hacerlo». ¿No es cierto, profesor, que andar junto a los médicos enferma? Por lo menos de gripa. Mauricio me dice eso y el médico arroja una discreta risotada: no en vano conversamos frente a la casa de Geraldina. 41 Nos miramos como si nos consultáramos. Berrío sigue recogiendo datos dice Rey. Por mí que le da miedo perseguirlos. Igual que siempre responde el médico. Pero entren, señores se entusiasma Rey , y acompañen a Geraldina: no sólo se llevaron al brasilero, sino a los niños. ¿Los niños? pregunto. Los niños me dice Rey, y nos abre campo. Por primera vez no pienso en Geraldina sino en los niños. Los veo rodar por su jardín, los escucho. No puedo creerlo. El médico Orduz entra primero en la casa. Voy a alcanzarlo cuando Rey me toma del brazo y me lleva a un recodo. De verdad sigue borracho; lo descubro de pronto en su aliento, en los ojos enrojecidos que contrastan con el vestido blanco. Se ha afeitado, y entre más borracho parece más joven, perpetuado en alcohol dicen, aunque no volvió a jugar ajedrez porque empezó a quedarse dormido entre jugada y jugada. Ahora lo veo tambalear, un instante, pero se repone. «¿Una copa?» se ríe. «No es el momento» digo, y él, acercando su tufo a mi cara, completamente abstraído, sus ojos flotando en la calle vacía, alucinado de sí mismo: «Tenga cuidado, profesor, el mundo está lleno de sobrios». Me estrecha la mano con fuerza y se aleja. ¿Adónde vas, Mauricio? le pregunto , deberías recostarte. No es día para festejar por ahí. ¿Festejar? Sólo voy un rato a la plaza, a preguntar qué pasa. Nos interrumpe la salida del capitán, en compañía de dos soldados. Los tres saltan al jeep. Berrío nos saluda con su cabeza gorda y rosada; pasa junto a nosotros sin una palabra. ¿No lo dije? me grita Mauricio Rey, a lo lejos. No conocía este lugar, el pequeño salón de la casa del brasilero. Fresco y apacible, embellecido de flores, con sillas de mimbre y muchos cojines alrededor, invita a dormir me digo, detenido en el umbral, oyendo lo que hablan, pero sobre todo absorbiendo el aire íntimo de la casa de Geraldina, que es su olor, su propio olor de casa. Oigo al médico, después un sollozo, la voz de varias mujeres, un lejano tosido. Descubro de antemano que Otilia no se encuentra en el salón. Entro y saludo a los vecinos. Se me acerca el profesor Lesmes, director de la escuela desde hace algunos meses, me lleva aparte, como si yo fuese de su propiedad, con la confianza de saber que soy otro profesor, que estuve a cargo de la escuela. «Lamentable», me dice, no 42 comprende que me impide saludar a Geraldina. «Vine a San José a no hacer nada» exclama a susurros, «no hay un solo niño que asista, ¿y cómo? Han puesto una barricada enfrente de la escuela; si ocurre una escaramuza no demoraremos en sufrir las consecuencias, seríamos los primeros.» Permítame le digo, y me fijo en Geraldina: Acabo de enterarme la saludo. Lo siento mucho, Geraldina. En lo que podamos servir, allí estaremos. Gracias, señor dice. Tiene los ojos hinchados por las lágrimas, es otra Geraldina, y, al igual que Hortensia Galindo, se ha vestido enteramente de negro, pero allí siguen (pienso, sin poder evitarme a mí mismo), allí persisten, más redondas y más fúlgidas, sus rodillas. Tiene la barbilla bastante levantada, como si ofreciera su cuello a alguien o a algo invisible a un rostro mortífero, a un arma. Su cara se frunce, completamente derrotada, brillan de fiebre sus pupilas, enlaza y desenlaza las manos. Señor me dice , Otilia lo andaba preguntando. Parecía muy preocupada. Me voy ahora a buscarla. Pero sigo quieto, y ella sigue mirándome: ¿Sí supo, profesor? prorrumpe con un sollozo , mi niño, mis niños, se los llevaron, eso no tiene perdón de Dios. El médico Orduz le toma el pulso, le dice la frase de siempre, tranquilizarse, a todos nos sirve mejor una Geraldina fuerte y serena. ¿Pero es que usted sabe lo que es esto? le pregunta ella, con violencia intempestiva, como si se rebelara. Lo sé, lo sabemos todos responde el médico, mirando en derredor. Todos, a nuestra vez, nos miramos, y es en realidad como si no supiéramos, como si de manera subrepticia entendiéramos eso, sin vergüenza, que no sabemos lo que es esto, pero no tenemos la culpa de no saberlo, eso sí parecemos saberlo. Ella me ha vuelto a mirar: Entró él a medianoche con otros hombres y se llevó a los niños, así de simple, profesor. Se llevó a los niños en silencio, sin decirme una palabra, como un muerto. Los otros hombres lo encañonaban; seguramente no le permitieron hablar, ¿cierto?, fue por eso que no pudo decirme nada. No quiero creer que no pudo hablar de la pura cobardía. Él mismo se llevó a los niños de la mano. Sólo hay que recordar lo que los niños preguntaban, para sufrir más: «¿Adónde nos llevan, por qué nos despertaron?». «Vamos, vamos», les decía él, «es sólo un paseo», les decía eso, y a mí ni una palabra, 43 como si no fuera la madre de mi hijo. Se fueron y me dejaron, dijeron que tendría que ocuparme de preparar el pago. Que ya me informarían, dijeron, y tuvieron el atrevimiento de decírmelo riendo. Se los llevaron, profesor, quién sabe hasta cuándo, por Dios, si nosotros ya íbamos a irnos, y no sólo de este pueblo, sino del maldito país. El médico le ofrece un tranquilizante, alguien acerca un vaso de agua. Ella ignora la pastilla, el agua. Sus ojos desvelados me miran sin mirarme. Ya no pude moverme dice. Seguí quieta hasta que amaneció. Lo oí salir a usted, oí su puerta, pero no fui capaz de gritar. Cuando pude caminar ya había amanecido, era el primer día de mi vida sin mi hijo. Entonces quise que me tragara la tierra, ¿me entiende? De nuevo el médico le ofrece la pastilla, el agua, y ella obedece sin dejar de mirarme, y sigue mirándome sin mirarme cuando me alejo a la puerta. No encuentro a Otilia en la casa. Estoy en el huerto, que permanece igual, como si nada hubiese ocurrido, aunque haya ocurrido todo: allí veo la escalera, recostada al muro; en la fuente nadan, anaranjados y relampagueantes, los peces; uno de los gatos me observa desperezándose al sol, me hace acordar de los ojos de Geraldina, Geraldina vestida de negro de la noche a la mañana. Profesor me grita una voz desde la puerta de la casa, que he dejado abierta. En el dintel me espera Sultana, acompañada de su hija, la misma muchacha que custodiaba al enfermo Mauricio Rey. Como si Rey me la hubiese mandado. Pero no se trata de Mauricio Rey: es mi propia mujer, me entero, que ha acordado con Sultana la ayuda semanal de su hija en el huerto de la casa. Nos encontramos con su señora en la esquina explica Sultana. Me dijo que se iba a preguntarlo a la parroquia. Tendrá que buscarla, no es día para ir y venir por las calles. Yo escucho a Sultana, pero veo únicamente a la muchacha: ya no muestra su cabello desordenado, ni la misma mirada; ahora es sólo una niña impaciente, o tal vez aburrida de tener que trabajar. No será mucho la animo. Sólo tienes que acabar de recoger las naranjas y te vas a tu casa. Otilia me ha traído la tentación en persona, y sin saberlo. La muchacha lleva puesto un vestido de una sola pieza, y va descalza, pero ya no ilumina, deriva a saltitos por el corredor, se asoma a la puerta de la cocina, observa, tímida, las dos habitaciones, la sala, se mueve desamparada y escuálida como 44 un pajarillo. No se parece a su madre: Sultana es grande, de huesos anchos, fuerte; lleva puesta su eterna gorra de beisbolista, de un rojo incandescente; la prominente barriga no desmerece su fuerza: ella sola hace el aseo en la iglesia, la estación de policía, la alcaldía, lava ropa, plancha, de eso vive y quiere que viva su hija. ¿Te das cuenta, Cristina? pregunta , aquí vendrás un día a la semana, es fácil llegar. Siguen al huerto. El desconcierto, la conmoción de ver pasar a esta muchacha, de seguir y perseguir a esta muchacha, percibir la fatalidad de aroma silvestre, crudo pero nítido, que arroja desde cada uno de sus pasos, te hace olvidar lo que más te importa en el mundo, Ismael. Hablaré con ella, la obligaré a reír tarde o temprano, le contaré una fábula y, mientras ella esté trepada a la escalera, yo seguramente recogeré flores a su alrededor. No conocía su huerto me dice Sultana. Tiene peces, le gustan las flores, profesor. ¿A usted o a su señora? A los dos. Tendré que irme grita al cielo de pronto, le dice adiós a su hija con un gesto : Volveré por ti, no te vayas de aquí y me estrecha la mano con fuerza de hombre, y sale de la casa. Cristina se me queda mirando en mitad del chorro de sol que atraviesa fragmentado la rama de los naranjos. Parpadea. Se pasa una mano iluminada por la cara todavía más iluminada, ¿se acuerda de mí? Qué sed dice. Ve a la cocina. Prepara una limonada, hay hielo. Hielo como si pronunciara una palabra sobrenatural pasa corriendo enfrente mío, dejándome sumido en la mixtura de su aire, ¿me tambaleo?, me tiendo en la silla mecedora, al borde del sol, y allí me quedo, oyendo el distante ruido de la cocina, la puerta de la nevera que se abre, se cierra, los vasos y el hielo que chocan, la fuerza con que puja y se debe esforzar Cristina sobre los limones, escurriéndolos. Después no se oye nada, ¿cuánto tiempo ha pasado?, me canso de mirar mis rodillas, mis zapatos, levanto los ojos, un pájaro borroso cruza volando sin sonido entre los árboles. Es el silencio de la tarde que en el huerto se acrecienta, se hace duro, recóndito, como si fuese de noche y el mundo entero durmiera. La atmósfera, de un instante a otro, es irrespirable; puede que llueva al anochecer; un lento desasosiego se apodera de todo, no sólo del ánimo humano, sino de las plantas, de los gatos que atisban en derredor, de los peces inmóviles; es como si uno no estuviese dentro de su casa, a pesar de estarlo, como si nos encontráramos en plena 45 calle, a la vista de todas las armas, indefensos, sin un muro que prot

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