Lectura 1. La ética Socrática.pdf

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La reflexión sobre el hombre: ética y religión La ética socrática: virtud y felicidad Hasta el m om ento nos hemos concentrado en el método y los instru­ mentos que Sócrates introdujo para llevar a cabo una reflexión com ­ partida y racional. Ahora se tra ta de centrarse en los contenidos de su in...

La reflexión sobre el hombre: ética y religión La ética socrática: virtud y felicidad Hasta el m om ento nos hemos concentrado en el método y los instru­ mentos que Sócrates introdujo para llevar a cabo una reflexión com ­ partida y racional. Ahora se tra ta de centrarse en los contenidos de su investigación. Como veremos, en el pensam iento de Sócrates resulta crucial el interés por las cuestiones de naturaleza ética: tem as como la virtud, la educación, la felicidad, la amistad, etcétera. El elem ento en torno al cual gira toda la reflexión moral de Sócra­ tes es precisamente la noción de virtud (en griego, areté), que fue to­ talm ente reconsiderada respecto a la tradición griega precedente. An­ tes de Sócrates, los griegos no concebían la virtud como un elemento exclusivo del universo humano, puesto que también la relacionaban con los animales y las cosas. Entonces, ¿cuál era el significado que le atribuían? De un modo muy distinto a como solemos considerarla hoy en día: para los griegos de la Antigüedad, la virtud se identificaba 78 Sócrates con la capacidad de cualquier cosa de destacar respecto de su propia tarea. Si nos fijamos en el reino animal, por ejemplo, se consideraba que la virtud del león era la fuerza y la del guepardo, la velocidad; lo mismo valía para los objetos: así, la virtud de los ojos era ver; la del arco, disparar flechas, etcétera. En lo que concierne al ám bito hum a­ no, la virtud solía identificarse con el valor militar, con la capacidad de com batir con valentía, con el vigor físico; significaba destacar en la entereza, en la apostura física, en el honor. Este era el concepto de vir­ tud que había caracterizado, por ejemplo, a los héroes de los poemas homéricos (Xa Odisea y Xa 1liada). Había otro rasgo que caracteriza­ ba el concepto presocrático de la areté: la idea de que se tratase de un don recibido por naturaleza o por voluntad de los dioses. También en este caso fueron los sofistas los primeros en pregun­ tarse de una forma nueva por el significado de la virtud, con un interés específico por el ám bito humano; se empezó a concebir la virtud como un valor p e r se. Sin embargo, puede que su aportación más relevante fuera el hecho de considerar la areté no como algo que solo se podía obtener por concesión divina, sino que los hombres podían cultivar y conquistar, aunque fuese con trabajo y esfuerzo. En este cambio radi­ cal de perspectiva es evidente que la educación (paideia) habría des­ em peñado un papel esencial: si la virtud ya no era un don, entonces podía ser enseñada y aprendida. Sócrates se introdujo en la nueva estela trazada por los sofistas, aunque, también en este caso, fue más allá que sus predecesores. De hecho, los sofistas no habían logrado esbozar un significado claro de virtud. Habían dejado sin respuesta preguntas del tipo: ¿cuáles son los com portam ientos y los objetivos que hacen a un hombre efectiva­ m ente virtuoso?, ¿qué significa cultivar la virtud en la práctica? Por este motivo, Sócrates dio lugar a un auténtico punto de in­ flexión ético: no solo consideraba que la virtud pudiese enseñarse Xa reflexión sobre el hom bre; ética y religión 79 */ \> Eudemonismo y hedonismo En filosofía hay que prestar particular atención para no confundir los tér­ minos eudemonismo y hedonismo. Si con el primero se hace referencia a las doctrinas que, como en el caso de Sócrates, consideran el alcance de la felicidad como el objetivo último del hombre, con el segundo se designa la identificación total de felicidad y satisfacción del placer. Una doctrina eudemonística no es por tanto necesariamente hedonista Por el contrario, una doctrina hedonista sí es necesariamente eudemonísti­ ca. Entonces, ¿de cuántas formas podemos interpretar la felicidad? En la historia del pensamiento se ha identificado la felicidad con la virtud (Sócrates y Aristóteles), con la superación de miedos y turbaciones o ataraxia (estoicos, epicúreos), con la beatitud (pensamiento cristiano) y, en épocas más modernas, con la utilidad individual (Jeremy Bentham y John Stuart Mili). Quien en cambio polemiza con ambas nociones es Immanuel Kant (1724-1804). El filósofo criticó no solo el hedonismo, al considerarlo una perspectiva profunda y peligrosamente egoísta, sino también las doctrinas eudemonísticas en general; desde su punto de vis­ ta, no era realmente legitimo identificar la acción moral con la búsqueda de la felicidad. De forma más general, para Kant toda acción moral debía realizarse dado que es justa como tal, no teniendo en cuenta otros fines o buscando en otro lugar un criterio que la guiase. Para denominar las morales que se incluían en este segundo caso, Kant introdujo el término heteronomia, de éteros («otro, distinto») y nomos («leyes»). En su opinión, las doctrinas eudemonísticas eran por tanto ejemplos de doctrinas he- terónomas. (como ya habían anticipado los sofistas), sino que la interpretó como una cualidad exclusivamente interior. Esta interioridad, según Sócra­ tes, atañía a dos aspectos distintos. Por un lado, creía que la virtud no tenía en absoluto nada que ver con la apostura física, con la fuerza ni, de forma más general, con determ inadas características corporales; de 80 Sócrates esto encontram os una confirmación en el texto del diálogo el 'Banque­ te, donde Platón hace pronunciar a Alcibíades las siguientes palabras respecto a Sócrates: Sabed que no le importa nada si alguien es bello, sino que lo despre­ cia como ninguno podría imaginar, ni si es rico, ni si tiene algún otro privilegio de los celebrados por la multitud.17 Por otro lado, el filósofo consideraba la virtud como un elem ento profundamente íntimo: no había que ser virtuoso para obtener reco­ nocimiento público y exterior; todo lo contrario, se necesitaba ejer­ citar la virtud de acuerdo tan solo con la propia conciencia. Esta se­ gunda característica podía incluso implicar un enfrentam iento entre mundo interior y m undo exterior: lo que la conciencia sugiere al indi­ viduo no está por fuerza en sintonía con lo que su com unidad dem an­ da de él. En la biografía de Sócrates es evidente el resultado extremo de este enfrentamiento, aunque, como el propio filósofo atestigua con su propia actitud ante la muerte, en el hombre realmente virtuoso la voz interior vence siempre a las presiones que recibe del exterior. Destacar como hombre significaba para Sócrates destacar en el arte del «buen vivir», del «comportarse bien». Pero ¿qué quería decir exactamente con esto? Como hemos visto con anterioridad, Sócrates reconocía que la capacidad de pensar, de reflexionar, era la principal característica de los seres humanos; en consecuencia, comportarse de forma virtuosa debía consistir en desplegar al máximo esta posi­ bilidad. Razón y virtud eran concebidas como si estuviesen unidas indisolublemente. Por este motivo, para describir la ética socrática, 17 Banquete 2 16d. l a reflexión sobre el kom bre: ética y religión 81 se utiliza por lo general la expresión racionalismo moral. Sócrates, en efecto, concebía la virtud como ciencia, al considerar que el hombre solo podía distinguir entre lo que está bien y lo que está mal a través de la razón y el conocimiento. Asumir tal punto de vista implicaba inevitablemente una serie de consecuencias. En prim er lugar, hacía posible que Sócrates justificase el hecho de que la virtud pudiese ser enseñada o aprendida. Si, en efec­ to, la virtud es conocimiento, entonces cualquiera que lo desee pue­ de aproximarse a ella y cultivarla. La virtud ya no se concebía como un don divino reservado tan solo a unos pocos hombres elegidos; al contrario, estaba potencialm ente abierta a todos. En este sentido, la virtud de Sócrates es democrática. Además, la visión moral de Sócra­ tes casaba a la perfección con su enfoque general sobre la reflexión filosófica: al igual que la verdad, tam bién el bien y el mal tenían que ser definidos m ediante un debate público y racional. La acción moral debía em anar del razonam iento y no basarse en códigos ya escritos o revelados. El racionalismo moral conllevaba una segunda consecuencia fun­ damental. Si el conocim iento conducía a la virtud (es decir, a la ca­ pacidad de distinguir el bien del mal y de optar consecuentem ente por el primero), la ignorancia, por el contrario, llevaba al vicio. Para Sócrates, ningún hombre habría podido actuar con maldad por vo­ luntad propia: quien cometía una acción malvada o injusta lo hacía solo porque ignoraba cuál era el verdadero bien; si lo hubiese sabido, habría actuado de otra forma. Este aspecto nos evoca el optimismo que el filósofo albergaba respecto a la naturaleza humana: no consi­ deraba en absoluto que el hombre pudiera ser una criatura malvada per se. M ediante una educación adecuada y el ejercicio de la razón, cualquiera habría sido capaz de com prender el valor extrem o de la virtud y optar por ella. 82 Sócrates Con relación a esto, podríamos en cambio presentar una objeción a Sócrates: ¿cómo deberíamos valorar el com portam iento de quienes, aun conociendo el bien, deciden sin embargo hacer el mal? Como se lee en la última parte del diálogo platónico "Protágoras, Sócrates con­ sideraba que un caso de este tipo era el mayor ejemplo de ignorancia. En situaciones como esta, en efecto, la ignorancia se refiere particu­ larmente a los objetivos que un hombre se pone. Solo quien se deja llevar por los placeres materiales, y para obtenerlos está dispuesto a todo, comete de forma voluntaria acciones injustas y malvadas. Sin embargo, las comete porque cree que satisfacer esos placeres lo hará feliz, ignorando así la verdadera naturaleza de la felicidad. Si supiese en qué consiste la verdadera felicidad, la pondría como fin de sus ac­ ciones y, por consiguiente, evitaría hacer el mal. Esta respuesta nos permite pasar a analizar con más detalle la no­ ción socrática de felicidad, otro aspecto central de la ética del filósofo. Las doctrinas que conciben la felicidad (eudaimonia, en griego) como el fin último de la acción hum ana se definen como eudemo- nlsticas. Dado que Sócrates consideraba la conquista de la felicidad como el objetivo al que todo hombre habría debido aspirar, la suya debe considerarse una filosofía eudemonística a todos los efectos. Sin embargo, otorgar a la felicidad un papel central no nos permite por sí solo comprender qué se entiende realmente por felicidad en el seno de una doctrina determinada. En la historia de la filosofía, muchas doctrinas han situado en el centro la felicidad, aunque entendiéndola como cosas muy distintas (véase el recuadro anterior). ¿Qué es por tanto la felicidad para Sócrates? Para el filósofo, la felicidad no consistía en la posesión de bienes materiales ni en la bús­ queda del placer; por el contrario, se refería a la vida interior de los hombres y la identificaba con el perfeccionamiento moral de la propia alma. Para Sócrates, ética y felicidad se identifican: solo el hombre l a reflexión sobre el hombre: ética y religión 83 virtuoso (justo y sabio) puede ser realmente feliz: el malvado (injusto e ignorante) tiene vedada la felicidad. En varios pasajes de los tex­ tos platónicos podemos encontrar testimonios de la actitud socrática respecto a este tema. He aquí cómo, en la Apología, Sócrates se en­ frenta a sus acusadores, dejando que aflore su idea de felicidad: Si, por otra parte, digo que el mayor bien para un hombre es precisa­ mente este, tener conversaciones cada día acerca de la virtud y de los otros temas de los que vosotros me habéis oído dialogar cuando me examinaba a mí mismo y a otros, y si digo que una vida sin examen no tiene objeto vivirla para el hombre, me creeréis aún menos.18 Por otro lado, en el Qorgias, Platón reproduce un diálogo entre Só­ crates y el sofista Polo: POLO: Seguramente, Sócrates, que ni siquiera del rey de Persia dirás que sabes que es feliz. SÓCRATES: Y diré la verdad, porque no sé en qué grado está de ins­ trucción y justicia. POLO: Pero ¿qué dices? ¿En eso está toda la felicidad? SÓCRATES: En mi opinión, sí, Polo, pues sostengo que el que es bue­ no y honrado, sea hombre o mujer, es feliz, y que el malvado e injusto es desgraciado.19 18 Apología 38a 19 Gorgias 470e. 84 Sócrates Para Sócrates, la felicidad no dependía ni de la satisfacción inm e­ diata del placer ni de la posesión de riquezas o de cosas materiales en general. Ya en la época, cualquier concepción similar de la felicidad iba totalm ente a contracorriente y resultaba difícilmente comprensible para el ciudadano medio. Consideremos, por ejemplo, el estupor que en este sentido manifiesta Eutidemo en los "Recuerdos de Jenofonte: -Va a resultar, Sócrates -le dijo-, que el bien más indiscutible de to­ dos será el ser feliz. -Eso si no se lo compusiera -contestó- de bienes discutibles, Euti­ demo. -Y ¿cuál de los elementos de la felicidad -repuso- puede ser discu­ tible? -Ninguno, por cierto -contestó-, con tal de que no incluyamos en ella hermosura o fuerza o dinero ni fama ni ninguna otra de esas cosas. -Pero, por Zeus, tendremos que incluirlas -dijo-: pues, ¿cómo sin ellas va a poder uno ser feliz?20 La identificación de la felicidad con el ejercicio de la virtud instaba inevitablemente a Sócrates a defender una tesis posterior: la idea de que es «mejor sufrir el mal que cometerlo». Si, en efecto, solo el virtuoso es feliz de verdad, el hombre sabio estará dispuesto a todo con tal de prac­ ticar la virtud, incluso a aceptar ser víctima de una injusticia; del mismo modo, el hombre virtuoso rehuirá siempre -tam bién en situaciones lí­ m ite- cometer acciones malvadas que conduzcan en última instancia a ,J0 R ecu erd o s IV 2 ,3 4. h a reflexión sobre el hombre: ética y religión 85 su infelicidad. Cabe recordar que Sócrates puso en práctica en primera persona esta convicción personal al aceptar la condena de sus acusado­ res, si bien en este caso resulta apropiado llamar la atención sobre un detalle: Sócrates pensaba que la felicidad y la virtud eran lo mismo y. de forma más particular, que la virtud consistía en el ejercicio de la razón. En el caso de su condena a muerte, no obstante, vemos que Sócrates aceptó sin críticas las leyes de la ciudad que precisamente lo condu­ jeron a su propia muerte. Desde un punto de vista interior, el hombre virtuoso es por tanto aquel que se perfecciona mediante la reflexión compartida: desde un punto de vista exterior, en cambio, el hombre virtuoso es aquel que respeta las leyes de su comunidad, aunque esas leyes vayan en contra de su propio interés. Respecto a ambos signifi­ cados de virtud, Sócrates fue coherente consigo mismo hasta el final. La ética socrática dista en ciertos aspectos de nuestro sentir como personas modernas. Tras numerosos debates sobre los tres principios socráticos (la virtud como ciencia, la idea de que no se actúa volun­ tariam ente por el mal y de que es preferible aceptar la injusticia a cometerla), los estudiosos los han definido como paradojas socráti­ cas; de hecho, la perspectiva socrática nos puede parecer incompleta respecto a ciertos aspectos. Consideremos, por ejemplo, la tesis de la virtud como ciencia. La crítica ha hecho hincapié precisamente sobre el hecho de que para Só­ crates la acción moral sea una acción exclusivamente racional, donde la voluntad no desempeña papel alguno. Conocer el bien es sin duda una condición necesaria para actuar de manera ética, pero no es suficiente: hace falta elegir hacer el bien, y esto es un acto de voluntad que no de­ pende de la actitud racional. Con relación a esto, al filósofo se le acusa por tanto de intelectualismo ético (que no debe confundirse con el ra­ cionalismo moral), es decir, de reducir toda la acción moral únicamente al acto del saber. En cualquier caso, hay que enmarcar la «revolución» de 86 Sócrates Sócrates en el intento de encontrar fundamentos éticos que ya no se ba­ sen en la aceptación de los usos y costumbres heredados de la tradición sin pasar por el tamiz de la crítica: igual que los presocráticos querían reconducir el estudio de la naturaleza hacia la razón, Sócrates pretendía seguir el mismo recorrido en la esfera de lo humano. No obstante, la sen­ sación que experimentamos es la de encontrarnos frente a un cambio de tendencia ético que ha quedado incompleto. Se pueden adelantar tam bién algunas consideraciones respecto al segundo y al tercer principio. En el prim ero de estos dos casos, la ac­ titud de Sócrates podría parecer casi inocente: ¿es realmente posible que no se diese cuenta de que los hombres, con bastante frecuencia, deciden actuar de forma malvada e injusta? Sus mismas vivencias per­ sonales deberían habérselo confirmado. Pero como ya se ha dicho, Só­ crates no era una persona ingenua y su reflexión hay que interpretarla teniendo en cuenta un nivel más profundo. La evidencia de la maldad humana solo dem uestra la ignorancia respecto del verdadero bien. A pesar de la total conciencia socrática, sigue siendo difícil aceptar por completo este argumento: quien está verdaderam ente convencido de que la felicidad reside en la posesión de honores y riquezas no estará dispuesto a aceptar fácilmente la perspectiva de Sócrates. Queda, por último, la típica idea socrática de que es «mejor sufrir una injusticia que cometerla». Hay que decir que, en el transcurso de los siglos, algunos estudiosos de la moral cristiana se han acercado a este principio. En efecto, no resulta difícil reconocer en las palabras de Sócrates un mensaje cuando menos parecido al que siglos después pronunciará Jesucristo. Aun así, debemos m antener la distinción entre ambos personajes; de hecho, a pesar de la indudable similitud en cuan­ to al resultado final, las trayectorias que conducen a ese principio son d iteren tes, cuando no opuestas. Los argumentos que justifican la posi­ ción ética de Sócrates son de naturaleza racional, mientras que los de l a reflexión sobre el hombre: ética y religión 87 Jesucristo son de naturaleza divina. Este aspecto evidencia la diferencia insuperable entre dos figuras que se han comparado a menudo. Además de la ya mencionada acusación de intelectualismo, son dos las críticas posteriores que se le han achacado a Sócrates. La primera toma el nombre de formalismo ético. En este caso, se le reprocha al filó­ sofo no haber otorgado un significado concreto al concepto de virtud. Fue acusado de haber elaborado un procedimiento exclusivamente for­ mal, vacío de todo contenido, para definir en qué consiste la virtud solo caso por caso, y no de una vez por todas. Sin embargo, llegados a este punto, se puede demostrar con facilidad como dicha acusación es débil e infundada: en realidad, Sócrates fue el primero en no querer estable­ cer de forma definitiva nociones como virtud o verdad, de cara a una investigación que debía seguir estando siempre abierta y no convertirse jamás en dogmática. La típica apertura de la filosofía socrática es su punto fuerte, no el débil, y representa la manera más genuina de con­ trastar y superar las certezas injustificadas heredadas de la tradición. La otra acusación es la de relativismo ético, según la cual la ética socrática dejaría al individuo totalm ente a merced de las circunstan­ cias, sin ofrecerle ningún criterio ético de referencia sólido. Sin em­ bargo, si es cierto que la investigación socrática siempre está abierta y en constante devenir, es igualmente cierto que para Sócrates el respe­ to a la dignidad hum ana permanece como una base imprescindible. El respeto m utuo y el uso crítico de la razón garantizaban para Sócrates una selección precisa de las posibles perspectivas. Dominio de sí, libertad interior y autosuficiencia Retomemos ahora el vínculo específico entre virtud y felicidad; si Sócra­ tes pensaba que esta última no consistía en absoluto en la posesión de 88 Sócrates cosas materiales y la satisfacción de las pasiones corporales, no resulta entonces sorprendente que tres elementos, distintos pero conectados entre sí, se conviertan en ejes de su moral: el dominio de sí, la libertad interior y el ideal de autosuficiencia del sabio. El término griego utilizado para designar el dominio de sí es enkrá- teia, y es posible encontrarlo con relación al pensamiento de Sócrates tanto en Jenofonte como en Platón. Para Sócrates, el autodominio con­ sistía en la capacidad del alma de controlar las pulsiones del cuerpo, los desórdenes derivados de la búsqueda inmediata del placer físico; es el alma la que debe gobernar sobre el cuerpo, y no viceversa. La capacidad de gobernarnos a nosotros mismos y no convertirnos en esclavos de nuestros impulsos era para Sócrates una actitud virtuosa que conducía a la felicidad. La asunción de una actitud controlada, moderada y orde­ nada contrastaba así con la que permitía identificar el bien supremo y la felicidad con la satisfacción de los placeres corporales. Sin el dominio de sí, para Sócrates, el hombre no era más que un animal salvaje. Con relación a esto, en los "Recuerdos, Jenofonte narraba el siguien­ te diálogo entre Sócrates y Eutidemo: -M e parece, Sócrates -le dijo-, que das a entender que a un hombre dominado por los placeres corporales no se le da nada en absoluto de valor ni virtud ninguna. -Pues dime tú, Eutidemo -dijo él-, ¿en qué se diferencia un hombre sin dominio de sí de la más bruta de las alimañas? Porque uno que lo que más importa no lo mira y que anda buscando hacer lo más agra­ dable, sea como sea. ¿en qué puede distinguirse de las más estúpidas cabezas de ganado?21 *' R ecu erd o s IV 5 ,1 1. l a reflexión sobre el hombre: ética y religión 89 La concepción utilitarista de la moral El utilitarism o es un concepto moral moderno, inaugurado oficialmen­ te por Jeremy Bentham (1748-1832). Abrazando una visión hedonista, consideraba que la conducta moralmente aceptable sería la que tiene como objetivo alcanzar el máximo placer; yendo a lo concreto, es pre­ cisamente la utilidad el criterio que guía la acción moral: es útil todo lo que tiene como consecuencia el mayor placer del mayor número de in­ dividuos. De este modo, un comportamiento egoísta tendrá sin embargo resultados altruistas: el placer del Individuo en realidad no puede pres­ cindir del bienestar de las personas que lo rodean. Así, debe subrayarse que para Bentham los placeres no son algo a lo que el individuo pueda de momento abandonarse; por el contrario, este debe efectuar un cuida­ doso cálculo, valorando cuál es el placer más duradero entre las distin­ tas posibilidades en juego y teniendo en cuenta incluso las eventuales consecuencias de su elección. El objetivo de Bentham era por tanto el de transform ar la moral en una ciencia exacta a través de un preciso cálculo cuantitativo. John Stuart Mili (1806-1873) retomó la idea de Bentham, pero mo­ dificándola En primer lugar, Mili sustituyó la noción de placer por la de felicidad, que consideraba menos restrictiva Además, introdujo una dis­ tinción cualitativa entre los distintos placeres, evidenciando que algunos eran más deseables que otros; en este contexto, la educación tenía para M ili un papel fundamental, puesto que a través de ella los individuos po­ dían comprender cuáles eran los placeres de mayor valor. A pesar de las diferencias entre sus posturas, tanto el de Bentham como el de M ili se han definido como utilitarismo clásico, y ha tenido un fuerte impacto incluso en otras disciplinas, como la económ ica No debe sorprendernos que el dominio de sí sea un elemento esen­ cial del pensamiento socrático. Si, para el filósofo, la característica que diferencia a los hombres de todos los demás seres vivos es la capacidad 90 Sócrates de reflexión, se deduce que solo cuando los hombres la ponen en prác­ tica, realizan por completo su ser. El control de los propios impulsos se convierte así en uno de los modos mediante los que la racionalidad humana se expresa de forma concreta. En relación con las fuentes platónicas, en el diálogo Qorgias en­ contramos un Sócrates que se afana en defender enérgicamente la importancia del autocontrol y en oponerse a la noción hedonista de felicidad representada por el personaje de Calicles. La perspectiva so­ crática se resume de esta forma: CALICLES: ¿Qué entiendes por gobernarse a sí mismo? SÓCRATES: Bien sencillo, lo que entiende la mayoría: ser moderado y dueño de sí mismo y dominar las pasiones y los deseos que le surjan.22 La noción de dominio de sí se vincula inmediatamente con la de li­ bertad (eleutheria), que Sócrates concibió en un modo completamente original. A diferencia de sus predecesores griegos, fue Sócrates quien separó la noción de libertad de los ámbitos jurídico y político con los cuales se solía relacionar hasta aquel momento; según esa perspectiva, la libertad consistía principalmente en la libertad del ciudadano, consi­ derado como posesor de derechos políticos; obviamente, se trataba ya de una visión muy adelantada para la época, que contraponía a los ciu­ dadanos griegos con los súbditos de los Estados absolutistas orientales. Sin embargo, Sócrates fue más allá, y se ocupó no solo de la liber­ tad del ciudadano, sino también de la libertad del individuo. Le dio la vuelta, por lo tanto, a la noción de libertad: ya no era una libertad w Gorgias 491d-e. l a reflexión sobre el hombre: ética y religión 91 exterior y política, sino una libertad interior y personal. Ser libre se convirtió en una condición extrem adam ente íntim a y privada, solo al alcance de quienes se daban cuenta de la vacuidad de los placeres corporales y los bienes materiales. Poner en práctica el autodominio equivalía a romper cualquier esclavitud interior; en efecto, ¿cómo puede ser libre quien se deja llevar de forma totalm ente irracional por placeres ilusorios? En este caso es Jenofonte quien nos ofrece un valioso testimonio, una vez más extraído del diálogo entre Sócrates y Eutidemo: -Óyeme, Eutidemo -díjole-: ¿consideras tú que sea alguna hermosa y magnífica posesión, así para un hombre como para un pueblo, la libertad? -Como la que más de todas pueda serlo. -Aquel pues que se ve gobernado por los deleites corporales y que no puede por culpa de ellos hacer lo que mejor sea, ¿piensas tú de ese que sea libre? -De ninguna manera. -Será tal vez porque te aparece que lo propio del libre es hacer lo que mejor sea, y que tener por ende quienes impidan obrar así será cosa de esclavos. -A fe mía que sí, seguramente. -Y ¿qué te parece: que los que no se dominan se ven tan solo im­ pedidos de hacer lo mejor que sea o que forzados se ven también a cometer lo peor y más vil que haya? -No menos me parece a mí -repuso- que se vean obligados a hacer esto que impedidos de lo otro. 92 Sócrates -Y ¿qué tales dueños consideras tú a los que impiden lo más noble y fuerzan a lo peor? -Pues, a fe, todo lo peor que decir se pueda. -¿Y qué clase de esclavitud estimas tú que sea la peor de todas? -Yo, por supuesto, aquella en que se sirva a los peores amos. -A la peor, por tanto, de las esclavitudes sometidos están los que no se dominan a sí mismos. -Así es lo que yo creo.23 Observamos que en este contexto la libertad, aun siendo interior, iSiempre está vinculada a la facultad racional del ser humano, no a la volitiva. No se trata por tanto de una libertad entendida como libre albedrío o como libertad de elección, que, a partir de los pensadores cristianos, será la base de la responsabilidad moral personal. La li­ bertad, igual que la virtud, la felicidad y el dominio de sí, pertenecía exclusivamente al ámbito de la razón. Dominio de sí y libertad interior nos conducen a un tercer elemento: el ideal de la autosuficiencia (o autarquía) del hombre virtuoso. Este se basta por sí mismo, no necesi­ ta las cosas del mundo para ser feliz, sino que encuentra en su interior las razones para serlo. No es esclavo de las pasiones y las riquezas. Como veremos, este aspecto será retom ado y llevado a sus últim as consecuencias por la corriente filosófica cínica, una de las principales articulaciones de la herencia socrática. En este contexto solo quedan por hacer un par de aclaraciones res­ pecto a la perspectiva ética de Sócrates. La primera es relativa al tem a del placer. Hay quien ha interpretado la postura del filósofo como ** Recuerdos IV 5,2-5, 1 a reflexión sobre el hombre: ética y religión 93 una postura hedonista, en virtud de un pasaje del diálogo Trotágoras, donde Platón hace afirmar al personaje Sócrates que la felicidad se identificaría precisam ente con el placer. En realidad, este es el único punto donde es posible encontrar tal afirmación; además, la lectura hedonista de Sócrates en absoluto tiene en cuenta las circunstancias en que se pronuncian dichas palabras; para el filósofo, el placer no es un mal per se, sino que se convierte en él si el individuo no lo controla adecuadamente; el placer asume un significado negativo tan solo en el momento en que el hombre se convierte en su esclavo y no consigue dominarlo con la razón. Incluso basándose en las posiciones socráti­ cas ya mencionadas, parece totalm ente fuera de lugar una afirmación de este tipo que, por otro lado, no se confirma en ningún otro sitio. Se pueden hacer consideraciones similares sobre el tema de lo ú til También en este caso, algunos intérpretes han lanzado una hipótesis según la cual Sócrates habría permitido identificar el bien con lo útil, encasillando así al filósofo como un utilitarista. Esta interpretación se basa en algunos pasajes de los textos de Jenofonte; por ejemplo, el si­ guiente: -Entonces, Eutidemo, ¿también para investigar el bien y lo que es bueno hay que seguir ese camino? -¿Qué camino? -dijo él. -¿Te parece a ti que una misma cosa es útil para todos? -No, no tal. -Y veamos: lo que es útil para uno, ¿no te parece que es a veces dañi­ no para otros? -Ya lo creo -respondió. 94 Sócrates La homosexualidad en la Grecia antigua A pesar de que los estudiosos no han prestado ninguna atención duran­ te mucho tiempo al papel que tenían las relaciones homosexuales a nivel social en la Grecia antigua, está ya aceptado el hecho de que los griegos no lo consideraban tabú en absoluto. Respecto a esto, son muchos los testimonios que se han recogido. Pensemos en los relatos literarios de los amores homosexuales: los mitos, los poemas homéricos (donde se narra, por ejemplo, la intensa amistad entre Aquiles y Patroclo) o los mismos textos platónicos. Existen asimismo las pruebas aportadas por otras artes, como la pin­ tura; es frecuente encontrar vasijas pintadas, o frescos, donde se retra­ tan escenas explícitas de relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. Pero reconocer que en Grecia imperaba una aceptación generali­ zada de la homosexualidad no acaba de ayudarnos a comprender cómo estaba considerada a nivel social. Observamos un primer aspecto interesante: los testimonios se re­ fieren, por lo general, a la homosexualidad masculina, mientras que la femenina tiende a ser ignorada, obviamente con importantes excepcio­ nes, como el caso de la poetisa Safo. Se promovían las relaciones ho­ mosexuales entre hombres adultos y adolescentes, debido a que se les atribuía, desde el período más arcaico, un significado ritual y pedagógico concreto. Esta práctica institucionalizada tomaba el nombre de pederas­ tía (de país, «chico, muchacho», y erastés, «amante»): el hombre adulto, tras elegir al muchacho, se retiraba con él a un lugar apartado fuera de la ciudad durante un período de tiempo en el que lo iniciaba en la vida de hombre. Para el joven, que era libre de rechazar las atenciones del amante, esto representaba un rito de paso hacia la edad adulta No todas las relaciones homosexuales se juzgaban del mismo modo. Si bien las relaciones entre adolescentes y las pedagógico-inlciáticas estaban aceptadas, muy distinto era el caso de las relaciones entre adul­ tos, que, por el contrario, se reprobaban con dureza La idea subyacente l a reflexión sobre el kom bre: ética y religión 95 era que el papel activo corresponde a la virilidad y el pasivo a la fe­ minidad; esta última estaba justificada en el caso de los adolescentes, pero no en el de los hombres maduros. En muchas de sus comedias, el mismo Aristófanes se mofa precisamente de los hombres afeminados. Llegaban a estar mal vistos incluso los muchachos que se ofrecían con demasiada facilidad o frecuencia a los hombres maduros. De esta breve recreación podemos entonces concluir que las relaciones homosexuales sin duda se consideraban normales en la sociedad griega, pero también que, al mismo tiempo, obedecían a códigos sociales y culturales precisos y complejos. -Pero ¿puedes tú decir que haya alguna cosa que sea buena sino la que es útil? -No por cierto -contestó. -Algo pues que es útil, ¿será bueno para todo aquel que sea útil? -Eso creo -contestó.24 No obstante, ya hemos visto que para Sócrates el bien se identi­ fica con la virtud, que a su vez se identifica con la ciencia, entendida como búsqueda. Estos breves pasajes deben por tanto contextualizar- se siempre y no interpretarse como una perspectiva socrática domi­ nante. Mucho más si se considera que en este caso a quien se recurre es a Jenofonte, es decir, al testim onio más histórico y menos filosófico sobre Sócrates. 94 R ecu erd o s IV 6 ,8. 96 Sócrates Amistad y amor Sócrates atribuía un gran valor al sentim iento de la amistad; fue sin duda el prim er filósofo que reflexionó sobre la importancia de este vínculo. Desde entonces, el tem a de la am istad ha asumido un papel central en el pensam iento de los grandes filósofos; ya Aristóteles se ocupó extensam ente de él en una de sus obras más célebres, 'Ética a Tücómaco. Para Sócrates, la am istad tenía una connotación fuertem ente mo­ ral; a su entender, solo los hombres virtuosos podían cultivar relacio­ nes sinceras de amistad, de las que se veían excluidos los hombres malvados, que como mucho habrían podido establecer relaciones con miras a obtener algún beneficio. Por consiguiente, para el filósofo, la amistad no podía subsistir ni entre dos hombres no virtuosos ni en­ tre un hombre virtuoso y otro no virtuoso; en este segundo caso, la profunda diferencia entre ambos los habría llevado inevitablemente a interpretar y a vivir su vínculo de forma opuesta. Podemos encontrar las reflexiones de Sócrates sobre la amistad y el amor en particular en dos diálogos platónicos, el lis is y el 'Banquete, y en los Recuerdos de Jenofonte. Zisis no es uno de los diálogos más conocidos, pero entre los textos de Platón es sin duda el que se enfrenta al tem a de la am istad con más detalle. Pertenece al grupo de los diálogos aporéticos. lo cual significa que la conversación entre Sócrates y sus interlocutores concluye sin haber llegado a un acuerdo común sobre el significado de la amistad. No obstante, son varios los apuntes que se pueden extraer del tex­ to. Sócrates critica, en prim er lugar, la postura de quien hace corres­ ponder la am istad con el amor: m ientras que en efecto se puede estar enamorado de alguien que no corresponde a nuestros sentimientos, la relación de am istad es necesariamente recíproca: sería contradictorio l a reflexión sobre el hombre: ética y reUgjón 97 ser amigo de alguien que nos es enemigo. Sócrates propone entonces considerar la cuestión desde otro punto de vista: ¿la amistad acerca a los semejantes o a los opuestos? Como veremos en el texto de Jeno­ fonte, Sócrates afirma que la am istad solo es posible entre hombres virtuosos; por lo tanto, entre hombres semejantes. Sin embargo, en el diálogo platónico el problema queda abierto. Jenofonte se ocupa del tem a de la am istad en el segundo libro de los Recuerdos. A diferencia del Sócrates de Platón, el de Jenofonte nos ofrece una definición muy precisa de qué significa la verdadera am is­ tad para el filósofo: Pues el buen amigo se pone a disposición para todo lo que al amigo falte, así en el arreglo de las privadas propiedades como en la aten­ ción de los asuntos públicos; y así, si hay que prestarle ayuda a algún otro, contribuye con sus medios, y si algún temor hostiga, acude al socorro, unas veces compartiendo los gastos, otras asociándose a los trabajos, y las unas ayudando a persuadir, las otras obligando por la fuerza, y siendo en la buena fortuna la mayor alegría y en la desgracia el apoyo más fuerte para levantarse.25 Por consiguiente, el amigo siempre está presente, aunque de modo desinteresado. Sócrates no se detiene en la descripción de cómo se de­ bería com portar un verdadero amigo, sino que ofrece a sus discípulos criterios muy prácticos para distinguir de qué personas rodearse y a cuáles evitar. Esta distinción da comienzo con su doctrina moral: ha­ bría que confiar solo en quienes no se dejan llevar desenfrenadamente por las pasiones materiales, como la búsqueda del placer o la riqueza, w R ecuerdos I I 4,6. 98 Sócrates y en quienes al mismo tiempo son autosuficientes en sus asuntos. Mientras que quien no sabe controlar sus propias pasiones pondrá siempre a los amigos en un segundo plano, quienes no son capaces de ser autónom os (tanto desde un punto de vista económico como emocional) considerarán a los demás como simples apoyos, de forma totalm ente oportunista. La capacidad de autodominio y la autosufi­ ciencia caracterizan al hombre virtuoso, y precisamente el hombre virtuoso es el mejor amigo que se pueda tener. Pasemos ahora a considerar el 'Banquete de Platón, diálogo inte­ resante no solo para reconstruir la postura de Sócrates en el tem a del amor, sino también como texto de carácter biográfico. En la última parte hallamos lo que se conoce como el 'Elogio de Sócrates, llevado a cabo por Alcibíades. Este irrumpe borracho en la escena, interrum pe bruscamente la conversación y, percatándose de la presencia del filó­ sofo, declara a los presentes su sentim iento hacia él. que sin embargo no parece ser del todo correspondido. La relación entre Sócrates y Alcibíades pone en evidencia cómo las relaciones homosexuales entre el filósofo y sus discípulos no pueden descartarse; en efecto, estas relaciones no eran en absoluto anóm a­ las en la Grecia antigua, y el hecho de que en el diálogo platónico la cuestión no genere ninguna reacción de condena entre los presentes no es más que otra prueba de ello. Aun así, no existe prueba alguna de que Sócrates mantuviese relaciones de este tipo. En efecto, no solo en el 'Banquete, sino también en otros textos, como al principio del 'Protágoras, se encuentra a un Sócrates que parece no m ostrar ningún interés por los halagos de Alcibíades. Pero el Sócrates de Platón no rechaza la posibilidad de tener rela­ ciones con personas del mismo sexo, ya sean solo morales o también físicas. Más complejo es en cambio el testim onio de Jenofonte: quizá para reproducir una imagen más severa de Sócrat es, en lo s 'Recuerdos, 99 el filósofo tiende a condenar el am or homosexual en el mom ento en que se concibe físicamente. Con todo, existe al menos un pasaje don­ de Sócrates parece afirmar justo lo contrario: Y aun puede que por ventura pueda yo mismo echarte alguna mano para la caza de los hombres de bien y pro por aquello de ser técnico en amor, porque es de ver con qué destreza y furia, a los hombres de que me entra el ansia, allí estoy entero lanzado a eso de, a fuerza de quererlos, hacerme querer de ellos, y a fuerza de sentir su falta, hacerles sentir la mía. y con desear su compañía, lograr que sea mi compañía deseada.26 Pero ¿cuál era la perspectiva de Sócrates respecto al tem a general del amor? En el 'Banquete, para presentar su postura al respecto, Só­ crates reproduce la conversación que había m antenido con la sabia Diotima y sostiene que comparte su misma opinión: el am or consis­ tiría en el sentim iento que empuja a los hombres hacia aquello que echan en falta: desearían realm ente poseer para siempre el bien y la belleza. Es por esto que el amor no puede encontrarse en la persona amada, sino en quien ama, ya que es en realidad este último quien sufre la carencia y quien busca en el amado la posibilidad de paliarla. De modo que el am or es algo incompleto y por eso no se puede considerar un dios, sino más bien un demonio, o más bien algo a mi­ tad de camino entre los hombres y las divinidades. Además, el am or no es deseo físico, sino que se refiere al aspecto interior de los hom ­ bres que buscan un «alma bella» con quien establecer una relación profunda. vo R ecu erd o s II6 ,2 8. 100 Sócrates Visto que el 'Banquete es una obra de los años de madurez de Platón, debemos ser conscientes de que esta idea del amor podría no coincidir con el enfoque real de Sócrates, sino estar ya influida por las opiniones del discípulo. Sócrates y la religión El com portam iento de Sócrates para con las divinidades de la polis presentaba evidentes puntos de ruptura frente a la tradición. Por un lado, el filósofo seguía cumpliendo con las deferencias for­ males hacia los dioses de la ciudad, como se exigía a todo buen ciuda­ dano. Con relación a esto, el diálogo Tedón nos proporciona un ejemplo: antes de beber el veneno, Sócrates pidió a su amigo Critón que realizase en su nombre un sacrificio a Asclepio, dios de la medicina; se trata de un gesto para agradecerle a la divinidad su cura, es decir, la muerte, que para el filósofo equivalía a la liberación de la cárcel que era la vida. Por otro lado, Sócrates iba más allá de la creencia en las divinidades ant ropomorfas, característica de la religión griega y que se manifestaba en los relatos de la mitología. Para el filósofo, el elemento propiamente divino no estaba encarnado por dioses que poseían cualidades y defec­ tos típicamente humanos, sino que era algo que trascendía al hombre. Euego no resulta sorprendente que entre las acusaciones, aunque fict icias, imputadas a Sócrates, algunas fuesen de carácter religioso. Sus enemigos lo culparon de doble herejía: de no creer en las divinidades de la ciudad y de haber introducido otras nuevas. Para Sócrates, debía de ser bastante fácil defenderse de la primera acusación, al menos desde un punto de vista formal, haciendo referencia a los sacrificios que él mis­ mo solía hacer a los dioses con ocasión de las solemnidades. Además. Z a reflexión sobre el hom bre: ética y religión 101 El culto a Asclepio En la religión griega antigua, As­ clepio era el patrón de la medicina. Existen distintas versiones sobre su nacimiento: según unas, tenía orígenes divinos, al ser hijo de Apo­ lo; según otras, era por el contrario un ser humano común instruido en la medicina por el sabio centauro Quirón. El centro de su culto en Grecia era Epidauro, una ciudad de la región del Peloponeso, aunque pronto se construyeron diversos santuarios dedicados a él en mu* chas otras ciudades. El animal símbolo de Asclepio era la serpiente; por este motivo, en los templos dedicados a él vi­ vían en libertad muchos de estos reptiles, obviamente inocuos. A los Estatua en mármol de Asclepio. Jardines enfermos les estaba permitido dor­ dei Palacio de Schónbrunn, Viena. mir dentro del santuario y, según la creencia, con esto bastaba en mu­ chos casos para que se curasen. En el 293 a C. el culto a Asclepio se introdujo oficialmente también en la religión romana en el seno de la cual la divinidad tomó el nombre de Esculapio. él mismo llevó al extremo dicha acusación, interpretándola como una acusación de ateísmo: así podía demostrar que, dado que creía en la existencia de «cosas divinas», no podía ser inculpado por no creer en las divinidades mediante las que se manifestaba el elemento divino. Por

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