Lágrimas de ángeles PDF

Summary

This novel tells the story of Jaime, a young boy who experiences a series of events that lead him to feel a sense of isolation and loss when his family decides to leave their familiar surroundings.

Full Transcript

Capítulo I A Jaime lo despertó el silencio. Ese instante fugaz que tienen algunas ciudades (entre el alba y el amanecer) cuando la bola de ruido se queda quieta, suspendida encima del aro de concreto de los edificios, antes de rebotar contra el pavimento convertida en sonido. El niño entreabrió los...

Capítulo I A Jaime lo despertó el silencio. Ese instante fugaz que tienen algunas ciudades (entre el alba y el amanecer) cuando la bola de ruido se queda quieta, suspendida encima del aro de concreto de los edificios, antes de rebotar contra el pavimento convertida en sonido. El niño entreabrió los ojos a una claridad borrosa, con el sentimiento de que algo faltaba, algo familiar que siempre lo despertaba en las mañanas. Su cerebro, aún adormilado, produjo una imagen: cresta altanera, ojos de punta de dardo y un caminar presumido. ¡Un gallo! ¡Por primera vez en sus once años no lo despertaba el canto del gallo! Incorporándose, se refregó los ojos con ambas manos a la vez, y miró a su alrededor. Sorprendido, se encontró sobre las gradas de piedra que daban a la puerta de un almacén y no en la pequeña cama de metal, en la habitación que compartía con su padre. Jaime se irguió asustado. El cuerpo le dolía por la forzada posición en la que había dormido. Los periódicos con los que se tapara durante la noche volaron con el viento y se esparcieron por la vereda. Justo ese instante las memorias del día anterior vinieron su mente y recordó de golpe que no se encontraba en la pequeña parcela de su familia sino en la ciudad des- conocida. Con el corazón latiéndole aceleradamente revivió en su mente, como si fuera una película, todo lo acontecido desde el momento en que había tomado el bus en el pueblo (junto al padre y la tía) para ir a la hasta la llegada al aeropuerto. capital Recordó a su padre despidiéndose de él, haciendo esfuerzos inútiles para no llorar, pidiendo a su tía que lo cuidara, prometiendo que todos los meses mandaría dinero del trabajo que encontraría en el extranjero. Un abrazo, un beso en la frente, unas palabras de advertencia y una última mirada. Luego la figura de su padre alejándose, partiendo igual que su madre lo había hecho antes, de la misma manera que tantos otros adultos habían abandonado el pueblo. Cuando Jaime miró por última vez la espalda de su padre, a punto de desaparecer entre los otros pasajeros, su pena se transformó en ira. Y aún en ese instante, al recordarlo, volvió a sentir la misma rabia del día anterior, una rabia profunda y dolorosa que había puesto en movimiento sus pies obligándolo a retroceder del lado de su tía (despacio para que no se percatara) y que luego lo había hecho correr ciegamente y huir del aeropuerto por una avenida. Mientras corría le llegó su nombre con el viento en la voz angustiada de la tía, pero esto no lo detuvo. Quería ser él el primero en huir, antes de que su padre lo hiciera hacia esa tierra lejana, esa Europa desconocida con países llenos de ciudades con nombres difíciles o impronunciables que ejercían tal fascinación entre la gente de su pueblo. Cuando Jaime llegó a una intersección de dos grandes avenidas, se detuvo respirando con dificultad. Miró hacia atrás. Ya había puesto bastante distancia entre él y el aeropuerto. Las sienes le latían como si el corazón se le hubiese trepado a la cabeza y sintió náuseas. Se arrimó a un poste de luz, sosteniéndose con una mano mientras escupía. Esperó hasta sentirse mejor y se dispuso a cruzar la calle cuando un bus pasó raudo rodeándolo con una nube de humo negro. Sorprendido, trató de retroceder, pero se tropezó con el filo de la acera y cayó. Entonces, escuchó una risa. - ¡Tonto! Casi te mata el bus. ¿Acaso no sabes la canción del semáforo? Era una niña harapienta quien hablaba. Llevaba en sus manos una caja con dulces y lo miraba con ojos burlones. -¿Ves? Ahora está roja, roja repitió señalando el semáforo. Roja me detengo, ver de paso cantó con voz chillona. Jaime sintió que su rostro ardía, incluso más que las manos con las que había detenido el golpe, y se puso de pie en silencio, ignorándola. Otro bus se acercó y se detuvo junto a los niños. -¡Vamos! -ordenó la niña, halándolo por un brazo con pasmosa familiaridad para alguien que apenas lo conocía-. Vamos, este bus tiene «cola». Ven, agárrate antes de que salga disparado. El deseo de huir que Jaime había sentido antes volvió con más fuerza y, en un instante, se encontró subido en una escalera que iba desde la parte trasera hasta el techo del bus. El bus arrancó acelerado y siguió por una avenida ancha. Un policía pitó su silbato, la niña le sacó la lengua y miró a Jaime con una sonrisa inocente. Sin poder evitarlo, el muchacho le devolvió la sonrisa con timidez. Ahora sí que se alejaba con rapidez y no le importaba hacia dónde iba. -¡Qué bueno que nos subimos! ¿Ves cómo corre? Es que estos buses hacen carreras entre ellos -explicó la niña-. Ahí está el otro, ya casi nos alcanza. Agárrate bien que el chofer va a acelerar. Los dos se sujetaron a ambos lados de la escalera de hierro. Jaime lo hacía no solo con las manos sino también con las piernas (por el miedo a caerse) en tanto que la niña parecía flotar y apenas se sostenía con una mano, mientras que los dedos de sus pies descalzos se curvaban alrededor del peldaño inferior de la escalera. Jaime la miró con interés. Parecía ser de su misma edad, aunque actuaba con una autoridad que le hacía aparentar más años. Vestía un suéter amarillo deshilachado en los puños y una falda azul des- colorida que se notaba que le quedaba demasiado grande, porque la llevaba doblada en la cintura y sostenida por un pañolón verde. Su cabello era una maraña de pelo claro que el viento arrojaba por todos lados y que al muchacho le recordó las crines de los caballos. Su rostro trigueño se hallaba surca- do por rayas de suciedad que bajaban hasta el cuello, donde lucía un collar de cuentas descoloridas de plástico de colores. - ¿Qué me ves? -preguntó en tono desafiante-. ¡Tu vejez!- se contestó ella misma riéndose. Cuando se reía fruncía la nariz y sus ojos verdosos danzaban con picardía. -¿Cómo te llamas? -preguntó Jaime olvidándose de sus problemas, contagiado por el buen humor de la niña. -Eres curioso, ¿no? Primero dime cómo te llamas tú. -Jaime. -Bueno. Yo soy la Flaca, para mis amigos y para mis enemigos. -Pero ese no es un nombre-protestó Jaime Es un apodo. ¿Cuál es tu nombre? Antes de que pudiera responder, el bus se detuvo. Un hombre joven saltó por la puerta delantera, caminó hacia los niños y les gritó enojado. Ellos se bajaron de un salto. La niña empezó a correr y Jaime corrió detrás de ella hasta detenerse delante de un centro comercial. La Flaca dio vueltas alrededor de Jaime y lo analizó con curiosidad. Era un niño robusto de tez pálida, aunque al momento tenía el rostro encendido, con el cabello pegado a la frente sudorosa. Sus ojos oscuros y redondos parecían estar a punto de saltársele del rostro. La niña se detuvo delante de él. Jaime se sintió nervioso, bajó la mirada y optó por limpiarse las uñas de las manos para disimular su bochorno. -¿De dónde vienes? Porque no eres de aquí, ¿verdad? -preguntó la Flaca señalándolo con un dedo-. Se me hace que eres de algún pueblo, ¿no? Tienes aspecto así de inocentote, y ves todo con ojos grandes como que no conocieras nada de nada. Ajá, y vas bien vestido y con zapatos nuevos\... mmm \--añadió-¿Tienes dinero? ¿Cuánto llevas? Porque me puedes comprar un chocolate. ¿Quieres uno? Son ricos. La niña extendió su caja de dulces a Jaime, que la miraba inquieto, sin saber por dónde comenzar a contestar las preguntas. -No puedo comprarte chocolates porque no tengo\... bueno, tengo, pero casi nada. Unas pocas monedas y las voy a necesitar para algo más importante. -¡Fui, qué mal, loco! No te hagas el que tienes cosas importantes que hacer o que comprar. Te vi venir corriendo y con cara de perro apaleado. Solo te faltaba el pedazo de soga al cuello. Algo me dice que te escapaste de algún lado y ahora estás perdido. Jaime se admiró de la percepción con que la Flaca se dio cuenta de su situación. -No estoy perdido ni me he escapado de ningún lugar, pero no quiero regresar al sitio de donde vine. Ahora mismo no, sino cuando me dé la gana -mintió contestando de mala manera. -¿Ah, sí? Y, ¿de dónde vienes? -preguntó ella en tono conciliador. -De por ahí. Jaime señaló hacia un lugar indeterminado y frunció el entrecejo. La verdad era que, aunque hubiera querido volver en ese momento al aeropuerto, no habría podido hacerlo, cosa que empezó a inquietarlo. Decidido a fingir una tranquilidad que no sentía, preguntó: -Y tú, ¿a dónde vas? -Pues a trabajar, vendiendo en la calle, a pocas cuadras de aquí. Repentinamente, Jaime sintió el peso de la ver- dad con la que minutos antes ella lo encarara: que él era un fugitivo. Un fugitivo que no conocía a nadie en la gran ciudad ni tenía lugar alguno a donde ir. -Yo puedo ayudarte a vender los chocolates\..., si quieres. Las palabras habían salido de su boca tan rápido que lo sorprendieron a él mismo. La Flaca también se sorprendió. Que alguien quisiera ayudarla le parecía novedoso, pero desconfiaba de la gente. Aun- que el muchacho parecía honesto\... y si no, tal vez podría sacar provecho de la situación. Además, qué le importaba a ella este niño desconocido. -Bueno, loco. Si me prometes que me ayudas todo el día y no te vas a cansar enseguida\... y que no vas a tratar de huir con el dinero\... aunque no podrías llegar muy lejos sin que yo te alcanzara-lo amenazó fanfarrona, haciendo puño con la mano. -Te lo prometo. -Te advierto que no es nada fácil. Hay que «\ de los curitas. Sí, ¿qué te parece? Se me ocurrió que yo algo les importaría o, por lo menos, más que a otras personas. Jaime la miró interrogante. -Y los curas se portaron «padres», me creyeron y empezaron a buscar a tu tía y a ti, y a mí me dieron un cuarto donde quedarme, el mismo en el que tienen la computadora, porque el resto del albergue estaba lleno. Ah, sí, llevaron también al Pan Quemado, al Bota-la-Pepa y al Negro José, pero solo se quedó el Bota-la-Pepa. Los otros me dijeron que a ellos les gustaba ser libres y se fue- ron una noche. La Canguro nunca apareció, pero la están buscando -añadió-. Los curas se comunicaron con la Policía y a ellos sí les hicieron caso y, además, descubrieron la pista de ese señor rico al que habían secuestrado y mantenían prisionero en la misma casa que a ti. Y gracias a eso te encontraron, loco, porque estoy segura de que, si se hubiese tratado solo de ti, no habrían buscado con el mismo empeño. Y todo fue un relajo completo porque hubo disparos, muertos y heridos-continuó entusiasta. Así se enteró Jaime de que la Policía había requisado la casa donde lo mantenían prisionero (que pertenecía a uno de los de la banda), que a causa del tiroteo el Calzón Tierno había muerto y que los otros criminales se hallaban en la cárcel, entre ellos, el Profesor. En cuanto a la tía Meche, luego de huir a Panamá, la habían atrapado allá y se encontraba detenida en una cárcel de ese país. Jaime preguntó por su padre y su tía. La Flaca le contó que la tía había pasado mucho tiempo en el hospital esperando que él se recuperara y que en ese momento se encontraba en el campo arreglando unos asuntos, pero que volvería el fin de semana. Le dijo que su papá estaba enterado de todo y se hallaba desesperado por verlo, pero que no podía volver de España porque las circunstancias no se lo permitían pues estaba de ilegal (o sea, no tenía sus documentos en orden) pero que había seguido paso a paso su recuperación y que confiaba en que algún día podría regresar o enviar por Jaime. Jaime cerró los ojos, cansado. De a poquito volvían los recuerdos, aunque confusos y lejanos. ¿Qué me pasó a mí? Solo me acuerdo del Calgón Tierno inyectándome con una jeringuilla en el brazo y nada más. -Ay, mijo, imagínate, dicen que te drogaron, que saltaste por una ventana del segundo piso, que por suerte caíste sobre unas matas y que por eso no te estrellaste en el piso y te mataste de una. Ah, sí, también te dispararon por equivocación. Te dieron aquí. -Y la niña señaló su hombro izquierdo-. Pero, aunque te rompiste un brazo y las piernas, vas a quedar como nuevo y podrás volver a tu casa pronto y tu tía dijo que te va a cuidar con gran cariño porque le dio muchísima pena todo lo que te pasó. -Y\... tú, ¿qué vas a hacer? ¿Quieres venir con- migo a mi casa? Ahora que te has quedado sin trabajo, digo -preguntó Jaime con timidez, porque se acordaba de cuál había sido su reacción anterior a esa misma pregunta. La Flaca se rio con buen humor. Le gustaba la insistencia del niño. -No, loco. ¿No ves que soy mujer de ciudad? -dijo con aires de pretensión-. Pero puedo ir a visitarte algún día y tú también a mí. Ya tengo tu dirección y tu tía sabe dónde está el albergue. He decidido quedarme en la «cárcel» de los curas\... por ahora. Lo fastidioso es que van a obligar a ir a la escuela, pero he pensado que, si voy a ser modelo. tengo que aprender a leer y escribir bien, aunque cuando me tomen fotos tenga que poner cara de vaca enferma, como tú me dijiste. Jaime sonrió. La Flaca pretendió ponerse sería. Lo miró con sus grandes ojos verdes, con esa expresión que tenía antes de hacer una travesura. Jaime espero atento, presintiendo que algo inusitado iba a suceder. La niña se puso de pie y se acercó a Jaime, luego inclinó su cabeza y le dio un beso en los labios. Jaime abrió mucho los ojos, asombrado. Ella asintió con su cabeza. Ahora sí se había despedido de él con uno de «esos besos\>\> de las telenovelas\... hasta verlo la próxima vez. La Flaca abrió la cortina y salió caminando, pisan- do fuerte. Esa tarde Jaime yacía sin poder comprender lo sucedido. Sentía algo hermoso y desconocido para él, que no era exactamente la felicidad de volver a su casa. Aunque no quería admitirlo, en el fondo de su corazón sospechaba que esa nueva sensación podía estar relacionada con la Flaca. Escuchó toser al paciente del otro lado de la cortina y el llanto de un niño recién nacido en algún lugar del hospital. Seguro que no es un bebé abandonado», pensó Jaime, por lo menos no lo era en ese que tendría a su mamá a su lado. ¡Los bebés eran fan pequeños! Como la criatura que la Canguro le había encargado aquella tarde de lluvia. Lo más probable era que él también algún día sería papá\... Este pensamiento lo sorprendió, pues nunca antes se le había ocurrido. Pero era verdad. Entonces tendría un hijo varón, un niño, porque las niñas eran un poco complicadas y difíciles de entender. Y a su hijo le enseñaría a encontrar la Cruz del Sur en el cielo, a subirse a los árboles, a hacer catapultas, a silbar y todo lo importante que un niño debe saber. Y jamás lo abandonaría. Afuera, la noche salió a jugar en la ciudad. Pasa- ron las horas y, entre el alba y el amanecer, la bola de ruido dejó de rebotar hasta quedarse completa- mente quieta y silenciosa, suspendida sobre la red de calles y edificios, en espera de lanzarse al nuevo día.

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