El Valle de los Lobos (Crónicas de la Torre, vol.1) - PDF
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2000
Laura Gallego García
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El Valle de los Lobos, primer volumen de las Crónicas de la Torre, narra la historia de Dana, una niña diferente que crece en una granja. Su amistad con el enigmático Kai y la intriga surrounding a él hacen de esta una aventura captivadora y llena de secretos.
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EL VALLE DE LOS LOBOS (Crónicas de la Torre, vol.1) Laura Gallego García, 2000 1 Kai EL VIENTO AZOTABA sin piedad las ramas de los árboles, y su terrible rugido envolvía implacabl...
EL VALLE DE LOS LOBOS (Crónicas de la Torre, vol.1) Laura Gallego García, 2000 1 Kai EL VIENTO AZOTABA sin piedad las ramas de los árboles, y su terrible rugido envolvía implacablemente la granja, que soportaba las sacudidas con heroísmo, dejando escapar sólo algún crujido ocasional en las embestidas más fuertes. El cielo estaba totalmente despejado, pero no había luna, y ello hacía que la noche fuera especialmente oscura. Los habitantes de la casa dormían tranquilos. Había habido otras noches como aquélla en su inhóspita tierra, y sabían que el techo no se desplomaría sobre sus cabezas. Sin embargo, los animales sí estaban inquietos. Su instinto les decía que aquélla no era una noche como las demás. Tenían razón. Justo cuando las paredes de la casa volvían a gemir quejándose de la fuerza del viento, un repentino grito rasgó los sonidos de la noche. Y pronto la granja entera estaba despierta, y momentos más tarde un zagal salía disparado hacia el pueblo, con una misión muy concreta: su nuevo hermano estaba a punto de nacer, y había que avisar a la comadrona lo antes posible. En la casa reinaba el desconcierto. La madre no tenía que dar a luz hasta dos meses después, y, además, sus dolores estaban siendo más intensos de lo habitual. Ella era la primera asustada: había traído al mundo cinco hijos antes de aquél, pero nunca había tenido que sufrir tanto. Algo no marchaba bien, y pronto en la granja se temió por la vida de la mujer y su bebé. Cuando más tarde la comadrona llegó resoplando todos se apresuraron a cederle paso y a dejarla a solas con la parturienta, tal y como ella exigió. La puerta se cerró tras las dos mujeres. Fuera, el tiempo parecía hacerse eterno, y la tensión podría haberse cortado con un cuchillo, hasta que finalmente un llanto sacudió las entrañas de la noche, desafiando al rugido del viento. --¡Mi hijo! -gritó el padre, y se precipitó dentro de la habitación. La escena que lo recibió lo detuvo en seco a pocos pasos de la cama. La madre seguía viva; agotada y sudorosa, pero viva. A un lado, la comadrona alzaba a la llorosa criatura entre sus brazos y la miraba fijamente, con una extraña expresión en el rostro. Era una niña de profundos ojos azules y cuerpecillo diminuto y arrugado. Un único mechón de cabello negro adornaba una cabeza que parecía demasiado grande para ella. --¿Qué pasa? -preguntó la madre, intuyendo que algo no marchaba bien-. ¿No está sana? Ninguna de las tres prestaba atención al hombre que acababa de entrar. La vieja se estremeció, pero se apresuró a tranquilizarla: --La niña está bien. Jamás contó a nadie lo que había visto en aquella mirada azul que se asomaba por primera vez al mundo. La llamaron Dana, y creció junto a sus hermanos y hermanas como una más. Aprendía las cosas con rapidez y realizaba sus tareas con diligencia y sin protestar. Como la supervivencia de la familia invierno tras invierno dependía del trabajo conjunto de todos sus miembros, la niña pronto supo cuál era su lugar y entendió la importancia de lo que hacía. Nunca la trataron de forma especial y, sin embargo, todos podían ver que ella era diferente. Lo notaron en su carácter retraído y en su mirada grave y pensativa. Además, prefería estar sola a jugar con los otros niños, era sigilosa como un gato y apenas hablaba. Hasta que conoció a Kai. Dana tenía entonces seis años. Aquél era un día especialmente caluroso, y ella se había levantado temprano para acabar su trabajo cuanto antes y poder pasar sentada a la sombra las horas de más sol. Estaba recogiendo frambuesas para hacer mermelada cuando sintió que había alguien tras ella, y se giró. --Hola -dijo el niño. Se había sentado sobre la valla, y la miraba sonriendo. Dana no lo había oído llegar. Tendría aproximadamente su edad, pero la niña no recordaba haberle visto por los alrededores, así que lo estudió con atención. Estaba muy delgado, y el pelo rubio le caía sobre los hombros en mechones desordenados. Con todo, sus ojos verdes brillaban amistosos, y en su sonrisa había algo que inspiraba confianza. Sin embargo, Dana no respondió al saludo, sino que dio media vuelta y siguió con su trabajo. --Me llamo Kai -dijo el niño a sus espaldas. Dana se volvió de nuevo para mirarle. Él sonrió otra vez. Ella dudó. --Yo soy Dana -dijo finalmente, y sonrió también. Aquél fue el comienzo de una gran amistad. Al principio se veían muy de cuando en cuando. Era él quien visitaba la granja, y Dana nunca le preguntó dónde vivía, o quiénes eran sus padres. Kai estaba allí, y eso era suficiente. Con el tiempo empezaron a verse todos los días. Kai aparecía temprano por la mañana para ayudarla con su trabajo: así acababa antes, y tenía más tiempo libre hasta la hora de comer. Entonces corrían los dos al bosque, entre risas, y se perdían en él. Kai le enseñaba mil cosas que ella no sabía, y juntos silbaban a los pájaros, espiaban a los ciervos, trepaban a los árboles más altos y exploraban los rincones más ocultos, bellos y salvajes de la floresta. Un día estaban charlando en el establo mientras daban de comer a los caballos, cuando los sorprendieron la madre y la hermana mayor de Dana, que volvían del campo, donde estaban todos los adultos ayudando en la siembra. --¿Con quién hablas, Dana? -le preguntó la madre, sorprendida. --Con Kai -respondió ella, y se volvió hacia su amigo; pero descubrió con sorpresa que él ya no estaba allí. --¿Quién es Kai? -quiso saber la madre, intrigada. Entonces Dana cayó en la cuenta de que, en todo aquel tiempo, nunca le había hablado a su familia de Kai, ni ellos le habían visto, porque siempre se presentaba cuando ella estaba sola. La niña se giró en todas direcciones y llamó a su escurridizo amigo, pero no hubo respuesta. --¡Estaba aquí hace un momento! -exclamó al ver la expresión de su madre. Ella movió la cabeza con un suspiro, y su hermana se rió. Dana quiso añadir algo más, pero no pudo; se quedó mirando cómo ambas mujeres salían del establo para entrar en la casa. Aquélla fue la primera vez que Dana se enfadó con Kai. Primero lo buscó durante toda la mañana, pensando reprocharle el haberse marchado tan de improviso, pero no lo encontró. Esperó en vano toda la tarde a que él se presentase de nuevo, y después decidió que, si volvía a aparecer, no le dirigiría la palabra. Sin embargo, al amanecer del día siguiente, Kai estaba allí, puntual como siempre, sentado sobre la valla y con una alegre sonrisa en los labios. Dana salió de la casa después del desayuno, también como siempre. Pero pasó frente a Kai sin mirarle, y se dirigió al gallinero ignorándole por completo, como si no existiese. El niño fue tras ella. --¿Qué te pasa? -preguntó-. ¿Estás enfadada? Dana no respondió. Con la cesta bajo el brazo, comenzó a recoger los huevos sin hacerle caso. Al principio Kai la siguió sin saber muy bien qué hacer. Después, resueltamente, se puso a coger huevos él también, y a depositarlos en la cesta, como venía haciendo todas las mañanas. Dana le dejó hacer, pero se preguntó entonces, por primera vez, si Kai no tenía una granja en la que ayudar, ni unos padres que le dijesen el trabajo que debía realizar. Pero, como seguía enfadada, no formuló la pregunta en voz alta. --Lo siento, Dana -susurró Kai entonces, y su voz sonó muy cerca del oído de la niña. --Desapareciste sin más -lo acusó ella-. Me hiciste quedar mal delante de mi madre y mi hermana. ¡Pensaron que les estaba mintiendo! --Lo siento -repitió él, y el tono de su voz era sincero; pero Dana necesitaba saber más. --¿Por qué lo hiciste? --Era mejor. --¿Por qué? Kai parecía incómodo y algo reacio a continuar la conversación. --Ellos no saben que eres mi amigo -prosiguió Dana-. ¿Es que no quieres conocer a mi familia? --No es eso -Kai no sabía cómo explicárselo-. Es mejor que no les hables de mí. Que no sepan que estoy aquí. --¿Por qué? Kai no respondió enseguida, y la imaginación de Dana se disparó. ¿Qué sabía de él, en realidad? ¡Nada! ¿Y si se había escapado? ¿Y si era un ladrón, o algo peor? Rechazó aquellos pensamientos rápidamente. Sabía que Kai era buena persona. Sabía que podía confiar en él. ¿Realmente, lo sabía? Miró fijamente a Kai, pero el niño parecía muy apurado. --Confía en mí -le dijo-. Es mucho mejor que no sepan nada de mí. Mejor para los dos. --¿Por qué? -repitió ella. --Algún día te lo contaré -le prometió Kai-. Pero aún es pronto. Por favor, confía en mí. Dana lo quería demasiado como para negarle aquello, de modo que no hizo más preguntas. Pero en su corazón se había encendido la llama de la duda. Las estaciones pasaron rápidamente; Dana creció casi sin darse cuenta, y Kai con ella. A los ocho años ya no era un niño enclenque, sino un muchacho saludable y bien formado, mientras que Dana se hizo más alta y espigada, y sus trenzas negras como el ala de un cuervo le llegaban a la cintura. Seguían siendo amigos, y pasando la mayor parte del tiempo juntos. Y Dana no podía dejar de sorprenderse cada vez que pensaba que ella era la única en la granja que conocía la existencia de Kai. A veces había tratado de preguntarle quién era, de dónde venía, por qué tanto secreto; pero él respondía con evasivas o cambiaba de tema. Hasta que un día los acontecimientos se precipitaron. Amaneció nublado. Después de realizar sus tareas cotidianas, Dana y Kai corrieron a su refugio en el bosque. Aquel día se entretuvieron más de la cuenta, siguiendo a un venado y espiando a la nueva carnada de oseznos que ya trotaba tras su madre por la maleza. Al no tener la referencia del sol, a Dana se le pasó el tiempo rápidamente. Además, se había inflado a comer moras silvestres, así que esta vez ni siquiera su estómago le dio la voz de alarma. Cuando quiso darse cuenta estaba ya anocheciendo. Se despidió de Kai precipitadamente y echó a correr. El niño la vio marchar, muy serio, pero no la siguió. Dana atravesó el bosque enredándose con los arbustos, tropezando con las raíces y apartando las ramas a manotazos, sin importarle los arañazos, raspones y magulladuras que marcaban su piel. Cuando salió a campo abierto la última uña de sol se ocultaba por el horizonte. Cruzó la pradera como un rayo y saltó la empalizada de la granja mientras las primeras estrellas empezaban a tachonar el cielo, semiocultas por los últimos jirones del manto de nubes que había velado el sol todo el día. Llegó a la puerta de su casa sin aliento. Apenas acababa de ponerse el sol, pero ella llevaba fuera desde bien entrada la mañana, y no había aparecido por la granja para comer, ni había participado en la recolección de tomates por la tarde. Cuando entró en la casa, jadeante pero encogida por el temor ante una reprimenda, se quedó en la puerta sin atreverse a pasar. Vio que su familia había empezado a cenar sin ella. Dio un par de pasos al frente, tímidamente. La madre alzó la cabeza para mirarla, y Dana vio que había estado llorando. La conmovió aquel signo de cariño, pero también contribuyó a acrecentar su sentimiento de culpa. --Buenas noches -susurró la niña, un poco más animada al ver que su entrada había provocado una sensación de alivio en los rostros de todos. --Estábamos preocupados -dijo uno de sus hermanos mayores-. ¿Dónde estabas? íbamos a salir a buscarte después de cenar. Dana iba a contestar, pero se contuvo al ver que su madre avanzaba hacia ella. Ya no parecía preocupada, sino terriblemente enfadada. La niña intuyó lo que iba a pasar, pero no tuvo tiempo de apartarse. El bofetón sonó por toda la casa. Dana se llevó una mano a la mejilla dolorida y parpadeó varias veces para contener las lágrimas. Era demasiado responsable para no comprender que lo tenía merecido. Había visto con sus propios ojos lo que los lobos hacían con las reses extraviadas. Entendía que, debido a su ausencia, su familia había temido que ella hubiese corrido la misma suerte. --¿Dónde estabas? -chilló su madre-. ¿Te parece bonito desaparecer así, por las buenas? --Se me ha pasado el tiempo -musitó ella-. No me he dado cuenta de la hora que era. Lo siento... Un segundo bofetón la hizo enmudecer. Dana miró a su madre, atónita y dolida. Admitía que había hecho mal, lo lamentaba. ¿No bastaba con una sola bofetada? ¿Era necesaria la segunda? --¿Dónde has estado? -repitió la madre. --En el bosque. Ahora, Dana temblaba violentamente, y sus palabras eran apenas audibles. --¿Todo el día en el bosque? -la madre cruzó los brazos, incrédula-. ¿Y se puede saber qué hacías allí? Dana titubeó un brevísimo instante. --Explorar -susurró-. Seguir a un venado, comer moras silvestres... incluso hemos... -se calló súbitamente y rectificó-: incluso he visto a la nueva carnada de oseznos. Pero la madre no pasó por alto el desliz. --¿«Hemos»? -repitió-. ¿Quién estaba contigo? Dana tardó en responder. La mano de su madre se alzó de nuevo, y ella se apresuró a decir: --Sara, la niña de la granja del norte. --¡Embustera! -soltó desde la mesa una de sus hermanas-. ¡Sara ha estado con nosotras recogiendo tomates! Le hemos preguntado por ti, y nos ha dicho que no te había visto en todo el día. La mano de la madre se disparó de nuevo, y la tercera bofetada estalló contra el rostro de Dana. La niña gimió y se acurrucó contra la pared. --¡Responde! ¿Quién estaba contigo? --No mientas, Dana -dijo la voz de su padre, que lo observaba todo un poco apartado-. Es tu madre. Se preocupa por ti. Ha sufrido mucho pensando que te había pasado algo malo. Pero Dana apenas lo oyó. Sólo tenía en los oídos los gritos de su madre. --¿Contestarás de una vez? La niña seguía temblando. La mujer la agarró por la ropa y la zarandeó. --¡Responde! ¿Quién estaba contigo? Dana no pudo más. --¡Kai! -chilló-. ¡He estado con Kai todo el día! ¡Todos los días! Se sintió de pronto tan aliviada que no le preocupó la extrañeza de sus padres, hermanos y hermanas. Pero su madre la sacudió de nuevo. --¿Y quién es ese Kai? -quiso saber. --Ya... ya te lo dije una vez. Es mi amigo. Mi... mi mejor amigo. Un niño de mi edad. La madre la soltó, frustrada. --¿Por qué me mientes? -preguntó, y esta vez el tono de su voz no era amenazador, sino dolido. --¡No te miento! -exclamó Dana, sorprendida-. ¡Es la verdad! Kai lleva mucho tiempo viniendo a verme a la granja -paseó su mirada por la habitación-. ¡Alguien tiene que haberle visto! Es un niño rubio... --Está mintiendo -dijo uno de los hermanos, pero la madre lo fulminó con la mirada. --Tú cállate. No te metas en esto. --Kai no existe -dijo entonces la hermana mayor-. Ella lo ha inventado. ¿Es que no os dais cuenta? Siempre anda por ahí hablando sola. Dice que habla con ese Kai. La madre adoptó una expresión de duda y miró a Dana. Pero ella se sentía ahora víctima de una conspiración familiar. --¡Yo no estoy mintiendo! -gritó, furiosa-. ¡Kai existe, yo lo veo todos los días, y no hablo sola! La rabia había ahogado cualquier tipo de remordimiento. --Kai no existe, Dana -repitió su hermana mayor-. Es sólo algo que tú te has inventado. --¡¡¡No es verdad!!! -aulló Dana; y, sin poder seguir allí un instante más, dio media vuelta y salió de la casa a todo correr. La puerta se cerró con estrépito tras ella. Dentro del comedor nadie se movió, hasta que oyeron abrirse la puerta del granero. La madre respiró, aliviada. Ahora sabía que Dana no había vuelto a escaparse. Se volvió entonces hacia su hija mayor. --La próxima vez deja que yo me ocupe de estas cosas, ¿de acuerdo? -le recriminó con dureza. La muchacha no respondió, y el silencio volvió a adueñarse del comedor. De pronto, ya nadie tenía ganas de cenar. Dentro del granero todo estaba en calma. Tan sólo se oían unos sollozos apagados que provenían del piso superior. Dana se había refugiado en su rincón favorito, en la parte alta, junto a un pequeño ventanuco que le mostraba un bello pedazo de cielo nocturno. La niña solía esconderse allí a menudo; incluso había dejado una manta para cuando se quedaba mucho rato. Por el momento le iba a ser muy útil, porque tenía previsto pasar la noche allí. No tenía ganas de volver a entrar en la casa, ni de seguir viviendo entre aquellas personas que siempre habían sido su familia, pero que ahora le resultaban perfectos extraños. En sus oídos resonaban las bofetadas, los gritos de su madre, las acusaciones de sus hermanos. ¡Embustera! ¡Estás mintiendo! ¡Kai no existe, y tú hablas sola! Ella no recordaba haber hablado sola, y por tanto aquella afirmación le parecía absurda; pero estaba demasiado aturdida como para analizar con frialdad aquella nueva información. Tampoco oyó cómo Kai entraba en el granero, cerrando suavemente la puerta tras de sí. El chico, en cambio, sí oyó sus sollozos, y comenzó a subir la escalera hasta que su cabeza asomó por la trampilla. Descubrió un bulto que temblaba en un rincón, y se acercó. --Dana -llamó con ternura. Los sollozos cesaron. --Dana, soy yo. --¡Déjame en paz! -la voz de la niña sonó extraña, ahogada por la manta que la cubría. --Dana, tengo que hablar contigo. --Vete. No existes. Kai se estremeció y cerró los ojos con una expresión de dolor en el rostro, como si le hubiesen clavado un puñal en el corazón. Pero Dana, oculta bajo su manta, no lo vio. --De eso justamente quería hablarte. Hubo un breve silencio, y entonces la cabeza despeinada de Dana asomó por debajo de la manta. Estaba pálida, tenía los ojos enrojecidos y la nariz hinchada de tanto llorar. --De eso quería hablarte -repitió Kai, sentándose a su lado-. Nadie puede verme. Sólo tú. Su amiga lo miró, incrédula. --¿Me estás tomando el pelo? --Sabes que no. Dana no respondió enseguida. No tenía sentido... pero, si Kai no decía la verdad, ¿cómo explicar que su familia no lo hubiese visto aún? ¿Cómo explicar que dijesen que hablaba sola, cuando ella nunca...? --¿Y por qué? -quiso saber-. ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí? --Soy tu amigo. ¿O no lo soy? Dana sacudió la cabeza. ¿Cómo podía ser Kai tan ingenuo? ¿De veras creía que eso bastaba? Él pareció adivinar sus pensamientos: --Sólo tú puedes verme -insistió-. Pero yo seré tu amigo y estaré contigo siempre. Y esto es lo que hay. --¿Esto es lo que hay? -repitió Dana, estupefacta-. ¿Y es suficiente? --¿Qué más puedo decir? -también él parecía molesto-. Tendrás otros amigos visibles para todo el mundo. Pero cuando pasen muchos años reconocerás que no tuviste un amigo mejor que yo. --¡Qué engreído! -soltó Dana, pasmada. Kai calló durante un momento. Después dijo, suavemente: --¿Prefieres que me vaya? Dana lo miró a los ojos. --Porque, si es lo que quieres, me iré -añadió el chico-. Desapareceré de tu vida y no volverás a tener problemas por mi culpa. Dana no dijo nada. Sólo siguió mirándole, y se preguntó entonces qué haría sin él, sin su sonrisa, sin la mirada franca de aquellos chispeantes ojos verdes, sin la suavidad de su voz. Y tuvo que admitir que, tras la discusión con su familia, era Kai el único que le parecía cercano y real. Él era lo único que le quedaba. Sintió el impulso de abrazarle, pero se contuvo. Sabía por experiencia que a él no le gustaba que lo tocasen. Se preguntó entonces por qué, y una súbita sospecha atenazó su mente. Alzó la mano lentamente para acariciar la mejilla de su amigo. Él pareció dudar un momento, pero no se apartó. Y la mano de Dana atravesó limpiamente el cuerpo de Kai, como si él no estuviese allí. La niña sintió un terror irracional. Movió el brazo en un desesperado intento por tocar algo, pero la figura de Kai, aunque era perfectamente visible, parecía tan incorpórea como la niebla. Dana gimió, y sus deseos de abrazar a Kai, de retenerlo a su lado, crecieron hasta hacerse insoportables. El niño entendió lo que le pasaba por dentro, y le dirigió una mirada apenada. --Existo en un plano diferente al tuyo -le dijo-. Lo siento, no puedo hacer nada. Podemos estar eternamente juntos, y eternamente separados. Dana gimió de nuevo. Ella era una simple campesina que no podía comprender aquellas sutilezas. Y sólo tenía ocho años. Se acurrucó bajo su manta y le dio la espalda a Kai, mientras su mirada se perdía entre las estrellas que se veían a través del ventanuco. De pronto sintió algo tras ella, y no necesitó volverse para saber que Kai estaba echado a su lado. Incluso sintió el brazo de él rodeándole la cintura. No lo notaba como algo corpóreo, sino como una cosa parecida al roce de la brisa, a la calidez de un rayo de sol, a la frescura de un día de lluvia. Sin embargo, la reconfortó infinitamente. Suspiró, y se acurrucó junto a Kai. No podía tocarlo, pero podía sentirlo, y toda su alma respondía ante aquella presencia. --No me dejes sola, Kai -suplicó en un susurro-. No me dejes nunca. --Nunca -prometió el muchacho, y su voz sonó muy cerca del oído de Dana, en lo más hondo de su mente y en lo más profundo de su corazón. 2 El hombre de la túnica gris LAS ESTACIONES PASARON rápidamente, y la amistad entre Dana y Kai se fortaleció. El chico era alegre y optimista, y su compañía le hacía a Dana la vida menos monótona. Eran innumerables las travesuras que habían llevado a cabo juntos desde que se encontraron por primera vez. Por primera vez... Una tarde que volvían juntos del bosque, hablando y riendo como siempre, Dana evocó aquel primer encuentro, cuatro años atrás. Recordó la imagen del niño rubio y delgaducho sentado sobre la valla del corral, su mirada sincera y su sonrisa amistosa. Ahora, Kai era un guapo chico de diez años, pero seguía sonriendo igual. Le vino a la memoria también aquella noche en que descubrió que Kai no era un niño normal. El rostro se le ensombreció momentáneamente, y Dana sacudió la cabeza. Había decidido confiar en él. No le preocupaba lo que dijera la gente; Kai estaría siempre a su lado, Kai la quería de veras y nunca le haría daño. De todas formas, y como no le gustaban los conflictos, había adoptado la medida de no hablar con nadie de Kai, fingir que había sido un capricho, y que ella sabía que no existía. Se reía con sus hermanos cuando éstos le recordaban sus conversaciones con aquel amigo suyo a quien nadie veía, pero, cuando estaba sola, volvía a reunirse con Kai y le contaba todo lo que pasaba. «Ellos no lo entienden», le decía, y con este pensamiento acallaba aquella vocecita interior suya que, machaconamente, le repetía: «¿Y no será que tú estás un poco chiflada?». Desde luego era lo que pensaba todo el mundo, y Dana era plenamente consciente de ello. Pero le bastaba con mirar a Kai a los ojos para que se disipasen todas sus dudas. No concebía ya la vida sin su mejor amigo, y, cuando hacía balance, se daba cuenta de que valía la pena soportar las miradas burlonas de la gente con tal de conservarlo a su lado. Él sabía muy bien el sacrificio que suponía para la niña mantener aquella amistad, y en su interior aplaudía la fortaleza de su amiga. A pesar de sus esfuerzos, Dana no podía evitar que de vez en cuando alguien la descubriera «hablando sola». Eso y su extraño comportamiento habían contribuido a darle una dura reputación en los alrededores. A Dana no le preocupaba mucho, y menos en aquel momento, mientras volvía a casa junto a Kai, bañados ambos por la soberbia luz del atardecer otoñal. La niña cerró los ojos y dejó que la brisa le revolviera la melena negra. Kai la miró con ternura. Dana pronto dejaría de ser una niña; el chico sabía muy bien que, pese a su aspecto despreocupado, su amiga estaba pasando por un momento difícil. Por un lado ansiaba tener un grupo de amigos «normales»; pero, por otro, no quería perder a aquel que ocupaba un lugar tan importante en su corazón. Kai sabía que Dana buscaba preguntas a las respuestas que comenzaba a plantearle la vida; y sabía también que él iba a ser un apoyo fundamental para su amiga mientras ella encontraba su camino. Dana le necesitaba más que nunca. Entonces el viento les trajo unas voces desde la lejanía. Dana se detuvo y forzó la vista para distinguir al grupo de personas que corría por la pradera. Eran niñas más o menos de su edad. Jugaban a pasarse entre ellas una pelota de trapo, y las capitaneaba Sara, la niña de la granja del norte. Dana y Kai se aproximaron un poco más. En el rostro de ella había aparecido una expresión anhelante, y Kai sabía muy bien lo que eso significaba. Sin embargo, Dana no se atrevió a acercarse mucho. Se detuvo a pocos pasos del grupo, detrás de una valla que delimitaba las propiedades de su familia y los vecinos, y se quedó mirando cómo jugaban, deseando poder unirse a ellas. El equipo de Sara tenía la pelota, y el otro grupo trataba de arrebatársela. Las niñas gritaban, saltaban y reían con los cabellos revueltos y las mejillas arreboladas. Una de ellas reparó en la presencia de Dana junto a la valla, y se quedó mirándola. Las otras se dieron cuenta de lo que pasaba, y el juego se detuvo. --¿Qué estás mirando? -le preguntó la niña a Dana, de mala manera. Una expresión dura cruzó el rostro de ella y, sin responder, dio media vuelta para marcharse. --¡Espera! -la detuvo Sara, y Dana se giró, esperanzada-. ¿Quieres jugar? Las otras protestaron, pero Dana no les hizo caso. Se quedó mirando a Sara, preguntándose si le estaría tomando el pelo. Pero la niña parecía muy seria. --Me gustaría mucho -respondió Dana, lentamente y con precaución. Entonces Sara fingió dudar. --El caso es que... -dijo-, no sé si sería buena idea. A lo peor le pasas la pelota a alguien que no existe -concluyó con una carcajada, y las otras se sumaron a las burlas. Dana, humillada, iba a replicar; pero se calló, porque aún deseaba formar parte de aquel grupo. --Es más fácil pasaros la pelota a alguna de vosotras -contestó, sonriente-. Si no, no tendría gracia el juego, ¿no te parece? Sara pareció apreciar la elegante salida de la otra; pero el resto de las del grupo no fueron tan compasivas, y redoblaron sus risas. --Vete a hablar con el diablo, ¡bruja! -la insultó una. --¡Eso! ¡Márchate, bruja! -corearon las demás. Dana lo intentó otra vez. --No soy una bruja -dijo-. Soy como vosotras. Sólo me gusta pensar en voz alta, eso es todo. --¡Entonces, piensas demasiado! -se burlaron ellas. La niña que tenía la pelota de trapo se la lanzó a la cara con todas sus fuerzas. Dana recibió el impacto y recogió el juguete, aturdida. No le había hecho daño, pero el gesto de la niña había sido una clara muestra de desprecio. Trató de ignorar aquel hecho y pensó que, ya que tenía la pelota, podría integrarse en el juego, así que se la lanzó a Sara. Pero ésta apartó las manos y no la recogió. El trapo cayó sobre la hierba. Dana se sintió herida y muy humillada, y se preguntó qué había hecho ella para que la tratasen así. Quiso dar media vuelta y marcharse, pero, antes de que pudiera hacerlo, una de las chicas cogió una piedra del suelo y se la arrojó. Le dio a Dana en el brazo; era un guijarro pequeño y no la hirió, pero fue la señal que necesitaban las otras para lanzar una lluvia de piedras sobre su extraña vecina. Dana se cubrió la cara con las manos y les dio la espalda. Deseaba echar a correr, pero no lo hizo: su orgullo se lo impedía. Se alejó lentamente, sintiendo los guijarros que golpeaban su cuerpo como agujas. No estaba triste, ni tenía ganas de llorar. Sólo sentía rabia. --Nunca más -le aseguró a Kai, que caminaba a su lado-. Nunca más. Él la miró. No sonreía. Dana se metió en el granero y se sentó sobre su vieja manta. --Dicen que soy una bruja -le dijo a Kai-. Ojalá lo fuera. Entonces podría vengarme de ellas; les haría cosas terribles y que se tragaran sus insultos. Su amigo se estremeció. Se plantó frente a ella, la cogió por los hombros y la miró a los ojos. --Nunca digas eso -le advirtió-. Ni lo pienses siquiera. --¿Por qué? Kai se encogió de hombros. --Es peligroso. Además, no es culpa suya. Dana se irguió rápidamente. --¿Ah, no? ¿Y de quién es, entonces? ¿Mía, acaso? Kai sacudió la cabeza. --No lo sé. Tal vez mía. Tal vez de nadie. Dana no respondió. En momentos como aquél, interiormente hacía a Kai responsable de su soledad. --Compréndelas -añadió el niño-. Llevan jugando juntas desde que eran muy pequeñas, y tú nunca ibas con ellas. Apenas te conocen. Eres una extraña. Dana consideró sus palabras mientras Kai gateaba sobre los tablones en busca de un lugar más cómodo para sentarse. La niña lo miraba por el rabillo del ojo. «Si eres una invención mía», se dijo, «¿cómo puedes moverte y actuar de una forma tan natural?». En el tiempo que llevaban juntos, Dana había aprendido a conocer al dedillo todos los gestos y expresiones de Kai, que no eran los suyos, ni los de ninguna persona que ella conociera. Kai era mucho más que una idea o una imagen incorpórea. Kai era un ser definido no sólo por su aspecto, sino por múltiples detalles que lo completaban como persona: el tono de su voz, el brillo de sus ojos, la forma que tenía de apartarse el pelo rubio de la frente, sus pasos tranquilos y decididos, sus movimientos ágiles y seguros, su manera de hablar, incluso su manera de sentarse. Hasta aquella noche dos años atrás («¡Embustera! ¡Kai no existe!»), Dana no había pensado ni por un instante que su amigo no fuese como ella. Además, en sus conversaciones él solía aportar un punto de vista totalmente diferente al suyo. Externamente, Kai actuaba como un niño normal: inquieto, travieso, juguetón y siempre a punto para probar cosas nuevas e iniciar una aventura más. En cambio Dana era más reposada y serena, y le gustaba pensar y analizar las cosas antes de actuar. Sin embargo, cuando tenía algún problema, ella solía reaccionar como la persona inmadura que todavía era, inexperta en las cosas de la vida y, sobre todo, en las relaciones con los demás. En aquellos momentos críticos en que todo parecía derrumbarse a su alrededor, Kai aportaba una tranquilidad y confianza propias de un adulto; le ayudaba a pensar y a aprender por sí misma las cosas que debería haber descubierto junto a los demás niños y niñas de su edad, pero que, debido a su vida solitaria, ignoraba todavía. Por eso Dana había aprendido a escuchar a Kai y a valorar sus consejos, y aquella vez no tenía por qué ser diferente. --Entonces... ¿tú crees que si me hubiera unido a ellas antes no me rechazarían ahora? Kai se encogió de hombros de nuevo. --Vivimos en una tierra difícil -dijo-. Aquí la gente lucha por sobrevivir día a día. Desde niños se unen en grupos; así se sienten más seguros. Por eso todo aquel que se queda fuera resulta extraño, diferente. --Y ahora desconfían de mí -completó Dana en voz baja. Kai la miró durante un largo rato, deseando poder hacer algo más por ella. --Tarde o temprano encontrarás tu lugar en el mundo -la consoló-. No sufras por ello. Dana alzó la cabeza para mirarle otra vez a los ojos. --¿Tú crees que soy una bruja, Kai? --Yo creo que tú eres Dana -respondió él sin dudar-. Y no me importa lo demás. Dana suspiró y se acurrucó junto a él, deseando con toda su alma poder abrazarlo, y tocar algo más que aire cuando rozaba su imagen. Kai adivinó lo que pensaba. --Todo irá mejor a partir de ahora -le dijo, acariciándole el pelo con ternura-. Te lo prometo. Sin embargo, por una vez el muchacho se equivocaba. El cambio de estación trajo consigo un invierno especialmente duro y frío. Las nevadas y heladas acabaron con gran parte de las cosechas, y con gran número de animales en los bosques. Hambrientos y desesperados, los lobos bajaban de las montañas en jaurías enteras; la necesidad los hacía más audaces, y atacaban las granjas reduciendo cada vez más los recursos de las familias de campesinos. Las cosas no se arreglaron con la llegada de la primavera. El frío dio paso, casi sin tregua, a un calor asfixiante y una sequía como no se recordaba en la comarca. Lo poco que había sobrevivido al invierno se echó a perder. Para una familia de doce miembros, como la de Dana, aquello era una catástrofe. La niña pronto sintió en sus carnes la época de crisis. La comida era escasa, y sus padres y hermanos mayores tenían que trabajar muy duro para alimentarlos a todos. Dana adelgazó alarmantemente, pero no fue la única en la familia. Las cosas se agravaron cuando empezó a faltar el agua, y se extendió rápidamente una epidemia transmitida, según parecía, por los mosquitos, que habían aumentado considerablemente en número en los últimos tiempos. La epidemia se llevó a una hermana mayor y a uno de los hermanos pequeños de Dana, y a su abuelo, que iba a cumplir setenta y cuatro años. La niña se había vuelto más silenciosa con la tragedia. Trabajaba como una mula sin protestar, porque el ejercicio la ayudaba a no pensar. También hablaba bastante menos con Kai, pero seguían pasando todo el día juntos. Aquella especie de lazo que los unía incluso sin palabras parecía hacerse cada vez más fuerte, de modo que ya apenas necesitaban hablar para comprenderse. Una mañana, Dana acudió al pozo a sacar agua. Se trataba de un pozo común a varias granjas pero, ante el azote de la sequía, el agua estaba rigurosamente racionada. A la familia de Dana, por ser ahora de nueve miembros, le tocaban tres cubos. Llevaba sólo dos cubos vacíos sobre una carretilla baja, porque no le cabía un tercero, de modo que tendría que hacer dos viajes. Sin embargo, cuando echó uno de los cubos al fondo del pozo dudó que pudiera llenar los tres. Subió la cuerda lentamente; éste era el trabajo más duro. Cuando alcanzó el cubo con agua y alzó la vista, vio frente a sí a Kai, que la miraba con seriedad. --El agua no durará mucho -dijo Dana entristecida. Kai suspiró. Ella dejó el cubo lleno en la carretilla y lanzó el otro al pozo. Ambos oyeron cómo tocaba fondo, pero ninguno hizo el menor comentario. Kai se colocó detrás de su amiga y la ayudó a tirar de la cuerda. Dana se había preguntado muchas veces cómo era posible que una persona a la que no se podía tocar, que era tan incorpóreo como el aire o como la niebla, pudiese hacer cosas tales como coger huevos o tirar de la cuerda de un pozo. Había observado atentamente a Kai en numerosas ocasiones, cuando él hacía aquellas cosas, y lo único que había podido detectar era que el chico parecía tener que concentrarse mucho para ello. Mientras los dos subían el cubo con agua, Dana sacudió la cabeza. Sabía que era inútil preguntarle: nunca le respondería. Con un último esfuerzo, Dana alzó el cubo hasta depositarlo sobre el borde del pozo. Entonces se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. --Terrible, ¿eh? -comentó Kai, pero de pronto se puso tenso y dio media vuelta con brusquedad. Dana sintió entonces una sombra tras ella, y se estremeció. Como Kai, se giró, intrigada. Se trataba de un jinete que acababa de llegar por el camino. Montaba un hermoso caballo blanco que sudaba y resoplaba por culpa del calor. --Disculpa -dijo el jinete amablemente. Dana lo miró. Era un hombre viejo, de cabellos grises y lisos que le caían sobre los hombros como una cascada plateada. Sus ojos profundos e inquisitivos eran también de color gris, al igual que su túnica, ceñida por un cinturón de cuero del que pendían varios saquillos. No llevaba armas a la vista; no parecía un noble, pese a que montaba a caballo. Sin embargo, había algo en él que lo ponía por encima de los simples aldeanos. «Tal vez sea un sabio», pensó Dana, «aunque no lleva barba». Ella siempre había pensado que los sabios y los santos debían llevar barba. --Siento interrumpir tu trabajo, muchacha -continuó el jinete amablemente-. ¿Podrías indicarme el camino a la ciudad? Dana asintió. --Seguid en esta dirección hasta la próxima encrucijada -respondió-. Después tomad el camino de la izquierda y llegaréis a la ciudad. Está sólo a una jornada de aquí. --¿La encrucijada, dices? -repitió el jinete, y se alzó un poco para otear el sendero. --Hacia allí -Dana levantó el brazo para señalarle el camino; el cubo que sostenía sobre el borde del pozo se tambaleó peligrosamente, y ella se apresuró a sujetarlo bien. --Cuidado -dijo el jinete, y sonrió; multitud de arrugas se formaron en torno a su boca y sus ojos, haciendo que su rostro moreno pareciese aún de mayor edad-. No se debe malgastar el agua en tiempos de necesidad. Dana enrojeció y colocó el cubo en un lugar más seguro. El jinete la observó un momento y después clavó la vista en un punto por detrás de ella. Súbitamente le cambió la expresión y dejó de sonreír. Sus ojos grises se estrecharon. Dana siguió la dirección de su mirada, preguntándose qué habría visto, porque tras ella no había nada especial. De pronto le pareció comprenderlo, y se quedó helada. Tras ella no había nada... salvo Kai. Dana se volvió rápidamente hacia el viejo, pero éste ya había recobrado la expresión amable. --Dios te guarde, niña -le dijo-. Y gracias. No sufras por el agua: esta noche lloverá. Dana echó un vistazo dubitativo al cielo: ni una sola nube. Sin embargo, no dijo nada. Su mente estaba ocupada con la idea de que Kai podía ser visible para otra persona que no fuese ella, y aquel pensamiento la golpeaba una y otra vez con la fuerza de una maza. El hombre sonrió de nuevo, espoleó a su caballo y se alejó sendero abajo. Dana se quedó parada; el corazón le latía alocadamente y sus ojos seguían al jinete de la túnica gris mientras se alejaba camino abajo. Los cascos de su caballo levantaban una fina nube de polvo que parecía dorado bajo el sol abrasador. Cuando lo perdió de vista, Dana se volvió hacia Kai. --Ese hombre te ha visto -le dijo, y su tono de voz mezclaba miedo, sorpresa, respeto y un poco de reproche-. ¿No se suponía que sólo yo podía verte? --No podía verme -replicó él-. Seguramente no me miraba a mí. Habló rotunda y enérgicamente, pero Dana vio un brillo de duda y temor en los ojos verdes de su amigo. Todavía pálida, recogió sus cubos y emprendió el regreso a casa, arrastrando la carretilla con cuidado. Kai la ayudaba a tirar, aunque, como era cuesta abajo, no se hacía muy pesado. Ninguno de los dos dijo nada más mientras bajaban por el camino que había seguido el jinete de la túnica gris que se dirigía a la ciudad y que parecía haber visto a Kai. Aquella tarde, Dana intentó hablar del tema con su amigo, pero Kai no parecía muy dispuesto a recordar la escena del pozo. Cuando por fin consiguió que él se enfrentase a ello, el niño quitó hierro al asunto y aseguró que seguramente se lo había imaginado. Dana no replicó. Recordaba perfectamente la expresión del hombre, una mezcla de asombro y curiosidad, y recordaba también que Kai se había sobresaltado igual que ella. Le dio muchas vueltas al asunto, porque intuía que era importante. Si el viejo había visto a Kai... significaba que ella no estaba loca, y su amigo existía de verdad. La gente la creería por fin, de una vez por todas, si había alguien más que pudiese corroborar su historia. Esto le dijo a Kai cuando el sol se ponía por el horizonte, pero el niño, con una expresión muy seria, impropia de él, la miró a los ojos y le aconsejó olvidar que lo habían visto. --¿Por qué? -preguntó Dana, intrigada. Kai fijó en ella una mirada pensativa. Dana siempre preguntaba ¿Por qué?, y él muchas veces había deseado darle las respuestas que buscaba, pero sabía que todavía no había llegado el momento. --Había algo extraño en él -dijo por fin. Era una respuesta muy vaga, pero Dana pareció aceptarla, quizá porque ella también había sentido lo mismo. --Además, casi seguro que no volveremos a verlo -añadió él, y, por segunda vez, Dana estuvo de acuerdo, y decidió no pensar más en ello. Sin embargo, tuvo que recordar al jinete de la túnica gris mucho antes de lo que pensaba. Porque aquella noche, tal y como él había predicho, llovió sobre la comarca. 3 La Torre AQUEL CHAPARRÓN MEJORÓ un poco las cosas, pero los daños causados por la sequía eran irreparables. Las cosechas se habían agostado, los incendios habían mermado los bosques y muchos animales de granja habían muerto por el calor o habían tenido que ser sacrificados para que sobrevivieran las familias. La comarca pasó tiempos de necesidad, y Dana, pese a que la amistad incondicional de Kai le ayudaba a sobrellevar las penalidades, no paraba de preguntarse cuándo cambiarían las cosas, sin saber que su vida pronto iba a transformarse radicalmente. Una tarde que volvía del campo notó algo anormal en la granja. Sus hermanos pequeños jugaban en el porche, pero no se veían adultos en las inmediaciones. Además la puerta de la tasa estaba cerrada, lo cual resultaba extraño, pues debido al calor siempre la dejaban abierta. Dana se encogió de hombros, pero Kai parecía inquieto. Los dos se dirigieron al establo en busca de algo de sombra, y una vez allí se formaron una idea más aproximada de lo que estaba pasando. La sequía sólo les había dejado dos vacas y un caballo de tiro, pero aquella tarde había dos inquilinos más en el cobertizo: un caballo blanco y una joven yegua baya. --¿Y esto? -murmuró Dana, muy extrañada, mientras Kai admiraba con un expresivo silbido la planta de los soberbios animales-. ¡No pueden ser nuestros! No tenemos dinero. Se le ocurrió una idea y cruzó una mirada con Kai. --Tenemos visita -murmuró éste, que había pensado lo mismo que ella. Dana echó un vistazo al caballo blanco, preguntándose por qué le resultaba tan familiar. Entonces salió del establo y se dirigió al porche para interrogar a sus hermanos sobre lo que estaba pasando; pero ellos poco pudieron decirle al respecto. Dana no se resignó. Estaba claro que los adultos mantenían en la casa una reunión con los visitantes; una reunión a la que ella no había sido invitada. Pero tenía un presentimiento. Rodeó la casa hasta la ventana que daba al comedor principal, que por suerte sí estaba abierta, y se acurrucó debajo para poder escuchar sin ser vista. Le llegaron con claridad las voces de sus padres y, ocasionalmente, la de alguno de sus hermanos mayores, mezcladas con la de un desconocido que era, sin duda, el dueño de los caballos. --Puedo asegurar que la cuidaré muy bien -decía el hombre-. Le proporcionaré comida, ropa, la seguridad de un hogar... y una enseñanza a la que nunca accedería de quedarse aquí. Dana frunció el ceño. Estaba segura de haber oído antes aquella voz: serena, baja y bien modulada. Pero no terminaba de ubicarla. --Comprendemos que es una gran oportunidad para ella -respondió entonces el padre, con cautela-. Pero son tiempos de necesidad, y una familia de campesinos no puede desprenderse de unos brazos que trabajan bien. --Sería una boca menos que alimentar -replicó el hombre-. Y gustosamente pagaré lo que haga falta. --El dinero no puede sustituir la pérdida de una hija -objetó la madre con aspereza. Dana adivinó entonces que estaban negociando el matrimonio de alguna de sus hermanas mayores. «De modo que era eso», se dijo. Se volvió hacia Kai para decirle que no se trataba de nada grave; pero se calló al ver la expresión preocupada del rostro de su amigo. Sus sospechas renacieron con más fuerza, y siguió escuchando. --Sé que me la llevaría lejos -decía el extraño-, pero le ofrezco algo que no está al alcance de todos. Hubo un tenso silencio. Entonces, el desconocido añadió: --No se deben dejar pasar ofertas así en tiempos de necesidad. Y entonces Dana se quedó clavada en el sitio, porque recordó, con total claridad, dónde había oído ella una frase parecida pronunciada por aquella misma voz: al lado de un pozo, hacía algunas semanas, cuando un viejo de túnica gris que montaba un caballo blanco se había detenido en el camino para preguntarle por dónde se iba a la ciudad. Miró a Kai, pero él parecía ausente. --Si viene conmigo, Dana no volverá a pasar hambre -concluyó el visitante. ¡Hablaban de ella! Dana se sintió desfallecer y se agarró con fuerza a la pared. ¡Sus padres estaban hablando de casarla con el hombre de la túnica gris! Angustiada, buscó la mirada de Kai, y sus ojos azules se cruzaron con los de él. --Todo saldrá bien -murmuró el muchacho, pero le temblaba la voz. Dana inspiró profundamente. Era habitual que los padres de las jóvenes negociaran con los pretendientes el tema de su boda; pero solía tratarse de muchachos que ellas habían elegido previamente. Aunque a veces era cierto que las casaban a la fuerza, por motivos económicos. Pero Dana tenía diez años, y jamás había imaginado que aquello podría pasarle a ella, y menos a una edad tan temprana, y con un hombre mayor a quien apenas conocía, por muy acaudalado que fuera. Por eso deseó que se la tragara la tierra cuando oyó la voz de su padre diciendo: --Está bien, podéis llevárosla. ¿Partiríais esta misma noche? --¡No! -exclamó Dana, y se separó de la ventana, con la cabeza dándole vueltas. Los del comedor advirtieron entonces su presencia, pero la niña no quería enfrentarse a ellos. Echó a correr en dirección al granero, y poco después temblaba bajo su manta, muy consciente de que pronto irían a buscarla. Sintió la presencia de Kai a su lado, y eso la reconfortó. Pensó que nada podía ser tan malo si él la acompañaba. Entonces recordó que, para su futuro marido, Kai no era ningún secreto, y sintió más miedo todavía. --Escápate -le dijo el muchacho. Dana estaba a punto de contestarle que eso era lo que estaba pensando, cuando se dio cuenta de que Kai no había dicho «Escapémonos», sino que había hablado en singular. --¿No vendrías conmigo? -preguntó ella, más angustiada todavía. --¿Lejos de la granja? -Kai sacudió la cabeza-. No puedo. Dana lo miró, intrigada ante aquella negativa que le planteaba nuevos interrogantes sobre la identidad de su amigo, cuando oyó que se abría la puerta del granero. --Demasiado tarde -murmuró Kai. Dana se encogió en su rincón. Ya no había escapatoria. Mientras oía cómo el intruso subía por la escalera de madera, se aferró a la idea de que sus hermanos podrían comer con el dinero que había prometido aquel desconocido. --¿Dana? Era su madre. La niña se envolvió más aún bajo su manta, pese al calor que hacía. En aquel momento lo único que sentía era un puñal de hielo atravesándole el corazón. --Dana, hija, estás aquí -murmuró la madre, aliviada. Dana le dirigió una mirada de reproche. --Es por tu bien -explicó su madre, que captó la mirada inmediatamente-. Con este señor no pasarás hambre, ni tendrás que matarte a trabajar. Además, te dará una educación que nosotros no podemos ofrecerte. Serás en la vida algo más que una simple granjera. --Y a vosotros os dará mucho dinero por mí -añadió Dana, resentida. La madre pareció apenada. --¿Crees que te vendemos, eso crees? Muchas familias pagarían para que sus hijas tuvieran esta oportunidad. Tus hermanos envidian tu suerte, Dana. Ellos nunca verán más allá de esta granja, este pueblo, esta comarca tal vez. Es un regalo del cielo. Dana titubeó. Sintió que su madre se acercaba a ella, y de pronto se encontró refugiada entre sus brazos. --Niña... mi niña... -murmuró la mujer, conmovida-. Sé que aún eres muy pequeña para abandonar tu casa..., pero si dejamos pasar esta oportunidad, quizá no vuelva a presentarse nunca. --No quiero marcharme, madre -confesó Dana-. Ese hombre no me gusta. --No te hará daño, mi pequeña. Pero, aun así, escucha: si algún día no soportas tu nueva vida y ves que no eres feliz, no tienes por qué quedarte allí. Si vuelves a casa, te recibiremos con los brazos abiertos. La granjera se separó un poco de su hija y le puso algo en la mano. Dana lo miró con curiosidad. Era un extraño amuleto de metal con forma de luna menguante, entre cuyos extremos había una estrella de seis puntas. --Esto perteneció a mi madre, y a la madre de mi madre, y a la madre de la madre de mi madre. Te protegerá de todo mal, y te recordará que aquí en esta granja, yo siempre pensaré en ti. Cuídalo. Dana se conmovió ante aquella muestra de cariño: su madre no solía prodigarlas. Se puso el colgante al cuello, sintiéndose especial: tenía tres hermanas más, pero aquel amuleto era suyo, porque su madre lo había querido así. No recordaría gran cosa de lo que pasó después. Las despedidas, el empaquetado de sus cuatro cosas... todo sucedió como en un sueño. Pero el reencuentro con la mirada penetrante de los ojos grises del visitante la despertó del todo. --¿Estás lista, pequeña? -le preguntó él amablemente. Dana dijo que sí, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra, una y otra vez. Tenía una idea muy vaga de lo que era el matrimonio y lo que implicaba, y, aunque le extrañaba que no celebrasen la boda con su familia, la excitación del inminente viaje empezaba a apoderarse de ella. Parte de sus dudas se disiparon cuando, en el establo, el hombre de la túnica gris le dijo que la magnífica yegua baya era para ella. Dana lo miró sin poder creérselo. --Adelante -la invitó el visitante-. Es tuya. Acércate, háblale, conócela. La niña se aproximó al animal, al principio titubeante; pero momentos después ya le acariciaba la sedosa piel, susurrándole cosas al oído. --Le gusto -comentó. El hombre sonrió, y Dana se sintió un poco más tranquila. --Tienes que ponerle un nombre; sólo así será completamente tuya. Dana no lo pensó mucho. --Lunaestrella -dijo, aferrando bien el colgante que le había dado su madre. El desconocido asintió, conforme. Poco después salían del establo, guiando a los caballos. Dana vacilaba; había tratado antes con caballos, pero eran animales de granja, no criados exclusivamente para ser montados. --No temas -dijo su compañero suavemente, adivinando sus pensamientos-. ¿Estás lista? Dana iba a decir que sí, pero sintió que le faltaba algo. Echó un vistazo a la granja y a su familia, que se había reunido para despedirla, y supo de pronto qué era lo que no iba bien. «¡Kai!», pensó. ¿Dónde andaría? ¿Por qué no estaba con ella? ¡Desde luego, Dana no pensaba marcharse sin él! --Un momento, por favor -suplicó al visitante, muy nerviosa-. He olvidado algo muy importante. Corrió hasta el granero, y se asomó dentro. --¿Kai? -llamó en voz baja. No hubo respuesta. Dana, cada vez más nerviosa, lo buscó por todas partes, preguntándose qué iba a hacer si él no quería acompañarla. --¡Kai! -gritó, ya sin importarle que la oyesen. --Estoy aquí, Dana -dijo la voz de su amigo tras ella, muy cerca. Dana se sobresaltó, pero casi se echó a llorar de alivio. --Te vas -dijo él, entristecido. --Nos vamos -corrigió ella-. No voy a dejarte aquí. --Pero yo no puedo... --No iré a ninguna parte sin ti -cortó ella, sacudiendo con energía sus trenzas negras. Kai pareció conmovido. --De verdad, me gustaría... -empezó, pero se interrumpió al oír un chirrido. La puerta del granero se abrió, y apareció una figura alta vestida de gris. Dana avanzó hacia ella. --¿Ocurre algo? -quiso saber el visitante. --Dana se retorcía las manos mirando al suelo. --Es que yo no puedo... -comenzó, pero en los ojos del nombre apareció un brillo de comprensión. Miró hacia donde estaba Kai -esta vez no había duda- y dijo: --Tú puedes venir también. El rostro del niño mostró una súbita expresión de alegría. --Dale las gracias -le dijo a Dana y, como ella se quedó sin habla un momento, le dio un codazo. --¡Gracias! -desembuchó la niña, casi sin darse cuenta. No tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque poco después abandonaba la granja y a su familia, siguiendo al jinete de la túnica gris, tratando de mantener el equilibrio sobre su nueva yegua baya, con Kai montando tras ella. Por el camino se cruzaron con Sara y su hermana, que volvían del pueblo. Dana se irguió todo lo que pudo sobre Lunaestrella y dirigió a su boquiabierta vecina una mirada arrogante. Se sintió un poco mejor. Pronto se puso el sol, pero ellos cabalgaron al paso gran parte de la noche, siempre hacia el este, hasta llegar al tercer pueblo; entonces pararon en una posada. Dana era tímida por naturaleza y no se había atrevido a preguntarle nada a su acompañante. En la posada tuvo una habitación individual para ella sola, pero estaba demasiado cansada para apreciar el hecho, y demasiado confusa como para tratar de averiguar más cosas sobre su destino. Durmió de un tirón, muy cerquita de Kai. En realidad, nada importaba mientras él estuviese a su lado. Al día siguiente continuaron la marcha, muy temprano, poco después de la salida del sol. Cuando estuvo algo más despejada, Dana se dio cuenta de que ni siquiera sabía el nombre de su guía y, tartamudeando y muy colorada, se lo preguntó. El hombre sonrió por primera vez desde la tarde anterior. --Llámame «Maestro» -dijo-. Es lo correcto. A la niña le pareció un tanto extraño, pero no puso objeciones. El viaje se prolongó durante varios días más. A Dana se le hizo eterno, porque su guía apenas hablaba, y ella nunca solía conversar con Kai en presencia de otras personas. Además, descansaban sólo lo imprescindible, y el sol los castigaba sin piedad desde el cielo. Cuando el Maestro vio que Dana ya controlaba mejor a Lunaestrella cambió el ritmo de la marcha, y puso al trote a Medianoche, su caballo blanco. La yegua de Dana lo siguió de improviso, y la niña estuvo a punto de caer; se aferró con fuerza y trató de adaptarse al cambio. La reconfortó la risa alegre y cristalina de Kai detrás de ella, y se irguió en su montura. Al cabo de un rato, cuando logró dominar un poco el trote del animal, se sintió muy orgullosa, y encontró que cabalgar a mayor velocidad era muy agradable. Con Kai y montando a Lunaestrella, ni siquiera el sol parecía quemar tanto. A la tercera semana les cerró el paso una inmensa cadena de montañas. El Maestro rompió su habitual hermetismo para decir: --La Torre se yergue en el Valle de los Lobos, en algún lugar de aquella cordillera. --¡La Torre! -exclamó Dana-. ¿Es allí donde vamos? El viejo Maestro asintió. --Es mi hogar -dijo sencillamente. --Un poco apartado -murmuró Kai al oído de Dana. Ella asintió. Había tenido la misma idea. No preguntó más, pero estaba intrigada. En los sitios en donde habían parado, los aldeanos trataban al Maestro con respeto y algo de temor. Era evidente que aquel hombre tenía dinero, pero Dana alcanzaba a adivinar que había algo más que ella no llegaba a comprender. Aquella noche durmieron en una posada junto al camino. --La Torre -dijo ella, sentada junto a la ventana, en la penumbra de la habitación-. ¡Hay tantas cosas que quiero saber...! ¿Por qué puede verte el Maestro, Kai? --No puede verme -murmuró la voz soñolienta de Kai. Dana se volvió hacia él, desde la ventana. --¿Pero es que me tienes por tonta? -le reprochó-. ¿Qué me estás ocultando? Kai suspiró, y se incorporó del todo, con el pelo revuelto. --Tengo algunas respuestas -explicó-, o al menos creo tenerlas. Pero mis preguntas siguen siendo más que mis respuestas. No puedo decirte nada seguro todavía. --Pero él te ve, ¿no es así? Kai suspiró y se rascó la cabeza, pensativo. --Creo que no -dijo por fin-. He hecho algunas comprobaciones... y me parece que simplemente sabe que estoy aquí, puede saber dónde estoy en cada momento. Pero no puede verme, ni oírme. --¡Qué extraño! -comentó ella-. ¿Y qué más cosas sabes? --Nada más. Dana resopló y le dio la espalda para asomarse a la ventana. --Eres un mentiroso. --Oye, no te enfades -oyó enseguida la voz de Kai en su oído-. Seguro que sabremos muchas más cosas cuando lleguemos a la Torre. Dana se estremeció al oír aquel nombre. --¿Tienes miedo? -murmuró Kai. Ella asintió, y se apoyó en el marco de la ventana. La mano de Kai buscó la suya; como de costumbre, no fue un contacto material, pero a Dana no le importaba. De hecho, en los últimos tiempos se había acostumbrado tanto a aquel tipo de roce que hasta se le hacía extraño que la tocara una persona de carne y hueso. --Lo importante es que seguimos juntos -concluyó el chico. Dana asintió, y oprimió la mano incorpórea de Kai. Sus dedos se cerraron en el vacío. Tres días después alcanzaban la falda de la cordillera y se internaban por un estrecho paso de montaña. El aire se hizo más puro y fresco, y Dana agradeció el cambio, aunque los enormes bloques de piedra que se cernían sobre el sendero la impresionaban. Sin embargo Medianoche, el caballo blanco del Maestro, parecía conocer el camino a la perfección, y avanzaba con seguridad por el paso. Lunaestrella simplemente lo seguía. Aquella noche, y las dos siguientes, durmieron al raso. Dana se acurrucaba en un rincón, envuelta en su vieja manta, mientras el Maestro se quedaba sentado junto al fuego, contemplando las llamas inmóvil y con expresión pétrea. A la niña siempre la vencía el sueño antes de verlo dormir, y por la mañana siempre la despertaba él; por tanto, no sabía si el Maestro llegaba a dormir alguna vez. No le preocupaba, en realidad. El viento nocturno que chocaba contra las rocas de la cordillera traía consigo los aullidos lejanos de los lobos, y Dana dormía mejor si sabía que su guía seguía despierto. Al atardecer del cuarto día el paso se abrió para desembocar en un pequeño valle encerrado entre las montañas. A mano izquierda se distinguían las casas de un pueblecito. Al fondo, trepando un poco por la falda de la cordillera, se divisaba un enorme y espeso bosque, envuelto en jirones de niebla. Habían llegado al Valle de los Lobos. --¿Dónde está la Torre? -preguntó Dana, estirando el cuello para ver mejor-. ¿En el pueblo? El Maestro negó con la cabeza y señaló un punto perdido en la niebla. --Allí, junto al bosque -dijo. --Pues sí que está apartado -comentó Kai. Pasaron la noche en el pueblo. A Dana no se le pasó por alto que su acompañante no era desconocido por allí. --¿Te has fijado, Kai? -le preguntó a su amigo por la noche, cuando estuvieron solos en la habitación de la posada-. La gente de este pueblo no confía en el Maestro. ¿Por qué será? Kai se encogió de hombros. --Si vive tan aislado lo tendrán por un excéntrico -opinó-. Pero, si mis sospechas son acertadas, no me extraña que desconfíen de él. Dana le miró intrigada, pero él se puso un dedo sobre los labios con una sonrisa traviesa y un brillo burlón en los ojos. Ella sabía que no le iba a decir nada hasta llegar a la Torre, pero fingió enfadarse y le lanzó la almohada a la cara. El objeto atravesó la imagen de Kai y se estrelló contra la pared. El Maestro la despertó más tarde que de costumbre, cuando el sol estaba ya muy alto. No le dio explicaciones, pero Dana supuso que le había dejado descansar para recuperar fuerzas, que buena falta le hacía, después del largo y pesado viaje. De modo que ensilló a Lunaestrella sin hacer preguntas, y siguió al jinete de la túnica gris mientras salían en silencio de la última aldea antes de llegar a su nuevo hogar. Atravesaron el Valle de los Lobos sin novedad y, cuando las sombras del bosque se cernían sobre ellos, al girar un recodo, vieron por fin la esbelta silueta de la Torre recortándose contra las montañas. Era una alta construcción oscura y elegante, rematada por una larga aguja; su cúspide estaba cercada por una pequeña plataforma almenada que formaba un anillo a su alrededor. Dana no pudo ver mucho más, porque la Torre parecía encerrada entre los árboles, pero le gustó, aunque le produjo una fuerte impresión. --Es hermosa, ¿verdad? -dijo el Maestro, y Dana percibió una nota de emoción en su voz-. La construyeron así porque debía ser un vínculo entre lo celestial y lo terreno. Su aguja recoge la fuerza del firmamento, y sus cimientos están profundamente hundidos en la Madre Tierra. La Torre reúne belleza y poder. La niña asintió, sobrecogida. --Parece que haya llegado un gigante y la haya clavado allí, sin más -comentó, y se arrepintió enseguida de haber dicho algo tan tonto. Pero el hombre no parecía estar escuchándola. Espoleó a Medianoche y siguieron su camino. Atravesaron el bosque por un estrecho sendero; ahora habían perdido de vista la Torre, y la niebla se iba haciendo cada vez más densa según atardecía. El viento silbaba entre las ramas de los árboles y, cuando estaba ya a punto de ponerse el sol, los lobos de las montañas empezaron a aullar. Dana tuvo miedo, y el Maestro lo notó. --No te asustes, pequeña -dijo-. Los lobos no pueden hacernos daño aún, no hasta que caiga la noche. Esto no reconfortó a la niña, que se echó hacia atrás en su montura para sentir el contacto intangible de Kai; el chico la rodeó con sus brazos, y Dana se lo agradeció con una sonrisa. Cuando el sol se ponía en el horizonte, el bosque se abrió, y la Torre se mostró ante ellos en toda su grandeza, al fondo de una explanada, rodeada por una verja negra. La construcción parecía mucho más alta de lo que Dana había calculado. --Mi hogar -murmuró el Maestro. --Mira allí -indicó Kai, señalando la cúspide. Dana siguió la dirección de su brazo y vio una alta figura erguida entre las almenas de la Torre, iluminada por los últimos rayos del atardecer, con una larga capa ondeando tras ella. Parecía un vigía, pero estaba demasiado lejos como para saber si era hombre o mujer. --Nos esperan -dijo el Maestro, sonriendo, al advertir la mirada de Dana. Espoleó de nuevo a su caballo. Medianoche, al verse por fin en casa, no se lo pensó dos veces, y rompió a galopar hacia el fondo de la explanada. Lunaestrella, para no ser menos, lo siguió. Dana gritó, y se aferró como pudo a las riendas. Nunca antes había galopado. Sin embargo, le gustó la sensación. Era como volar sobre la hierba, con el viento azotándole el rostro y su melena negra flotando tras ella, sintiendo en las piernas el elegante movimiento de los músculos de su yegua baya. Cuando Lunaestrella se detuvo frente a la verja junto al caballo blanco, Dana se apresuró a colocarse bien sobre la silla. Estaba pálida, pero sonreía. Centró entonces su atención en el Maestro, que, erguido sobre Medianoche, con un brazo en alto, pronunciaba unas extrañas palabras de cara a la puerta del enrejado. Hubo un breve destello en la punta de los dedos del hombre de la túnica gris. Se oyó un chirrido, y la verja empezó a abrirse. Dana se sobresaltó, y lanzó una exclamación de sorpresa. Oscurecía por momentos, pero su visión era todavía buena, y podía apreciar perfectamente que nadie había abierto la puerta. El Maestro sonrió una vez más y se volvió hacia ella. --Pasa -la invitó. Recelosa, Dana espoleó a Lunaestrella que, sin embargo, atravesó la puerta sin miedo. Una pequeña senda que cruzaba un jardín laberíntico y umbrío llevaba directamente a la puerta de la Torre. Dana alzó la mirada, pero la figura de las almenas había desaparecido. --Bienvenida a la Torre -dijo a sus espaldas la voz del Maestro-, una de las pocas Escuelas de Alta Hechicería que quedan hoy en el mundo. Puedes considerarte afortunada por haber sido admitida en ella como aprendiza. Muchos matarían por semejante honor. Dana se estremeció. --Lo que suponía -oyó murmurar a Kai. Alta Hechicería... Aprendiza... La Torre... «Entonces, ¿no tengo que casarme con el Maestro?», se preguntó. Evocó una vez más la conversación que había escuchado en la granja y comprendió que no se había hablado de matrimonio; aquél era un concepto que ella había dado por sentado. Se sintió mucho mejor, y oprimió con fuerza el colgante que le había regalado su madre. --Adelante -la apremió el Maestro, y Dana reaccionó. Mientras avanzaba hacia la Torre montada en Lunaestrella, Dana trataba de asimilar su sorprendente cambio de fortuna. Tenía poderes especiales y por eso había sido solicitada por el Maestro de la Torre del Valle de los Lobos, que le iba a enseñar a utilizarlos. Probablemente esos poderes estaban relacionados con Kai. Se le ocurrió de pronto que allí podría averiguar más cosas sobre su querido amigo, y descubrir la forma de que él fuera una persona como los demás. Casi al mismo tiempo rebotó en su mente un recuerdo que ahora parecía muy lejano: la voz de aquellas niñas gritando: «¡Márchate, bruja!». Dana no disimuló una amplia sonrisa. «Sí, soy una bruja», se dijo. «O, por lo menos, lo seré muy pronto». El Maestro repetía el hechizo frente a la sólida puerta de roble de la Torre. Cuando ésta se abrió de par en par, Dana, ilusionada ante aquella nueva perspectiva, rozó la mano de Kai. El muchacho debía de sentirse tan excitado como ella, porque el contacto le pareció a Dana casi real. 4 Primeras lecciones NO HABÍA GALLO que cantara al quebrar el alba, pero Dana estaba acostumbrada a levantarse muy temprano, y se despertó sin necesidad de que nadie la llamase. Al principio se sintió desorientada, hasta que recordó de golpe dónde estaba. Saltó de la cama y se apresuró a correr hacia la ventana para mirar el paisaje. El sol comenzaba a asomar tímidamente tras la cordillera, y a disipar las nieblas fantasmales que envolvían el bosque. A lo lejos, el pueblo parecía desperezarse bajo los primeros rayos de la aurora. Dana suspiró satisfecha. La vista desde allí era magnífica. Se volvió entonces a mirar su habitación, cosa que apenas había hecho la noche anterior. No era un cuarto muy grande y estaba amueblado con gran sobriedad. Sin embargo, era más de lo que había tenido Dana en la granja. Detectó entonces dos cosas nuevas que no estaban la noche anterior: sobre la mesa se hallaba una bandeja con un apetitoso desayuno, y, colgado del respaldo de la silla, había un montón de ropa de color blanco. Se acercó con curiosidad. Eran dos túnicas, y bajo ellas había también una cálida capa de color gris. Del respaldo de la silla pendía un cinto de cuero. --¡Mi nuevo uniforme! -exclamó ella, y se volvió hacia todos lados para enseñárselo a Kai. Pero él no estaba allí. Dana se encogió de hombros; sabía por experiencia lo curioso y aventurero que era su amigo, e imaginaba que se había ido a explorar la Torre por su cuenta. Sin embargo, no le gustaba la idea de quedarse sola en aquel lugar y, además, tampoco estaba muy segura de lo que debía hacer a continuación. Por lo pronto, decidió cambiar su gastado vestido por una de las túnicas, y descubrió que le estaba como hecha a medida. Como no hacía frío, dejó la capa en la silla. Después notó que estaba muerta de hambre, y fue rápidamente a devorar el contenido de la bandeja. Mientras comía, se preguntó cómo era posible que alguien hubiese entrado en su cuarto sin que ella se diera cuenta. Tenía el sueño muy ligero, pero ni siquiera se había enterado de que le habían dejado el desayuno sobre la mesa mientras dormía. Esa persona debía de ser sigilosa como un gato. Sacudió la cabeza. Recordaba perfectamente cómo la noche anterior la verja se había abierto sola, y supuso que en una Escuela de Alta Hechicería sucederían a menudo cosas que no tenían explicación, y que pronto se acostumbraría a ello. Se hizo la cama, se lavó en la palangana y entonces se preguntó qué debía hacer a continuación. Si Kai hubiera estado con ella, se lo habría preguntado. Pero Kai no estaba, y ahora Dana se encontraba indecisa. ¿Llegaría alguien para decirle lo que tenía que hacer? ¿O debía salir a buscar al Maestro? ¿Y si a él no le parecía bien que anduviese curioseando por la Torre? Había oído decir alguna vez que los magos eran muy quisquillosos. Dudó sólo un momento. Se sentía insegura y tenía miedo, pero no estaba acostumbrada a estar sentada y cruzada de brazos sin hacer nada. «Está bien», se dijo. «No puedo quedarme aquí todo el día». De modo que abrió la puerta y se asomó al pasillo. No vio a nadie. Escuchó atentamente, pero tampoco oyó ningún sonido. Salió con cautela, cerró la puerta tras de sí y echó a andar pasillo abajo, sin saber muy bien lo que buscaba. Pronto se sintió perdida. La Torre era por dentro como un laberinto de habitaciones, escaleras y corredores entrelazados. En algunas estancias las paredes estaban desnudas y sólo se veía la fría piedra gris; otras estaban recubiertas de cálidos y ricos tapices y alfombras. Unas habitaciones estaban amuebladas con orden y elegancia; otras, completamente vacías. Y otras parecían enormes desvanes o cuartos trasteros en los que se amontonaban objetos extraños cubiertos de polvo, de todas las formas, colores y tamaños imaginables; en la mayoría de los casos Dana no sabía para qué servían. En muchas habitaciones había camas preparadas, pero Dana no vio un alma en ninguna parte. Pronto descubrió la enorme escalera de caracol que vertebraba la Torre y recorría su centro de arriba abajo, y enseguida empezó a entender la disposición de las habitaciones, que se repetía en cada piso. Se dio cuenta entonces de que no era tan laberíntica como le había parecido en un principio. Pero lo que más la intrigaba y preocupaba era el hecho de no ver a nadie. ¿Acaso estaba sola en la Torre? ¿No había más alumnos como ella? Y, si era así, ¿dónde estaban? Entonces recordó algo, muy vagamente. La noche anterior se había cruzado con un individuo muy alto en la escalera. Iba envuelto en una capa y llevaba el rostro semioculto por la capucha, pero, aunque sólo lo había visto fugazmente, Dana había percibido algo en él que le había llamado la atención. ¿Qué era? Dana se encogió de hombros, derrotada. No conseguía recordarlo. Había estado demasiado adormecida como para prestar atención. Siguió recorriendo habitaciones y subiendo escaleras, arriba y abajo, sorprendiéndose de lo enorme que era la Torre, y lo vacía que parecía estar. Era una sensación extraña para ella, y se preguntó por enésima vez, ya bastante angustiada, dónde se habría metido todo el mundo... y en especial Kai. Siguió deambulando sin rumbo hasta que tropezó con una enorme puerta cerrada, con un letrero al costado. Dana no se preocupó por él, ya que no sabía leer; en cambio miró la puerta con curiosidad. Su intuición le decía que allí detrás había algo importante. Probó a entrar, pese a que suponía que estaría cerrado: los magos guardan bien sus secretos. Sin embargo la puerta se abrió con suavidad, y Dana se coló dentro. Cerró la puerta tras de sí y miró a su alrededor. Casi dejó escapar una exclamación de asombro. Se hallaba en una sala muy grande, que casi ocupaba media planta de la Torre; estaba toda llena de altos estantes repletos de libros, pergaminos y papeles que se amontonaban en ellos en un alegre y despreocupado desorden. Dana no vio a nadie al principio, así que se puso a explorar la habitación, perdiéndose por el laberinto de las librerías. Dana nunca había visto tantos libros juntos. «Seguro que cuentan cosas muy interesantes», se dijo, y lamentó no poder leerlos. Siempre había opinado que la lectura debía de ser algo fascinante, aunque su familia, como la mayor parte de los campesinos analfabetos de su comarca, desconfiase de la letra escrita. Maravillada, siguió dando vueltas y más vueltas, hasta que descubrió que aquella sala tenía un centro, ocupado por una enorme mesa ovalada de nogal, en torno a la cual había varias sillas. Rodeó la mesa, no encontró nada especialmente interesante en ella y volvió a internarse entre las librerías. Torció una esquina, entró en un pasillo... y casi tropezó con alguien que había allí. --¡Lo siento! -se excusó ella, asustada de repente mientras le pasaba por la imaginación todo lo que podría hacerle un mago enfadado. El otro murmuró suavemente en voz baja algo en un idioma que Dana no entendió. Pero no parecía una maldición, ni nada por el estilo; daba la sensación de que el mago estaba más bien un poco contrariado porque le hubiesen interrumpido. Dana estaba pensando si reiterar sus excusas o salir corriendo cuando el individuo se irguió en toda su gran estatura y la miró a los ojos. Entonces ella se quedó clavada en el sitio, de puro asombro. Era una criatura de una belleza salvaje y juvenil, de facciones finas y delicadas y unos enormes ojos rasgados, semejantes a los de un gato, de color entre pardo y dorado, que brillaban como topacios y parecían traslúcidos como el cristal coloreado. Pese a que estaban parcialmente tapadas por unos mechones de cabello muy fino color cobrizo, Dana pudo ver que sus orejas eran alargadas y acababan en punta. Una larga túnica violeta cubría su cuerpo delgado y esbelto. La niña no dijo nada al principio, hasta que se dio cuenta de que estaba mirando fijamente a aquel ser, y bajó los ojos, confusa y con las mejillas como la grana. El desconocido ladeó la cabeza y la miró con curiosidad. --Nunca antes habías visto un elfo, ¿verdad? -le preguntó suavemente; tenía un acento agradable y musical, aunque su tono de voz era algo frío y distante. --No -dijo Dana en voz baja-. Lo siento. --No lo sientas -dijo el elfo-. Siempre hay una primera vez para todo -había vuelto a centrarse en el manuscrito que leía, y sus dedos, largos y finos, recorrían ágilmente las páginas-. ¿Buscabas algo en especial? --Buscaba a alguien. Sea quien sea. Estoy un poco perdida, ¿sabes? Llegué anoche. --Lo sé. Te vi en la escalera, pero quizá no lo recuerdes. --Un poco sólo. El elfo no respondió, y Dana pensó que debía marcharse y dejar de molestarlo. Pero, ¿marcharse adonde? --¿Dónde está el Maestro? -preguntó. El elfo esbozó una media sonrisa, pero no apartó sus extraños ojos cristalinos del manuscrito. --En sus aposentos. En la parte alta de la Torre, encima de las almenas. Dana iba a dar media vuelta, pero el elfo añadió: --Te lo digo para que sepas que nunca debes subir allí. Es un consejo. No le gusta que nadie vaya por sus dominios. Ni siquiera yo puedo hacerlo. Dana lo miró con curiosidad. --¿Eres aprendiz como yo? El elfo alzó la cabeza y la miró, ahora sí, con fijeza. --Soy aprendiz, pero no como tú. Yo llevo muchos años estudiando, y ya hace tiempo que acabé el Libro del Agua. En cambio tú acabas de llegar. Dana enrojeció de nuevo. --Lo... lo siento -balbució-. Yo... --No importa -suspiró él, y volvió a centrar su atención en el pergamino. --Entonces, ¿qué debo hacer? ¿Dónde están los otros? --¿Qué otros? -preguntó el elfo suavemente. --Los otros aprendices. El elfo sonrió de nuevo. --Aquí sólo estamos tú y yo. Es una escuela muy selecta. Dana se quedó de piedra. --¡Pero...! Y todas esas habitaciones... ¿están realmente vacías? --Son malos tiempos para la magia -se limitó a responder el aprendiz. Dana trataba de asimilar aquella información. El elfo la miró de nuevo, esta vez con una chispa de amabilidad en sus ojos ambarinos. --Me llamo Fenris -dijo-. Bueno, en realidad me llamo de otra forma, pero mi nombre élfico te sería muy difícil de pronunciar, así que llámame Fenris solamente; es como una abreviatura. --Encantada. Yo soy Dana. El elfo asintió de nuevo y volvió a sus papeles. --El Maestro te llamará cuando quiera darte la primera lección -dijo. --¿No vamos a estar juntos tú y yo? Fenris negó con la cabeza. --Necesitas empezar desde el principio, y yo te llevo mucha ventaja. Pero no te preocupes; los humanos aprendéis muy rápido. A Dana no se le ocurrió nada más que decir, así que se despidió del elfo y salió de la biblioteca. Buscó entonces el camino de vuelta a su habitación. Cuando lo encontró, vio que Kai ya había llegado. Excitados, los dos amigos se contaron mutuamente sus descubrimientos. Kai ya era capaz de dibujar un plano de la Torre. --¿Has subido a la parte alta? -le preguntó Dana de pronto. La expresión de Kai se tornó sombría. --No me he atrevido a ir más allá de las almenas -dijo-. No me gusta ese sitio: tiene mucho poder. Quien controla esas habitaciones, controla la Torre entera. --Es donde vive el Maestro. Kai asintió. --Ya lo imaginaba -dijo-. Es un hombre muy poderoso. Dana y Kai se quedaron en la habitación toda la mañana. A mediodía, Dana sintió hambre; estaba a punto de salir de nuevo en busca del elfo cuando, de pronto, la puerta se abrió para dar paso a una bandeja llena de comida. Dana lanzó una exclamación, porque no veía a nadie tras la bandeja; pero al mirar mejor vio que la sostenía alguien de muy baja estatura. Su cabeza quedaba oculta por la jarra de agua, pero se le oía jadear y resoplar por el esfuerzo. --¡Ya está! -exclamó dejando la bandeja sobre la mesa, con muy poca delicadeza-. ¡Cada día me cuesta más subir esas condenadas escaleras! ¡Algún día me mataré! Dana parpadeó y volvió a mirar. Se trataba de una mujercita de muy baja estatura pero robusta y rechoncha. Al andar se balanceaba de un lado para otro, y sus recias botas crujían contra el suelo de piedra. --Es una enana -susurró Kai-. No la mires así, es de mala educación. Dana había oído hablar de los enanos en los cuentos que le contaban su madre y sus hermanas mayores cuando ella era muy niña. Las leyendas decían que al norte, muy al norte, había una enorme cadena de montañas cuyas cumbres llegaban al cielo; y que en las entrañas de aquella cordillera los enanos vivían en los túneles que excavaban en la roca. Eran una raza muy baja, pero fuerte y fiera, y muy habilidosa en forjar armas y herramientas con los metales que ellos mismos extraían de la montaña. ¿Qué hacía una enana tan al sur? Dana no lo sabía, pero tampoco imaginaba qué podría hacer un elfo tan al oeste, y tan lejos de las mágicas tierras élficas que, según se decía, se extendían al otro lado del mar. Dana carraspeó y volvió la mirada a otra parte. La enana era tan diferente del elfo que acababa de conocer que se preguntó si todo aquello no era simplemente un sueño. --Hoy te he subido la comida... ¡dos veces! -dijo la enana, señalando a Dana con un dedo regordete-. Pero eso se ha acabado. No creas que por ser una muchachita vas a tener más derechos que nadie. ¡Aquí, como en todas partes, las mujeres trabajamos igual que los hombres! ¿Me has entendido? --Sí, señora -respondió Dana dócilmente. La enana la miró, perpleja. --Vaya, no pareces una niña malcriada. ¿De dónde has salido? --De la granja. La enana resopló y sacudió la cabeza. --¡Y ahora, una niña granjera! ¿Qué andará tramando ese viejo chivo? Dana abrió la boca, pasmada ante la osadía de la mujercita, pero no dijo nada. --Está bien, escúchame -concluyó ella-. Me llamo Maritta. Si alguna vez me necesitas para algo que no sea recitar galimatías y conjurar rayos y truenos, búscame abajo del todo: en las cocinas. ¿De acuerdo? Dana asintió, aún incapaz de hablar. Maritta la estudió de arriba abajo, con los brazos en jarras y el ceño fruncido, y finalmente pareció conforme, porque dio media vuelta para marcharse. --¡Ah! -le dijo desde la puerta-. Cuando tengas hambre, baja tú, que eres joven, y no me hagas subir a mí. ¡Una ya no tiene veinte años! Dana le prometió que así lo haría, y la enana salió de la habitación dando un portazo. La niña y Kai la oyeron bajar la escalera resoplando. --Tiene un genio vivo -comentó Dana-. Con el ruido que hace, no comprendo por qué no la he oído esta mañana, cuando ha entrado para traerme el desayuno. Comió sin prisas y después cogió la bandeja vacía y se aventuró fuera de la habitación para ir en busca de la cocina. Ahora que ya comprendía un poco mejor la estructura de la Torre, no le costó encontrarla: era un amplio espacio en la planta baja, que comunicaba con un patio trasero. Maritta estaba limpiando la pila de fregar. --He venido a traerte esto -le dijo Dana, y Maritta le señaló una mesa, sin una palabra y sin dejar de trabajar. Dana miró a su alrededor. La cocina era grande, pero no había allí nadie más que la enana. --¿Trabajas tú sola aquí? -preguntó. Maritta se detuvo para mirarla. --No es mucho el trabajo que tengo -respondió-. Hasta ahora sólo tenía que alimentar a dos magos locos y a dos caballos. Ahora sois tres y tres. ¿Y qué? No se necesita más gente aquí abajo: estorbarían. Además, el Maestro es viejo y apenas come; y ese elfo tan delgado se llena enseguida. ¡Espero que tú tengas buen apetito, niña, o mis dotes de cocinera seguirán sin salir a la luz! Dana se rió, pensando que la enana era simpática a pesar de lo mucho que gruñía. --¿Y quién trae la comida del pueblo? -preguntó. --¿Del pueblo? -Maritta se encogió de hombros-. ¡Chiquilla, esto es la Torre! Aquí la despensa nunca se vacía. Ya te acostumbrarás. Hasta yo he terminado por habituarme... y eso es difícil: los enanos no confiamos en la magia. Dana se despidió finalmente de ella y, después de explorar un poco más los alrededores, volvió a subir a su cuarto, donde encontró una nueva sorpresa: allí la esperaba el Maestro, el Amo de la Torre. --Buenas tardes, Dana. --Buenas tardes -respondió ella. El mago estaba de pie junto a la ventana; le señaló a Dana la silla, y ella se sentó, obediente. Entonces descubrió que había un libro sobre la mesa. No podía descifrar lo que decían las letras doradas que había sobre la tapa, pero vio que bajo ellas había grabada en el cuero la figura de un árbol. Hubo un breve silencio mientras el hechicero paseaba por la habitación. --El aprendizaje de la magia es un proceso muy largo -comenzó por fin el Maestro-. Debes saber que hay grados y grados, y la túnica blanca que tú llevas simboliza sólo el más elemental, el de aquel que llega sin saber nada. ¿Sabes qué es lo que te he dejado encima de la mesa? --Un libro -dijo Dana. --Es un libro -concedió el Maestro-, pero no un libro cualquiera. Es el Libro de la Tierra. En él aprenderás el nivel básico de la magia, el que enseña al hechicero a descifrar el lenguaje del mundo. Cuando controles todos los ejercicios de este volumen ya serás capaz de hacer muchas cosas, desde hacer crecer una semilla sobre la palma de tu mano hasta provocar un terremoto. Entonces podrás examinarte y cambiar tu túnica blanca por una verde, que te acreditará como aprendiza de segundo grado. Pero antes que nada debes aprender otra cosa. ¿Adivinas qué es? --¿Aprender a leer? -aventuró Dana. Pero el Maestro hizo un gesto de impaciencia. --Por descontado -dijo-. Pero eso lo superarás enseguida. Después, además, tendrás que aprender el lenguaje arcano, el lenguaje de la magia, en el que se escriben los hechizos. Pero no me refería a eso. Hizo una pausa y siguió paseando arriba y abajo. --No, se trata de otra cosa -prosiguió-: tendrás que abrir cus sentidos a la magia. Dana iba a preguntar qué significaba aquello cuando el Amo de la Torre se acercó a ella y colocó una huesuda mano sobre su hombro. Y de pronto todo empezó a girar, y Dana gritó y cerró los ojos, y se aferró bien a la silla, mientras sentía que un poderoso torbellino le quitaba la respiración. Cuando la sensación de mareo se hizo insoportable, todo paró de pronto. Dana abrió los ojos con cautela y miró alrededor. Ya no estaba sentada en su habitación de la Torre, sino sobre la hierba, rodeada de árboles. Al principio creyó que había vuelto atrás en el tiempo y se hallaba en el bosque que había junto a su granja, antes de que la sequía lo golpease; o que todo había sido un sueño y nada de aquello había pasado, porque el hombre de la túnica gris nunca se había cruzado en su camino. Pero entonces comprendió que, en realidad, no había ido muy lejos, y que estaba en algún lugar del gran bosque que rodeaba la Torre. Y vio entonces que el Maestro se erguía junto a ella, sonriente. --Te acostumbrarás -dijo él al ver que la niña seguía estando muy pálida. --¿Qué hacemos aquí? El mago no contestó enseguida. Señaló a su alrededor con un amplio gesto de su mano. --Mira todo esto -dijo-. El mundo funciona siguiendo un complejo equilibrio; todas las criaturas vivas luchan por la supervivencia, por crecer más altas, más fuertes, más grandes que ninguna otra, por dominar más territorio, por tener más descendientes y vivir más años. Todo ello requiere energía, por supuesto. Y la energía, o lo que nosotros llamamos magia, circula por el mundo en un ciclo sin fin, sin detenerse jamás. Es el alma de la tierra, y todas las criaturas participan de ella. »Fíjate en un conejo, por ejemplo. Come hierba, y ello no sólo le proporciona alimento, sino también energía para sobrevivir. Es la misma energía que las plantas que come han tomado de la tierra; la misma energía que obtendrá el lobo que se coma al conejo. ¿Comprendes? Dana dijo que sí, aunque sólo lo captaba en términos generales. --La vida es una lucha constante por participar de esa energía del mundo; y obtener más supone privar a otras criaturas de la parte que les corresponde. Mira allí. El Maestro señaló frente a sí. Dana al principio no vio más que el tronco de un enorme árbol. Levantó la vista y tuvo que echar la cabeza atrás para poder distinguir la copa de aquel gigante vegetal. --El rey del bosque -murmuró el Maestro-. Pero, ¿a costa de qué? Y entonces Dana descubrió lo que quería decir: a su alrededor no crecían más árboles, y muchas plantas habían muerto, porque la inmensa copa del árbol no dejaba pasar los rayos del sol. --Pero siempre hay alguien que saca provecho de la situación -concluyó el Maestro, señalando al pie del rey del bosque. Y Dana vio que, aprovechando aquel lugar húmedo y oscuro, gran cantidad de helechos había crecido a la sombra del gigante. --Quizá algún día todas estas plantas acaben ahogando las raíces del árbol, y lo hagan caer -murmuró el mago-. Así son las cosas. Así funciona el mundo. Dana asintió, aunque no comprendía muy bien adonde quería llegar a parar el Maestro. --La vida es el único fin de toda criatura. Y toda criatura hará lo posible por prolongarla, la suya y la de sus hijos. Una vez comprendas esto, comprenderás el mundo y te será más fácil controlarlo. Echó a andar entre los árboles; Dana le siguió, y Kai con ella. --La magia no es más que eso: la comprensión y control de la energía que mueve el mundo. El hechicero sabe en todo momento cómo fluye esa energía y la aprovecha para sí, para cambiar el mundo a su antojo. Cuanto más contrarios sean sus deseos a las leyes naturales, más energía necesitará. Se detuvo bruscamente. --Ha llegado el momento de ver cómo has asimilado mis enseñanzas, querida alumna -dijo, y señaló un pequeño arbolillo que crecía algo apartado-. Dime, ¿qué siente ese árbol? --¿Sentir? -Dana se volvió hacia él, extrañada, pero la mirada de los ojos grises del Maestro era severa y no admitía réplica. La niña se acercó al árbol, dudosa. Titubeó y volvió a mirar al Maestro, pero bajó enseguida la vista, intimidada por su expresión pétrea. Suspiró, miró al arbolillo con ojo crítico y descubrió que sus hojas habían perdido verdor. De hecho, parecía algo triste. ¿Qué le pasaría? Dana no lo sabía. No entendía de árboles o, al menos, no a ese nivel. No era guardabosques ni nada por el estilo. Sacudió la cabeza. ¿Qué esperaba el Maestro que hiciera? Se esforzó en repasar todo lo que le había contado sobre la energía del mundo, pensando que ahí debía de estar la clave. «La vida es el único fin de toda criatura. Una vez comprendas esto, comprenderás el mundo, y te será más fácil controlarlo.» Dana miró otra vez al pequeño árbol. «Una vez comprendas esto...» --Este árbol está enfermo -dedujo. El Maestro asintió. --¿Por qué? -preguntó. --¿Y cómo voy a saberlo? --Escucha lo que tiene que decirte. Abre tus sentidos. Dana no sabía cómo escuchar a un árbol. --Quiere que sientas la energía que fluye -colaboró Kai. --¿Y cómo hago eso? -murmuró la niña... Se dio cuenta de que había hablado en voz lo bastante alta como para que el mago la escuchara, y se volvió hacia él, inquieta; pero el Amo de la Torre no se había movido. «Que sientas la energía que fluye...» Dana no estaba dispuesta a quedarse allí como un pasmarote. De modo que, aunque titubeando, colocó su mano sobre la corteza del árbol, y la acarició como si fuera la sedosa piel de un gato. «Abre tus sentidos...» --Cuéntame lo que te pasa -le dijo al árbol. --Puedes hacerlo -intervino el Maestro-. De lo contrario, no te habría pedido que lo intentaras. Dana agradeció sus palabras; ahora se sentía un poco menos ridícula. Suspiró de nuevo y cerró los ojos para tratar de sentir alguna cosa, por pequeña que fuera. «Cuéntamelo...» Y entonces, de pronto, notó un levísimo estremecimiento en la punta de los dedos, una pequeña punzada de dolor, tan breve y débil que por un momento pensó que lo había imaginado. Ansiosamente, colocó también la otra mano sobre la corteza del árbol, y palpó el tronco en busca de más sensaciones. Pero la experiencia no se repitió. Al cabo de un rato, desalentada, Dana se apartó del árbol. --No te preocupes -le dijo el mago-. Lleva su tiempo. Pero poco a poco tu sensibilidad se hará más aguda, y lograrás percibir esto y mucho más. Sin embargo, todo ello requiere trabajo y adiestramiento. Por lo pronto, volverás aquí todos los días hasta que puedas saber qué le ocurre al árbol. Después, te aseguro que todo será más sencillo, y progresarás mucho más deprisa. Además, la magia es un arte apasionante; cuanto más aprendes, más deseas saber. Dana cruzó una rápida mirada con Kai; el muchacho parecía tan intrigado como ella. --Los magos podemos ver más cosas que el resto de la gente -explicó el Maestro-. Básicamente en eso radica nuestro poder. Comparados con nosotros, el resto de las criaturas son ciegas a los misterios del mundo. Con estas palabras, el Maestro dio por finalizada la primera lección, y emprendieron el regreso a la Torre. No volvieron mediante la magia, sino que lo hicieron paseando, para que Dana aprendiese el camino hasta el árbol al que tenía que escuchar. Llevaban un buen rato andando en silencio cuando la voz del hechicero la sobresaltó: --El bosque es tuyo. Puedes recorrerlo cuando quieras para aprender los secretos del mundo y de la vida. Pero óyeme, nunca debes estar en él cuando el sol se haya ocultado tras la cordillera. Dana no había pensado hacerlo, pero la intrigó aquella prohibición expresa, y lo miró interrogante. --La noche es la hora de los lobos -explicó el Amo de la Torre-. Si aprecias tu vida no entrarás en el bosque cuando ellos bajen a cazar desde las montañas. Justo en aquel momento se oyó un prolongado aullido a lo lejos, y Dana se estremeció. --Los oirás aullar todas las noches -prosiguió el Maestro-. Es un sonido terrible, pero terminarás por acostumbrarte. Sin embargo al principio resulta aterrador; por eso anoche tuve que sumirte bajo un hechizo de sueño, ya que necesitabas descansar. Pero esta noche no habrá nada de eso. Dana desvió la mirada, inquieta. --Sin embargo -añadió el Maestro-, quiero que tengas presente algo: en la Torre los lobos no pueden alcanzarte. En la Torre estarás a salvo. Entraron en la explanada cuando el sol ya se hundía en el horizonte. Dana vio, como la tarde anterior, la alta figura de Fenris en las almenas. El viento le azotaba el rostro y hacía ondear su melena cobriza y su larga capa, pero al elfo no parecía importarle. Como si fuera el centinela de la Torre, permanecía muy erguido, con sus gatunos ojos fijos en el horizonte. 5 Visiones DANA NUNCA OLVIDARÍA el día en que, cinco años después de su llegada a la Torre, aprobó el examen del Libro del Agua y cambió su túnica por una de color violeta. A la mañana siguiente se despertó más tarde de lo habitual, porque aquel tipo de exámenes la agotaba, pero pensó que se lo había ganado, y se llenó de satisfacción cuando vio a los pies de su cama la túnica violeta que tanto le había costado obtener. Se levantó de un salto para admirar la suavidad y el brillo de la tela bajo la luz matinal. Había trabajado mucho para conseguirla. Como el Maestro le había advertido desde el principio, el estudio de la magia era algo tan apasionante que había terminado por absorberla por completo. A los dos años de su llegada a la Torre ya se había aprendido todos los hechizos del Libro de la Tierra para convertirse en una estudiante de segundo grado y cambiar así la túnica blanca por una verde. Apenas año y medio después, se examinaba del Libro del Aire y obtenía la túnica azul. Y por fin, la noche anterior, había aprobado el examen del Libro del Agua. Ya era una aprendiza de cuarto grado. Sólo le quedaba uno más para convertirse en maga. Suspiró, sin atreverse todavía a vestir su nueva túnica. Sobre la mesa ya tenía su nuevo manual de estudios: el Libro del Fuego. El más difícil. Se asomó a la ventana, así, en camisón, y respiró profundamente. Fuera, el aire era helador, pero el hechizo térmico que protegía la Torre de todas las agresiones meteorológicas hacía que su cuarto siempre estuviese a una temperatura agradable, incluso con la ventana abierta. A Dana aquello le parecía ya tan natural que se habría olvidado de cerrar la ventana en cualquier otro lugar del mundo, por mucho frío que hiciese fuera. Sí, había cambiado mucho desde su llegada a la escuela de Alta Hechicería, cinco años atrás. Ahora era una muchacha de quince años alta y seria, y dedicada a la magia por completo. Había aprendido muchas cosas, pero fundamentalmente se había dado cuenta de algo importante: había nacido para aquello, y no concebía ya su vida lejos de la Torre y de la magia. Su mayor ambición, aunque no lo había dicho a nadie, era la de superar al Maestro algún día y convertirse en Archimaga. Los Archimagos eran los únicos hechiceros que estaban por encima de los Maestros. El Amo de la Torre había dedicado toda su vida a estudiar y perfeccionar su magia y, sin embargo, no había alcanzado tal nivel, que sólo estaba reservado a unos pocos escogidos. Pero aun así era un mentalista, uno de los tipos de magos más poderosos que existían, porque empleaba el poder de la mente y era capaz de leer los pensamientos de las personas. Dana no sabía si lograría superarlo algún día, pero soñaba con esa posibilidad y trabajaba con esfuerzo y constancia, todos los días, porque sabía que era la única forma de lograrlo. Sin embargo, aquel día pensaba tomarse la mañana libre. Sonrió y se puso, por fin, su nueva túnica violeta, estremeciéndose al sentir su roce. Después se lavó la cara y se peinó con los dedos los rebeldes mechones de cabello negro. Se había cortado las trenzas tiempo atrás, considerando que eran una molestia, y que no concordaban con la imagen que ella quería dar: la de una aprendiza de hechicera que ya era bastante poderosa y había consagrado su tiempo y su vida a la magia. Por la tarde salió a cabalgar con Lunaestrella. Se internó en el bosque con la seguridad de quien lo conoce palmo a palmo, deteniéndose en los lugares que más recuerdos le traían, como aquel