El Perfume: Historia de un Asesino PDF

Summary

El Perfume: Historia de un Asesino es una novela de Patrick Süskind que narra la historia de Jean-Baptiste Grenouille, un hombre nacido en el siglo XVIII en Francia con un extraordinario sentido del olfato. La novela explora temas como el hedor de la sociedad parisina de la época, la búsqueda obsesiva de la perfección y la naturaleza del mal. El libro está ambientado en 1700s Francia.

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EL PERFUME HISTORIA DE UN ASESINO (Das Parfüm, die Geschichte eines Mörders, 1985) PATRICK SÜSKIND Copia privada para fines exclusivamente educacionales Prohibida su venta PERRERAC PRIMERA PARTE 2 ...

EL PERFUME HISTORIA DE UN ASESINO (Das Parfüm, die Geschichte eines Mörders, 1985) PATRICK SÜSKIND Copia privada para fines exclusivamente educacionales Prohibida su venta PERRERAC PRIMERA PARTE 2 1 En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores. En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había 3 atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor. Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del Hotel-Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres. Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste Grenouille. Era uno de los días más calurosos del año. El calor se abatía como plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno quemado. Cuando se iniciaron los dolores del parto, la madre de Grenouille se encontraba en un puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures que había destripado previamente. Los pescados, seguramente sacados del Sena aquella misma mañana, apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los cadáveres. Sin embargo, la madre de Grenouille no percibía el olor a pescado podrido o a cadáver porque su sentido del olfato estaba totalmente embotado y además le dolía todo el cuerpo y el dolor disminuía su sensibilidad a cualquier percepción sensorial externa. Sólo quería que los dolores cesaran, acabar lo más rápidamente posible con 4 el repugnante parto. Era el quinto. Todos los había tenido en el puesto de pescado y las cinco criaturas habían nacido muertas o medio muertas, porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas de pescado que cubrían el suelo y no sobrevivían mucho rato entre ellas y por la noche todo era recogido con una pala y llevado en carreta al cementerio o al río. Lo mismo ocurriría hoy y la madre de Grenouille, que aún era una mujer joven, de unos veinticinco años, muy bonita y que todavía conservaba casi todos los dientes y algo de cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis y una tisis incipiente, no padecía ninguna enfermedad grave y aún esperaba vivir mucho tiempo, quizá cinco o diez años más y tal vez incluso casarse y tener hijos de verdad como la esposa respetable de un artesano viudo, por ejemplo... la madre de Grenouille deseaba que todo pasara cuanto antes. Y cuando empezaron los dolores de parto, se acurrucó bajo el mostrador y parió allí, como hiciera ya cinco veces, y cortó con el cuchillo el cordón umbilical del recién nacido. En aquel momento, sin embargo, a causa del calor y el hedor que ella no percibía como tales, sino como algo insoportable y enervante –como un campo de lirios o un reducido aposento demasiado lleno de narcisos–, cayó desvanecida debajo de la mesa y fue rodando hasta el centro del arroyo, donde quedó inmóvil, con el cuchillo en la mano. Gritos, carreras, la multitud se agolpa a su alrededor, avisan a la policía. La mujer sigue en el suelo con el cuchillo en la mano; poco a poco, recobra el conocimiento. –¿Qué le ha sucedido? –Nada. –¿Qué hace con el cuchillo? –Nada. –¿De dónde procede la sangre de sus refajos? –De los pescados. Se levanta, tira el cuchillo y se aleja para lavarse. Entonces, de modo inesperado, la criatura que yace bajo la mesa empieza a gritar. Todos se vuelven, descubren al recién nacido 5 entre un enjambre de moscas, tripas y cabezas de pescado y lo levantan. Las autoridades lo entregan a una nodriza de oficio y apresan a la madre. Y como ésta confiesa sin ambages que lo habría dejado morir, como por otra parte ya hiciera con otros cuatro, la procesan, la condenan por infanticidio múltiple y dos semanas más tarde la decapitan en la Place de Gréve. En aquellos momentos el niño ya había cambiado tres veces de nodriza. Ninguna quería conservarlo más de dos días. Según decían, era demasiado voraz, mamaba por dos, robando así la leche a otros lactantes y el sustento a las nodrizas, ya que alimentar a un lactante único no era rentable. El oficial de policía competente, un tal La Fosse, se cansó pronto del asunto y decidió enviar al niño a la central de expósitos y huérfanos de la lejana Rue Saint-Antoine, desde donde el transporte era efectuado por mozos mediante canastas de rafia en las que por motivos racionales hacinaban hasta cuatro lactantes, y como la tasa de mortalidad en el camino era extraordinariamente elevada, por lo que se ordenó a los mozos que sólo se llevaran a los lactantes bautizados y entre éstos, únicamente a aquéllos provistos del correspondiente permiso de transporte que debía estampillarse en Ruán, y como el niño Grenouille no estaba bautizado ni poseía tampoco un nombre que pudiera escribirse en la autorización, y como, por añadidura, no era competencia de la policía poner en las puertas de la inclusa a una criatura anónima sin el cumplimiento de las debidas formalidades... por una serie de dificultades de índole burocrático y administrativo que parecían concurrir en el caso de aquel niño determinado y porque, por otra parte, el tiempo apremiaba, el oficial de policía La Fosse se retractó de su decisión inicial y ordenó entregar al niño a una institución religiosa, previa exigencia de un recibo, para que allí lo bautizaran y decidieran sobre su destino ulterior. Se deshicieron de él en el convento de Saint-Merri de la Rue Saint–Martin, donde recibió en el bautismo el nombre de Jean- Baptiste. Y como el prior estaba aquellos días de muy buen humor y sus fondos para beneficencia aún no se habían agotado, en vez de enviar al niño a Ruán, decidió criarlo a expensas del convento y con este fin lo hizo entregar a una nodriza llamada 6 Jeanne Bussie, que vivía en la Rue Saint–Denis y a la cual se acordó pagar tres francos semanales por sus cuidados. 2 Varias semanas después la nodriza Jeanne Bussie se presentó ante la puerta del convento de Saint-Merri con una cesta en la mano y dijo al padre Terrier, un monje calvo de unos cincuenta años, que olía ligeramente a vinagre: "–Ahí lo tiene!" y depositó la cesta en el umbral. –Qué es esto? –preguntó Terrier, inclinándose sobre la cesta y olfateando, pues presentía algo comestible. –El bastardo de la infanticida de la Rue aux Fers! El padre metió un dedo en la cesta y descubrió el rostro del niño dormido. –Tiene buen aspecto. Sonrosado y bien nutrido. –Porque se ha atiborrado de mi leche, porque me ha chupado hasta los huesos. Pero esto se acabó. Ahora ya podéis alimentarlo vosotros con leche de cabra, con papilla y con zumo de remolacha. Lo devora todo, el bastardo. El padre Terrier era un hombre comodón. Tenía a su cargo la administración de los fondos destinados a beneficencia, la repartición del dinero entre los pobres y necesitados, y esperaba que se le dieran las gracias por ello y no se le importunara con nada más. Los detalles técnicos le disgustaban mucho porque siempre significaban dificultades y las dificultades significaban una perturbación de su tranquilidad de ánimo que no estaba dispuesto a permitir. Se arrepintió de haber abierto el portal y deseó que aquella persona cogiera la cesta, se marchara a su casa y le dejara en paz con sus problemas acerca del lactante. Se enderezó con lentitud y al respirar olió el aroma de leche y 7 queso de oveja que emanaba de la nodriza. Era un aroma agradable. –No comprendo qué quieres. En verdad, no comprendo a dónde quieres ir a parar. Sólo sé que a este niño no le perjudicaría en absoluto que le dieras el pecho todavía un buen tiempo. –A él, no –replicó la nodriza–, sólo a mí. He adelgazado casi cinco kilos, a pesar de que he comido para tres. –Y por cuánto? – Por tres francos semanales! –Ah, ya lo entiendo –dijo Terrier, casi con alivio–, ahora lo veo claro. Se trata otra vez de dinero. –No! –exclamó la nodriza. –Claro que sí! Siempre se trata de dinero. Cuando alguien llama a esta puerta, se trata de dinero. Me gustaría abrirla una sola vez a una persona que viniera por otro motivo. Para traernos un pequeño obsequio, por ejemplo, un poco de fruta o un par de nueces. En otoño hay muchas cosas que nos podrían traer. Flores, quizá. O solamente que alguien viniera a decir en tono amistoso: "Dios sea con vos, padre Terrier, os deseo muy buenos días!" Pero esto no me ocurrirá nunca. Cuando no es un mendigo, es un vendedor, y cuando no es un vendedor, es un artesano, y quien no quiere limosna, presenta una cuenta. Ya no puedo salir a la calle. Cada vez que salgo, no doy ni tres pasos sin verme rodeado de individuos que me piden dinero! –Yo no –insistió la nodriza. –Pero te diré una cosa: no eres la única nodriza de la diócesis. Hay centenares de amas de cría de primera clase que competirán entre sí por dar el pecho o criar con papillas, zumos u otros alimentos a este niño encantador por tres francos a la semana...– Entonces, dádselo a una de ellas. –...Pero, por otra parte, tanto cambio no es bueno para un niño. Quién sabe si otra leche le sentaría tan bien como la tuya. Ten en cuenta que está acostumbrado al aroma de tu pecho y al latido de tu corazón. 8 Y aspiró de nuevo profundamente la cálida fragancia emanada por la nodriza, añadiendo, cuando se dio cuenta de que sus palabras no habían causado ninguna impresión: –!Llévate al niño a tu casa!. Hablaré del asunto con el prior y le propondré que en lo sucesivo te dé cuatro francos semanales. –No –rechazó la nodriza. –Está bien. !Cinco! –No. –¿Cuánto pides, entonces? –gritó Terrier–. Cinco francos son un montón de dinero por el insignificante trabajo de alimentar a un niño pequeño. –No pido dinero –respondió la nodriza–; sólo quiero sacar de mi casa a este bastardo. –Pero –¿por qué, buena mujer? –preguntó Terrier, volviendo a meter el dedo en la cesta–. Es un niño precioso, tiene buen color, no grita, duerme bien y está bautizado. –Está poseído por el demonio. Terrier sacó la mano de la cesta a toda prisa. –!Imposible! Es absolutamente imposible que un niño de pecho esté poseído por el demonio. Un niño de pecho no es un ser humano, sólo un proyecto y aún no tiene el alma formada del todo. Por consiguiente, carece de interés para el demonio. – ¿Acaso habla ya? –¿Tiene convulsiones? –¿Mueve las cosas de la habitación? –¿Despide mal olor? –No huele a nada en absoluto –contestó la nodriza. –¿Lo ves? Esto es una señal inequívoca. Si estuviera poseído por el demonio, apestaría. Y con objeto de tranquilizar a la nodriza y poner a prueba el propio valor, Terrier levantó la cesta y la sostuvo bajo su nariz. –No huelo a nada extraño –dijo, después de olfatear un momento–, a nada fuera de lo común. Sólo el pañal parece despedir algo de olor. –Y acercó la cesta a la nariz de la mujer para que confirmara su impresión. 9 –No me refiero a eso –dijo la nodriza en tono desabrido, apartando la cesta–. No me refiero al contenido del pañal. Sus excrementos huelen. Es él, el propio bastardo, el que no huele a nada. –¡Porque está sano –gritó Terrier–, porque está sano! por esto no huele. Es de sobra conocido que sólo huelen los niños enfermos. Todo el mundo sabe que un niño atacado por las viruelas huele a estiércol de caballo y el que tiene escarlatina, a manzanas pasadas y el tísico, a cebolla. Está sano, no le ocurre nada más. –Acaso tiene que apestar? –Apestan acaso tus propios hijos? –No –respondió la nodriza–. Mis hijos huelen como deben oler los seres humanos. Terrier dejó cuidadosamente la cesta en el suelo porque sentía brotar en su interior las primeras oleadas de ira ante la terquedad de la mujer. No podía descartar que en el curso de la disputa acabara necesitando las dos manos para gesticular mejor y no quería que el niño resultara lastimado. Ante todo, sin embargo, enlazó las manos a la espalda, tendió hacia la nodriza su prominente barriga y preguntó con severidad: –¿Acaso pretendes saber cómo debe oler un ser humano que, en todo caso (te lo recuerdo, puesto que está bautizado), también es hijo de Dios? –Sí –afirmó el ama de cría. –¿Y afirmas además que, si no huele como tú crees que debe oler (¡tú, la nodriza Jeanne Bussie de la Rue Saint–Denis!), es una criatura del demonio? Adelantó la mano izquierda y la sostuvo, amenazadora, con el índice doblado como un signo de interrogación ante la cara de la mujer, que adoptó un gesto reflexivo. No le gustaba que la conversación se convirtiera de repente en un interrogatorio teológico en el que ella llevaría las de perder. –Yo no he dicho tal cosa –eludió–. Si la cuestión tiene o no algo que ver con el demonio, sois vos quien debe decidirlo, padre Terrier; no es asunto de mi incumbencia. Yo sólo sé una cosa: 10 que este niño me horroriza porque no huele como deben oler los lactantes. –¡Ah! –exclamó Terrier, satisfecho, dejando caer la mano–. Así que te retractas de lo del demonio. Bien. Pero ahora ten la bondad de decirme: –Cómo huele un lactante cuando huele como tú crees que debe oler? Vamos, dímelo. –Huele bien –contestó la nodriza. –¿Qué significa bien? –vociferó Terrier–. Hay muchas cosas que huelen bien. Un ramito de espliego huele bien. El caldo de carne huele bien. Los jardines de Arabia huelen bien. Yo quiero saber cómo huele un niño de pecho. La nodriza titubeó. Sabía muy bien cómo olían los niños de pecho, lo sabía con gran precisión, no en balde había alimentado, cuidado, mecido y besado a docenas de ellos... Era capaz de encontrarlos de noche por el olor, ahora mismo tenía el olor de los lactantes en la nariz, pero todavía no lo había descrito nunca con palabras. –¿Y bien? –apremió Terrier, haciendo castañetear las uñas. –Pues... –empezó la nodriza– no es fácil de decir porque... porque no huelen igual por todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen como una piedra lisa y caliente... no, más bien como el requesón... o como la mantequilla... eso es, huelen a mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como... una galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de arriba, en la coronilla, donde el pelo forma un remolino, – veis, padre?, aquí, donde vos ya no tenéis nada... –y tocó la calva de Terrier, quien había enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e inclinado, obediente, la cabeza–, aquí, precisamente aquí es donde huelen mejor. Se parece al olor del caramelo, no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso que es. Una vez se les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos. Y así, y no de otra manera, deben oler los niños de pecho. Cuando no huelen así, cuando aquí arriba no huelen a nada, ni siquiera a aire frío, como este bastardo, entonces... Podéis llamarlo como queráis, padre, pero yo –y cruzó con decisión los brazos sobre el pecho, lanzando una mirada de asco a la cesta, 11 como si contuviera sapos–, ¡yo, Jeanne Bussie, no me vuelvo con esto a casa! El padre Terrier levantó con lentitud la cabeza inclinada, se pasó dos veces un dedo por la calva, como si quisiera peinársela, deslizó como por casualidad el dedo hasta la punta de la nariz y olfateó, pensativo. –¿A caramelo...? –preguntó, intentando encontrar de nuevo el tono severo–. Caramelo –¿Qué sabes tú de caramelo? –Lo has probado alguna vez? –No directamente –respondió la nodriza–, pero una vez estuve en un gran hotel de la Rue Saint–Honorè y vi cómo lo hacían con azúcar fundido y crema. Olía tan bien, que nunca más lo he olvidado. –Está bien, ya basta –dijo Terrier, apartando el dedo de la nariz–. Ahora te ruego que calles. Es muy fatigoso para mí continuar hablando contigo a este nivel. Colijo que te niegas, por los motivos que sean, a seguir alimentando al lactante que te había sido confiado, Jean-Baptiste Grenouille, y que lo pones de nuevo bajo la tutela del convento de Saint-Merri. Lo encuentro muy triste, pero no puedo evitarlo. Estás despedida. Cogió la cesta, respiró una vez más la cálida fragancia de la lana impregnada de leche, que ya se dispersaba, y cerró la puerta con cerrojo, tras lo cual se dirigió a su despacho. 3 El padre Terrier era un hombre culto. No sólo había estudiado teología, sino también leído a los filósofos y profundizado además en la botánica y la alquimia. Confiaba en la fuerza de su espíritu crítico, aunque nunca se habría aventurado, como hacían muchos, a poner en tela de juicio los milagros, los oráculos y la 12 verdad de los textos de las Sagradas Escrituras, pese a que en rigor la razón sola no bastaba para explicarlos y a veces incluso los contradecía. Prefería abstenerse de ahondar en semejantes problemas, que le resultaban desagradables y sólo conseguirían sumirle en la más penosa inseguridad e inquietud cuando, precisamente para servirse de la razón, necesitaba gozar de seguridad y sosiego. Había cosas, sin embargo, contra las cuales luchaba a brazo partido y éstas eran las supersticiones del pueblo llano: brujería, cartomancia, uso de amuletos, hechizos, conjuros, ceremonias en días de luna llena y otras prácticas. Era muy deprimente ver el arraigo de tales creencias paganas después de un milenio de firme establecimiento del cristianismo. La mayoría de casos de las llamadas alianzas con Satanás y posesiones del demonio también resultaban, al ser considerados más de cerca, un espectáculo supersticioso. Ciertamente, Terrier no iría tan lejos como para negar la existencia de Satanás o dudar de su poder; la resolución de semejantes problemas, fundamentales en la teología, incumbía a esferas que estaban fuera del alcance de un simple monje. Por otra parte, era evidente que cuando una persona ingenua como aquella nodriza afirmaba haber descubierto a un espíritu maligno, no podía tratarse del demonio. Su misma creencia de haberlo visto era una prueba segura de que no existía ninguna intervención demoníaca, puesto que el diablo no sería tan tonto como para dejarse sorprender por la nodriza Jeanne Bussie. Y encima aquella historia de la nariz. Del primitivo órgano del olfato, el más bajo de los sentidos Como si el infierno oliera a azufre y el paraíso a incienso y mirra. La peor de las supersticiones, que se remontaba al pasado más remoto y pagano, cuando los hombres aún vivían como animales, no poseían la vista aguda, no conocían los colores, pero se creían capaces de oler la sangre y de distinguir por el olor entre amigos y enemigos, se veían a sí mismos husmeados por gigantes caníbales, hombres lobos, y ofrecían a sus horribles dioses holocaustos apestosos y humeantes. Qué espanto "Ve el loco con la nariz" más que con los ojos y era probable que la luz del don divino de la razón tuviera que brillar mil años más antes de que desaparecieran los últimos restos de la religión primitiva. –Ah, y el pobre niño. La inocente criatura. Yace en la canasta y dormita, ajeno a las repugnantes sospechas concebidas contra él. 13 Esa desvergonzada osa afirmar que no hueles como deben oler los hijos de los hombres. ¿Qué te parece? ¿Qué dices a esto, eh, chiquirrinín? Y meciendo después con cuidado la cesta sobre sus rodillas, acarició con un dedo la cabeza del niño, diciendo de vez en cuando "chiquirrinín" porque lo consideraba una expresión cariñosa y tranquilizadora para un lactante. –Dicen que debes oler a caramelo. ¡Vaya tontería! ¿Verdad, chiquirrinín? Al cabo de un rato se llevó el dedo a la nariz y olfateó, pero sólo olió a la col fermentada que había comido al mediodía. Vaciló un momento, miró a su alrededor por si le observaba alguien, levantó la cesta y hundió en ella su gruesa nariz. La bajó mucho, hasta que los cabellos finos y rojizos del niño le hicieron cosquillas en la punta, e inspiró sobre la cabeza con la esperanza de captar algún olor. No sabía con certeza a qué debían oler las cabezas de los lactantes pero, naturalmente, no a caramelo, esto seguro, porque el caramelo era azúcar fundido y un lactante que sólo había tomado leche no podía oler a azúcar fundido. A leche, en cambio, sí, a leche de nodriza, pero tampoco olía a leche. También podía oler a cabellos, a piel y cabellos y tal vez un poquito a sudor infantil. Y Terrier olfateó, imaginándose que olería a piel, cabellos y un poco a sudor infantil. Pero no olió a nada. Absolutamente a nada. Por lo visto, los lactantes no huelen a nada, pensó, debe ser esto. Un niño de pecho siempre limpio y bien lavado no debe oler, del mismo modo que no habla ni corre ni escribe. Estas cosas llegan con la edad. De hecho, el ser humano no despide ningún olor hasta que alcanza la pubertad. Esta es la razón y no otra. ¿Acaso no escribió Horacio: "Está en celo el adolescente y exhala la doncella la fragancia de un narciso blanco en flor..."? ¡Y los romanos entendían bastante de estas cosas! El olor de los seres humanos es siempre un aroma carnal y por lo tanto pecaminoso, y, ¿a qué podría oler un niño de pecho que no conoce ni en sueños los pecados de la carne? ¿A qué podría oler, chiquirrinín? ¡A nada! Se había colocado de nuevo la cesta sobre las rodillas y la mecía con suavidad. El niño seguía durmiendo profundamente. Tenía el 14 puño derecho, pequeño y rojo, encima de la colcha y se lo llevaba con suavidad de vez en cuando a la mejilla. Terrier sonrió y sintió un hondo y repentino bienestar. Por un momento se permitió el fantástico pensamiento de que era él el padre del niño. No era ningún monje, sino un ciudadano normal, un hábil artesano, tal vez, que se había casado con una mujer cálida, que olía a leche y lana, con la cual había engendrado un hijo que ahora mecía sobre sus propias rodillas, su propio hijo, ¿eh, chiquirrinín? Este pensamiento le infundió bienestar, era una idea llena de sentido. Un padre mece a su hijo sobre las rodillas, ¿verdad chiquirrinín?, la imagen era tan vieja como el mundo y sería a la vez siempre nueva y hermosa mientras el mundo existiera. ¡Ah, sí! Terrier sintió calor en el corazón y su ánimo se tornó sentimental. Entonces el niño se despertó. Se despertó primero con la nariz. La naricilla se movió, se estiró hacia arriba y olfateó. Inspiró aire y lo expiró a pequeñas sacudidas, como en un estornudo incompleto. Luego se arrugó y el niño abrió los ojos. Los ojos eran de un color indefinido, entre gris perla y blanco opalino tirando a cremoso, cubiertos por una especie de película viscosa y al parecer todavía poco adecuados para la visión. Terrier tuvo la impresión de que no le veían. La nariz, en cambio, era otra cosa. Así como los ojos mates del niño bizqueaban sin ver, la nariz parecía apuntar hacia un blanco fijo y Terrier tuvo la extraña sensación de que aquel blanco era él, su persona, el propio Terrier. Las diminutas ventanillas de la nariz y los diminutos orificios en el centro del rostro infantil se esponjaron como un capullo al abrirse. O más bien como las hojas de aquellas pequeñas plantas carnívoras que se cultivaban en el jardín botánico del rey. Y al igual que éstas, parecían segregar un misterioso líquido. A Terrier se le antojó que el niño le veía con la nariz, de un modo más agudo, inquisidor y penetrante de lo que puede verse con los ojos, como si a través de su nariz absorbiera algo que emanaba de él, Terrier, algo que no podía detener ni ocultar... !El niño inodoro le olía con el mayor descaro, eso era ¡Le husmeaba! Y Terrier se imaginó de pronto a sí mismo apestando a sudor y a vinagre, a chucrut y a ropa sucia. Se vio desnudo y repugnante y se sintió escudriñado por alguien que no 15 revelaba nada de sí mismo. Le pareció incluso que le olfateaba hasta atravesarle la piel para oler sus entrañas. Los sentimientos más tiernos y las ideas más sucias quedaban al descubierto ante aquella pequeña y viva nariz, que aún no era una nariz de verdad, sino sólo un botón, un órgano minúsculo y agujereado que no paraba de retorcerse, esponjarse y temblar. Terrier sintió terror y asco y arrugó la propia nariz como ante algo maloliente cuya proximidad le repugnase. Olvidó la dulce y atrayente idea de que podía ser su propia carne y sangre. Rechazó el idilio sentimental de padre e hijo y madre fragante. Quedó rota la agradable y acogedora fantasía que había tejido en torno a sí mismo y al niño. Sobre sus rodillas yacía un ser extraño y frío, un animal hostil, y si no hubiera tenido un carácter mesurado, imbuido de temor de Dios y de criterios racionales, lo habría lanzado lejos de sí en un arranque de asco, como si se tratase de una araña. Se puso en pie de un salto y dejó la cesta sobre la mesa. Quería deshacerse de aquello lo más de prisa posible, lo antes posible, inmediatamente. Y entonces aquello empezó a gritar. Apretó los ojos, abrió las fauces rojas y chilló de forma tan estridente que a Terrier se le heló la sangre en las venas. Sacudió la cesta con el brazo estirado y chilló "chiquirrinín" para hacer callar al niño, pero éste intensificó sus alaridos y el rostro se le amorató como si estuviera a punto de estallar a fuerza de gritos. ¡A la calle con él!, pensó Terrier; a la calle inmediatamente con este... "demonio" estuvo a punto de decir, pero se dominó a tiempo... ¡a la calle con este monstruo!, este niño insoportable Pero ¿a dónde lo llevo? Conocía a una docena de nodrizas y orfanatos del barrio, pero estaban demasiado cerca, demasiado próximos a su persona, tenía que llevar aquello más lejos, tan lejos que no pudieran oírlo, tan lejos que no pudieran dejarlo de nuevo ante la puerta en cualquier momento; a otra diócesis, si era posible, y a la otra orilla, todavía mejor, y lo mejor de todo extramuros, al Faubourg Saint-Antoine, ¡eso mismo! Allí llevaría al diablillo chillón, hacia el este, muy lejos, pasada la Bastilla, donde cerraban las puertas de noche. 16 Y se recogió la sotana, agarró la cesta vociferante y echó a correr por el laberinto de callejas hasta la Rue du Faubourg Saint- Antoine, y de allí por la orilla del Sena hacia el este y fuera de la ciudad, muy, muy lejos, hasta la Rue de Charonne y el extremo de ésta, donde conocía las señas, cerca del convento de la Madeleine de Trenelle, de una tal madame Gaillard, que aceptaba a niños de cualquier edad y condición, siempre que alguien pagara su hospedaje, y allí entregó al niño, que no había cesado de gritar, pagó un año por adelantado, regresó corriendo a la ciudad y, una vez llegado al convento, se despojó de sus ropas como si estuvieran contaminadas, se lavó de pies a cabeza y se acostó en su celda, se santiguó muchas veces, oró largo rato y por fin, aliviado, concilió el sueño. 4 Aunque no contaba todavía treinta años, madame Gaillard ya tenía la vida a sus espaldas. Su aspecto exterior correspondía a su verdadera edad, pero al mismo tiempo aparentaba el doble, el triple y el céntuplo de sus años, es decir, parecía la momia de una jovencita. Interiormente, hacía mucho tiempo que estaba muerta. De niña había recibido de su padre un golpe en la frente con el atizador, justo encima del arranque de la nariz, y desde entonces carecía del sentido del olfato y de toda sensación de frío y calor humano, así como de cualquier pasión. Tras aquel único golpe, la ternura le fue tan ajena como la aversión, y la alegría tan extraña como la desesperanza. No sintió nada cuando más tarde cohabitó con un hombre y tampoco cuando parió a sus hijos. No lloró a los que se le murieron ni se alegró de los que le quedaron. Cuando su marido le pegaba, no se estremecía, y no experimentó ningún alivio cuando él murió del cólera en el Hotel–Dieu. Las dos únicas sensaciones que conocía eran un ligerísimo decaimiento cuando se aproximaba la jaqueca mensual y una ligerísima animación 17 cuando desaparecía. Salvo en estos dos casos, aquella mujer muerta no sentía nada. Por otra parte... o tal vez precisamente a causa de su total falta de emoción, madame Gaillard poseía un frío sentido del orden y de la justicia. No favorecía a ninguno de sus pupilos, pero tampoco perjudicaba a ninguno. Les daba tres comidas al día y ni un bocado más. Cambiaba los pañales a los más pequeños tres veces diarias, pero sólo hasta que cumplían dos años. El que se ensuciaba los calzones a partir de entonces recibía en silencio una bofetada y una comida de menos. La mitad justa del dinero del hospedaje era para la manutención de los niños, la otra mitad se la quedaba ella. En tiempos de prosperidad no intentaba aumentar sus beneficios, pero en los difíciles no añadía ni un "sou", aunque se presentara un caso de vida o muerte. De otro modo el negocio no habría sido rentable para ella. Necesitaba el dinero y lo había calculado todo con exactitud. Quería disfrutar de una pensión en su vejez y además poseer lo suficiente para poder morir en su casa y no estirar la pata en el Hotel–Dieu, como su marido. La muerte de éste la había dejado fría, pero le horrorizaba morir en público junto a centenares de personas desconocidas. Quería poder pagarse una muerte privada y para ella necesitaba todo el margen del dinero del hospedaje. Era cierto que algunos inviernos se le morían tres o cuatro de las dos docenas de pequeños pupilos, pero aun así su porcentaje era mucho menor que el de la mayoría de otras madres adoptivas, para no hablar de las grandes inclusas estatales o religiosas, donde solían morir nueve de cada diez niños. Claro que era muy fácil reemplazarlos. París producía anualmente más de diez mil niños abandonados, bastardos y huérfanos, así que las bajas apenas se notaban. Para el pequeño Grenouille, el establecimiento de madame Gaillard fue una bendición. Seguramente no habría podido sobrevivir en ningún otro lugar. Aquí, en cambio, en casa de esta mujer pobre de espíritu, se crió bien. Era de constitución fuerte; quien sobrevive al propio nacimiento entre desperdicios, no se deja echar de este mundo así como así. Podía tomar día tras día sopas aguadas, nutrirse con la leche más diluida y digerir las verduras más podridas y la carne en mal estado. Durante su 18 infancia sobrevivió al sarampión, la disentería, la varicela, el cólera, una caída de seis metros en un pozo y la escaldadura del pecho con agua hirviendo. Como consecuencia de todo ello le quedaron cicatrices, arañazos, costras y un pie algo estropeado que le hacía cojear, pero vivía. Era fuerte como una bacteria resistente, y frugal como la garrapata, que se inmoviliza en un árbol y vive de una minúscula gota de sangre que chupó años atrás. Una cantidad mínima de alimento y de ropa bastaba para su cuerpo. Para el alma no necesitaba nada. La seguridad del hogar, la entrega, la ternura, el amor –o como se llamaran las cosas consideradas necesarias para un niño– eran totalmente superfluas para el niño Grenouille. Casi afirmaríamos que él mismo las había convertido en superfluas desde el principio, a fin de poder sobrevivir. El grito que siguió a su nacimiento, el grito exhalado bajo el mostrador donde se cortaba el pescado, que sirvió para llamar la atención sobre sí mismo y enviar a su madre al cadalso, no fue un grito instintivo en demanda de compasión y amor, sino un grito bien calculado, casi diríamos calculado con madurez, mediante el cual el recién nacido se decidió "contra" el amor y "a favor" de la vida. Dadas las circunstancias, ésta sólo era posible sin aquél, y si el niño hubiera exigido ambas cosas, no cabe duda de que habría perecido sin tardanza. En aquel momento habría podido elegir la segunda posibilidad que se le ofrecía, callar y recorrer el camino del nacimiento a la muerte sin el desvío de la vida, ahorrando con ello muchas calamidades a sí mismo y al mundo, pero tan prudente decisión habría requerido un mínimo de generosidad innata y Grenouille no la poseía. Fue un monstruo desde el mismo principio. Eligió la vida por pura obstinación y por pura maldad. Como es natural, no decidió como decide un hombre adulto, que necesita una mayor o menor sensatez y experiencia para escoger entre diferentes opciones. Adoptó su decisión de un modo vegetativo, como decide una judía desechada si ahora debe germinar o continuar en su estado actual. O como aquella garrapata del árbol, para la cual la vida es sólo una perpetua hibernación. La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al 19 mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma. La garrapata, que se empequeñece para pasar desapercibida, para que nadie la vea y la pise. La solitaria garrapata, que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes, que ella nunca podrá alcanzar por sus propias fuerzas. Podría dejarse caer; podría dejarse caer al suelo del bosque, arrastrarse unos milímetros con sus seis patitas minúsculas y dejarse morir bajo las hojas, lo cual Dios sabe que no sería ninguna lástima. Pero la garrapata, terca, obstinada y repugnante, permanece acurrucada, vive y espera. Espera hasta que la casualidad más improbable le lleve la sangre en forma de un animal directamente bajo su árbol. Sólo entonces abandona su posición, se deja caer y se clava, perfora y muerde la carne ajena... Igual que esta garrapata era el niño Grenouille. Vivía encerrado en sí mismo como en una cápsula y esperaba mejores tiempos. sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera el propio olor. Cualquier otra mujer habría echado de su casa a este niño monstruoso. No así madame Gaillard. No podía oler la falta de olor del niño y no esperaba ninguna emoción de él porque su propia alma estaba sellada. En cambio, los otros niños intuyeron en seguida que Grenouille era distinto. El nuevo les infundió miedo desde el primer día; evitaron la caja donde estaba acostado y se acercaron mucho a sus compañeros de cama, como si hiciera más frío en la habitación. Los más pequeños gritaron muchas veces durante la noche, como si una corriente de aire cruzara el dormitorio. Otros soñaron que algo les quitaba el aliento. Un día los mayores se unieron para ahogarlo y le cubrieron la cara con trapos, mantas y paja y pusieron encima de todo ello unos ladrillos. Cuando madame Gaillard lo desenterró a la mañana siguiente, estaba magullado y azulado, pero no muerto. Lo intentaron varias veces más, en vano. Estrangularlo con las propias manos o taponarle la boca o la nariz habría sido un método más seguro, pero no se 20 atrevieron. No querían tocarlo; les inspiraba el mismo asco que una araña gorda a la que no se quiere aplastar con la mano. Cuando creció un poco, abandonaron los intentos de asesinarlo. Se habían convencido de que era indestructible. En lugar de esto, le rehuían, corrían para apartarse de él y en todo momento evitaban cualquier contacto. No lo odiaban, ni tampoco estaban celosos de él o ávidos de su comida. En casa de madame Gaillard no existía el menor motivo para estos sentimientos. Les molestaba su presencia, simplemente. No podían percibir su olor. Le tenían miedo. 5 Y no obstante, visto de manera objetiva, no tenía nada que inspirase miedo. No era muy alto –cuando creció– ni robusto; feo, desde luego, pero no hasta el extremo de causar espanto. No era agresivo ni torpe ni taimado y no provocaba nunca; prefería mantenerse al margen. Tampoco su inteligencia parecía desmesurada. Hasta los tres años no se puso de pie y no dijo la primera palabra hasta los cuatro; fue la palabra "pescado", que pronunció como un eco en un momento de repentina excitación cuando un vendedor de pescado pasó por la Rue de Charonne anunciando a gritos su mercancía. Sus siguientes palabras fueron "pelargonio", "establo de cabras", "berza" y "Jacques L’orreur", nombre este último de un ayudante de jardinero del contiguo convento de las Filles de la Croix, que de vez en cuando realizaba trabajos pesados para madame Gaillard y se distinguía por no haberse lavado ni una sola vez en su vida. Los verbos, adjetivos y preposiciones le resultaban más difíciles. Hasta el "sí" y el "no" –que, por otra parte, tardó mucho en pronunciar–, sólo dijo sustantivos o, mejor dicho, nombres propios 21 de cosas concretas, plantas, animales y hombres, y sólo cuando estas cosas, plantas, animales u hombres, le sorprendían de improviso por su olor. Sentado al sol de marzo sobre un montón de troncos de haya, que crujían por el calor, pronunció por primera vez la palabra "leña". Había visto leña más de cien veces y oído la palabra otras tantas y, además, comprendía su significado porque en invierno le enviaban muy a menudo en su busca. Sin embargo, nunca le había interesado lo suficiente para pronunciar su nombre, lo cual hizo por primera vez aquel día de marzo, mientras estaba sentado sobre el montón de troncos, colocados como un banco bajo el tejado saliente del cobertizo de madame Gaillard, que daba al sur. Los troncos superiores tenían un olor dulzón de madera chamuscada, los inferiores olían a musgo y la pared de abeto rojo del cobertizo emanaba un cálido aroma de resina. Grenouille, sentado sobre el montón de troncos con las piernas estiradas y la espalda apoyada contra la pared del cobertizo, había cerrado los ojos y estaba inmóvil. No veía, oía ni sentía nada, sólo percibía el olor de la leña, que le envolvía y se concentraba bajo el tejado como bajo una cofia. Aspiraba este olor, se ahogaba en él, se impregnaba de él hasta el último poro, se convertía en madera, en un muñeco de madera, en un Pinocho, sentado como muerto sobre los troncos hasta que, al cabo de mucho rato, tal vez media hora, vomitó la palabra "madera", la arrojó por la boca como si estuviera lleno de madera hasta las orejas, como si pugnara por salir de su garganta después de invadirle la barriga, el cuello y la nariz. Y esto le hizo volver en sí y le salvó cuando la abrumadora presencia de la madera, su aroma, amenazaba con ahogarle. Se despertó del todo con un sobresalto, bajó resbalando por los troncos y se alejó tambaleándose, como si tuviera piernas de madera. Aún varios días después seguía muy afectado por la intensa experiencia olfatoria y cuando su recuerdo le asaltaba con demasiada fuerza, murmuraba "madera, madera", como si fuera un conjuro. 22 Así aprendió a hablar. Las palabras que no designaban un objeto oloroso, o sea, los conceptos abstractos, ante todo de índole ética y moral, le presentaban serias dificultades. No podía retenerlas, las confundía entre sí, las usaba, incluso de adulto, a la fuerza y muchas veces impropiamente: justicia, conciencia, Dios, alegría, responsabilidad; humildad, gratitud, etcétera, expresaban ideas enigmáticas para él. Por el contrario, el lenguaje corriente habría resultado pronto escaso para designar todas aquellas cosas que había ido acumulando como conceptos olfativos. Pronto, no olió solamente a madera, sino a clases de madera, arce, roble, pino, olmo, peral, a madera vieja, joven, podrida, mohosa, musgosa e incluso a troncos y astillas individuales y a distintas clases de aserrín y los distinguía entre sí como objetos claramente diferenciados, como ninguna otra persona habría podido distinguirlos con los ojos. Y lo mismo le ocurría con otras cosas. Sabía que aquella bebida blanca que madame Gaillard daba todas las mañanas a sus pupilos se llamaba sólo leche, aunque para Grenouille cada mañana olía y sabía de manera distinta, según lo caliente que estaba la vaca de que procedía, el alimento de esta vaca, la cantidad de nata que contenía, etcétera..., que el humo, aquella mezcla de efluvios que constaba de cien aromas diferentes y cuyo tornasol se transformaba no ya cada minuto, sino cada segundo, formando una nueva unidad, como el humo del fuego, sólo tenía un nombre, "humo"...que la tierra, el paisaje, el aire, que a cada paso y a cada aliento eran invadidos por un olor distinto y animados, en consecuencia, por otra identidad, sólo se designaban con aquellas tres simples palabras... Todas estas grotescas desproporciones entre la riqueza del mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían dudar al joven Grenouille del sentido de la lengua y sólo se adaptaba a su uso cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible. A los seis años ya había captado por completo su entorno mediante el olfato. No había ningún objeto en casa de madame Gaillard, ningún lugar en el extremo norte de la Rue de Charonne, 23 ninguna persona, ninguna piedra, ningún árbol, arbusto o empalizada, ningún rincón, por pequeño que fuese, que no conociera, reconociera y retuviera en su memoria olfativamente, con su identidad respectiva. Había reunido y tenía a su disposición diez mil, cien mil aromas específicos, todos con tanta claridad, que no sólo se acordaba de ellos cuando volvía a olerlos, sino que los olía realmente cuando los recordaba; y aún más, con su sola fantasía era capaz de combinarlos entre sí, creando nuevos olores que no existían en el mundo real. Era como si poseyera un inmenso vocabulario de aromas que le permitiera formar a voluntad enormes cantidades de nuevas combinaciones olfatorias... a una edad en que otros niños tartamudeaban con las primeras palabras aprendidas, las frases convencionales, a todas luces insuficientes para la descripción del mundo. Si acaso, lo único con que podía compararse su talento era la aptitud musical de un niño prodigio que hubiera captado en las melodías y armonías el alfabeto de los distintos tonos y ahora compusiera él mismo nuevas melodías y armonías, con la salvedad de que el alfabeto de los olores era infinitamente mayor y más diferenciado que el de los tonos, y también de que la actividad creadora del niño prodigio Grenouille se desarrollaba únicamente en su interior y no podía ser percibida por nadie más que por él mismo. Se fue volviendo cada vez más introvertido. Le gustaba vagar solo y sin rumbo por la parte norte del Faubourg Saint-Antoine, cruzando huertos, viñas y prados. Muchas veces no regresaba a casa por la noche y estaba días enteros sin aparecer. Luego sufría el correspondiente castigo de los bastonazos sin ninguna expresión de dolor. Ni el arresto domiciliario ni el ayuno forzoso ni el trabajo redoblado podían cambiar su conducta. La asistencia esporádica de un año y medio a la escuela parroquial de Notre Dame de Bon Secours no produjo un efecto aparente. Aprendió a deletrear y a escribir el propio nombre, pero nada más. Su maestro le tenía por un imbécil. En cambio, madame Gaillard se percató de que poseía determinadas facultades y cualidades que eran extraordinarias, por no decir sobrenaturales. Por ejemplo, parecía totalmente 24 inmune al temor infantil de la oscuridad y la noche. Se le podía mandar a cualquier hora con algún encargo al sótano, o donde los otros niños no se atrevían a ir ni con una linterna, o al cobertizo a buscar leña en una noche oscura como boca de lobo. Y nunca llevaba consigo una luz, a pesar de lo cual encontraba lo que buscaba y volvía en seguida con su carga, sin dar un paso en falso ni tropezar ni derribar nada. Y aún más notable era algo que madame Gaillard creía haber comprobado: daba la impresión de que veía a través del papel, la tela o la madera y, sí, incluso a través de las paredes y las puertas cerradas. Sabía cuántos niños y cuáles de ellos se hallaban en el dormitorio sin haber entrado en él y también sabía cuándo se escondía una oruga en la coliflor antes de partirla. Y una vez que ella había ocultado tan bien el dinero, que no lo encontraba (cambiaba el escondite), señaló sin buscar un segundo un lugar detrás de la viga de la chimenea y en efecto, ¡allí estaba! Incluso podía ver el futuro, pues anunciaba la visita de una persona mucho antes de su llegada y predecía infaliblemente la proximidad de una tormenta antes de que apareciera en el cielo la más pequeña nube. Madame Gaillard no habría imaginado ni en sueños, ni siquiera aunque el atizador le hubiera dejado indemne el sentido del olfato, que todo esto no lo veía con los ojos, sino que lo husmeaba con una nariz que cada vez olía con más intensidad y precisión: la oruga en la col, el dinero detrás de la viga, las personas a través de las paredes y a una distancia de varias manzanas. Estaba convencida de que el muchacho –imbécil o no– era un vidente y como sabía que los videntes ocasionaban calamidades e incluso la muerte, empezó a sentir miedo, un miedo que se incrementó ante la insoportable idea de vivir bajo el mismo techo con alguien que tenía el don de ver a través de paredes y vigas un dinero escondido cuidadosamente, por lo que en cuanto descubrió esta horrible facultad de Grenouille ardió en deseos de deshacerse de él y dio la casualidad de que por aquellas mismas fechas –Grenouille tenía ocho años– el convento de Saint-Merri suspendió sus pagos anuales sin indicar el motivo. Madame Gaillard no hizo ninguna reclamación; por decoro, esperó otra semana y al no llegar tampoco entonces el dinero convenido, cogió al niño de la mano y fue con él a la ciudad. 25 En la Rue de la Mortellerie, cerca del río, conocía a un curtidor llamado Grimal que tenía una necesidad notoria de mano de obra joven, no de aprendices u oficiales, sino de jornaleros baratos. En el oficio había trabajos –limpiar de carne las pieles putrefactas de animales, mezclar líquidos venenosos para curtir y teñir, preparar el tanino cáustico para el curtido– tan peligrosos que un maestro responsable no los confiaba, si podía evitarlo, a sus trabajadores especializados, sino a maleantes sin trabajo, vagabundos e incluso niños sin amo por los cuales nadie preguntaba en caso de una desgracia. Como es natural, madame Gaillard sabía que en el taller de Grimal, el niño Grenouille tendría pocas probabilidades de sobrevivir, pero no era mujer para preocuparse por ello. Ya había cumplido con su deber; el plazo del hospedaje había tocado a su fin. Lo que pudiera ocurrirle ahora a su antiguo pupilo no le concernía en absoluto. Si sobrevivía, mejor para él, y si moría, daba igual; lo importante era no infringir la ley. Exigió a monsieur Grimal una declaración por escrito de que se hacía cargo del muchacho, firmó por su parte el recibo de quince francos de comisión y emprendió el regreso a su casa de la Rue de Charonne, sin sentir la menor punzada de remordimiento. Por el contrario, creía haber obrado no sólo bien, sino además con justicia, puesto que seguir manteniendo a un niño por el que nadie pagaba redundaría en perjuicio de los otros niños e incluso de sí misma y pondría en peligro el futuro de los demás pupilos y su propio futuro, es decir, su propia muerte privada, que era el único deseo que tenía en la vida. Dado que abandonamos a madame Gaillard en este punto de la historia y no volveremos a encontrarla más tarde, queremos describir en pocas palabras el final de sus días. Aunque muerta interiormente desde niña, madame Gaillard alcanzó para su desgracia una edad muy avanzada. En 1782, con casi setenta años, cerró su negocio y se dedicó a vivir de renta en su pequeña vivienda, esperando la muerte. Pero la muerte no llegaba. En su lugar llegó algo con lo que nadie en el mundo habría podido contar y que jamás había sucedido en el país, a saber, una 26 revolución, o sea una transformación radical del conjunto de condiciones sociales, morales y trascendentales. Al principio, esta revolución no afectó en nada al destino personal de madame Gaillard. Sin embargo, con posterioridad –cuando casi tenía ochenta años–, sucedió que el hombre que le pagaba la renta se vio obligado a emigrar y sus bienes fueron expropiados y pasaron a manos de un fabricante de calzas. Durante algún tiempo pareció que tampoco este cambio tendría consecuencias fatales para madame Gaillard, ya que el fabricante de calzas siguió pagando puntualmente la renta. No obstante, llegó un día en que le pagó el dinero no en monedas contantes y sonantes, sino en forma de pequeñas hojas de papel impreso, y esto marcó el principio de su fin material. Pasados dos años, la renta ya no llegaba ni para pagar la leña. Madame Gaillard se vio obligada a vender la casa, y a un precio irrisorio además, porque de repente había millares de personas que, como ella, también tenían que vender su casa. Y de nuevo le pagaron con aquellas malditas hojas que al cabo de otros dos años habían perdido casi todo su valor, hasta que en 1797 –se acercaba ya a los noventa– perdió toda la fortuna amasada con su trabajo esforzado y secular y fue a alojarse en una diminuta habitación amueblada de la Rue des Coquelles. Y entonces, con un retraso de diez o veinte años, llegó la muerte en forma de un lento tumor en la garganta que primero le quitó el apetito y luego le arrebató la voz, por lo que no pudo articular ninguna protesta cuando se la llevaron al Hotel–Dieu. Allí la metieron en la misma sala atestada de moribundos donde había muerto su marido, le acostaron en una cama con otras cinco mujeres totalmente desconocidas, que yacían cuerpo contra cuerpo, y la dejaron morir durante tres semanas a la vista de todos. Entonces la introdujeron en un saco, que cosieron, la tiraron a las cuatro de la madrugada a una carreta junto con otros cincuenta cadáveres y la llevaron, acompañada por el repiqueteo de una campanilla, al recién inaugurado cementerio de Clamart, a casi dos kilómetros de las puertas de la ciudad, donde la enterraron en una fosa común bajo una gruesa capa de cal viva. 27 Esto sucedió el año 1799. Gracias a Dios, madame Gaillard no presentía nada de este destino que tenía reservado cuando aquel día del año 1747 regresó a casa tras abandonar al muchacho Grenouille y nuestra historia. Es probable que hubiese perdido su fe en la justicia y con ella el único sentido de la vida que era capaz de comprender. 6 Después de la primera mirada que dirigió a monsieur Grimal o, mejor dicho, después del primer husmeo con que absorbió el aura olfativa de Grimal, supo Grenouille que este hombre sería capaz de matarle a palos a la menor insubordinación. Su vida valía tanto como el trabajo que pudiera realizar, dependía únicamente de la utilidad que Grimal le atribuyera, de modo que Grenouille se sometió y no intentó rebelarse ni una sola vez. Día tras día concentraba en su interior toda la energía de su terquedad y espíritu de contradicción empleándola solamente para sobrevivir como una garrapata al período glacial que estaba atravesando; resistente, frugal, discreto, manteniendo al mínimo, pero con sumo cuidado, la llama de la esperanza vital. Se convirtió en un ejemplo de docilidad, laboriosidad y modestia, obedecía en el acto, se contentaba con cualquier comida. Por la noche se dejaba encerrar en un cuartucho adosado al taller donde se guardaban herramientas y pieles saladas. Allí dormía sobre el suelo gastado por el uso. Durante el día trabajaba de sol a sol, en invierno ocho horas y en verano catorce, quince y hasta dieciséis; limpiaba de carne las hediondas pieles, las enjuagaba, pelaba, blanqueaba, cauterizaba y abatanaba, las impregnaba de tanino, partía leña, descortezaba abedules y tejos, bajaba al noque, lleno de vapor cáustico, y colocaba pieles y cortezas a capas; tal como le indicaban los oficiales, esparcía agallas machacadas por encima y cubría la espantosa hoguera con 28 ramas de tejo y tierra. Años después tuvo que apartarlo todo para extraer de su tumba las pieles momificadas, convertidas en cuero. Cuando no enterraba o desenterraba pieles, acarreaba agua. Durante meses acarreó agua desde el río, cada vez dos cubos, cientos de cubos al día, pues el taller necesitaba ingentes cantidades de agua para lavar, ablandar, hervir y teñir. Durante meses vivió con el cuerpo siempre húmedo de tanto acarrear agua; por las noches la ropa le chorreaba y tenía la piel fría, esponjada y blanda como el cuero lavado. Al cabo de un año de esta existencia más animal que humana, contrajo el ántrax maligno, una temida enfermedad de los curtidores que suele producir la muerte. Grimal ya le había desahuciado y empezado a buscar un sustituto, –no sin lamentarlo, porque no había tenido nunca un trabajador más frugal y laborioso– cuando Grenouille, contra todo pronóstico, superó la enfermedad. Sólo le quedaron cicatrices de los grandes ántrax negros que tuvo detrás de las orejas, en el cuello y en las mejillas, que lo desfiguraban, afeándolo todavía más. Aparte de salvarse, adquirió –ventaja inapreciable– la inmunidad contra el mal, de modo que en lo sucesivo podría descarnar con manos agrietadas y ensangrentadas las pieles más duras sin correr el peligro de contagiarse. En esto no sólo se distinguía de los aprendices y oficiales, sino también de sus propios sustitutos potenciales. Y como ahora ya no era tan fácil de reemplazar como antes, el valor de su trabajo se incrementó y también, por consiguiente, el valor de su vida. De improviso ya no tuvo que dormir sobre el santo suelo, sino que pudo construirse una cama de madera en el cobertizo y obtuvo paja y una manta propia. Ya no le encerraban cuando se acostaba y la comida mejoró. Grimal había dejado de considerarle un animal cualquiera; ahora era un animal doméstico útil. Cuando tuvo doce años, Grimal le concedió medio domingo libre y a los trece pudo incluso disponer de una hora todas las noches, 29 después del trabajo, para hacer lo que quisiera. Había triunfado, ya que vivía y poseía una porción de libertad que le bastaba para seguir viviendo. Había terminado el invierno. La garrapata Grenouille volvió a moverse; oliscó el aire matutino y sintió la atracción de la caza. El mayor coto de olores del mundo le abría sus puertas: la ciudad de París. 7 Era como el país de Jauja. Sólo el vecino barrio de Saint- Jacques-de-la-Boucherie y de Saint Eustache eran Jauja. En las calles adyacentes a la Rue Saint–Denis y la Rue Saint–Martin la gente vivía tan apiñada, las casas estaban tan juntas una de otra, todas de cinco y hasta seis pisos, que no se veía el cielo y el aire se inmovilizaba sobre el suelo como en húmedos canales atiborrados de olores que se mezclaban entre sí: olores de hombres y animales, de comida y enfermedad, de agua, piedra, cenizas y cuero, jabón, pan recién cocido y huevos que se hervían en vinagre, fideos y latón bruñido, salvia, cerveza y lágrimas, grasa y paja húmeda y seca. Miles y miles de aromas formaban un caldo invisible que llenaba las callejuelas estrechas y rara vez se volatilizaba en los tejados y nunca en el suelo. Los seres humanos que allí vivían ya no olían a nada especial en este caldo; de hecho, había surgido de ellos y los había empapado una y otra vez, era el aire que respiraban y del que vivían, era como un ropaje cálido, llevado largo tiempo, que ya no podían oler y ni siquiera sentían sobre la piel. En cambio, Grenouille lo olía todo como por primera vez y no sólo olía el conjunto de este caldo, sino que lo dividía analíticamente en sus partes más pequeñas y alejadas. Su finísimo olfato desenredaba el ovillo de aromas y tufos, obteniendo hilos sueltos de olores fundamentales 30 indivisibles. Destramarlos e hilarlos le causaba un placer indescriptible. Se detenía a menudo, apoyándose en la pared de una casa o en una esquina oscura, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y las ventanas de la nariz hinchadas, como un pez voraz en aguas caudalosas, oscuras y lentas. Y cuando por fin un hálito de aire le traía el extremo de un fino hilo odorífero, lo aprisionaba y ya no lo dejaba escapar, ya no olía nada más que este aroma determinado, lo retenía con firmeza, lo inspiraba y lo almacenaba para siempre. Podía ser un olor muy conocido o una variación, pero también podía tratarse de uno muy nuevo, sin ninguna semejanza con ningún otro de los que había olido hasta entonces y, menos aún, visto: el olor de la seda planchada, por ejemplo; el olor de un té de serpol, el de un trozo de brocado recamado en plata, el del corcho de una botella de vino especial, el de un peine de carey. Grenouille iba a la caza de estos olores todavía desconocidos para él, los buscaba con la pasión y la paciencia de un pescador y los almacenaba dentro de sí. Cuando se cansaba del espeso caldo de las callejuelas, se iba a lugares más ventilados, donde los olores eran más débiles, se mezclaban con el viento y se extendían casi como un perfume; en el mercado de Les Halles, por ejemplo, donde en los olores del atardecer aún seguía viviendo el día, invisible pero con gran claridad, como si aún se apiñaran allí los vendedores, como si aún continuaran allí las canastas llenas de hortalizas y huevos, las tinajas llenas de vino y vinagre, los sacos de cereales, patatas y harina, las cajas de clavos y tornillos, los mostradores de carne, las mesas cubiertas de telas, vasijas y suelas de zapatos y centenares de otras cosas que se vendían durante el día... toda la actividad estaba hasta el menor detalle presente en el aire que había dejado atrás. Grenouille veía el mercado entero con el olfato, si se puede expresar así. Y lo olía con más exactitud de la que muchos lo veían, ya que lo percibía en su interior y por ello de manera más intensa: como la esencia, el espíritu de algo pasado que no sufre 31 la perturbación de los atributos habituales del presente, como el ruido, la algarabía, el repugnante hacinamiento de los hombres. O se dirigía allí donde su madre había sido decapitada, la Place de Gréve, que se metía en el río como una gran lengua. Había barcos embarrancados en la orilla o atracados, que olían a carbón, a grano, a heno y a sogas húmedas. Y desde el oeste llegaba por esta vía única trazada por el río a través de la ciudad una corriente de aire más ancha que traía aromas del campo, de las praderas de Neuilly, de los bosques entre Saint-Germain y Versalles, de ciudades muy lejanas como Ruán o Caen y muchas veces incluso del mar. El mar olía como una vela hinchada que hubiera aprisionado agua, sal y un sol frío. El mar tenía un olor sencillo, pero al mismo tiempo grande y singular, por lo que Grenouille no sabía si dividirlo en olor a pescado, a sal, a agua, a algas, a frescor, etcétera. Prefería, sin embargo, dejarlo entero para retenerlo en la memoria y disfrutarlo sin divisiones. El olor del mar le gustaba tanto, que deseaba respirarlo puro algún día y en grandes cantidades, a fin de embriagarse de él. Y más tarde, cuando se enteró de lo grande que era el mar y que los barcos podían navegar durante días sin ver tierra, nada le complacía tanto como imaginarse a sí mismo a bordo de un barco, encaramado a una cofa en el mástil más cercano a la proa, surcando el agua a través del olor infinito del mar, que en realidad no era un olor, sino un aliento, una exhalación, el fin de todos los olores, y disolviéndose de placer en este aliento. No obstante, esto no se realizaría nunca porque Grenouille, que en la orilla de la Place de Gréve inspiraba y expiraba de vez en cuando un pequeño aliento de aire de mar, no vería en su vida el auténtico mar, el gran océano que se encontraba al oeste, y por lo tanto jamás podría mezclarse con esta clase de olor. Pronto conoció con tanta exactitud los olores del barrio entre Saint-Eustache y el Hautel de Ville, donde podía orientarse hasta en la noche más oscura. Entonces amplió su coto, primero en 32 dirección oeste hacia el Faubourg Saint–Honorè, luego la Rue Saint-Antoine hasta la Bastilla y finalmente hasta la otra orilla del río y el barrio de la Sorbona y el Faubourg Saint–Germain, donde vivían los ricos. A través de las verjas de entrada olía a piel de carruaje y al polvo de las pelucas de los lacayos y desde el jardín flotaba por encima de los altos muros el perfume de la retama y de las rosas y la leña recién cortada. También fue aquí donde Grenouille olió por primera vez perfume en el verdadero sentido de la palabra: sencillas aguas de espliego y de rosas con que se llenaban en ocasiones festivas los surtidores de los jardines, pero asimismo perfumes más valiosos y complejos como tintura de almizcle mezclada con esencia de neroli y nardo, junquillo, jazmín o canela, que por la noche emanaban de los carruajes como una pesada estela. Registró estos perfumes como registraba los olores profanos, con curiosidad, pero sin una admiración especial. No dejó de observar que el propósito del perfume era conseguir un efecto embriagador y atrayente y reconocía la bondad de las diferentes esencias de las que estaban compuestos, pero en conjunto le parecían más bien toscos y pesados, chapuceros más que sutiles, y sabía que él podría inventar otras fragancias muy distintas si dispusiera de las mismas materias primas. Muchas de estas materias primas ya las conocía de los puestos de flores y especias del mercado; otras eran nuevas para él y procedió a separarlas de las mezclas para conservarlas, sin nombre, en la memoria: ámbar, algalia, pachulí, madera de sándalo, bergamota, vetiver, opopónaco, tintura de benjuí, flor de lúpulo, castóreo... No tenía preferencias. No hacía distinciones, todavía no, entre lo que solía calificarse de buen olor o mal olor. La avidez lo dominaba. El objetivo de sus cacerías era poseer todo cuanto el mundo podía ofrecer en olores y la única condición que ponía era que fuesen nuevos. El aroma de un caballo sudado equivalía para él a la fragancia de un capullo de rosa y el hedor de una chinche al olor del asado de ternera que salía de una cocina aristocrática. Todo lo aspiraba, todo lo absorbía. Y tampoco reinaba ningún 33 principio estético en la cocina sintetizadora de olores de su fantasía, en la cual realizaba constantemente nuevas combinaciones odoríferas. Eran extravagancias que creaba y destruía en seguida como un niño que juega con cubos de madera, inventivo y destructor, sin ningún principio creador aparente. 8 El 1º. de septiembre de 1753, aniversario de la ascensión al trono del rey, en el Pont Royal de la ciudad de París se encendió un castillo de fuegos artificiales. No fueron tan espectaculares como los de la boda del rey ni como los legendarios fuegos de artificio con motivo del nacimiento del Delfín, pero no por ello dejaron de ser impresionantes. Se habían montado ruedas solares en los mástiles de los buques y desde el puente caían al río lluvias de estrellas procedentes de los llamados toros de fuego. Y mientras tanto, en medio de un ruido ensordecedor, estallaban petardos y por el empedrado saltaban los buscapiés y centenares de cohetes se elevaban hacia el cielo, pintando lirios blancos en el firmamento negro. Una muchedumbre de muchos miles de personas, congregada en el puente y en los "quais" de ambas orillas del río, acompañaba el espectáculo con entusiasmados "ahs", "ohs", "bravos" e incluso "vivas", aunque el rey ocupaba el trono desde hacía treinta y ocho años y había rebasado ampliamente el punto culminante de su popularidad. Tal era el poder de unos fuegos artificiales. Grenouille los presenciaba en silencio a la sombra del Pavillon de Flore, en la orilla derecha, frente al Pont Royal. No movió las manos para aplaudir ni miró una sola vez hacia arriba para ver elevarse los cohetes. Había venido con la esperanza de oler algo nuevo, pero pronto descubrió que los fuegos no tenían nada que ofrecer, olfatoriamente hablando. Aquel gran despilfarro de 34 chispas, lluvia de fuego, estallidos y silbidos dejaba tras de sí una monótona mezcla de olores compuesta de azufre, aceite y salitre. Se disponía ya a alejarse de la aburrida representación para dirigirse a su casa pasando por las Galerías del Louvre, cuando el viento le llevó algo, algo minúsculo, apenas perceptible, una migaja, un tomo de fragancia, o no, todavía menos, el indicio de una fragancia más que una fragancia en sí, y pese a ello la certeza de que era algo jamás olfateado antes. Retrocedió de nuevo hasta la pared, cerró los ojos y esponjó las ventanas de la nariz. La fragancia era de una sutileza y finura tan excepcionales, que no podía captarla, escapaba una y otra vez a su percepción, ocultándose bajo el polvo húmedo de los petardos, bloqueada por las emanaciones de la muchedumbre y dispersada en mil fragmentos por los otros mil olores de la ciudad. De repente, sin embargo, volvió, pero sólo en diminutos retazos, ofreciendo durante un breve segundo una muestra de su magnífico potencial... y desapareció de nuevo. Grenouille sufría un tormento. Por primera vez no era su carácter ávido el que se veía contrariado, sino su corazón el que sufría. Tuvo el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta y que él, Grenouille, habría desperdiciado su vida si no conseguía poseerla. Tenía que captarla, no sólo por la mera posesión, sino para tranquilidad de su corazón. La excitación casi le produjo malestar. Ni siquiera se había percatado de la dirección de donde procedía la fragancia. Muchas veces, los intervalos entre un soplo de fragancia y otro duraban minutos y cada vez le sobrecogía el horrible temor de haberla perdido para siempre. Al final se convenció, desesperado, de que la fragancia provenía de la otra orilla del río, de alguna parte en dirección sudeste. Se apartó de la pared del Pavillon de Flore para mezclarse con la multitud y abrirse paso hacia el puente. A cada dos pasos se detenía y ponía de puntillas con objeto de olfatear por encima de las cabezas; al principio la emoción no le permitió oler nada, pero 35 por fin logró captar y oliscar la fragancia, más intensa incluso que antes y, sabiendo que estaba en el buen camino, volvió a andar entre la muchedumbre de mirones y pirotécnicos, que a cada momento alzaban sus antorchas hacia las mechas de los cohetes; entonces perdió la fragancia entre la humareda acre de la pólvora, le dominó el pánico, se abrió paso a codazos y empujones, alcanzó tras varios minutos interminables la orilla opuesta, el Hautel de Mailly, el Quai Malaquest, el final de la Rue de Seine... Allí detuvo sus pasos, se concentró y olfateó. Ya lo tenía. Lo retuvo con fuerza. El olor bajaba por la Rue de Seine, claro, inconfundible, pero fino y sutil como antes. Grenouille sintió palpitar su corazón y supo que no palpitaba por el esfuerzo de correr, sino por la excitación de su impotencia en presencia de este aroma. Intentó recordar algo parecido y tuvo que desechar todas las comparaciones. Esta fragancia tenía frescura, pero no la frescura de las limas o las naranjas amargas, no la de la mirra o la canela o la menta o los abedules o el alcanfor o las agujas de pino, no la de la lluvia de mayo o el viento helado o el agua del manantial... y era a la vez cálido, pero no como la bergamota, el ciprés o el almizcle, no como el jazmín o el narciso, no como el palo de rosa o el lirio... Esta fragancia era una mezcla de dos cosas, lo ligero y lo pesado; no, no una mezcla, sino una unidad y además sutil y débil y sólido y denso al mismo tiempo, como un trozo de seda fina y tornasolada... pero tampoco como la seda, sino como la leche dulce en la que se deshace la galleta... lo cual no era posible, por más que se quisiera: seda y leche! Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar; de hecho, su existencia era imposible. Y no obstante, ahí estaba, en toda su magnífica rotundidad. Grenouille la siguió con el corazón palpitante porque presentía que no era él quien seguía a la fragancia, sino la fragancia la que le había hecho prisionero y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí. Continuó bajando por la Rue de Seine. No había nadie en la calle. Las casas estaban vacías y silenciosas. Todos se habían ido al río a ver los fuegos artificiales. No estorbaba ningún penetrante olor humano, ningún potente tufo de pólvora. La calle olía a la mezcla habitual de agua, excrementos, ratas y verduras en 36 descomposición, pero por encima de todo ello flotaba, clara y sutil, la estela que guiaba a Grenouille. A los pocos pasos desapareció tras los altos edificios la escasa luz nocturna del cielo y Grenouille continuó caminando en la oscuridad. No necesitaba ver; la fragancia le conducía sin posibilidad de error. A los cincuenta metros dobló a la derecha la esquina de la Rue des Marais, una callejuela todavía más tenebrosa cuya anchura podía medirse con los brazos abiertos. Extrañamente, la fragancia no se intensificó, sólo adquirió más pureza y, a causa de esta pureza cada vez mayor, ganó una fuerza de atracción aún más poderosa. Grenouille avanzaba como un autómata. En un punto determinado la fragancia le guió bruscamente hacia la derecha, al parecer contra la pared de una casa. Apareció un umbral bajo que conducía a un patio interior. Como en un sueño, Grenouille cruzó este umbral, dobló un recodo y salió a un segundo patio interior, de menor tamaño que el otro, donde por fin vio arder una luz: el cuadrilátero sólo medía unos cuantos pasos. De la pared sobresalía un tejadillo de madera inclinado y debajo de él, sobre una mesa, parpadeaba una vela. Una muchacha se hallaba sentada ante esta mesa, limpiando ciruelas amarillas. Las cogía de una cesta que tenía a su izquierda, las despezonaba y deshuesaba con un cuchillo y las dejaba caer en un cubo. Debía tener trece o catorce años. Grenouille se detuvo. Supo inmediatamente de dónde procedía la fragancia que había seguido durante más de media milla desde la otra margen del río: no de este patio sucio ni de las ciruelas amarillas. Procedía de la muchacha. Por un momento se sintió tan confuso que creyó realmente no haber visto nunca en su vida nada tan hermoso como esta muchacha. Sólo veía su silueta desde atrás, a contraluz de la vela. Pensó, naturalmente, que nunca había olido nada tan hermoso. Sin embargo, como conocía los olores humanos, muchos miles de ellos, olores de hombres, mujeres y niños, no quería creer que una fragancia tan exquisita pudiera emanar de un ser humano. Casi siempre los seres humanos tenían un olor insignificante o detestable. El de los niños era insulso, el de los 37 hombres consistía en orina, sudor fuerte y queso, el de las mujeres, en grasa rancia y pescado podrido. Todos sus olores carecían de interés y eran repugnantes... y por ello ahora ocurrió que Grenouille, por primera vez en su vida, desconfió de su nariz y tuvo que acudir a la ayuda visual para creer lo que olía. La confusión de sus sentidos no duró mucho; en realidad, necesitó sólo un momento para cerciorarse ópticamente y entregarse de nuevo, sin reservas, a las percepciones de su sentido del olfato. Ahora "olía" que ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la grasa de sus cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer. Su sudor era tan fresco como la brisa marina, el sebo de sus cabellos, tan dulce como el aceite de nuez, su sexo olía como un ramo de nenúfares, su piel, como la flor de albaricoque... y la combinación de estos elementos producía un perfume tan rico, tan equilibrado, tan fascinante, que todo cuanto Grenouille había olido hasta entonces en perfumes, todos los edificios odoríferos que había creado en su imaginación, se le antojaron de repente una mera insensatez. Centenares de miles de fragancias parecieron perder todo su valor ante esta fragancia determinada. Se trataba del principio supremo, del modelo según el cual debía clasificar todos los demás. Era la belleza pura. Grenouille vio con claridad que su vida ya no tenía sentido sin la posesión de esta fragancia. Debía conocerla con todas sus particularidades, hasta el más íntimo y sutil de sus pormenores; el simple recuerdo de su complejidad no era suficiente para él. Quería grabar el apoteósico perfume como con un troquel en la negrura confusa de su alma, investigarlo exhaustivamente y en lo sucesivo sólo pensar, vivir y oler de acuerdo con las estructuras internas de esta fórmula mágica. Se fue acercando despacio a la muchacha, aproximándose más y más hasta que estuvo bajo el tejadillo, a un paso detrás de ella. La muchacha no le oyó. Tenía cabellos rojizos y llevaba un vestido gris sin mangas. Sus brazos eran muy blancos y las manos amarillas por el jugo de las ciruelas partidas. Grenouille se inclinó sobre ella y aspiró su 38 fragancia, ahora totalmente desprovista de mezclas, tal como emanaba de su nuca, de sus cabellos y del escote y se dejó invadir por ella como por una ligera brisa. Jamás había sentido un bienestar semejante. En cambio, la muchacha sintió frío. No veía a Grenouille, pero experimentó cierta inquietud y un singular estremecimiento, como sorprendida de repente por un viejo temor ya olvidado. Le pareció sentir una corriente fría en la nuca, como si alguien hubiera abierto la puerta de un sótano inmenso y helado. Dejó el cuchillo, se llevó los brazos al pecho y se volvió. El susto de verle la dejó pasmada, por lo que él dispuso de mucho tiempo para rodearle el cuello con las manos. La muchacha no intentó gritar, no se movió, no hizo ningún gesto de rechazo y él, por su parte, no la miró. No vio su bonito rostro salpicado de pecas, los labios rojos, los grandes ojos verdes y centelleantes, porque mantuvo bien cerrados los propios mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación: no perderse absolutamente nada de su fragancia. Cuando estuvo muerta, la tendió en el suelo entre los huesos de ciruela, le desgarró el vestido y la fragancia se convirtió en torrente que le inundó con su aroma. Apretó la cara contra su piel y la pasó, con las ventanas de la nariz esponjadas, por su vientre, pecho, garganta, rostro, cabellos y otra vez por el vientre hasta el sexo, los muslos y las blancas pantorrillas. La olfateó desde la cabeza hasta la punta de los pies, recogiendo los últimos restos de su fragancia en la barbilla, en el ombligo y en el hueco del codo. Cuando la hubo olido hasta marchitarla por completo, permaneció todavía un rato a su lado en cuclillas para sobreponerse, porque estaba saturado de ella. No quería derramar nada de su perfume y ante todo tenía que dejar bien cerrados los mamparos de su interior. Después se levantó y apagó la vela de un soplo. Momentos más tarde llegaron los primeros trasnochadores por la Rue de Seine, cantando y lanzando vivas. Grenouille se orientó olfativamente por la callejuela oscura hasta la Rue des Petits 39 Augustins, paralela a la Rue de Seine, que conducía al río. Poco después descubrieron el cadáver. Gritaron, encendieron antorchas y llamaron a la guardia. Grenouille estaba desde hacía rato en la orilla opuesta. Aquella noche su cubil se le antojó un palacio y su catre una cama con colgaduras. Hasta entonces no había conocido la felicidad, todo lo más algunos raros momentos de sordo bienestar. Ahora, sin embargo temblaba de felicidad hasta el punto de no poder conciliar el sueño. Tenía la impresión de haber nacido por segunda vez, no, no por segunda, sino por primera vez, ya que hasta la fecha había existido como un animal, con sólo una nebulosa conciencia de sí mismo. En cambio, hoy le parecía saber por fin quién era en realidad: nada menos que un genio; y que su vida tenía un sentido, una meta y un alto destino: nada menos que el de revolucionar el mundo de los olores; y que sólo él en todo el mundo poseía todos los medios para ello: a saber, su exquisita nariz, su memoria fenomenal y, lo más importante de todo, la excepcional fragancia de esta muchacha de la Rue des Marais en cuya fórmula mágica figuraba todo lo que componía una gran fragancia, un perfume: delicadeza, fuerza, duración, variedad y una belleza abrumadora e irresistible. Había encontrado la brújula de su vida futura. Y como todos los monstruos geniales ante quienes un acontecimiento externo abre una vía recta en la espiral caótica de sus almas, Grenouille ya no se apartó de lo que él creía haber reconocido como la dirección de su destino. Ahora vio con claridad por qué se aferraba a la vida con tanta determinación y terquedad: tenía que ser un creador de perfumes. Y no uno cualquiera, sino el perfumista más grande de todos los tiempos. Aquella misma noche pasó revista, primero despierto y luego en sueños, al gigantesco y desordenado tropel de sus recuerdos. Examinó los millones y millones de elementos odoríferos y los ordenó de manera sistemática: bueno con bueno, malo con malo, delicado con delicado, tosco con tosco, hedor con hedor, ambrosiaco con ambrosiaco. En el transcurso de la semana 40 siguiente perfeccionó este orden, enriqueciendo y diferenciando más el catálogo de aromas y dando más claridad a las jerarquías. Y pronto pudo dar comienzo a los primeros edificios planificados de olores: casas, paredes, escalones, torres, sótanos, habitaciones, aposentos secretos... una fortaleza interior, embellecida y perfeccionada a diario, de las más maravillosas composiciones de aromas. El hecho de que esta magnificencia se hubiera iniciado con un asesinato le resultaba, cuando tenía conciencia de ello, por completo indiferente. Ya no podía recordar la imagen de la muchacha de la Rue des Marais, ni su rostro ni su cuerpo. Pero conservaba y poseía lo mejor de ella: el principio de su fragancia. 9 En aquella época había en París una docena de perfumistas. Seis de ellos vivían en la orilla derecha, seis en la izquierda y uno justo en medio, en el Pont au Change, que unía la orilla derecha con la rue de la Citè. En ambos lados de este puente se apiñaban hasta tal punto las casas de cuatro pisos, que al cruzarlo no se podía ver el río y se tenía la impresión de andar por una calle normal, trazada sobre tierra firme, que era, además, muy elegante. De hecho, el Pont au Change pasaba por ser el centro comercial más distinguido de la ciudad. En él se encontraban las tiendas más famosas, los joyeros y ebanistas, los mejores fabricantes de pelucas y bolsos, los confeccionistas de las medias y la ropa interior más delicada, los comercios de marcos, botas de montar y bordado de charreteras, los fundidores de botones de oro y los banqueros. También estaba aquí el negocio y la vivienda del perfumista y fabricante de guantes Giuseppe Baldini. Sobre su escaparate pendía un magnífico toldo esmaltado en verde y al lado podía verse el escudo de Baldini, todo en oro, con un frasco dorado del que salía un ramillete de flores doradas, y ante la 41 puerta una alfombra roja que igualmente llevaba el escudo de Baldini bordado en oro. Cuando se abrían las puertas, sonaba un carillón persa y dos garzas de plata empezaban a lanzar por los picos agua de violeta que caía en un cuenco dorado que tenía la misma forma de frasco que el escudo de Baldini. Detrás del mostrador de clara madera de boj se hallaba el propio Baldini, viejo y rígido como una estatua, con peluca empolvada de plata y levita ribeteada de oro. Una nube de agua de franchipán, con la que se rociaba todas las mañanas, le rodeaba de modo casi visible y relegaba su persona a una difusa lejanía. En su inmovilidad, parecía su propio inventario. Sólo cuando sonaba el carillón y escupían las garzas –lo cual no sucedía muy a menudo– cobraba vida de repente, su figura se encogía, pequeña e inquieta, y después de muchas reverencias detrás del mostrador, salía precipitadamente, tan de prisa que la nube de agua de franchipán apenas podía seguirle, para pedir a los clientes que se sentaran a fin de elegir entre los más selectos perfumes y cosméticos. Baldini los tenía a millares. Su oferta abarcaba desde las "essences absolues", esencias de pétalos, tinturas, extractos, secreciones, bálsamos, resinas y otras drogas en forma sólida, líquida o cérea, hasta aguas para el baño, lociones, sales volátiles, vinagres aromáticos y un sinnúmero de perfumes auténticos, pasando por diversas pomadas, pastas, polvos, jabones, cremas, almohadillas perfumadas, bandolinas, brillantinas, cosmético para los bigotes, gotas para las verrugas y emplastos de belleza. Sin embargo, Baldini no se contentaba con estos productos clásicos del cuidado personal. Su ambición consistía en reunir en su tienda todo cuanto oliera o sirviera para producir olor. Y así, junto a las pastillas olorosas y los pebetes y sahumerios, tenía también especias, desde semillas de anís a canela, jarabes, licores y jugos de fruta, vinos de Chipre, Málaga y Corinto, mieles, cafés, tés, frutas secas y confitadas, higos, bombones, chocolates, castañas e incluso alcaparras, pepinos y cebollas adobados y atún en escabeche. Y además, lacre perfumado, papel de cartas oloroso, tinta para enamorados que olía a esencia de rosas, carpetas de cuero español, portaplumas de madera de 42 sándalo blanca, estuches y cofres de madera de cedro, ollas y cuencos para pétalos, recipientes de latón para incienso, frascos y botellas de cristal con tapones de ámbar pulido, guantes y pañuelos perfumados, acericos rellenos de flores de nuez moscada y papeles pintados con olor a almizcle que podían llenar de perfume una habitación durante más de cien años. Como es natural, no todos estos artículos tenían cabida en la pomposa tienda que daba a la calle (o al puente), por lo que, a falta de un sótano, tenían que guardarse no sólo en el almacén propiamente dicho, sino también en todo el primero y segundo piso y en casi todas las habitaciones de la planta baja orientadas al río. El resultado era que en casa de Baldini reinaba un caos indescriptible de fragancias. Precisamente por ser tan selecta la calidad de cada uno de los productos –ya que Baldini sólo compraba lo mejor–, el conjunto de olores era insoportable, como una orquesta de mil músicos que tocaran "fortissimo" mil melodías diferentes. El propio Baldini y sus empleados eran tan insensibles a este caos como ancianos directores de orquesta ensordecidos por el estruendo, y también su esposa, que vivía en el tercer piso y defendía encarnizadamente su vivienda contra cualquier ampliación del almacén, percibía los múltiples olores sin muestras de saturación. No así el cliente que entraba por primera vez en la tienda de Baldini. La mezcla de fragancias le salía al paso como un puñetazo en la cara y, según su constitución, le exaltaba o aturdía y en cualquier caso confundía de tal modo sus sentidos que a menudo olvidaba por qué había venido. Los chicos de recados olvidaban sus encargos. Los caballeros altivos se volvían suspicaces y alguna que otra dama sufría un ataque mitad histérico, mitad claustrofóbico, se desmayaba y sólo podía ser reanimada con las sales volátiles más fuertes, compuestas de esencia de claveles, amoníaco y alcohol alcanforado. En semejantes circunstancias no era de extrañar que el carillón persa de la puerta de Giuseppe Baldini sonara cada vez con menos frecuencia y las garzas de plata escupieran a intervalos cada vez más largos. 43 10 –Chènier! –gritó Baldini desde detrás del mostrador, donde había pasado horas inmóvil como una estatua, mirando fijamente la puerta–. Poneos la peluca! Y entre jarras de aceite de oliva y jamones de Bayona colgados del techo, Chènier, el encargado de Baldini, algo más joven que éste pero también un hombre viejo, apareció en la parte elegante del establecimiento. Se sacó la peluca del bolsillo de la levita y se la encasquetó. –Salís, señor Baldini? –No –respondió el interpelado–, me retiraré unas horas a mi despacho y no deseo ser molestado bajo ningún concepto. –Ah, comprendo! Pensáis crear un nuevo perfume. –Así es. Destinado a perfumar un cuero español para el conde Verhamont. Me ha pedido algo nuevo, algo como... como... creo que ha mencionado algo llamado "Amor y Psique", obra de ese... ese chapucero de la Rue Saint-Andrè-des-Arts, ese...ese... –Pèlissier. –Eso, Pèlissier. Eso es. Así se llama el chapucero. "Amor y Psique", de Pèlissier. ¿Lo conocéis? –Sí, claro. Se huele ya por todas partes. Se huele en todas las esquinas. Aunque, si deseáis saber mi opinión... nada especial! Desde luego no puede compararse en modo alguno con lo que vos compondréis, señor Baldini. –Naturalmente que no. –Ese "Amor y Psique" tiene un olor en extremo vulgar. –¿Vulgar? –Completamente vulgar, como todo lo de Pèlissier. Creo que contiene aceite de lima. –¿De veras? ¿Y qué más? 44 –Esencia de azahar, tal vez. Y posiblemente tintura de romero, aunque no puedo afirmarlo con seguridad. –No me importa nada en absoluto. –Naturalmente. –Me importa un bledo lo que ese chapucero de Pèlissier ha echado en su perfume. No me pienso inspirar en él! –Con toda la razón, monsieur. –Como sabéis, nunca me inspiro en nadie. Como sabéis, elaboro siempre mis propios perfumes. –Lo sé, monsieur. –La idea nace siempre de mí! –Lo sé. –Y tengo intención de crear para el conde Verhamont algo que hará verdaderamente furor. –Estoy convencido de ello, señor Baldini. –Encargaos de la tienda. Necesito tranquilidad. No dejéis que nadie se acerque a mí, Chènier... Dicho lo cual salió, arrastrando los pies, ya no como una estatua, sino como correspondía a su edad, encorvado, incluso como apaleado, y subió despacio la escalera hasta el primer piso, donde estaba su despacho. Chènier se colocó detrás del mostrador en la misma posición que adoptara antes el maestro y se quedó mirando fijamente la puerta. Sabía qué ocurriría durante las próximas horas: nada en la tienda y arriba, en el despacho, la catástrofe habitual. Baldini se quitaría la levita impregnada de agua de franchipán, se sentaría ante su escritorio y esperaría una inspiración. Esta inspiración no llegaría. Entonces se dirigiría a toda prisa al armario donde guardaba centenares de frascos de ensayo y haría una mezcla al azar. Esta mezcla no daría el resultado apetecido. 45 Con una maldición, abriría de par en par la ventana y tiraría el frasco al río. Haría otra prueba, que también fracasaría, y entonces empezaría a gritar y vociferar y acabaría hecho un mar de lágrimas en la habitación de ambiente casi irrespirable. Hacia las siete de la tarde bajaría desconsolado, temblando y llorando, y confesaría: "Chènier, ya no tengo olfato, no puedo crear el perfume, no puedo entregar el cuero español para el conde, estoy perdido, estoy muerto por dentro, quiero morirme, Chènier, ayudadme a morir!" Y Chènier le propondría enviar a alguien por un frasco de "Amor y Psique" y Baldini accedería con la condición de que nadie se enterase de semejante vergüenza; Chènier lo juraría y por la noche perfumarían el cuero del conde Verhamont con la fragancia ajena. Así sería y no de otro modo y el único deseo de Chènier era que toda la escena ya se hubiera desarrollado. Baldini ya no era un gran perfumista. Antes, sí; en su juventud, treinta o cuarenta años atrás, había creado la "Rosa del sur" y el "Bouquet galante de Baldini", dos perfumes realmente grandes a los que debía su fortuna. Pero ahora era viejo y se había consumido; ya no conocía las modas de la época y los gustos nuevos de la gente y cuando lograba componer una fragancia inédita, era una mezcla pasada de moda, invendible, que al año siguiente diluían en una décima parte y malvendían como agua perfumada para surtidor. Lo siento por él, pensó Chènier, arreglándose la peluca ante el espejo, lo siento por el viejo Baldini y también por su bonito negocio, porque lo arruinará y lo siento por mí, que ya seré demasiado viejo para remontarlo cuando lo haya arruinado... 11 Giuseppe Baldini se despojó efectivamente de la perfumada levita, pero sólo por costumbre. Hacía mucho tiempo que ya no le 46 molestaba el olor del agua de franchipán porque había vivido impregnado de él durante décadas y ya no lo percibía en absoluto. También cerró la puerta del despacho, deseando estar tranquilo, pero no se sentó ante el escritorio a cavilar y esperar una inspiración porque sabía mucho mejor que Chènier que esta inspiración no vendría; en realidad, nunca había tenido ninguna. Era cierto que estaba gastado y viejo y ya no era un gran perfumista; pero sólo él sabía que no lo había sido en su vida. La "Rosa del sur" era herencia de su padre y la receta del "Bouquet galante de Baldini" la había comprado a un comerciante de especias genovés a su paso por París. Sus otros perfumes eran mezclas ya conocidas. Él no había creado nunca ninguno; no era un creador, sólo un mezclador concienzudo de olores acreditados, como un cocinero que, con rutina y buenas recetas, prepara buenas comidas pero nunca ha inventado ningún plato propio. Si continuaba todavía con toda aquella comedia del laboratorio, los experimentos, la inspiración y el secreto era porque formaban parte de la imagen profesional de un "Maitre Parfumeur et Gantier". Un perfumista era una especie de alquimista que realizaba milagros y si la gente así lo quería, ¡qué remedio! Sólo él sabía que su arte era una artesanía como cualquier otra y esto constituía su orgullo. No quería ser ningún inventor. Para él inventar era muy sospechoso porque siempre significaba quebrantar alguna regla. No tenía la menor intención de crear un nuevo perfume para el conde Verhamont. En todo caso, cuando más tarde bajara a la tienda no se dejaría convencer por Chènier para procurarse el "Amor y Psique" de Pèlissier. Ya lo tenía. Allí estaba, sobre el escritorio situado ante la ventana, en un pequeño frasco de cristal de tapón pulido. Lo había comprado hacía ya dos días. ¡No personalmente, claro. No podía ir en persona a casa de Pèlissier a comprar un perfume! Lo había hecho a través de un intermediario, que había actuado a través de otro intermediario... Se imponía ser precavido, porque Baldini no quería el perfume simplemente para impregnar el cuero español; para eso no habría bastado aquella cantidad tan pequeña. Su intención era peor: quería copiarlo. 47 No se trataba de nada prohibido, desde luego, pero sí de algo muy poco delicado. Imitar secretamente el perfume de un competidor y venderlo con la propia firma era una indelicadeza flagrante. Aún era peor, sin embargo, ser sorprendido haciéndolo y por esa razón Chènier no podía saber nada, porque Chènier era un charlatán. Ah, ¡qué triste resultaba para un hombre cabal verse obligado a seguir caminos tan sinuosos! Qué triste manchar de aquel modo tan sórdido lo más valioso que el hombre posee, su propio honor! Pero, ¿qué hacer, si no? El conde Verhamont era un cliente que no podía perder. Ya casi no le quedaba ninguno, tenía que correr detrás de la clientela como a principios de los años veinte, cuando se hallaba en los comienzos de su carrera y tenía que ir por las calles con el maletín. Sólo Dios sabía que él, Giuseppe Baldini, propietario del mayor y mejor situado establecimiento de sustancias aromáticas de París, un negocio próspero, tenía que volver a depender económicamente de las rondas domiciliarias que hacía con el maletín en la mano. Y esto no le gustaba nada porque ya tenía más de sesenta años y detestaba esperar en antesalas frías y vender a viejas marquesas, a fuerza de palabrería, agua de mil flores y vinagre aromático o ungüentos para la jaqueca. Además, en aquellas antesalas se encontraba uno con los competidores más repugnantes. Había un advenedizo llamado Brouet, de la Rue Dauphine, que afirmaba poseer la mayor lista de pomadas de Europa; o Calteau, de la Rue Mauconseil, que había llegado a proveedor de la corte de la condesa de Artois; o aquel imprevisible Antoine Pèlissier, de la Rue Saint-Andrè-des-Arts, que cada temporada lanzaba un nuevo perfume que enloquecía a todo el mundo. Así pues, un perfume de Pèlissier podía desequilibrar todo el mercado. Si un año se ponía de moda el agua húngara y Baldini hacía provisión de espliego, bergamota y romero para satisfacer la demanda, Pèlissier se descolgaba con el "Aire de almizcle", un perfume de extraordinaria densidad. Entonces todos querían de repente oler como un animal y Baldini tenía que emplear el romero en loción capilar y el espliego en saquitos olorosos. Si por

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