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El tatuador de Auschwitz - Heather Morris.pdf

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Basada en la gran historia real de Lale y Gita Sokolov, dos judíos eslovacos que consiguieron, contra todo pronóstico, sobrevivir al Holocausto. Para Lale, los días transcurren entre el horror y su trabajo como tatuador de prisioneros. Entre estos prisioneros se encuentra Gita, una joven de la que...

Basada en la gran historia real de Lale y Gita Sokolov, dos judíos eslovacos que consiguieron, contra todo pronóstico, sobrevivir al Holocausto. Para Lale, los días transcurren entre el horror y su trabajo como tatuador de prisioneros. Entre estos prisioneros se encuentra Gita, una joven de la que queda enamorado. En ese momento, la vida de Lale cobrará un nuevo sentido y hará todo lo posible para que Gita y el resto de prisioneros sobrevivan. Después de la guerra, deciden mudarse a Australia para poder comenzar de nuevo. Tras la muerte de Gita, Lale siente el peso de su pasado y la irremediable necesidad de contarlo. Esta es su historia. Una historia real de amor y superación en medio del horror de Auschwitz para todos los que se emocionaron con La lista de Schindler, La bibliotecaria de Auschwitz o El niño con el pijama de rayas. www.lectulandia.com - Página 2 Heather Morris El tatuador de Auschwitz ePub r1.0 Titivillus 29.10.2018 www.lectulandia.com - Página 3 Título original: The tattooist of Auschwitz Heather Morris, 2018 Traducción: Julio Sierra Editor digital: Titivillus ePub base r2.0 www.lectulandia.com - Página 4 A la memoria de Lale Sokolov. Gracias por dejar que yo cuente tu historia y la de Gita. www.lectulandia.com - Página 5 Prólogo Lale trata de no levantar la vista. Extiende la mano para tomar el pedazo de papel que alguien le entrega. Debe transferir esos cinco dígitos a la piel de la jovencita que se lo da. Ya hay un número allí, pero se ha desvanecido. Introduce la aguja en el brazo izquierdo de ella y dibuja un 3, tratando de ser suave. Sale sangre. Pero la aguja no ha entrado lo suficiente y tiene que dibujar de nuevo el número. Ella no se estremece por el dolor que Lale sabe le está infligiendo. «Se les ha advertido: no digan nada, no hagan nada». Él limpia la sangre y frota tinta verde en la herida. —¡Apresúrate! —susurra Pepan. Lale tarda demasiado. Tatuar los brazos de los hombres es una cosa; profanar los cuerpos de aquellas jovencitas es horrible. Al levantar la vista, Lale ve a un hombre de uniforme blanco que camina lentamente recorriendo la fila de las jóvenes. Cada tanto se detiene para inspeccionar la cara y el cuerpo de alguna joven aterrorizada. Finalmente llega adonde está Lale. Mientras Lale sostiene el brazo de la muchacha lo más suavemente que puede, el hombre le toma la cara con la mano y la mueve bruscamente de un lado a otro. Lale levanta la vista hacia aquellos ojos asustados. Los labios de ella se mueven dispuestos a hablar. Lale le aprieta con fuerza el brazo para detenerla. Ella lo mira y él mueve la boca: «Shh». El hombre del ambo blanco le suelta la cara y se aleja. —Bien hecho —susurra él mientras se pone a tatuar los cuatro dígitos restantes: 4 9 0 2. Cuando termina le retiene el brazo por un momento más de lo necesario, y vuelve a mirarla a los ojos. Fuerza una ligera sonrisa. Ella le devuelve una más ligera todavía. Sus ojos, sin embargo, bailan ante él. Al mirarlos, el corazón de él parece simultáneamente detenerse y comenzar a latir por primera vez, golpeando, casi amenazando con estallar y salirse del pecho. Él dirige su mirada al suelo y este se mueve debajo de él. Le acercan otro pedazo de papel. —¡Apresúrate, Lale! —susurra Pepan con urgencia. Cuando vuelve a levantar la vista, ella ya se ha ido. www.lectulandia.com - Página 6 Capítulo 1 Abril de 1942 Lale atraviesa la campiña y a pesar del traqueteo mantiene la cabeza erguida. Se concentra en sí mismo. Tiene 24 años y no le ve ningún sentido a prestar atención al hombre a su lado, quien ocasionalmente dormita y apoya la cabeza sobre su hombro; Lale no lo aparta. Es solo uno entre un sinnúmero de jóvenes amontonados en vagones de transporte de ganado. Como no se le informó acerca de adónde se dirigían, Lale se vistió con su ropa habitual: un traje bien planchado, camisa blanca limpia y corbata. «Vístete siempre bien para impresionar bien». Trata de calcular las dimensiones de su confinamiento. El vagón tiene unos dos metros y medio de ancho. Pero no puede ver el final para medir su longitud. Intenta contar el número de hombres en este viaje con él. Pero con tantas cabezas moviéndose, subiendo y bajando, al final se da por vencido. No sabe cuántos vagones hay. Le duelen la espalda y las piernas. Le pica la cara. La barba crecida le recuerda que no se baña ni se afeita desde que subió al tren hace dos días. Se siente cada vez menos como él mismo. Cuando los hombres tratan de entablar conversación con él, responde con palabras de aliento, tratando de convertir su miedo en esperanza. «Estamos parados en la mierda, pero no nos ahoguemos en ella». Se murmuran comentarios insultantes hacia él por su apariencia y sus modales. Se lo acusa de provenir de una clase alta. —Y mira ahora dónde has terminado. Trata de ignorar las palabras y recibe las miradas con sonrisas. «¿A quién estoy tratando de engañar? Estoy tan asustado como todos los demás». Un joven mira a Lale a los ojos y se abre paso hacia él por entre el montón de cuerpos. Algunos hombres lo empujan mientras avanza. «Solo es tu propio espacio si lo haces tuyo». www.lectulandia.com - Página 7 —¿Cómo puedes estar tan tranquilo? —le dice el joven—. Ellos tenían rifles. Los bastardos nos apuntaron con rifles y nos obligaron a subir a este… este tren de ganado. Lale le sonríe. —No era lo que yo esperaba, tampoco. —¿Adónde crees que vamos? —No importa. Solo recuerda que estamos aquí para mantener seguras a nuestras familias en casa. —Pero, ¿y si…? —Nada de «y si». Yo no lo sé; tú no lo sabes; ninguno de nosotros lo sabe. Solo hagamos lo que nos dicen. —¿Deberíamos intentar atacarlos cuando nos detengamos, ya que somos muchos más que ellos? —La cara pálida del joven está llena de confusa agresión. Sus puños apretados se mueven patéticamente delante de él. —Nosotros tenemos puños; ellos tienen rifles… ¿quién crees que va a ganar esa pelea? El joven vuelve a su silencio. Tiene el hombro apoyado en el pecho de Lale, quien puede oler en su pelo el sudor y el fijador de cabello. Deja caer las manos, que quedan colgando flácidas a los lados. —Me llamo Aron —se presenta. —Lale. Otros alrededor de ellos escuchan esta conversación, levantan sus cabezas hacia los dos hombres antes de volver a sus ensoñaciones silenciosas, para hundirse profundamente en sus propios pensamientos. Lo que todos comparten es el miedo. Y la juventud. Y la religión. Lale trata de mantener su mente alejada de las teorías sobre lo que podría esperarles. Le han dicho que lo llevan a trabajar para los alemanes, y eso es lo que planea hacer. Piensa en su familia, allá en su casa. «A salvo». Él ha hecho el sacrificio, no lo lamenta. Lo haría una y otra vez con tal de mantener a su amada familia en casa, todos juntos. Más o menos cada hora, según parece, la gente le hace preguntas similares. Cansado, Lale comienza a responder: —Esperemos a ver. Se siente perplejo por el hecho de que las preguntas se las dirijan a él, que no tiene ningún conocimiento especial. Sí, lleva traje y corbata, pero esa es la única diferencia visible entre él y los hombres a su lado. «Estamos todos en el mismo sucio bote». www.lectulandia.com - Página 8 En el atestado vagón no pueden sentarse, y mucho menos acostarse. Dos cubos cumplen funciones de inodoros. Cuando se llenan, estalla una pelea mientras los hombres tratan de alejarse del hedor. Los cubos son derribados y se derrama su contenido. Lale se aferra a su maleta, con la esperanza de que con el dinero y la ropa que tiene podrá arreglárselas para salir de donde sea que se dirijan, o por lo menos para obtener un trabajo seguro. «Tal vez haya algún trabajo donde pueda usar los idiomas que hablo». Se siente afortunado de haber encontrado el modo de llegar a un costado del vagón. Las pequeñas rendijas entre las tablas le permiten ver retazos de la campiña por la que pasan. Las robadas oleadas de aire fresco mantienen a raya la creciente marea de náuseas. Por más que sea primavera, los días están llenos de lluvia y pesadas nubes. De vez en cuando pasan por campos llenos de flores de primavera y Lale sonríe para sí. Flores. Aprendió desde muy joven, gracias a su madre, que a las mujeres les encantan las flores. ¿Cuándo sería la próxima vez que pudiera regalarle flores a una chica? Las observa, sus deslumbrantes colores brillan ante sus ojos, campos enteros de amapolas que bailan en la brisa, una masa escarlata. Jura que las siguientes flores que le regale a alguien las cortará él mismo. Nunca se le había ocurrido pensar que crecían silvestres en tanto número. Su madre tenía algunas en su jardín, pero nunca las recogía para llevarlas adentro. Comienza una lista en su cabeza de cosas para hacer «cuando llegue a casa…». Comienza otra riña. Pelea. Gritos. Lale no puede ver lo que está ocurriendo, pero siente los movimientos y los empujones de los cuerpos. Luego se produce un silencio. Y de la penumbra salen las palabras: —Lo mataste. —Afortunado bastardo —murmura alguien. «Pobre bastardo». «Mi vida es demasiado buena como para acabar en este agujero hediondo». Hay muchas paradas en el viaje; algunas duran unos minutos, otras, horas, siempre cerca de una ciudad o un pueblo. De vez en cuando Lale puede ver los nombres de las estaciones por las que pasan: Ostrava, una ciudad que él sabe que está cerca de la frontera de Checoslovaquia y Polonia; Pszczyna, confirma que están entonces efectivamente en Polonia. La pregunta desconocida: ¿dónde se van a detener? Lale pasa la mayor parte del tiempo www.lectulandia.com - Página 9 del viaje perdido en pensamientos sobre su vida en Bratislava: su trabajo, su departamento, sus amigos… en particular sus amigas. El tren se detiene de nuevo. Está totalmente oscuro; las nubes bloquean por completo la luna y las estrellas. ¿La oscuridad presagia su futuro? «Las cosas son lo que son. Lo que puedo ver, sentir, escuchar y oler ahora mismo». Solo ve hombres como él, jóvenes y en un viaje hacia lo desconocido. Escucha los ruidos de los estómagos vacíos y la aspereza de las gargantas secas. Siente el olor a meada y a mierda, y el olor de los cuerpos demasiado tiempo sin lavar. Los hombres aprovechan que nadie los lleva de un lado a otro para descansar sin necesidad de presionar y empujar por un pedazo de suelo. Más de una cabeza en ese momento descansa sobre Lale. Desde unos cuantos vagones más atrás llegan fuertes ruidos que se van acercando poco a poco. Los hombres allí se han hartado y van a intentar una fuga. Los ruidos de los hombres arrojándose contra los lados de madera del vagón y los golpes de lo que debe ser uno de los cubos de mierda estimulan a todos. En poco tiempo todos los vagones se rebelan, y atacan desde adentro. —Ayúdanos o apártate de mi camino —le grita a Lale un hombre de gran tamaño mientras se lanza contra un costado. —No desperdicies tu energía —le responde Lale—. Si estas paredes pudieran romperse, ¿no crees que una vaca ya lo habría hecho? Varios hombres detienen sus esfuerzos, volviéndose enojados hacia él. Procesan su comentario. El tren se sacude hacia adelante. Tal vez los que están a cargo han decidido que el movimiento detendrá los disturbios. Los vagones se estabilizan. Lale cierra los ojos. Lale ha regresado a la casa de sus padres, en Krompachy, Eslovaquia, tras la noticia de que los judíos de las pequeñas ciudades estaban siendo detenidos y transportados para llevarlos a trabajar para los alemanes. Sabía que a los judíos ya no se les permitía trabajar y que sus empresas habían sido confiscadas. Durante casi cuatro semanas ayudó en tareas para la casa, arreglando cosas con su padre y su hermano, construyendo nuevas camas para sus sobrinos pequeños que ya no cabían en sus cunas. Su hermana era el único miembro de la familia que tenía un ingreso, como costurera. Tenía que viajar ida y vuelta del trabajo en secreto, antes del amanecer y cuando ya había oscurecido. Su patrona estaba dispuesta a asumir el riesgo por su mejor empleada. www.lectulandia.com - Página 10 Una noche ella regresó a casa con un cartel que le habían pedido a su patrona que pusiera en la vidriera de la tienda. Se exigía que cada familia judía entregara un hijo de dieciocho años o más para trabajar para el gobierno alemán. Los susurros, los rumores sobre lo que había estado sucediendo en otras ciudades, finalmente llegaron a Krompachy. Parecía que el gobierno eslovaco estaba obedeciendo cada vez más a Hitler, concediéndole lo que quisiera. El cartel advertía, en letras destacadas, que si alguna familia tenía un hijo de esas características y no lo entregaba, toda la familia sería llevada a un campo de concentración. Max, el hermano mayor de Lale, inmediatamente dijo que iría, pero Lale no quiso saber nada. Max tenía esposa y dos hijos pequeños. Lo necesitaban en su casa. Lale se dirigió al departamento del gobierno local de Krompachy y se ofreció para ser trasladado. Los funcionarios con los que trató habían sido sus amigos; habían ido a la escuela juntos y sus familias se conocían. A Lale le dijeron que fuera a Praga a informar a las autoridades competentes y que esperara nuevas instrucciones. Después de dos días, el tren de ganado se detiene de nuevo. Esta vez hay una gran conmoción. Los perros ladran, se gritan órdenes en alemán, se corren cerrojos, las puertas de los vagones se abren ruidosas. —¡Bajen del tren, dejen sus posesiones! —gritan los soldados—. ¡Rápido, rápido, apresúrense! Dejen sus cosas en el suelo. —Como está en el fondo del vagón, Lale es uno de los últimos en bajar. Al acercarse a la puerta, ve el cuerpo del hombre muerto en la pelea. Cierra por un momento los ojos, y eleva una rápida oración. Luego abandona el vagón, pero lleva consigo el hedor que cubre su ropa, su piel, cada fibra de su ser. Cae al suelo con las rodillas dobladas, pone las manos sobre la grava y se queda agachado por unos momentos. Jadea, agotado, dolorosamente sediento. Se levanta lentamente, mira a su alrededor a los cientos de hombres que tratan de comprender la escena delante de ellos. Los perros les ladran y muerden a los que son lentos para moverse. Muchos trastabillan, los músculos de sus piernas se niegan a trabajar después de tantos días sin uso. Las maletas, los paquetes de libros, esas escasas posesiones les son arrebatadas a los que no quieren entregarlas o simplemente no entienden las órdenes. Luego son golpeados por un rifle o por un puño. Lale estudia a los hombres de uniforme negro y amenazante. Los rayos gemelos en el cuello de sus chaquetas le dicen a Lale www.lectulandia.com - Página 11 con quiénes está tratando. Las SS. En otras circunstancias podría apreciar la confección, la finura de la tela, la precisión del corte. Coloca su maleta en el suelo. «¿Cómo van a saber ellos que esta es mía?». Con un escalofrío, se da cuenta de que es poco probable que vuelva a ver la valija o su contenido. Apoya la mano sobre su corazón, sobre el dinero escondido en el bolsillo de su chaqueta. Mira al cielo, respira el aire puro y fresco, y se recuerda a sí mismo que al menos está al aire libre. Se oye un disparo y Lale da un salto. Ante él se alza un oficial de las SS, con el arma apuntando al cielo. —¡Muévete! —Lale mira hacia atrás, al tren vacío. La ropa vuela y los libros se abren al caer. Llegan algunos camiones de los que salen muchachos pequeños. Toman las pertenencias abandonadas y las arrojan a los camiones. Un peso se asienta entre los omóplatos de Lale. «Lo siento, mamá, ellos se llevan tus libros». Los hombres se dirigen pesadamente hacia los edificios de ladrillos color rosa sucio, con grandes ventanales. Los árboles flanquean la entrada, cubierta con los nuevos brotes de primavera. Cuando Lale atraviesa los portones de hierro, levanta la vista hacia las palabras en alemán forjadas en hierro. ARBEIT MACHT FREI «El trabajo os hará libres». No sabe dónde está, ni qué trabajo se espera que haga, pero la idea de que lo hará libre tiene el sabor de una broma perversa. SS, rifles, perros, el despojo de sus pertenencias… le había sido imposible imaginar tales cosas. —¿Dónde estamos? Lale se vuelve para ver a Aron a su lado. —Al final de las vías del tren, yo diría. El rostro de Aron se desmorona. —Haz lo que te digan y estarás bien. —Lale sabe que no suena demasiado convincente. Le dirige a Aron una rápida sonrisa, que es correspondida. En silencio, Lale se dice a sí mismo que debe seguir su propio consejo: «Haz lo que te digan. Y siempre observa». Una vez dentro del complejo, los hombres son obligados a formar en filas indias. Delante de la fila de Lale hay un recluso con el rostro abatido, sentado en una mesa pequeña. Lleva una chaqueta y pantalones de rayas verticales azules y blancas, con un triángulo de color verde en el pecho. Detrás de él se encuentra un oficial SS, con el rifle listo para ser usado. www.lectulandia.com - Página 12 Las nubes se amontonan. Se oye un trueno a lo lejos. Los hombres esperan. Un oficial superior, acompañado por una escolta de soldados, llega al frente del grupo. Tiene la mandíbula cuadrada, labios delgados y ojos cubiertos por frondosas cejas negras. Su uniforme es simple en comparación con los que lo rodean. No lleva los rayos gemelos. Su actitud demuestra claramente que él es el hombre a cargo de todo. —Bienvenidos a Auschwitz. Lale oye las palabras, que salen de una boca que apenas se mueve, sin poder creer en ellas. Después de haber sido forzado a abandonar su casa y transportado como un animal, en ese momento rodeado por SS fuertemente armados, le estaban dando la bienvenida… ¡la bienvenida! —Soy el comandante Rudolf Hoess. Estoy a cargo aquí, en Auschwitz. Las puertas por las que ustedes acaban de pasar dicen: «El trabajo os hará libres». Esta es su primera lección, su única lección. Trabajo duro. Hagan lo que les digan y serán libres. Si desobedecen, habrá consecuencias. Serán procesados aquí, y luego serán llevados a su nuevo hogar: Auschwitz Dos- Birkenau. El comandante observa sus rostros. Comienza a decir algo más, pero es interrumpido por el ruido de un gran trueno. Mira al cielo, murmura unas palabras entre dientes, mueve una mano con un gesto despectivo y se da vuelta para alejarse. La actuación ha terminado. Su escolta de seguridad se apresura a seguirlo. Una exhibición torpe, pero aun así, intimidante. Comienza el trámite. Lale observa mientas los primeros prisioneros son empujados hacia adelante, hacia las mesas. Está demasiado lejos como para oír los breves intercambios de palabras, solo pueden ver que los hombres sentados y en pijama anotan los detalles y le entregan a cada preso un pequeño recibo. Finalmente es el turno de Lale. Tiene que dar su nombre, dirección, ocupación y los nombres de sus padres. El gastado prisionero junto a la mesa escribe las respuestas de Lale con prolijas y ordenadas letras de imprenta y le entrega un pedazo de papel con un número escrito. En ningún momento el hombre levanta la cabeza y se encuentra con los ojos de Lale. Lale mira el número: 32407. Avanza junto con el flujo de hombres hacia otro grupo de mesas, donde hay otros presos con trajes rayados que llevan el triángulo verde, y más SS custodiándolos. Su deseo de beber agua es acuciante. Sediento y agotado, se sorprende cuando el pedazo de papel le es sacado de la mano. Un oficial SS le quita el abrigo, arranca la manga de la camisa y empuja el antebrazo www.lectulandia.com - Página 13 izquierdo sobre la mesa. Mira sin poder creer lo que ve mientras los números 32407 son inscriptos en su piel, uno después del otro, por el prisionero. El pedazo de madera con una aguja incrustada se mueve rápida y dolorosamente. Luego, el hombre toma un trapo sumergido en tinta verde y lo frota bruscamente sobre la herida. El tatuaje ha tardado solo unos segundos, pero el shock de Lale hace que el tiempo se detenga. Se agarra el brazo, con la mirada fija en el número. «¿Cómo puede alguien hacerle esto a otro ser humano?». Se pregunta si por el resto de su vida, sea corta o larga, él será definido por este momento, por este número irregular: 32407. Un empujón con la culata de un rifle rompe el trance en el que está Lale. Recoge el abrigo del suelo y trastabilla hacia adelante, siguiendo a los hombres que lo anteceden hacia un gran edificio de ladrillos con bancos para sentarse a lo largo de las paredes. Le recuerda el gimnasio en la escuela de Praga donde durmió cinco días antes de comenzar su viaje aquí. —Desnudarse. —Más rápido, más rápido. Los SS gritan órdenes que la mayoría de los hombres no entienden. Lale traduce para los que están cerca, quienes a su vez lo van repitiendo para los demás. —Dejen la ropa en el banco. Estará allí después de pasar por la ducha. Pronto todos en el grupo se están quitando los pantalones, las camisas, las camperas y los zapatos, doblando su ropa mugrienta y colocándola ordenadamente sobre los bancos. Lale se anima un poco ante la perspectiva del agua, pero sabe que probablemente no volverá a ver su ropa, ni el dinero dentro de ella. Se quita sus ropas y las coloca en el banco, pero la indignación que siente amenaza con desbordar. Del bolsillo de su pantalón saca un delgado paquete de fósforos, recuerdo de pasados placeres, y echa una fugaz mirada al oficial más cercano. El hombre está mirando hacia otro lado. Lale raspa una cerilla. Este podría ser el último acto que realice por voluntad propia. Apoya el fósforo sobre el forro de su chaqueta, la cubre con los pantalones y se apresura a unirse a la línea de hombres en las duchas. Detrás de él, en cuestión de segundos, escucha gritos de: —¡Fuego! Lale mira hacia atrás. Ve hombres desnudos que empujan y se abren camino a la fuerza para escapar mientras un oficial de las SS intenta apagar las llamas dando golpes. www.lectulandia.com - Página 14 Todavía no ha llegado a las duchas pero está temblando «¿Qué he hecho?». Acaba de pasar varios días diciéndoles a todos a su alrededor que mantengan la cabeza baja, que no antagonicen con nadie, y en ese momento ha iniciado un incendio dentro de un edificio. Tiene pocas dudas en cuanto a qué le podría suceder si alguien lo señalara como el incendiario. «Estúpido. Estúpido». En el sector de las duchas, se tranquiliza, respira profundamente. Cientos de hombres temblorosos están hombro con hombro bajo los chorros de agua fría que caen sobre ellos. Inclinan la cabeza hacia atrás y beben con desesperación, a pesar de su olor rancio. Muchos tratan de disminuir su vergüenza y se cubren los genitales con las manos. Lale se lava el sudor, la suciedad y el hedor de su cuerpo y su cabello. El agua silba a través de las tuberías y golpea el suelo. Cuando deja de caer, las puertas del vestuario vuelven a abrirse, y sin orden alguno regresan a lo que ha sustituido a sus ropas: viejos uniformes de preso y botas del ejército ruso. —Antes de vestirse deben visitar al peluquero —les dice a los hombres un oficial de las SS con gesto de superioridad—. Afuera… rápido. Una vez más, los hombres se ponen en filas. Avanzan hacia el prisionero que espera listo con una navaja en la mano. Cuando le toca el turno a Lale, se sienta en la silla con la espalda recta y la cabeza bien erguida. Observa a los oficiales SS que recorren la fila, golpeando a los prisioneros desnudos con los extremos de sus armas, insultándolos y lanzando crueles risotadas. Lale se endereza en su asiento, levanta más la cabeza a medida que esta va quedando rapada, y ni se mueve cuando la navaja le lastima el cuero cabelludo. Un empujón en la espalda propinado por un oficial le indica que está listo. Sigue la fila que regresa al sector de las duchas, donde se suma a los que buscan ropa y zapatos de madera del tamaño adecuado. Lo que hay está sucio y con manchas, pero se las arregla para encontrar zapatos que más o menos le queden bien y espera que el uniforme ruso que tomó le sirva. Una vez vestido, sale del edificio, tal como le han ordenado. Está oscureciendo. Camina en la lluvia, un hombre entre muchos otros, por lo que le parece bastante tiempo. El barro cada vez más espeso hace que le resulte difícil levantar los pies, pero sigue caminando con firmeza. A algunos de los hombres les cuesta más moverse o caen sobre manos y rodillas y los golpean para que vuelvan a levantarse. Si no lo hacen, les disparan. Lale trata de separar el uniforme pesado y empapado de su piel. Le raspa e irrita, y el olor de la lana mojada y la suciedad lo llevan de vuelta al tren de ganado. Lale mira al cielo tratando de tragar tanta lluvia como pueda. El sabor www.lectulandia.com - Página 15 dulce es lo mejor que ha recibido en mucho tiempo, lo único que ha tenido en días. La sed agravada por su debilidad le borronea la visión. Traga el agua. Ahueca las manos y sorbe salvajemente. A la distancia ve reflectores que rodean un amplio espacio. En su estado de semidelirio le parece ver faros que centellean y bailan en la lluvia y le señalan el camino a casa. Lo llaman. «Ven a mí. Te daré refugio, calor y alimento. Sigue caminando». Pero cuando atraviesa los portones sin ningún mensaje, sin ofrecer trato alguno, sin ninguna promesa de libertad a cambio de trabajo, Lale se da cuenta de que el centelleante espejismo ha desaparecido. Está en otra prisión. Más allá de este patio, perdiéndose en la oscuridad, siguen las instalaciones. La parte de arriba de las cercas está coronada con alambre de púas. Arriba en los puestos de vigilancia Lale ve rifles de las SS que apuntan en su dirección. Un rayo golpea una cerca cercana. «Están electrificadas». El trueno no es lo suficientemente fuerte como para ahogar el ruido de un disparo: otro hombre caído. —Llegamos. Lale se vuelve para ver a Aron abriéndose paso a empujones para acercársele. Empapado y embarrado, pero vivo. —Sí, parece que estamos en casa. Lindo aspecto tienes. —No te has visto a ti. Imagina que soy tu espejo. —No, gracias. —¿Qué pasa ahora? —quiere saber Aron. Suena como un niño. Sigue el flujo constante de hombres y cada uno muestra su brazo tatuado a un oficial de las SS de pie fuera de un edificio, quien registra cada número en una planilla. Después de un fuerte empujón en la espalda, Lale y Aron se encuentran dentro del Bloque 7, un gran barracón con literas triples a lo largo de una pared. Docenas de hombres son obligados a entrar en el edificio. Se amontonan y empujan unos a otros para abrirse camino y reclamar un espacio para sí. Si tienen suerte o son suficientemente agresivos podrían llegar a compartir el lugar solo con uno o dos más. La suerte no está del lado de Lale. Él y Aron suben a una litera de nivel superior, ya ocupada por otros dos prisioneros. Después de no haber comido nada durante días, no les queda mucha fuerza para pelear. Lo mejor que puede, Lale se acurruca sobre la bolsa rellena de paja que pasa por colchón. Aprieta las manos contra su estómago en un intento de calmar los calambres que invaden sus tripas. Varios hombres les gritan a los guardias: www.lectulandia.com - Página 16 —Necesitamos comida. Llega la respuesta: —Se les dará algo mañana por la mañana. —Todos estaremos muertos de hambre por la mañana —replica alguien en la parte trasera del bloque. —Y en paz —añade una voz hueca. —Estos colchones están llenos de heno —sugiere alguien más—. Tal vez deberíamos seguir actuando como ganado y comernos eso. Retazos de risa silenciosa. Ninguna respuesta del oficial. Y luego, desde el fondo del dormitorio, se oye un vacilante: —Muuuuuu. Risas. Silenciosas, pero reales. El oficial, presente pero invisible, no interrumpe, hasta que finalmente los hombres se quedan dormidos, con sus estómagos haciendo ruido. Todavía está oscuro cuando Lale se despierta, con necesidad de orinar. Pasa por encima de sus compañeros dormidos, baja al suelo, y camina tanteando hasta la parte posterior del bloque, pensando que podría ser el lugar más seguro para orinar. Al acercarse, escucha voces: eslovaco y alemán. Se siente aliviado al ver que allí hay instalaciones, aunque rústicas, para que puedan defecar. Zanjas largas se extienden detrás del edificio con tablas de madera colocadas sobre ellas. Tres prisioneros están sentados sobre la zanja, defecando y charlando tranquilamente entre ellos. En el otro extremo del edificio Lale ve a dos SS que se acercan en la semioscuridad, fumando, riendo, con los rifles colgando sueltos en la espalda. Los parpadeantes reflectores perimetrales producen perturbadoras sombras de ellos y Lale no puede distinguir lo que están diciendo. Su vejiga está llena, pero vacila. A la vez, los oficiales hacen girar sus cigarrillos en el aire, toman rápidamente los rifles y disparan. Los cuerpos de los tres que estaban defecando son arrojados de espaldas a la zanja. Lale contiene la respiración en su garganta. Apoya con fuerza la espalda contra el edificio mientras los oficiales pasan junto a él. Puede ver el perfil de uno de ellos: un jovencito, solo un maldito muchacho. Cuando desaparecen en la oscuridad, Lale se hace un juramento. «Voy a vivir para dejar este lugar. Saldré para ser un hombre libre. Si hay un infierno, veré a estos asesinos ardiendo en él». Piensa en su familia, allá en www.lectulandia.com - Página 17 Krompachy, y espera que su presencia en ese lugar sirva al menos para salvarlos de un destino similar. Luego orina y vuelve a su litera. —Los disparos —dice Aron—, ¿qué eran? —No vi nada. Aron balancea su pierna por sobre Lale en su camino hacia el suelo. —¿Adónde vas? —A mear. Lale se inclina sobre un lado de la cama, agarra la mano de Aron. —Espera. —¿Por qué? —Ya oíste los disparos —explica Lale—. Solo aguanta hasta mañana. Aron no dice nada mientras regresa a la cama y se tumba, sus dos puños apretados contra la entrepierna atemorizado y desafiante. Su padre había ido a recibir a un cliente en la estación del tren. El señor Sheinberg se preparó para subir elegantemente al carruaje mientras el padre de Lale ponía su equipaje de cuero fino en el asiento de adelante. ¿Desde dónde había viajado? ¿Praga? ¿Bratislava? ¿Viena quizás? Vestido con un costoso traje de lana y los zapatos recién lustrados, sonrió y habló brevemente al padre mientras subía adelante. Su padre hizo que el caballo se pusiera en marcha. Como la mayoría de los hombres que el padre de Lale llevaba de un lado a otro con su servicio de taxis, el señor Sheinberg regresaba a casa de un viaje de negocios importantes. Lale quería ser como él y no como su padre. La esposa del señor Sheinberg no estaba con él ese día. A Lale le encantaba observar a la señora Sheinberg y a las otras mujeres que viajaban en los carruajes de su padre, sus pequeñas manos con guantes blancos, sus elegantes pendientes de perlas haciendo juego con los collares. Adoraba a las hermosas mujeres bien vestidas y con elegantes joyas que a veces acompañaban a los hombres importantes. La única ventaja de ayudar a su padre era la de abrir la puerta del carruaje para ellas, tomándoles la mano para ayudarlas a bajar, inhalando su perfume, soñando con las vidas que ellas llevaban. www.lectulandia.com - Página 18 Capítulo 2 —¡Fuera! ¡Todo el mundo afuera! Suenan los silbatos y ladran los perros. La luz del sol de la clara mañana entra por la puerta del Bloque 7. Los hombres se desenredan unos de otros, bajan de sus literas y salen arrastrando los pies. Apenas fuera del barracón, se detienen. Nadie está dispuesto a ir demasiado lejos. Esperan. Y esperan. Los que estaban gritando y haciendo sonar los silbatos han desaparecido. Los hombres van y vienen sin alejarse demasiado, dirigen susurros a la persona que tienen más cerca. Al mirar hacia los otros barracones, ven la misma escena. ¿Ahora qué? Esperar. Finalmente, un oficial de las SS y un prisionero se acercan al Bloque 7, que queda en silencio. No se hacen presentaciones. El prisionero lee algunos números en una planilla. El oficial de la SS permanece a su lado, dando golpes de impaciencia con el pie, golpeándose el muslo con el bastón de mando. Pasa un momento hasta que los prisioneros se dan cuenta de que aquellos números se refieren a los tatuajes que cada uno lleva en el brazo izquierdo. La lista se termina. Dos números no han recibido ninguna respuesta. —Tú —el hombre que leyó los números llama al prisionero al final de la fila—, vuelve adentro y fíjate si hay alguien todavía allí. El hombre lo mira con expresión de no saber de qué se trata. No ha entendido una palabra. El hombre a su lado le explica la orden y el otro se apresura a entrar. Unos momentos después, regresa, levanta la mano derecha y extiende el índice y el dedo medio: dos muertos. El oficial SS se adelanta. Habla en alemán. Los prisioneros ya han aprendido a mantener la boca cerrada y a esperar obedientemente con la esperanza de que algunos de ellos puedan traducir. Lale lo entiende todo. —Recibirán dos comidas al día. Una por la mañana y otra a la noche. Si sobreviven hasta la noche. —Hace una pausa, con una sonrisa sombría en el rostro—. Después de la comida de la mañana, van a trabajar hasta que les digamos que dejen de hacerlo. Continuarán con la construcción de este www.lectulandia.com - Página 19 campo. Tenemos que transportar a muchas más personas a este lugar. —Su sonrisa se convierte en un gesto de orgullo—. Obedezcan las instrucciones de su Kapo y de los encargados del programa de construcción y verán la puesta del sol. Se oyen ruidos de objetos de metal que chocan entre sí y los prisioneros se vuelven para ver a un grupo de hombres que se acerca. Llevan dos ollas y un montón de pequeños jarros metálicos. Desayuno. Algunos presos empiezan a dirigirse hacia el grupo más pequeño, en actitud de ofrecer su ayuda. —Si alguien se mueve, le disparo —grita el oficial de las SS, y levanta su rifle—. No habrá segundas oportunidades. El oficial se marcha y el prisionero que leyó la lista de números se dirige al grupo. —Ya lo oyeron —dice el hombre, en alemán con acento polaco—. Yo soy su Kapo, su jefe. Deberán formar dos filas para recibir la comida. Cualquiera que se queje sufrirá las consecuencias. Los hombres corren para tener una buena posición en la fila y varios comienzan a susurrar entre ellos, preguntando si alguien ha entendido lo que dijo «el alemán». Lale traduce para aquellos que están más cerca de él y les pide que lo hagan circular. Va a traducir todo lo que pueda. Al llegar al frente de la fila, acepta con gratitud un pequeño jarro de hojalata, cuyo contenido salpica las manos ásperas que se lo entregan. Se aparta y examina su comida. Es marrón, no contiene nada sólido y tiene un olor que no puede identificar. No es ni té, ni café, ni sopa. Teme que, si lo bebe lentamente, termine vomitando ese líquido asqueroso. Entonces, cierra los ojos, se tapa la nariz con los dedos y lo traga. Otros no tienen tanta suerte. Aron, que está cerca de él, levanta su jarro en un simulacro de brindis. —A mí me tocó un pedazo de papa, ¿y a ti? —La mejor comida que he probado en años. —¿Siempre eres tan optimista? —Vuelve a preguntarme al final del día —responde Lale con un guiño. Al devolverle el jarro vacío al prisionero que se la entregó, Lale le agradece con un rápido movimiento de cabeza y una media sonrisa. —¡Cuando ustedes, bastardos perezosos, hayan terminado su comida — grita el Kapo—, vuelvan a la fila! ¡Hay trabajo que hacer! Lale traduce la instrucción. —Me seguirán a mí —grita el Kapo—, y obedecerán las instrucciones del capataz. Yo me entero de inmediato de cualquier holgazanería. www.lectulandia.com - Página 20 Lale y los demás se encuentran frente a un edificio a medio terminar, una réplica de su propio bloque. Ya hay allí otros prisioneros: carpinteros y albañiles, todos trabajando en silencio al ritmo establecido de personas acostumbradas a trabajar juntas. —Tú. Sí, tú. Sube al techo. Puedes trabajar allí. La orden está dirigida a Lale. Mira a su alrededor, y ve una escalera que sube al techo. Dos prisioneros esperan allí en cuclillas para recibir las tejas que les van alcanzando. Ambos hombres se apartan cuando Lale sube. El techo consiste solo en vigas de madera donde se apoyan las tejas. —Ten cuidado —le advierte uno de los obreros—. Sube un poco más por el techo y obsérvanos. No es difícil… lo vas a aprender rápido. —El hombre es ruso. —Me llamo Lale. —Las presentaciones las haremos más tarde, ¿de acuerdo? —Ambos hombres intercambian una mirada—. ¿Me entiendes? —Sí —responde Lale en ruso. Los hombres sonríen. Lale observa mientras reciben las pesadas tejas de arcilla del par de manos que aparecen en el borde del techo, gatea hasta donde se colocaron las últimas tejas y cuidadosamente las superpone, antes de volver a la escalera para recibir la siguiente. El ruso tenía razón, no es un trabajo difícil y no pasa mucho tiempo antes de que Lale se una a ellos para recibir y colocar las tejas. En el tibio día de primavera solo los dolores y los calambres del hambre le impiden ponerse a la altura de los trabajadores más experimentados. Pasan unas cuantas horas antes de que se les permita hacer un descanso. Lale se dirige hacia la escalera, pero el ruso lo detiene. —Es más seguro quedarse aquí y descansar. Nadie puede vernos bien en esta altura. Lale sigue a los hombres, que obviamente saben cuál es el mejor lugar para sentarse y estirarse: el rincón donde se usó madera más fuerte para reforzar el techo. —¿Cuánto tiempo has estado aquí? —pregunta Lale apenas terminan de acomodarse. —Unos dos meses, creo. Es difícil precisarlo después de un tiempo. —¿De dónde vienes? Quiero decir, ¿cómo fue que terminaste aquí? ¿Eres judío? —Una pregunta a la vez. —El ruso se ríe entre dientes y el obrero más joven, más corpulento, pone los ojos en blanco ante la ignorancia del recién llegado, que todavía tiene que conocer su lugar en el campo de concentración. www.lectulandia.com - Página 21 —No somos judíos. Somos soldados rusos. Quedamos separados de nuestra unidad y los malditos alemanes nos atraparon y nos pusieron a trabajar. ¿Y tú? ¿Eres judío? —Sí. Soy parte de un grupo grande que llegó ayer de Eslovaquia… todos judíos. Los rusos intercambian una mirada. El hombre mayor gira la cabeza hacia otro lado y cierra los ojos, levanta el rostro hacia el sol y deja que su compañero continúe la conversación. —Mira alrededor. Puedes ver desde aquí arriba cuántos bloques se están construyendo y cuánto terreno tienen que seguir limpiando. Lale se apoya sobre los codos y observa la vasta superficie contenida dentro de la cerca electrificada. Barracones como el que está ayudando a construir se multiplican en la distancia. Experimenta una sacudida de horror ante lo que ese lugar podría llegar a ser. No sabe muy bien qué decir a continuación, ya que no quiere expresar su angustia. Vuelve a reclinarse, y aparta la mirada de sus compañeros, tratando desesperadamente de controlar sus emociones. No debe confiar en nadie, debe revelar poco sobre sí mismo, debe ser cauteloso… El hombre lo observa de cerca. Y dice: —He oído a los SS alardeando acerca de que este va a ser el campo de concentración más grande de todos. —¿Y eso es así? —dice Lale, forzando su voz por encima de un susurro —. Bueno, si lo vamos a construir juntos, bien podrías decirme cómo te llamas. —Andor —dijo—. Y este patán grandote a mi lado es Boris. No es de hablar mucho. —Aquí, hablar puede hacer que te maten —murmura Boris cuando le da la mano a Lale. —¿Qué más me puedes decir sobre la gente aquí? —quiere saber Lale—. ¿Y quién diablos son estos kapos? —Díselo tú —sugiere Boris bostezando. —Bueno, hay otros soldados rusos como nosotros, pero no son muchos, y luego están todos esos triángulos diferentes. —¿Como el triángulo verde que lleva mi Kapo? —dice Lale. Andor se ríe. —Oh, los verdes son los peores. Son criminales: asesinos, violadores, ese tipo de gente. Se convierten en buenos guardias porque son gente terrible. — Continúa—: Otros están aquí por sus opiniones políticas antialemanas. Estos www.lectulandia.com - Página 22 usan un triángulo rojo. También verás algunos, no muchos, con un triángulo negro. Esos son unos bastardos perezosos y no duran mucho tiempo. Y finalmente están tú y tus amigos. —Llevamos la estrella amarilla. —Sí, llevas la estrella. Tu crimen es ser judío. —¿Por qué tú no tienes color? —pregunta Lale. Andor se encoge de hombros. —Somos simplemente el enemigo. Boris se ríe. —Nos insultan compartiendo nuestros uniformes con el resto de ustedes. No pueden hacer mucho más daño que ese. Suena un silbato y los tres hombres vuelven a trabajar. Esa noche, los hombres del Bloque 7 se reúnen en pequeños grupos para hablar, para compartir lo que han aprendido, y para hacerse preguntas. Varios se trasladan al extremo más alejado del edificio donde ofrecen oraciones a su Dios. Estas se mezclan y se convierten en algo ininteligible. «¿Son plegarias en busca de guía, de venganza, de aceptación?». A Lale le parece que sin un rabino para guiarlos, cada hombre ora por lo que es más importante para sí. Y decide que así es como debe ser. Se mueve entre los grupos de hombres, escuchando, pero sin intervenir en ninguno. Al final de su primer día, Lale ha agotado los conocimientos de sus dos compañeros rusos. Durante el resto de la semana sigue su propio consejo: mantiene la cabeza baja, hace lo que se le pide, nunca discute. Al mismo tiempo, observa a todos y todo lo que sucede a su alrededor. Le resulta claro, al observar el diseño de los nuevos edificios, que los alemanes carecen de inteligencia arquitectónica. Cada vez que se le presenta la oportunidad, escucha las charlas y los chismes de los SS, que no saben que él entiende lo que dicen. Le proporcionan la única munición disponible para él, conocimiento, que él almacena para más adelante. Los SS andan por ahí la mayor parte del día, apoyados contra las paredes, fumando, vigilando todo con un solo ojo. Escucha a escondidas y gracias a eso se entera de que el comandante del campo, Hoess, es un bastardo perezoso que casi nunca muestra la cara, y que el alojamiento para los alemanes en Auschwitz es superior al de Birkenau, que no tiene acceso a cigarrillos ni cerveza. www.lectulandia.com - Página 23 Un grupo de trabajadores se destaca en las observaciones de Lale. Solo se comunican entre ellos, visten ropas civiles y hablan con los SS sin temer por su seguridad. Lale decide averiguar quiénes son estos hombres. Otros prisioneros nunca toman un trozo de madera ni una teja, sino que caminan tranquilamente por todo el campo ocupándose de lo suyo. Su Kapo es uno de esos. «¿Cómo conseguir un trabajo así?». Una posición como esa le podría permitir una mejor oportunidad para descubrir lo que ocurre en el campo, cuáles son los planes para Birkenau y, más importante todavía, los planes para él. Lale está en el techo, poniendo tejas al sol, cuando ve a su Kapo que avanza en dirección a ellos. —Vamos, bastardos perezosos, trabajen más rápido —grita Lale—. ¡Tenemos que terminar un bloque! Sigue gritando órdenes cuando el Kapo aparece abajo. Lale ha hecho un hábito de saludarlo con un respetuoso movimiento de cabeza. En una ocasión recibió un breve movimiento de cabeza como respuesta. Le ha hablado en polaco. Por lo menos, su Kapo lo ha aceptado como un prisionero obediente que no va a causar problemas. Con una media sonrisa el Kapo hace contacto visual con Lale y le hace señas para que baje del techo. Lale se acerca a él con la cabeza agachada. —¿Te gusta lo que estás haciendo, en el tejado? —pregunta el Kapo. —Haré todo lo que me digan que haga —responde Lale. —Pero todos quieren una vida más fácil, ¿verdad? Lale no dice nada. —Necesito un asistente —dice el Kapo, jugando con el borde deshilachado de su camisa del ejército ruso. Es demasiado grande para él, elegida para hacer que ese hombre pequeño parezca más grande y más poderoso que aquellos a los que debe controlar. De su boca muy abierta y con pocos dientes Lale percibe el olor penetrante de la carne parcialmente digerida. —Harás todo lo que te pida. Traerme la comida, limpiarme las botas, y debes estar a mi lado siempre que yo lo desee. Haz esto y yo puedo hacer que tu vida sea más fácil; si me fallas, habrá consecuencias. Lale se coloca junto a su Kapo, como respuesta a la oferta de trabajo. Se pregunta si al pasar de ser albañil a ser un asistente personal no estará haciendo un trato con el diablo. www.lectulandia.com - Página 24 Un hermoso día de primavera, no demasiado caluroso, Lale observa que un camión grande, cerrado, sigue más allá del punto habitual para la descarga de materiales de construcción. Da la vuelta por la parte de atrás del edificio de la administración. Lale sabe que la cerca que limita el lugar no se encuentra mucho más allá y nunca se atrevió a entrar en esa área, pero en ese momento la curiosidad puede más que él. Sigue al camión y camina tras él con aire de «Yo soy de aquí, puedo ir donde me da la gana». Espía desde una esquina de la parte de atrás del edificio. El camión se detiene junto a un extraño autobús. Ha sido adaptado para ser una especie de búnker, con placas de acero clavadas sobre los marcos de las ventanillas. Lale observa mientras docenas de hombres desnudos salen del camión para ser conducidos al autobús. Algunos entran voluntariamente. Los que se resisten son golpeados con la culata de algún fusil. Sus compañeros de prisión arrastran a los rebeldes semiconscientes hacia su destino. El autobús está tan lleno que los últimos hombres en subir se apoyan en el escalón con las puntas de los pies, y sus traseros desnudos sobresalen por la puerta. Algunos oficiales recurren a todo su peso para empujar esos cuerpos. Luego las puertas se cierran de golpe. Un oficial camina alrededor del autobús y golpea las hojas de metal, revisando que todo esté seguro. Un oficial ágil trepa al techo con una lata en la mano. Sin poder moverse de su lugar, Lale ve que abre una pequeña escotilla en el techo del autobús y da vuelta el recipiente. Luego cierra la escotilla y la asegura. Mientras el guardia se desliza hacia abajo, el autobús se sacude violentamente y se oyen gritos amortiguados. Lale cae de rodillas, vomitando. Permanece allí, descompuesto en el suelo, mientras los gritos se desvanecen. Cuando el autobús queda inmóvil y en silencio, las puertas se abren. Los hombres muertos caen como bloques de piedra. Un grupo de prisioneros aparece por la otra esquina del edificio. El camión retrocede y los hombres empiezan a trasladar los cuerpos del autobús al camión. Trastabillan bajo el peso mientras tratan de ocultar su angustia. Lale ha sido testigo de un acto inimaginable. Se pone de pie tambaleando, en el umbral del infierno; dentro de él se mueve un torbellino de sentimientos de furia. A la mañana siguiente no puede levantarse. Está ardiendo. www.lectulandia.com - Página 25 Lale tarda siete días en recuperar la conciencia. Alguien le está echando agua suavemente en la boca. Se da cuenta de que tiene un trapo húmedo y fresco en la frente. —Tranquilo, muchacho —dice una voz—. Tómalo con calma. Lale abre los ojos y ve a un extraño, un hombre mayor que lo mira dulcemente a la cara. Se yergue un poco sobre los codos y el extraño lo ayuda a sentarse. Mira alrededor, confuso. ¿Qué día es? ¿Dónde está? —El aire fresco te hará bien —le dice el hombre mientras lo toma por el codo. Lo llevan afuera. Es un día soleado, uno que parece hecho para la alegría, y él se estremece con el recuerdo del último día como este. Su mundo gira y él se tambalea. El extraño lo sostiene y lo conduce hasta una pila de maderas cerca de ellos. Levanta la manga de Lale y señala el número tatuado. —Me llamo Pepan. Yo soy el Kapo. ¿Qué te parece mi obra? —¿Kapo? —pregunta Lale—. ¿Quieres decir que tú me hiciste esto? Pepan encoge los hombros y mira a Lale directamente a los ojos. —No me dieron a elegir. Lale sacude la cabeza. —Este número no habría sido lo que yo hubiera elegido para un tatuaje. —¿Qué habrías preferido? —pregunta Pepan. Lale muestra una sonrisa pícara. —¿Cómo se llama ella? —¿Mi novia? No lo sé. Todavía no nos conocemos. Pepan se ríe entre dientes. Ambos hombres permanecen sentados en silenciosa compañía. Lale pasa un dedo sobre sus números. —¿De dónde es tu acento? —quiere saber Lale. —Soy francés. —¿Y qué fue lo que me pasó? —pregunta finalmente Lale. —Tifus. Estabas destinado a una tumba temprana. Lale se estremece. —Entonces, ¿por qué estoy aquí sentado contigo? —Yo pasaba por tu bloque justo cuando tu cuerpo era arrojado al carro para los muertos y los moribundos. Un joven le estaba suplicando al SS que te dejaran. Le decía que él se iba a ocupar de ti. Cuando entraron en el siguiente bloque te empujó fuera del carro y comenzó a arrastrarte de nuevo hacia adentro. Yo fui y lo ayudé. —¿Hace cuánto tiempo de eso? www.lectulandia.com - Página 26 —Siete, ocho días. Desde entonces, los hombres de tu bloque te han cuidado durante la noche. Yo he pasado tanto tiempo como he podido durante el día para cuidarte. ¿Cómo te sientes? —Me siento bien. No sé qué decir, cómo darte las gracias. —Dale las gracias al hombre que te sacó del carro. Fue su coraje lo que te arrancó de las fauces de la muerte. —Lo haré cuando averigüe quién fue. ¿Tú lo sabes? —No. Lo siento. No nos dijimos los nombres. Lale cierra los ojos por unos momentos, dejando que el sol le caliente la piel, dándole la energía, la voluntad, para continuar. Levanta sus hombros caídos y el valor vuelve a fundirse en él. Sigue vivo. Se pone de pie con las piernas temblorosas, estirándose, tratando de respirar nueva vida para dar fuerza a un cuerpo enfermo que necesita descanso, nutrición e hidratación. —Siéntate, todavía estás muy débil. Obedece a lo que es obvio y Lale se sienta. Recién en ese momento su espalda está más recta, su voz es más firme. Le dirige una sonrisa a Pepan. El viejo Lale está de vuelta, casi tan ansioso por recibir información como lo está por recibir comida. —Veo que llevas una estrella roja —dice. —Ah, sí. Yo era un académico en París y era demasiado franco, para mi desgracia. —¿Qué enseñabas? —Ciencias económicas. —¿Y por ser profesor de economía terminaste aquí? ¿Cómo? —Bueno, Lale, un hombre que da clases sobre impuestos y tasas de interés no puede dejar de involucrarse en la política de su país. La política ayuda a entender el mundo hasta que uno ya no entiende nada, y entonces hace que te arrojen a un campo de prisioneros. Tanto la política como la religión. —¿Y vas volver a esa vida cuando te vayas de aquí? —¡Un optimista! No sé lo que me depara el futuro, ni a ti. —Pues no hay bola de cristal. —Efectivamente, no la hay. Por entre los ruidos de la construcción, de los perros que ladran y de los guardias que gritan, Pepan se inclina hacia adelante y pregunta: —¿Eres tan fuerte de carácter como lo eres físicamente? Lale le devuelve la mirada de Pepan. www.lectulandia.com - Página 27 —Soy un sobreviviente. —Tu fuerza puede ser una debilidad, dadas las circunstancias en las que nos encontramos. El encanto y una sonrisa fácil te van a meter en problemas. —Soy un sobreviviente. —Bueno, entonces tal vez yo pueda ayudarte a sobrevivir aquí. —¿Tienes amigos en las altas esferas? Pepan se ríe y palmea a Lale en la espalda. —No. No tengo amigos en las altas esferas. Como te dije, yo soy el Kapo. Y me han dicho que el número de personas que van a venir a este lugar muy pronto va a aumentar. Se quedan pensando un momento. Lo que hay en la mente de Lale es que, en algún lugar, alguien está tomando decisiones, arrancando números de… ¿dónde? «¿Cómo decides quién viene aquí? ¿En qué información se basan esas decisiones? ¿Carrera, religión o política?». —Me intrigas, Lale. Me sentí atraído por ti. Tenías una fuerza que ni siquiera tu cuerpo enfermo podía esconder. Te trajo hasta este punto, sentado hoy ante mí. Lale oye las palabras pero lucha con lo que Pepan está diciendo. Están sentados en un lugar donde la gente está muriendo cada día, cada hora, cada minuto. —¿Quieres trabajar conmigo? —Pepan saca a Lale de la desolación—. ¿O estás feliz haciendo lo que sea que ellos te dicen que hagas? —Hago lo que puedo para sobrevivir. —Entonces acepta mi oferta de trabajo. —¿Quieres que tatúe a otros hombres? —Alguien tiene que hacerlo. —No creo que pueda hacer eso. Dejar cicatrices en el cuerpo de alguien, producirle dolor a alguien… porque eso duele, tú lo sabes. Pepan se arremanga para mostrar su propio número. —Duele como el demonio. Si no aceptas el trabajo, alguien con menos alma que tú lo aceptará, y hará sufrir más a estas personas. —Trabajar para el Kapo no es lo mismo que herir a cientos de personas inocentes. Se produce un largo silencio. Lale vuelve a entrar en su oscuro espacio. «Quienes toman las decisiones, ¿tienen familia, esposa, hijos, padres? No puede ser». —Por más que te digas eso, sigues siendo un títere nazi. Ya sea conmigo o con el Kapo, o construyendo bloques, estás siempre haciendo el trabajo www.lectulandia.com - Página 28 sucio de ellos. —Puestas las cosas de esa manera… —¿Entonces? —Entonces, sí. Si puedes arreglarlo, trabajaré para ti. —No para mí. Conmigo. Pero debes trabajar rápido y de manera eficiente. Y no causar problemas con los SS. —De acuerdo. Pepan se pone de pie, dispuesto a marcharse. Lale lo agarra de la manga de la camisa. —Pepan, ¿por qué me elegiste a mí? —Vi a un joven medio muerto de hambre que arriesgaba su vida para salvarte. Me imaginé que debías ser alguien al que valía la pena salvar. Vendré a buscarte mañana por la mañana. Ahora trata de descansar. Esa noche, cuando sus compañeros de bloque regresan, Lale se da cuenta de que falta Aron. Les pregunta qué ha ocurrido con él a los otros dos que comparten su cama, cuánto tiempo hace que no lo ven. —Más o menos una semana —fue la respuesta. El estómago de Lale se estremece. —El Kapo no podía encontrarte —explica el hombre—. Aron podría haberle dicho que estabas enfermo, pero temía que el Kapo te pusiera otra vez en el carro de los muertos si se enteraba, por lo que dijo que ya habías muerto. —¿Y el Kapo descubrió la verdad? —No —bosteza el hombre, exhausto por el trabajo—. Pero el Kapo estaba tan enojado que se llevó a Aron de todos modos. Lale se esfuerza por contener las lágrimas. El segundo compañero de cama gira para apoyarse sobre el codo. —Tú le pusiste grandes ideas en la cabeza. Quería salvar a «uno». —Salvar a uno es salvar al mundo —Lale completa la frase. Los hombres se hunden en el silencio por un tiempo. Lale mira el techo, parpadea para apartar las lágrimas. Aron no es la primera persona en morir aquí y no será la última. —Gracias —dice. —Tratamos de continuar lo que Aron comenzó, para ver si podíamos salvar a uno. —Nos turnábamos —dice un joven desde abajo— para contrabandear agua y compartir nuestro pan contigo, empujándolo por tu garganta. www.lectulandia.com - Página 29 Otro sigue con el relato. Se levanta de la litera de abajo, demacrado, con nublados ojos azules, voz inexpresiva, pero todavía llena de la necesidad de contar su parte de la historia. —Te cambiamos la ropa sucia. La reemplazábamos con la de alguien que hubiera muerto durante la noche. Lale ya no puede contener las lágrimas que ruedan por sus macilentas mejillas. —No puedo… No puede hacer otra cosa que estar agradecido. Sabe que tiene una deuda que no puede pagar, no ahora, no aquí, y para ser realista, jamás podrá. Se duerme con el sonido de los conmovedores cánticos hebreos de aquellos que todavía se aferran a la fe. A la mañana siguiente Lale está en la fila para el desayuno cuando Pepan aparece a su lado, lo toma silenciosamente del brazo y lo lleva hacia el sector principal del campo. Allí los camiones hacen descender su carga humana. Se siente como si hubiera entrado a una escena de una tragedia clásica. Algunos de los actores son los mismos, la mayoría son nuevos, su parte no está escrita todavía, su papel aún no ha sido determinado. Su experiencia de vida no lo ha equipado para entender lo que está sucediendo. Tiene el recuerdo de haber estado allí antes. «Sí, no como observador, sino como participante. ¿Cuál será mi papel ahora?». Cierra los ojos e imagina que está frente a otra versión de sí mismo, mirando el brazo izquierdo. Sin número. Abre los ojos de nuevo, mira el tatuaje en su brazo izquierdo real, y luego otra vez la escena que tiene ante sí. Observa a los centenares de nuevos prisioneros que hay reunidos allí. Muchachos, hombres jóvenes, con el terror grabado en cada uno de sus rostros. Aferrados unos a otros. Abrazándose a sí mismos. Los SS y los perros los conducen como a corderos rumbo al matadero. Ellos obedecen. Si viven o mueren este día es algo que está a punto de ser decidido. Lale deja de seguir a Pepan y se queda congelado. Pepan se da vuelta y lo guía hacia unas mesitas con el equipo para tatuar en ellas. Aquellos que pasan la selección son puestos en una fila delante de su mesa. Serán marcados. Otros recién llegados —los viejos, los enfermos, aquellos sin habilidades identificadas— son muertos vivientes. Suena un disparo. Los hombres se estremecen. Alguien cae. Lale mira en dirección al disparo, pero Pepan le toma la cara y lo obliga a torcer la cabeza. www.lectulandia.com - Página 30 Un grupo de SS, en su mayoría jóvenes, caminan hacia Pepan y Lale, escoltando a un oficial de SS de cuarenta y tantos años largos, erguido en su inmaculado uniforme, la gorra puesta con precisión sobre su cabeza. Un maniquí perfecto, piensa Lale. Los SS se detienen ante ellos. Pepan se adelanta y saluda al oficial con una inclinación de cabeza, mientras Lale observa. —Kapo Houstek, he reclutado a este prisionero para que me ayude — informa Pepan señalando a Lale, detrás de él. Houstek se vuelve hacia Lale. —Creo que aprenderá rápido —continúa Pepan. Houstek, con mirada de acero, mira a Lale antes de mover un dedo para que dé un paso adelante. Lale obedece. —¿Qué idiomas hablas? —Eslovaco, alemán, ruso, francés, húngaro y un poco de polaco — contesta Lale, mirándolo a los ojos. —Ajá. —Houstek se aleja. Lale se inclina y le susurra a Pepan: —Un hombre de pocas palabras. Supongo que tengo el trabajo, ¿no? Pepan se vuelve hacia Lale, con fuego en sus ojos y en su voz, aunque habla en voz baja. —No lo subestimes. Olvida tu bravuconería o perderás tu vida. La próxima vez que hables con él, no levantes los ojos por encima del nivel de sus botas. —Lo siento —responde Lale—. No lo haré. «¿Cuándo aprenderé?». www.lectulandia.com - Página 31 Capítulo 3 Junio de 1942 Lale despierta lentamente, abrazado a un sueño que ha puesto una sonrisa en su cara. «Quiero quedarme, quiero quedarme, dejen que me quede aquí un momento más, por favor…». A Lale le gusta conocer todo tipo de gente, pero particularmente le gusta conocer mujeres. Para él todas son bellas, más allá de su edad, su apariencia, de la manera en que se visten. Lo más destacado de su rutina diaria es caminar por la sección de mujeres donde trabaja. Allí es cuando coquetea con las mujeres jóvenes y no tan jóvenes que trabajan detrás del mostrador. Lale escucha que se abren las puertas principales de la tienda. Levanta la vista y una mujer entra corriendo. Detrás de ella, dos soldados eslovacos se detienen en la puerta y no la siguen adentro. Se acerca presuroso a ella con una sonrisa tranquilizadora. —Está todo bien —le dice—. Está a salvo aquí conmigo. Ella acepta su mano y la conduce hacia un mostrador lleno de extravagantes frascos de perfume. Mira varios, se decide por uno y se lo ofrece a ella. La mujer gira el cuello de manera juguetona. Lale le rocía suavemente primero un lado del cuello y luego el otro. Sus miradas se encuentran cuando ella gira la cabeza. Adelanta las dos muñecas y cada una recibe su recompensa. Ella se lleva una muñeca a la nariz, cierra los ojos y olfatea ligeramente. Le ofrece a Lale la misma muñeca. Él le sostiene la mano con delicadeza, la acerca a su rostro mientras se inclina e inhala la embriagadora mezcla de perfume y juventud. —Sí. Este es perfecto para usted —dice Lale. —Me lo llevo. Lale entrega el frasco a la asistente de la tienda, que empieza a envolverlo. —¿Hay algo más en lo que pueda ayudarla? —pregunta. www.lectulandia.com - Página 32 Aparecen caras fugaces delante de él, sonrientes mujeres jóvenes que bailan alrededor de él, felices, viviendo la vida al máximo. Lale sostiene el brazo de la joven que conoció en la sección para mujeres de la tienda. Su sueño parece acelerarse. Lale y la dama entran a un exquisito restaurante, apenas iluminado por mínimos apliques. Una vela parpadeante en cada mesa se apoya sobre pesados manteles de jacquard. Valiosas joyas proyectan colores sobre las paredes. El ruido de los cubiertos de plata sobre la porcelana fina es apagado por los dulces sonidos del cuarteto de cuerdas ubicado en un rincón. El recepcionista lo saluda cálidamente mientras toma el abrigo de la acompañante de Lale y los conduce a una mesa. Una vez sentados, el maître le muestra a Lale una botella de vino. Sin apartar los ojos de su compañera, asiente con la cabeza y la botella es descorchada para luego servir el vino. Lale y la joven toman sus copas. Con sus miradas todavía fijas en el otro, levantan las manos y beben. El sueño de Lale vuelve a saltar hacia adelante. Está cerca de despertarse. «No». En ese momento está revisando su armario, eligiendo un traje, una camisa, evaluando y rechazando corbatas hasta que encuentra la corbata adecuada y se la pone para anudarla a la perfección. Se calza los zapatos bien lustrados. Toma las llaves y la billetera de la mesa de noche antes de agacharse y apartar un mechón de pelo de la cara de su compañera dormida, para luego besarla. Ella se estira y sonríe. Con voz áspera dice: —Esta noche… Los disparos afuera arrojan a Lale a la vigilia. Es empujado por sus compañeros de cama quienes a su vez buscan de dónde viene la amenaza. Con el recuerdo del cuerpo cálido de ella todavía presente, Lale se levanta lentamente y es el último en alinearse para que pasen lista. El prisionero a su lado le da un codazo al ver que no responde cuando gritan su número. —¿Qué te pasa? —Nada… Todo. Este lugar. —Es el mismo de ayer. Y será el mismo mañana. Tú me enseñaste eso. ¿Qué ha cambiado para ti? —Tienes razón… el mismo, el mismo. Es solo que, bueno, soñé con una chica que conocí en otro tiempo. —¿Cómo se llamaba? —No lo recuerdo. No importa. —¿No estabas enamorado de ella entonces? www.lectulandia.com - Página 33 —Las amaba a todas, pero de alguna manera ninguna capturó jamás mi corazón. ¿Tiene sentido eso? —Realmente no. Me conformaría con una chica para amar y pasar el resto de mi vida con ella. Ha estado lloviendo durante días, pero esa mañana el sol amenaza con arrojar un poco de brillo y luz en el sombrío campo de Birkenau mientras Lale y Pepan preparan su lugar de trabajo. Tienen dos mesas, frascos de tinta, un montón de agujas. —Prepárate, Lale, aquí vienen. Lale levanta la vista y se sorprende al ver docenas de mujeres jóvenes que avanzan escoltadas hacia él. Sabía que había chicas en Auschwitz pero no allí, no en Birkenau, ese infierno de infiernos. —Algo un tanto diferente hoy, Lale… Han trasladado a unas chicas de Auschwitz hasta aquí y algunas de ellas necesitan que les hagan otra vez los números. —¿Qué? —Sus números, se los hicieron con un sello que resultó poco eficiente. Tenemos que hacerlos adecuadamente. No hay tiempo para admirarlas, Lale. Solo haz tu trabajo. —No puedo. —Haz tu trabajo, Lale. No le digas ni una palabra a ninguna de ellas. No hagas ninguna estupidez. La fila de chicas jóvenes serpentea hasta más allá de su visión. —No puedo hacer esto. Por favor, Pepan, no podemos hacer esto. —Sí que puedes, Lale. Debes hacerlo. Si no lo haces, otro lo hará y que yo te salvara no habrá servido para nada. Solo haz el trabajo, Lale. —Pepan le sostiene la mirada. El miedo se asienta profundamente en los huesos de Lale. Pepan tiene razón. O bien sigue las reglas o se arriesga a que lo maten. Lale empieza «el trabajo». Trata de no levantar la vista. Extiende la mano para tomar el pedazo de papel que alguien le entrega. Debe transferir esos cinco dígitos sobre la jovencita que se lo da. Ya hay un número allí, pero se ha desvanecido. Presiona la aguja en su brazo izquierdo y dibuja un 3, tratando de ser suave. Sale sangre. Pero la aguja no ha entrado lo suficiente y tiene que dibujar de nuevo el número. Ella no se estremece por el dolor que Lale sabe que le está infligiendo. «Se les ha advertido: no digan nada, no hagan nada». www.lectulandia.com - Página 34 Él limpia la sangre y frota tinta verde en la herida. —¡Apresúrate! —susurra Pepan. Lale tarda demasiado. Tatuar los brazos de los hombres es una cosa; profanar los cuerpos de aquellas jovencitas es horrible. Al levantar la vista, ve a un hombre de uniforme blanco que camina lentamente recorriendo la fila de las jóvenes. Cada tanto se detiene para inspeccionar la cara y el cuerpo de alguna joven aterrorizada. Finalmente llega adonde está Lale. Mientras Lale sostiene el brazo de la muchacha lo más suavemente que puede, el hombre le toma la cara con la mano y la mueve bruscamente de un lado a otro. Lale levanta la vista hacia aquellos ojos asustados. Los labios de ella se mueven dispuestos a hablar. Lale le aprieta con fuerza el brazo para detenerla. Ella lo mira y él mueve la boca: «Shh». El hombre de chaqueta blanca le suelta la cara y se aleja. —Bien hecho —susurra él mientras se pone a tatuar los cuatro dígitos restantes: 4 9 0 2. Cuando termina le retiene el brazo por un momento más de lo necesario, y vuelve a mirarla a los ojos. Fuerza una ligera sonrisa. Ella le devuelve una más ligera todavía. Sus ojos, sin embargo, bailan ante él. Al mirarlos, su corazón parece simultáneamente detenerse y comenzar a latir por primera vez, golpeando, casi amenazando con estallar para salirse del pecho. Baja la mirada al suelo y este se mueve debajo de él. Le acercan otro pedazo de papel. —¡Apresúrate, Lale! —susurra Pepan con urgencia. Cuando vuelve a levantar la vista, ella ya se ha ido. Varias semanas más tarde Lale se presenta a trabajar como de costumbre. Su mesa y su equipo ya están listos y mira a su alrededor buscando ansioso a Pepan. Muchos hombres se dirigen hacia donde está él. Se sorprende al ver que el Kapo Houstek se acerca acompañado por un joven oficial SS. Lale inclina la cabeza y recuerda las palabras de Pepan: «No lo subestimes». —Hoy trabajarás solo —murmura Houstek. Cuando Houstek se da vuelta para alejarse, Lale pregunta en voz baja: —¿Dónde está Pepan? Houstek se detiene, se vuelve y le devuelve una fría mirada. El corazón de Lale se sobresalta. —Ahora tú eres el Kapo. —Houstek se vuelve al oficial de las SS—. Y tú eres el responsable por él. www.lectulandia.com - Página 35 Cuando Houstek se aleja, el oficial de las SS se pone el rifle en el hombro y le apunta a Lale. Lale le devuelve la mirada, fijándola en los ojos negros de ese muchacho delgado con una cruel sonrisa de suficiencia. Finalmente, Lale baja la mirada. «Pepan, tú dijiste que este trabajo podría ayudar a salvar mi vida. Pero, ¿qué ha pasado contigo?». —Parece que mi destino está en tus manos —gruñe el oficial—. ¿Qué te parece eso? —Intentaré no decepcionarlo. —¿Intentar? Harás más que intentarlo. No me vas a decepcionar. —Sí, señor. —¿En qué bloque estás? —Número 7. —Cuando termines aquí, te mostraré tu habitación en uno de los bloques nuevos. A partir de ahora te quedarás allí. —Estoy conforme en mi bloque, señor. —No seas estúpido. Necesitarás protección ahora que eres el Kapo. Ahora trabajas para el Ala Política de las SS… Mierda, tal vez yo debería tener miedo de ti. —De nuevo muestra su sonrisa de suficiencia. Después de sobrevivir a esta ronda de preguntas, Lale pone a prueba su suerte. —El proceso iría mucho más rápido, usted sabe, si tuviera un asistente. El oficial de las SS da un paso y se acerca a Lale, mirándolo de arriba abajo con desprecio. —¿Qué? —Si usted hace que alguien me ayude, el proceso irá más rápido y su jefe estará satisfecho. Como si la orden la hubiera dado Houstek, el oficial se da vuelta y recorre la fila de hombres jóvenes a la espera de ser numerados, todos los cuales, salvo uno, tienen la cabeza inclinada. Lale teme por el que mira directamente al oficial y se sorprende cuando es arrastrado del brazo y conducido hasta Lale. —Tu ayudante. Haz su número primero. Lale toma el pedazo de papel de la mano del joven y rápidamente le tatúa el brazo. —¿Cómo te llamas? —le pregunta. —León. —León, yo soy Lale, el Kapo —dice, con voz firme como la de Pepan—. Ahora, quédate a mi lado y mira lo que yo hago. A partir de mañana, www.lectulandia.com - Página 36 trabajarás para mí como mi asistente. Eso podría salvarte la vida. El sol ya se ha puesto cuando el último prisionero ha sido tatuado y empujado hacia su nuevo hogar. El guardia de Lale —cuyo nombre, ya lo averiguó, es Baretski— no anda a más de unos pocos metros de él. Se acerca a Lale y a su nuevo asistente. —Llévalo a tu bloque y luego vuelve aquí. Lale conduce rápidamente a León al Bloque 7. —Espera afuera del bloque por la mañana y yo vendré a buscarte. Si tu Kapo quiere saber por qué no vas con los demás a la obra de construcción, dile que ahora trabajas para el Kapo. Cuando Lale vuelve a su puesto de trabajo, sus herramientas han sido guardadas en un maletín y su mesa ha sido plegada. Baretski está ahí esperándolo. —Lleva todo esto a tu nueva habitación. Todas las mañanas, preséntate en el edificio de la administración para recibir suministros e instrucciones acerca de dónde trabajarás ese día. —¿Puedo conseguir una mesa y elementos de trabajo adicionales para León? —¿Quién? —Mi asistente. —Pide en la administración todo lo que necesites. Conduce a Lale a un área del campo que todavía está en construcción. Muchos de los edificios están sin terminar y el inquietante silencio hace que Lale se estremezca. Uno de estos nuevos barracones está terminado y Baretski lleva a Lale a una habitación individual situada inmediatamente detrás de la puerta. —Vas a dormir aquí —dice Baretski. Lale pone su maletín de herramientas en el piso duro y observa la habitación pequeña y aislada. Ya echa de menos a sus amigos del Bloque 7. Después, siguiendo a Baretski, Lale se entera de que a partir de ese momento recibirá sus comidas en un área cerca del edificio de la administración. En su función de Kapo, recibirá raciones adicionales. Se dirigen a cenar mientras Baretski explica: www.lectulandia.com - Página 37 —Queremos que nuestros trabajadores tengan fuerzas. —Le indica con una seña a Lale que ocupe un lugar en la fila de la cena—. Aprovéchala. Mientras Baretski se aleja, le sirven a Lale un cucharón de sopa acuosa y un trozo de pan. Los devora y está a punto de alejarse. —Puedes pedir más si quieres —le dice una voz quejumbrosa. Lale toma una segunda porción de pan, mirando a los prisioneros alrededor de él que comen en silencio, sin compartir conversación alguna y solo intercambian miradas subrepticias. Los sentimientos de desconfianza y miedo son obvios. Al alejarse, con el pan guardado en la manga, se dirige a su viejo hogar, el Bloque 7. Cuando entra, saluda con un movimiento de cabeza al Kapo, quien parece haber recibido el mensaje de que Lale ya no está a sus órdenes. Al entrar, Lale responde a los saludos de muchos de los hombres con los que ha compartido un bloque, con los que ha compartido sus miedos y sueños de otra vida. Cuando llega a su vieja litera, ve a León sentado allí con los pies colgando por el costado. Lale mira el rostro del joven. Sus grandes ojos azules tienen una dulzura y una honestidad que Lale encuentra entrañables. —Ven conmigo afuera un momento. León salta al suelo y lo sigue. Todos los ojos están fijos en ellos dos. Al caminar por el lado del bloque, Lale saca el trozo de pan rancio de su manga y se lo ofrece a León, que lo devora. Recién cuando lo termina, le da las gracias. —Sabía que habrías perdido la cena. Ahora recibo raciones adicionales. Voy a tratar de compartirlas contigo y los demás cada vez que pueda. Ahora vuelve adentro. Diles que te arrastré hasta aquí para retarte. Y mantén la cabeza baja. Te veré en la mañana. —¿No quieres que ellos sepan que puedes conseguir más raciones? —No. Déjame ver cómo se desarrollan las cosas. No puedo ayudarlos a todos a la vez y ellos no necesitan una razón adicional para pelearse entre ellos. Lale observa a León cuando entra en su viejo bloque con una mezcla de sentimientos que encuentra difícil de articular. «¿Debo tener miedo ahora que soy un privilegiado? ¿Por qué me siento triste por dejar mi antigua posición en el campo, a pesar de que no me ofrecía ninguna protección?». Deambula entre las sombras de los edificios a medio acabar. Está solo. Esa noche, Lale duerme estirado por primera vez en meses. Nadie para patear, nadie que lo empuje. Se siente como un rey en el lujo de su propia cama. Y al igual que un rey, él ahora debe desconfiar de los motivos de la www.lectulandia.com - Página 38 gente para hacerse amiga de él o para incluirlo en su círculo de confianza. «¿Están celosos? ¿Quieren mi trabajo? ¿Corro el riesgo de ser acusado injustamente de algo?». Ha visto ahí las consecuencias de la codicia y la desconfianza. La mayoría de la gente cree que si hay menos hombres, habrá más comida para distribuir. La comida es moneda. Con ella uno sigue con vida. Uno tiene la fuerza para hacer lo que se le pide. Uno logra vivir un día más. Sin comida, uno se debilita hasta el punto en que ya no le importa nada. La nueva posición de Lale se suma a la complejidad de sobrevivir. Está seguro de que al salir de su bloque y pasar por las literas de hombres maltratados, oyó a alguien murmurar la palabra «colaboracionista». A la mañana siguiente Lale está esperando con León fuera del edificio de la administración cuando Baretski llega y lo felicita por llegar temprano. Lale sostiene su maletín y su mesa está en el suelo junto a él. Baretski le dice a León que se quede donde está y a Lale que lo siga adentro. Lale recorre con la mirada la gran zona de recepción. Puede ver corredores que se extienden en diferentes direcciones con lo que parecen oficinas a lo largo de ellos. Detrás de la gran recepción hay varias filas de escritorios pequeños con muchachas jóvenes que trabajan diligentemente archivando y transcribiendo. Baretski se dirige a un oficial de las SS: —Le presento al Kapo —y le dice a él nuevamente que busque ahí sus elementos e instrucciones todos los días. Lale pide una mesa y herramientas extra, ya que tiene un asistente esperando afuera. La solicitud es aceptada sin comentarios y Lale exhala un suspiro de alivio. Por lo menos ha salvado a un hombre del trabajo duro. Piensa en Pepan y le agradece en silencio. Toma la mesa y pone los suministros adicionales en su maletín. Cuando Lale ya se está alejando, el empleado de la administración le habla en voz alta. —Lleva ese maletín contigo en todo momento, identifícate con las palabras «Kapo» y nadie te molestará. Devuélvenos el papel con los números todas las noches, pero quédate con el maletín. Baretski agrega resoplando al lado de Lale. —Es verdad, con ese maletín y esas palabras estás a salvo, excepto de mí, por supuesto. Embárrala y méteme en problemas y no habrá maletín ni palabras que te salven. —Su mano va hacia su pistola, la apoya en la pistolera, abre el seguro. Lo cierra. Lo abre. Lo cierra. Su respiración se hace más intensa. www.lectulandia.com - Página 39 Lale hace lo que ha aprendido, baja la mirada y se aleja. Los cargamentos llegan a Auschwitz-Birkenau en todo momento. No es raro que Lale y León trabajen día y noche sin parar. En esas largas jornadas Baretski muestra su lado más desagradable. Insulta a los gritos o golpea a León, culpándolo de mantenerlo lejos de su cama con su lentitud. Lale aprende rápidamente que el maltrato empeora si intenta impedirlo. Al terminar en las primeras horas de una mañana en Auschwitz, Baretski se aleja antes de que Lale y León hayan recogido sus cosas. Luego se vuelve, con expresión de indecisión en el rostro. —Ah, carajo, ustedes dos pueden regresar a Birkenau por su cuenta. Yo voy a dormir aquí esta noche. Los quiero de vuelta a las ocho de la mañana. —¿Cómo vamos a saber qué hora es? —pregunta Lale. —No me importa cómo lo hagas, pero te quiero aquí a esa hora. Y ni se les ocurra pensar en huir. Yo mismo los voy a buscar para matarlos y disfrutar con ello. —Se aleja con paso cansado. —¿Qué hacemos? —pregunta León. —Lo que nos dijo ese imbécil. Vamos… te despertaré a tiempo para regresar aquí. —Estoy muy cansado. ¿No podemos quedarnos? —No. Si no te ven en tu bloque por la mañana, saldrán a buscarte. Vamos, vamos. Lale se levanta con el sol, y él y León hacen la caminata de cuatro kilómetros de regreso a Auschwitz. Esperan por lo que parece una hora hasta que aparece Baretski. Es obvio que no fue directamente a la cama, sino que ha estado bebiendo. Cuando su aliento es malo, su humor es peor. —Vamos —ruge. Sin señal alguna de nuevos prisioneros, Lale tiene que preguntar a regañadientes: —¿Adónde? —De vuelta a Birkenau. Los camiones de transporte han depositado allí la última carga. www.lectulandia.com - Página 40 Mientras el trío recorre los cuatro kilómetros de regreso a Birkenau, León tropieza y cae. La fatiga y la falta de alimento se adueñan de él. Se levanta de nuevo. Baretski camina con más lentitud, aparentemente esperando a que León los alcance. Cuando León lo consigue, Baretski estira una pierna y lo hace caer otra vez. Varias veces más durante el viaje, Baretski hace su jueguito. La caminata y el placer que le produce hacer tropezar a León parecen terminar de despertarlo. Cada vez que lo hace, mira a Lale para ver su reacción. No consigue nada. Al llegar de vuelta a Birkenau, Lale se sorprende de ver a Houstek supervisando la selección de los que serán enviados a Lale y a León para vivir otro día. Comienzan su trabajo mientras Baretski marcha de un lado a otro por la fila de hombres jóvenes, tratando de mostrarse competente frente a su superior. El grito de un joven cuando León intenta marcar su brazo sobresalta al agotado muchacho, que deja caer su instrumento para tatuar. Cuando se inclina para recogerlo, Baretski le pega en la espalda con el rifle, enviándolo de boca al suelo. Le pone un pie en la espalda y lo empuja hacia abajo. —Podemos hacer el trabajo más rápido si deja que se levante y continúe —dice Lale, viendo que a León comienza a faltarle el aliento bajo la bota de Baretski. Houstek se dirige a los tres hombres y murmura algo a Baretski. Cuando Houstek desaparece, Baretski, con una sonrisa ácida, empuja con fuerza el pie contra el cuerpo de León antes de soltarlo. —Yo soy un humilde servidor de las SS. Tú, Kapo, has sido colocado bajo los auspicios del ala política, que solo responde a Berlín. Fue tu día de suerte cuando el francés te presentó a Houstek y le dijo lo inteligente que eres, y que hablas todos esos idiomas. No hay una respuesta correcta a esa pregunta, así que Lale se ocupa de su trabajo. León, todo embarrado, se levanta tosiendo. —Entonces, Kapo —dice Baretski, otra vez con su sonrisa enfermiza—. ¿Qué tal si somos amigos? Una ventaja de ser Kapo es que Lale sabe cuál es la fecha. Está escrita en el papeleo que se le entrega todas las mañanas y que devuelve a la noche. No es solo el papeleo lo que le da esa información. El domingo es el único día de la semana en que los otros presos no están obligados a trabajar y pueden pasar el día deambulando por todo el campo o permanecer cerca de sus barracones, www.lectulandia.com - Página 41 formando pequeños grupos: amistades llegadas al campo, amistades hechas en el campo. Un domingo la ve. La reconoce de inmediato. Caminan uno hacia el otro, Lale solo, ella con un grupo de chicas, todas con las cabezas rapadas, todas con la misma ropa sin la menor gracia. No hay nada que la distinga a ella, salvo sus ojos. Negros… no, castaños. El marrón más oscuro que jamás él haya visto. Por segunda vez se miran en las almas uno del otro. El corazón de Lale se sobresalta. La mirada queda fija. —¡Kapo! —Baretski pone una mano en el hombro de Lale, y así rompe el hechizo. Los prisioneros se apartan. No quieren estar cerca de un oficial de las SS ni del prisionero al que le está hablando. El grupo de las muchachas se dispersa, dejándola a ella con mirada fija en Lale, que a su vez sigue mirándola. Los ojos de Baretski se mueven del uno al otro. Los tres forman un triángulo perfecto, cada uno esperando a que el otro se mueva. Baretski muestra una sonrisa cómplice. Con decidido coraje, una de las amigas de ella avanza y la arrastra de nuevo a su grupo. —Es muy linda —dice Baretski mientras él y Lale se alejan. Lale lo ignora y se esfuerza para controlar el odio que siente. —¿Te gustaría conocerla? —Una vez más Lale se niega a responder. —Escríbele, dile que te gusta. «¿Se cree que soy tan estúpido?». —Te consigo papel y lápiz y le llevo tu carta. ¿Qué te parece? ¿Sabes cómo se llama? —34902. Lale sigue caminando. Sabe que la pena para cualquier prisionero atrapado con pluma o papel es la muerte. —¿Adónde vamos? —Lale cambia de tema. —A Auschwitz. Herr Doktor necesita más pacientes. Un escalofrío atraviesa a Lale. Recuerda al hombre de ambo blanco, sus manos peludas en la cara de aquella hermosa niña. Lale nunca se ha sentido tan incómodo con un médico como le ocurrió aquel día. —Pero es domingo. Baretski se ríe. —Ah, ¿crees que porque los otros no trabajan el domingo, tú también debes tenerlo libre? ¿Quieres discutir esto con Herr Doktor? —La risa de Baretski se hace más estridente, lo que aumenta los escalofríos que corren por www.lectulandia.com - Página 42 la columna vertebral de Lale—. Por favor, hazlo por mí, Kapo. Dile a Herr Doktor que es tu día libre. Me va a encantar. Lale sabe cuándo callarse. Se adelanta, poniendo distancia entre él y Baretski. www.lectulandia.com - Página 43 Capítulo 4 Mientras caminan hacia Auschwitz, Baretski parece estar de muy buen humor y bombardea a Lale con preguntas. —¿Qué edad tienes? ¿Qué hacías antes, digo, antes de que te trajeran acá? En su mayor parte, Lale responde con una pregunta, y descubre que a Baretski le gusta hablar de sí mismo. Se entera así de que el otro es solo un año más joven que él, pero allí es donde las semejanzas terminan. Habla de mujeres como un adolescente. Lale decide que puede hacer que esta diferencia sea útil para él y empieza a explicarle a Baretski su manera de ganar con las chicas, que todo consiste en respetarlas y en saber lo que a ellas les importa. —¿Le ha reglado flores a una chica alguna vez? —pregunta Lale. —No, ¿por qué habría de hacer tal cosa? —Porque les gusta el hombre que les regala flores. Mejor aún si las corta uno mismo. —Bueno, yo no voy a hacer eso. Se reirían de mí. —¿Quiénes? —Mis amigos. —¿Se refiere a otros hombres? —Bueno, sí… pensarían que soy un mariquita. —¿Y qué cree que pensaría la chica que recibe las flores? —¿Qué importa lo que ella piense? —Comienza a sonreír con superioridad y se lleva una mano a la ingle—. Esto es todo lo que quiero de ellas, y eso es lo que ellas quieren de mí. Yo sé de qué se trata. Lale se adelanta. Baretski lo alcanza. —¿Qué? ¿Dije algo malo? —¿De verdad quiere que responda a eso? —Sí. Lale se da vuelta. —¿Tiene usted una hermana? —Sí —dice Baretski—, dos. www.lectulandia.com - Página 44 —¿Quiere que otros hombres traten a sus hermanas de la misma manera en que usted trata a una chica? —A cualquiera que le haga eso a mi hermanita, lo mato. —Baretski saca la pistola de su funda y hace varios disparos al aire—. Lo mato. Lale da un salto hacia atrás. Los disparos reverberan alrededor de ellos. Baretski jadea, su rostro se enrojece y sus ojos están oscuros. Lale levanta las manos. —Entiendo. Eso es algo para pensarlo bien. —No quiero hablar más de esto. Lale descubre que Baretski no es alemán sino que nació en Rumanía, en un pequeño pueblo cerca de la frontera con Eslovaquia, a pocos cientos de kilómetros de la ciudad natal de Lale, Krompachy. Escapó de su hogar y se encaminó a Berlín. Allí se unió a la Juventud Hitleriana y luego a las SS. Odia a su padre, quien solía golpearlos cruelmente a él y a sus hermanos y hermanas. Sigue todavía preocupado por sus hermanas, una más joven y otra mayor, que viven en su casa. Más tarde esa noche, mientras regresan a Birkenau, Lale dice en voz baja: —Acepto su ofrecimiento de papel y lápiz, si le parece bien. Su número es 34902. Después de la cena, Lale se dirige silenciosamente hasta el Bloque 7. El Kapo lo mira con ojos furiosos, pero no dice nada. Lale comparte sus raciones adicionales de la noche, solo unas pocas cáscaras de pan, con sus amigos del bloque. Los hombres hablan e intercambian novedades. Como de costumbre, los religiosos invitan a Lale a participar en la oración de la noche. Él educadamente declina la invitación y su negativa es cortésmente aceptada. Esa es la rutina habitual. Solo en su habitación individual, Lale despierta y ve a Baretski de pie junto a él. No golpeó antes de entrar —nunca lo hace—, pero hay algo diferente en esta visita. —Está en el Bloque 29. —Le entrega a Lale un lápiz y papel—. Vamos, escríbele y yo me aseguraré de que ella lo reciba. —¿Sabe cómo se llama? La mirada de Baretski le da a Lale la respuesta. «¿Qué te parece?». —Volveré dentro de una hora y se la llevaré. www.lectulandia.com - Página 45 —Que sean dos. Lale sufre hasta encontrar las primeras palabras que escribirá a la prisionera 34902. «¿Cómo empezar? ¿Cómo hablar con ella?». Por fin, decide hacerlo simple: «Hola, mi nombre es Lale». Cuando Baretski regresa, le entrega la página con apenas unas pocas oraciones escritas. Le ha contado que es de Krompachy, en Eslovaquia, su edad y cómo está compuesta su familia, y que confía en que estén todos a salvo. Le pide que esté cerca del edificio de la administración el próximo domingo por la mañana. Le explica que él intentará estar allí también, y que si no aparece, será debido a su trabajo, que no está regulado como el trabajo de los demás. Baretski toma la carta y la lee delante de Lale. —¿Eso es todo lo que tienes que decir? —Cualquier otra cosa se la diré en persona. Baretski se sienta en la cama de Lale y se inclina para jactarse acerca de lo que él diría, de lo que le gustaría hacer, si estuviera en la situación de Lale, es decir, sin saber si seguirá con vida cuando termine la semana. Lale le agradece sus comentarios pero le dice que prefiere correr sus propios riesgos. —Bien. Entregaré esto que tú dices que es una «carta» a ella y le daré papel y lápiz para responder. Le diré que iré por su respuesta mañana por la mañana… le daré toda la noche para pensar en si tú le gustas o no. Le sonríe irónico a Lale mientras sale de la habitación. «¿Qué he hecho?». Ha puesto en peligro a la prisionera 34902. Él está protegido. Ella, no. Pero de todos modos, él quiere, necesita, correr el riesgo. Al día siguiente Lale y León trabajan hasta bien entrada la noche. Baretski patrulla no lejos de ellos en todo momento, y cada tanto ejerce su autoridad en las filas de hombres usando su rifle como un garrote cuando no le gusta el aspecto de alguien. La insidiosa sonrisa de superioridad nunca desaparece de su rostro. Es obvio que disfruta de andar pavoneándose y recorriendo las filas de hombres. Recién cuando Lale y León están recogiendo sus cosas, saca un pedazo de papel del bolsillo de su abrigo y se lo entrega a Lale. —Eh, Kapo —le anticipa—, no dice mucho. Creo que deberías buscarte otra novia. Cuando Lale estira la mano para tomar la nota, Baretski juguetea y se la aleja. «Muy bien, si es así como quieres jugar». Lale se da vuelta y se aleja. Baretski lo sigue y se la entrega. Un breve movimiento de cabeza es el único www.lectulandia.com - Página 46 agradecimiento que Lale está dispuesto a darle. Pone la nota en su maletín, se dirige a buscar su cena y ve a León que regresa a su bloque, sabe que probablemente habrá perdido la suya. Queda poca comida para cuando Lale llega. Después de comer, se guarda varios pedazos de pan en la manga, maldiciendo el hecho de que su uniforme ruso había sido reemplazado por un traje tipo pijama sin bolsillos. Al entrar en el Bloque 7 recibe el habitual coro de saludos silenciosos. Él explica que solo tiene suficiente comida extra para León y quizás otros dos más y promete que tratará de conseguir más el día siguiente. Hace que su visita sea más corta y se apresura a volver a su habitación. Necesita leer las palabras sepultadas entre las herramientas. Se deja caer sobre la cama y sostiene la nota en su pecho, imaginando a la prisionera 34902 en el momento de escribir las palabras que está tan ansioso por leer. Finalmente, la abre. «Querido Lale», comienza. Al igual que él, la mujer ha escrito solo unas cuantas líneas muy prudentes. Ella también es de Eslovaquia. Ha estado en Auschwitz por más tiempo que Lale, desde marzo. Trabaja en uno de los depósitos llamados «Canadá», donde los prisioneros clasifican las pertenencias confiscadas de sus compañeros, víctimas como ellos. Estará en el complejo el domingo. Y lo buscará. Lale relee la nota y da vuelta el papel varias veces. Agarra un lápiz de su maletín y garabatea en letra de imprenta detrás de la carta de ella: «Tu nombre, ¿cómo te llamas?». A la mañana siguiente, Baretski acompaña a Lale a Auschwitz, solo. El nuevo cargamento es pequeño, lo que le da a León un día de descanso. Baretski comienza a burlarse de Lale por la nota y de cómo seguramente habría perdido su habilidad con las damas. Lale ignora sus burlas y le pregunta si ha leído buenos libros últimamente. —¿Libros? No leo libros —murmura Baretski. —Deberías. —¿Por qué? ¿De qué sirven los libros? —Puedes aprender mucho de ellos, y a las chicas les gusta si puedes citar algún texto o recitar poesía. —No necesito citar libros. Tengo este uniforme; eso es todo lo que necesito para conseguir chicas. Les encanta el uniforme. Tengo una novia, ¿sabes? —se jacta Baretski. Esto es nuevo para Lale. www.lectulandia.com - Página 47 —Qué bien. ¿Y le gusta su uniforme? —Seguro que le gusta. Hasta se lo pone y marcha saludando… Se cree que es el maldito Hitler. —Con una risa escalofriante la imita, pavoneándose, con el brazo levantado—. Heil Hitler! Heil Hitler! —Solo porque le gusta su uniforme no quiere decir que le gusta usted — exclama Lale. Baretski se detiene en seco. Lale se maldice a sí mismo por el descuidado comentario. Aminora la marcha, pensando en si volverse y pedir disculpas o no. No, seguirá caminando y verá qué pasa. Cierra los ojos, pone un pie delante del otro, un paso a la vez, esperando oír el disparo. Escucha el ruido de alguien que corre detrás de él. Luego el tirón en una manga. —¿Eso es lo que piensas, Kapo? ¿Que solo le gusto por mi uniforme? Un aliviado Lale se vuelve hacia él. —¿Cómo voy a saber lo que a ella le gusta? ¿Por qué no me cuentas algo más sobre ella? No tiene el menor interés en esa conversación, pero ya que se salvó de una bala, siente que no tiene otra opción. Resulta que Baretski sabe muy poco sobre su «novia», sobre todo porque nunca le ha preguntado nada sobre ella misma. Esto es demasiado como para que Lale lo ignore, y antes de darse cuenta, le está dando a Baretski consejos sobre cómo tratar a las mujeres. Dentro de su cabeza, Lale se está diciendo a sí mismo que sería mejor callar. ¿Por qué debería importarle el monstruo a su lado y si será o no capaz de tratar a una chica con respeto? La verdad es que espera que Baretski no sobreviva a este lugar como para estar alguna vez más con una mujer. www.lectulandia.com - Página 48 Capítulo 5 Y llega la mañana del domingo. Lale salta de la cama y se apresura a salir. Ya salió el sol. «¿Dónde está todo el mundo? ¿Dónde están los pájaros? ¿Por qué no están cantando?». —¡Es domingo! —grita sin dirigirse a nadie en particular. Se da vuelta y ve que hay rifles apuntándole en la torre de guardia más cercana. —A la mierda. —Vuelve corriendo a su bloque mientras los disparos atraviesan el tranquilo amanecer. El guardia parece haber decidido asustarlo. Lale sabe que ese es el único día en que los presos «pueden dormir» o al menos no salir de sus barracones hasta que los dolores del hambre los obliguen a dirigirse hacia el café negro y la única pieza de pan rancio. El guardia hace otro disparo al edificio, solo para divertirse. De vuelta en su pequeña habitación, Lale se pasea de un lado a otro, ensayando las primeras palabras que le dirá a ella. Hace una prueba: «Eres la chica más hermosa que he visto», y la descarta. Está casi seguro de que, con su cabeza rapada y la ropa usada por alguien mucho más grande que ella, la joven no se siente bella. Sin embargo, no lo descarta del todo. Pero quizás lo mejor sería hacer lo más simple: «¿Cómo te llamas?», y ver adónde conduce eso. Lale se obliga a permanecer dentro hasta que empiece a oír los sonidos, tan familiares ya para él, del campo que despierta. Primero la sirena perfora el sueño de los prisioneros. Luego trasnochados SS, mal dormidos y de mal humor, gritan órdenes. Se oyen los ruidos metálicos de las ollas del desayuno que son llevadas a cada bloque; los prisioneros que las llevan gimen ya que se hacen más débiles cada día y las ollas se vuelven más pesadas minuto a minuto. Camina hasta su puesto de desayuno y se une a los otros hombres que tienen derecho a raciones adicionales. Se producen los habituales movimientos de cabeza y de ojos a modo de saludo, así como alguna ocasional y breve sonrisa. No se intercambian palabras. Come la mitad de su www.lectulandia.com - Página 49 pan, guarda el resto en la manga y hace un nudo a modo de puño para evitar que se caiga. Si puede, se lo ofrecerá a ella. Si no, será para León. Observa a los que no trabajan mientras se mezclan con los amigos de otros bloques y se dispersan en pequ

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