El País de las Mujeres - Gioconda Belli PDF
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Universidad de Puerto Rico - Humacao
Gioconda Belli
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This is a fictional novel exploring politics and society in an imaginary country, Faguas, led by President Viviana Sansón and her team from the Party of Erotic Leftist. The narrative depicts the challenges and triumphs of their leadership. The novel features various characters and events.
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En Faguas —país imaginario que aparece en las novelas de Gioconda Belli — ha triunfado el PIE (Partido de la Izquierda Erótica). Sus integrantes tienen un propósito inclaudicable: cambiar el rumbo de su país, limpiarlo como si se tratara de una casa descuidada. Pero nada de esto resulta fácil para l...
En Faguas —país imaginario que aparece en las novelas de Gioconda Belli — ha triunfado el PIE (Partido de la Izquierda Erótica). Sus integrantes tienen un propósito inclaudicable: cambiar el rumbo de su país, limpiarlo como si se tratara de una casa descuidada. Pero nada de esto resulta fácil para la presidenta Viviana Sansón y sus ministras, sometidas a constantes ataques por parte de sus enemigos. ¿Podrán sobrellevarlo y sobrevivir? ¿Podrán convertir Faguas en un país mejor? Gioconda Belli El país de las mujeres ePub r1.1 Titivillus 19.03.2019 Gioconda Belli, 2010 Editor digital: Titivillus ePub base r2.0 Índice de contenido Cubierta Un país de mujeres La Presidenta El galerón Sumando y restando especulaciones La lava Martina El complot Leticia Montero La noticia Las gafas de sol El reloj despertador Petronio Calero Eva Salvatierra La taza La Prensa La cafetera Ifigenia La toalla Juana de Arco El anillo El paraguas Emir El mantón La libreta de notas Cigarras de palma Leticia se queja El pisapapeles Rebeca Mujeres en la calle y hombres caseros Celeste Emir mirando a Viviana ¿El limbo? El reemplazo Flotaciones La revuelta Los conspiradores Relato de Juana de Arco Dionisio y el complot Justicia Con miedo de cerrar los ojos La renuncia Viviana Agradecimientos Sobre el autor Notas La Presidenta Era una tarde ventosa y fresca de enero. El poderoso soplo de los vientos alisios alborotaba el paisaje con sus revoltijos. Por la ciudad la hojarasca hacía cabriolas, flotando de una acera a la otra y rozando las cunetas con un ruido de rastrillo en sol menor. La laguna frente al Palacio Presidencial de Faguas tenía el agua encrespada y el color de un oscuro café con leche. Olía a amarillo, a flores silvestres estropeadas, a cuerpos sudorosos apretujándose. Sobre la tarima, la presidenta Viviana Sansón terminó de pronunciar su discurso y alzó los brazos triunfante. Le bastaba agitarlos para que la plaza entera prorrumpiera en renovados aplausos. Era el segundo año de su mandato y el primero en que se celebraba, por todo lo alto, el Día de la Igualdad En Todo Sentido que el gobierno del PIE mandó incorporar a las efemérides más ilustres del país. A la Presidenta la emoción le enturbiaba los ojos. Toda esa gente, mirándola con exaltado fervor, era la razón de que ella estuviese allí sintiéndose la mujer más dichosa del mundo. La energía que le transmitían era tal que habría querido seguir hablando de los sueños locos con los que desafió los pronósticos de cuantos pensaron que ella jamás llegaría al poder, ni contemplaría como lo hacía en aquel momento el fruto de la audacia y del enorme esfuerzo puesto en el empeño por ella y sus compañeras del Partido de la Izquierda Erótica. Miró a su alrededor. Se veían muchachas arriba de las terrazas de los edificios circundantes, muchachas encaramadas en los árboles del parque vecino y hasta sobre el techo de la glorieta al centro, hombres sentados sobre la escalinata del palacio presidencial. Alrededor de la tarima, las policías del cordón de seguridad se bamboleaban bajo la presión de la multitud. Pobres, pensó, mientras seguía trotando, moviendo los brazos en alto de un lado al otro, dando vueltas por el estrado circular. No habría querido policías, pero Eva insistía en cuidarla. Le preocupaba que ella hablara desde el centro de las plazas. El sudor le corría por la espalda tras aquellas dos horas de moverse de un lado al otro. Nunca decía sus discursos detrás de los podios. Con su estilo de rockera en concierto —toda de negro y con botas— había roto la tradición de los políticos machos de antaño, siempre protegidos tras mesas y parapetos. Ella no. Quería que la gente la percibiera cercana, accesible. Desde su toma de posesión como Presidenta de Faguas, y aun antes, en su campaña electoral, siempre habló desde el centro de las multitudes, con el micrófono en la mano. El círculo era un abrazo, había declarado, y la palabra mágica de su administración era c o n t a c t o; todos en contacto: tocarse, sentirse. El círculo era la igualdad, la participación, el vientre materno, femenino. El símbolo reiteraba su fe en el valor de percibir con el corazón y no solamente con la razón. Fue el giro que ella le imprimió a la política del país y el que le permitió envolverse en el calor de los otros, ese calor que la hacía sudar en el esplendoroso sol de aquel día que empezaba a apagarse. Viviana continuó su recorrido por el redondo escenario. A sus cuarenta años tenía un físico envidiable: un sólido cuerpo moreno claro de nadadora, una mata de pelo oscura de rizos africanos hasta los hombros —herencia del padre mulato que nunca conoció— y el rostro delgado de su madre, de facciones finas pero con grandes ojos negros y una boca de labios anchos y sensuales. Aquel día, Viviana vestía una camiseta negra de escote profundo, por el que sobresalían los pechos abundantes cuya utilidad solo aceptó cuando se metió en política. Durante su adolescencia su tamaño la incomodó de tal manera que practicó el nado como deporte cuando se fijó que todas las nadadoras eran planas como tablas de planchar. Ella, aunque brilló en sus proezas acuáticas y hasta llegó a ser campeona nacional de natación, apenas si logró hacer mella en el desarrollo desaforado de sus ya famosas tetas. Al final no le quedó más que abrazar sus generosas proporciones. Terminó pensando que debía celebrarlas y convertirlas en sinónimo del compromiso de darle a la población de aquel país los ríos de leche y miel que el mal manejo de los hombres le había escatimado. A veces se recriminaba su exhibicionismo, pero que funcionaba, funcionaba. No sería ni la primera ni la última mujer que descubría el hipnótico efecto de un físico voluptuoso. Tras completar corriendo otras tres vueltas al redondel deteniéndose de tanto en tanto para alzar los brazos en señal de victoria, Viviana decidió que ya era suficiente. La sensación de triunfo era embriagadora, pero estaba cansada y no quería exagerar. Suficiente egolatría, pensó. Era peligroso, a su juicio, alimentar demasiado la adoración de la gente. Desde el principio, Martina, Eva, Rebeca e Ifigenia insistieron en que cabalgara sobre el influjo magnético que ejercía sobre las multitudes. Ella asumía una y otra vez el reto; llevaba a las masas al paroxismo del entusiasmo pero, después, sentía la compulsión maternal de tranquilizarlas y tenía que contener el deseo de cantarles canciones de cuna o de contarles cuentos como hacía con su hija luego de una buena sesión de alboroto, de correr por la casa gritando, haciéndose cosquillas, revolcándose. A Celeste, cuando era pequeña, siempre podía calmarla hasta dejarla soñolienta, lista para lavarse los dientes y ponerse el pijama. Con las multitudes no podía usar el mismo método, pero intentaba otras modalidades: cambiaba de ritmo, se relajaba, entraba en un andar quieto, agitando suavemente los brazos, caminando despacio, cada vez más despacio alrededor del círculo. Hizo señas a sus compañeras del PIE, las que iniciaran con ella la idea de aquel partido, para que subieran al estrado y caminaran todas juntas, tomadas de la mano como el elenco de una obra de teatro que termina. Le gustaba que se sintieran queridas, que disfrutaran un triunfo que igualmente les pertenecía. Eva Salvatierra, Martina Meléndez, Rebeca de los Ríos e Ifigenia Porta también eran mujeres atractivas y vibrantes. Eva era pelirroja, menuda, con pecas en las mejillas y una voz gangosa, ligeramente adolescente que contrastaba con su mortífera eficiencia. Martina era rubia castaña, más voluptuosa que flaca, pelo liso. Había nacido con el don de un irreverente sentido del humor. Sus ojos pequeños y oscuros ponían en duda casi todo por principio. Rebeca de los Ríos, alta, morena, esbelta como un junco, como habría dicho doña Corín Tellado, era de una belleza oscura y misteriosa y tenía el porte más elegante y refinado de todas. Ifigenia, la Ifi, era delgada, de cara larga y nariz pronunciada; todas la querían porque se parecía a la Virginia Woolf. Los aplausos subieron momentáneamente de tono, pero fueron disminuyendo en la medida en que Viviana empezó a hablar lentamente: Ahora nos iremos todos a casa, dijo en el micrófono suavemente, casi susurrando las palabras, sonriendo, repitiendo gracias, gracias, como un mantra, un conjuro que a ella misma le permitiera aceptar el asombro gozoso de que tantos hubiesen depositado su confianza en ella y su gobierno. A este punto, usualmente, el ánimo del público empezaba a decrecer, salía de pechos, gargantas y bocas, como un espíritu exhausto, a disolverse en un aire de final de fiesta. Ella solía observar fascinada el proceso: la energía acumulada esfumándose de los cuerpos como un flujo de agua derramada perdiéndose por las esquinas, mientras la compacta multitud se abría como una mano extendida despidiéndose. Aquel día, sin embargo, aún reservaba una sorpresa: fuegos artificiales donados por la Embajadora de China. La primera detonación se escuchó a lo lejos. La multitud detuvo su éxodo. Un paraguas de luces rosa encendido descendió desde el cielo sobre la plaza. Lo sucedieron cascadas de iluminados pétalos blancos, arañas verdes, copos de azul y tentáculos amarillos. Todos los rostros se alzaron para mirar el deslumbre mientras de las gargantas brotaban las exclamaciones. Viviana sonrió. Amaba los fuegos artificiales. Eva, que era Ministra de Seguridad y Defensa, había dispuesto que ella y las demás bajaran del estrado y se retiraran a mirar las luces desde un sitio más seguro, pero Viviana no se movió, cautivada por la luz y por el efecto del cielo encendido sobre los rostros de aquella multitud súbitamente transportada a los portentos de la infancia. Ajena ya a su rol de protagonista, normalizado el flujo de adrenalina de su actuación pública, pudo, en ese instante de reposo, reparar en un hombre con la cabeza cubierta por una gorra azul de camionero que se abría paso entre la multitud. Lo vio acercarse y alzar los brazos a poca distancia como para sacarse una sudadera por la cabeza. Muy tarde reconoció su intención. No oyó el disparo pero un calor viscoso la golpeó fuertemente en el pecho y la frente y la hizo perder el equilibrio. Cayó hacia atrás sin remedio, desplomándose cuan larga era. Aún alcanzó a oír el griterío que irrumpió a su alrededor. Vio un hombre flaco, también de gorra, con cara de buen samaritano inclinarse sobre ella. Quebrándose en el caleidoscopio del líquido tornasol en el que lentamente sintió hundirse, vio los rostros de Eva, Martina y Rebeca como reflejos asomados a un estanque. Cuando oyó el aullar plañidero de las ambulancias, ya sus pensamientos, como si alguien hubiese abierto una trampa, corrían a desaguar en un total silencio. TRANSCRIPCIÓN ÍNTEGRA DEL RELATO DE JOSÉ DE LA ARITMÉTICA Eva Salvatierra: Diga su nombre y sus datos generales, por favor. J. A.: José de la Aritmética Sánchez, tengo 50 años, soy casado, vivo en el reparto Volga… ¿Está bien o le digo más? E. S.: Está bien. Don José, quiero que me diga, por favor, lo que pasó en la plaza. ¿Dónde estaba usted cuando los disparos? ¿Qué vio? J. A.: Pues mire, si quiere que le diga mi opinión sobre quién disparó tiene que oírme todo el cuento desde el principio, porque yo creo que las cosas no pasan de un día para el otro, y yo le voy a contar mi impresión desde el mismísimo día que la presidenta Viviana tomó posesión porque yo estaba allí, ¿oyó? Yo no me pierdo de mítines, marchas o manifestaciones. Vivo pendiente de la política y de cualquier otro molote. Son para mí lo que la Navidad para los comerciantes. A cualquier asoleado le gusta comerse un raspado y los míos son de primera. Yo nunca me hubiera imaginado que ustedes, las mujeres, iban a mandarnos. Hasta me reí al comienzo de la campaña electoral, se lo admito, cuando aparecieron presentando su partido con la bandera del piecito. Cierto que llevaban a un personaje como Viviana Sansón de candidata, pero a mí eso no me parecía suficiente. Si dicen que el hábito no hace al monje, yo diría que un programa de televisión tampoco. No le niego que todas ustedes me parecieron muy inteligentes. Cuando hablaban de que ya estaban hartas de que nosotros los hombres siguiéramos desbaratando el país, de los robos al Estado y desmanes, claro que yo entendía a qué se referían, aunque no fuera mujer. Y para qué negarlo: me gustó esa idea de que iban a ser las madres de todos los necesitados, de que limpiarían el país como si se tratara de una casa mal cuidada, que lo iban a barrer y a pasarle lampazo hasta sacarle brillo. Usted hubiera visto a mi mujer y mis hijas fascinadas cuando oían esas cosas. Lo del erotismo pues sí me pareció extraño porque para mí eróticos son los calendarios que regalan en Navidad en las ferreterías con las mujeres hermosotas en paños menores. Que hablaran de eso pues no me parecía serio, no me parecía que calzaba en los discursos de lo que se necesita para gobernar una nación, aunque debo aclararle que yo no comulgo con esos que las andan criticando porque dicen que ustedes aceptan que cada quién es libre para hacer el sexo con quien quiera: hombres y mujeres; mujeres con mujeres, hombres con hombres. Yo, por último, ya no me meto. Cada persona es dueña de su calzón o su portañuela. Allá ellos. Que las explicaciones se las den al todopoderoso de allá arriba, a mí con tal de que no me toque ver funciones en vivo, me tiene sin cuidado. Será porque tengo cinco hijas mujeres que Dios guarde que yo diga algo, me caen encima. No les gusta ni que les diga maricas a los maricas… Resulta que ahora son gays, socios, qué se yo. E. S.: Don José… J. A.: Ya, perdone, es que creo que es bueno que usted oiga lo que piensa alguien como yo, un ciudadano común y corriente. La cosa es que cuando explotó el volcán, después de esos días de oscuridad, usted sabe cómo nos quedamos los hombres: acabados, pasivos. A ustedes nadie se les opuso. Ganaron la Presidencia y la mayoría en la Asamblea con los votos de las mujeres. Nosotros no teníamos ánimo para nada. Éramos como electrodomésticos que alguien desenchufó. ¡Lo recuerdo tan bien! La extrañeza que nos entró a todos y que nos dejó fuera de combate; sumisos, sedita. ¡Santo Dios, Santo Fuerte! ¡Qué días esos! Usted hubiera visto cómo se reían mis vecinas cuando me vieron pasar empujando mi carrito de raspados camino a la manifestación en la que celebraron su victoria; yo caminando como esos perros, con la cola entre las piernas. En esos días parecía que los hombres ya nunca levantaríamos cabeza. Pero claro que el colmo fue —y no se me impaciente— cuando la Presidenta decretó que todo su gabinete, incluyendo la jefatura del ejército y la policía, estaría integrado solo por mujeres; que en su gobierno no quedaría ningún hombre, ni siquiera un chofer, ni un vigilante, ni un soldado. ¿Se acuerda usted? Dijo que las mujeres necesitaban gobernar solas un tiempo, y que, mientras tanto, los hombres se dedicaran a reponer fuerzas cuidando a sus hijos y atendiendo solamente responsabilidades familiares. Así se repondrían del tóxico del volcán, la falta de la hormona esa. ¿Cómo es que se llama? E. S.: La testosterona, don José, el humo del volcán les redujo los niveles de testosterona; así se llama la hormona. J. A.: Ni pronunciarla puedo. Terrona le dicen en mi barrio. Pero la cosa, como usted sabe, es que apartaron a ese poco de hombres sin asco. A mí ese extremismo no me pareció nada conveniente. Por lo menos cuando la mayoría de los ministros y gente importante del gobierno eran hombres, siempre quedaban las secretarias, las contadoras, las que se encargaban de la limpieza… Ahora ni para eso nos iban a ocupar a nosotros. Y yo para mis adentros pensé que los chóferes, por lo menos, debían quedarse. Si se arruinaba un carro, se les ponchaba una llanta, mentira que ustedes, las mujeres, iban a poder hacer lo que un hombre. Hay cosas que cada cual hace mejor. Sobre eso no hay vuelta que darle. Yo no me voy a poner a discutir sobre la miel de los raspados con mi mujer. Ella es la que sabe escoger las mejores piñas, cuánta azúcar echarle a la leche, cuánto cocerla para que no le quede muy espesa. E. S.: Pues para que sepa, don José, que los mejores cocineros del mundo son hombres… Y además recuerde que esa medida es temporal… J. A.: Pero ya ve cuánto resentimiento agarraron algunos… Seguro quien le disparó a la Presidenta fue un resentido… E. S.: Puede ser. Eso es lo que quisiéramos saber. Acláreme una curiosidad que tengo: ¿cómo es que usted se llama José de la Aritmética? J. A.: Mi mamá era analfabeta. Me quiso poner nombre de santo, del que enterró a Jesús. E. S.: ¿José de Arimatea? J. A.: A lo mejor. Pero ella decidió que era de la Aritmética. Pensó que sonaba a nombre de persona inteligente. E. S.: Y déjeme que le pregunte: ¿usted vio al hombre que disparó? J. A.: Verlo, verlo, no lo vi. Yo estaba cuidando mi carrito porque en esos molotes, como usted bien debe saber, siempre andan los amigos de lo ajeno, y además, los fuegos artificiales me dan ardor en los ojos. Y es de esas cosas que ve uno una vez y ya las vio todas, ¿me entiende? No me parecen la gran cosa. Así que yo avancé para bordear la tarima y regresarme a mi casa antes de que saliera toda la gente en estampida y, bueno, quería pasar más cerca de la Presidenta y fue entonces cuando la vi parada, como congelada. Y luego hizo ese movimiento extraño que hacen los baleados, se le sacudió el cuerpo. Entonces yo ni lo pensé, fíjese. Para mí era claro que le habían dado. Me encaramé sobre la tapa del carretón, salté a la tarima y justo llegaba yo cuando ella venía cayendo. Me quedó viendo, asustada. Hasta me pongo erizo cuando me acuerdo. E. S.: ¿De dónde cree que salió el tiro? J. A.: Frente a ella. Fue alguien que estaba frente a ella, más allá de la barrera policial. E. S.: ¿Lo vio? ¿Podría describirlo? J. A.: Yo me volteé a mirar a la gente, ya cuando estaba con la Presidenta, a ver si veía quién había sido. Vi a alguien perderse entre la gente y llevaba una visera, una gorra, algo oscuro, azul, creo, sobre la cabeza… E. S.: ¿Un hombre? J. A.: Pues creo que sí. Pero fue todo muy rápido, una confusión de padre y señor mío, ni me crea lo que le digo, puede que esté equivocado, perfectamente posible sería, pero ahorita que me está insistiendo, creo que sí, que vi eso. Si me acuerdo de algo más, le aviso. E. S.: ¿Y oyó una detonación? J. A.: (Silencio). Mire, ahora que lo dice, se oían los cohetes, pero balazo no se oyó. Raro, ¿no? Y perdone que le pregunte: ¿Qué se sabe de la Presidenta? E. S.: Está en el hospital. Daremos a conocer cualquier noticia. Quería encomendarle algo, don José. Como usted anda por todas partes y habla con mucha gente, ¿sería mucho pedirle que de vez en cuando viniera por aquí a contarnos lo que oye? Es posible que haya algo más detrás de esto, ¿me entiende? Pero, además, como usted dice, es importante oír a ciudadanos como usted. Le voy a dar esta tarjeta. Llame a este teléfono. Si yo no estoy, pregunte por la capitana Marina García. Ella le atenderá. ¿De acuerdo? El galerón Lo primero que hizo Viviana Sansón al despertar fue tocarse el pecho sobresaltada. Se pasó la mano por las costillas temiendo llenarse de sangre, pero cuando la retiró estaba limpia. ¡Qué raro! Y qué extraño el silencio. Silencio sepulcral. Se erizó toda. Ya no se oía la ambulancia, ni los gritos de la gente, ni la conversación apresurada de Eva, Martina y Rebeca. Estaba sola, absolutamente sola. Sobre su cabeza vio un techo de zinc, cruzado por vigas de madera, gruesos alambres y bombillos de los que irradiaba una luz débil y amarilla. ¿Cómo llegaría a parar allí? A pesar del insólito escenario, no sintió pánico; más bien estupor, una lánguida sensación de incredulidad. Se inclinó lentamente. No me duele nada, pensó, aliviada y confundida a la vez. Frente a ella vio un largo pasillo delineado apenas en el pálido resplandor de las bujías. A ambos lados del largo y estrecho galerón, se alzaban toscas repisas de madera sobre las que se alineaban objetos que no alcanzó a distinguir. Parecía una bodega. ¿Qué hacía ella en una bodega? Tendría que estar en el hospital, pensó azorada. Tuvo miedo de ponerse de pie. Se sentó y cruzó las piernas. Cerró los ojos. Cuando los abrió le pareció que la luz era más intensa. El galerón era de un gris plomizo. Las paredes, el suelo, las repisas, lucían extrañamente limpios. Por lo menos no había polvo. Era alérgica al polvo. La hacía estornudar sin parar. Apenas vislumbraba el final del pasillo. Se preguntó si allí habría una puerta. Detrás de ella no alcanzaba a ver una salida. Estaba muy oscuro a sus espaldas. Se puso de pie muy despacio. Comprobó que no sentía dolor, sino una inusitada y liviana ingravidez. De tan fluidos, sus movimientos no parecían suyos. Ya de pie, miró de nuevo a su alrededor. Los anaqueles a los lados del galerón se delinearon más claramente. Lanzó su mirada de derecha a izquierda. Los objetos le eran familiares, conocidos, estaba segura de haberlos visto alguna vez. Caminó un largo trecho sin que la distancia entre ella y la puerta disminuyera. Sobre la tosca madera de los anaqueles vio manojos de llaves, libros, un zapato, una toalla, un anillo, un brazalete, una cafetera, anteojos oscuros, anteojos de leer, muchos pares de anteojos, incontables paraguas, suéters, joyas importantes y de fantasía, cosméticos, calculadoras pequeñas y delgadas, monederos, teléfonos celulares, cámaras, la lámpara de bolsillo que solía llevar en el bolso cuando volaba por si acaso el avión tenía un percance y necesitaba alumbrar el camino para salir del estropeado y humeante fuselaje, las gotas para los ojos, paquetes de kleenex, encendedores, muchos encendedores y cigarreras de cuando fumaba, billeteras que le robaron, conectores dejados en hoteles, secadoras de pelo, planchas de viaje, ropa de su hija, el abrigo de Sebastián, paraguas, viseras, gorras, sombreros que nunca usó, capas de abrigo, chilindrujes de cuando le dio por collares pesados y coloridos, almohadas y colchas de fines de semana en casas de amigos, maletas, bolsos, platos y platones, abridores de lata o de vino, cubiertos, vasos, copas de vino de esas que se dejan abandonadas en la playa, fotos enmarcadas o sin marco, peluches de cuando era adolescente, su aparato para jugar solitario, cremas de mano, cremas antimicrobios para las épocas de pestes… Eran cosas que recordaba haber extraviado sin volverlas a encontrar. ¿Cómo habían llegado a parar allí? ¿Qué significaban? ¡Madre mía, pensó, todo lo que dejé tirado, olvidado, en la vida, está aquí! Sumando y restando especulaciones José de la Aritmética regresó a su barrio empujando su carrito de vender raspados, dejando a su paso el rastro de agua del hielo derretido. Las botellas de vidrio, al pegar la una con la otra, tintineaban sobre la calle adoquinada. Le parecía todo mentira. Allí iba él de vuelta a su casa apesarado, lamentando lo sucedido, avergonzado. Uno tenía que reconocer aunque no le gustara, pensó, que era verdad eso que decían las mujeres de que los hombres tenían la maña de la violencia. ¿Qué necesidad había de pegarle un tiro a la Presidenta? ¡Por Dios! Sería que él tenía sangre de horchata, pero jamás habría pensado hacer una cosa así. Tal vez por haberse criado entre mujeres —fue el único varón entre nueve hermanas— él era medio feministo. Dios guarde que él le levantara la mano a una de ellas. Las demás lo hubieran acabado. Además que ni se le habría ocurrido porque él las quería, les tenía aprecio. Le gustaban las mujeres, aunque fueran como eran. Él en su casa se sintió cuidado por ellas. Cuando creció, el machismo le dio por protegerlas, por cuidar que los otros hombres no se metieran con ellas. Su hermana mayor —él era el segundo— lo mandaba a acompañar a las más pequeñas. La mamá, ella y las demás le vivían sacando aquello de que él era «el hombre» de la casa. Lo decían pero eran ellas las que mandaban; a él lo ocupaban para enseñarlo, como para que la gente supiera que no estaban desprotegida, porque el papá trabajaba de camionero, viajaba casi todo el tiempo. Ese entrenamiento de proteger mujeres fue el que lo hizo reaccionar cuando vio a la Presidenta irse para atrás. Le da risa mi nombre, ¿verdad?, pero ande que el suyo también es como inventado, le había dicho a Eva Salvatierra. Bonita la mujer. Flaquita, pero bien formada y además pelirroja. Y se le notaba que era natural el color. Una mata de pelo hermosa como un incendio y los labios tan bien hechitos. ¿Que dónde estaba él cuando los disparos? ¿Que quién habría sido? Lo atosigó a preguntas, porque el colmo fue que no agarraran al pistolero. Con tanta gente y las policías viendo para arriba distraídas, cuando quisieron salir detrás del matón, fue muy tarde. Muchas policías eran jovencitas sin experiencia. Además la Presidenta no se cuidaba lo suficiente. Le gustaba andar suelta. Era bonito eso, pero peligroso. Esa idea suya del contacto ojalá no le costara la vida a la pobre porque bien mal lucía cuando cayó sobre la tarima. Él ni supo cómo llegó a su lado. Saltó encima de su carrito y de allí al estrado como si le hubieran puesto resortes en los pies. Corrió a ver cómo asistirla porque todo mundo quedó inmóvil de la pura incredulidad. Logró inclinarse sobre la Presidenta antes de que la misma Eva Salvatierra le pegara un tirón de la camisa para apartarlo. Por andar de buen samaritano, terminó como sospechoso. Menos mal que después de conversar y preguntarle hasta por qué su mamacita le había puesto el nombre que tenía, la Ministra le pidió disculpas y hasta le pidió que cooperara con ellas. José de la Aritmética, taciturno, caminaba arrastrando los pies. Él, que rara vez se cansaba, iba muerto de cansancio. No recordaba un día tan largo como aquel en su vida, y todavía no terminaba. Oscurecía detrás del perfil de los volcanes que circundaban la ciudad y en el cielo las grandes nubes lucían ahora desgreñadas, sus redondeces convertidas en extensas cintas difusas, grises. Divisó a Mercedes, su esposa, en la puerta de su casa con sus hijas. Debía ser algo de familia eso de producir mujeres porque las de él eran cinco. Todas con nombres de flores: Violeta, Daisy, Azucena, Rosa y Petunia. La última, la más pequeña, lo señaló con el dedo no bien lo divisó y llegó corriendo, ofreciéndose a empujar el carretoncito de los raspados para que él adelantara camino ya sin aquel estorbo. La cara de Mercedes se iluminó al verlo. Buena era su mujer. Se había casado con ella porque la dejó embarazada, pero nunca se arrepintió. Era comelona, gorda, pero tenía una cara linda y un carácter alegre, plácido y práctico. José le pasó el carrito a Petunia, dándole unas palmaditas cariñosas en la cabeza para agradecérselo. Hombres y mujeres del vecindario estaban en las calles y las aceras, en grupos, comentando lo sucedido. Seguro que ya se había corrido la noticia de que él era quien había saltado a la tarima. Más de alguno lo vería mientras intentaba socorrer a la Presidenta. Sus hijas, menos Azucena, la que era policía, estaban todas allí. Lo rodeó la familia y los vecinos. ¿Qué se sabe, don José? ¿Qué le dijeron? ¿Cómo está la Presidenta, está confirmado que la mataron? —No se sabe nada todavía —dijo—. Ustedes me perdonan pero tengo que sentarme. Se dejó caer sobre el butaco de madera que Rosa le alcanzó. Sacó un cigarrillo y expelió una larga cinta de humo. Mercedes le pasó un vaso de agua. A ella se le notaba en los ojos que había llorado. —Es grave esto —dijo—. Grave que le disparen a una mujer, es como si nos hubieran disparado a todas. ¿Agarraron al que le disparó? —No —dijo José—, se les salió de las manos. —Nada tenía que ver que fuera mujer —dijo un vecino de camisa holgada y chinelas amarillas—, a los presidentes alguien siempre quería matarlos. Tenían que haberlo pensado mejor antes de poner solo mujeres a cuidarla. Los hombres tenían más experiencia en esas cosas. —¡Mire usted, como que solo mujeres presidentes mataran! —saltó Daisy molesta por el comentario—. ¿Y a los hombres que han matado, quién los cuidaba? Acuérdese del presidente Kennedy. —Habrá que ver qué pasa ahora —dijo Violeta, la hija mayor de José y Mercedes, huesuda, adusta, llevaba un vestido de rayas verdes y amarillas y el pelo largo amarrado en una cola con una tira deshilachada—. Espero yo que el gobierno que venga mantenga por lo menos los comedores comunales y las guarderías. —¿Por qué crees que va venir otro gobierno? —dijo Daisy—. Tienen que volver a ganar las mismas. Eso va a depender de nosotros. —Yo creo que se están adelantando a los acontecimientos —dijo José de la Aritmética, sorprendido de la rapidez con que cada quién se preocupaba por lo suyo. —¿Y si no ganan? ¿Vos crees que los hombres van a volver a votar por ellas? —Yo volvería a votar por ellas para que ustedes sigan trabajando —dijo José, con una media sonrisa. —Pues yo no sé —dijo el hombre de las chinelas amarillas—. Algunas cosas las han hecho bien, pero a los hombres nos han puesto la vida patas arriba. Antes a uno no le cambiaba la vida cuando cambiaban los gobiernos, pero este se ha metido en la vida privada de uno. —Pues para mí eso es lo bueno que han hecho —dijo Violeta—. Es lo que ellas llaman felicismo, empezar porque seamos felices en la casa. Se armó la discusión en medio de un aire de pesadumbre, hasta que sonó la campana del comedor vecinal. Ya hacía un año que funcionaba en el barrio el sistema de cocina rotativa, nacido de la idea de aliviar el trabajo doméstico. Las familias —hombres y mujeres— se turnaban en preparar la cena que se servía en la casa comunal construida entre todos y que funcionaba también como centro de reuniones y aula para las clases de lectura y escritura. El gobierno había suplido los materiales de construcción luego de que los habitantes del barrio firmaran un contrato que comprometía a los adultos que no sabían leer a asistir a clases para alfabetizarse. Los demás iban una vez a la semana a las sesiones de lectura donde uno de los jóvenes del barrio, de los que ya estaban en secundaria, les leía novelas o el libro que alguno de los participantes propusiera. Durante la comida hubo rezos y llantos por la Presidenta y la mayoría, en vez de quedarse conversando largo rato después de lavar los platos y asear el local, se retiró temprano a su casa con la esperanza de que las noticias de las diez les informaran sobre el estado de salud de Viviana Sansón. José de la Aritmética esperó las noticias junto a Mercedes, consolándola porque ella se soltaba en llanto de rato en rato, y repetía que no lo podía creer, que no le pasaba lo que había ocurrido. Ella se durmió al fin y él se quedó despierto sumando y restando conjeturas a falta de información oficial. En el noticiero solo habían pasado escenas del atentado y de la aglomeración de gente que se encontraba a la espera de novedades frente al hospital. La lava En el tenso silencio del galerón, Viviana iba de un lado al otro anonadada. No lograba explicarse qué hacía allí. Alguien le había disparado, y sin embargo no sangraba, no sentía dolor ni calor. ¿Estaré muerta? No podía estar muerta y sentirse así, tan lúcida. ¿Qué hago aquí? ¿Cómo salgo de aquí? Celeste, ¿con quién estará Celeste? Pensó que debía tranquilizarse. Esperaría quietecita. Quizás era un sueño, un desmayo. Se preguntó si habría orden o propósito en la acumulación de objetos perdidos u olvidados. Se acercó a la repisa de la izquierda. Vio un par de gafas de sol, una bufanda de seda con diseño de floripones, un par de botas blancas, un manojo de llaves y una de las rocas de Martina. Sonrió. Era un trozo de lava volcánica. Martina, tan bromista, se había encargado de crear una suerte de trofeo: la roca estaba pegada sobre un recuadro de madera, adosado al cual había una delgada placa metálica con la leyenda: «Muy agradecidas». Es la lava del triunfo, les dijo, mientras entregaba la presea a cada una de las cinco. Viviana tomó en sus manos el souvenir de la explosión del volcán Mitre. Las ironías de la historia, pensó. Ellas habían anunciado que la misión del pie sería lavar, desmanchar y sacarle brillo al país. Jamás imaginaron que la madre naturaleza les haría el gran servicio de crear un fenómeno que, literalmente, les lavó el camino para pasar del sueño a la realidad. Al apretar el objeto sintió una ligera cosquilla en los dedos. Súbitamente el recuerdo la envolvió como un holograma que se dejase observar desde dentro y desde fuera. La luz, los olores, el tiempo que evocaba se materializó a su alrededor. De golpe se sintió catapultada al país de su memoria. Iba mirando sus pies, las sandalias café, la falda amarilla, la camiseta blanca desbocada que llevaba puesta aquel día al entrar a la casa de campaña del partido. La casa que alquilaron era un poco vieja pero acogedora, con un patio donde crecía grama verde enmarcado por arbustos de hojas multicolores. Tenía una fachada colonial y un corredor con arcos. En el piso de arriba, la habitación más grande con balcón era su oficina. Cruzó el estar familiar que dispusieron como sala de conferencias, miró los afiches del partido en las paredes y entró a la reunión. En el mapa de Faguas extendido sobre el pizarrón, Juana de Arco, su asistente, colocaba pinchos de colores, mientras ella, Martina, Eva, Rebeca e Ifigenia tomaban turnos discutiendo la ruta de la gira electoral. Los datos del último censo indicaban los núcleos con mayor población, pero ellas se habían propuesto visitar los remotos caseríos, llegar donde nadie más llegaría. —To go where no man has gone before —dijo Martina—, como en Star Trek. —Mi mamá era fanática de ese programa: Rumbo a las estrellas —dijo Eva, tarareando el tema musical. ¿Cómo era que estaba en su cuerpo de entonces y también fuera, mirándolas?, se preguntó Viviana, y extendió la mano, atravesando la blusa de Martina. Veo un recuerdo, se dijo, lo veo como una proyección. Veo mi propia imagen, pero es solo mi memoria. Pensó que no podía hacer otra cosa más que fundirse con su pasado, volver a vivirlo. Se estaban riendo cuando oyeron un sonido de terremoto ascendiendo desde las plantas de sus pies. Se envararon al unísono, listas a enfilarse hacia la puerta para correr escaleras abajo. Viviana sintió el golpe de adrenalina por el miedo animal que le inspiraban los temblores. —Nada se ha movido —dijo Ifigenia—. Sonó como temblor, pero nada se ha movido. Viviana miró su reloj: las tres y diez de la tarde. —Temblor auditivo —dijo, respirando, pretendiendo una calma que no sentía—. Extraño, pero sigamos. Juana de Arco volvió con sus tachuelas, empezó con el dónde, cómo, con quién y para qué de cada visita. Minutos después, la tierra rugió de nuevo, pero esta vez la mesa, las sillas, la casa entera se sacudió como poseída por un violento escalofrío. No salieron corriendo. Se miraron. Martina la tomó de la mano. Se la apretó fuerte. Una de las muchachas del personal de apoyo entró demudada. ¿Sintieron el temblor?, preguntó, como si no pudiese creer que ellas siguieran allí tan campantes. —Calma —señaló Viviana gesticulando para apaciguarla, a pesar de que oía como retumbos los latidos de su corazón en los oídos—. No corran, caminen. Eva subió a su oficina a traer la radio esperando escuchar alguna comunicación de la oficina de geología que manejaba la red sismológica. Ifigenia tomó su tableta portátil y dijo que lo miraría en Internet. —Es el volcán Mitre —dijo Ifi. Eva entró con la radio encendida. Pasaban un comunicado informando a la población de que se reportaban retumbos y una columna de humo negro desde sitios vecinos al volcán. Viviana dijo que mejor guardaban los papeles. Era inútil que siguieran la reunión. Pensó en Celeste, en Consuelo. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, Ifigenia, ella y Rebeca abrieron sus celulares. Las tres tenían hijas, hijos. Los altos picos de Faguas no contaban con un Principito que los deshollinara periódicamente como hacía este con los pequeños volcanes de su país; se limpiaban solos escupiendo lava y cenizas. El volcán Mitre era un hermosísimo ejemplar que por siglos había vigilado como un alto y cónico paquidermo la ciudad. El volcán era fuente de leyendas en Faguas. Los cronistas de Indias dieron cuenta de la huida de los colonos españoles de los primeros asentamientos en el siglo XVI a consecuencia de la actividad del Mitre. Tras un éxodo desordenado en carretas y a caballo los colonizadores se instalaron en la orilla de la laguna y allí establecieron la capital del país. No fueron muy lejos. De la ciudad que fundaron, y que aún fungía como tal, se veía nítido el perfecto cono gris pintado aquí y allá de vetas rojizas. Cual alto vigía en el horizonte, el Mitre cazaba nubes, se las arrollaba a la garganta, lucía largas estolas rosas y púrpuras en el sol del atardecer. Pero esa tarde el Mitre dejó su plácido rol de telón de fondo. Para demostrar que estaba vivito y coleando se llenó de venas rojas que lo surcaban desde el pico a las faldas y sopló de la boca del cráter a intervalos primero, como si aprendiera a respirar, y luego, como dragón medieval furioso, una densa nube oscura, cruzada aquí y allá por delgadas líneas de fuego. La radio empezó a emitir el característico pitido de emergencia. Un locutor histérico habló de evacuar las zonas más próximas y de procurarse refugio para la nube de gases. Como era usual en Faguas, ni él ni nadie explicó a qué tipo de refugio se refería. Viviana se asomó a la ventana. El cielo encapotado empezaba rápidamente a oscurecerse. En menos de quince minutos el sol de las tres de la tarde se ocultó sin dejar rastro. Odiaba sentirse impotente, así que se puso en movimiento. —Cerremos la oficina y se vienen todas conmigo a mi casa —ordenó, tensa. Ella vivía sobre la sierra, en la zona alta. Era lógico pensar que estarían más seguras allí que en el valle de la ciudad. Había arreglado con su madre que recogiera a Celeste en la escuela. A excepción de Ifi y Rebeca que partieron a sus hogares, a reunirse con hijos y maridos, las demás montaron nerviosas en sus vehículos y salieron tras ella. Encontraron largas filas de tráfico moviéndose lentas para salir de la ciudad. Cuando al fin arribaron a la casa, entraron apresuradas. Viviana abrazó a Celeste y a su madre. La oscuridad era densa y espesa y un olor a azufre permeaba el ambiente. Se sacudieron del pelo la ceniza, que como una nieve gris y volátil iba cubriendo los tejados, las carrocerías de los coches y la superficie de las calles. Tres días duró la noche que empezó esa tarde y tres días estuvo el país entero hundido en la negrura de un hollín malsano cuyos gases, si bien no mataron a nadie, obligaron a la gente a encerrarse en las casas y hervir grandes porras de agua para humedecer el ambiente y lavar de alguna manera las vías respiratorias y los pulmones. En la sala, dormitorio y estudio de su casa, sobre sofás y mantas, ella acomodó a Eva, Martina, Juana de Arco y las otras muchachas de la oficina. Hubo que preparar comidas, distraer a Celeste y preocuparse por los alcances del inesperado cataclismo. Rebeca e Ifigenia se reportaron sanas y salvas desde sus casas. No quedaba otra cosa más que esperar. Esperar y estar prendidas a la radio, a la televisión. Desde su cuarto, Viviana veía el volcán. Hasta entonces lo había considerado hermoso, parte de un paisaje plácido cuya contemplación alegraba sus atardeceres. Era quizás más hermoso ahora en su furia, pensó, revelando su identidad de caldera, escupiendo destellos de fuego líquido que refulgían en medio de la noche. En qué mala hora, sin embargo, se le había ocurrido despertar. Curiosamente no era el miedo sino la impaciencia la que la consumía. En manos del volcán estaba su carrera política. Se sintió egoísta, absurda, por preocuparse de si no sería aquel el fin de su campaña o un mal pronóstico. No seamos pesimistas, dijo Martina, quien se había dedicado a consolar a Juana de Arco. La muchacha había entrado en un silencio mudo que nadie podía penetrar. Le sucedía a veces, pero Martina tenía su manera de calmarla. La trataba como niña y ella se dejaba, fumando sin parar. Eva, que era de una calma asombrosa, ayudaba a Consuelo a cocinar, a hervir agua. Al cuarto día, la humareda empezó a ceder y el color de la columna cambió a gris, a cafezusco y luego a blanco. El cielo empezó a aclararse. La cordura retornó a la voz de los histéricos periodistas. Afortunadamente el volcán no había perdido los estribos; su erupción, además de la densa oscuridad, produjo un derrame de lava que se circunscribió al destrozo de cultivos y caseríos vecinos. Aunque el evento quedó registrado en el habla popular como «la explosión del Mitre», no hubo tal; la integridad de las grandes ciudades no fue afectada. Al ver en los reportajes televisivos el recuento de los daños, las imágenes de la pobre gente llevada como ganado a refugios de champas de plástico negro, Viviana reaccionó. Alistémonos para ir a los campos de refugiados, dijo. Empacaron agua, provisiones, mantas que colectaron de amigos y vecinos. El estado mayor del pie visitó las comarcas cercanas al volcán. Bajo un sol inclemente, en terrenos baldíos, encontraron a la gente vagando sin rumbo entre las infernales tiendas que, conociendo al gobierno de Faguas, serían sus casas por largo tiempo. Las grandes polvaredas que ráfagas de viento recogían de la tierra seca irritaban los pulmones. Niños, hombres y mujeres, en medio de accesos de tos, se consolaban y ayudaban entre ellos, sus caras y sus cuerpos hasta las pestañas tiznados de una mezcla de cenizas y polvo que los hacía parecer zombis. Apenas tenían que comer. No había agua potable. Una pipa llegaba por la mañana y la gente se alineaba en grandes filas a recogerla en baldes para suplir sus necesidades. Cundían las enfermedades gástricas y la desesperación. Salieron de allí deprimidas, abrumadas por la impotencia de no poder dar más que el consuelo de sus palabras, de su presencia. A falta de otro recurso, rabiosa al ver la indiferencia del gobierno ante la tragedia, Viviana, que hasta el inicio de su campaña había conducido un exitoso programa de televisión, reclutó artistas, cómicos y deportistas y organizó un maratón televisivo para recoger dinero para los damnificados. De nuevo, como otras veces en la historia de Faguas, la cooperación internacional destinada a la emergencia terminó siendo usada por funcionarios públicos o gente cercana al poder que, de la noche a la mañana, se hizo rica y se construyó palacetes, tanto en la ciudad como en la playa. Jamás imaginaron ellas en esos días el regalo que les depararía el volcán. No fue sino con el transcurrir de las semanas que se enteraron del curioso efecto de la nube negra. Rebeca e Ifigenia, las dos casadas, reportaron una extraña somnolencia en sus maridos. Parece que lo picó la mosca tsé-tsé, dijo Rebeca, intrigadísima. Ifigenia, por su parte, menos discreta con sus intimidades, llegó a su oficina en la casa de campaña y le soltó el cuento: No lo vas a creer Viviana. En medio de mis maromas en la cama con Martín, cuando le estaba dando uno de esos tratamientos que a él más le gustan, que me funcionan como magia, noté algo raro. Levanté la cabeza y ¿qué crees? ¡Estaba dormido! ¡Kaput! ¿Podés creerlo? Es rarísimo. La líbido decaída de los hombres fue la que dio la pista científica de que algo anormal sucedía. Se consultó con las brigadas médicas que asistían a los refugiados. Tras los exámenes correspondientes, resultó que si el índice normal de testosterona en los hombres es de 350 a 1240 nanogramos por decilitro, en Faguas la muestra de hombres de toda edad que examinaron solo registraba 50 o 60 nanogramos. Nuevas e intrincadas pruebas de laboratorio indicaron que los gases del volcán eran responsables del efecto que inesperadamente bendecía a Faguas con una mansedumbre masculina nunca vista. —¡Voy a creer en Dios! ¡Voy a creer en Dios! —gritaba Martina en el último mes de campaña. Y es que, entre la dulcificación de los hombres y las estupideces del gobierno, el Partido de la Izquierda Erótica se colocó a la cabeza en las encuestas. Viviana rehusó atribuir su victoria al Mitre. Prefería pensar que la campaña del pie, no solo había desafiado los esquemas de hombres y mujeres, sino que había logrado que las votantes (más de la mitad del electorado) vislumbraran al fin una ilusión de igualdad capaz de llevarlas a confiar en la imaginación del pie y darle la misión de realizar sus deseos. En las tardes, sin embargo, tomando una copa de vino y mirando al volcán erecto sobre el paisaje, alzaba hacia él su copa con un guiño de agradecimiento. Fue ese gesto el que motivó a Martina a recoger los trozos de lava y montarlos sobre madera como souvenir. El déficit de testosterona en un país más bien iletrado generó derivaciones a cual más disparatadas del nombre de la hormona culpable de la desidia masculina: tensiónterrona, tetasterona, tedasterona, tesonterona, terraterrona, le llamaron. La testosterona se convirtió en el Santo Grial, el Vellocino de Oro de los argonautas de Faguas. Todos los hombres querían que volviera y salían a buscarla por tierra y por mar a los mercados, el ciberespacio y las boticas. Viviana devolvió la roca a la repisa, sonriendo maravillada por el prodigio aquel de haberse transportado nítidamente al recuerdo, como si el objeto hubiese contenido dentro de sí un trozo de tiempo, un pergamino arrollado capaz de desplegarse y envolverla de nuevo en los olores, diálogos y sensaciones de su pasado. Martina Le agradeció a Juana de Arco el empujón que le dio para meterla al baño. Encerrate con llave y no salgás de allí, le dijo la muchacha, tras verla vagar como alma en pena. Juana no estaba ese día para remilgos. Enfundada en su infaltable ropa negra, con su peinado punk y los aretes de arriba abajo siguiendo la medialuna de sus delicadas orejas, la salvó del asedio de los periodistas, amistades, hombres y mujeres que llenaron los pasillos del hospital preguntando qué había pasado. Todos querían saber y ella ya no hallaba qué decir. Nada se sabría hasta que salieran los médicos del quirófano donde metieron corriendo a Viviana. El baño olía a desinfectante. Adivinó que era un baño para el personal por las cajas de suministros médicos: guantes, toallitas y vasos para exámenes de orina arrimados contra la pared. Cerró la tapa del inodoro y se sentó sobre él. Estar sola la calmó. Ella no era calma de por sí. Tenía demasiada energía: doscientos veinte amperios para un país que, si acaso, funcionaba con cien. Desde niña fue así: hiperactiva según los doctores; diabla según las monjas y su mamá. Mentalmente se forzó a irse de allí. Usó su truco de imaginarse en un tren. Iba en tren, moviéndose a alta velocidad sin necesidad de moverse. Viajaba en el transalpino a su casa en Christchurch. Qué lejos Nueva Zelandia, «la estepa», como le decía Viviana, la única persona capaz de hacerla regresar al telúrico desmadre de su país natal; la única dueña de la marca de cera que usó Ulises para taparse los oídos. De no haberse Viviana empeñado, ella habría sucumbido gustosa a las sirenas, primero porque le gustaban y segundo porque dejar la joya verde de país que era la tranquila Nueva Zelandia fue una hazaña para ella. Nueva Zelandia le permitió ser quien era, dejar de fingir que le gustaban los muchachos y no sentirse por eso olorosa a azufre, desviada o torcida, como gustaban llamar las monjas a las niñas como ella que por más que lo intentaban no lograban que el cine o la literatura les hicieran añorar los apuestos mancebos enfrentándose en duelos de espadas por sus dulcineas. Ella era romántica, pero de otra forma. Su romanticismo se nutría de las complicidades únicas y propias de su mismo género, en la sincronía de alma y cuerpo que solo dos personas del mismo sexo, dueñas del mismo aparataje físico y mental, podían compartir. Menos mal que a estas alturas de su vida ser gay ya no era ninguna novedad. Había sido un proceso largo. En países como Faguas abundaban quienes aún querían taparse los ojos. Tanta gente vivía fuera del clóset en estos tiempos que era trágico que aún perseveraran los perjuicios. Quiero hacer un ministerio que no existe en ninguna parte —le había dicho Viviana— y vos sos mi candidata para Ministra. Martina se rio, pero Viviana procedió a explicarle su idea de que en su gobierno existiese un Ministerio de las Libertades Irrestrictas, una institución dedicada a promover leyes, comportamientos, programas educativos y todo cuanto fuera necesario para inculcar el respeto a la inviolable libertad de mujeres y hombres dentro de la sociedad. La gente en Faguas se cree libre porque no reconoce la jaula que tiene en la cabeza; una persona como vos, creativa, desenfadada y sin miedo, puede hacer mucho por hacerles entender la libertad. Aquí para muchos ser libre solo significa no estar en la cárcel, y cuando digo cárcel me refiero a la que tiene rejas y guardias en la puerta. En el baño, en ese momento, Martina extrañó el laguito al lado de su negocio de bed and breakfast en la lejana Nueva Zelandia, las ovejas, las caminatas, el silencio. Se arrepintió de regresar a Faguas, de embarcarse en la aventura del pie. Mierda, ¿cómo dejé que Viviana me convenciera? Cobarde, se reprendió, bien que has pasado feliz. No te echés para atrás ahora y salgas corriendo al son de la estampida; pero es que soy cobarde, se respondió, y a mucha honra. La cobardía era señal de salud en Faguas, donde, por tantos años, el culto al heroísmo había animado a la gente a morirse por la patria. El martirologio era una patología que se repetía de generación en generación. Los muertos eran respetables, pero los vivos valían un carajo. Por favor. El mundo iba años luz adelante y ellos todavía apegados a esa suerte de necrofilia. ¡Tan masculino el culto de la muerte! Los soldados conocidos y hasta los desconocidos siempre tenían los mejores monumentos, las llamas eternas, los obeliscos, los arcos del triunfo. Las mujeres puja y puja alumbrando chavalos, haciendo de tripas corazón, criando y alimentando a esos hombrecitos tan prestos a morir, y a duras penas les hacían aquellos monumentos desgarbados y patéticos que acababan en los parques más aburridos del mundo. Pero ella era tan valiente como cualquier muerto. Que no le dijeran que vivir por la patria costaba menos que morir por ella. Que Viviana le pidiera que organizara el Ministerio de las Libertades Irrestrictas, ese ministerio único en el mundo que la mandó a inventar, la había hecho entrar en crisis porque sabiendo que debía decir que no, decir que sí le resultó irresistible. Y no era cierto que se arrepentía de haber dejado Nueva Zelandia, el paraíso de El Señor de los anillos y todas las películas que necesitaban enormes paisajes deshabitados. Hizo lo que quiso allí. Pero nada que ver con el púlpito libertario que, en un dos por tres había montado en Faguas, desde donde predicaba como Evangelista de la Nueva Testamenta el fin de la discriminación por razones de género, color, religión o identidad sexual. Si todo era posible en Nueva Zelandia, más era posible en Faguas. El subdesarrollo, el hecho de que nadie prestara atención al minúsculo país era una ventaja cuando se trataba de experimentos sociales. En países como Faguas, pasados de uno a otro colonizador, de la independencia a la sumisión de los caudillos, con breves períodos de revoluciones y democracias fallidas, ni la gente supuestamente educada conocía bien en qué consistía la libertad, ni mucho menos la democracia. Las leyes eran irrelevantes porque, por siglos, los leguleyos las habían manipulado a su gusto y antojo. Pero aquel vacío era precisamente el espacio para insertar la nueva realidad. Y Martina no perdió tiempo. Fue ella quien introdujo la discusión que llevó a poner en marcha el proyecto piloto de los Votantes Calificados. Estudió tratados sobre la democracia, desde la griega hasta la inglesa, así como las más desaforadas o tramposas utopías, para extraer la fórmula que pensó las acercaría al modelo de las grandes asambleas en Atenas. Cambiar el universal masculino era otra de sus ideas, una que aún no lograba popularizarse. Con Eva y Rebeca habían trabajado un léxico que sustituiría la «o» por «e». Así «todos» sería «todes», «ricos», «riques», «cuanto», «cuante». No se oía mal. Lo usaban a menudo en las comunicaciones oficiales, conscientes de que era una transformación que llevaría largo tiempo. Pero lo que sí impuso fue el fin del lenguaje del odio, el uso de palabras denigrantes para la mujer —y denigrantes para la diversidad sexual humana —, el tratamiento de maricas, cochones, patos, tortilleras, por ejemplo. La fuerza de la ley, argumentó en la Asamblea, era necesaria para concebir un mundo sin divisiones, un mundo de igualdades efectivas entre los géneros. Martina era también la autora de una campaña sui generis de educación ciudadana. Con las mismas técnicas de repetición y saturación con que se vendían jabones, bebidas o películas, puso en los pasillos de los supermercados, en los buses, en los envoltorios de los productos de consumo, conceptos básicos de civismo, cuya mayor innovación fue usar el femenino para lo general e introducir el concepto de la Cuidadanía, las y los ciudadanos como Cuidadanos, como cuidadores de la Patria, una idea que tomó de un grupo de feministas españolas (Ser cuidadana es pagar impuestos, Ser cuidadana es mejorar tu barrio, Ser cuidadana es cuidar tu salud). La educación para la libertad, como la llamaba ella, era un trabajo cuesta arriba. Tras tanto gobierno autoritario, la necesidad había enseñado a la gente a sobrevivir a punta de dejarse enjaular, pero no sin antes preguntar: ¿Qué me vas a dar si me meto en la jaula? Le costó creerlo pero bien cierto era lo que le deletreó Viviana durante la campaña: la mentalidad de este país es la de una mujer dependiente y abusada. ¿Te das cuenta? Por eso vas a ver que hasta los hombres van a votar por nosotras. Y así fue. Lograron hacerle ver a muchos hombres que no era mala idea cuidar el país como si se tratara de la casa de cada quién. Cualquiera podía entender el argumento cuando se explicaba bien, y Viviana era una excelente comunicadora. La respetaban. Se había jugado sin miedo en un país acobardado, y la valentía y el arrojo eran contagiosos como el catarro. Bastó levantar la tapa de la olla de presión que llevaba años cociéndose en su propio jugo para que la esperanza dejara sentir su olor a culantro, a hierbabuena. ¡Qué favor les había hecho el volcancito! Lástima que no explotaba más a menudo ni se podían embotellar los gases esos. El efecto había durado aproximadamente dos años, durante los cuales se reformó la Constitución y se montó un sistema que, aunque imperfecto, colocaba a las mujeres y los hombres en una posición de igualdad desconocida hasta entonces. El retorno de la testosterona no afectó a todos de la misma manera. Hubo quienes reclamaron con violencia su lugar de amos y señores, pero hasta el atentado contra Viviana, Martina pensó que esas personas encontrarían que ni la sociedad ni sus parejas eran ya las mismas. Pero parecía ser que estaba equivocada. En las reuniones del consejo, Eva llevaba varios meses preocupada por el aumento de los feminicidios, las violaciones y las disputas domésticas. Martina se levantó, se lavó la cara. No quería pensar siquiera en desenlaces fatales. No imaginaba el pie sin Viviana. Mentira eso de que nadie era indispensable. Ella lo era. Era ella la que se atrevió a confiar en que se podía trastocar la realidad porque después de todo era una construcción como cualquier otra. Sonrió recordando la cara de Rebeca cuando Viviana pidió un papel blanco y dibujó la bandera del partido: la huella de un pie femenino delineado en negro con las uñas pintadas de rojo. Recordó las banderas ondeando por todo el país en la campaña electoral. Iban en el carro y se reían al pasar por las casas mirando las banderitas moverse al viento. Se echó más agua en la cara. No quería llorar. Viviana habría dicho que salieran todas llorando en televisión. Enfatizar todo cuanto se pensaba como femenino, hacerlo hasta el ridículo había sido su genialidad. Nos hemos pasado demasiado tiempo arrepintiéndonos de ser mujeres —decía— y tratando de demostrar que no lo somos, como si serlo no fuera nuestra principal fuerza, pero no más: vamos a tomar cada estereotipo femenino y llevarlo hasta las últimas consecuencias. Tocaron la puerta. Oyó la voz de Juana de Arco al otro lado. —Ya podés salir. Ya desalojamos a los curiosos. REFORMAS DEMOCRÁTICAS 1. Reformaremos nuestra democracia de manera que se asemeje más al modelo sobre la que fue creada. En primer lugar: a. Se establece una lotería que, con base en el censo de población, escogerá 150 000 votantes masculinos y 150 000 votantes femeninas (300 000 en total), o sea el 10 % de la población de Faguas. Esos 300 000 votantes se llamarán votantes calificados. Las personas seleccionadas tendrán un período de tres meses para presentar razones justificadas en caso de que no pudiesen asumir esa responsabilidad, que será de obligatorio cumplimiento. Cada uno de ellos sabrá leer y escribir al momento de la votación (se les enseñará si no saben). Los votantes calificados recibirán cursos especiales de derechos y deberes ciudadanos y de funcionamiento del Estado, así como dos seminarios-talleres anuales sobre los principales problemas del país. El voto de los votantes calificados valdrá por dos votos en las votaciones presidenciales. b. En las discusiones y aprobaciones de leyes tipo A (que afecten directamente la vida de la población) en la Asamblea Nacional, el voto de los votantes calificados se recogerá de forma electrónica. La Asamblea tomará en cuenta el resultado, pero podrá no acatarlo por voto de la mayoría. c. Para votar, tanto los votantes calificados como los regulares mayores de 25 años tendrán que presentar su certificado de pago o de exención de impuestos. d. Podrán votar todos los habitantes que hayan cumplido 18 años. El complot Después de que las mujeres llegaron al poder, Emiliano Montero pasó meses sin poder dormir toda la noche de un tirón. Era el presidente del partido que, él no dudaba, habría ganado las elecciones de no aparecer el pie en el panorama y de no haber el Mitre disminuido la virilidad de sus partidarios. Tenía que admitir, al menos en su fuero interno, que había actuado con arrogancia descalificadora al descartar el impacto del volcán y la preocupación de su equipo de campaña de que su ventaja en las encuestas se esfumara. Según él, lo había calculado todo como un juego perfecto. Ningún escrúpulo lo detuvo. Hizo cuanto fue necesario —y bien sabía él lo que eso significaba— para asegurar su triunfo. La verdad fue que nunca imaginó que un partido con un nombre como Partido de la Izquierda Erótica tuviese la más mínima posibilidad de ganarle. Su esposa incluso, que era clarividente y leía las cartas, lo tranquilizó asegurándole que todos los arcanos indicaban que sería él quien tomaría el poder. Bien que se había equivocado, y ni que reclamarle: no había parado de llorar la noche de la derrota. A las tres de la mañana salió al patio, furiosa, a prenderles fuego a todas las estampas, los sahumerios, los amuletos y hechizos que simpatizantes de todo el país, conocedores de su debilidad por la magia, le mandaron a lo largo de la campaña como testimonio de su adhesión. Pena le daba la pobre, pero para suerte suya, no se arredraba. Además conocía muy bien los entretejidos de la mente femenina. Estaba decidida a encontrar las debilidades de las eróticas, cortarles el aliento y ponerle fin a aquella farsa. Por esos días llamó a sus amigos de siempre, los que consuetudinariamente estaban de acuerdo con él y trataban sus palabras con reverencia. Tendrían que reagruparse y pensar, les dijo. Ese gobierno no terminaría su período sin que ellos demostraran su beligerancia. Para desgracia suya, el asunto de los niveles de testosterona no se remediaba con charlas iracundas. Él remedió medianamente el suyo con suplementos que pedía por Internet, pero impedido de actuar, también entró en un letargo de días repetidos que se le fueron pasando como papeles descartados y en blanco. Las cosas mejoraron con el tiempo. Poco a poco la apatía se disipó, se reanudaron las discusiones. Su mujer ganó de peso, su semblante se recompuso. Emiliano tenía la costumbre de salir por las tardes a dar vueltas por la ciudad. Con el ronroneo del motor lograba al fin conciliar el sueño. Marvin, su chofer, que sabía que su jefe se dormía en el carro, seguía la misma ruta todos los días. Pasaba por la fuente del centro, bajaba por una larga avenida en cuyas rotondas se alzaban disparatadas estatuas erigidas por diversos alcaldes: efigies de la Virgen de la Inmaculada Concepción, un Cristo al estilo del de Río de Janeiro, una sirena. Las imágenes religiosas eran la cosecha de un alcalde obsesionado con el infierno; la sirena era legado de otro más bien aficionado a la mitología. En el camino de regreso, tomaba la avenida que serpenteaba por la mancha esmeralda de Tilapa, una laguna hundida en el cráter que dejara miles de años atrás alguna violenta explosión volcánica. —Toda su vida mi mujer ha estado tratando de hacer bien las cosas, ¿sabes Marvin? El chofer no se había enterado de que su jefe estaba despierto. —Sí señor, claro que lo sé. Por asomarse al espejo retrovisor, Marvin no vio la moto que se les cruzó en el camino. Un chirrido de frenos precedió el impacto. El motociclista voló por los aires y se estrelló contra el parabrisas del coche. Asustados, pero ilesos, chofer y pasajero salieron del carro. Se revisaron, caminaron alrededor del vehículo desorientados. Ya la gente se acumulaba alrededor del accidente. El motociclista yacía tirado en la carretera, rodeado de curiosos. Se agarraba con las manos el casco y tenía una expresión de dolor en el rostro. —¿Cómo te sentís, hombre? —Se acercó Emiliano, inclinándose apenas. Marvin en cambio se arrodilló a su lado. El hombre empezaba a sangrar por la nariz. Movía la cabeza de un lado al otro. —Jefe, creo que mejor lo llevamos al hospital. —Dale. Montalo adelante. Ayudado por los curiosos, Marvin ayudó al herido a levantarse. Le quitó el casco. Menos mal que no tenía heridas en la cabeza, pensó el chofer, aunque se quejara de dolor en el hombro y mareo. Con el parabrisas roto, manejaron hasta la entrada de emergencia del hospital más cercano. El accidentado se llamaba Dionisio. Meses después Emiliano Montero comentaría con su mujer: —¿Te das cuenta? Fue Dios. Dios lo puso en mi camino. Leticia Montero La esposa de Emiliano se pasea nerviosa, retornando a su viejo hábito de comerse las uñas. No teme que el actor material de delito, de ser capturado, denuncie a nadie. Lo que le preocupa es que, oficialmente, nadie ha anunciado la muerte de Viviana. —Te aseguro que no es cosa mía. No fui yo, te repito. Pero no importa quién haya disparado, seguro está muerta. No lo han dicho para ganar tiempo, ¡mujer de poca fe!, le espetó el marido cuando salió con el chofer a dar vueltas por las calles como era su costumbre. Esta vez iría bien despierto, pensó ella, querría ver con sus propios ojos el silencio funesto que, según comentarios de las amistades que los llamaron por teléfono, estaba posado como una pesada y tóxica atmósfera sobre la ciudad. Las avenidas lucían desalojadas de transeúntes, los bares de parroquianos y los restaurantes de comensales. Como si hubiera caído una bomba de neutrones y quedaron solo los edificios, había dicho Rita —le pareció que lloraba en el auricular—, y eso que su amiga detestaba —al menos hasta esa mañana— aquel reinado por decreto con que las eróticas, envalentonadas por su Presidenta, habían en pocos meses trastocado las costumbres y convertido el Estado en un ejecutor de políticas a cual más disparatadas. «Agua gratis para los barrios que se mantengan limpios y mantengan limpios a sus niños», la inauguración, con gran bombo y platillos de la carrera de Maternidad (para hombres y mujeres) en la universidad y en las escuelas secundarias, la alfabetización obligatoria para las mujeres analfabetas del campo y la ciudad; los talleres de «respeto y poder» para las parejas víctimas de violencia doméstica, las ministras «invitadas»: mujeres feministas que llegaron de todo el mundo a hacerse cargo de carteras ministeriales y a poner en práctica los sueños que en sus propios países nadie les daba permiso de llevar a cabo. ¡Y las flores, por Dios! Ese invento de Viviana Sansón de exportar flores, de fertilizar grandes extensiones con mierda para después sembrar enormes plantíos de flores y hacerle competencia a los proveedores de flores de todo el mundo. Cinco aviones de carga había importado; aviones refrigerados para poder suplir la demanda con abundancia y nunca fallar un pedido. Pero lo peor de las eróticas era su falta de moralidad. La ley que permitía el «aborto inevitable» y el hecho de que lograran engatusar a las del movimiento por la vida, habían colmado para ella la copa de la iniquidad. Era la locura. Una locura colectiva. Para colmo de males, la oposición, asustada por el arrastre demostrado por las féminas en la campaña electoral, se quiso pasar de viva y puso a sus más destacadas mujeres a encabezar las listas de candidatos para las diputaciones. La Asamblea completa quedó así compuesta por mujeres. Bien se lo advirtió ella a su marido: aquello resultaría en un suicidio político. Sucedió tal como lo vaticinó: Viviana engavilló a la mayoría de las diputadas, las convenció de su «misión histórica» y logró que las parlamentarias la secundaran, que le dieran el tal voto de confianza que le pidió a todo el país cuando dijo el tristemente célebre discurso con que intentó justificar el exilio del Estado de los hombres y más tarde la reforma de la Constitución. En su carro, mirando a través de los vidrios ahumados, su marido se sentiría, a esas horas, el Gran Mago exterminador del famoso «imperio del lirio», como llamaba Viviana a su gobierno. Le enfurecía que desconfiara de ella y no le dijera la verdad. No recordaría ya —porque así eran los hombres— que fue ella quien, durante meses, sembró en su conciencia el imperativo de tomar medidas drásticas. Que no le viniera ahora con historias. Había procedido exactamente como ella esperaba —no en balde llevaban veintiséis años de casados. Tan predecible su marido y tan experto en que nadie se enterara nunca de la verdad de las cosas. La gente especularía hasta el fin de los tiempos, abundarían las evidencias para incriminarlo, pero nadie podría probar nada. Emiliano no sería un gran político, pero era ciertamente un magnífico conspirador. En lo que a ella correspondía, su mayor logro era que él no se percatara de lo que ella también era capaz. La noticia José de la Aritmética despertó de madrugada de una noche inquieta de sueños complicados. Entró y salió del sueño varias veces hasta que los gritos de Mercedes lo sacaron de la modorra. —José, vení, la Presidenta está viva. Lo están anunciando en la tele. Saltó de la cama en calzoncillos. En la televisión Ifigenia Porta, la Ministra de Información, estaba de pie al lado del médico que leía el reporte sobre la situación de la Presidenta. «La presidenta Viviana Sansón sufrió dos heridas por proyectil de arma de fuego. Los proyectiles, disparados a media distancia, afectaron el cráneo y el abdomen. A su arribo al Hospital de Salud Integral, fue llevada de inmediato al quirófano. En la cavidad abdominal se identificó una herida perforante de arma de fuego que causó una grave laceración del bazo, por lo que hubo que practicarle una esplenectomía, o sea una extracción urgente de este órgano. El segundo proyectil causó laceración del cuero cabelludo y atravesó el hueso frontal del cráneo, alojándose en la zona occipital. El impacto causó un coágulo que fue removido exitosamente. Para evitar la descomprensión de la masa encefálica se le practicó una craneotomía. La paciente se encuentra en la. Unidad de Cuidados Intensivos en estado de coma, con ventilación asistida y soporte completo. Dado que el proyectil no afectó directamente la masa cerebral, existe la posibilidad de que la Presidenta recupere sus facultades. Sin embargo, por el momento, su estado es crítico y su pronóstico incierto». José escuchó en silencio. Cuando el médico terminó, Mercedes y él se miraron. Ella se persignó. Santo Dios, Santo Fuerte —dijo—. Bendito sea que no se murió. —Me parece que está muerta en vida —dijo José de la Aritmética—. No me gusta eso de la coma. De la goma de las borracheras uno siempre se levanta. Hay que ver lo que hace una letra de diferencia —suspiró. —Alegrémonos de que está viva, José; mientras hay vida, hay esperanza. —Es verdad. Y me alegro. Te digo que ni yo mismo sabía cuánto cariño le había agarrado a esta Presidenta. Muy cierto que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. No lo dijo, pero no lograba quitarse de la mente la expresión de Viviana cuando yacía en el suelo. Los ojos abiertos, asustados, la mano de ella aferrada a la manga de su camisa como si se estuviera hundiendo en un pozo. —Alistame los siropes para irme. Voy a ir a ver si me gano el día. —A andar de curioso es a lo que vas —dijo Mercedes—, como que no te conociera. —Es mi trabajo —sonrió—. Ya me ascendieron. Salió a la hielera donde guardaba los bloques de hielo, les echó agua para despegarlos y, con las pinzas en forma de tijeras curvas, alzó uno y lo dejó caer, con cuidado de no quebrarlo, dentro del carrito. Claro que era curioso, pensó, sonriendo por el comentario de Mercedes; ser curioso era estar vivo. Él no sería ilustrado, pero le encantaba observar a la gente. ¿A vos no te gustan las telenovelas pues?, le decía a Mercedes. Pues yo veo telenovelas en vivo, en la calle. Uno pasa con suficiente frecuencia por un lugar y se va enterando de la vida de la gente, agarra las señas de sus idas y venidas y ve cómo acaban las cosas. Él no era fisgón, pero preguntaba, y cuando uno sabía preguntar, averiguaba hasta más de lo que quería saber. La mañana era fresca. No era buena hora para vender raspado, pero calculó que hacia mediodía, la hora del calor, estaría llegando cerca del hospital donde, según la televisión, había mucha gente aglomerada. Saludó a las parejitas de muchachos y muchachas escolares que iban bañaditos y limpios a tomar el autobús. Tendrían trece o catorce años, porque en el gobierno de las eróticas los niños se quedaban en las escuelitas de los barrios hasta los doce años. Aprendían a leer y a escribir y el resto del tiempo lo pasaban haciendo lo que más les gustara, cualquier asignatura. A saber cómo iba a resultar. Él había oído a la española que era la Ministra invitada de educación echándose un discurso sobre por qué ese método de autoeducación era lo más nuevo. Los mismos niños decidían lo que querían aprender y no sentían que los empujaban a hacer esto o lo otro. Los chavalos podían hasta regresar a sus casas para ayudar al papá o la mamá. Así decía la Ministra. Él recordaba las escuelas sin pupitres de su tiempo, el calor, el aburrimiento. Tenía diez años cuando su mamá se lo llevó a trabajar con ella. Con leer y escribir tuvo que conformarse. Lo demás se lo enseñó la vida. Pero sus hijas sí habían ido a la escuela. Y él se alegraba de haberlas mandado a pesar de la rebeldía de más de una de ellas. Azucena nunca fue buena estudiante, pero era atlética y por eso se hizo policía. Cada chavalo era un mundo y por eso quizás tenía razón la Ministra. Él siempre pensó que era demasiado tiempo el que pasaban en la escuela los niños, cuando en su casa había tantas necesidades. Ahora solo iban al colegio con formalidad de los doce a los dieciocho y era obligatorio mandarlos. Aparte de las asignaturas como gramática y ciencias, recibían clases de «maternidad», fueran hombres o mujeres. Los varones salían duchos en cambiar pañales, sacar erutos, chinear y cuidar cipotes. Les enseñaban que no tenían que pegarles a los hijos y un montón de cosas de esas de sicólogos. No era mala idea. A él le gustaba el sistema de la Presidenta. Era distinto por lo menos. Allí en el barrio el gobierno les había ayudado pero también los puso a trabajar. Ellos mismos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, construyeron la escuela, las guarderías, el comedor comunal y rellenaron las calles con piedrín. A los que antes eran empleados públicos les venían bien esos trabajos para bajar las barrigas y además sentirse parte del resto. Los más letrados daban clases y alfabetizaban. En el barrio tenían meses, además, de no pagar por el agua porque la labor de limpieza en que se habían afanado bien que dio resultado y ganaron mes a mes los concursos que los premiaban con el servicio gratuito. Ahora los chavalos andaban con palos con un clavo en la punta recogiendo papeles. Las mamás los mandaban a hacer eso apenas llegaban de la escuela. Uno no se daba cuenta, pensó José sonando su campana, de la diferencia que hacía un lugar limpio hasta que lo tenía. La Presidenta había insistido tanto en aquello de la limpieza de las calles porque decía que la suciedad de afuera hacía más fácil vivir con la suciedad de adentro, la suciedad del alma que por tantos años les había hecho perder el norte de la honradez y no tener escrúpulos para aprovecharse del prójimo. Él nunca pensó que una cosa tuviera que ver con la otra, pero tenía que admitir que era cierto: ver las calles limpias y vivir en un barrio sin basura le cambiaba la mente a uno; hacía que dieran ganas de superarse, de vivir más bonito, de arreglar los andenes, las cunetas, los minúsculos jardines. Eso de creer que los hombres no tendrían nada que hacer si dejaban de trabajar en el Estado bien pronto se había disipado. Hilario, su amigo, que antes era policía, hasta le llegó a confesar que sin esa medida de la Presidenta, él jamás se habría percatado del gusto que le daba ver crecer a sus hijos de cerca. Ni se lo digas a nadie, pero es la pura verdad, le advirtió. A varios les pasaba. José se preguntaba si no les pasaría a más de los que se atrevían a admitirlo. Era incómodo, la verdad, aceptar que aquella revolución de las mujeres bien que daba frutos. No fuera a ser que se les subiera a la cabeza. Para él, que mandaran ellas no era el fin del mundo. Las mujeres tenían su gracia para hacer las cosas. Les costó a todos los machos verlo al principio, pero poco a poco el tal felicismo había ido pegando. Tal vez las eróticas hasta volvían a ganar si la Presidenta no mejoraba y había que elegir gobierno nuevo. Él recordaba los disturbios cuando mandaron a los hombres a sus casas. El desalojo de los varones empezó como al mes o dos de instalado el nuevo gobierno y los sorprendió a todos. Aunque solo se aplicó a los empleados del Estado y cada uno recibió, en reconocimiento a los servicios prestados a la nación, el salario equivalente a seis meses de trabajo, la conmoción fue mayúscula. En los ministerios más machos, como el de Defensa y del Interior, algunos cabos y sargentos intentaron alzarse en armas. Sin embargo el amago de rebelión no prosperó. Las generalas que dejara en el ejército una fenecida revolución tomaron las riendas del desorden, les quitaron las armas y los forzaron a cumplir el mandato de la Presidenta. Los soldados salieron de sus cuarteles desarmados, vestidos de civil, sin más mando que el de cualquier cristiano. Pasaron meses antes de que se reorganizaran las fuerzas públicas con el montón de mujeres que se metieron a policías, entre ellas Azucena. Pero bueno, ya los tranques del tráfico, la robadera que se desató y los reclamos de los militares iban cediendo. A las mujeres policías, con la cooperación del gobierno coreano las entrenaron como karatekas y además las suplieron con unos aparatos extraños que electrizaban, tasers se llamaban, donados por Suecia, Finlandia, Alemania y Estados Unidos. Los chinos, por su parte, según se decía, contribuyeron con aerosoles, gases inmovilizadores y dardos tranquilizantes. Buen susto se llevaron los pendencieros que creían que con ser más grandes que ellas iban a poder desobedecerles. Eva Salvatierra, que tenía de ingenio lo que le faltaba de corpulencia, logró con esos aparatos crear una fuerza pública eficaz. (No le había fallado sino hasta el atentado, pero como dice el refrán, al mejor mono se le cae el banano). Instalado en las aceras de las diferentes dependencias ministeriales, con su carrito de raspado, José de la Aritmética vio a los hombres llorar al despedirse de sus oficinas, sus secretarias y los vehículos del Estado que tan acostumbrados estaban a considerar suyos y usar para sus paseos domingueros. Mientras por una puerta salían los hombres, por la otra, en cada edificio público, entraban las mujeres que se ofrecieron para sustituirlos. Eran muchas, según se enteró él, las que a pesar de los títulos universitarios que tenían, apenas habían trabajado un año o dos antes de casarse. Apenas parían e incluso antes, los maridos las recluían en las casas. Era como vergonzoso para la mentalidad de ellos que la mujer trabajara. No era su caso. Para él, Mercedes era su socia. Si ella no hacía los siropes del raspado, él no tenía nada que vender más que hielo. Pero claro, no era lo mismo trabajar los dos en la casa que, de pronto, verse sin mujer que lavara, cocinara y planchara, todas esas cosas que la Presidenta insinuó que tendrían que hacer los varones y a las que ella llamó «responsabilidades familiares». Nadie se engañó. Los hombres no eran ningunos dundos, aunque estuvieran adundados por la falta de la tesoterrona. Por seis meses, nada menos, ellos tendrían las responsabilidades de ellas, según lo dispuesto por la Presidenta en una decisión inapelable. Buen negocio hizo él en esos días porque ciudadanos y ciudadanas de oficios varios que laboraban en las cercanías de cada ministerio u oficina pública se aglomeraron en las aceras a presenciar aquel trasiego de puestos y a comer sus raspados. Él los oía hablar. No se ponían de acuerdo más que en el pasmo ante aquella extraña disposición, un experimento totalmente nuevo en la historia del país que, por su misma audacia, les paralizaba el entendimiento. Quiero que me den al menos el beneficio de la duda, pidió la Presidenta. El país había sido víctima de la catástrofe de una ristra de gobiernos corruptos e ineptos, explicó en la comparecencia donde anunció las medidas extraordinarias de su flamante gobierno; por lo mismo ella, con la venia que los votos de la mayoría le dispensaban, se veía en la obligación de agarrar fuerte el timón y poner manos a la obra de inmediato para enderezar el rumbo de aquella nación que navegaba como barco a la deriva. La Presidenta había sido muy gráfica explicando con metáforas deportivas por qué iban a descansar de los hombres por una temporada. Dijo que era como cuando en el béisbol había jugadores que se quedaban en el dog out. Las mujeres necesitaban que los hombres se quedaran en él temporalmente, porque aquel partido lo tenían que pichar, batear, cachar y correr las mujeres. El país por esos días se vio invadido por una batería descomunal de periodistas extranjeros que con sus flashes y equipos corrían de aquí para allá fotografiando a los servidores públicos al salir de sus oficinas cargados con las fotos de los hijos y las esposas, las bolas de béisbol firmadas por sus peloteros favoritos, los calendarios, las gorras, las tazas de café y cuanta parafernalia personal contenían sus recién desalojados escritorios. Ninguno de los periodistas fue mejor testigo del cambio que José de la Aritmética. Sonando su campana o cepillando el hielo, escuchó comentarios que iban desde el «Qué le vamos a hacer, hermano, a lo mejor ellas tienen razón y nos caen bien estas vacaciones», hasta los que se las daban de importantes diciendo con rabia: «Quiero verlas solitas, no les doy ni una semana» o los que exclamaban: «Es lo que le faltaba a este país, que nos volviéramos locos. Solo eso nos faltaba, pasar de la corrupción a la locura». A José de la Aritmética el espectáculo le recordó viejas imágenes de guerras y catástrofes. Pero bien claro estuvo de que estos nuevos desempleados se iban a su casa con sueldo y promesas de otro trabajo en pocos meses. No tenían tanto de qué quejarse. A fin de cuentas, qué más querían que estar todo el día en sus casas, con sus hijos, en shorts y chinelas de hule. Las gafas de sol Viviana las reconoció sobre la repisa y se le hizo un nudo en la garganta. Eran sencillas y baratas, pero le habían servido tanto tiempo que aún recordaba la búsqueda desesperada y al final infructuosa que emprendió al percatarse de que las había perdido. Removió cielo y tierra, es decir, casa, coche y oficina, y realizó un peregrinaje desesperado por todos los sitios por donde había andado en los días previos: «¿No han encontrado unas gafas de sol?» y siempre le contestaban que sí, era lo peor. Parecía que las gafas de sol eran omnipresentes entre los objetos perdidos. Llegaban los empleados, las camareras, con dos o tres pares de gafas, pero no eran las suyas. Asombroso cuánto se podía evocar al mirar ciertas cosas. Sucedía lo que con los perfumes o el olor de las galletas de jengibre que no más percibirlo la trasladaba a su infancia, a la casa de Marisa, la amiga de su mamá con quien ella se quedaba cuando Consuelo se iba de viaje. La casa era grande y oscura y en las tardes se llenaba de neblina. Marisa era buena pero tan pulcra que ella siempre sentía que ensuciaba y que debía andar de puntillas para no molestar. Por eso lo que más le alegraba era salir con la empleada a la venta, una venta rústica donde las galletas de jengibre, redondas, oscuras y esponjosas, se guardaban en anchos recipientes de vidrio con tapa. Compraba dos o tres y se las comía escondida en el baño para no dejar migas en el cuarto. Las gafas oscuras eran como las galletas de jengibre, solo que el tiempo al que la acercaban era a sus últimos meses con Sebastián. Con él las había comprado en una farmacia en la calle Lexington, cerca del hotel donde se quedaron cuando él la llevó a conocer Nueva York. Las gafas fueron para ella por mucho tiempo una suerte de amuleto que él le dejara, protección contra las lágrimas, contra el sol vertical y quemante. Extendió la mano para tocarlas y se quedó con los dedos en el aire. ¿Se atrevía a volver a ver a Sebastián? Había muerto hacía diez años, un tres de febrero, en un accidente automovilístico. Se estrelló contra un camión destartalado y sin luces aparcado en la carretera. La muerte fue instantánea. No la dejaron ni ver el cadáver. Solo las manos le besó antes de que lo cremaran como él había dispuesto. Siguió mirando las gafas. Su mano se movió rápida. No tendría miedo. Sebastián le acariciaba la nuca cariñosamente, le ponía las gafas. La miraba para decirle lo bien que le sentaban. Sentir sus dedos le produjo un escalofrío sensual que la recorrió de pies a cabeza. Se volvió de reojo para verlo: un hombre alto, delgado, muy blanco, los ojos marrones, enormes, y la boca larga y fina. Se parecía al Principito. Ella siempre se lo decía, un Principito crecido en la tierra, que la cuidaba a ella de que no se la comieran las ovejas, cubriéndola con cúpulas de cristal como el del cuento a su rosa. Ella había paseado contenta en Nueva York, en las calles de barrios chinos, italianos, comprando tonterías para Celeste y ropa que ponerse. A él le gustaba que ella ostentara sus pechos. Mis volcancitos, les decía. Sabía que no dejaban de incomodarla e insistía en que los luciera y disfrutara. Mira cómo me envidian, reía cuando alguien la quedaba viendo. La desinhibió tanto que luego a Viviana le costaba contenerse de usar ropa sexy y de que no se le pasara la mano en enseñar las carnes. Pero Sebastián era su principal instigador. Gozaba sus curvas y se inclinaba ante ellas como si fueran producto de una arquitectura anterior a todas las arquitecturas. Le describía en detalle por qué amaba cada pliegue de su sexo, cada curva de sus nalgas, cada doblez de sus orejas. Ella había tenido otros hombres antes de conocerlo, pero fue él quien le descubrió los intrincados pasadizos de su cuerpo. Sobre ella se convertía en colibrí, en delicado perrito faldero, en delfín. Sus manos de dedos largos, su boca, la recorrían cada vez como si quisiese aprendérsela de memoria, grabarla en sus papilas y en sus huellas digitales. Dudaba de que existiera en el mundo una capacidad de ternura semejante a la de él, con una intuición casi femenina para saber que un cuerpo de mujer no responde ni se abre ante la rudeza, que mientras más suave la caricia más desmedida será después la pasión de la potranca que cabalgará. Cuánto lo extrañaba, pensó, mientras se veía en el recuerdo caminando a su lado aquel día de primavera en Nueva York. En la calle apretujada de transeúntes, Sebastián la guiaba por el cauce humano haciendo presión sobre su brazo para este o aquel lado, como si operara el timón de un barco. Ella se dejaba llevar, divertida, aceptando el desafío de abrirse paso en medio de la multitud sin separarse de él. En el semáforo se apretujaba la gente para cruzar: asiáticos, blancos, morenos, negros, indios, gente de todas las razas. Cómo sobrevivían allí, mezclados, era un misterio para ella. Se preguntaba si serían felices tan lejos de sus orígenes, de sus culturas, todos apretados y ocupados como estaban. Entraron a tomar café a un parador en la esquina con un rótulo en italiano. La gente tomaba café de pie, sobre unas mesas altas, redondas. Lo tomaban rápido y salían. Se oía el tintineo incansable de las tazas, los baristas anotando las órdenes: con leche, solo, con leche descremada, venti, half cafhalf decaf, moca. Sebastián era fanático del café. Hablaba inglés sin acento porque su padre era británico y la familia había vivido en Los Ángeles. Viviana se sorprendía al verlo en Estados Unidos como pez en el agua. ¿Compramos unos sándwiches y nos vamos al parque a hacer un pícnic?, le preguntó. Y ella dijo que sí, que claro. Las calles hiperpobladas habían terminado por darle claustrofobia. Quería ver verde, no oír más el sonido de los coches, los cláxones. Cruzaron a la sexta avenida y bajaron hacia Central Park. Entraron al parque siguiendo el sendero pavimentado. Otro mundo aquel, los árboles, las rocas, los espacios para juegos, los neoyorkinos corriendo con sus audífonos y sus atuendos de colorines, la gente paseando a sus perros. Con solo cambiar de acera uno se adentraba en una ciudad de ardillas y pájaros y gente animada por otra especie de tiempo, un tiempo discreto y bien educado que se negaba a empujar y era más bien indulgente y cómplice. Sebastián la encaminó por un sendero que pasaba al lado del lago hasta llegar al Sheep’s Meadow, una enorme extensión verde desde la que se divisaba el Hotel Plaza. Por aquí hay otro prado como este que se llama «Strawberry Fields» —dijo Sebastián—. ¿Crees que sea el de la canción de los Beatles? Seguro, contestó ella, no porque supiera sino porque le gustó la idea. Se echaron en la grama bajo un sol que brillaba sin alardes de calor. Era un día de esos livianos, una brisa tersa y jovial recorría de tanto en tanto la hierba salpicada de parejas y niños con pelotas y frisbees. Viviana puso su cabeza sobre la pierna de Sebastián después que comieron los sándwiches de mozarela, hongos y tomate olorosos a orégano y tomaron vino blanco en sendos vasos plásticos transparentes. Sebastián sabía cuánto le gustaba recostarse sobre él. Se quedaba quieta esperando que él le pasara los dedos por el pelo. La cabeza de Viviana era su zona más erótica. A él le bastaba meterle la mano entera bajo el cabello grueso y crespo para que ella respondiera a la caricia con una efusividad que a él siempre le causaba ternura, pero claro, en el parque, allí sobre la hierba, él la acarició casi fraternalmente, pasándole despacio los dedos por la frente y metiéndose lento por los caminos apretados de su cráneo. Me conocía tan bien, pensó, sintiendo la mano de él íntima y sabia moverse leve sobre sus pensamientos. Viviana aspiró y exhaló una bocanada de tristeza. Soltó las gafas. Abrió los ojos. Estaba de pie en el galerón y Sebastián ya nunca más la tocaría. Cuando todavía su muerte era nueva para ella, pensar en él le achicaba el corazón. Sentía que le subía del esternón a la boca. Le daban ganas de vomitar. Si escupo, se me sale, pensaba. Imaginaba el corazón en forma de caja de chocolates cayendo dentro del agua del inodoro. Lo lloró mucho, inconsolable. Sola con Celeste, que a sus seis años era la perfecta y femenina reproducción del padre, fue a repartir sus cenizas: un poco al mar, otro al jardín de la casa de infancia, otro a un río con el que él tenía una relación de tú a tú. En cada lugar, con la niña sentada sobre las piernas, hablaron de recuerdos y anécdotas, de noches y días vividos al lado del hombre que sería parte de ambas para siempre. Celeste dejó de preguntar cuando volvería el papá. Lo aceptó como un ser invisible, un amigo secreto. Había sido un matrimonio feliz. Solo el tiempo, la distancia y el pleno uso de su independencia hicieron que Viviana se percatara de cuánto había cedido como mujer para que esa felicidad fuese posible. Pasó mes y medio en pijamas o sudaderas, con el pelo lleno de nudos y las uñas quebradas, sin que nada, excepto Celeste, le importara. Su madre, que trabajaba coordinando expediciones de la National Geographic y viajaba mucho (cuando logró saber la noticia, al arribar a Montevideo de un crucero por la Antártica, ya él estaba entregado al viento de sus lugares favoritos), regresó y se espantó de ver que la hija no lograba recuperarse del luto. Consuelo era una mujer enérgica, llena de exuberancia y alegría. A los sesenta y pico lucía joven y, si bien su lema era «vive y deja vivir», cuando le tocaba hacer de madre, sabía hacerlo bien. A Viviana la había criado y educado sola, pues del padre no volvió a saber nada apenas le dijo que estaba embarazada. —Ah no, mijita, no se me eche a morir. Vamos a ir haciendo las cosas despacio pero lo que hay que hacer, se hace. Y lo primero es la operación clóset, que me la vas a dejar a mí —esa fue su cantinela desde que se dio cuenta de que todo lo de Sebastián seguía intacto en su lugar—. ¿Y el carro, mamita? Es morboso que tengas ese carro destruido en el garaje. Podés decidir no salir de esta, le dijo, pero entonces encerrate a piedra y lodo, pone el carro en la sala y vestite con la ropa de él. Lo importante es que decidás, que hagas algo. Tenés que decidirte por él que está muerto o por vos que estás viva. No hay término medio. Nosotras no somos mujeres de términos medios. Consuelo se trasladó a la casa de Viviana y se hizo cargo de los seguros y los papeleos con que se borra el vestigio de quien ya no puede ni suscribirse a revistas ni pagar cuentas. Ella también se encargó de convencer a Viviana de que cumpliera su sueño de ser periodista, la profesión para la que se preparó y que solo llegó a ejercer pocos meses antes del nacimiento de Celeste. Racionalmente, ella sabía que su madre tenía razón, pero con cada trapo y zapato de Sebastián del que se despojó, y especialmente cuando se llevaron el coche al depósito de chatarra (de alguna manera torcida y supersticiosa, ella sentía que en ese amasijo de metal estaba impregnado su último grito, lo que quizás él dijera o pensara en la soledad de su muerte), ella sintió que cercenaba las evidencias tangibles de su existencia y que, al hacerlo, dejaba de ser esa que había sido con él, y renunciaba al amorrefugio-cúpula de cristal donde por tantos años estuvo segura y tibia. Pero así de dura y definitiva era la muerte, y lo mismo podía decirse de la vida. Ella siguió respirando, levantándose cada mañana, acumulando tiempo, días que la separaban de lo que había sido. Y al fin salió de su casa. Se maquilló, se arregló, se vistió. Más delgada pero guapa, a pesar de la pesadumbre interior, fue a la entrevista de trabajo, hizo la prueba ante las cámaras en el canal de televisión y obtuvo el puesto de presentadora de las noticias de la mañana. El reloj despertador ¿Qué secuencia era aquella?, se preguntó Viviana. Justo al lado de las gafas de sol se topó con el viejo reloj despertador de su época de trabajo en la televisión. Cuadrado, negro, con la cara blanca y los números grandes, las manecillas rojas, marcaba las cuatro de la tarde. ¿Sería la hora correcta? Lo tomó para llevárselo al oído y cerciorarse de que funcionaba, pero apenas alcanzó a preguntarse si ya habría pasado un día en el galerón porque de nuevo la vorágine de los recuerdos siempre presentes la trasladó a otro tiempo: las cinco de la mañana. A esa hora entraba al trabajo. Odiaba levantarse de madrugada. Leer las noticias con cara de buenos días era un esfuerzo solo comparable a las desveladas de su maternidad. La mujer es un animal de costumbres; me acostumbraré, se decía, al apagar el agudo sonido del reloj inmisericorde. El sol aún no alumbraba cuando dejaba la casa tras darle un beso en la frente a Celeste, su bella durmiente. A medida que se adentraba en la ciudad asistía al despertar del día, los cielos que se aclaraban, los repartidores de pan llevando grandes canastas al frente de sus bicicletas, los camiones dejando leche en las pulperías con las dueñas recién bañadas colgando vituallas de las puertas. La ciudad era pobre, pero colorida, con casas antiguas, coloniales, de techos de tejas y pequeños jardines, al lado de barrios pobres de casas hechas de ripios, latas, hojas de zinc traslapadas en vez de paredes. Lo más triste y lo que borraba el contraste entre barrios ricos y barrios pobres era, sin embargo, la basura: papeles, bolsas plásticas, envoltorios de cualquier cosa flotaban sobre las cunetas, las aceras, afeándolo todo. Hacía un esfuerzo para no mirarla. Levantaba la vista para ver el gran volcán Mitre pálido y azul en la alborada, las nubes, pero no podía evitar preguntarse cómo era que ese estado de cosas —la miseria, la basura— existía sin nadie que lo enmendara. Al llegar a la estación de televisión, cerraba los ojos y soñaba con arreglar el país mientras la maquillista le echaba polvos y le realzaba los ojos, los labios, el pelo y le borraba las ojeras. De leer las noticias en la mañana, pasó a leerlas en el noticiero principal de la noche y, ya con más confianza en lo que hacía, empezó a intervenir en la redacción de las notas y a sugerir historias. Faguas era un país descalabrado donde la realidad constantemente desafiaba la imaginación. La nota roja se había puesto de moda. Abundaban las historias de pandillas y narcotraficantes, a la par de trifulcas domésticas y abusos a menores. Las niñas de diez años que el padrastro embarazaba eran tan frecuentes como los robos y desfalcos al Estado de parte de funcionarios públicos que, en vez de ser despedidos, eran trasladados de una a otra dependencia. Ese partido es como la Iglesia, le decía su jefe, a los curas pedófilos no los echan, los trasladan para que hagan sus fechorías en otra parte. Viviana tenía la ventaja de una memoria de elefante. No le costó nada identificar y conocer quién era quién en aquel gobierno desgobernado, cuyo presidente jamás daba la cara a los periodistas ni se sometía a las preguntas incómodas de una rueda de prensa. Cuando quería decir algo se echaba un largo discurso y despotricaba desde las alturas de una tarima. El gobierno daba asco por mafioso y mentiroso, pero en el país la vacuna contra el asco era la risa, el cinismo y la ironía. No había nada que les gustara más a los jefes de noticias que las historias y reportajes divertidos. Uno de estos aterrizó por casualidad en la vida de Viviana. —No sabe usted lo que vi en la casa de un magistrado, doña Viviana — le dijo Julio—; usted debería sacarlo en la televisión. Julio era el jardinero meticuloso que llegaba cada mes a atender su jardín. Trabajaba el resto del tiempo en otras casas y llevaba y traía chismes. —¿Qué viste? —No me va a creer, pero tiene un pingüino, un pingüino de verdad, no le miento. Así como otra gente tiene peceras, él lo que tiene es un cuarto con hielo con una gran puerta de vidrio por la que se ve el pingüino caminando todo afeminado, como caminan esos animales. —¿Estás seguro, Julio? —preguntó atónita. —Se lo juro. Lo vi con estos ojos que se va a comer la tierra. Viviana había escuchado rumores sobre las excentricidades del Magistrado. Era relativamente fácil en Faguas corroborar sospechas, sobre todo cuando se trataba de algo así, un asunto que, por desmesurado, tendrían que conocer otras personas. Costaba creerlo, pero en Latinoamérica cosas así eran el pan de cada día. Se propuso averiguar la verdad. Recurrió a una amiga de su club de libros, Ifigenia. —Ifi, necesito un favor. ¿Sabes quién se encarga de instalar cuartos fríos en Faguas? Ifi era un genio organizativo. Manejaba un negocio de exportación de carne y camarones. Estaba conectada con líneas aéreas, compañías de barcos, de transporte de carga terrestre. Le dio nombres y se ofreció a ayudarle. —Nada es secreto en este país —le dijo tras una semana—. Es cierto que le instalaron un cuarto frío al magistrado Jiménez en su casa. Lo del pingüino es cierto también. Lo introdujeron al país como perro desde Chile. Aparentemente el señor este tiene una «amiga» muy rica en Chile. El «perro» viajó como pachá en lan. Lo mejor Vivi: es un regalo de amor: ella le dice «Pingüino» a él. El siguiente paso de Viviana fue