Personajes: Silvia y Dora - Past Play C Piñeiro Árbol Verde
Document Details
Uploaded by BeautifulNewOrleans
Tags
Summary
This document presents the characters and setting for a play by C. Piñeiro. It describes two rooms, one belonging to Silvia and one to Dora, highlighting details about their interior and the apparent disharmony between the rooms.
Full Transcript
Personajes Silvia: la hija Dora: la madre Espacio: Cuarto de Silvia, que ella usa también de escritorio: una mesa, una lámpara, libros, papeles, carpetas, una computadora encendida. Desorden, el desorden de alguien que trabaja con obsesión y desborde. Un equipo de música portátil. Es el cuarto de...
Personajes Silvia: la hija Dora: la madre Espacio: Cuarto de Silvia, que ella usa también de escritorio: una mesa, una lámpara, libros, papeles, carpetas, una computadora encendida. Desorden, el desorden de alguien que trabaja con obsesión y desborde. Un equipo de música portátil. Es el cuarto de un adulto, que podría tener su propia vivienda pero sigue viviendo con su madre. Cuarto de Dora: una habitación con una cama chica, en el espacio ganado a la cama matrimonial que ya no está hay un sillón y un televisor grande con video. En algún costado un biombo. El cuarto está obsesivamente ordenado. Cada cosa en su lugar, casi alineada. A un costado del cuarto está la cocina. División entre el cuarto de Dora y el de Silvia: entre el cuarto de Dora y el de Silvia hay una pared imaginaria, podría estar insinuada por un velo, una tela semitransparente a la que las dos pueden acercarse pero no traspasar, o simplemente ser una división que no vemos sino a través de la acciones de los personajes. Nota: Antes de que empiece la acción se oye todo el tiempo un viento intenso de desierto, y cada tanto la melodía inconclusa de un duduk, como si quien lo ejecutara empezara un acorde y se interrumpiera. Ambos sonidos, viento y duduk, se detienen cuando empieza el primer cuadro. 1. Palabras Noche cerrada. El cuarto de Silvia iluminado y el de Dora a oscuras. Silvia dormita apoyada en una mano y con el mate en la otra, el sueño la encontró en medio de su tarea. Sobre el escritorio hay una caja de bombones abierta. Envoltorios arrugados de bombones ya comidos dentro y fuera de la caja. En algún rincón ganado al trabajo, hay una bandeja con un termo. Silvia cabecea y se despierta, se sobresalta, se frota la cara y se empieza a mover para recuperarse. Se levanta y va al equipo de música, busca un CD y lo pone. Suena música folklórica popular armenia (podría ser el Tamzara o el Kanaker), algo moderado pero alegre, algo que invite al cuerpo a moverse levemente. Silvia vuelve al escritorio e intenta retomar el trabajo. Es evidente que el manejo de la computadora no es su fuerte. Primero para vencer al sueño y luego como algo que le sale naturalmente, su cuerpo se mueve al compás de la música que suena. La danza le luce más genuina que el tipeo sobre el teclado. Cada tanto juega con su pelo largo y enrulado. Se lo levanta en un rodete, se lo suelta. El pelo danza con el resto de su cuerpo. Lo vuelve a atar usando una lapicera como pinche. Trabaja al ritmo de la música. Se sirve un mate y lo toma. Dora acostada en su cuarto, en penumbras, no logra dormir. Dora enciende la luz. DORA: Silvia, ¿podés apagar esa música y dormir de una vez? SILVIA: ¿Qué decís, mamá? DORA: Que si podés apagar esa música y dormir… Silvia obedece, se levanta y apaga la música. SILVIA: Apagar la música sí, dormir no… Vuelve a su lugar, deja el mate y come otro bombón. SILVIA: Si sabés que tengo que trabajar toda la noche, mamá. Mañana… Dora apaga la luz y se cubre con la frazada. Silvia se interrumpe un instante y luego sigue. Como al principio, sólo queda encendido en el cuarto de Dora un velador muy tenue, o una luz de noche, casi como la luz de una vela. Silvia se da cuenta de que su madre no quiere que le cuente de mañana, pero lo niega y sigue hablando como si ella pudiera escucharla. SILVIA: … mañana presento mi demanda. Todavía me falta corregirla, imprimirla… ¿Querés que te lleve un mate? (Espera la respuesta que no llega.) Cualquier cosa pedime… Cuando trabajo de noche yo sin el mate… Para no comer… me da ansiedad trabajar de noche. ¿Te acordás en la facultad? Por cada final engordaba dos o tres kilos… Después los bajaba fácil. Pero esas eran otras épocas, ahora los kilos se me instalan… Termina su mate y agarra otro bombón. SILVIA: Y para colmo me regalaron bombones. ¿Querés uno, mamá? (Pausa.) ¿Sabés quién? Lila Karkarian. ¿Te acordás de Lila, no? La sobrina de Koar. Me quiere ver gorda Lila Karkaian. ¿Te conté que le estoy haciendo el divorcio? Me ama, le estamos dando vuelta los bolsillos al marido. Me ama pero me quiere ver gorda, esas contradicciones que tenemos las mujeres. Sobre todo las armenias, ¿no?… Para colmo la nueva mujer del marido, o ex marido mejor dicho, se llama Silvia como yo… y por momentos a Lila se le mezcla todo y arma unos líos muy intensos… Después me termina regalando bombones… ¿Seguro no querés?… Silvia toma la caja, mira hacia el cuarto de su madre. Duda. Parecería que va a ir para allá a ofrecerle bombones pero se arrepiente y se termina comiendo el bombón. SILVIA: El último… A primera hora la presento, mamá, si me quedo dormida despertame a las siete. Siete y media mejor. Si no, voy a ser una zombi. Le dan entrada y va a sorteo para que le asignen juzgado, ¿sabés? ¡Cruzá los dedos que no me toque con el juez Martínez Ginot, mamá! Para mí es mufa Martínez Ginot. Yo ya me colgué un San Expedito de la tira del corpiño… (Busca la medallita debajo de su ropa, la tira hacia afuera y le da un beso.) Después para que pase algo concreto va a haber que esperar… Eso sabés… y tener paciencia… justo yo que me mata la ansiedad… (Come otro bombón.) Derecho a la verdad, demando… nada más… que nadie confunda gato por liebre… capaz nuestros paisanos creen que enloquecí y quiero recuperar el monte Ararat… Vos los conocés… Sólo la verdad. Sólo eso… y que todos llamen a lo que pasó por su nombre: genocidio. Escuchá, te leo… (lee de la pantalla): Por todo lo expuesto a V. E., “ve e” es vuestra excelencia… solicito que haciendo lugar a la presente demanda por derecho a la verdad, a fin de conocer cuál fue el destino de mis familiares y del pueblo que integraban, así como para conocer el lugar donde yacen sus restos… (se traba pero enseguida retoma) donde yacen sus restos y realizar el duelo de acuerdo a mis creencias, oportunamente se proceda a… y ahí pido todo lo que hay que pedir, ¿no?, apertura de los archivos, informes, etc., etc… Sirve un mate y se acerca con él al lugar que separa su cuarto del de su madre. Se queda en ese lugar, parada frente a esa pared imaginaria. SILVIA: Un mate, mamá, dale… Se queda con el mate extendido y como su madre no viene ni ella puede pasar del otro lado se lo termina tomando algo incómoda. SILVIA: ¿Qué somos, mamá? ¿Armenios argentinos, o argentinos armenios? ¿Vos cómo decís? Para la diáspora somos armenios nacidos en Buenos Aires… y en los documentos somos argentinos. Pero yo no digo eso, yo digo de verdad, sin papeles ni diáspora de por medio, ¿qué somos?… Me gustaría que hubiera una palabra que nos nombrara. Una sola. Pero no hay. No se nos puede nombrar con una sola palabra. Argentinos con memoria armenia… yo me llamaría así, pero eso me lleva (cuenta en el aire) cuatro palabras: “argentina con memoria armenia”… Tendríamos que inventar esa palabra, la que nos nombre. A vos, a mí. Y a Anush. En cuanto Silvia nombra a Anush, Dora apaga el único velador que quedaba encendido y se tapa aún más con la frazada. Silvia espera un instante, aunque sabe que su madre no hará nada, sólo aguarda para no resignar también la esperanza de que algo cambie. Pero nada cambia y vuelve a su escritorio a seguir trabajando. Silvia mira hacia donde duerme su mamá, luego se sienta y retoma el trabajo. Madre e hija en penumbras. Silvia tararea por lo bajo la canción que antes escuchara y que su madre le hizo apagar. Largo tarareo y luego pausa. Dora enciende la luz de su cuarto. Silvia queda en penumbras, trabajando en la computadora, en silencio. Dora se levanta fastidiada, se pone una bata. DORA: No hay caso, cuando no hay caso, no hay caso… También vos… Apago la luz y seguís. Me tapo con la frazada y seguís. Te encaprichás en hablarme, Silvia… ¡Si sabés lo que me cuesta dormir! ¿O no sabés? Me dicen que hoy por hoy le pasa a mucha gente. Trastornos del sueño me dicen. Bah… ¿qué saben? No saben nada. Nadie sabe nada de nada… Vos tampoco… Va a la cocina y se prepara leche tibia para beber. DORA: Sabés por qué te lo digo… Por los turcos, claro que por los turcos… porque si creés que vas a conseguir algo de ellos… olvidate, Silvia. Si es por eso dormí y dejá dormir. No vas a conseguir nada, ni de los turcos ni de nadie. ¿O te creés que algún juez te va a dar bolilla con esa locura tuya? Pará a tres tipos por la calle y preguntales qué genocidio conocen. Vas a ver que los tres responden lo mismo: “el judío”. ¿Quién se acuerda hoy de los armenios? Hitler lo dijo, no yo. Cuando le preguntaron qué iba a decir el mundo al enterarse de lo que les estaba haciendo a los judíos. En Jrimian te lo enseñaron seguro, a mí me lo enseñaron en la primaria, así que en Jrimian seguro que te lo dijeron… Y si no en la secundaria… “¿Quién se acuerda hoy de los armenios?”, contestó Hitler. El mundo se enteró de lo que les estaba haciendo a los judíos, tarde pero se enteró. Pero de lo que los turcos nos hicieron a nosotros… Tenía razón… nadie. Nadie se dio por enterado. ¿Cuántos años pasaron ya? Noventa, noventa y pico… ¿Y vos creés que los vas a enterar ahora presentando papeles en la justicia argentina? ¡Justo! A buen puerto vas por leña… Por mí hacé lo que quieras, perdé tu tiempo, tu dinero, tu energía, ¡pero no me despiertes!… Solamente te pido eso, que no me despiertes. Se sienta en el sillón y bebe la leche. DORA: Vos no sabés nada, Silvia. Para el mundo hubo sólo un holocausto, y no fue el nuestro. ¿A quién conoce el mundo, a Spielberg o a Atom Egoyan? Pará a tres tipos por la calle y preguntales a cuál de los dos conocen… Paralos y preguntales si vieron La lista de Schindler o Ararat… Y vos los vas a enterar, seguro que sí… Válgame Dios, Silvia. ¿No te contó el tío Agop lo de Bush? ¿Nunca lo escuchaste hablar de los misiles que tiene plantados en Turquía? Lo tenés que haber escuchado. Yo cuando habla el tío Agop te juro que me cansa. ¿A quién no cansa el tío Agop con la política? Y no le entiendo ni la mitad. Llega un momento que dejo la cara pero no lo escucho. Así que no entendí si los misiles apuntan para Irán, para Irak o para Afganistán. Eso no entendí. Pero sí entendí que Bush los instaló en Turquía. Y vos como armenia eso lo tendrías que saber también. ¿Quién te creés que maneja el mundo, Silvia? ¡No le importan los que se mueren ahora, le van a importar los que se murieron en 1915! No sabés nada, hija. Mucha facultad, mucho libro de abogacía, pero tenés que mirar más el noticiero de las ocho… Los médicos tampoco saben nada. ¿Qué van a saber? Empecé tomando una pastilla, al tiempo pasé a dos pastillas, después a tres. “¿Usted se quiere matar, señora?”, me preguntó el doctor Der Batikian el día que lo llamó papá porque no me podía despertar. Y yo le contesté: “¡Chocolate por la noticia, doctor!”. Se quedó mirando sorprendido… como si no supiera… ¡Qué tarado, como si no supiera! Deja el vaso a un costado y se acaricia las manos. DORA: Y para colmo que me cuesta dormir, vos que me hablás, y me hablás, y me seguís hablando. Ta que lo tiró… Yo ya no le peleo más al sueño, eso sí que no. No doy más vueltas en la cama, a un lado y al otro para nada. Eso no lo hago más, después es peor. Si no puedo dormir, me levanto y listo. Total siempre hay algo que hacer. Un dobladillo, una torta, lustrar plata, lo que sea… Dora mira a su alrededor como buscando ese “algo” que hacer. Finalmente se decide. DORA: ¿No querés ver la película de cuando fuimos a Armenia con los tíos? Dale, dejá eso un rato y vení conmigo a verla… ¿Venís? Busca la película. DORA: Dónde es que la puse… (Busca en la cómoda.) … Si yo siempre la dejo a mano… ¿Vos de casualidad no te llevaste la película del viaje a Armenia, Silvia? Dora espera la respuesta de su hija, que no llega. Silvia sigue trabajando sin atender el pedido de su madre. DORA: Silvia… ¿Sabés dónde puede estar la película de Armenia, vos? Dora se cansa de que su hija no conteste y sigue buscando. Sobre Silvia la luz se intensifica. Silvia tipea y lee: SILVIA: Vengo a promover estas acciones en ejercicio de las facultades que me concede el derecho a la verdad… ¿“derecho a la verdad” lo tendría que poner todo con mayúsculas, no te parece? (Corrige en la computadora.) … Ahí está… DERECHO A LA VERDAD a fin de esclarecer los hechos acaecidos, tipificantes del referido delito de lesa humanidad… o sea el genocidio de 1915… mediante las pertinentes investigaciones e informaciones que se requieran practicar y obtener al efecto. ¿Te aburro, mamá?… El derecho a la verdad… es el derecho a obtener respuestas del Estado. Todo individuo puede exigirle al Estado que lo informe acerca de aquello que le corresponde saber. El derecho a la verdad es, por ello, un elemento del derecho a la justicia. Se sirve otro mate. Duda. Mira lo tipeado. SILVIA: Verdad y justicia, ¿significarán lo mismo para todos? No me refiero al significado del diccionario… me refiero… No sé… de chica cuando veía algo, un árbol verde, por ejemplo, lo veía y te decía: “Uh, mamá mirá un árbol verde”, y vos me contestabas: “Sí, un árbol verde”, pero yo no me quedaba tranquila… porque no sabía si veías lo mismo que yo. Y no importaba que dijeras “árbol verde”, porque las palabras eran las mismas, pero yo no podía asegurar que lo que vos veías y lo que yo veía eran una misma cosa. No podía saber si tu verde y mi verde eran el mismo color. Ni siquiera si tu árbol y mi árbol se parecían. ¿Me entendés? Es raro lo que digo… pero desde chica me pasa… Temor de que las palabras nombren cosas diferentes y nosotros creamos que estamos hablando de lo mismo… Silvia mira hacia el cuarto de su madre. Se levanta y se acerca a la pared imaginaria. Dora encuentra la película en una caja cualquiera dentro de su placard. DORA: Acá está… ¿cómo fue a parar acá esta cosa? SILVIA: Verdad y justicia, ¿serán para todos el mismo árbol verde? ¿La verdad de un turco y la mía podrán algún día ser el mismo árbol? ¿Y la mía y la tuya, mamá? ¿Y la de Anush? Dora, de espaldas a su hija, se queda cuando Silvia nombra a Anush, pero controla cualquier reacción y se aboca a intentar colocar la película en la casetera, algo que no le resulta de lo más fácil. SILVIA: ¿Cuál sería la verdad de Anush casi treinta años después?… Dora, de espaldas a Silvia con evidente intención de que así sea, lucha con los controles remotos sin terminar de entender cuál es el de la televisión y cuál el de la casetera. DORA: Yo esto no lo voy a terminar de entender nunca… La televisión se enciende y aparece finalmente la película de Armenia. La película está avanzada y Dora tiene que rebobinar. La película en rewind. DORA: Ahora, sí… ¿No vas a venir, Silvia? Mirá que la rebobino una sola vez… Armenia… me parece mentira que hayamos viajado a Armenia. Bah, a Turquía viajamos. ¡Qué viaje tremendo, mi Dios, no terminaba más! Buenos Aires-Moscú, Moscú-Estambul. ¡Y en una aerolínea turca Moscú-Estambul, que no es un dato menor! Nos habían dicho que fuéramos vía Londres, o París, pero papá eligió vía Moscú… de contra y zurdo que era nomás. Pudiendo elegir entre Moscú y Londres, ¿qué iba a elegir tu papá, decime?… Qué iba a elegir… Ir a Armenia es complicado, pero hacerlo vía Moscú es atravesado… casi épico es… Lo lógico sería viajar a Ereván y de ahí pasar a Turquía por tierra… pero las fronteras están cerradas… Cómo no van a estar cerradas las fronteras… Silvia se acerca aún más al lugar que la separa de su madre, pero no lo atraviesa. SILVIA: ¿De qué tenés miedo, mamá? ¿De llorarla? Si igual la llorás todas las noches… No hace falta nombrar para llorar a una hija muerta. Pausa. Mira a su madre, duda. SILVIA: ¿Nadie puede decir su nombre delante tuyo porque te duele o porque Anush te pertenece? Es eso, ¿no? No la querés compartir con los demás. Ni su nombre ni su ausencia… Yo sí la nombro, mamá, para que no se convierta en un fantasma. Tu silencio la condena a lo mismo que la condenaron ellos… Anush no puede desaparecer… Mañana Anush cumpliría años… aunque apagues la luz, aunque te tapes con la frazada y pongas por enésima vez esa película… Sabés mejor que nadie que mañana Anush cumpliría 48 años… Y no tengo tumba donde llevarle flores. Esta demanda es mi regalo de cumpleaños para ella, mamá. Estos papeles son las flores, y los tribunales, su tumba. Aunque hablen de otro genocidio, aunque no esté pidiendo saber dónde está su cuerpo sino los que desaparecieron en aquel desierto. Aunque no pida castigo para los que se la llevaron a ella. Pido justicia por otro crimen. ¿Pero acaso no es todo lo mismo? ¿No es todo un mismo desierto, mamá? Armenios argentinos, argentinos armenios. ¿Acaso la Metzma no gritaba “Turkere egan” cuando se la llevaron a Anush al Pozo de Banfield? Turkere egan, volvieron los turcos. La Metzma gritaba “volvieron los turcos” porque sabía que el Deir ez-Zor o Banfield son un mismo desierto. La película llega al inicio. Dora se sienta en el sillón y se dispone a verla. Silvia vuelve a su computadora a trabajar. La luz baja sobre las dos, Dora queda iluminada por la pantalla del televisor y Silvia por la de la computadora. Sonido de viento y acordes de duduk. Pausa. 2. Palabras + volver Se ilumina Dora mirando la película del viaje a Armenia. Silvia enfrascada otra vez en su trabajo, en penumbras. Cada tanto Dora señala en el aire sobre las imágenes que aparecen en el televisor. DORA: Cerca de Banfield… En Valentín Alsina vivíamos nosotras. Digo nosotras, porque tu papá ya no estaba. Aunque la nuestra fue siempre una casa de mujeres, aun cuando papá vivía. Porque estaba la Metzma, y ésta era definitivamente una casa de mujeres. Después yo viuda, vos soltera. (Pausa.) Fuimos a Ezeiza en remís, y de ahí vuelo Buenos Aires-Moscú, Moscú-Estambul, y por carretera Estambul-Tomarza. Así de complicado es volver. Bah, volver, una manera de decir… ¿porque quién volvía? El tío Agop, si todos los demás habíamos nacido acá. Volver a las raíces, al lugar donde nacieron mi mamá, mi papá, los hermanos que nunca conocí. Alquilamos una camioneta con chofer, un turco que nos traducía al español. Ahí está la camioneta, ¿ves?… Como una de esas combis escolares que andan por acá… Un viaje interminable. Interminable… Ese es el pueblo de mamá. Tomarza. ¿La verdad?… Son todos iguales. ¿O no, Silvia, que son todos iguales? La tierra que se te pega en todas partes. Te entra por los agujeros de la nariz, por las orejas, te seca la boca. Me acuerdo y me da sed. Traeme un mate cuando puedas… Del otro lado Silvia acusa el pedido. Ceba un mate y se acerca, pero se detiene antes de llegar. DORA: Ahí está el tío Agop, Garabed y la tía Sose… ¡Qué apretados íbamos en esa camioneta! Ah, y Jorgito… Es un caso tu primo Jorgito… Mirá ahí estamos caminando por la calle principal de Tomarza. Todavía me parece mentira haberle cumplido a mamá. Me habló bajito, al oído, ya casi no tenía fuerza. Pocos días antes de morir. En armenio me habló. ¡Cómo se hacía la boba, la Metzma! Si sabía castellano… Me dijo: “Dora, prometeme que un día vas a ir a mi casa, la que me sacaron los turcos, y me vas a traer piedras de mi patio”. “Prometeme”, me dijo. Y yo que no, que yo ya no prometía más… Ella sabía que yo no prometo más… Se enojó, que cómo no iba a hacer eso por ella, que era una vieja, que la tenía que dejar irse en paz… Yo le dije que se quedara tranquila, que a su casa iba a ir y que las piedras se las iba a traer… Pero ella, que no eran las piedras, que para que se fuera tranquila lo que tenía que hacer era prometer… Insistía, insistía… Como le gustaba meter el dedo en la llaga… Le dije: “No me lastimes más”… “Quiero que puedas volver a prometer porque esto lo vas a poder cumplir. Esto, sí, Dora.” Pero yo no prometí… no lo hice… Ya no… Ni para que mamá se fuera tranquila… no prometo más… Pausa. Dora se mira las manos y se las acaricia con detenimiento. Silvia vuelve a su escritorio. DORA: “En el patio de mi casa hay muchas piedras”, me dice, “andá tranquila, a ellos no les va importar”. “A ellos no les va a importar”, me dijo mamá… Y ahí fuimos todos a buscarle las piedras del patio donde nació… Pausa. La imagen del televisor la sorprende y abandona su ensimismamiento en sus manos. DORA: Mirá, ahí está el chofer turco cargando a Jorgito. ¿Podés creer? Qué caso este Jorgito… Le habíamos ocultado al chofer que somos armenios. Argentinos dijimos, y era verdad, si somos argentinos. ¿Acaso no dice eso en los pasaportes? ¿Por qué teníamos que dar tantas explicaciones? “¿Así que vos sos argentino?”, le pregunta el chofer, y Jorgito le dice: “Sí, ¿y vos?”. Y el hombre le contesta: “Soy turco”. “Ah, yo conozco a los turcos”, le dice el chico. “¿Ah, sí?”, le dice el hombre. Y ahí Jorgito le manda: “Sí, los turcos son los que mataron a un millón y medio de armenios”. Y bueno, ya estaba dicho… Un chico es un chico, y hubo que explicarle al turco, decirle quiénes éramos. Argentinos y armenios, o argentinos pero armenios… o armenios pero argentinos… bueno ese lío que se nos arma siempre cuando queremos decir qué somos. Se puso tensa la cosa pero lo pudimos manejar. El turco y nosotros. Qué íbamos a hacer. ¡Esa es… ahí está la casa de la Metzma! Es la única casa de Tomarza que tiene de dos plantas, ¿ves? Ahí se ve bien que es la casa más alta de la calle. Me metí en la casa sin pedir permiso, como si fuera mía. Me agaché y llené la cartera de piedras. Después me senté en la fuente, la Metzma me había dicho que en el medio del patio había una fuente… me lavé las manos, la cara, el pelo, y lloré. Lloré bajito, largo. Los que vivían en la casa salieron a mirarme con mala cara. El guía les explicó: “Su mamá vivió acá, son armenios”. Para qué… “¿Viniste a buscar el oro?”, me gritó uno enojado. Y ahí me di cuenta de que yo sabía hablar turco, Silvia, ¿sabés?, porque entendí. “¿Viniste a buscar el oro?”, volvió a gritarme. “Vine a buscar esto”, le grité yo y abrí mi cartera mostrando las piedras de mi mamá. El hombre no dijo nada. Nadie dijo nada. Se quedaron mirándome. En silencio. Ellos frente a mí. Los turcos. Y yo frente a ellos… con la cartera abierta llena de piedras. Enseguida apareció una mujer con un vaso de agua. “Acá nació mi mamá”, le dije. “Vartení”, le dije. La mujer me miraba. “Vartení se llamaba mi mamá.” Y ella movió la cabeza como si me entendiera y repitió: “Vartení”. Vartení. Después nos fuimos, por esas calles que sabíamos que nunca más íbamos a volver a pisar. Para qué, si ya teníamos lo que habíamos ido a buscar… Nos llevábamos las piedras en la cartera y la tierra de donde nació mi mamá pegada en la ropa, en el cuerpo. Es todo tierra, Silvia, mirá sino… Seco, seco. Cuando estábamos por llegar a la camioneta nos alcanzó un viejito. Lo agarró a Agop de un brazo. Le dijo en turco: “Si alguien de mi familia le hizo mal a alguien de la tuya, te pido perdón”, y bajó la cabeza. El tío Agop no entendió, le preguntó al guía y él le tradujo. Pero igual no entendió. Agop no pudo decir nada. Nada, pudo… Subimos a la camioneta y nos fuimos… Estambul, Moscú, Buenos Aires otra vez. La película termina, Dora se levanta y apaga el televisor. Se queda un rato en silencio, frente al televisor apagado. Pausa. Luego toma una pollera, un costurero, se sienta en el sillón y empieza a coser el dobladillo. Sonido de impresora, Silvia espera al lado de la máquina los papeles. La luz aumenta sobre Silvia. Las dos quedan iluminadas. SILVIA: Aguantá unos minutos el ruido, mamá, que ya termino. Mira una hoja, no le gusta, la abolla y vuelve a imprimir. SILVIA: Me sale mal el margen… Tiene que quedar perfecto. Mirá que yo no soy obsesiva, pero una demanda… Es como conquistar a un hombre en una primera cita. Una única oportunidad. ¿Mi árbol verde será igual al árbol del señor juez? Palabras. ¿Qué otra cosa puedo llevar en esta carpeta? Palabras con las que “será justicia” si ese señor ve mi mismo árbol verde. Palabras de una argentina descendiente de armenios, que vive en este país al que separa de aquel un océano y miles de kilómetros, Silvia Azadian, que quiere demandar nada más ni nada menos que al Estado turco. Asusta, ¿o no? El juez va a decir: “¿Leí bien, el Estado turco, esta loca quiere demandar al Estado turco?”. Por eso no puedo ser bruta como me gusta a mí. Esas no son las palabras para un señor juez. Pueden ser nuestras palabras, las de la Metzma. Pero yo necesito las otras. Las de la ley. Las que aburren, mamá. Las que me garanticen que mi árbol sea su árbol, ¿entendés? Y cada tanto meterle las nuestras, infectarlo, sin que el señor juez se dé cuenta, para que una palabra en algún lugar se le clave como un aguijón y le duela, para que sienta que lo que pido es justo: demandar al Estado turco, desde un tribunal en la calle Talcahuano. Parece un chiste. Por eso busco tanto cada palabra. Porque les desconfío. “Desierto”, por ejemplo, ¿puede significar lo mismo para ese señor que para mi abuela que tuvo que cruzarlo? “Hambre.” Yo sólo conozco el hambre de hacer dieta. ¿Qué hambre conocerá el señor juez, mamá? Shnoragalem, Asdvats, as sarnarane devir indzí. “Gracias, Dios mío, por darme esta heladera”, decía la Metzma cada vez que abría la General Electric que teníamos en Valentín Alsina. Y yo me reía, porque no entendía. Porque no sabía lo que ella nombraba cuando decía la palabra “hambre”. Gracias, Dios mío, por darme esta heladera. ¿El señor juez sabrá lo que es lavarse el pelo con el orín de los camellos? Yo tampoco lo sé. Aunque use al hablar las mismas palabras. Desierto, hambre, mugre, terminan siendo sólo eso, palabras. Un árbol verde. Entonces como no creo en la certeza con la que nombran pongo muchas. Palabras, palabras y más palabras, para nombrar lo que sólo debería necesitar una: genocidio. ¿Podrá aprehender esa palabra el señor juez? ¿Entenderá lo que es no tener una tumba donde llorar a un muerto? Pero si lo entiende, si mis palabras lo conmueven, y el señor juez cree que la ley me asiste, todavía voy a necesitar algo más para conseguir que dé lugar a mi demanda: su coraje. Porque le estoy pidiendo que imparta órdenes de informar no sólo al Estado turco, sino también al alemán, al inglés, al mismo Vaticano. A todos los que fueron testigos. Yo, una simple y desconocida abogada argentina que toma mate y come bombones de a mitades porque cree que así va a engordar menos. Silvia, finalmente conforme con la impresión, abrocha las hojas en una carpeta. Revisa la carpeta. Mira a su madre, levanta la carpeta en el aire. SILVIA: Estas son las flores que voy a llevarle mañana a Anush, en el día de su cumpleaños… Dora sigue cosiendo el dobladillo, parece no escucharla. Silvia sigue con la carpeta en el aire hacia su madre. Espera que su madre diga algo. Se da por vencida. Vuelve sobre sus pasos. Deja la carpeta sobre su escritorio y empieza a ordenar sus cosas, ya que da su trabajo por terminado. Pausa. DORA: Cuando volví fui a cumplirle a mamá. Pero esperé a que fuera el día de su cumpleaños. Fuimos juntas al cementerio, ¿te acordás? Vos distrajiste a los guardias, les preguntaste por la tumba de no sé quién… ¿o les pediste un tachito para las flores? Ya ni me acuerdo qué cuento les hiciste, Silvia… me volvés loca con tus cuentos. Cuando envolvés a la gente con las palabras me pongo nerviosa, me da miedo que te descubran. Pero no, tenés un don, los engatusás bien. Las palabras son tu don. Por algo sos abogada… A mí me hubiera gustado que fueras otra cosa, vos sabés, profesora de piano, maestra, qué sé yo… Y que te casaras, y que me hicieras abuela. Aunque no te hubieras casado con un armenio, mirá lo que te digo, hasta eso me hubiera aguantado con tal de que me hicieras abuela… Y que trajeras un hombre a esta casa de mujeres. Pero bueno, sos terca como tu abuela… Los guardias se fueron. Cuando ya no podían vernos nos agachamos y entre las dos movimos la lápida. ¿Te acordás? Era tan pesada que no sé cómo pudimos, Silvia. Y tiré las piedras adentro… Todas, el bolso entero. Dora se lleva las manos al pecho, como si apretara algo bajo su ropa que ¿no? llegamos a ver. DORA: Entero, no… te mentí… Dora se acerca a la pared que las separa. DORA: Tiré en la tumba de tu abuela todas las piedras menos una. Me quedé con esta… Dora le muestra a Silvia una piedra que cuelga de su cuello engarzada en una cadena. Silvia la mira, no entiende. Pero enseguida rechaza ese contacto y sigue con lo suyo. DORA: La voy a llevar colgando de mi cuello, hasta el día que me muera. A menos que aparezca el cuerpo que me falta… Si algún día aparece, aunque solo sea huesos, entonces iré a su tumba, correré la lápida y echaré mi piedra de Tomarza adentro. Dora guarda otra vez la cadena con la piedra dentro de su ropa. Silvia se para y va hacia donde está su madre. Silvia y Dora frente a frente. Pausa. DORA: Cuando no puedo dormir me gusta ver la película de la promesa que cumplí. SILVIA: Era linda Anush, mamá. DORA: Traje piedras y las eché en su tumba… SILVIA: Al menos es muy linda la cara que recuerdo. No sé si esa era su cara. DORA: Guardo una… SILVIA: No te creo que todas sus fotos se hayan perdido en alguna mudanza. DORA: Quiero una tumba cuando me muera. SILVIA: Yo era muy chica. Me obligás a que mis recuerdos sean recuerdos de otros. DORA: Quiero que me entierren en la tierra. SILVIA: Como un rompecabezas armé a mi hermana con recuerdos prestados, con lo que me contaron los que pueden nombrarla. DORA: Quiero que los gusanos coman mi carne y que todos sepan adónde están mis huesos. SILVIA: Quiero que la nombres para mí, mamá… quiero que nombres a Anush… DORA: Prometeme que voy a tener una tumba. SILVIA: Anush no es tuya, mamá. No podés apropiarte de un muerto. DORA: Prometelo. SILVIA: No la hagas desaparecer vos también… DORA: ¿Por qué no lo prometés? SILVIA: Decí Anush, mamá… DORA: Prometelo. SILVIA: Soy tu hija. Silvia empieza a buscar un lugar por donde pasar del otro lado pero no lo encuentra. Mira a su madre impávida frente a ella. Sigue buscando. Finalmente se da por vencida. Se miran. Penumbra. Sonido de viento y acordes de duduk inconclusos. El viento y la arena son los reyes del lugar. 3. Palabras + volver + hijas Sigue el viento intenso pero el duduk se detiene. Se ilumina el sector donde se mueve Silvia. Silvia, contra el viento, trata de avanzar con dificultad hacia su escritorio. Le cuesta, por momentos se detiene y deja que el viento la venza, le peine la cara, le vuele la ropa, y luego sigue. Dora, en penumbras. Finalmente el viento también se detiene. SILVIA: Cuando oigo a alguien contar una historia de desaparición de personas durante la dictadura militar, pienso: “Pero ese está contando la historia de Anush, así entraron en mi casa, así rompieron, así se la llevaron”. Entonces esa parte de la historia pasa a ser irrelevante, la repetición la convierte en dato. Y un dato no puede contar a Anush. La desaparición de mi hermana no la cuentan ellos ni sus destrozos. ¿Sabés qué la cuenta, mamá? El olor a dolmá que cocinaba la Metzma esa tarde. Esa mezcla de carne y menta que impregnaba la casa. O papá, cerrando las persianas porque venía tormenta. La contás vos, terminando de planchar aquella camisa. Cuando entraron dejaste la plancha sobre la tela, ¿te acordás?, el olor a algodón quemado invadió la casa y le ganó a la menta. Todavía lo siento. Cada vez que como dolmá, creo que atrás va venir el olor a tela quemada. Esa es la historia de la desaparición de mi hermana. Ese olor. Y los ojos de Anush. Con los tuyos clavados en ella. Y mis ojos detrás de un sillón, viéndola por última vez. La cuenta tu silencio todos estos años, aunque quieras callarla. Y el grito de la Metzma aquella tarde: “Turkere egan”, gritaba. Volvieron los turcos. Pausa. Se emociona, trata de seguir. SILVIA: Veo los ojos de Anush desde abajo hacia arriba, yo estaba escondida detrás de un sillón y miraba por encima del respaldo. No los miraba a ellos, a los que se la llevaban, miraba sus ojos. Los veo ahora, mamá. Aunque no sepa si esos que veo son sus ojos o lo que rescaté de ellos. Anush tenía diecinueve años y yo cuatro. Solamente cuatro, mamá, y nunca me explicaste lo que pasó ese día. Pero yo con cuatro años tenía que entender tu dolor. Papá me lo pedía: “Respetale el dolor a mamá”. Yo no tenía idea de qué quería decir respetar un dolor. ¿Callarse es respetar un dolor? ¿Llorar a escondidas porque mi mamá no me tocaba? Otra vez se emociona y tiene que recomponerse y cambiar de tema para seguir. SILVIA: “Turkere egan”, gritaba la Metzma. Volvieron los turcos. La Metzma creía que los que estaban ahí, en el patio de nuestra casa de Valentín Alsina, eran los mismos que la habían sacado a ella de la suya en Tomarza. Y si la abuela gritaba eso, es que esos que estaban ahí eran los turcos. Yo les tenía mucho miedo, porque la Metzma me había enseñado de qué habían sido capaces. Me lo enseñaba cada noche, cuando me hacía rezar el padrenuestro. Vos no me hacías rezar. ¿Vos rezás, mamá? ¿Alguna vez rezaste? Muchas veces decís: “mi Dios”, “Dios me valga”, “por Dios”. ¿Pero rezás? Te oí blasfemar un día… tal vez ese sea tu único rezo posible, mamá. Yo a veces rezo… como me enseñó la Metzma rezo. Pero lo hago para hablar con ella, con mi abuela, no con Dios. Los turcos estaban en sus oraciones todas las noches. Rezábamos mezclando palabras castellanas y armenias. Padre nuestro que estás en los cielos… Jai mer borerguines ies, … santificado sea tu nombre. Y cuando terminábamos el rezo pedíamos “bienestar” para todos los seres queridos. Aroj chutiun para todos… Excepto para ellos. “Aroj chutiun mamain, Aroj chutiun jairiguin, Aroj chutiun porolin”… Bienestar a mis amigos, al vecino, al panadero, al gato, al perro, a la araña que pasa por mi ventana… “Aroj chutiun para todos menos TURKERUN.” Bienestar a todos menos a los turcos. Silvia llega a su cama y se sienta. Mira hacia donde está su madre. En la penumbra, Dora, que empieza a vestirse, apenas se deja ver, pero ella le habla igual. SILVIA: Lo último que recuerdo de Anush son sus ojos grandes y abiertos, esos ojos negros clavados en los tuyos. Mis ojos miraban cómo los de ustedes se miraban. Pero los míos quedaban afuera… Anush te miraba y decía: “Ayudame, mamá”. Y vos le gritaste: “Gue jostanam”, “Te lo prometo”. “Te lo prometo, Anush.” (Pausa.) No te podés perdonar no haber cumplido tu promesa, mamá… ¿Pero cómo ibas a ayudarla? Aunque fueras su madre. ¿Qué podías hacer vos? Si eran ellos… Nadie podía, mamá. Darías cualquier cosa por no haber hecho esa promesa. Yo también daría cualquier cosa. A veces sueño que estoy escondida detrás del sillón… y las miro a ustedes mirándose… justo antes de que lo digas… y quisiera correr, y abrazarlas, y tapar con mi mano tu boca, la boca que va a decirle a Anush: “Te lo prometo”. Pero no puedo, no lo hago, no corro, no las abrazo, no tapo tu boca… porque están los turcos, y tengo mucho miedo. Pausa. SILVIA: Tengo mucho miedo, mamá… Dora ya vestida. Dobla su bata y su camisón prolijamente y los guarda. Silvia tiembla en su cama. DORA: Mamá tenía diecinueve años cuando la echaron de su casa de Tomarza. Diecinueve años, un marido y cuatro hijos. Todo eso tenía a esa edad, y miedo… miedo también… ¿Sabrás vos lo que es el miedo, Silvia? Los turcos los obligaron a dejar su casa. “El sultán está enojado otra vez”, pensaba tu Metzma, “ya se la va a pasar”. Pero esa vez no se le pasó, ni siquiera mandaba ya el sultán, sino el partido de los Jóvenes Turcos. La Metzma lo contaba hasta sus últimos días y seguía diciendo: “El sultán se enojó”. En Tomarza no se enteraron de algunas cosas hasta que fue demasiado tarde. Cuando tenían a los turcos metidos en sus casas y creían que ya les habían quitado todo lo que podían quitarles. ¿Qué miedo podés tener vos, Silvia? ¿Miedo a qué? Dora tiende su cama y ordena el cuarto. DORA: Miedo… Primero se llevaron a los hombres. Les cortaron la cabeza y las clavaron en largos palos que mostraban en la plaza del pueblo. A las mujeres, los chicos y los viejos les daban un día para juntar unas pocas cosas antes de llevarlos. La Metzma tenía miedo, seguro que tenía, pero escondió a tu abuelo en un sótano hasta que se fueron los turcos y entonces lo obligó a ponerse un vestido… un vestido suyo que tuvo que agrandar para que le entrara… lo afeitó y le cubrió la cabeza con un pañuelo. “Vartení, no me hagas esto”, le decía mi papá llorando, él no era ninguna mujer para andar vestido así. “Bed quevor abrim, Trevor”, le decía ella para consolarlo. Hay que vivir, Trevor. Hay que hacer lo que sea para vivir. Y en medio del llanto, metido adentro de ese vestido, tu Metzma le hizo tragar monedas de oro, todas las monedas que pudo, hasta que a papá le dolió la panza de tanto peso. Así salieron a caminar el desierto. Los médanos se mueven, ¿sabés? Bailan. Había dos filas de caravanas. A la Metzma la pusieron en la fila del Deir ez-Zor. Pero la Metzma no quería ir al Deir ez-Zor, ella quería ir al Líbano, y después llegar a Jerusalem cruzando el desierto de Anatolia. Esa era la otra fila, la que no le había tocado en suerte… pero a terca no le iban a ganar… no señor… ni siquiera los turcos le iban a ganar… ¿Sabés por qué quería la otra fila? Porque había escuchado que en una catedral de Jerusalem les tallaban a los armenios la cruz de su dios en la muñeca del brazo izquierdo. Y ella quería tatuarse esa cruz. La cruz que los turcos odiaban. La cruz que tu abuela tenía grabada en su muñeca… Y esa misma cruz que la había condenado a la muerte en manos de los turcos la terminó salvando. La Metzma consiguió que el soldado que la cuidaba la dejara cambiarse de la fila del Deir ez-Zor a la de Anatolia. A ella y a su familia. Lo engatusó con no sé qué cuento. A ella salís vos, Silvia. Hasta en eso te le parecés… Dora mira donde está su hija. Silvia sigue temblando. Dora sabe que otra madre iría y la abrazaría, pero ella no puede. Pausa. DORA: “Turkere sud josedzan”, los turcos mintieron, se enojaba mamá cuando lo contaba, porque el camino del Deir ez-Zor era el camino de la muerte. Nadie podía llegar vivo a ninguna parte por el Deir ez-Zor, el desierto los mataba, la arena que nunca terminaba se ocupaba de secarles la vida que les quedaba. En cambio por Anatolia sí se podía llegar al Líbano. Era un camino largo, pero se podía. Algunos podían… Algunos atraviesan los desiertos, llegan del otro lado, sobreviven… algunos… Cuando a la Metzma no le quedaban más fuerzas, cuando sentía que el desierto le pedía que se fundiera en su arena y fueran una sola cosa, pensaba en esa cruz que iba a tallarse en el brazo cuando llegara a Jerusalem, y el cuerpo seguía… El cuerpo… “Marmine vaj chuni turkeren.” El cuerpo no les tiene miedo a los turcos, decía la Metzma. Somos nosotros los que tenemos miedo. El cuerpo puede ser lastimado, mutilado, degradado, violado. Pero no siente miedo. El miedo está en otro lugar, no en el cuerpo. Silvia, desde su cama. SILVIA: Anush prometió que si salía del Pozo se iba tatuar la cruz de la Metzma en el brazo izquierdo… Dora la escucha, se queda y luego se acerca a la pared. DORA: ¿Qué sabés vos? SILVIA: Me contaron sus amigos… DORA: ¿Qué amigos? SILVIA: Los que estuvieron con ella en el Pozo… DORA: Ellos tampoco saben. SILVIA: Les enseñó a bailar el Tamzara. DORA: Mentira. SILVIA: Y les contó de la Metzma. DORA: No les creas. SILVIA: Todas las noches les contaba. Saben más anécdotas de la Metzma que yo. Hasta uno me mostró un dibujo que hizo de ella, de nuestra Metzma, y se le parece, mucho se le parece… con lo que le contó Anush lo hizo. Cuando se acostaban en los tabiques Anush les contaba… y él dibujó a mi abuela. DORA: Mi hija no dormía en tabiques. SILVIA: Ellos le pedían que les contara. Todas las noches. De la Metzma y de cómo salió viva de ese desierto. DORA: ¿Qué les importaba a ellos el desierto de tu abuela? SILVIA: Anush no pudo cruzar el desierto… DORA: En Valentín Alsina no hay desierto… SILVIA: … esta demanda es su regalo de cumpleaños. Mañana… Anush cumpliría 48 años. Aunque hable de otro desierto y de otros turcos… Turkere egan… DORA: A mi hija no se la llevaron los turcos. SILVIA: Encontramos su arma escondida en el sótano después de que se la llevaron. DORA: No era de ella. SILVIA: Tenía diecinueve años y escondía un FAL en el sótano de casa. DORA: Era del novio… un novio que no era armenio… SILVIA: No. DORA: Ella siempre tenía algún novio, no como vos… SILVIA: No tengo novio ni FAL. Soy esto, lo que ves… No puedo ser Anush. DORA: No la nombres. SILVIA: No querés nombrarla a ella porque no hay palabra que te nombre a vos. No hay nombre para una madre que se quedó sin hija. Viuda es quien se quedó sin marido. Huérfano quien se quedó sin padre. No hay palabra para nombrar a una madre sin su hijo. Nadie se atreve a ponerle nombre a una madre con su hijo muerto. Ella tiene nombre, vos no. Pausa. Dora se mira las manos y llora pero sin aspavientos, apenas lágrimas que le recorren la cara sin que ella haga nada ni por que salgan ni por impedirlo. SILVIA: No hay palabra para nombrarte, ni tumba donde llevarle flores a mi hermana. Dora se empieza a acariciar las manos otra vez obsesivamente, recorre cada pliegue, la junta de los dedos, las arrugas. DORA: Mis manos no conocen la arena. Mamá se pasaba horas haciendo esto. Era el único momento en que se podía sospechar en sus ojos algo de tristeza. Yo le preguntaba: “¿Qué hacés, mamá?”. Y ella decía: “Nada”. Y seguía frotando una mano con la otra. Yo sé qué hacía. Se sacaba la arena. Como si todavía tuviera metida la arena de Anatolia adentro, no en las uñas, más adentro todavía, bajo la piel. Mamá nunca pudo precisar cuánto tiempo caminaron en ese desierto antes de llegar a Jerusalem. Caminaron los seis un largo tiempo, que ella no podía contar como se cuenta el tiempo. Entonces lo contaba en tumbas. “El día que tengas que cavar con tus manos la tumba de tus hijos, ese día vas a saber lo que es el dolor.” Debería haber nacido manca yo… de qué me sirvieron estas manos si no pudieron cavar la tumba de mi hija… Si no hay cuerpo, no hay tumba. Entonces que no haya manos… Deja de acariciarlas, se aprieta las manos con bronca. Se clava las uñas. Se lastima. Llora. Las manos se reconcilian con ella secándole las lágrimas. DORA: Mamá sí pudo. Cavó tres tumbas con sus manos en el desierto de Anatolia. Solo se salvó Agop, el menor, mi hermano. Pero Agop era muy chico para ayudarla a cavar. Y a mi padre las lágrimas le habían quitado la fuerza. Vartení cavó, porque no iba a dejar que los cuerpos de sus hijos se pudrieran al sol como les hubiera gustado a los turcos. ¿Dónde se habrá podrido el cuerpo de mi hija? ¿Qué gusanos la habrán comido? ¿O estará en el lecho del río, oscuro y frío? Mi madre pudo darles cristiana sepultura, aunque sus manos sangraran, aunque la arena de Anatolia se le quedara incrustada en el cuerpo para siempre. En esas manos. Mientras mi padre lloraba, y Agop temblaba, mi madre cavaba tumbas en el desierto. Silvia se levanta y pone otra vez la música del Tamzara. Se acerca al velo. SILVIA: ¿Bailás conmigo, mamá? Levanta la cara, la mira, deja de llorar, habla con firmeza. DORA: En mi casa ya no se baila… SILVIA: Dejame que yo te enseñe el baile que olvidaste… DORA: No quiero recordar. SILVIA: La Metzma me enseñó a bailar a escondidas tuyas… Silvia baila. SILVIA: Hay que dar pasos pequeños, solo los hombres pueden dar saltos y pasos largos. Y en esta casa no hay hombres… Para las mujeres pasos pequeños. Sensuales y graciosos, pero sutiles. Casi tímidos. Algo así, ¿ves? DORA: No quiero ver… SILVIA: Casi como si uno estuviera patinando. Y si es posible luego de cada paso, una pequeña pausa, imperceptible, como si el tiempo se detuviera un instante apenas, ese instante, y fuera la danza quien despertara al tiempo para dar un próximo paso. Así, ¿no, mamá? Para los hombres el movimiento es más brutal, con el ritmo mucho más marcado. Ellos representan la fuerza, son los guerreros. Las mujeres armenias no. Nuestra fuerza es otra, no tiene nada que ver con la guerra nuestra fuerza. Baila alrededor de su cuarto. SILVIA: Otro error muy común, el secreto de la danza no está en la cadera como en otros bailes. Está en los brazos y en las manos. Los brazos se extienden en el aire, dibujando ondas, como el viento. Jugando con el viento. Las manos y los dedos también hacen su propio movimiento, una caricia. ¿Me sale?… Las manos imitan pájaros. La cabeza y los pies apenas acompañan. Quien guía al grupo lleva un pañuelo que prolonga el movimiento de sus brazos. Se acerca al escritorio y toma una servilleta de la bandeja, que usa como un pañuelo mostrando lo que acaba de decir. SILVIA: Con los brazos te extendés para darles la mano a otros armenios, para formar una cadena de brazos. La diáspora. “Cuando bailás, tenés que pensar que estás celebrando la vida”, me decía la Metzma, “de eso se trata, de celebrar la vida”. Eso decía tu mamá, mamá. Va hacia la pared. Extiende su mano hacia su madre, pero su madre no se mueve. Pausa. Silvia espera, y luego vuelve a bailar por su cuarto. SILVIA: Nunca llegamos a armar el semicírculo. Una vieja y una niña no alcanzan para armar un semicírculo. Me hubiera gustado que la Metzma me enseñara cuando le enseñó a Anush, entonces la casa se llenaba de primas y bailar era una fiesta. Tenés razón, mamá, la nuestra fue siempre una casa de mujeres, aunque entonces estuviese papá. Me tocó aprender en otra época. La abuela me enseñó el baile a escondidas, cuando vos no estabas. Apurándonos para que no nos encontraras en medio de una danza. Cuando bailaba Ansuh era todo distinto, ¿no es cierto? Pero yo era demasiado chica. La abuela les apagaba el televisor y les decía: “Vengan que yo les voy a contar una historia mucho más interesante que esa novela”. Y sentaba a sus nietas alrededor de ella y les contaba. De Armenia, del desierto, del viaje en barco hasta la Argentina. Siempre tenía una historia para contar. Y después ponía un disco negro de vinilo en el tocadiscos, ¿te acordás del Wincofon que teníamos en Valentín Alsina, mamá? ¿Dónde fue a parar ese Wincofon? Y las primas bailaban. Todas las mujeres de la casa bailaban. Hasta vos bailabas la danza de la abuela. Silvia baila en silencio. Dora la mira. Silvia se acerca a su madre de a poco, cruza por primera vez del otro lado. SILVIA: Yo no tuve esa suerte. Cuando tuve edad para bailar Anush ya no estaba y vos habías prohibido el baile. Pero la Metzma no te hizo caso. Un día que llegaste de la calle y nos encontraste bailando me encerraste en mi pieza y empezaste a los gritos con la abuela. Gritabas como loca: “¿Cómo podés tener ganas de bailar, mamá?”. “¿Y quién te dijo que tengo ganas?” “¿Por qué bailás entonces?” “Porque Silvia tiene que aprender.” “En esta casa no se baila más.” “Bed quevor abrim, Dora.” “¿Quién dice que hay que vivir?” “Dios, lo dice.” “¡De qué Dios me hablás! ¿Del tuyo? ¡Aborrezco a tu Dios que se llevó a mi hija!” “Deberías agradecerle que te haya dado otra, a tu edad, antes de quitarte a Anush.” “La única hija que quiero es la que se llevó, no quiero otra.” Gritaste muy fuerte mamá, gritaste “no quiero otra hija” y después se sintió el ruido de un cachetazo —el que te dio la Metzma —, un portazo, y ya no escuché más. Pausa. Se miran, se sostienen la mirada. Silvia se aleja y otra vez se mueve por el cuarto. SILVIA: La danza armenia dibuja un semicírculo. Cuando la danza es mixta el que dirige es un hombre. Pero en nuestra danza no había hombres, entonces dirigía la Metzma. Y éramos sólo dos. Entonces la abuela traía mis muñecas, las sentaba en el piso formando la cadena y jugábamos a que también bailaban y extendían sus brazos. “¿Y si viene mamá?”, le pregunté una tarde que quiso bailar después de aquella cachetada. “Bed quevor abrim”, me dijo. Y bailó. Silvia sigue bailando. Dora la mira. DORA: Mi mamá bailó en el desierto para los turcos, ellos la obligaron… bailó para ellos cerca de papá y Agop… No quiero que mi hija haya bailado para ningún turco… Silvia apaga la música intempestivamente y vuelve a la computadora. SILVIA: ¿A quién podré enseñarle a bailar el Tamzara si no tengo hijos, mamá? Escuchá (lee)… “Un genocidio implica además del asesinato masivo de las personas, un asesinato de los símbolos y de su transmisión a los descendientes. …Sólo quedará entonces sostener, mediante el recuerdo permanente del horror, el momento del trauma como única identidad posible”. Transmisión a los descendientes… ¿Yo no soy tu descendiente, mamá? Sólo Anush, ¿no?… Pero ella ya no puede bailar porque está muerta. Quisieras que el baile también muriera con ella. Pero yo no voy a dejar que se muera, mamá. (Pausa.) ¿Preferirías que yo también me muriera? (Pausa.) No traje un hombre a esta casa, es cierto. No tengo hijos… pero quiero enseñar este baile… A veces lloro por esos hijos míos que nunca van a nacer… lloro porque nunca van a aprender a bailar. Silvia mira hacia donde está su madre. Se acerca a la pared. SILVIA: Necesito que me mires, mamá… Dora no la mira. SILVIA: Y que me toques y que huelas… Silvia termina gritando. SILVIA: ¡Sos mi mamá! Ante el grito Dora la mira. SILVIA: ¿Por qué no podés ser mi mamá? DORA: Sola te crié, viuda. ¿Te faltó algo todos estos años? SILVIA: ¿No te das cuenta de todo lo que me faltó? DORA: Hubieras pedido. SILVIA: No podés escuchar. DORA: Sos injusta. SILVIA: Acariciame, mamá… DORA: Mi piel está muerta… SILVIA: Acariciame… DORA: Se me murió una hija… SILVIA: Pero tenés otra que no conoce tus manos… DORA: No puedo. SILVIA: La Metzma pudo… DORA: ¡La Metzma, siempre la Metzma…! Yo no soy la Metzma… Ojalá sintiera arena en las manos por haber cavado la tumba de mi hija… yo no cavé una tumba, yo no cargué su cuerpo muerto en mis brazos… SILVIA: Cargame a mí en tus brazos… DORA: No puedo… SILVIA: Cargame antes de que se vaya esta noche… DORA: Tendrían que haberte matado… sólo así podría cargar tu cuerpo… muerto. SILVIA: Matame… DORA: Yo no soy quién, soy tu madre. SILVIA: Ya estoy muerta, mamá. DORA: Esta noche ya se fue… SILVIA: Esta noche ya se fue… Pausa. SILVIA: Llega el día… Ellas dos en silencio, frente a frente. La luz cae hasta que el espacio queda totalmente a oscuras. Pausa. El duduk completa al fin su melodía inconclusa. Penumbra. Silencio. 4. Epílogo o palabras + volver + hijas + bed quevor abrim Es la mañana siguiente. La luz entra por las ventanas de la casa. Finalmente llegó la luz del día. Desapareció la pared que las separaba y en su lugar hay una mesa con las cosas del desayuno que Dora termina de servir. Aparece Silvia, cambiada con ropa formal de trabajo, con el pelo mojado, recién bañada y cambiada. Trae consigo la carpeta con la demanda. La deja sobre la mesa y se sienta. SILVIA: Buen día… DORA: Buen día… SILVIA: Me quedé dormida. DORA: ¿Se te hizo tarde? SILVIA: Sí, pero igual estoy bien… DORA: ¿Tostadas? SILVIA: No, no voy a comer nada sólido… Dora le sirve café. Silvia pone azúcar en la taza y revuelve. Dora se sienta frente a ella. Se miran. Silvia bebe su café. Dora el suyo. Se miran. DORA: ¿No le ponés leche? SILVIA: Nunca le puse leche al café, mamá. DORA: Sería bueno que empezaras a ponerle, te va a perforar el estómago tanto café negro… SILVIA: Si no me lo perforaron los bombones que me comí anoche… DORA: ¿Trajiste bombones? SILVIA: Me regalaron. Te quise convidar, pero dormías… DORA: Alguno habrá quedado por ahí… SILVIA: Tengo mis dudas… Pausa. Se miran en silencio. DORA: Te cosí el dobladillo que me pediste. SILVIA: Gracias… Pausa. DORA: Parece que es un lindo día… SILVIA: No sé, todavía ni miré para afuera. Frío no hace… DORA: No hace nada de frío… es casi un día de primavera… y eso que todavía no termina el invierno… Pausa. SILVIA: ¿Y hoy qué hacés? DORA: Nada, lo de siempre… lo de todos los días. SILVIA: Un día más… DORA: Un día más… Pausa. DORA: ¿Pudiste terminar tu trabajo? SILVIA: Sí, pude por suerte… DORA: Llamó tu tío Agop… SILVIA: ¿Qué dijo? DORA: Nada, te dejó saludos. Un día de estos tendríamos que ir a visitarlo. SILVIA: Sí, tendríamos que ir un día de estos… DORA: ¿Más café? SILVIA: No, mejor me voy antes de que se me haga tarde en serio… Silvia agarra su cartera y empieza a salir. Dora la detiene. DORA: Tu carpeta… Dora sostiene la carpeta de la demanda de Silvia en el aire. Silvia regresa y la agarra. SILVIA: El día que no me olvide algo… DORA: Hoy no es ese día… SILVIA: No, hoy es otro día… DORA: ¿Qué día es hoy? SILVIA: Martes… DORA: Martes… No me gustan los martes… SILVIA: Pero hoy es un lindo día… dijiste eso, ¿no?… DORA: ¿Dije eso? Ojalá. Silvia se va otra vez. Dora la detiene. DORA: A ver, vení… La mira. DORA: Estás muy cerrada en el cuello… no te queda… Le abre un botón de la camisa. La mira, le acomoda el cuello, las solapas, la mira con cierta distancia otra vez. La acomoda tocando la ropa pero no a ella. No le convence. Silvia espera. Se miran. Finalmente Dora se saca la cadena de donde cuelga la piedra de Tomarza y se la cuelga del cuello a su hija. Silvia se queda sorprendida. Dora actúa como si el gesto no tuviera más significado que el estético. DORA: Ahora sí… ahora está mejor… Se miran. Silvia lleva una mano como para acariciar a su madre, Dora la toma en el aire y aprieta fuerte la mano de su hija contra su pecho, pero enseguida la suelta. Ese es todo el contacto que puede hacer con ella. Quisiera abrazarla pero no puede. Silvia espera. Parecería que Dora va a hacer algo más, pero finalmente no. DORA: Andá, que no se te haga tarde… Silvia no termina de arrancar. Aprieta la piedra que cuelga de su cuello. DORA: Andá… Dora queda sola. TELÓN