Sub Terra by Baldomero Lillo - PDF

Summary

A short story titled "Sub Terra" by Baldomero Lillo describes the life of a retired mining horse named Diamante. The story takes place in a mine in Spain and highlights the hardships the horse and the miners face. The old miners reflect on a similar experience and convey an outlook on their lives.

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1 Sub Terra Baldomero Lillo textos.info Libros gratis - biblioteca digital abierta 2 Texto núm. 2645 Título: Sub Terra Autor: Baldomero Lillo Etiquetas: Cuentos, Colección Editor: Edu Robsy Fecha de creación: 26 de marzo de 2017 Fecha de modificación: 26 de octubre de 2020 Edita textos.info Maison C...

1 Sub Terra Baldomero Lillo textos.info Libros gratis - biblioteca digital abierta 2 Texto núm. 2645 Título: Sub Terra Autor: Baldomero Lillo Etiquetas: Cuentos, Colección Editor: Edu Robsy Fecha de creación: 26 de marzo de 2017 Fecha de modificación: 26 de octubre de 2020 Edita textos.info Maison Carrée c/ Ramal, 48 07730 Alayor - Menorca Islas Baleares España Más textos disponibles en http://www.textos.info 3 Los inválidos La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornarlas vacías y colocarlas en las jaulas. Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada. A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores. Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje. Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad. 4 En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario. Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio el breve descanso que aquella maniobra les deparaba. Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que se iban enrollando en el gran tambor, carrete gigantesco de la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto una masa oscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro. Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña recogida en el centro de su tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique, y Diamante, libre en un momento de sus ligaduras, se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente. Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos de tiro y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo. Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en el brioso bruto que ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el 5 anguloso cuerpo, paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse refugiado la vida, iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades. Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún libro desencuadernado y sucio cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba aquellas frases y términos ininteligibles para sus oyentes. Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del apóstol. El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello del inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó: —¡Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distinción entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento. ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida! ¡Como él callamos, sufriendo resignados nuestro destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben nuestra sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblan los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra! A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su cuerpo temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida en el vacío, parecía divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de los 6 campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de arena y derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan y se agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de sus cerebros esclavos donde la idea, esa simiente divina, no germinará jamás. Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas, cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus abuelos, y en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaban a la joven gente de la mina, sólo veían un espíritu inquieto y temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino. Y cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacia ellos, en el extremo de la cancha, cada cual se apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones al estirar los cansados miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles. El viejo, con los ojos húmedos y brillantes, vio alejarse ese rebaño miserable y luego tomando entre sus manos la descarnada cabeza del caballo acaricióle las escasas crines, murmurando a media voz: —Adiós, amigo, nada tienes que envidiarnos. Como tú caminamos agobiados por una carga que una leve sacudida haría deslizarse de nuestros hombros, pero que nos obstinamos en sostener hasta la muerte. Y encorvándose sobre su carretilla se alejó pausadamente economizando sus fuerzas de luchador vencido por el trabajo y la vejez. El caballo permaneció en el mismo sitio, inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado y lánguido vaivén de sus orejas y el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de lacras y protuberancias asquerosas. Deslumbrado y ciego por la vívida claridad que la transparencia del aire hacía más radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras un refugio contra las 7 luminosas saetas que herían sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil y mortecina de las lámparas de seguridad. Pero aquel resplandor estaba en todas partes y penetraba victorioso a través de sus caídos párpados, cegándolo cada vez más; atontado dio algunos pasos hacia adelante, y su cabeza chocó contra la valla de tablas que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo y enderezando las orejas olfateó el muro, lanzando breves resoplidos de inquietud; retrocedió buscando una salida, y nuevos obstáculos se interpusieron a su paso; iba y venía entre las pilas de madera, las vagonetas y las vigas de la cabría como un ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aún entre las traviesas de la vía de un túnel de arrastre; y un enjambre de moscas que zumbaban a su alrededor sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel y el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques. Por su cerebro de bestia debía cruzar la vaga idea de que estaba en un rincón de la mina que aún no conocía y donde un impenetrable velo rojo le ocultaba los objetos que le eran familiares. Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo y yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello y, tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera cuya negra cinta iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hacia el límite del horizonte. Diamante cojeaba atrozmente y por su vieja y oscura piel corría un estremecimiento doloroso producido por el contacto de los rayos del sol, que desde la comba azulada de los cielos parecía complacerse en alumbrar aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran sin duda distinguirlo los voraces buitres que, como puntos casi imperceptibles perdidos en el vacío, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena estrella. El conductor se detuvo al borde de una depresión del terreno. Deshizo el nudo que oprimía el fláccido cuello del prisionero, impartió una fuerte palmada en el anca para obligarlo a continuar adelante, dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las 8 lluvias, pero los calores del estío la evaporaban rápidamente. En las partes bajas conservábase algún resto de humedad donde crecían pequeños arbustos espinosos y uno que otro manojo de yerba reseca y polvorienta. En sitios ocultos había diminutas charcas de agua cenagosa, pero inaccesibles para cualquier animal por ágil y vigoroso que fuese. Diamante, acosado por el hambre y la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De vez en cuando ponía los belfos en contacto con la arena y resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo blanquecino a través de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecían estar en ebullición. Su ceguera no disminuía y sus pupilas contraídas bajo sus párpados sólo percibían aquella intensa llama roja que había sustituido en su cerebro a la visión ya lejana de las sombras de la mina. De súbito rasgó el aire un penetrante zumbido al que siguió de inmediato un relincho de dolor, y el mísero rocín dando saltos se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas y débiles fuerzas le permitían, a través de los matorrales y depresiones del terreno. Encima de él revoloteaban una docena de grandes tábanos de las arenas. Aquellos feroces enemigos no le daban tregua y muy pronto tropezó en una ancha grieta y su cuerpo quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse, y convencido de su impotencia estiró el cuello y se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de su carne atormentada. Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques y lanzando de sus alas y coseletes destellos de pedrería hendieron la cálida atmósfera y desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo cuya nítida transparencia no empañaba el más tenue jirón de la bruma. Algunas sombras, deslizándose a ras del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor del caído. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras, destacándose el pesado aletear de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que con las alas abiertas e inmóviles describían inmensas espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo. Por todos los puntos del horizonte aparecían manchas oscuras: eran 9 rezagados que acudían a todo batir de alas al festín que les esperaba. Entre tanto el sol marchaba rápidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes más opacos y sombríos. En la mina habían cesado las faenas y los mineros como los esclavos de la ergástula abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonaban en el ascensor formando una masa compacta, un nudo de cabezas, de piernas y de brazos entrelazados que fuera del pique se deshacía trabajosamente, convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en dirección de las lejanas habitaciones. El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros cuyos torsos encorvados parecían sentir aún el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerías. De pronto se levantó y mientras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba claro y vibrante en la serena atmósfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado y lento andar, fue a engrosar las filas de aquellos galeotes cuyas vidas tienen menos valor para sus explotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que, como un negro río, fluye inagotable del corazón del venero. En la mina todo era paz y silencio, no se sentía otro rumor que el sordo y acompasado de los pasos de los obreros que se alejaban. La obscuridad crecía, y allá arriba en la inmensa cúpula brotaban millares de estrellas cuyos blancos, opalinos y purpúreos resplandores, lucían con creciente intensidad en el crepúsculo que envolvía la tierra, sumergida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche. 10 La compuerta número 12 Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería. El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación. A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto: 11 —Señor, aquí traigo el chico. Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada: —¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo? —Sí, señor. —Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo. —Señor —balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica—. Somos seis en casa y uno sólo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina. Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta. —Juan —exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado— lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida. Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo: 12 —He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo. Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió. Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra. Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar. La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla. 13 Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día. Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos. Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce. —Aquí es —dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca. Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo. Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo. El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel 14 espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo. —¡Es la corrida! —exclamaron a un tiempo los dos hombres. —Pronto, Pablo —dijo el viejo—, a ver cómo cumples tu obligación. El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral. Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa. Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un «¡vamos!» quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el «¡vamos, padre!», brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante. 15 Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora. El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías. Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido. Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante. La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad 16 de los hombres. Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: —¡Madre! ¡Madre! Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara. Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad. 17 El grisú En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco, cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano. De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima. Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda. Mister Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whisky había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias. Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente. Las visitas de inspección que de tarde en tarde le imponía su puesto de 18 ingeniero director, eran el punto negro de su vida refinada y sibarítica. Un humor endiablado se apoderaba de su ánimo durante aquellas fatigosas excursiones. Su irritabilidad se traducía en la aplicación de castigos y de multas que caían indistintamente sobre grandes y pequeños, y su presencia anunciada por la blanca luz de su linterna era más temida en la mina que los hundimientos y las explosiones del grisú. Ese día, como siempre, la noticia de su bajada había producido cierta inquieta excitación en las diversas faenas. Los obreros fijaban una mirada recelosa en cada lucecilla que brillaba en las tinieblas, creyendo ver a cada instante aparecer aquel blanquecino y temido resplandor. Por todas partes se trabajaba con febril actividad: los barreteros con el cuerpo encogido, doblado a veces en posturas inverosímiles, arrancaban trozo a trozo el quebradizo mineral que los carretilleros conducían empujando las rechinantes vagonetas hasta los tornos de las galerías de arrastre. El ingeniero con su acompañante se detuvieron algunos momentos en el departamento de los capataces donde el primero se impuso de los detalles y necesidades que habían hecho indispensable su presencia. Después de dar allí algunas órdenes, siempre en compañía del capataz mayor se dirigió hacia el interior de la mina recorriendo tortuosos corredores y estrechísimos pasadizos llenos de lodo. Sentado en la parte plana de una vagoneta a la que se habían quitado las maderas laterales, hacía de vez en cuando alguna observación a su subalterno que seguía tras el carro trabajosamente. Dos muchachos sin más traje que el pantalón de tela conducían el singular vehículo: el uno empujaba de atrás y el otro enganchado como un caballo tiraba de delante. Este último daba grandes muestras de cansancio: el cuerpo inundado de sudor y la expresión angustiosa de su semblante revelaban la fatiga de un esfuerzo muscular excesivo. Su pecho henchíase y deprimíase como un fuelle a impulsos de su agitada respiración que se escapaba por la boca entreabierta apresurada y anhelante. Una especie de arnés de cuero oprimía su busto desnudo, y de la faja que rodeaba su cintura partían dos cuerdas que se enganchaban a la parte delantera de la vagoneta. A la entrada de un pasadizo que conducía a las nuevas obras en explotación el jefe, cuya atención estaba fija en los revestimientos, dio la voz de alto, y dirigiendo el foco de su linterna hacia arriba comenzó a examinar las filtraciones de la roca, picando con una delgada varilla de hierro los maderos que sujetaban la techumbre. Algunas 19 de esas vigas presentaban curvas amenazadoras y la varilla penetraba en ellas como en una cosa blanda y esponjosa. El capataz, con mirada inquieta, contemplaba en silencio aquel examen presintiendo una de aquellas tormentas que tan a menudo estallaban sobre su cabeza de subordinado humilde y rastrero hasta el servilismo. —Acércate, ven acá. ¿Cuánto tiempo hace que se efectuó este revestimiento? —Hará un mes, señor —contestó el atribulado capataz. El ingeniero se volvió y dijo: —¡Un mes y ya los maderos están podridos! Eres un torpe, que te dejas sorprender por los apuntaladores que colocan madera blanda en sitios como éste tan saturados de humedad. Vas a ocuparte en el acto de remediar este desperfecto antes de que te haga pagar cara tu negligencia. El azorado capataz retrocedió presuroso y desapareció en la oscuridad. Mister Davis apoyó la punta de la vara en el desnudo torso del muchacho que tenía delante y el carro se movió, pero con lentitud, pues la pendiente hacía muy penoso el arrastre en aquel suelo blando y escurridizo. El de atrás ayudaba a su compañero con todas sus fuerzas, mas de pronto las ruedas dejaron de girar y la vagoneta se detuvo: de bruces en el lodo, asido con ambas manos a los rieles en actitud de arrastrar aún, yacía el más joven de los conductores. A pesar de su valor la fatiga lo había vencido. La voz del jefe a quien la perspectiva de tener que arrastrarse doblado en dos por aquel suelo encharcado y sucio ponía fuera de sí, resonó colérica en la galería: —¡Canalla, haragán! —gritó enfurecido. Y la vara de hierro se alzó y cayó repetidas veces, produciendo un ruido sordo en aquel cuerpo inanimado. Al sentir los golpes, el caído se incorporó sobre las rodillas y haciendo un esfuerzo se puso de pie. Había en sus ojos una expresión de rabia, de dolor y desesperación. Con nervioso movimiento se despojó de sus arreos de bestia de tiro y se arrimó a la pared donde quedó inmóvil. 20 Mister Davis que le observaba con atención descendió del carro y se le acercó con la varilla en alto diciendo: —¡Ah! Con que te resistes, ¡espera! Pero viendo que la víctima por toda defensa cruzaba sus brazos sobre la cabeza, se detuvo, quedó indeciso un momento y luego con voz tonante, profirió: —¡Vete! ¡Fuera de aquí! Y volviéndose al otro muchacho que temblaba como la hoja en el árbol le ordenó imperiosamente: —Tú, sígueme. Y encorvando su alta estatura continuó adelante por la lóbrega galería. Después de despachar a toda prisa una cuadrilla de apuntaladores para que efectuasen en los revestimientos las reparaciones que tan duramente se le habían ordenado, el capataz se dirigió a esperar a su jefe a una pequeña plazoleta que lindaba con las nuevas obras en explotación, quedándose espantado al verlo aparecer, tras una larga espera, con la faz enrojecida, dando resoplidos de fatiga y salpicado de lodo de la cabeza a los pies. Fue tal su sorpresa, que no dio un paso ni hizo un ademán para acercarse a su señor, quien, dejándose caer pesadamente en unos trozos de madera, empezó a sacudir su traje y a enjugar con su fino pañuelo el copioso sudor que le inundaba el rostro. El muchacho que llegaba empujando el pequeño carro, le reveló en dos palabras lo sucedido. El capataz oyó la noticia con inquietud y dando a su fisonomía la expresión más consternada y trágica que pudo, se acercó con ademán solícito a su superior; pero éste, comprendiendo que aquel incidente resultaba ridículo para su orgullo, había recobrado el gesto soberbio de supremo desdén que le era habitual, y clavando en el semblante servil de su subordinado la mirada fría e implacable de sus grises pupilas, le preguntó con voz al parecer serena, pero en la que se trasparentaba cierta sorda irritación: —¿Tiene parientes ese muchacho? 21 —No, señor —respondió el interpelado—, sólo tiene madre y tres hermanos pequeños: el padre murió aplastado por un derrumbe cuando empezaron los trabajos del nuevo chiflón. Era un buen obrero —añadió, tratando de atenuar la falta del hijo con el mérito del padre. —Bueno, vas a dar orden inmediata para que esa mujer y sus hijos dejen ahora mismo la habitación. No quiero holgazanes aquí —terminó con amenazadora severidad. Su acento no admitía réplica, y el capataz, doblando una rodilla en el húmedo suelo, tomó su libreta de apuntes y el lápiz y trazó en ella, a la luz de su linterna, algunos renglones. Mientras escribía, su imaginación se trasladó al cuarto de la viuda y de los huérfanos, y a pesar de que aquellos lanzamientos eran cosa frecuente y que como ejecutor de la justicia inapelable del amo la sensibilidad no era el punto vulnerable de su carácter, no pudo menos de experimentar cierta desazón por esa medida que iba a causar la ruina de aquel miserable hogar. Terminado el escrito arrancó la hoja y haciendo una señal al muchacho para que se acercara se la entregó, diciéndole: —Llévalo afuera, al mayordomo de cuartos. Jefe y subalterno quedaron solos. En la plazoleta que servía de depósito de materiales, veíanse a la luz de las linternas trozos de maderas de revestimientos, montones de rieles y mangos de piquetas, esparcidos en derredor de los negros muros en los cuales se dibujaban las aberturas, más negras aún, de siniestros pasadizos. Un rumor sordo, como de rompientes lejanas, desembocaba por aquellos huecos en oleadas cortas e intermitentes: chirridos de ruedas, voces humanas confusas, chasquidos secos y un redoble lento, imposible de localizar, llenaba la maciza bóveda de aquella honda caverna donde las tinieblas limitaban el círculo de luz a un pequeñísimo radio tras el cual sus masas compactas estaban siempre en acecho, prontas a avanzar o retroceder. De pronto, allá a la distancia, apareció una luz seguida luego por otra y otras hasta completar algunas decenas. Asemejábanse a pequeños globos 22 rojos flotando en un mar de tinta y que subían y bajaban siguiendo la ondulada curva de un invisible oleaje. El capataz sacó su reloj y dijo, interrumpiendo el embarazoso silencio: —Son los barreteros de la Media Hoja que vienen a tratar de la cuestión de los rebajes. Ayer quedaron citados para este sitio. Y siguió dando minuciosos detalles sobre aquel asunto, detalles que su superior oía con manifiesto desagrado, su entrecejo se fruncía y todo en él revelaba una impaciencia creciente y cuando el capataz repetía por segunda vez sus argumentos: —Es, pues, imposible aumentar los precios porque, entonces, el costo del carbón… —Un «Ya lo sé» áspero y seco le cortó la palabra bruscamente. El empleado echó una mirada a hurtadillas a su interruptor y una escéptica sonrisa invisible en la oscuridad plegó sus delgados labios al distinguir la larga hilera de lucecillas que se aproximaban. No era difícil de adivinar que el negocio de aquellos pobres diablos de barreteros corría el gravísimo riesgo de convertirse en un desastre. Y su convicción se afirmó viendo el torvo ceño del jefe y observando las huellas que la caminata por la galería había dejado en su persona y traje. Los pantalones en las rodillas ostentaban grandes placas de barro y sus manos, ordinariamente tan blancas y cuidadas, eran las de un carbonero. No cabía duda, había tropezado y caído más de una vez. Además, en su abollado sombrero veíanse manchas del hollín que el humo de las lámparas deposita en la techumbre de los túneles, lo que indicaba que su cabeza había comprobado prácticamente la solidez de aquellos revestimientos que tan frágiles le habían parecido. Y a medida que avanzaba en aquel examen, una maligna alegría retratábase en el semblante finamente astuto del capataz. Sentíase vengado, siquiera en parte, de las humillaciones que por la índole de su empleo tenía diariamente que soportar. Las luces continuaban acercándose y se oía ya distintamente el rumor de las voces y el chapoteo de los pies en el lodo líquido. La cabeza de la columna desembocó en breve en la plazoleta y todos aquellos hombres fueron alineándose silenciosamente frente al sitio ocupado por sus superiores. El humo de las lámparas y el olor acre de sus cuerpos 23 sudorosos impregnó bien pronto la atmósfera de un hedor nauseabundo y asfixiante. Y a pesar del considerable aumento de luz las sombras persistían siempre y en ellas se dibujaban las borrosas siluetas de los trabajadores, como masas confusas de perfiles indeterminados y vagos. Mister Davis continuaba impasible sobre su banco de piedra, con las manos cruzadas sobre su grueso abdomen, dejando adivinar en la penumbra los recios contornos de su poderosa musculatura. Un silencio sepulcral reinaba en la plazoleta, silencio que interrumpieron de pronto algunas toses de viejo, cascadas y huecas. —¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡Que despachen pronto! —exclamó el ingeniero, dirigiéndose al capataz. Éste levantó la linterna a la altura de su cabeza y proyectó el haz luminoso sobre el grupo del cual se destacó un hombre que avanzó, gorra en mano, y se detuvo a tres pasos de distancia. Bajo de estatura, de pecho hundido y puntiagudos hombros, su calva ennegrecida como su rostro sobre el que caían largos mechones de pelos grises, dábale un aspecto extrañamente risible y grotesco. Una ojeada significativa del capataz le dio ánimo y con voz un tanto temblorosa planteó la cuestión que allí los había reunido: el asunto era por lo demás fácil y sencillo. Como la nueva veta sólo alcanzaba un máximum de grueso de sesenta centímetros, tenían que excavar cuatro décimos más de arcilla para dar cabida a la vagoneta. Este trabajo suplementario era el más duro de la faena, pues la tosca era muy consistente, y como la presencia del grisú no admitía el uso de explosivos había que ahondar el corte a golpes de piqueta, lo que demandaba fatiga y tiempo considerables. La pequeña alza del precio del cajón, fijándolo en treinta centavos, no era suficiente, pues aunque empezaban la tarea al amanecer y no abandonaban la cantera hasta entrada la noche apenas alcanzaban a despachar tres carretillas, y podían contarse con los dedos de la mano los que elevaban esa cifra a cuatro. Y después de hacer una pintura sobria de la miseria de los bogares y del hambre de la mujer y de los hijos, terminó diciendo que sólo la esperanza de que los rebajes los resarcirían de sus penurias como se les había prometido al contratárseles como barreteros del nuevo filón, había 24 sostenido las fuerzas de él y sus camaradas durante aquella larga quincena. El ingeniero oyó aquella exposición, desde el principio al fin, sin despegar los labios, encerrado en un mutismo amenazador que nada bueno presagiaba para los intereses de los solicitantes. Un silencio lúgubre siguió por algunos momentos, interrumpido por el leve chisporroteo de las lámparas y una que otra tos tenaz y recalcitrante. De pronto un estremecimiento recorrió el grupo, los cuellos se estiraron y aguzáronse los oídos. Era la voz interrogadora del jefe que resonaba diciendo: —¿Cuánto exigen ustedes por el metro de rebajes? Aquella pregunta concreta y terminante no obtuvo respuesta. Un murmullo partió de las filas y algunas voces aisladas se escucharon, pero calláronse inmediatamente al oír de nuevo la voz imperiosa que con agrio tono repitió: —¡Qué hay! ¿Nada contestas? El viejo, que pasaba su gorra de una mano a otra, con aire indeciso, interpelado así directamente adelantó un paso y dijo con voz lenta e insegura, tratando de leer en el rostro velado de su interlocutor el efecto de sus palabras: —Señor, lo justo sería que se nos pagase por cada metro el precio de cuatro carretillas de carbón, porque… No terminó. El ingeniero se había puesto de pie y su obesa persona se destacó tomando proporciones amenazadoras en la nebulosa penumbra. —Sois unos insolentes —gritó con voz rebosante de ira—, unos imbéciles que creen que voy a derrochar los dineros de la compañía en fomentar la pereza de un hato de holgazanes que en vez de trabajar se echan a dormir como cerdos por los rincones de las galerías. Hizo una pausa para tomar aliento y agregó como si hablase consigo mismo: —Pero conozco los ardides y sé lo que valen las lamentaciones hipócritas de semejante canalla. 25 Y encarándose con el capataz le ordenó recalcando cada una de sus palabras: —Abonarás por el metro de rebajes en la Media Hoja treinta centavos a los barreteros que extraigan por término medio cuatro cajones de carbón diario. Los que no alcancen a esta cifra sólo cobrarán el precio del mineral. Estaba furioso, porque a pesar de las economías introducidas, el carbón resultaba allí más caro que en los demás filones, y las exigencias de los obreros, que no hacían sino confirmar aquel mal éxito, aumentaban su despecho, pues íbale en ello su prestigio puesto en peligro por el error lamentable de sus cálculos y previsiones. Bajo sus negras caretas los mineros palidecieron hasta la lividez. Aquellas palabras vibraron en sus oídos, repercutiendo en lo más hondo de sus almas como el toque apocalíptico de las trompetas del juicio final. Una expresión estúpida, un estupor cercano a la idiotez se pintó en sus dilatadas pupilas, y sus rodillas flaquearon como si súbitamente se hubiese hundido sobre ellos la sombría bóveda. Mas era tal el temor que les inspiraba la figura irritada e imponente del amo y tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejercía en sus pobres espíritus envilecidos por tantos años de servidumbre, que nadie hizo un ademán ni dejó escapar la menor protesta. Pero luego vino la reacción: era tan enorme el despojo, tan durísima la pena, que sus cerebros atontados un instante por aquel golpe de maza, recobraron de nuevo la conciencia de sus actos. El primero que recobró el uso de sus facultades fue el viejo de la tiznada calva, quien viendo que el jefe iba ya a marcharse le cerró resueltamente el paso diciendo con plañidera voz: —Señor, apiádese de nosotros, que se nos cumpla lo prometido, lo hemos ganado con nuestra sangre. ¡Mire usted! Y arrancando de un tirón la manga de la blusa mostró el brazo izquierdo envuelto en sucios vendajes que apartó con violencia, quedando al descubierto un profundo desgarrón que iba de la clavícula hasta el antebrazo. Aquella llaga privada de su apósito empezó a manar sangre en abundancia. 26 —Señor —prosiguió—, ténganos lástima, se lo pedimos de rodillas. Pero el ingeniero no lo oía, ocupado en discutir con el capataz el camino más corto para llegar al nuevo túnel destinado a unir las nuevas obras con las antiguas. Un murmullo amenazador se alzó tras él cuando se puso en marcha, y el viejo, viendo que abandonaba la plazoleta, en un acceso de desesperación alargó la mano y lo cogió de la ropa. Un brazo formidable se alzó en la oscuridad y de un furioso revés lanzó al atrevido a diez pasos de distancia. Se oyó un ruido sordo, un quejido y todo quedó otra vez en silencio. Un momento después el jefe y su acompañante desaparecían en un ángulo del corredor. En la plazoleta se desarrolló, entonces, una escena digna de los condenados del infierno. En la lobreguez de la sombra agitáronse las luces de las lámparas, moviéndose en todas direcciones y terribles juramentos y atroces blasfemias resonaron en las tinieblas, yendo a despertar a lo largo de los muros los ecos tristemente lúgubres de la roca tan insensible como el feroz egoísmo humano ante aquella inmensa desolación. Algunos se habían echado en el suelo y mudos como masas inertes permanecían anonadados sin ver ni oír lo que pasaba a su alrededor. Un vejete lloraba en silencio acurrucado en un rincón y sus lágrimas trazaban sinuosos surcos en la cobriza y arrugada piel de su tiznado rostro. En otros grupos se discutía y gesticulaba acaloradamente y el ruido de la disputa era interrumpido a cada instante por maldiciones y rugidos de cólera y de dolor. Un muchacho alto y flaco con los puños crispados se paseaba entre los grupos oyendo los distintos pareceres y, convencido de que aquello no tenía remedio, que la sentencia dictada era inapelable, en un rapto de furor estrelló la lámpara en el muro, donde se hizo mil pedazos, y empezó a dar cabezadas contra la roca hasta rodar desvanecido al pie de la muralla. Poco a poco se fueron aquietando los ánimos y un fornido mocetón exclamó en voz alta: —¡Yo no doy un piquetazo más, que todo se lo lleve el diablo! 27 —Es muy fácil decir eso cuando no se tiene mujer ni hijos —le contestó alguien prontamente. —Si siquiera pudiéramos usar pólvora. ¡Maldito grisú! —murmuró quejumbrosamente el de la calva. —Sería la misma cosa, compañero. En cuanto vieran que ganábamos un poco más, rebajarían los sueldos. —Y la culpa la tienen ustedes, los jóvenes —afirmó un viejo. —¡Vaya, abuelo, ataje la recua que se le dispara! —profirió el primero que había tomado la palabra. —Sí —insistió el anciano—, ustedes y nadie más que ustedes tienen la culpa, porque revientan trabajando y nos hacen reventar a todos. Si midiesen sus fuerzas no bajarían los precios y esta vida de perros sería menos dura. —Es que no nos gusta mirarnos las manos cuando trabajamos. —Tampoco las miraba yo y ya ves lo que me ha lucido. Hubo un instante de silencio, y tras una breve pausa la voz grave y melancólica del anciano resonó otra vez: —También fui joven y como ustedes hice lo mismo; me burlé de los viejos sin pensar que la juventud pasa tan ligero que cuando cae uno en ello es ya un desperdicio, un trasto. Viejo soy, pero no hay que olvidar que todos van por ese camino; que la muerte nos arrea y el que se para tiene pena de la vida. Calláronse todos, nuevamente, y el vejete que gemía en el rincón se levantó y con lánguido paso abandonó la plazoleta. Muy pronto los demás siguieron su ejemplo, y en la profundidad de la galería las vacilantes luces de las lámparas volvieron a sumergirse en aquellas ondas tenebrosas que ahogaron en un instante su fugitivo y moribundo resplandor. En el nuevo túnel se habían interrumpido momentáneamente los trabajos de excavación y sólo había allí una escuadrilla de apuntaladores: tres hombres y un muchacho. Ocupábanse dos en aserrar los maderos y los otros dos los ajustaban en sus sitios. Estaban ya al final y sólo unos 28 cuantos metros los separaban del muro de roca que se perforaba. Un obrero y el muchacho se empeñaban en colocar un trozo de viga en posición vertical: el primero la sostenía, mientras el segundo con un pesado combo golpeaba la parte superior. Viendo el poco éxito que obtenían, resolvieron quitarla para acortar su longitud, pero estaba encajada tan sólidamente que a pesar de sus esfuerzos no pudieron conseguirlo. Entonces pusiéronse a disputar con acritud culpándose mutuamente de haber errado la medida del corte de aquel madero. Después de un agrio cambio de palabras se apartaron, sentándose para descansar en los trozos de roca esparcidos en el suelo. Uno de los que aserraban se acercó, examinó la viga y viendo la señal de los golpes cerca de la techumbre, dijo, dirigiéndose al muchacho: —Ten cuidado de golpear tan arriba. Una chispa, una sola, y nos achicharramos todos en este infierno. Acércate, ven a ver —agregó agachándose al pie del muro—. Pon la mano aquí, ¿qué sientes? —Algo así como un vientecito que sopla. —No es viento, camarada, es el grisú. Ayer tapamos con arcilla varias rendijas, pero ésta se nos escapó. La galería debe estar llena del maldito gas. Y para cerciorarse levantó la lámpara de seguridad por encima de su cabeza: la luz se alargó creciendo considerablemente, visto lo cual por el obrero bajó el brazo con rapidez. —¡Diablo! —dijo—, hay aquí grisú para hacer saltar la mina entera. Aquel muchacho cuya edad fluctuaba entre los dieciocho y diecinueve años era conocido con el singular apodo de Viento Negro. Pendenciero y fanfarrón, de fuertes y recios miembros, abusaba de su vigor físico con los compañeros generalmente más débiles que él, por lo cual era muy poco estimado entre ellos. En su rostro picado de viruelas había una firmeza y resolución que contrastaba notablemente con los semblantes tímidos e inexpresivos de sus camaradas. El obrero y el muchacho fueron a proseguir su conversación sentados en una viga. 29 —Ya ves —decía el primero—, estamos, vaya el caso, dentro del cañón de una escopeta, en el sitio en que se pone la carga. Y señalando delante de él la alta galería continuó: —Al menor descuido, una chispa que salte o una lámpara que se rompa, el Diablo tira del gatillo y sale el tiro. En cuanto a los que estamos aquí, haríamos sencillamente el papel de perdigones. Viento Negro no contestó. En lo alto del túnel vio brillar la luz de la linterna del ingeniero. El otro también la había visto y levantándose ambos con premura fueron a proseguir la interrumpida tarea. El muchacho cogió el combo y se dispuso a golpear la viga, pero su compañero se lo impidió diciéndole: —¡No ves, torpe, que eso es inútil! —Pero ahí vienen y es preciso hacer algo. —Yo no hago nada y cuando lleguen diré que me den otro ayudante, porque tú para nada te cuidas de mis observaciones. Y de nuevo se enconó la discusión, y hubieran llegado a las manos si la presencia de los superiores no lo hubiese impedido. Jefe y subalterno examinaron con atención los revestimientos y muy luego la mirada vigilante del capataz se fijó en la viga objeto de la disputa. —¿Qué es esto, Juan? —Es por culpa de éste, señor —respondió el obrero, señalando al muchacho—, hace lo que le da la gana y no obedece mis órdenes. Los ojos penetrantes del capataz se clavaron en Viento Negro y exclamó de pronto en tono de amenaza: —¡Ah, eres tú el que cortó ayer la cuerda de señales del departamento de los capataces! Tienes cinco pesos de multa por la fechoría. —¡No he sido yo! —rugió el interpelado, pálido de cólera. El capataz se encogió de hombros con indiferencia, pero viendo la 30 inmovilidad del obrero y la furiosa mirada que brotaba de sus ojos, le gritó con imperio: —¿Qué haces ahí, maldito holgazán? ¡Pronto, a quitar ese madero! El muchacho no se movió. En su alma inculta e indómita aquella multa que tan injustamente se le aplicaba, prodújole el efecto de un latigazo, irritando hasta la exasperación su fiero y resuelto carácter. El capataz, furioso por aquel insólito desconocimiento de su autoridad, cogió del cuello al desobediente y dándole un empellón hacia adelante remató la agresión aplicándole un violento puntapié por detrás. ¡Jamás lo hubiera hecho! Viento Negro se revolvió contra él como un tigre y asestándole una tremenda cabezada en mitad del pecho lo tendió exánime en el duro pavimento. El ingeniero que cerca de allí hacía anotaciones en su cartera y que, impuesto de la disputa, se preparaba a intervenir, se volvió al oír el golpe de la caída y percibiendo una sombra que se deslizaba pegada al muro, de un salto se puso delante, cerrándole el paso. El fugitivo quiso evadirse por el otro lado, pero un puño de hierro le cogió de un brazo y lo arrastró como una pluma al fondo del túnel. Sentado en una piedra, rodeado por los obreros, el capataz vuelto de su pasajero desvanecimiento, respiraba con dificultad. Al ver a su agresor quiso abalanzarse sobre el pero un ademán del ingeniero lo contuvo. —Le ha dado una cabezada en el pecho —dijeron los obreros contestando a la mirada interrogadora del jefe, quien sin soltar el brazo de su prisionero lo condujo frente a la viga y le ordenó con tono tranquilo, casi amistoso: —Ante todo vas a colocar este soporte en su sitio. —He dicho que no quiero trabajar —repuso con voz sorda y opaca Viento Negro. —Y yo te digo que trabajarás, si no te basta el martillo puedes ensayar las cabezadas en las que eres tan diestro. Una explosión de risa saludó la cuchufleta que hizo palidecer de rabia el desfigurado rostro del obrero, quien paseó a su alrededor la mirada de fiera acorralada en la que brillaba la llama sombría de una indomable 31 resolución. Y, de pronto, contrayendo sus músculos dio un salto hacia adelante, tratando pasar por el espacio descubierto entre el cuerpo del ingeniero y el muro del corredor. Pero un terrible puñetazo que le alcanzó en pleno rostro lo arrojó de espaldas con extremada violencia. Se incorporó apoyándose en las manos y las rodillas, mas una feroz patada en los riñones lo echó a rodar de nuevo por entre los escombros de la galería. Los testigos de aquella escena no respiraban y seguían con avidez todas sus peripecias. Viento Negro, lleno de lodo, espantoso, sangriento, se puso de pie. Un hilo de sangre brotaba de su ojo derecho e iba a perderse en la comisura de los labios, pero con paso firme se adelantó y cogiendo el combo se puso a descargar furiosos golpes en la inclinada viga. La sonrisa del orgullo satisfecho resplandecía en la ancha faz del ingeniero. Había domado la fierecilla y a cada furibundo golpe que hacía resbalar el madero sobre la roca repetía plácidamente: —¡Bien, muchacho, bravo, bien, bien! El capataz fue el único que percibió el peligro, pero sólo alcanzó a ponerse de pie. En la negra techumbre brillaron unas tras otras algunas chispas. Viento Negro había dejado deslizarse por sus manos el mango del combo hasta su extremidad, y la maza de acero al rozar las agudas aristas de la roca había producido en ellas el efecto fulminante del choque del eslabón con el pedernal. Una llama azulada recorrió velozmente el combado techo del túnel y la masa de aire contenida entre sus muros se inflamó, convirtiéndose en una inmensa llamarada. Los cabellos y los trajes ardieron, y una luz vivísima, de extraordinaria intensidad, iluminó hasta los rincones más ocultos de la inclinada galería. Pero aquella pavorosa visión sólo duró el brevísimo espacio de un segundo: un terrible crujido conmovió las entrañas de la roca y los seis hombres envueltos en un torbellino de llamas, de trozos de madera y de piedras, fueron proyectados con espantosa violencia a lo largo del corredor. 32 Al sordo estallido de la formidable explosión, los habitantes del pequeño caserío se agolparon a las puertas y ventanas de sus viviendas y fijando sus azorados ojos en las construcciones de la mina, presenciaron llenos de espanto algo como la repentina erupción de un volcán. Bajo el cielo azul, sereno y límpido, sin asomo de humo, ni de llamas, los maderos de la cabría, arrancados de sus sitios por una fuerza prodigiosa, fueron lanzados hacia arriba en todas direcciones: una de las jaulas de hierro, recorriendo el angosto tubo del pozo, como un proyectil el ánima de un cañón, subió recta hasta una inmensa altura. Los moradores de la población minera, en su mayor parte mujeres y niños, se abalanzaron en confuso tropel hacia el pique donde todo era confusión y desorden: los obreros corrían de un lado para otro, despavoridos, sin hallar qué hacer. Mas la presencia de ánimo del capataz de turno los tranquilizó un tanto, y bajo su dirección pusiéronse a trabajar con febril actividad. Las jaulas habían desaparecido y con ellas uno de los cables, pero el otro estaba aún intacto enrollado en la bobina. Con rapidez se montó una polea sobre la boca del pozo y atando un cubo de madera a la extremidad del cable quedó todo listo para efectuar la bajada. El capataz y dos obreros se disponían ya a llevar a efecto esta operación cuando una espesa humareda que empezó a brotar desde abajo lo impidió y hubo que aguardar que los ventiladores barrieran aquel obstáculo. Entretanto, las mujeres enloquecidas habían invadido la plataforma dificultado grandemente los trabajos de salvamento y los obreros, para tener despejado el sitio de la maniobra tenían que rechazarlas a empellones y puñetazo limpio. Sus alaridos aturdían impidiendo oír las voces de mando de capataces y maquinistas. Por fin el humo se disipó y el capataz y los obreros se colocaron dentro del cubo: diose la señal de bajada y desaparecieron en medio del más profundo silencio. Frente a la galería de entrada abandonaron la improvisada jaula y penetraron al interior. Una calma aterradora reinaba allí, no se veía un rayo de luz y todo estaba limpio de obstáculos: no había rastros de vagonetas ni de maderos; las poleas, los cables, las cuerdas de señales, todo había sido barrido por la violencia del aire empujado por la explosión. 33 Aquella soledad los sobrecogió y una angustia mortal oprimió sus corazones. ¿Habían muerto todos los compañeros? Pero, de pronto, aparecieron gran número de luces y se encontraron rodeados por un compacto grupo de trabajadores. Al sentir la conmoción habían corrido presurosos hacia el punto de salida, mas al desembocar en la galería central los había detenido el humo y el aire irrespirable que llenaba esa parte de la mina. Nada sabían de los obreros de la entrada del pique; sin duda habían sido sepultados junto con los escombros en lo más hondo del pozo. Las opiniones estaban acordes en que la explosión se había producido en el nuevo túnel y que debían haber perecido en ella la cuadrilla de apuntaladores, el ingeniero jefe y el capataz mayor de la mina. Un grito unánime resonó: ¡Vamos allá! Y todos se pusieron en movimiento, pero la voz enérgica del capataz los detuvo: —¡Nadie se mueva! —dijo con autoridad—, la galería está llena de viento negro. Lo primero es activar la ventilación. Ciérrense las compuertas de la segunda galería para que el aire del ventilador obre directamente sobre el túnel. Después veremos lo que hay que hacer. Mientras algunos se precipitaban a ejecutar aquellas órdenes, el barretero Tomás, un mocetón alto y robusto, se acercó y con tono resuelto, dijo: —Yo iré allá, si hay quien me acompañe. Es cobardía abandonar así a los compañeros. Puede haber alguno vivo todavía. —¡Sí, sí! ¡Vamos! —exclamaron una veintena de voces. El capataz trató de disuadirlos, diciéndoles que era correr inútilmente a una muerte casi segura. Que hacía más de dos horas que se había producido el estallido y que por consiguiente los jefes y camaradas estaban sin duda alguna, muertos y bien muertos. Pero viendo que no le escuchaban accedió para evitar mayores desgracias a lo propuesto por el obrero, quien después de una violenta disputa, pues todos querían ser de la partida, eligió tres acompañantes con los cuales se puso inmediatamente en marcha. A la entrada del túnel los cuatro hombres se arrodillaron e hicieron la señal 34 de la cruz, y en seguida unos tras otros, con las lámparas en alto, penetraron en la galería que por su elevación les permitía andar derechos, sin encorvarse. Muy pronto sintieron latidos en las sienes y zumbidos en los oídos. A cien metros el que iba a la cabeza sintió un golpe a sus espaldas: el obrero que lo seguía había caído. Sin pérdida de tiempo lo levantaron y lo arrastraron hacia afuera. Reemplazósele con presteza y el pequeño grupo volvió de nuevo a internarse en el corredor. Cuando les faltaba un centenar de metros para llegar al final, encontraron el primer cuerpo. Una ojeada les bastó para comprender que era imposible conservar un resto de vida: estaba hecho pedazos. Algunos pasos más y tropezaron con el segundo, luego con el tercero, el cuarto y el quinto. El último era el del capataz, a quien reconocieron por sus gruesos zapatos claveteados. Faltaba el ingeniero, y sin detenerse siguieron avanzando, pero de pronto delante de ellos se desprendió un grueso bloque que cayó con gran estruendo, levantando una nube de polvo. Hallábanse en el sitio de la explosión: el suelo estaba sembrado de escombros, los revestimientos habían sido arrancados en gran parte y la techumbre principiaba a ceder. Se detuvieron un instante indecisos; mas, luego, pasando por encima del obstáculo, prosiguieron el avance, cautelosos, con el oído atento a los chasquidos precursores de los derrumbes y sintiendo a cada paso el golpe seco de algún desprendimiento. Caminaron así algunos metros cuando de improviso resonó un crujido. Tomás, que era el primero del grupo, recibió un golpe en un hombro que lo hizo vacilar sobre sus piernas: se volvió lleno de angustia; una espesa polvareda le impedía ver. Adelantó con precaución y sus dientes castañetearon: delante de él y cerrándole el paso había un montón de piedras de más de un metro de elevación y que abarcaba todo el ancho de la galería. De un salto cayó sobre aquel sepulcro y empezó a remover furiosamente los escombros, tarea que secundaron en breve los compañeros que llegaban, pero después de grandes esfuerzos sólo encontraron tres cadáveres. Mientras algunos recogían los muertos, los demás registraban los rincones en busca del ingeniero cuya extraña desaparición despertaba en sus espíritus supersticiosos la idea de que el Diablo se lo había llevado en cuerpo y alma. 35 De pronto alguien gritó con fuerza: —¡Aquí está! Todos acudieron y alumbraron con sus lámparas. En un recodo de la galería, pegado al techo y en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la extremidad que apuntaba al fondo del túnel, había un gran bulto suspendido. Aquella masa voluminosa que despedía un olor penetrante de carne quemada, era el cuerpo del ingeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habíale penetrado en el vientre y sobresalía más de un metro por entre los hombros. Con la terrible violencia del choque, la barra se había torcido y costó gran trabajo sacarlo de allí. Retirado el cadáver, como las ropas convertidas en pavesas se deshacían al más ligero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas y lo cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no había asomo de odio ni de rencor. Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros, respiraban con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que seguía gravitando sobre ellos, como una montaña en la cual la humanidad y los siglos habían amontonado soberbia, egoísmo y ferocidad. 36 El pago Pedro María, con las piernas encogidas, acostado sobre el lado derecho, trazaba a golpes de piqueta un corte en la parte baja de la vena. Aquella incisión que los barreteros llaman circa alcanzaba ya a treinta centímetros de profundidad, pero el agua que se filtraba del techo y corría por el bloque llenaba el surco cada cinco minutos, obligando al minero a soltar la herramienta para extraer con ayuda de su gorra de cuero aquel sucio y negro líquido que, escurriéndose por debajo de su cuerpo, iba a formar grandes charcas en el fondo de la galería. Hacía algunas horas que trabajaba con ahínco para finiquitar aquel corte y empezar la tarea de desprender el carbón. En aquella estrechísima ratonera el calor era insoportable. Pedro María sudaba a mares, y de su cuerpo, desnudo hasta la cintura, brotaba un cálido vaho que con el humo de la lámpara formaba a su alrededor una especie de niebla cuya opacidad, impidiéndole ver con precisión, hacía más difícil la dura e interminable tarea. La escasa ventilación aumentaba sus fatigas, el aire cargado de impurezas, pesado, asfixiante, le producía ahogos y accesos de sofocación, y la altura de la labor, unos setenta centímetros escasos, sólo le permitía posturas incómodas y forzadas que concluían por entumecer sus miembros, ocasionándole dolores y calambres intolerables. Apoyado en el codo, con el cuello doblado, golpeaba sin descanso, y a cada golpe el agua de la cortadura le azotaba el rostro con gruesas gotas que herían sus pupilas como martillazos. Deteníase entonces por un momento para desaguar el surco y empuñaba de nuevo la piqueta sin cuidarse de la fatiga que engarrotaba sus músculos, del ambiente irrespirable de aquel agujero, ni del lodo en que se hundía su cuerpo, acosado por una idea fija, obstinada, de extraer ese día, el último de la quincena, el mayor número posible de carretillas; y esa obsesión era tan poderosa, absorbía de tal modo sus facultades, que la tortura física le hacía el efecto de la espuela que desgarra los ijares de un caballo desbocado. Cuando la circa estuvo terminada, Pedro María sin permitirse un minuto de 37 reposo se preparó inmediatamente a desprender el mineral. Ensayó varias posturas buscando la más cómoda para atacar el bloque, pero tuvo que resignarse a seguir con la que había adoptado hasta allí, acostado sobre el lado derecho, que era la única que le permitía manejar la piqueta con relativa facilidad. La tarea de arrancar el carbón, que a un novicio le parecería operación sencillísima, requiere no poca maña y destreza, pues si el golpe es muy oblicuo la herramienta resbala, desprendiendo sólo pequeños trozos, y si la inclinación no es bastante, el diente de acero rebota y se despunta como si fuese de mazapán. Pedro María empezó con brío la tarea, atacó la hulla junto al corte y golpeando de arriba abajo desprendiéronse de la vena grandes trozos negros y brillantes que se amontonaron rápidamente a lo largo de la hendidura; pero a medida que el golpe subía, el trabajo hacíase muy penoso. En aquel pequeño espacio no podía darse a la piqueta el impulso necesario: estrechada entre el techo y la pared, mordía el bloque débilmente, y el obrero, desesperado, multiplicaba los golpes arrancando sólo pequeños pedazos de mineral. Un sudor copiosísimo empapaba su cuerpo, y el espeso polvo que se desprendía de la vena, mezclado con el aire que respiraba, se introducía en su garganta y pulmones produciéndole accesos de tos que desgarraban su pecho dejándole sin aliento. Pero golpeaba, golpeaba sin cesar, encarnizándose contra aquel obstáculo que hubiera querido despedazar con sus uñas y sus dientes. Y enardecido, furioso a riesgo de quedar allí sepultado, arrancó del techo un gran tablón contra el cual chocaba a cada instante la herramienta. Una gota de agua, persistente y rápida, comenzó a caerle en la base del cuello, y su fresco contacto le pareció en un principio delicioso; pero la agradable sensación desapareció muy pronto para convertirse en un escozor semejante al de una quemadura. En balde trataba de esquivar aquella gotera que escurriéndose antes por el madero, iba a perderse en la pared y que ahora abrasaba su carne como si fuera plomo derretido. Sin embargo no cejaba con su tenaz empeño, y mientras el carbón se desmoronaba amontonándose entre sus piernas, sus ojos buscaban el sitio propicio para herir aquel muro que agujereaba hacía ya tantos años, que era siempre el mismo de un espesor tan enorme que nunca se le veía el fin… 38 Pedro María abandonó la faena al anochecer y tomando su lámpara y arrastrándose penosamente por los corredores, ganó la galería central. Las corrientes de aire que encontraba al paso habían enfriado su cuerpo, y caminaba quebrantado y dolorido, vacilante sobre sus piernas entorpecidas por tantas horas de forzada inmovilidad… Cuando se encontró afuera sobre la plataforma, un soplo helado le azotó el rostro, y sin detenerse, con paso rápido descendió por la carretera. Sobre su cabeza grandes masas de nubes oscuras corrían empujadas por un fuerte viento del septentrión, en las cuales el plateado disco de la luna, lanzado en dirección contraria, parecía penetrar con la violencia de un proyectil, palideciendo y eclipsándose entre los densos nubarrones para reaparecer de nuevo, rápido y brillante, a través de un fugitivo desgarrón. Y ante aquellas furtivas apariciones del astro, la oscuridad huía por unos instantes, destacándose sobre el suelo sombrío las brillantes manchas de las charcas que el obrero no se cuidaba de evitar en su prisa de llegar pronto y de encontrarse bajo techo, junto a la llama bienhechora del hogar. Transido de frío, con las ropas pegadas a la piel, penetró en el estrecho cuarto. Algunos carbones ardían en la chimenea, y delante de ella, colgados de un cordel, se veían un pantalón y una blusa de lienzo, ropa que el obrero se puso sin tardanza, tirando la mojada en un rincón. Su mujer le habló entonces, quejándose de que ese día tampoco había conseguido nada en el despacho. Pedro María no contestó, y como ella continuase explicándole que esa noche tenía que acostarse sin cenar, pues el poco café que había lo destinaba para el día siguiente, su marido la interrumpió, diciéndole: —No importa, mujer, mañana es día de pago y se acabarán nuestras penas. Y rendido, con los miembros destrozados por la fatiga, fue a tenderse en su camastro arrimado a la pared. Aquel lecho compuesto de cuatro tablas sobre dos banquillos y cubiertas por unos cuantos sacos, no tenía más abrigo que una manta deshilachada y sucia. La mujer y los dos chicos, un rapaz de cinco años y una criatura de ocho meses, dormían en una cama parecida, pero más confortable, pues se había agregado a los sacos un jergón de paja. Durante aquellos cinco días transcurridos desde que el despacho les cortó los víveres, las escasas ropas y utensilios habían sido vendidos o 39 empeñados; pues en ese apartado lugarejo no existía otra tienda de provisiones que la de la Compañía, en donde todos estaban obligados a comprar mediante vales o fichas al portador. Muy pronto un sueño pesado cerró los párpados del obrero, y en aquellas cuatro paredes reinó el silencio, interrumpido a ratos por las rachas de viento y lluvia, que azotaban las puertas y ventanas de la miserable habitación. La mañana estaba bastante avanzada cuando Pedro María se despertó. Era uno de los últimos días de junio y una llovizna fina y persistente caía del cielo entoldado, de un gris oscuro y ceniciento. Por el lado del mar una espesa cortina de brumas cerraba el horizonte, como un muro opaco que avanzaba lentamente tragándose a su paso todo lo que la vista percibía en aquella dirección. Bajo el zinc de los corredores, entre el ir y venir de las mujeres y las locas carreras de los niños los obreros, con el busto desnudo, friccionábanse la piel briosamente para quitarse el tizne adquirido en una semana de trabajo. Ese día destinado al pago de los jornales era siempre esperado con ansia y en todos los rostros brillaba cierta alegría y animación. Pedro María, terminado su tocado semanal, se quedó de pie un momento apoyado en el marco de la puerta, dirigiendo una mirada vaga sobre la llanura y contemplando silencioso la lluvia tenaz y monótona que empapaba el suelo negruzco, lleno de baches y de sucias charcas. Era un hombre de treinta y cinco años escasos, pero su rostro demacrado, sus ojos hundidos y su barba y su cabello entrecanos le hacían aparentar más de cincuenta. Había ya empezado para él la época triste y temible en la que el minero ve debilitarse, junto con el vigor físico, el valor y las energías de su efímera juventud. Después de haber contemplado un instante el triste paisaje que se desenvolvía ante su vista, el obrero penetró en el cuarto y se sentó juntó a la chimenea, donde en el tacho de hierro hervía ya el agua para el café. La mujer, que había salido volvió trayendo pan y azúcar para el desayuno. De menos edad que su marido, estaba ya muy ajada y marchita por aquella vida de trabajos y de privaciones que la lactancia del pequeño 40 había hecho más difícil y penosa. Terminado el mezquino refrigerio, marido y mujer se pusieron a hacer cálculos sobre la suma que el primero recibiría en el pago y, rectificando una y otra vez sus cuentas, llegaron a la conclusión de que pagado el despacho les quedaba un sobrante suficiente para rescatar y comprar los utensilios de que la necesidad les había obligado a deshacerse. Aquella perspectiva los puso alegres y como en ese momento comenzase a sonar la campana de la oficina pagadora, el obrero se calzó sus ojotas y seguido de la mujer que, llevando a la criatura en brazos y al otro pequeño de la mano, caminaba hundiendo sus pies desnudos en el lodo, se dirigió hacia la carretera, uniéndose a los numerosos grupos que se marchaban a toda prisa en dirección de la mina. El viento y la lluvia que caía con fuerza les obligaban a acelerar el paso para buscar un refugio bajo los cobertizos que rodeaban el pique, los que muy luego fueron insuficientes para contener aquella abigarrada muchedumbre. Allí estaba todo el personal de las distintas faenas, desde el anciano capataz hasta el portero de ocho años, estrechándose unos a otros para evitar el agua que se escurría del alero de los tejados y con los ojos fijos en la cerrada ventanilla del pagador. Después de un rato de espera el postigo de la ventana se alzó, empezando inmediatamente el pago de los jornales. Esta operación se hacía por secciones, y los obreros eran llamados uno a uno por los capataces que custodiaban la pequeña abertura por la que el cajero iba entregando las cantidades que constituían el haber de cada cual. Estas sumas eran en general reducidas, pues se limitaban al saldo que quedaba después de deducir el valor del aceite, carbón y multas y el total de lo consumido en el despacho. Los obreros se acercaban y se retiraban en silencio, pues estaba prohibido hacer observaciones y no se atendía reclamo alguno, sino cuando se había pagado el último trabajador. A veces un minero palidecía y clavaba una mirada de sorpresa y de espanto en el dinero puesto al borde de la ventanilla, sin atreverse a tocarlo, pero un «¡Retírate!» imperioso de los capataces le hacía estirar la mano y coger las monedas con sus dedos temblorosos, apartándose en seguida con la cabeza baja y una expresión estúpida en su semblante trastornado. 41 Su mujer le salía al encuentro ansiosa, preguntándole: —¿Cuánto te han dado? Y el obrero por toda respuesta abría la mano y mostraba las monedas y luego se miraban a los ojos quedándose mudos, sobrecogidos y sintiendo que la tierra vacilaba bajo sus pies. De pronto algunas risotadas interrumpieron el religioso silencio que reinaba allí. La causa de aquel ruido intempestivo era un minero que viendo que el empleado ponía sobre la tablilla una sola moneda de veinte centavos, la cogió, la miró un instante con atención como un objeto curioso y raro y luego la arrojó con ira lejos de sí. Una turba de pilletes se lanzó como un rayo tras la moneda que había caído, levantando un ligero penacho en mitad de una charca, mientras el obrero, con las manos en los bolsillos, descendía por la carretera sin hacer caso de las voces de una pobre anciana que con las faldas levantadas corría gritando con acento angustioso: —¡Juan, Juan! —Pero él no se detenía, y muy pronto sus figuras macilentas, azotadas por el viento y por la lluvia desaparecieron arrastradas, a lo lejos, por el torrente nunca exhausto del dolor y la miseria. Pedro María esperaba con paciencia su turno y cuando el capataz exclamó en voz alta: —¡Barreteros de la Doble! —Se estremeció y aguardó nervioso, con el oído atento a que se pronunciase su nombre, pero las tres palabras que lo constituían no llegaron a sus oídos. Unos tras otros fueron llamados sus compañeros y al escuchar de nuevo la voz aguda del capataz que gritaba: —¡Barreteros de la Media Hoja! —Un escalofrío recorrió su cuerpo y sus ojos se agrandaron desmesuradamente. Su mujer se volvió y le dijo, entre sorprendida y temerosa: —No te han llamado ¡mira! —Y como él no respondiese empezó a gemir, mientras mecía en sus brazos al pequeño que aburrido de chupar el agotado seno de la madre se había puesto a llorar desesperadamente. —¿Que no lo han llamado todavía? 42 Y como la interpelada moviese negativamente la cabeza, dijo: —Tampoco a éste —señalando a su hijo, un muchacho de doce años, pero tan paliducho y raquítico que no aparentaba más de ocho. Aquella mujer, joven viuda, alta, bien formada, de rostro agraciado, rojos labios y blanquísimos dientes, se arrimó a la pared del cobertizo y desde ahí lanzaba miradas fulgurantes a la ventanilla, tras la cual se veían los rubios bigotes y las encarnadas mejillas del pagador. Pedro María, entretanto, ponía en tortura su magín haciendo cálculos tras cálculos, pero el obrero como tantos otros que se hallaban en el mismo caso echaba las cuentas sin la huéspeda, es decir, sin la multa imprevista, sin la disminución del salario o el alza repentina y caprichosa de los precios del despacho. Cuando se hubo acercado a la ventanilla el último trabajador de la última faena, la voz ruda del capataz resonó clara y vibrante: —¡Reclamos! Y un centenar de hombres y de mujeres se precipitó hacia la oficina: todos ellos estaban animados por la esperanza de que un olvido o un error fuese la causa de que sus nombres no aparecieran en las listas. En primera fila estaba la viuda con su chico de la mano. Acercó el rostro a la abertura y dijo: —José Ramos, portero. —¿No ha sido llamado? —No, señor. El cajero recorrió las páginas del libro y con voz breve leyó: —José Ramos, veintiséis días a veinticinco centavos. Tiene un peso de multa. Queda debiendo cincuenta centavos al despacho. La mujer, roja de ira, respondió: —¡Un peso de multa! ¿Por qué? ¡Y no son veinticinco centavos los que 43 gana sino treinta y cinco! El empleado no se dignó contestar y con tono imperioso y apremiante gritó a través de la ventanilla: —¡Otro! La joven quiso insistir, pero los capataces la arrancaron de allí y la empujaron violentamente fuera del círculo. Su naturaleza enérgica se sublevó, la rabia la sofocaba y sus miradas despedían llamas. —¡Canallas, ladrones! —pudo exclamar después de un momento con voz enronquecida. Con la cabeza echada atrás, el cuerpo erguido, destacándose bajo las ropas húmedas y ceñidas los amplios hombros y el combado seno, quedó un instante en actitud de reto, lanzando rayos de intensa cólera por los oscuros y rasgados ojos. —¡No rabies, mujer, mira que ofendes a Dios! —profirió alguien burlonamente entre la turba. La interpelada se volvió como una leona. —¡Dios! —dijo—, ¡para los pobres no hay Dios! Y lanzando una mirada furiosa hacia la ventanilla, exclamó: —¡Malditos, sin conciencia, así se los tragara la tierra! Los capataces sonreían por lo bajo y sus ojos brillaban codiciosamente contemplando a la real hembra. La viuda arrojó una mirada de desafío a todos y volviéndose hacia su chico, que con la boca abierta miraba embebecido una banda de gaviotas que volaban en fila, destacando bajo el cielo brumoso su albo plumaje, como una blanca cinta que el viento empujaba hacia el mar, le gritó, dándole un empellón: —¡Anda, bestia! El impulso fue tan fuerte y las piernas del pequeño eran tan débiles, que cayó de bruces en el lodo. Al ver a su hijo en el suelo, los nervios de la madre perdieron su tensión y una crisis de lágrimas sacudió su pecho. Se 44 inclinó con presteza y levantó al muchacho, besándolo amorosamente y secando con sus labios las lágrimas que corrían por aquellas mejillas pálidas a las que la pobreza de sangre daba un tinte lívido y enfermizo. A Pedro María le había llegado el turno y aguardaba muy inquieto junto a la ventanilla. Mientras el cajero volvía las páginas, el corazón le palpitaba con fuerza y la angustia de la incertidumbre le estrechaba la garganta como un dogal de tal modo que cuando el pagador se volvió y le dijo: —Tienes diez pesos de multa por cinco fallas y se te han descontado doce carretillas que tenían tosca. Debes, por consiguiente, tres pesos al despacho. Quiso responder y no pudo, y se apartó de allí con los brazos caídos y andando torpemente como un beodo. Una ojeada le bastó a la mujer para adivinar que el obrero traía las manos vacías y se echó a llorar balbuceando, mientras apretaba entre sus brazos convulsivamente a la criatura: —¡Virgen santa, qué vamos a hacer! Y cuando su marido, adelantándose a la pregunta que veía venir le dijo: —Debemos tres pesos al despacho —la infeliz redobló su llanto, al que hicieron coro muy pronto los dos pequeñuelos. Pedro María contemplaba aquella desesperación mudo y sombrío y la vida se le apareció en ese instante con caracteres tan odiosos que si hubiera encontrado un medio rápido de librarse de ella lo habría adoptado sin vacilar. Y por la ventanilla abierta parecía brotar un hálito de desgracias: todos los que se acercaban a aquel hueco se separaban de él con rostro pálido y convulso, los puños apretados, mascullando maldiciones y juramentos. Y la lluvia caía siempre, copiosa, incesante, empapando la tierra y calando las ropas de aquellos miserables para quienes la llovizna y las inclemencias del cielo eran una parte muy pequeña de sus trabajos y sufrimientos. Pedro María, taciturno, cejijunto, vio alejarse a su mujer e hijos cuyos harapos adheridos a sus carnes flácidas les daban un aspecto más miserable aún. Su primer impulso había sido seguirlos, pero la rápida 45 visión de las desnudas y frías paredes del cuarto, del hogar apagado, del chico pidiendo pan, lo clavó en el sitio. Algunos compañeros lo llamaron haciéndole guiños expresivos, pero no tenía ganas de beber; la cabeza le pesaba como plomo sobre los hombros y en su cerebro vacío no había una idea, ni un pensamiento. Una inmensa laxitud entorpecía sus miembros y habiendo encontrado un lugar seco se tendió en el suelo y muy pronto un sueño pesado, lleno de imágenes y visiones extraordinariamente extrañas y fantásticas, cerró sus párpados. Y soñó que estaba allá abajo piqueta en mano, atacando la vena y, cosa rara, le parecía que aquella masa oscura, quebradiza como el cristal, no tenía la consistencia de otras veces. Sacudió la lámpara para ver mejor y su extrañeza desapareció. No era carbón, ni otro mineral cualquiera lo que hería la acerada punta de la herramienta, sino una masa rojiza, blanda, gelatinosa. Entonces, sintió que una vívida claridad penetraba en su cerebro: aquello era el sudor, la sangre y las lágrimas vertidas por las generaciones de mineros, sus antepasados, en los corredores de la mina y por los que aún poblaban sus infernales pasadizos. Y sin asombro vio que el sudor que brotaba de su cuerpo era de color de púrpura y que poco a poco tomaba el tinte y consistencia del extraordinario filón. Luego la visión se transformó y se encontró delante de un inmenso crisol donde era arrojado el extraño metal y que dejaba escapar por una abertura de su parte inferior un chorro dorado que saltaba como una cascada, esparciéndose en áureos arroyuelos por los campos. Al contacto del oro la tierra se estremecía y, como al golpe de una varilla mágica, brotaban de su seno palacios y moradas espléndidas en cuyas estancias, resplandecientes como el día, innumerables parejas se entrelazaban al acompasado son de voluptuosas danzas. De pronto los bailes y las músicas cesaron y una luz extraña, rarísima, iluminó los aposentos. Los diamantes que brillaban en los cabellos y gargantas de las mujeres se desprendieron de sus engarces y rodaron como lágrimas por los níveos hombros y senos de las hermosas, haciéndolas estremecerse con su húmedo contacto. Los rubíes dejaban al caer manchas sangrientas sobre los regios tapices. Y las paredes, las escalinatas, los bronces y los mármoles, y tomando un tinte rojo, violáceo, horrible, parecían de sangre coagulada. Mientras Pedro María contemplaba aquella brusca transformación, una 46 espantable turba se abalanzó sobre los edificios: eran esqueletos que con sus garfiados dedos despedazaban esos templos de la fortuna y del placer, arrancando trozos que se adherían a sus osamentas, convertidos en jirones de carne palpitante. A medida que los esqueletos se vestían de aquella extraña manera, adquiriendo sangre y músculos, los palacios se desvanecían desmenuzados por aquellos millares de tenazas y acerados garfios. Nada restaba de las soberbias moradas, ni los cimientos. Y cuando hubo desaparecido el último escombro, la última piedra, sólo quedó en aquel sitio una muchedumbre de viejos, de jóvenes y niños tiznados y sucios. El obrero se despertó súbitamente. Los cobertizos estaban desiertos y las gotas de lluvia modulaban su alegre sinfonía, escurriéndose rápidas por el alero de los tejados. 47 El Chiflón del Diablo En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique. Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles: —Quédense ustedes. Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia. La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado. 48 Después de algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una seña a los obreros para que se acercasen, y les dijo: —Son ustedes carreteros de la Alta, ¿no es así? —Sí, señor —respondieron los interpelados. —Siento decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal de esa veta. Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio. Por fin el de más edad dijo: —¿Pero se nos ocupará en otra parte? El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono serio contestó: —Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas. El obrero insistió: —Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que Ud. quiera. El capataz movía la cabeza negativamente. —Ya lo he dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no aumentan, habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas. Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó: —Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo. El empleado se irguió en la silla y protestó indignado: —Aquí no se obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el trabajo que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar las medidas que más convengan a sus intereses. 49 Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio y al ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó. —Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes —agregó—, quiero ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo llaman, dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana sería tarde. Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás estaban ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o morir aplastado por un derrumbe, era preferible lo último: tenía la ventaja de la rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin darle tregua ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas. El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel Shylock inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega, iba recogiendo en ella los tesoros de color y luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra. Las tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los lánguidos arroyuelos, dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas eran inmensos pantanos de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de los montes, los árboles sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la desnudez de sus ramas y de sus troncos. En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través de los rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las puertas de los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba el mustio suelo de las campiñas exhaustas. Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor abría constantemente en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha contra las adversidades de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes toda injusticia e iniquidad estaba permitida. El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el nuevo trabajo, y un momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las profundidades de la mina. 50 La galería del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para dar salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía. Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que, minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas de los obreros, quienes atemorizados por la frecuencia de los hundimientos empezaron a rehuir las tareas en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció muy luego su repugnancia con el cebo de unos cuantos centavos más en los salarios y la explotación de la nueva veta continuó. Muy luego, sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que por esto se paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el

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