El Ego es el Enemigo - Past Paper

Summary

This is a book review of 'El ego es el enemigo', covering the author's views on ego and its influence on success, failure, and aspirations. The book details the author's experiences navigating ambition, achievement, and adversity.

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ELOGIOS A EL EGO ES EL ENEMIGO “A menudo se nos dice que para lograr el éxito, necesitamos confianza. Con una franqueza refrescante, Ryan Holiday desafía esa suposición, destacando cómo podemos ganar confianza buscando algo más grande que nuestro propio éxito”....

ELOGIOS A EL EGO ES EL ENEMIGO “A menudo se nos dice que para lograr el éxito, necesitamos confianza. Con una franqueza refrescante, Ryan Holiday desafía esa suposición, destacando cómo podemos ganar confianza buscando algo más grande que nuestro propio éxito”. –Adam Grant, autor de Originals [Originales] y Give and Take [Dar y recibir] “Este libro nos da una receta: la humildad. Está lleno de historias y citas que le ayudarán a salir de su propio camino. Ya sea que esté empezando o comenzando de nuevo, encontrará algo que sacar de aquí”. –Austin Kleon, autor de Roba como un artista “De una manera inspiradora y práctica, Ryan Holiday nos enseña cómo manejar y domesticar nuestro ego, esta bestia insaciable que vive dentro de nosotros para que podamos concentrarnos en lo que realmente importa y producir el mejor trabajo posible”. –Robert Greene, autor de Las 48 leyes del poder “Ryan Holiday es uno de los mejores pensadores de su generación, y este es su libro más brillante hasta ahora”. Steven Pressfield, autor de The War of Art “La filosofía ha tenido un mal golpe, pero Ryan Holiday la está restableciendo a su lugar en nuestras vidas. Este libro –lleno de historias, estrategias y lecciones inolvidables– es perfecto para cualquier persona que se esfuerce por hacer y lograr. No es exagerado decirlo, después de terminarlo nunca abrirás tu computadora y te sentarás a trabajar de la misma manera que antes”. –Jimmy Soni, exdirector de The Huffington Post y autor de Rome’s Last Citizen “Este es un libro que quiero que cada atleta, aspirante a líder, empresario, pensador y hacedor, lea. Ryan Holiday es uno de los jóvenes escritores más prometedores de su generación”. –George Raveling, entrenador de básquet del Salón de la Fama y director de Básquet Internacional de Nike “Una vez más Ryan Holiday reta a los lectores dispuestos a desafiarse a sí mismos con las preguntas difíciles de nuestro tiempo. Cada lector encontrará verdades que son pertinentes para cada una de nuestras vidas. El ego puede ser el enemigo si desconocemos las advertencias de la historia, la escritura y la filosofía. Como se le dijo a San Agustín hace más de mil años, ‘Recógelo y lee’; porque no hacerlo es permitir que el enemigo traiga desesperación”. –Dr. Drew Pinsky, anfitrión de los programas Dr. Drew On Call y Loveline de HLN “Me gustaría arrancar todas las páginas y usarlas como papel de colgadura para poder recordar constantemente la humildad y el trabajo que se necesita para verdaderamente tener éxito. En los márgenes de mi copia, he escrito el mismo mensaje una y otra vez: pre-oro. Leer este inspirador libro me devolvió a la humildad y la ética de trabajo que toma ganar los Olímpicos”. –Chandra Crawford, medallista de oro en los juegos Olímpicos “En esta época en la que todo el mundo busca la gratificación inmediata, la idea del éxito está sesgada. Muchos creen que el camino hacia sus metas es un camino recto. Como exatleta profesional puedo decirle que el camino es todo menos recto. De hecho, consiste en giros, vueltas y altibajos, que requieren que usted baje la cabeza y se ponga a trabajar. Ryan Holiday golpea el clavo en la cabeza con este libro, recordándonos que el verdadero éxito está en el proceso de viaje y aprendizaje. Ojalá hubiera tenido esta joya como referencia durante mis días de juego”. –Lori Lindsey, exfutbolista de la Selección Femenina de Estados Unidos “Veo la vanidad tóxica del ego en juego todos los días y nunca deja de sorprenderme con cuánta frecuencia arruina prometedores esfuerzos creativos. Lea este libro antes de que lo arruine, o a los proyectos y las personas que ama. Considérelo tan urgente como el régimen de entrenamiento adecuado o comer bien. Las ideas de Ryan no tienen precio”. –Marc Ecko, fundador de Ecko Unltd y Complex Ryan Holiday El ego es el enemigo No creas que aquel que busca consolarte vive tranquilo en medio de las palabras sencillas y serenas que a veces te hacen bien. En su vida hay muchas dificultades y tristezas y tú estás mucho más avanzado que él. Si no fuera así, él nunca habría sido capaz de hallar esas palabras. —RILKE CONTENIDO El doloroso prólogo Introducción PRIMERA PARTE. ASPIRACIONES Hablar, hablar, hablar ¿Ser o hacer? Convertirse en estudiante No ser apasionado Seguir la estrategia del lienzo Contenerse Olvidarse de sí mismo El peligro del orgullo temprano Trabajar, trabajar y trabajar Para lo que sea que siga, el ego es el enemigo... SEGUNDA PARTE. ÉXITO Mantener siempre la condición de estudiante No inventarse cuentos ¿Qué es lo importante para usted? Privilegios, control y paranoia Saber portarse Cuidado con la enfermedad del yo Meditar sobre la inmensidad Mantener la sobriedad Para lo que suele venir después, el ego es el enemigo... TERCERA PARTE. FRACASO ¿Tiempo vivo o tiempo muerto? Que el esfuerzo sea suficiente Momentos de “El club de la pelea” Poner límites Lleve su propio puntaje Amar siempre Para todo lo que sigue, el ego es el enemigo... EPÍLOGO ¿Qué debe usted leer a continuación? Bibliografía seleccionada Agradecimientos EL DOLOROSO PRÓLOGO ste no es un libro sobre mí. Pero en la medida en que es un libro sobre el E ego, voy a analizar una pregunta sobre la que sería una hipocresía no haber pensado: ¿quién diablos soy yo para escribir este libro? Mi historia no es particularmente importante, pero quiero contarla rápidamente antes de empezar el libro con el fin de ofrecer un poco de contexto, porque he sufrido la influencia del ego en cada una de las etapas de mi corta vida: aspiraciones, éxito, fracaso. Una y otra vez. Cuando tenía 19 años, al sentir que tenía frente a mí oportunidades realmente asombrosas que cambiarían mi vida, abandoné la universidad. Varios mentores se disputaban mi atención y me trataban como su protegido. Como creían que yo estaba destinado a tener éxito, me llamaban “El Chico”. El éxito llegó rápidamente. Después de convertirme en el ejecutivo más joven de una agencia de talentos de Beverly Hills, contribuí a firmar contratos con muchas bandas de rock sensacionales. Asesoré a escritores de libros que vendieron millones de ejemplares e inventaron su propio género literario. Por la época en que cumplí 21, entré a trabajar como estratega a American Apparel, una de las marcas de ropa más cotizadas del mundo. Pronto me nombraron director de mercadeo. A los 25 publiqué mi primer libro, el cual se convirtió de inmediato en un éxito de ventas muy controvertido y llevaba una foto mía en la portada. Un estudio me propuso comprarme los derechos para crear un programa de televisión sobre mi vida. En los años que siguieron, acumulé muchas de las trampas del éxito: influencia, una tribuna desde la cual expresar mis opiniones, prensa, recursos, dinero, incluso cierta mala reputación. Más tarde construí una exitosa compañía sobre la base de esos logros, en la cual trabajaba con clientes muy conocidos y bien pagados, y hacía un trabajo que permitía que me invitaran a dictar conferencias y a participar en eventos sofisticados. Con el éxito llegó la tentación de “inventarme un cuento” para suavizar los detalles feos y matizar las cosas, para eliminar los golpes de suerte y darle a todo un toque mitológico. Usted sabe, cuentos apasionantes de una lucha hercúlea por alcanzar la grandeza a pesar de todo: pobreza, unos padres que renegaron de mí, el sufrimiento que tuve que soportar debido a mis ambiciones. Todo eso. Es el tipo de historia en la cual, con el tiempo, el talento se convierte en la identidad y los logros representan el propio valor como persona. Pero una historia de este tipo nunca es sincera ni sirve de ayuda. En el proceso de hacer el recuento, he dejado mucho por fuera. Omití por conveniencia todas las tensiones y las tentaciones; las caídas vertiginosas y los errores —todos— quedaron en la sala de edición para hacer más atractiva la película. Son los momentos que preferiría no mencionar: el destripamiento público por parte de alguien que yo admiraba y que me afectó tanto en su momento que terminé en una sala de urgencias; el día que perdí la paciencia, entré a la oficina de mi jefe y le dije que ya no aguantaba más y que regresaba a la universidad, lo que de verdad hice; la sensación tan efímera de ser un escritor de bestsellers y lo poco que duró (una semana). La firma de libros en la que una persona me puso en ridículo y la compañía que fundé y que se quebró y que tuve que reconstruir dos veces. Esos son solo algunos de los momentos de los que prescindí. Este panorama más completo es solo una fracción de una vida, pero al menos toca más puntos importantes, los que son importantes para este libro: la ambición, los logros y la adversidad. No creo en las epifanías. No creo que haya un único momento capaz de cambiar a una persona. Son muchos momentos. Durante un período de más o menos seis meses en el 2014 fue como si esos momentos se sucedieran uno tras otro. American Apparel, donde hice gran parte de mi mejor labor profesional, se debatía en bancarrota, con cientos de millones en deudas, y se había convertido en una sombra de lo que era. Su fundador, a quien admiré profundamente cuando yo era joven, fue despedido sin pena ni gloria por la junta directiva que él mismo había nombrado y estaba durmiendo en el sofá de un amigo. La agencia de talentos donde me formé profesionalmente estaba en un estado similar, demandada por clientes a quienes les debía un montón de dinero. Otro de mis mentores que al parecer también revelaba su verdadera esencia, se llevó con él nuestra relación. Esta era la gente en torno a la cual yo había construido mi vida. La gente a la que admiraba y con la que me había formado. Su estabilidad —financiera, emocional y psicológica— no era solo algo que yo diera por sentado, era definitiva para mi existencia y amor propio. Sin embargo, ahí estaban, estallando frente a mí, una tras otra. Todo parecía un caos, o por lo menos así se sentía. Pasar de querer ser como alguien durante toda tu vida a darte cuenta de que nunca quisieras ser como él, es un golpe para el que uno no se puede preparar. Yo tampoco estaba exento de ese proceso de disolución. Justo cuando podía darme el lujo de atenderlos, varios problemas de los que había hecho caso omiso en la vida empezaron a llamar a mi puerta. A pesar de mis éxitos, me encontré de regreso en la ciudad en la que empecé, estresado y sobrecargado de trabajo, luego de haber entregado gran parte de la libertad que tanto me había costado conseguir solo porque no era capaz de decirle no al dinero y la emoción de una buena crisis. Me sentía tan herido que la más mínima molestia despertaba en mí una rabia ahogada e inconsolable. El trabajo, que siempre me había resultado tan fácil, se volvió un esfuerzo gigante. La fe en mí mismo y en los demás se desplomó. También mi calidad de vida. Recuerdo haber llegado a mi casa después de semanas de viaje y tener un intenso ataque de pánico porque el wifi no estaba funcionando: Si no envío estos correos. Si no envío estos correos. Si no envío estos correos. Si no envío estos correos... Uno piensa que está haciendo lo que se supone que debe hacer. La sociedad nos recompensa por eso. Luego ve cómo su futura esposa se marcha porque uno ya no es la persona que acostumbraba ser. ¿Cómo pudo pasar algo así? ¿Puede uno pasar de sentirse un día como si estuviera sobre hombros de un gigante y al siguiente como si escapara de las esquirlas de una explosión y tratara de recoger los pedazos entre las ruinas? Un beneficio, sin embargo, fue que eso me forzó a aceptar el hecho de que era un adicto al trabajo. Pero no era solo que trabajara demasiado y necesitara relajarme un poco, sino que si no buscaba una terapia para librarme de la adicción, iba a terminar muerto prematuramente. Me di cuenta de que la misma fuerza y compulsión que me habían vuelto tan exitoso desde tan temprano tenían un precio, de la misma manera como les había ocurrido a otros. No era tanto la cantidad de trabajo que hacía sino la importancia tan descomunal que este había adquirido en la percepción de mí mismo. Estaba tan atrapado en mi cabeza, que me había convertido en prisionero de mis propios pensamientos. El resultado fue una especie de rutina dolorosa y frustrante, y necesitaba darme cuenta por qué, a menos de que quisiera terminar tan trágicamente como otros. Como investigador y escritor, llevaba mucho tiempo estudiando historia y el funcionamiento de las empresas. Como cualquier cosa que tenga que ver con personas, cuando los fenómenos se observan durante suficiente tiempo, siempre empiezan a surgir los temas universales. Esto es algo que me fascina desde hace mucho. El rasgo más representativo entre estos temas era el ego. El ego y sus efectos no me eran desconocidos. De hecho, llevaba casi un año haciendo la investigación para este libro, antes de que tuvieran lugar los hechos que acabo de relatar. Pero las dolorosas experiencias de este período me definieron las nociones que estaba estudiando de una manera en la que nunca antes habría podido entenderlas. Me permitieron ver los efectos nocivos del ego no solo en mí mismo, o en las páginas de la historia, sino en amigos, clientes y colegas, algunos de los cuales se encontraban en los niveles más altos de muchas empresas. El ego le ha costado a mucha gente que admiro cientos de millones de dólares y, al igual que a Sísifo, los ha hecho alejarse de sus objetivos tan pronto los han conseguido. Yo mismo me he asomado a ese abismo. Pocos meses después de mi propia revelación, me hice tatuar en el antebrazo derecho la frase “EL EGO ES EL ENEMIGO”. No sé de dónde salieron esas palabras, probablemente de un libro que leí hace mucho tiempo, pero lo cierto es que de inmediato se convirtieron en una fuente de gran consuelo y orientación. En el brazo izquierdo tengo otra frase de origen igualmente confuso: “LOS OBSTÁCULOS SON EL CAMINO”. Estas dos frases, que veo ahora todo el tiempo, cada día, es lo que utilizo para orientar las decisiones de mi vida. No puedo dejar de verlas cuando nado, cuando medito, cuando escribo, cuando salgo de la ducha en las mañanas, y las dos me preparan, y me advierten, sobre el camino correcto que debo tomar en cualquier situación que pueda enfrentar. Escribí este libro no porque haya alcanzado una sabiduría que me sienta autorizado a divulgar, sino porque es el libro que hubiera querido que existiera en los momentos críticos de mi propia vida, cuando, como todo el mundo, fui llamado a responder las preguntas más importantes que se puede hacer una persona en la vida: ¿quién quiero ser? y ¿qué camino voy a tomar? (Quod vitae sectabor iter). Con excepción de esta nota y debido a que he descubierto que estas preguntas son intemporales y universales, en este libro siempre he tratado de apoyarme en ejemplos históricos y en la filosofía, en lugar de hablar de mi propia vida. Aunque los libros de historia están llenos de relatos de genios obsesivos y visionarios que reconstruyeron el mundo a su imagen a punta de una fuerza casi irracional, he encontrado que si uno sigue buscando, descubrirá que la historia también la hacen muchos individuos que luchan contra su ego a cada paso, que evitan aparecer en público y que ponen sus objetivos más altos por encima de su deseo de reconocimiento. Trabajar con esas historias y relatarlas ha sido mi método para aprenderlas y absorberlas. Al igual que mis otros libros, este está profundamente influenciado por la filosofía estoica y los grandes pensadores clásicos. Me apoyo tanto en ellos a la hora de escribir como lo he hecho siempre a lo largo de la vida. Si hay algo en este libro que resulte de ayuda, será gracias a ellos y no a mí. El orador Demóstenes dijo una vez que la virtud empezaba con la comprensión y se completaba con el valor. Debemos comenzar por vernos a nosotros mismos, y al mundo, de una nueva forma. Luego, debemos luchar por ser diferentes y por mantenernos así. Esa es la parte difícil. No estoy diciendo que haya que reprimir o aplastar cada gramo de ego que haya en nuestra vida, ni que eso sea siquiera posible. Estos son solo recordatorios, historias morales que buscan alentar nuestros mejores impulsos. En su famosa Ética, Aristóteles emplea la analogía de un trozo de madera torcido para describir la naturaleza humana. Con el fin de eliminar las torceduras, el carpintero experimentado aplica presión suave en la dirección opuesta y, esencialmente, mantiene el trozo de madera derecho. Desde luego, unos doscientos años más tarde Kant anotó con sorna que “de la torcida materia de la humanidad nunca se hizo nada recto”. Es posible que nunca seamos rectos, pero podemos esforzarnos por ser un poco más rectos. Siempre es agradable que nos hagan sentir especiales, o empoderados o inspirados. Pero ese no es el propósito de este libro. En lugar de eso he tratado de organizar estas páginas para que el lector termine en el mismo lugar en que terminé cuando acabé de escribirlo, es decir, pensando que es un poco menos genial de lo que cree. Ojalá usted termine menos convencido del cuento que se inventa sobre su propia importancia y, como resultado, se libere de lograr ese objetivo que cambiará el mundo y que se ha propuesto alcanzar. INTRODUCCIÓN El primer principio es que no debes engañarte y que tú eres la persona a la que es más fácil engañar. —RICHARD FEYNMAN al vez usted es joven y está lleno de ambiciones. Tal vez está joven y lucha T por lograr sus objetivos. Tal vez ya se ganó un par de millones, cerró su primer negocio, ha sido seleccionado para hacer parte de un grupo élite, o tal vez ya logró suficiente para toda la vida. Tal vez está asombrado de ver lo vacía que es la cima. Tal vez está encargado de dirigir a otros a través de una crisis. Tal vez lo acaban de despedir. Tal vez acaba de tocar fondo. Donde sea que se encuentre, lo que sea que haga, su peor enemigo ya vive dentro de usted: su ego. “Yo no —piensa usted—. Nadie podrá decir nunca que soy un ególatra”. Tal vez siempre ha creído que es una persona bastante equilibrada. Pero para la gente con ambiciones, talentos, impulsos y potenciales por desarrollar, el ego es una característica natural. Precisamente aquello que nos hace ser tan prometedores como pensadores, hacedores, creativos y empresarios, nos vuelve al mismo tiempo vulnerables a esta parte oscura de la psique. Este no es un libro sobre el ego en el sentido freudiano. A Freud le gustaba explicar el ego a través de una analogía: nuestro ego era el jinete a caballo, con nuestros impulsos inconscientes representando al animal, mientras que el ego trataba de dirigirlos. Los psicólogos modernos, por su parte, usan la palabra “egoísta” para referirse a alguien que vive peligrosamente centrado en sí mismo y para quien los demás le son indiferentes. Todo esto es cierto, pero no es muy útil fuera del entorno clínico. El ego que vemos con más frecuencia se rige por una definición más coloquial: el ego es una creencia malsana en nuestra propia importancia. Esa es la definición que usaremos en este libro. Es ese chiquillo irritable que hay dentro de cada uno, aquel que elige hacer lo que quiere por encima de cualquier otra cosa. La necesidad de ser mejor que, más que, reconocido por, más allá de cualquier utilidad razonable. Ese es el ego. Es el sentido de superioridad y certeza que excede los límites de la seguridad en uno mismo y del talento. Cuando la noción de nosotros mismos y el mundo se vuelve tan fuerte, comienza a distorsionar la realidad que nos rodea. Cuando, tal como explicaba el entrenador de fútbol Bill Walsh, “la seguridad en uno mismo se vuelve arrogancia, la asertividad se vuelve obstinación y la confianza en nuestras capacidades se convierte en descuido”. Este es el ego que “nos tira hacia abajo como si fuera la ley de gravedad”, como advertía el escritor Cyril Connolly. En este sentido, el ego es el enemigo de lo que deseamos y de lo que tenemos. El enemigo de la posibilidad de llegar a dominar un oficio. De la verdadera intuición creativa. De la posibilidad de trabajar bien con los demás. De construir lealtad y apoyo. De la longevidad. De alcanzar repetidas veces el éxito y mantenerlo. El ego rechaza las ventajas y las oportunidades. Es un imán para los problemas y los conflictos. Es un imán para los enemigos y para los errores. Lo sitúa a uno entre la espada y la pared. Nosotros, mayoritariamente, no somos “egocéntricos”, pero el ego está en la raíz de casi cualquier problema y obstáculo que podamos imaginar, desde por qué no podemos ganar, hasta por qué necesitamos ganar todo el tiempo y a costa de los demás. Desde por qué no tenemos lo que queremos, hasta por qué tener lo que queremos no parece hacernos sentir mejor. Por lo general, no vemos las cosas de esta forma. Pensamos que la culpa de nuestros problemas es algo más (la mayoría de las veces, los demás). Somos, como lo dijo el poeta Lucrecio hace unos cuantos miles de años, aquel enfermo proverbial “que desconoce la causa de su enfermedad”. Especialmente, para las personas exitosas, que no pueden ver lo que el ego les impide hacer porque todo lo que pueden ver es lo que ya han hecho. Con cada ambición y meta que tenemos, ya sean grandes o pequeñas, el ego está ahí, socavando nuestra fuerza a lo largo del viaje que nos hemos propuesto realizar. Harold Geneen, el pionero director ejecutivo, comparaba el egoísmo con el alcoholismo: “El egoísta no se estrella contra los muebles, ni tumba las cosas de su escritorio. Tampoco tartamudea ni babea. No. En cambio, se vuelve más y más arrogante, y algunas personas, que no conocen lo que hay debajo de esa actitud, interpretan equivocadamente su arrogancia como un sentido de poder y seguridad en sí mismo”. Se podría decir que los egoístas empiezan a caer también en este error a propósito de ellos mismos, sin darse cuenta de la enfermedad que han contraído ni de que los está matando. Si el ego es la voz que nos dice que somos mejores de lo que realmente somos, podemos decir que obstaculiza el verdadero éxito porque impide que tengamos una conexión directa y honesta con el mundo que nos rodea. Uno de los primeros miembros de Alcohólicos Anónimos definía el ego como “una separación consciente de”. ¿De qué? De todo. Las formas en que esta separación se manifiesta de manera negativa son muchas: no podemos trabajar con otra gente si hemos levantado barreras a nuestro alrededor. No podemos mejorar el mundo si no lo entendemos ni nos entendemos a nosotros mismos. No podemos recibir retroalimentación si somos incapaces de oír lo que viene de otras fuentes, o sencillamente no nos interesa. No podemos reconocer las oportunidades, ni crearlas, si en lugar de ver lo que tenemos delante vivimos dentro de nuestra propia fantasía. Al no contar con una evaluación precisa de nuestras propias capacidades comparadas con las de los demás, lo que tenemos no es seguridad en nosotros mismos sino delirio. ¿Cómo se supone que podamos conectarnos con otras personas, o motivarlas o dirigirlas, si no somos capaces de relacionarnos con sus necesidades porque hemos perdido el contacto con las nuestras propias? La artista del performance Marina Abramovic lo expresa claramente: “Si empiezas creyendo que eres grande, tu creatividad morirá”. Solo hay una cosa que se beneficia del ego: la comodidad. La intención de hacer algo grande, ya sea en deportes, arte o negocios, suele ser intimidante. Pero el ego atenúa ese miedo. Es un escudo contra la inseguridad. Al reemplazar las partes racionales y conscientes de nuestra psique por bravatas y discursos egocéntricos, el ego nos dice lo que queremos oír, cuando queremos oírlo. Pero es una solución de corto plazo, que tiene consecuencias a largo plazo. El ego siempre estuvo ahí. Ahora está envalentonado. Ahora, más que nunca, nuestra cultura atiza las llamas del ego. Nunca ha sido tan fácil ensalzarse, envanecerse. Ahora, podemos alardear de nuestros logros ante millones de admiradores y seguidores, una posibilidad que solo acostumbraban tener las estrellas de rock y los líderes más grandes. Podemos seguir a nuestros ídolos e interactuar con ellos a través de Twitter; podemos leer libros, consultar sitios web y ver charlas TED para llenarnos de inspiración y validación, de una manera que no era posible antes (hay una aplicación para eso). Podemos decir que somos los presidentes de nuestra propia compañía, aunque solo exista en el papel. Podemos anunciar grandes noticias en las redes sociales y dejar que nos feliciten. Podemos publicar artículos sobre nosotros mismos en medios que solían ser fuentes de periodismo objetivo. Algunos de nosotros hacemos esto más que otros. Pero solo es un asunto de mayor o menor intensidad. Sin embargo, la tecnología no es la única que nos invita a creer que somos únicos. Nos dicen que pensemos en grande, que vivamos en grande, que busquemos ser recordados y nos arriesguemos en grande. Pensamos que el éxito exige tener una visión audaz o contar con un plan arrasador; después de todo, eso es lo que supuestamente distingue a los fundadores de una compañía o al equipo campeón. Pero, ¿es eso cierto? ¿Realmente estas personas son así? Vemos en los medios a mucha gente que se arriesga y tiene éxito y, deseosos nosotros de tener también éxito, tratamos de adoptar la actitud correcta, la pose adecuada. Intuimos una relación causal que no existe. Suponemos que los síntomas del éxito son lo mismo que el éxito y, en nuestra ingenuidad, confundimos el subproducto con la causa. Claro, el ego les ha funcionado a algunas personas. Muchos de los hombres y las mujeres más famosos de la historia fueron claramente egocéntricos. Pero muchos de los fracasos más grandes también fueron protagonizados por personas egoístas. De hecho, se cuentan más fracasos que éxitos. Sin embargo, vivimos en una cultura que nos empuja a lanzar los dados. A hacer apuestas sin tener en cuenta lo que está en juego. Donde sea que usted esté, ahí también está el ego. En cualquier momento específico de la vida, una persona se encuentra en una de las siguientes tres etapas. Está aspirando a algo o tratando de hacer una marca en el universo. Ha alcanzado el éxito, tal vez un poco o tal vez mucho. O ha fallado, reciente o continuamente. La mayoría de nosotros pasamos todo el tiempo de una etapa a otra de forma fluida: estamos aspirando a algo hasta que tenemos éxito, tenemos éxito hasta que fallamos o hasta que aspiramos a lograr algo más y fallamos, y nuevamente empezamos a aspirar o a tener éxito. El ego es el enemigo en cada paso de este camino. En cierto sentido, es el enemigo de la construcción, del mantenimiento y de la recuperación. Cuando las cosas llegan rápido y fácilmente, puede ser bueno; pero en épocas de cambio, de dificultad... Por lo tanto, las tres partes en que está organizado este libro son: Ambición, Éxito y Fracaso. El propósito de esta estructura es sencillo: ayudarle a suprimir el ego antes de que los malos hábitos tomen el control, reemplazar las tentaciones del ego por humildad y disciplina cuando esté experimentando el éxito, y cultivar la energía y la fortaleza para que, cuando el destino cambie y se ponga en su contra, no termine aplastado por el fracaso. En resumen, nos sirve ser: » Humildes en las aspiraciones. » Benévolos en el éxito. » Resilientes en el fracaso. Esto no significa que usted no sea único y que no tenga algo asombroso que ofrecerle al mundo a lo largo del breve tiempo que pasará en el planeta. Esto no significa que no haya espacio para empujar las fronteras creativas, para inventar, para sentirse inspirado o para tratar de lograr un cambio claramente ambicioso e innovador. Por el contrario, con el fin de hacer adecuadamente estas cosas y asumir los riesgos, necesitamos equilibrio. Tal como observó el cuáquero William Penn, “las construcciones que están tan expuestas al clima necesitan buenos cimientos”. Entonces, ¿qué hacemos ahora? El libro que tiene en sus manos fue escrito en torno a una suposición optimista: su ego no es un poder que usted esté obligado a satisfacer a cada paso. Es algo que usted puede manejar, que puede dirigir. En este libro hablaremos de individuos como William T. Sherman, Katharine Graham, Jackie Robinson, Eleanor Roosevelt, Bill Walsh, Benjamin Franklin, Belisario, Angela Merkel y George Marshall. ¿Podrían ellos haber logrado lo que lograron —salvar compañías en peligro, dominar el arte de la guerra, perfeccionar el béisbol, revolucionar la ofensiva en el fútbol, resistir la tiranía, soportar con valentía el infortunio— si el ego los hubiera hecho perder el piso y centrarse en sí mismos? La esencia de su gran arte, su gran escritura, su gran diseño, su gran capacidad para los negocios y el mercadeo, y su gran liderazgo fueron precisamente su sentido de la realidad y su conciencia, algo a lo que el autor y estratega Robert Greene dijo una vez que debíamos aferrarnos como una araña a su tela. Lo que encontramos cuando estudiamos a estos individuos es que ellos tenían los pies en la tierra y eran prudentes y resueltamente realistas. No obstante, ninguno de estos individuos carecía por completo de ego, pero todos sabían cómo suprimirlo, cómo canalizarlo y cómo contenerlo cuando era importante. Ellos eran grandes y, sin embargo, humildes. Un momento, pero fulano y zutano tenían un ego inmenso y fueron exitosos. ¿Qué tal Steve Jobs? ¿Qué tal Kanye West? Podemos buscar racionalizar el peor comportamiento al señalar casos aislados, pero nadie es verdaderamente exitoso por ser delirante y centrado en sí mismo y vivir desconectado. Aunque estos rasgos estén relacionados o asociados con ciertos individuos bien conocidos, también hay otros rasgos que se asocian con ellos: la adicción, el maltrato (de ellos mismos y de otras personas), la depresión, la manía. De hecho, lo que vemos cuando estudiamos a estos individuos es que ellos lograron sus mejores obras en los momentos en que lucharon contra esos impulsos, esos trastornos y esos defectos. Solo cuando estamos libres del ego y su influencia podemos alcanzar realmente nuestro mayor potencial. Por esta razón también vamos a analizar a individuos como Howard Hughes, el rey persa Jerjes, John DeLorean, Alejandro Magno y numerosas historias más de gente que perdió el control sobre la realidad y dejó claro, en ese proceso, lo peligroso que puede ser el ego. Veremos las costosas lecciones que aprendieron y el precio que pagaron en cuanto a sufrimiento y autodestrucción. Veremos con qué frecuencia incluso la gente más exitosa vacila entre la humildad, el ego y los problemas que esto causa. Cuando suprimimos el ego, nos queda lo que es real. Lo que reemplaza al ego es la humildad, sí, pero una humildad sólida y una gran seguridad en nosotros mismos. Mientras que el ego es artificial, esta clase de seguridad puede aguantar mucho peso. El ego es robado. La seguridad en uno mismo es algo que se gana. El ego es algo que se autoproclama, su pavoneo es artificial. La humildad nos restringe, el ego nos enloquece. Es la diferencia entre algo potente y algo venenoso. Como veremos en las páginas que siguen, la seguridad en él mismo logró que un general modesto y poco estimado se convirtiera en el principal combatiente y estratega de los Estados Unidos durante la Guerra Civil. Por otra parte, el ego hizo que, después de esa misma guerra, otro general descendiera de las alturas del poder y la influencia hasta la ignominia y la indigencia. La humildad tomó a una tranquila y sobria científica alemana y la convirtió no solo en una nueva clase de líder sino en una fuerza de paz. El ego tomó a dos brillantes y astutos ingenieros del siglo XX, los alzó por las nubes en un remolino de elogios y celebridad, y terminó aplastando sus esperanzas contra el muro del fracaso, la bancarrota, el escándalo y la locura. La humildad guio a uno de los peores equipos en la historia del fútbol americano hasta el Super Bowl en tres temporadas, y luego lo convirtió en una de las dinastías más dominantes en ese juego. Entretanto, innumerables entrenadores, políticos, empresarios y escritores han superado obstáculos similares, solo para sucumbir a la posibilidad inevitable de entregarle el primer lugar a alguien más. Algunos aprenden humildad. Otros eligen el ego. Algunos están preparados para las vicisitudes del destino, tanto las positivas como las negativas. Otros no. ¿Cuál de los dos elige ser? ¿Quién será? Usted ha elegido este libro porque siente que necesitará responder esa pregunta en algún momento, a consciencia o no. Bueno, aquí estamos. Es hora. ASPIRACIONES Nos disponemos a hacer algo. Tenemos una meta, una vocación, un nuevo comienzo. Todo gran viaje empieza aquí; sin embargo, muchos de nosotros nunca llegamos a nuestro destino. La mayor parte de las veces el ego es el culpable. Nos envanecemos con historias fantásticas, suponemos que lo tenemos todo claro, dejamos que nuestra estrella brille en lo más alto, pero esta termina por apagarse y no tenemos idea de la razón. Esos son síntomas del ego, que se curan con humildad y realidad. Dicen que un médico atrevido es aquel al que no le tiembla la mano cuando realiza una operación en su propia persona, e igualmente atrevido es aquel que no vacila al quitar el misterioso velo de la ilusión, el cual oculta a su vista las deformidades de su propia conducta. —ADAM SMITH n algún momento alrededor del año 374 a. C., Isócrates, uno de los maestros E y filósofos más conocidos de Atenas, le escribió una carta a un joven llamado Demónico. Isócrates había sido amigo del padre recién fallecido del muchacho y quería darle algunos consejos sobre cómo seguir el ejemplo de su padre. Los consejos iban de lo práctico a lo moral y todos fueron transmitidos en lo que Isócrates describía como “máximas nobles”. Estas eran, tal como él decía, “preceptos para los años futuros”. Como muchos de nosotros, Demónico era ambicioso. Isócrates decidió escribirle porque el camino de la ambición puede ser peligroso. Isócrates comienza informándole al joven que “ningún adorno te conviene más que la modestia, la justicia y el autocontrol; porque estas son las virtudes por las cuales, de acuerdo con el consenso de todos los hombres, se gobierna el carácter del joven”. “Practica el autocontrol”, dice Isócrates, y le aconseja no caer bajo el influjo del “mal carácter, el placer y el dolor” y “aborrece[r] a los aduladores tanto como a los estafadores, porque los dos, cuando se ganan nuestra confianza, lastiman a quienes se fían de ellos”. Isócrates quería que Demónico fuera “afable en las relaciones con quienes se [le] aproxima[ba]n, y nunca altivo, porque ni siquiera los esclavos pueden soportar el orgullo de los arrogantes” y “lento en la deliberación, pero rápido para llevar a cabo [sus] decisiones”. “Lo mejor que tenemos en nosotros es el buen juicio”, le decía, y lo instaba constantemente a capacitar su intelecto, “porque lo más grande en la brújula más pequeña es una mente sabia en un cuerpo humano”. Algunos de sus consejos pueden sonar familiares, porque se abrieron camino por más de dos mil años hasta llegar a William Shakespeare, quien con frecuencia advertía sobre los peligros de que el ego se desbocara. De hecho, en Hamlet usó esta misma carta como modelo; Shakespeare citó a Isócrates casi literalmente a través de su personaje Polonio, cuando aconseja a su hijo Laertes. Las famosas palabras de Polonio, que usted tal vez haya escuchado, se cierran con estos versos: Y, sobre todo, sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie. Adiós. Mi bendición madure esto en ti. Años más tarde, las palabras de Shakespeare llegaron hasta un joven oficial militar de los Estados Unidos, de nombre William Tecumseh Sherman, quien llegaría a convertirse en quizás el general más grande de este país y en un gran estratega. Tal vez Sherman nunca oyó hablar de Isócrates, pero le encantaba citar a menudo las palabras de Shakespeare. Al igual que el padre de Demónico, el de Sherman murió cuando él era muy joven. Al igual que Demónico, Sherman fue acogido por un anciano sabio, Thomas Ewing, un futuro senador de los Estados Unidos y amigo de su padre, que se ofreció a adoptarlo y educarlo como si fuera su hijo. Lo más interesante de Sherman es que, a pesar de las conexiones que tenía, durante la mayor parte de su vida casi nadie habría podido predecir que llegaría a donde llegó, y mucho menos que un día tendría que tomar la inesperada decisión de rechazar la presidencia de los Estados Unidos. A diferencia de un Napoleón que irrumpió en el panorama como por arte de magia y desapareció en medio del fracaso con la misma rapidez, el ascenso de Sherman fue lento y gradual. Pasó su juventud en West Point y luego en el ejército. Durante sus primeros años de servicio, Sherman atravesó casi todos los Estados Unidos a caballo, aprendiendo lentamente de cada misión. Cuando estallaron los primeros brotes de la Guerra Civil, viajó al este para ofrecer sus servicios como voluntario y poco después fue enviado a la batalla de Bull Run, una derrota de la Unión bastante desastrosa. Beneficiario de una grave escasez de líderes, Sherman se encontró de repente frente a la oportunidad de ser ascendido a brigadier general y fue convocado para reunirse con el presidente Lincoln y su principal asesor en lo militar. En esta reunión, Sherman expresó libremente sus ideas sobre planes y estrategias ante el presidente y, al final, hizo una extraña solicitud: aceptaría el ascenso solo si contaba con la garantía de no tener que asumir una posición superior después. ¿Prometía Lincoln cumplirle esa promesa? Sabiendo que todos los demás generales se morían por tener la mayor cantidad de poder posible, Lincoln aceptó gustoso. En este momento Sherman se sentía más cómodo como número dos. Él percibía que tenía una apreciación sincera de sus propias capacidades y que esta posición le sentaba mejor. Imagínese eso: una persona ambiciosa que rechaza una oportunidad de avanzar en sus responsabilidades porque en realidad quería estar lista para ello. ¿Es eso tan loco como se ve a primera vista? Sherman no siempre fue el perfecto modelo del control y el orden. Al comienzo de la guerra, encargado de defender el estado de Kentucky con tropas insuficientes, se dejó ganar por la tendencia perversa a dudar de sí mismo. Vociferando y despotricando de sus superiores debido a la escasez de tropas, obsesionado por sus propios pensamientos y paranoico ante los movimientos del enemigo, se salió de sus cabales y habló de forma imprudente con varios periodistas. En la controversia, fue temporalmente llamado al orden y necesitó varias semanas de descanso para recuperarse. Fue uno de los pocos momentos cercanos a la catástrofe en medio de su estable y ascendente carrera. Fue después de este breve tropiezo —y de la lección que con él aprendió— que Sherman hizo realmente una diferencia. Por ejemplo, durante el sitio a Fort Donelson, Sherman tenía, técnicamente, un rango más alto que el del general Ulysses S. Grant. Aunque los otros generales de Lincoln peleaban entre ellos por el poder personal y el reconocimiento, Sherman hizo a un lado su rango y decidió apoyar decididamente a Grant, en lugar de dar órdenes. “Este es su momento —le dijo Sherman en una nota que iba acompañada por otro barco lleno de pertrechos—, pídame cualquier ayuda que considere que le puedo prestar”. Juntos ganaron una de las primeras batallas de la Unión en la Guerra Civil. A medida que su confianza en sí mismo se fortalecía debido a estos éxitos, Sherman comenzó a abogar por su famosa marcha al mar, un plan audaz y estratégicamente sólido, no surgido de un genio creativo sino del conocimiento de la topografía que había explorado y estudiado cuando era un joven oficial, y que en ese momento parecía una avanzada militar aislada y sin sentido. Sherman fue ganando seguridad en aquellas cosas en las que solía ser cauteloso. Pero a diferencia de muchos otros que poseen gran ambición, él se fue ganando la audacia en lugar de heredarla. A medida que construía un sendero de Chattanooga a Atlanta, y luego de Atlanta al mar, evitó el esquema tradicional de enfrentar una batalla tras otra. Cualquier estudioso de la historia militar puede ver ahora cómo exactamente la misma invasión, realizada desde el ego, habría tenido un final diferente. Su realismo le permitió ver un camino a través del sur que los demás creían imposible. Toda su teoría de maniobra militar se apoyaba en evitar deliberadamente los asaltos frontales y las demostraciones de fuerza con batallas campales, y hacer caso omiso de las críticas destinadas a provocar una reacción. Él sencillamente no prestaba atención. Al final de la guerra, Sherman era uno de los hombres más famosos de los Estados Unidos y, sin embargo, no buscó una posición en el gobierno. No le gustaba la política y solo quería continuar prestando sus servicios y, luego, retirarse. Haciendo caso omiso de los continuos elogios y la atención constante producto de sus éxitos, le escribió una advertencia a su amigo Grant: “Sé natural y sé tú mismo, y esta reluciente adulación será como la brisa pasajera del mar en un caluroso día de verano”. Uno de los biógrafos de Sherman resumió al hombre y sus increíbles logros en un pasaje memorable. Esa es la razón por la cual Sherman constituye nuestro modelo en esta fase del ascenso. Entre los hombres que se elevan a la fama y el liderazgo se reconocen dos clases: aquellos que nacen creyendo en sí mismos y aquellos para los cuales este es un proceso lento que depende de los logros concretos. Para los hombres del segundo tipo su propio éxito representa una sorpresa constante y sus frutos son más deliciosos porque deben ser puestos a prudente prueba por un acechante sentido de duda acerca de si todo no es un sueño. En esa duda yace la verdadera modestia, no la farsa de un falso autodesprecio sino la modestia de la “moderación” en el sentido griego. Es aplomo, no pose. Uno debe preguntar: si la fe en nosotros mismos no depende de los logros reales, ¿entonces de qué depende? Cuando estamos empezando, con mucha frecuencia la respuesta es: de nada. Ego. Y esa es la razón por la cual vemos tan a menudo a gente que se eleva con rapidez y cae enseguida de manera estrepitosa. Entonces, ¿qué clase de persona será usted? Como todos nosotros, Sherman intentaba el equilibrio entre el talento, la ambición y la intensidad, especialmente cuando estaba joven. Pero su victoria en este combate es la principal razón por la cual pudo manejar el apabullante éxito que terminaría por encontrar. Probablemente todo esto suena extraño. Mientras que Isócrates y Shakespeare quieren que practiquemos el autocontrol y la automotivación, y que nos rijamos por los principios, la mayoría de nosotros hemos sido entrenados para hacer todo lo contrario. Nuestros valores culturales casi tratan de volvernos dependientes de la validación externa y nos invitan a dejarnos llevar por nuestras emociones. Los padres y maestros de nuestra generación se concentraron en construir la autoestima de todo el mundo. A partir de ahí, los tópicos de nuestros gurús y nuestras figuras públicas han buscado casi exclusivamente llenarnos de inspiración, darnos ánimo y asegurarnos que podemos hacer lo que sea que nos propongamos hacer. Pero en realidad eso lo vuelve a uno débil. Sí, a usted también, con todo su talento y su potencial como chico maravilla o chica-que-va-a-llegar-lejos. Aquí damos por sentado que usted tiene un futuro prometedor. Esa es la razón por la cual aterrizó en la prestigiosa universidad a la que asiste ahora, por la cual consiguió la financiación que necesita para su negocio, por la que fue contratado o ascendido, y tiene ahora la oportunidad maravillosa que le tocó en suerte. Tal como dice Irving Berlin, “el talento solo es el punto de partida”. La pregunta es: ¿Será usted capaz de sacarle todo el provecho posible? ¿O acaso se convertirá en su peor enemigo? ¿Apagará usted la llama que está empezando a arder? Lo que vemos en Sherman es un hombre profundamente conectado con la realidad, un hombre que salió de la nada y logró cosas grandes, sin sentir nunca que, de alguna manera, tenía derecho a recibir esos honores. De hecho, regularmente aceptaba la autoridad de otros, y era más que feliz si contribuía a que ganara su equipo, incluso si eso significaba menos crédito o fama para él. Es triste pensar que las generaciones jóvenes aprendieron sobre el glorioso ataque de la caballería de Pickett, un ataque confederado que fracasó, pero desconocen o, peor aún, desprecian, el modelo realista y tranquilo de Sherman. Se podría decir que la capacidad de evaluar las habilidades propias es la más importante de todas. Sin ella, mejorar es imposible. Pero, sin duda, el ego dificulta esta tarea todo el tiempo. Claro que siempre es más placentero concentrarnos en nuestros talentos y fortalezas, pero ¿a dónde nos lleva eso? La arrogancia y el egocentrismo inhiben el crecimiento. Al igual que la fantasía y la “visión”. En esta fase debe ser capaz de verse a sí mismo con un poco de distancia. De cultivar la capacidad de olvidarse de usted mismo. El desapego es una especie de antídoto natural contra el ego. Es fácil sentirse emocionalmente comprometido y enamorado del trabajo propio. Todos los narcisistas pueden hacerlo. Lo raro no es el talento ni la capacidad, y ni siquiera la seguridad en uno mismo, sino la humildad, la laboriosidad y la conciencia de sí mismo. Para que el trabajo sea genuino, debe venir de la verdad. Si usted quiere ser algo más que un relámpago en el cielo, debe estar preparado para concentrarse en el largo plazo. Aprenderemos que aunque pensemos en grande, debemos actuar y vivir modestamente con el fin de lograr lo que buscamos. Debido a que estaremos centrados en la acción y la educación, y nos olvidaremos de la validación y la búsqueda de estatus, nuestra ambición no será grandiosa sino repetitiva, un paso tras otro, aprendiendo y creciendo, e invirtiendo en ello el tiempo necesario. Debido a su agresividad, su intensidad, su egoísmo y su infinita autopromoción, nuestros competidores no se dan cuenta de la forma en que ponen en peligro sus propios esfuerzos (para no hablar de su cordura). Rebatiremos el mito del genio autosuficiente para quien la duda y la introspección son desconocidas, a la vez que rebatiremos el mito del artista sufriente y torturado que debe sacrificar la salud por su trabajo. Mientras que ellos están divorciados de la realidad y de los demás, nosotros estaremos profundamente conectados y conscientes, y aprenderemos de todo eso. Los hechos son mejores que los sueños, como dijo Churchill. Aunque compartimos con muchos otros una visión de la grandeza, entendemos que el camino hacia ella es muy distinto. Al seguir a Sherman e Isócrates, comprendemos que el ego es nuestro enemigo en ese viaje y lo combatiremos a cada paso del camino, para que cuando alcancemos el éxito, este no nos hunda sino que nos vuelva más fuertes. HABLAR, HABLAR, HABLAR Quienes saben, no hablan. Quienes hablan, no saben. —LAO TZU n su famosa campaña de 1934 para la gobernación de California, el escritor E y activista Upton Sinclair hizo algo inusual. Antes de las elecciones, publicó un corto libro titulado I, Governor of California and How I Ended Poverty (Yo, gobernador de California y cómo acabé la pobreza), en el cual describía, en pasado, las brillantes políticas que había adoptado como gobernador, cargo que todavía no se había ganado. Fue una movida poco tradicional, de una campaña poco tradicional, que trataba de utilizar el mejor recurso de Sinclair; al ser escritor, supuso que podría comunicarse con el público de una manera en que los otros no podrían hacerlo. Ahora bien, la campaña de Sinclair nunca tuvo muchas posibilidades de ganar y tampoco estaba en muy buena forma cuando publicó el libro, pero los observadores del momento notaron de inmediato el efecto que el libro tuvo, no sobre los votantes, que devoraron el libro, sino sobre el propio Sinclair. Carey McWilliams escribió esto sobre su amigo Sinclair, cuando la campaña fracasó: “Upton no solo se dio cuenta de que sería derrotado, sino que de alguna forma parecía haber perdido interés en la campaña. En su vívida imaginación, él ya había representado el papel de ‘Yo, gobernador de California’ … así que, ¿para qué molestarse en representarlo en la vida real?”. Sinclair perdió por cerca de un cuarto de millón de votos (un margen de más del 10 %). Fue totalmente destruido en la que probablemente fue la primera elección moderna. El libro fue un éxito de ventas, pero la campaña fue un fracaso. Lo que sucedió es claro: sus promesas llegaron más lejos que su campaña y la disposición para cerrar realmente la brecha se fue al suelo. La mayoría de los políticos no escriben libros como ese, pero de todas maneras prometen más de lo que pueden cumplir. Es una tentación para todo el mundo, en la cual los discursos y las ideas fantasiosas reemplazan la acción. Facebook pregunta en la casilla de texto vacía: ¿Qué estás pensando? “Trina”, nos llama Twitter. Tumblr, LinkedIn, nuestro buzón de correo, nuestros teléfonos inteligentes, la sección de comentarios al final del artículo que acabamos de leer, espacios en blanco que ruegan que los llenemos. Con pensamientos, con fotos, con historias. Con lo que vamos a hacer, con lo que pensamos que deberían o podrían ser las cosas, con lo que esperamos que suceda. Tecnología inanimada, sí, pero igual de impositiva. Preguntando, espoleando, pidiendo que hables. Las intervenciones que hacemos en las redes sociales son, casi siempre, positivas. Algo del estilo de “déjenme contarles lo bien que está todo, lo genial que soy”. Rara vez decimos la verdad: “Estoy asustado, estoy luchando, no sé”. Al comienzo de cualquier camino nos sentimos alterados y nerviosos. Así que buscamos consolarnos de forma externa en lugar de hacer un trabajo interior. Cada uno de nosotros tiene un lado débil que, al igual que un sindicato, no es exactamente malintencionado, pero a la hora de la verdad siempre quiere recibir todo el crédito y la atención posible, por hacer muy poco. Ese lado es lo que llamamos ego. La escritora y antigua bloguera de Gawker, Emily Gould, una Hannah Horvath de carne y hueso, se dio cuenta de esto durante los dos años que duró su lucha para publicar una novela. Aunque contaba con un jugoso contrato, estaba estancada. ¿Por qué? Estaba demasiado ocupada pues “pasaba mucho tiempo en Internet”. Esa es la razón. De hecho, no puedo recordar nada más de lo que hice en el 2010. Estaba en Tumblr, en Tweeter, revisando Facebook. Eso no me producía ningún dinero, pero era como trabajar. Yo justificaba mis hábitos ante mí misma de distintas formas. Estaba construyendo mi marca. Bloguear era un acto creativo, incluso retransmitir un post de alguien más era un acto creativo, si uno miraba de reojo. También era la única cosa creativa que estaba haciendo. En otras palabras, ella estaba haciendo lo que muchos de nosotros hacemos cuando estamos asustados o abrumados por un proyecto: hacía cualquier cosa menos concentrarse en su proyecto. La novela en la que debía estar trabajando se estancó por completo. Durante un año. Era más fácil hablar sobre la escritura, hacer todas las cosas agradables relacionadas con el arte y la creatividad y la literatura que sentarse a escribir. Ella no es la única. Alguien publicó recientemente un libro titulado I’m Working On My Novel (Estoy trabajando en mi novela), el cual está lleno de posts de las redes sociales escritos por autores que claramente no están trabajando en sus novelas. Escribir, como tantos otros actos creativos, es difícil. Sentarse ahí, con la mirada fija, irritado con uno mismo, irritado con lo que uno escribe porque no le parece lo suficientemente bueno y uno mismo no parece suficientemente bueno. De hecho, muchas tareas valiosas que empezamos son terriblemente difíciles, ya sea programar una nueva máquina o dominar un oficio. Pero hablar, hablar siempre es fácil. Parece que creyéramos que el silencio es un signo de debilidad, que el hecho de ser desconocidos es equivalente a la muerte (y para el ego, eso es cierto). Así que hablamos, hablamos y hablamos, como si la vida dependiera de ello. En realidad el silencio es una fortaleza, en particular al comienzo de cualquier viaje. Como advirtió el filósofo Kierkegaard (un hombre que detestaba los diarios y su cháchara), “el chisme anticipa la conversación verdadera y expresar lo que todavía está en el pensamiento debilita la acción al anticiparla”. Y eso es lo que resulta tan insidioso del discurso. Cualquiera puede hablar de sí mismo. Hasta un niño sabe chismear y charlar. La mayoría de la gente es buena para dar bombo y vender cosas. Entonces, ¿qué es lo que resulta escaso y raro? El silencio. La capacidad de mantenernos fuera de la conversación de forma deliberada y subsistir sin su validación. El silencio es el descanso de la gente que es fuerte y segura de sí misma. Sherman tenía una buena regla que trataba de seguir. “Nunca des explicaciones de lo que piensas o haces, hasta que tengas que hacerlo. Tal vez después de un rato, se te ocurra una razón mejor”. El gran jugador de béisbol y fútbol americano Bo Jackson decidió que quería lograr dos cosas como atleta en Auburn: ganar el trofeo Heisman y ser contratado por la NFL. ¿Saben a quién le contó? Solo a su novia. La flexibilidad estratégica no es lo único que requiere silencio mientras los otros no paran de hablar. También es un tema psicológico. El poeta Hesíodo tenía esto en mente cuando dijo: “El mayor tesoro de un hombre es una lengua cuidadosa”. La charla nos agota. Hablar y hacer son dos actividades que compiten por los mismos recursos. Las investigaciones muestran que aunque la visualización de la meta es importante, después de cierto momento nuestra mente empieza a confundirla con el progreso verdadero. Lo mismo vale para la verbalización. Incluso el acto de hablar en voz alta con nosotros mismos mientras tratamos de resolver problemas difíciles ha demostrado disminuir significativamente la posibilidad de encontrar una solución. Después de pasar mucho tiempo pensando, explicando y hablando sobre una tarea, empezamos a sentir que estamos más cerca de lograrlo. O, peor aún, cuando las cosas se ponen difíciles podemos echar todo el proyecto por la borda porque sentimos que ya hicimos nuestro mejor esfuerzo, aunque desde luego no haya sido así. Cuanto más difícil la tarea, más incierto el resultado y más costoso puede ser el exceso de discurso. Más nos alejamos de la responsabilidad. El discurso nos priva de la energía que tanto necesitamos para conquistar lo que Steven Pressfield llama la “resistencia”, la valla que nos separa de la expresión creativa. El éxito requiere el cien por ciento de nuestros esfuerzos y el discurso disipa nuestros esfuerzos antes de que podamos usarlos. Muchos de nosotros sucumbimos a esta tentación, en particular cuando nos sentimos abrumados o estresados, o cuando tenemos mucho trabajo que hacer. En la fase inicial de construcción, la resistencia será una fuente constante de incomodidad. Hablar, oírnos hablar, buscar una audiencia, es casi una terapia. Acabo de pasar cuatro horas hablando sobre esto, ¿acaso eso no cuenta? La respuesta es no. Hacer trabajos importantes es una lucha. Es agotador, desmoralizante, asustador (no siempre, pero a veces uno puede sentirse aterrado cuando está sumergido en ello). Hablamos para llenar el vacío y la incertidumbre. “El vacío —dijo una vez Marlon Brando, un actor extremadamente silencioso— es aterrador para la mayoría de la gente”. Es casi como si el silencio nos asaltara o nos confrontara, en particular si le hemos permitido a nuestro ego que nos mienta a lo largo de los años. Esto es muy perjudicial por una razón: el mejor trabajo y el mejor arte provienen de combatir contra el vacío, de enfrentarlo en lugar de huir para hacerlo desaparecer. Cuando estamos enfrentados a un reto particular —ya sea la investigación en un campo nuevo, o el inicio de un negocio, o la producción de una película, o la retención de un mentor, o el progreso de una causa importante—, la pregunta es si buscamos el solaz de la charla o le ponemos la cara a la lucha que nos espera. Piense en esto: la voz de una generación no se autodenomina de esa manera. De hecho, cuando se piensa en ello, uno se da cuenta de lo poco que parecen hablar esas voces. Es una canción, un discurso, un libro: su volumen de trabajo puede haber sido ligero, pero lo que hay adentro es concentrado y tiene gran impacto. Ellos trabajan en silencio en un rincón. Transforman su inquietud interior en un producto y, eventualmente, vuelven al silencio. Hacen caso omiso del impulso de buscar reconocimiento antes de actuar. No hablan mucho. Ni se preocupan porque otras personas, que están ahí en la luz pública y disfrutan de la atención, estén de alguna manera recibiendo la mejor parte del trato. (Eso no es verdad). Están demasiado ocupados trabajando para hacer algo más. Cuando hablan, es porque se lo han ganado. La única relación entre el trabajo y la charla es que la una mata al otro. Deje que los demás se den palmaditas en la espalda, mientras usted regresa al laboratorio, o al gimnasio, o a moverse para encontrar algo. Tape ese agujero — ese que está en el centro de su cara— que le quita la energía vital. Mire qué sucede. Observe cuánto mejora. ¿SER O HACER? En este período formativo, el alma es purificada por la guerra con el mundo. Yace ahí, como un bloque de mármol de Paros, puro, sin cortar, listo para ser moldeado en... ¿qué? —ORISON SWETT MARDEN no de los estrategas y actores más influyentes de la guerra moderna es U alguien de quien la mayoría de la gente nunca ha oído hablar. Su nombre era John Boyd. Fue un piloto de guerra genial, pero fue un maestro y un pensador todavía más importante. Después de volar en Corea, se convirtió en el principal instructor de la Fighter Weapons School, una escuela de élite en la base Nellis de la Fuerza Aérea estadounidense. Se le conocía como “cuarenta segundos Boyd”, porque era capaz de derrotar a cualquier oponente, desde cualquier posición, en menos de cuarenta segundos. Pocos años después fue discretamente llamado al Pentágono, donde comenzó su verdadera labor. En cierto sentido, el hecho de que la gente común y corriente no haya oído hablar de John Boyd no es sorpresivo. Él nunca publicó libros y apenas hay un trabajo académico con su nombre. Solo sobreviven unos pocos videos de él y rara vez es citado por los medios. A pesar de haber cumplido casi treinta años de servicio impecable, Boyd no fue ascendido más allá del rango de coronel. Por otro lado, sus teorías transformaron las maniobras de guerra en casi todas las ramas de las fuerzas armadas, no solo durante su vida sino, incluso aún más, después. Los aviones de combate F-15 y F-16, que reinventaron las naves militares modernas, fueron sus proyectos consentidos. Su principal influencia fue como asesor, a través de legendarias lecciones que impartía a casi cualquier pensador militar importante de su generación. Su aporte a los planes de guerra de la Operación Escudo del Desierto se llevó a cabo a través de una serie de encuentros directos con el secretario de Defensa y no a través de cabildeo público ni oficial. Su principal forma de influir sobre los cambios fue la colección de pupilos que formó, protegió, enseñó e inspiró. No hay bases militares con su nombre. Ni naves de guerra. Boyd se retiró suponiendo que sería olvidado y sin tener mucho más que una casa pequeña y una pensión. Con casi total seguridad tuvo más enemigos que amigos. ¿Qué tal que este curioso camino haya sido deliberado? ¿Qué tal que esto lo haya vuelto más influyente? ¿Será, acaso, una locura pensar así? De hecho, Boyd solo estaba siguiendo exactamente la lección que trataba de enseñarle a cada joven prometedor que llegaba a formarse bajo sus alas, jóvenes que él creía que tenían potencial para ser algo, algo diferente. Las prometedoras estrellas a las que él les enseñó probablemente tenían mucho en común con nosotros. El discurso que Boyd le dio a uno de sus protegidos en 1973, lo deja muy claro. Al sentir que el joven oficial se aproximaba a lo que él sabía que sería una difícil bifurcación en su camino, Boyd le pidió que fuera a verlo. Como muchas de las personas exitosas, el soldado era inseguro e impresionable. Él quería obtener un ascenso con méritos. Era como una hoja que podía salir volando en cualquier dirección y Boyd lo sabía. Así oyó ese día un discurso que Boyd pronunciaría una y otra vez, hasta que se volvió una tradición y un rito de iniciación para toda una generación de líderes militares. “Tigre, uno de estos días vas a llegar a una bifurcación en el camino —le dijo Boyd—, y vas a tener que tomar una decisión acerca de la dirección que quieres tomar”. Usando sus manos para ilustrar sus palabras, Boyd marcó las dos direcciones. “Si tomas por este lado, podrás ser alguien. Tendrás que hacer concesiones y tendrás que darles la espalda a tus amigos. Pero serás miembro del club y serás ascendido y obtendrás buenas misiones”. Luego Boyd hizo una pausa, con el fin de enfatizar la otra opción. “O —continuó— puedes tomar por este otro lado y hacer algo, algo por tu país, por tu Fuerza Aérea y por ti mismo. Si decides que quieres hacer algo, es posible que no obtengas ascensos y que no recibas las mejores misiones, y ciertamente no serás el favorito de tus superiores. Pero tampoco tendrás que hacer concesiones. Serás leal a tus amigos y a ti mismo. Y tu trabajo tal vez marque una diferencia. Ser alguien o hacer algo. En la vida te llaman a lista muchas veces. Ahí es cuando tienes que tomar decisiones”. Y luego Boyd concluyó con palabras que guiarían a ese joven y a muchos de sus compañeros durante el resto de su vida: “¿ser o hacer? ¿Qué camino tomarás?”. Sea lo que sea que busquemos hacer en la vida, la realidad rápidamente interfiere con nuestro idealismo juvenil: decimos que son incentivos, compromisos, reconocimiento y política. Estas fuerzas pronto nos cambian la dirección y nos hacen pasar del camino del hacer al ser. Del ganar al fingir. El ego contribuye a este engaño a cada paso. Esa es la razón por la que Boyd quería que la gente joven viera que, si no tenía cuidado, fácilmente se podía dejar corromper por la misión misma que quería cumplir. ¿Cómo se puede evitar ese descarrilamiento? Bueno, muchas veces nos enamoramos de la imagen de lo que parece ser el éxito. En el mundo de Boyd, esta imagen era el número de estrellas que cada uno llevaba sobre el hombro, o el estatus de la misión encomendada, o el lugar al cual era destinado, cosas que se podían confundir fácilmente con una representación de un verdadero logro. Para otra gente, esta imagen puede ser el cargo que ocupa, la universidad a la cual asiste, el número de personas a cargo en el trabajo, el tamaño del espacio en el estacionamiento, las becas que recibe, su acceso al presidente de la compañía, la cantidad de ceros del cheque de nómina o la cantidad de seguidores que tiene. Las apariencias son engañosas. Tener autoridad no es lo mismo que ser una autoridad. Tener derecho y estar en lo cierto tampoco son lo mismo. Recibir un ascenso no significa necesariamente que esté trabajando bien y no significa que usted se merezca una promoción (es lo que, en burocracia, se llama caer parado). Impresionar a la gente es totalmente distinto de ser verdaderamente impresionante. Entonces, ¿con quién se quiere ir usted? ¿Qué lado elige? Este es el llamado a lista que la vida nos propone. Boyd hacía otro ejercicio. Después de reunir en un salón al grupo con el cual estaba hablando, caminaba hasta el tablero y escribía en letras grandes las palabras: DEBER, HONOR, PAÍS. Luego tachaba esas palabras y las reemplazaba por estas otras: ORGULLO, PODER, CODICIA. Su idea era que muchos de los sistemas y estructuras del estamento militar, esos que los soldados tenían que recorrer con el fin de progresar, podían corromper los valores mismos que cada uno quería honrar. El historiador William Durant decía con mucho ingenio que una nación nace estoica y muere siendo epicúrea. Esa es la triste verdad que Boyd estaba ilustrando: cómo las virtudes positivas se vuelven amargas. ¿Cuántas veces no hemos visto esto en nuestra corta vida, en los deportes, las relaciones o proyectos o personas a las que queremos? Esto es lo que hace el ego. Tacha lo que importa y lo reemplaza por lo que no importa. Mucha gente quiere cambiar el mundo y es bueno que así sea. Usted quiere ser el mejor en lo que hace. Nadie quiere ser apenas un segundón. Pero, en la práctica, ¿cuál de las tres palabras que Boyd anotó en el tablero va a llevarlo al lugar que usted quiere llegar? ¿Qué está haciendo ahora? ¿Qué es lo que lo impulsa? La elección que Boyd nos plantea se reduce al tema del propósito. ¿Cuál es su propósito en la vida? ¿Qué vino a hacer a este mundo? Porque el propósito nos ayuda a responder fácilmente la disyuntiva entre ser o hacer. Si lo que a usted le importa es usted, su reputación, ser incluido en los grupos importantes, su buena calidad de vida, entonces el camino está claro: dígale a la gente lo que quiere oír. Busque llamar la atención por encima del trabajo discreto, pero importante. Acepte los ascensos y siga el camino que suele tomar la gente talentosa de su campo de trabajo. Page sus deudas, llene todas las casillas, cumpla su tiempo y deje las cosas esencialmente como están. Persiga su fama, un buen salario, una buena posición, y disfrútelos a medida que vayan llegando. “Un hombre es forjado por aquello en lo que trabaja”, dijo una vez Frederick Douglass. Él lo sabía. Había sido esclavo y vio lo que la esclavitud les hizo a todos los involucrados, entre ellos a los dueños de esclavos. Cuando se convirtió en hombre libre, vio que las decisiones que la gente toma sobre su carrera y sobre su vida tienen el mismo efecto. Lo que uno decide hacer con su tiempo y lo que decide hacer para ganar dinero es lo que lo forja. El camino del egocéntrico exige, como Boyd bien lo sabía, muchas concesiones. Si su propósito es algo más grande que usted mismo, si usted quiere lograr algo, probarse algo, entonces todo se vuelve de repente mucho más fácil y difícil al mismo tiempo. Más fácil porque sabrá lo que tiene que hacer y lo que le importa. Las otras opciones desaparecen, en la medida en que no son alternativas reales. Solo son distracciones. Se trata de hacer algo, no de obtener reconocimiento. El camino es más fácil en el sentido de que no tendrá que hacer concesiones. Pero será más difícil porque cada oportunidad, no importa lo gratificante o satisfactoria que sea, deberá ser evaluada de acuerdo con criterios estrictos: ¿me ayuda esto a lograr lo que quiero lograr? ¿Me permite esto hacer lo que necesito hacer? ¿Estoy siendo egoísta o no? Cuando se elige este camino, lo importante no es lo que quiero ser en la vida sino lo que quiero lograr en ella. Hay que dejar a un lado los intereses egoístas y preguntarse: ¿qué es lo que quiero lograr? ¿Cuáles son los principios que dirigen mis decisiones? ¿Quiero ser como todos los demás o quiero hacer algo distinto? En otras palabras, es más difícil porque todo puede parecer una concesión. Aunque nunca es demasiado tarde, cuanto más temprano se haga estas preguntas, mejor será. Es indudable que Boyd cambió y mejoró su campo de trabajo de una forma en que casi no lo ha hecho ningún otro teórico de la guerra desde Sun Tzu o Von Clausewitz. Fue conocido como “Gengis John” por la manera en que nunca dejó que ningún obstáculo o ningún oponente le impidiera hacer lo que necesitaba hacer. Pero sus decisiones tuvieron un costo. También se le conocía como el “Coronel Gueto” por el mal estado de su ropa. Murió con un cajón lleno de cheques sin cobrar que representaban miles de dólares, girados por contratistas privados en pagos que él entendió como sobornos. El hecho de que nunca haya pasado del grado de coronel no fue culpa suya: siempre alguien se oponía a su ascenso. Fue olvidado por la historia en castigo por el trabajo que hizo. Piense en esto la próxima vez que empiece a sentir que tiene derecho a algo, la próxima vez que combine fama con el “sueño americano”. Piense acerca de cómo puede darle la talla a un gran hombre como Boyd. La próxima vez que esté frente a una elección, piense: ¿de verdad necesito esto? ¿O es puro ego? ¿Está usted listo para tomar la decisión correcta? ¿O acaso los premios todavía lo atraen desde lejos? Ser o hacer, la vida es un constante llamado a lista. CONVERTIRSE EN ESTUDIANTE No permitamos que el fantasma de ningún hombre regrese aquí y diga que lo decepcionó su entrenamiento. —INSCRIPCIÓN EN LA ACADEMIA DE CAPACITACIÓN DEL DEPARTAMENTO DE BOMBEROS DE NUEVA YORK n día de abril de comienzos de los años ochenta, la pesadilla de un U guitarrista se convirtió en el sueño de otro, su trabajo soñado. Sin advertencia alguna, los miembros de Metallica, la banda alternativa de rock pesado, se reunieron antes de una sesión de grabación en una bodega decrépita de Nueva York y le informaron al guitarrista Dave Mustaine que ya no haría parte del grupo. Con pocas palabras, le entregaron un tiquete de autobús de regreso a San Francisco. Ese mismo día, un guitarrista joven promedio, Kirk Hammett, en sus primeros veintes y miembro de una banda llamada Exodus, recibió una oferta para ese mismo trabajo. Arrojado a una nueva vida, unos pocos días después se presentó en su primer espectáculo con la banda. Uno podría pensar que este fue el momento que Hammett llevaba esperando toda su vida. Y es cierto. Aunque solo era conocida en pequeños círculos en aquel entonces, Metallica era una banda que parecía destinada a alcanzar el éxito. Su música ya había comenzado a correr los límites del género del metal y sus seguidores ya habían comenzado a reverenciarla. En pocos años, Metallica se convertiría en una de las bandas más importantes del mundo y con el tiempo llegaría a vender más de cien millones de álbumes. Fue por esa época que Kirk llegó a lo que debió haber sido una revelación muy aleccionadora: que a pesar de los años que llevaba tocando y de haber sido invitado a tocar con Metallica, no era tan bueno como quisiera ser. En su casa en San Francisco, buscó un profesor de guitarra. En otras palabras, a pesar de unirse al grupo de sus sueños y convertirse literalmente en un profesional, Kirk insistió en que necesitaba más instrucción; que todavía era estudiante. El profesor que buscó tenía la reputación de ser un maestro de maestros y trabajar con prodigios musicales como Steve Vai. Joe Satriani, el hombre que Hammett eligió como instructor, llegaría a ser conocido como uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos y a vender más de diez millones de discos de su música singular y admirable. Con su estilo de interpretación y las clases que impartía en una pequeña tienda de música en Berkeley, Satriani constituyó una elección muy particular para Hammett. Ese era el objetivo: Kirk quería aprender lo que no sabía, afirmar su comprensión de los principios fundamentales para poder continuar explorando este nuevo género de música que ahora tenía la oportunidad de practicar. Satriani identifica con claridad lo que le faltaba a Hammett. Ciertamente no era talento: Lo principal con Kirk... era que era un guitarrista verdaderamente bueno desde que entró por la puerta. Ya tocaba la guitarra principal... y podía desmenuzar las piezas. Tenía una mano derecha estupenda y conocía la mayoría de los acordes. El único problema es que no sabía tocar en un ambiente en el que tuvo que aprender todo los nombres y cómo conectar todo. Eso no significa que sus sesiones fueran una especie de grupo de estudio divertido. De hecho, Satriani explica que lo que distinguía a Hammett de los otros era su disposición a soportar la clase de instrucción que los demás no estaban dispuestos a recibir. “Era un buen estudiante. Muchos de sus amigos y contemporáneos tenían la tendencia a salir corriendo y a quejarse, pues pensaban que yo era demasiado severo como profesor”. El sistema de Satriani era sencillo: habría lecciones semanales que el estudiante debía aprender, y si no lo hacía, significaba que estaba haciéndole perder el tiempo a todo el mundo y no debía molestarse en volver. Así que, durante los dos años que siguieron, Kirk hizo exactamente eso: regresar cada semana en busca de retroalimentación objetiva, un juicio sobre su trabajo y profundización en la técnica y la teoría musical de un instrumento que estaría tocando frente a miles de personas y, más adelante, frente a literalmente cientos de miles de personas. Incluso después de esos dos años de estudio, Kirk solía llevarle a Satriani improvisaciones y fraseos en los que había estado trabajando con la banda y aprendería cómo reducir al mínimo el instinto de hacer más, a afinar su capacidad para hacer más con menos notas y a centrarse en sentir esas notas y expresarlas de acuerdo con el sentimiento. Con cada sesión mejoraba como intérprete y como artista. El poder de convertirse en estudiante no se limita a tener un período extendido de instrucción, también pone el ego y la ambición en las manos de alguien más. Se le impone al ego una especie de techo: uno sabe que no es mejor que el “maestro” del cual es aprendiz. Que no está ni siquiera cerca. Uno respeta al maestro y asume su posición inferior. No es posible engañar o fingir ante el maestro. La educación no es algo que se pueda improvisar, no hay atajos aparte de trabajar cada día. Y si uno no lo hace, el maestro lo echa. No nos gusta pensar que hay alguien mejor que nosotros. O que tenemos mucho que aprender. Queremos estar al otro lado. Queremos estar listos. Siempre estamos ocupados y recargados de trabajo. Por esta razón, evaluar nuestros talentos con criterios que muestren una tendencia más bien negativa es una de las cosas más difíciles en la vida, pero casi siempre es un componente del dominio de un oficio. Pretender que sabemos es nuestro vicio más peligroso, porque nos impide mejorar. El antídoto para esto es hacer una evaluación juiciosa de nuestras capacidades. El resultado, independientemente de cuáles sean los gustos musicales que usted tenga, fue que Hammett se convirtió en uno de los grandes guitarristas de rock del mundo e hizo que el metal pasara de ser un movimiento clandestino a ser un género musical establecido. Adicionalmente, gracias a estas lecciones, Satriani mismo afinó su técnica y también se convertió en un mejor guitarrista. Tanto el estudiante como el maestro llenaron luego estadios y recompusieron el paisaje de la música mundial. Frank Shamrock, pionero de las artes marciales mixtas y ganador de varios títulos, tiene un sistema en el cual entrena a los luchadores, el cual llama más, menos e igual. Para llegar a ser grande, dice, cada luchador necesita tener a alguien mejor de quien pueda aprender, a alguien inferior a quien le pueda enseñar y a alguien igual con quien se pueda medir. El propósito de la fórmula de Shamrock es sencillo: tener una retroalimentación continua y verdadera de lo que cada uno sabe y lo que no sabe, desde todos los ángulos. Este sistema elimina el ego que nos hace envanecer, el miedo que nos hace dudar de nosotros mismos y la pereza que puede tentarnos a dejar de esforzarnos. Tal como escribe Shamrock, “las falsas ideas sobre nosotros mismos nos pueden destruir. Para mí, lo mejor es ser siempre estudiante. Ese es el propósito de las artes marciales y hay que utilizar esa humildad como herramienta. Uno se pone por debajo de alguien en quien confía”. Esto empieza por aceptar que hay gente que sabe más que nosotros, que podemos beneficiarnos de ese conocimiento y que debemos buscar a esas personas activamente. Lo siguiente es echar abajo las ilusiones que tenemos sobre nosotros mismos. Pero la necesidad de mantener la mentalidad del estudiante no se limita al campo de la lucha o la música. Un científico debe conocer los principios esenciales de su ciencia y los descubrimientos que están teniendo lugar en la periferia. Un filósofo debe tener un conocimiento profundo y también ser consciente de lo poco que sabe, como afirmó Sócrates. Un escritor debe ser muy versado en el canon literario, pero también leer y dejarse sorprender por sus contemporáneos. Un historiador debe conocer la historia antigua y moderna, así como sus particularidades. Los atletas profesionales tienen equipos de entrenadores e incluso los políticos poderosos tienen asesores y mentores. ¿Por qué? Para volverse grandes y mantenerse así, todos ellos deben saber lo que hubo antes, lo que está sucediendo ahora y lo que vendrá después. Deben entender los elementos fundamentales de sus dominios y lo que los rodea, sin anquilosarse ni estancarse, siempre deben estar aprendiendo. Todos debemos convertirnos en nuestros propios maestros, tutores y críticos. Piensen en lo que Hammett podría haber hecho, en lo que habríamos hecho nosotros en su posición, si nos convirtiéramos de repente en la estrella de nuestro campo de trabajo. La tentación es pensar: lo logré. Ya llegué a la meta. Echaron al otro guitarrista porque no es tan bueno como yo. Me eligieron porque yo tengo el talento que están buscando. Si Hammett hubiese hecho eso, probablemente nunca habríamos oído hablar de él ni de la banda. Después de todo, hay muchísimos grupos de metal de los ochenta que han caído en el olvido. Un verdadero estudiante es como una esponja. Absorbe lo que sucede a su alrededor, lo filtra, retiene lo que le interesa. Un estudiante es autocrítico y se motiva a sí mismo, siempre trata de mejorar su comprensión para poder pasar al siguiente tópico, al siguiente reto. Un estudiante de verdad también es su propio profesor y su propio crítico. Ahí no hay espacio para el ego. Tomemos otra vez el ejemplo de la lucha, donde esto es particularmente crucial porque los oponentes siempre están buscando oponer la fuerza a la debilidad. Si un luchador no es capaz de aprender y practicar todos los días, si no está todo el tiempo buscando áreas en las que pueda mejorar, examinando sus fallas y encontrando nuevas técnicas mientras observa a sus compañeros y oponentes, terminará destruido. Y esto no es tan distinto para el resto de nosotros. ¿Acaso no vivimos luchando a favor o en contra de algo? ¿Acaso usted cree que es el único que espera lograr un objetivo? No es posible que crea que es el único que está buscando ese precioso anillo. La gente tiende a sorprenderse cuando se entera de lo humildes que parecen haber sido las grandes personalidades de la historia. ¿Cómo es posible que no fueran agresivas, que no se sintieran con todo el derecho a hacer cosas, que no tuvieran conciencia de su propia grandeza y su destino? La realidad es que, aunque eran personas seguras de sí mismas, el hecho de ser eternos estudiantes hizo que estos hombres y mujeres conservaran su humildad. “Es imposible aprender lo que uno piensa que uno ya sabe”, dijo Epicteto. No es posible aprender si creemos que ya sabemos. No encontraremos las respuestas si somos demasiado vanidosos y autosuficientes para hacer las preguntas necesarias. No podemos volvernos mejores si estamos convencidos de que ya lo somos. El arte de saber recibir retroalimentación es una capacidad esencial en la vida, en particular si se trata de críticas duras. No solo necesitamos saber aceptar esas críticas, sino que debemos pedirlas activamente, esforzarnos por buscar las críticas negativas precisamente cuando nuestros amigos y familiares, y nuestro cerebro, nos dicen que lo estamos haciendo muy bien. Sin embargo, el ego trata de evitar esas críticas a toda costa. ¿Quién quiere regresar a la época del entrenamiento remedial? El ego piensa que ya sabe cómo hacer las cosas y quiénes somos, es decir, cree que somos espectaculares, perfectos, genios realmente innovadores. Al ego le disgusta la realidad y prefiere hacer sus propias evaluaciones. El ego tampoco permite que tengamos un proceso de incubación apropiado. Llegar a ser lo que queremos llegar a ser suele requerir largos períodos de oscuridad, de sentarse a luchar con algún tópico o paradoja. La humildad es lo que nos mantiene ahí, preocupados por no saber suficiente y conscientes de que debemos seguir estudiando. El ego se apresura a llegar al final, piensa que la paciencia es para los perdedores (pues la considera, equivocadamente, una debilidad) y supone que somos suficientemente buenos para demostrarle nuestro talento al mundo. Cuando nos sentamos a poner a prueba nuestro trabajo, cuando hacemos nuestra primera argumentación profesional, cuando nos preparamos para abrir nuestra primera tienda, mientras observamos el público que asiste al último ensayo general, el ego es el enemigo pues no ofrece una retroalimentación perversa, desconectada de la realidad. Es defensiva, en un momento en que no podemos darnos el lujo de ser defensivos. Nos impide mejorar diciéndonos que no necesitamos mejorar. Luego nos preguntamos por qué no obtuvimos los resultados que queríamos, por qué otros son mejores y por qué su éxito es más duradero. Hoy en día los libros son más baratos que nunca. Hay cursos gratuitos. El acceso a los maestros ya no es una barrera, la tecnología ha derribado ese obstáculo. No hay excusa para no educarse y, como la información que tenemos a nuestra disposición es tan amplia, tampoco hay excusas para no terminar el proceso. Los maestros que tenemos en la vida no solo son aquellos a los que les pagamos, como Hammett le pagaba a Satriani. Tampoco tienen que hacer parte de un dojo de entrenamiento, como en el caso de Shamrock. Muchos de los mejores maestros son gratuitos. Nos enseñan de forma voluntaria porque, como usted, alguna vez fueron jóvenes y tuvieron las mismas metas. Muchos ni siquiera se dan cuenta de que están enseñando, solo son paradigmas o incluso figuras históricas cuyas lecciones sobreviven en libros y ensayos. Pero el ego nos vuelve tan testarudos y hostiles a la crítica que aleja todas estas fuentes de educación o las pone fuera de nuestro alcance. Por eso hay un viejo proverbio que dice: “El maestro aparecerá solo cuando el alumno esté listo”. NO SER APASIONADO Parece que a ti te falta aquel vivida vis animi que estimula y excita a muchos jóvenes a agradar, a sobresalir y a distinguirse. Sin el deseo y el ahínco necesarios para ser hombre notable, no esperes serlo nunca. —LORD CHESTERFIELD asión, todo tiene que ver con la pasión. Encuentra tu pasión. Vive de forma P apasionada. Inspira al mundo con tu pasión. La gente acude al festival Burning Man, en Black Rock, Nevada, para encontrar pasión, para acercarse a la pasión, para volver a encenderla. Lo mismo ocurre con las charlas TED, el gigantesco evento bautizado SXSW y miles de eventos, retiros y cumbres, todos impulsados por lo que, según ellos, representa la fuerza más importante de la vida. He aquí lo que esa misma gente no nos ha dicho: que nuestra pasión puede ser precisamente lo que nos impide alcanzar nuestro pleno poder o nuestra influencia o nuestros objetivos. Porque es tan frecuente fracasar con pasión como sin ella. Una activista se refirió una vez al “apasionado interés” de Eleanor Roosevelt en un texto de legislación social. Ella pretendía hacer un elogio, pero la respuesta de Eleanor fue ilustrativa: “Sí —dijo Roosevelt, ella apoyaba la causa —, pero no creo que la palabra ‘apasionada’ se me pueda aplicar”. Al ser una mujer refinada, exitosa y paciente, nacida cuando las cenizas de las virtudes victorianas todavía estaban calientes, Roosevelt estaba más allá de la pasión. Ella tenía un propósito. Tenía una dirección. No estaba impulsada por la pasión, sino por la razón. George W. Bush, Dick Cheney y Donald Rumsfeld, por otro lado, tenían un apasionado interés por Irak. El viajero Christopher McCandless ardía de pasión mientras se dirigía a lo desconocido. Igual estaba Robert Falcon Scott cuando partió a explorar el Ártico, picado por la “polomanía” (al igual que muchos escaladores del trágico ascenso de 1996 al Everest, atacados momentáneamente por lo que los psicólogos llaman ahora goalodicy o deseo obsesivo de alcanzar metas). El inventor y los inversionistas del Segway (ese tipo de patineta eléctrica que usa un giroscopio para autobalancearse) creían que tenían entre manos una innovación que cambiaría el mundo y se empeñaron en difundirla. El hecho de que cada uno de estos talentosos y brillantes individuos tuviera una ferviente creencia en lo que buscaba hacer está fuera de duda, pero al mirar las cosas en retrospectiva, es evidente que también estaban mal preparados y eran incapaces de entender las objeciones y las preocupaciones de todos los que los rodeaban. Lo mismo se puede decir de innumerables empresarios, autores, chefs, negociantes, políticos y diseñadores sobre los que usted seguramente ha oído y sobre los que nunca volverá a oír porque naufragaron en sus propias naves incluso antes de dejar el puerto. Como todos los diletantes, ellos tenían pasión pero les faltaba algo más. Es importante aclarar que no estoy hablando del interés normal o el amor que sentimos por algo. Estoy hablando de una pasión distinta: el entusiasmo desbocado, la disposición a precipitarse sobre lo que tenemos enfrente con todas nuestras fuerzas, la “carga de energía” que nuestros maestros y gurús consideran como el activo más importante de la vida. Es ese deseo ardiente e irrefrenable de comenzar o lograr una meta vaga, ambiciosa y lejana. Esta motivación aparentemente inocua está tan lejos del camino correcto que duele. Hay que recordar que “fanático” es solo una palabra más suave para decir “loco”. Un joven basquetbolista llamado Lewis Alcindor Jr., que ganó tres campeonatos nacionales con John Wooden en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), utilizaba una palabra para describir el estilo de su famoso entrenador: “desapasionado”. Es decir, sin pasión. A Wooden no le gustaban los discursos inspiradores o exhortativos. Consideraba que esas emociones extras eran una carga. En lugar de eso, su filosofía tenía que ver con mantener el control, hacer el trabajo y nunca convertirse en un “esclavo de la pasión”. El jugador que aprendió esa lección de Wooden cambiaría más tarde su nombre a uno de mayor recordación: Kareem Abdul Jabbar. Nadie describiría a Eleanor Roosevelt, o a John Wooden, o a su famoso y discreto jugador Kareem, como gente apática. Ellos tampoco dirían que eran gente frenética o fanática. En el caso de Roosevelt, que se convirtió en una de las activistas más poderosas e influyentes de la historia y, ciertamente, en la Primera Dama más importante de los Estados Unidos, hay que decir que se hizo conocer principalmente por su elegancia, su aplomo y su sentido de la dirección. Wooden, que ganó diez títulos en doce años, entre ellos siete consecutivos, desarrolló un sistema para ganar y trabajó con sus jugadores para que lo siguieran. A ellos no los impulsaba el entusiasmo ni sus cuerpos estaban en constante movimiento. Por el contrario, les tomó años convertirse en las personas que llegaron a ser. Fue un proceso de acumulación. En nuestra vida encontraremos problemas complejos, con frecuencia en situaciones que nunca antes hemos enfrentado. Las oportunidades no suelen ser pozos vírgenes y profundos en los que sumergirse sea un acto que requiera una buena dosis de coraje y osadía; por el contrario, son pozos oscuros, llenos de polvo y bloqueados por distintas formas de resistencia. Lo que en realidad se necesita en estas circunstancias es claridad, intención y determinación metodológica. Pero con demasiada frecuencia actuamos de la siguiente manera: Un rayo de inspiración: quiero hacer el mejor y más grande _______ que haya existido. Ser el _________ más joven. El único que ________. El “primero y el mejor”. El consejo: muy bien, esto es lo que tendrás que hacer, paso a paso, para lograrlo. La realidad: oímos lo que queremos oír. Hacemos lo que tenemos ganas de hacer y, a pesar de estar increíblemente ocupados y trabajar muy duro, logramos muy poco. O, peor aún, nos hallamos en medio de un caos que nunca previmos. Como al parecer solo oímos historias acerca de la pasión de la gente exitosa, olvidamos que los fracasos también comparten ese rasgo. No comprendemos las consecuencias hasta que observamos la trayectoria. En el caso de Segway, los creadores supusieron una demanda mucho mayor de la que existía. En el caso de la guerra en Irak, sus proponentes hicieron caso omiso de las objeciones y la crítica negativa porque estas se oponían a lo que ellos necesitaban creer. El trágico final de McCandless fue el resultado de la ingenuidad juvenil y de la falta de preparación. En el caso de Robert Falcon Scott, el problema fue el exceso de confianza y entusiasmo, sin consideración de los peligros reales. Estoy seguro de que Napoleón hervía de pasión mientras planeaba la invasión a Rusia y solo se liberó de esa pasión cuando cojeaba de regreso a casa, con una fracción de los hombres con los que había partido lleno de confianza en sí mismo. En muchos otros ejemplos vemos los mismos errores: un exceso de inversión o poca inversión, actuar antes de que alguien esté medianamente listo, apresurarse a hacer cosas que requieren delicadeza. No tanto malicia como la embriaguez de la pasión. La pasión, por lo general, oculta una debilidad. La ansiedad, impetuosidad y frenesí son malos sustitutos de la disciplina, el dominio, la fuerza, el propósito y la perseverancia. Es necesario ser capaz de ver esto en los demás y en uno mismo, porque aunque los orígenes de la pasión pueden ser sinceros y buenos, sus efectos son primero cómicos y luego monstruosos. La pasión es un rasgo que se observa en aquellos que nos pueden contar con gran detalle cuál es el tipo de persona en que quieren convertirse y cómo será el éxito que van a alcanzar; son capaces de contarnos incluso cuándo pretenden lograr el éxito, o describirnos las preocupaciones legítimas y sinceras que tienen sobre los peligros de esos logros. Pueden contarnos todo lo que van a hacer, o lo que incluso ya han iniciado, pero no nos pueden mostrar sus progresos, porque rara vez tienen éxito. ¿Cómo puede alguien trabajar juiciosamente en algo sin lograr nada? Bueno, esa es la paradoja de la pasión. Si la definición de la locura es tratar lo mismo una y otra vez y esperar resultados distintos, entonces la pasión es una forma de retardo mental, pues deliberadamente trata de opacar nuestras funciones cognitivas críticas. Con frecuencia el desastre es abrumador cuando lo vemos en retrospectiva. Los mejores años de nuestra vida agotados como un par de ruedas contra el asfalto. Los perros, Dios los bendiga, son apasionados, como lo pueden atestiguar numerosas ardillas, pájaros, cajas, mantas y juguetes. Los perros no logran la mayor parte de lo que se proponen hacer. Sin embargo, tienen una ventaja en todo esto: una memoria de muy corto plazo que mantiene a raya la horrible sensación de futilidad e impotencia. Por otro lado, la realidad de nosotros los humanos no tiene razones para ser sensible a las ilusiones bajo las cuales funcionamos. Con el tiempo, la realidad termina por interferir. Las personas necesitamos propósito y realismo para ascender. El propósito, se podría decir, es como la pasión pero con límites. El realismo es tener distancia y perspectiva. Cuando somos jóvenes, o cuando nuestra causa es joven, sentimos con tanta intensidad que parece equivocado ir despacio. En la juventud, la pasión, al igual que las hormonas, palpita con fuerza. Parece errado ir despacio. De ahí la impaciencia. De ahí la incapacidad de ver que agotarnos, o ir más allá del límite, ciertamente no nos va a ayudar a viajar más rápido. La pasión siempre tiene un objeto externo (Soy un apasionado de ______ ). El propósito, en cambio, busca llegar a algo y es para algo (Tengo que hacer ______. Me pusieron aquí para lograr _______. Estoy dispuesto a soportar _______ para lograr esto). De hecho, el propósito quita el énfasis del yo. El propósito es buscar algo que está por fuera de nosotros, y eso es lo opuesto a complacer nuestros deseos. Más que propósito, también necesitamos realismo. ¿Dónde empezamos? ¿Qué hacemos primero? ¿Qué hacemos ahora? ¿Cómo estar seguros de que lo que estamos haciendo nos está haciendo progresar? ¿Con qué nos estamos comparando? “Las grandes pasiones son enfermedades sin esperanza”, dijo una vez Goethe. Esa es la razón por la cual una persona decidida y llena de propósitos opera en un nivel diferente, más allá de las influencias o la enfermedad. Estas personas contratan profesionales y los usan. Hacen preguntas, preguntan qué puede salir mal, piden ejemplos. Planean las contingencias. Luego, se lanzan a la carrera. Por lo general, empiezan dando pequeños pasos y después de completarlos buscan retroalimentación para entender cómo pueden mejorar la siguiente etapa. Empiezan a ganar siempre y van mejorando a medida que avanzan, usando con frecuencia esos triunfos para crecer exponencialmente y no aritméticamente. ¿Una aproximación repetitiva es menos excitante que los manifiestos, las epifanías, volar al otro lado del país para sorprender a alguien o enviar en medio de la noche correos de cuatro mil palabras con monólogos interiores? Claro que sí. ¿Es acaso menos glamoroso y arriesgado que jugársela toda y llegar al tope de las tarjetas de crédito porque cree en usted mismo? Desde luego. Lo mismo se puede decir de las hojas de cálculo, las reuniones, los viajes, las llamadas telefónicas, los programas, las herramientas, los sistemas internos y cada artículo explicativo que se haya escrito sobre esto y las rutinas de la gente famosa. La pasión es poner la forma por encima de la función. El propósito es pensar en la función, la función, la función. El importante trabajo que usted quiere hacer solo requiere su determinación y consideración. No la pasión. No la ingenuidad. Es mucho mejor si usted se siente intimidado por lo que tiene en frente, que se sienta humilde ante la magnitud de la tarea y, sin embargo, decidido a llevarla a cabo. Deje la pasión para los aficionados y los perturbados. Puede sentir pasión por lo que usted siente que debe hacer y decir, pero no por aquello que le preocupa y que desea que sea. Recuerde el epigrama de Tayllerand dirigido a los diplomáticos: Surtout pas trop de zèle (“Sobre todo, no mucho entusiasmo”). Así, usted podrá hacer grandes cosas. Entonces, dejará de ser su viejo, bienintencionado, pero ineficaz yo. SEGUIR LA ESTRATEGIA DEL LIENZO Los grandes hombres casi siempre han demostrado tener la misma capacidad para obedecer que la que demuestran tener más tarde para mandar. —LORD MAHON n el sistema romano de las artes y las ciencias, existía una figura para la E cual nosotros solo tenemos una analogía parcial. Los negoc

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