50 Años de Historia de René Zavaleta Mercado PDF

Summary

This book analyzes 50 years of Bolivian history through the lens of René Zavaleta Mercado's work. It explores the complex interplay of national identity, social classes, and political power, highlighting the author's unique perspective. The book examines key periods like the decline of Charcas, the Chaco War, the 1952 revolution.

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5 0 AÑOS DE HISTO erté Zavaleta COLECCION OBRAS COM PLETAS EL PODER DUAL C LASES SOCIALES Y CON OCIM IEN TO EL ESTADO EN AMERICA LATINA LA FORMACION DE LA CONCIENCIA NACIONAL RENE ZAVALETA MERCADO 50 AÑOS DE HISTORIA Editorial "Los Amigos del Libro"...

5 0 AÑOS DE HISTO erté Zavaleta COLECCION OBRAS COM PLETAS EL PODER DUAL C LASES SOCIALES Y CON OCIM IEN TO EL ESTADO EN AMERICA LATINA LA FORMACION DE LA CONCIENCIA NACIONAL RENE ZAVALETA MERCADO 50 AÑOS DE HISTORIA Editorial "Los Amigos del Libro" Wemer Guttentag Cochabamba - La Paz Bolivia 1998 1998 Todos los Derechos reservados por Editorial “Los Am igos del Libro" Cochabamba, Casilla 450 La Paz, Casilla 4241 Registro de la Propiedad Intelectual bajo Depósito Legal N° 2 - 1 - 87 - 91 NA: 1525 ISBN: 84 - 8370 - 190 - 1 Primera Reimpresión de la Primera Edición Impreso en Bolivia - Printed in Bolivia Editores: Los Amigos del Libro Impresores: Impresiones Poligraf INDICE Pág. Zavaleta Mercado: La historia del pre­ sente..................................................... 7 I. La memoria histórica................................................ 19 II. Decadencia de Charcas y el Paraguay....................21 III. Doble carácter del país..............................................24 IV. Engreimiento de Charcas......................................... 25 V. Proyecto de Santa Cruz............................................. 26 VI. Admiración de Paraguay y Bolivia a sus vencedores...........................................................28 VII. Los objetos falaces..................................................... 30 VIII. Crisis estatal postbélica............................................. 32 IX. Salamanca................................................................... 34 X. El hombre símbolo..................................................... 38 XI. Despilfarro de Toro................................................... 40 XII. Germán Busch............................................................ 41 XIII. Crisis en el aparato represivodel Esta­ do oligárquico 44 XIV. Villarroel y RAPEDA................................................ 47 XV. RAPEDA-MNR........................................................ 51 XVI. Caída de Villarroel.................................................... 56 XVII. Guerra Civil de 1949.................................................. 61 XVIII. Insurrección Popular de 1952.................................. 64 XIX. El carácter de la revolución...................................... 67 XX. Lechín...........................................................................71 XXI. Grandeza y miseria de la época............................... 74 XXII. Lo irreversible de las masas yde sus e- nemigos.......................................................................78 XXIII. Los indios y la casta m ald ita......................................... 80 XXIV. Reconstrucción de la casta se cu la r..............................82 XXV. Pavor de las clases m edias............................................. 86 XXVI. Colonización de la Revolución N acio­ nal por el Imperialism o 90 XXVII. Reflujo ob rero......................................................................92 XXVIII El déspota id io ta................................................................97 XXIX Miseria cam pesina.......................................................... 104 XXX. La corrupción considerada como me­ diación estatal 106 XXXI. Ñancahuazú............................................................... 109 XXXII. El Sistema de M a y o........................................................114 XXXIII. Ovando, el Bonapartista..........................................115 ZAVALETA MERCADO: LA HISTORIA DEL PRESENTE La problemática histórica recorre de punta a can­ to la obra de René Zavaleta Mercado. Así tras una inicial intuición publicada en 1963 bajo el nombre de "Apuntes para una Historia Natural de Bolivia", dedicó tres sendos trabajos a este fascinante tópico: "El Desarrollo de la Con­ ciencia Nacional" (1967), "Consideraciones Generales so­ bre la Historia de Bolivia, 1932-1971" y "Lo Nacional- Popular en Bolivia" (1986) En todos ellos un tema medular se presenta re­ currentemente: la conflictiva conjugación entre nación, clases sociales y poder político. Se diría a primera vista que se trata de una ritual historia política. Precisamente en las "Consideraciones Generales", que conjuntamente "El Poder Dual" (1974) marcan el fin de la transición zavaletia- na desde el nacionalismo al marxismo, la historia bolivia­ na queda dividida en cuatro grandes períodos o momen­ tos: la decadencia de Charcas, la Guerra del Chaco, la Revolución de 1952 y la reconstitución militarista barrien- tista y ovandista. Zavaleta Mercado parece ofrecemos allí nada más que una visión lineal de la constitución, auge y caída de la "casta encomendera" boliviana y los frustrados intentos populares, por afirmar su propia visión de la so­ ciedad. Se trataría, al parecer, de una mirada a un álgido medio siglo, quizá más rigurosa y diferente en sus conclu­ siones a las lecturas tradicionalistas, pero siempre cortada por los moldes normativos de la historiografía politizante. De una aproximación al pasado como un pretexto o un simple antecedente, cuando no un exquisito "aparte", es- 7 crito mientras el autor prepara otras obras, esta vez teóricas y capitulares. Afirmarlo así sería simplificar en extremo su pensamiento pues la inmersión zavaletiana en el conti­ nente de la historia es profundo, total, al extremo que for­ ma parte inseparable de su proceso de conocimiento so­ cial, de su epistemología. Gracias a ello, y como veremos luego, su método es por demás sugerente y, re­ conozcámoslo, provocador e innovador; aunque en varios aspectos en las "Consideraciones Generales" simplemente intuya o esboce aspectos normativos que sólo serán desa­ rrollados posteriormente en lo "Nacional - Popular en Bo­ livia". Antes de empezar a descubrir lo que se esconde tras la formalidad aparente advirtamos de principio que no nos interesa rastrear en estas páginas los trabajos zava- letianos en un intento de inútil precisión, destinado a co­ rregirle una fecha o rectificarle un nombre. Nos preocupa un aspecto totalmente diferente. Sondeando la totalidad de su producción histórica, incluido el trabajo que se pu­ blica a continuación, queremos presentar su visión general de la historia boliviana y los problemas metodológicos que ello conlleva..- EL DISCURSO DEL METODO Una cosa es absolutamente clara: lo factual, el precisismo de los datos, las cosas tal cual sucedieron, pasión única de ciertos historiadores atrapados dentro los muros de la mecánica y la hermeneútica positivista, cons- ittuye para Zavaleta Mercado tan sólo una de las caras posibles de expresión del sentido explicativo de la Histo­ ria. La otra, tan importante como la anterior, se refiere a la existencia de una "historia subjetiva" matizada por el re­ cuerdo y la memoria. Precisamente en las primeras líneas de las "Con­ sideraciones Generales", nos advierte que: "Los historiadores ven a los países desde la perspecti­ va del presente y no yerran por fuerza en ello porque la cosa se conoce en su remate; pero cada país, en cambio, se ve a s í mismo con los ojos de su memoria. Que el país, en cambio, como tal es­ tanque su conocimiento en un momento de su pasado o que lo mistifique carece de importancia porque aqu í lo que importa es lo cree que es. El componente de la memoria colectiva es, sin duda, algo más importante de ¡o que se supone por lo com ún". Años más tarde, en el prólogo de "Lo nacional- popular”, vierte conceptos parecidos: "... en el trabajo se tratará de obtener una doble pers­ pectiva en prim er lugar, cómo fueron las cosas en sus contenidos complejos; en segundo término, la manera en que fueron recono­ cidos e internalizados por las masas". (1986:19). De ello bien puede deducirse que a su juicio la tarea del historiador consistiría en articular dos espacios, tradicionalmente separados por los historiadores de oficio. Zavaleta propone que ellos deben, de una parte, encar­ garse de codificar y numerar los acontecimientos, y de otra, recodificar la conciencia histórica subyacente entre la población, incluso si ella se asienta sobre bases factuales "falsas". 9 Este acertó, que puede extenderse hacia el desen- trañamiento de varios horizontes sociológicos, es utilizado constantemente por Zavaleta Mercado para explicar la conducta de las clases sociales principalmente en sus obras posteriores a las "Consideraciones Generales" Leamos dos creativas afirmaciones de Zavaleta sobre este punto y que pertenecen a esa época: "Las clases sociales y los hombres hacen la historia creyendo que la hacen pero en realidad la repiten de un modo in­ consciente, es cierto que transformándola" (1986:149). El propio 52, constituye a su entender un digno ejemplo de este tipo de aprendizaje dramático. "Yo no conozco - escribirá en 1982 - un caso de memoria histórica más patente que el de abril. La desintegración de la unidad del combate, la logística de masa, la transformación de la cantidad en calidad militar son recuerdos de la Guerra del Chaco donde en las únicas ocasiones en que se venció fue en las que se practicó de esa manera. Pero es algo que viene de muy atrás y pertenece a la lógica de la multiplicidad boliviana" (162). En buenas cuentas existirían distintos momentos cognoscitivos o constitutivos que marcarían el derrotero posterior de una nación o una clase. Circunstancia irre- luctible e inexplicable por el simple devenir de un modo le producción a otro. Empero, este giro hacia un marxis­ mo, muy próximo a A. Gramsci o E.P. Thompson, apenas se halla insinuado en las "Consideraciones Generales". Es­ critas bajo el innegable influjo del marxismo estructuralis- - ta francés, todavía prima en ellas la idea que la revelación 10 clasista depende de la ubicación productiva y sus posibili­ dades objetivas. Que ser "clase" implica un destino mani­ fiesto y una voluntad de ser. "Nadie es lúcido cuando su so­ porte clasista no le da elementos para serlo", nos dice allí, poco antes de afirmarnos que el proletariado que venció en abril de 1952 "no era en realidad proletariado" pues "al mismo tiempo era una clase tan victoriosa como im potente", Años más tarde un Zavaleta Mercado más bien culturalista se encargará de relativi2ar esta condición,, aunque sin negarla. Entiende entonces que los hábitos, códigos y prejuicios que conforman una cultura política y definen la normatividad de la construcción clasista, están grabados históricamente, en los intramu ros de la experien­ cia que una clase/masa posee consigo misma y en relación a sus "otros”. Precisamente, hablando del proletariado mi­ nero, nudo y locus, para él, de la política boliviana contem­ poránea, afirma que: "Para una clse obrera como ésta, es más importante su acumulación orgánica que su número y condición económica Esta nueva perspectiva le permitirá romper con una tradición reduccionista (Como la que en Bolivia sos­ tiene Guillermo Lora) y ver a las clases sociales tanto como lugares en producción, cuanto como acumulaciones históricas ("su puesto productivo y modo de ser", como solía afirmar). Seamos empero extremadamente precavidos al tocar este punto. Para Zavaleta, pasiones y creencias anti­ guas no son las únicas que cuentan en la formación de una 11 clase ni ella las toma intactas del túnel del tiempo. Las ba­ ses sociales de la memoria, como diría Halbwachs, están hechas de recuerdos reconstruidos desde los marcos ac­ tuales que configuran "Una forma moderna de las adquisi­ ciones de la historia colectiva". Es verdad, de otro lado, que el concepto de "memoria de masa" no es equivalente en el lenguaje zava- letiano al clásicamente marxista de "conciencia de clase". Existe cierto emparentamiento pero de ningún modo sino­ nimia. Para empezar, los tiempos y cronologías son distin­ tos. La conciencia de clase es una voz al futuro que se ad­ quiere cuando "realmente se sabe lo que se quiere", la memoria en cambio es el pasado que viene traducido al lenguaje y las necesidades del presente. El Lenin del ¿Qué Hacer? (1904) la dicotomía irreductible entre espontanei­ dad y conciencia de clase hace referencia a compases tem­ porales diversos. El paso, el momento de la ideología o la falsa conciencia debe ceder paso al futuro, tiempo de la verdadera conciencia. Para ello, la clase puede aprender y transformarse en "moderna" a medida que se libera de su pasado y sepulta sus recuerdos gracias a la "iluminista" acción del partido obrero. La memoria en cambio, avanza recogiendo, asimilando y no suprimiendo el pasado. Bajo esos parámetros conceptuales Zavaleta Mercado puede inobjetablemente considerar, en obras :ales como "Forma Clase o Forma Multitud" que la famo­ sa, temida (y hoy en crisis) centralidad obrera boliviana no mplica ni nace de un simple quantum, sino supone capaci­ tad social de relacionamiento (irradiación, intersubjetivi- lad) producida desde el tiempo. Por esta vía empieza a in- ertar decididamente la historia, entendida no sólo como 2 fechas muerta, sino como un conjunto contradictorio y se­ lectivo de recuerdos vivos que hacen de una clase lo que verdaderamente es, mucho más allí de lo que le permitiría quedarse en las determinaciones abstractas del mero sus­ trato económico. II.- LA HISTORIA ES MULTIPLE Vayamos un poco más lejos de lo dicho líneas a- rriba. René Zavaleta en la última etapa de su vida, asumió críticamente y con soluciones creadoras las limitaciones de un "marxismo sin nación", Por ello, para desandar lo mal andado, introdujo la temátiqa de lo abigarrado,, es decir, la compleja fusión y a la v e z separación de los ritmos históricos que marcan particularmente nuestra sociedad. Desde esa óptica Bolivia condensaría, en el mismo mo­ mento, experiencias y memorias distintas. Cabría, con él, hablar entonces de distintas his­ torias y paralelas hegemónicas. Así, la historia boliviana tendría sus propias re­ giones y tonalidades diversas. No cabe duda que sostener la multiplicidad y simultaneidad de los pisos y planos históricos equivale a echar por tierra la trayectoria lineal y acumulativa que toda la anterior producción histórica pos­ tulaba para el país. Esto es una historia que de modo dere­ cho, tenía como en historieta, un mal principio y un buen final. Nos preguntamos: ¿dónde quedó entonces la unicidad de la historia nacional?. No olvidemos que la i- magen de una historia común cuyas circulaciones concén­ 13 tricas terminan por atarse en un mismo nudo está íntimamente asociada a la construcción del Estado nacio­ nal desiderátum de los acertijos de todas las corrientes ideológicas bolivianas. Cruzando provocativamente un poco más lejos, Zavaleta nos ofrece una cadente imagen de múltiples historias y no una historia lineal y uniforme. No puede haberla, en todo caso, en un país donde la "substancia social" señala diversos tiempos que corren y se agregan sin confundirse, que se juntan sin penetrarse for­ mando "algo así como distintos niveles de vida y de concien­ c ia ”. , Esta diversidad constitutiva de los sujetos, de los tiempos y sincronías que maneja la historia boliviana tiene su propia explicación. En la relación, usando un lenguaje clásico, base-superestructura, se observa que mientras: "El aislamiento de las relaciones sociales a las rela­ ciones de producción explica la nueva unidad del mundo, el málisis de la superestructura (...) se refiere a la diversidad ca­ racterial de la historia del mundo " (1986). Es decir, que mientras en el capitalismo la base “conómica tiende a la homogeneidad; la superestructura, erritorio de la historia y la memoria, muestran una am- >lia diversidad en sociedades que, como la Boliviana, la egularidad capitalista no ha penetrado en todos sus po- ;)S. ¿Qué consecuencias tiene todo esto para nuestro nálisis? Veamos. La singularidad de las formaciones sociales, lo ¡verso de la combinación de sus planos históricos exige, ara Zavaleta, abandonar la idea de una teoría universal, 14 de una filosofía de la historia propia de ciertas interpreta­ ciones. En las "Consideraciones Generales” el punto está mencionado, aunque en hueco, como un enunciado: "Hay una historia interior de ¡as cosas que no siem­ pre se correlaciona bien con la lógica del mundo". En obras posteriores Zavaleta afirma que en ri­ gor de verdad, no existe un conjunto de categorías y diseños metodológicos de validez universal sino que, y este es su punto gnoseológico central, cada una reclama una fórmula de aproximación diferente.» Precisamente en "Lo Nacional-Popular" sostiene taxativamente: "El método general resulta ai menos una posibilidad tan remota como la de una teoría general del Estado. Cada socie­ dad debe, en cambio, reconocer el método que a ella puede refe­ rirse o serle pertinente" (1986:21). En tales circunstancias: "La historia de estos cien años de Bolivia será por fuerza entonces la historia de un puñado de crisis o aglutina­ ciones patéticas de la sociedad" (1986:22) En otros términos, en sociedades "innumerables e incógnitas” como la nuestra, la crisis, "instante anómalo en la vida de una sociedad ” es el único momento en que hace su aparición aquéllo que permanecería de otro modo oculto, sumergido. El "horizonte de visibilidad" se ensancha y las cosas se ven en plenitud como realmente son permitiendo 15 una mirada por consiguiente de una sociedad distinta a aquella que pervive en su tranquila cotidianeidad. ¿Qué momentos más anómalos produjo la his­ toria boliviana que aquéllos que transcurren en el centro mismo de la Guerra del Chaco y el 52 y sus posteriores re­ mates?. Precisamente, y no por azar, las ideas capitales "Las Consideraciones Generales" circulan profusamente en tom o a ellos intentando, grabando las constantes que gobiernan el curso de nuestra historia. III.- BUSCANDO INDIOS Ahora bien, lo que es válido como formalización teórica para una nación, lo es igualmente, para las clases sociales; las (re) conocemos en los momentos de crisis, de peligro, que es cuando explota toda su historia. Esta frase, extraída de las "Consideraciones Generales" revela mucho de las ideas que predominan en Zavaleta Mercado en aquel entonces (1977): "(...) La presencia de los campesinos indios (.. Jes, en la historia del país, siempre una presencia esporádica y por ex- plosiones. Cuando entran en la historia del país es como si entra- ran al movimiento viniendo desde la geografía, es decir como un mnalón" Cabe advertir que su visión es ciertamente es- lasmódica, congruente con su método, pero extremada- aente reductiva de la historia india, únicamente momen- :>s "marcados por alzamientos y levantamientos". Los "tomentos de aparente silencio, de la "adaptación en re­ 16 sistencia" que ahora preocupan a la moderna historia so­ cial no cuentan lamentablemente para él. En las "Consideraciones Generales", René Zava­ leta muestra además su convicción, compartida por mu­ chos teóricos izquierdistas dedos 70s., que la revolución del 52 con su "vasta democratización" tx ^ rn u ió a los indios "en hombres interiores del marco humano del Estado" hasta co­ locarlos como soporte, en su calidad de productores inde­ pendientes, del "núcleo conservador del país". Tácita alianza con la nueva rosca ("Es el explotado el que es la base del poder de los explotadores "), que se expresa muy bien en la figura de René Barrientos. En la misma obra tampoco se encuentra una me­ diación convincente entre las dimensiones étnicas y clasis­ tas. Mejor: si lo segundo abunda por todo el texto, lo pri­ mero muestra en cambio un largo vacío. * Sólo en sus últimos escritos ya no cayó en la trampa de reducir lo popular, es decir la historia real de las clases y fracciones subalternas, a lo meram ente obrero. Y lo hizo escapando de la camisa de fuerza que cierto marxismo le colocaba para entender las sociedades andi­ nas. Ello, a diferencia de su tradición previa, le permitió insertar la dimensión india, así sea de modo parcial, en el territorio del pasado. Si se quiere, jugar con las categorías de clase y etnia en una perspectiva de larga duración. Sin duda que para que ello aconteciera debieron producirse. Por un lado de manera más evidente que desde fines de los 70s la masa campesina empezaba a despren­ derse de la tutela estatal aproximándose al movimiento 17 obrero y enarbolando banderas étnicas. Una situación ob- viamente llamativa, sobre todo para espíritus sensibles co mo el de Zavaleta Mercado. Por otra parte, quizá por esa misma situación, René Zavaleta empezó a principios le los 80s. a tematizar sobre lo indio en la constitución de Bolivia. Ello, el mundo del 'Tem ible Zarate", le permitió b a rir definitivamente su horizonte histórico hacia unas temporalidades mucho más largas y desafiantes que las q u e predominan en sus escritos "obreristas" más conoci- o s ó en las propias "Consideraciones Generales", final- d lente un trabajo que debe ser entendido en un contexto istórico en el que fue escrito: fines de los 70s donde la lase obrera parecía encam ar todo lo que la sociedad civil o liviana podía esperar como proyecto societal. b Sea como fuera, lo sustantivo, y ese es el punto q e hemos querido subrayar en estas páginas, es que Za- u a leta Mercado actuó siempre como un historiador del v r esente, como alguien que conoce fehacientemente que, p como lo advirtiera Leopoldo Zea en su.momento, en socie- d a des pluriétnicas no es verdaderamente posible hacer h istoria, porque (por suerte) lo que llamamos el "pasado" os es siempre contemporáneo. n G u stav o R odríguez O stria bliografía ivalota Mercado, René 77 “Consideraciones generales sobre la historia de Bolivia (1932-1971)'' en Clon/alez Casanova, Pablo (Comp.) América Latina Historia de me­ dio siglo, T.l: América del Sur (México, Siglo XXI) ivaleta Mercado, René H6 "I,o Nacional popular en Bolivia" (México, Siglo XXI) 1 CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LA HISTORIA DE BOLIVIA (1932-1971) El amor, el poder, la guerra. En eso consiste la ver­ dad de la vida. Pues bien, fue en el Chaco, lugar sin vida, donde Bolivia fue a preguntar en qué consistía su vida. Aquí, donde el propio tuscal se retuerce tal si lo seco se hubiera convertido en dolor, es donde ocurrió la guerra, punto de partida del periodo que hemos de analizar pero también de toda la Bolivia moderna. Boquerón, Nanawa, Picuiba, Kilómetro 7, Cañada Strongest, dejan de ser topó­ nimos inertes; ahora contienen sus propios muertos. Nom­ bres vivos para todo el mundo. Es como sí solamente allá la historia hubiese perdido su propia rutina y no hay duda de que entonces, sólo entonces, aprendieron los bolivianos que el poder es algo por lo que se debe matar y morir. I. La memoria histórica La guerra, desde luego, era evitable. Cualquiera que fuese el grado de abigarramiento de los títulos enseñados por las partes, cualquiera el grado de gravedad de los incidentes previos a la guerra misma, en cualquier forma, parece evidente que habría sido posible convenir una solución arbitral. Es una mala política de estado pensar que la única salida para todo es la imposición total del principio que uno mismo sostiene. ¿Por qué, en efecto, los dos países más pobres de la zona tenían que lanzarse a una aventura tal? Era como si la sintieran una obligación hacia sí mismos, acaso porque suponían que lo único que les quedaba era su honor. La negociación era lo que pedía la lógica pero no eran lógicos los hombres que debían pensar la negociación. El arbitraje habría sido posible pero 19 sólo si se hubiera tratado de países no sometidos a semejantes presiones emocionales, acumuladas y no racionalizadas jamás. En esto, que parece casi la voluntad de destruirse, algo nihilista y misterioso, quizá donde haya que tentar una explicación no sea en el razonamiento coetáneo a los sucesos sino en la carga que lo condicionaba, es decir, en el fondo histórico de los dos países. Después de todo ¿acaso no es verdad que había sido Asunción el centro de la colonización del Rio de la Plata entero y después, en el tiempo republicano, ya el Paraguay, un país modesto pero también armónico, comparable en ello al Chile de entonces pero de manera quizá más saludable? Hay en esto un desencuentro. Los historiadores ven a los países desde la perspectiva del presente y no yerran por fuerza en ello porque la cosa se conoce en su remate; pero cada país, en cambio, se ve a sí mismo con los ojos de su memoria. Que el país.como tal estanque su conocimiento en un momento de su pasado o que lo mistifique carece de importancia sustancial porque aquí lo que importa es qué es lo que cree que es. El componente de la memoria colectiva en la ideología es, sin duda, algo más importante de lo que se supone por lo común. Otro tanto ocurre cuando se piensa en el virreinato del Río de la Plata, en teoría el marco de referencia al que debía remitirse Bolivia en cuanto a sus orígenes políticos. Suele darse por sentado que el centro del virreinato estuvo siempre en Buenos Aires. Lo cierto empero es que no fue Charcas que se constituyó con relación al virreinato sino el virreinato que se constituyó fundándose en Charcas. El virreinato del Perú estuvo formado por dos audiencias y a de Charcas reunía las actuales Argentina, Bolivia, Para­ lo guay y Uruguay. Ya en el virreinato, cuando se crea otra audiencia en Buenos Aires, en la de Charcas permanecen la mitad de las provincias y la mayor parte de la pobla­ ción. La zona entera, por lo demás, vive de Potosí y se re­ fiere a él. II. Decadencia de Charcas y el Paraguay Se trata por tanto, en ambos casos, de países cuya importancia relativa en la zona no había hecho otra cosa que decrecer de continuo. En la sustitución de una economía de estanco, asentada en los centros interiores como derivación de la avidez por los metales preciosos, por una economía asentada en la periferia comercial de los puertos, al servicio de la fase expansiva del comercio in­ glés, ambos resultaron perjudicados por el nuevo orden de colocación de la economía de América del Sur. Paraguay, por lo que se sabe, aunque con un conoci­ miento circuido por las exultaciones, era sin duda uno de los centros mas interesantes entre los que giraron en torno a la economía de Potosí. Al separarse de las Provincias Unidas (o de la Condederación, como hubiese preferido decir Francia) era sin duda una provincia más poblada que las demás, consideradas de modo individual. Era un país construido bajo la modalidad de las misiones de los jesuítas y, por tanto, el peso de un sector terrateniente señorial era aquí insignificante en tanto que el dominio de principio sobre la tierra no tardó en corresponder al estado. Los dictadores -Francia y los López- ratificaron el estatuto que venía de los jesuítas y lo desarrollaron a su manera, con lo que dieron lugar a una república despótica y paternalista pero también más igualitaria. Las noticias 2í que se tienen del país anterior a la guerra de la Triple Alianza hablan de un cierto bienestar en la vida de las gentes, de un analfabetismo en todo caso más bajo que en cualquier parte del subcontinente, y se sabe que el Para­ guay estuvo entre los primeros países que tuvieron ferro­ carril, el primero en tener sus propios astilleros y su pro­ pia industria militar. Todo ello tiene que reducirse, como es natural, a las proporciones de un país pequeño y aisla­ do. Era, a la vez, un país que había sido clausurado por los dictadores no sólo para toda gente extraña sino también para el comercio inglés. Los avatares de la apertura del co­ mercio paraguayo son los que dieron lugar a que las nue­ vas capitales del comercio de los ingleses en la zona, Bue­ nos Aires, Río de Janeiro y Montevideo, organizaran la guerra de la Triple alianza, saquearan el país y produjeran una suerte de catástrofe demográfica particular de la que el Paraguay no se repuso jamás. La historia de Bolivia del siglo XIX es diferente pero sólo para llegar a un punto semejante. Como país mismo es resultado de dos hechos: de la crisis del azogue, que era resultado del bloqueo inglés de Bonaparte, de la feroz guerra de las republiquetas o facciones (las guerrillas, que abarcaron todo el país), que duró quince años, entre 1809 y 1842. Con la crisis del azogue, la economía de Potosí, que ya estaba en descenso, acabó de arrumarse y el mismo virreinato, que se había organizado en torno a Potosí, perdió nexos concretos con las provincias llamadas altas, y la violencia de la guerra, en lo fundamental, se ocupó de que los gobernantes porteños, con Rivadavia a la cabeza habida cuenta de que toda la historia de la Argentina en e1 siglo XIX y quizá algo más no es sino el desarrollo de las ideas europeístas y racistas de Rivadavia) vieran como 2 algo indeseable su permanencia (de las llamadas Provin­ cias Altas) como partes de la Confederación. Eran, por cierto, provincias que, con más población que las demás, no podían sino potenciar de un modo ostensible a las del norte que, por otra parte, no irían a ser reducidas al pode­ río de Buenos Aires sino en la segunda mitad del siglo. Bolívar, como lo prueba su correspondencia con Su­ cre, no podía comprender que la misma capital -Buenos A ires- que había mostrado un tan grande desinterés en es­ tas provincias que, sin embargo, eran las que guardaban la frontera independiente del resto del virreinato, enseñara a la vez un interés casi apasionado por su separación. En suma, Alvear, en nombre de Buenos Aires, negoció con Bolívar que lo que se llamó al fin de la colonia el Alto Perú (Charcas, en rigor) no fuera parte de las Provincias Unidas. Contrariaba esto el propósito del país que había recibido a Sucre con la bandera azul y blanca de Belgrano; pero Bolívar, dictador del Perú, es decir, de un lugar que nunca había perdido su olor filohispánico, sintió entonces acaso por primera vez su grancolombianismo y decretó (véase la correspondencia, otra vez) que era indeseable la formación de un enorme país fronterizo con la Gran Colombia como el que sería fruto de la unión del Alto y el Bajo Perú. Pero era algo que nadie quería y si Buenos Aires, que al fin y al cabo había sido un poderoso centro revolucionario, veía con recelo el genio desacatado de las facciones altoperuanas, Lima había sido ya con dinero, armas y sentimientos, el lugar desde el que se las perseguía. Lima era por tanto, en la práctica, una tierra independizada contra su voluntad y el Alto Perú, es decir, Charcas con la oligarquía de los azogueros arruinada y con cien republiquetas instaladas en la violencia de una 23 geografía invencible, constituidas por una suerte de demo­ cracia directa de guerra y dotadas de logística autónoma, un conjunto político-territorial sin núcleo hegemónico, in­ capaz de resolver por sí mismo la cuestión de su poder político. Los mismos altoperuanos que con paz de con­ ciencia habían levantado la bandera de Belgrano a la llega­ da del ejército de Bolívar, tuvieron que resignarse, no sin cierta perplejidad, a ser un país independiente. III. Doble carácter del país Aún así, los hechos mismos podrían haberles adver­ tido (si hubieran sido hombres prudentes, pero la clase dominante sólo tiene hombres prudentes en el momento de su gloria, es decir, en su reciente dominación) que algo estaba cambiando en lo que ellos pensaban como la natu­ raleza de las cosas. Con esto quizá queremos justificar, pero a contrarii, el cierto engreimiento o injustificada segu­ ridad de sí misma con que nacía esta república, sin embar­ go destinada a sufrir todas las inseguridades del mundo. Pero era una seguridad que no le venía de sí misma y en esto debemos ver una paranoia que se repetirá, después, si es verdad que la paranoia contiene una ruptura entre la inteligencia de las cosas y la sensibilidad de las cosas. Las facciones mismas o republiquetas (ellas se llamaban a sí mismas facción o montonera y en su grado más popular los " c u í c o s " , es decir, escurridizos como un conejo silves­ tre; los españoles las llamaban republiquetas) estaban mostrando una inexplicable y a veces atroz capacidad de resistencia (puesto que no fueron vencidas jamás por na­ die) pero también el carácter centrífugo del poder que pre­ paraban (lo que explica el apelativo de republiquetas). Mucho después Tamayo verá en esto la aplicación del 24 carácter indígena a su condicionamiento ajeno(1). Por otro concepto, pues allá el jefe era nominado por los comba­ tientes y la logística está dada por los indios, puesto que la existencia misma de la facción significa, por la vía de facto (aunque no por su aceptación como legalidad), que los pa­ trones no ingresan a la posesión de los patrones, se trata de una guerra de masas con todas las características de las gue-rras campesinas clásicas: gran resistencia, baja capaci­ dad de victoria. Para los aficionados a las comparaciones, Toynbee digamos, las semejanzas entre la formación de la guerra tupamara y la de Münzer será siempre la de una aproximación inexplicable. Esto se heredará en la república y se hará una suerte de carácter de la nación. Será una país con una gran capacidad militar en sus ma­ sas, invencible siempre en lo que Tamayo llamará su "home" central, pero también, reproduciendo algunas de las limitaciones del poder político incaico, un estado inca­ paz de librar guerras exitosas fuera de dicho habitat. Será, por otra parte, herencia de la facción, de los hábitos de­ mocráticos instalados en las masas, la patria de lo que Ar- guedas denominará los "caudillos bárbaros" y la "plebe en acción". Puede explicarse aquí la gran distancia que hay entre dos países sin embargo semejantes como el Perú y Bolivia. Es aquí donde se dan los sellos de la naturaleza social del país. IV. Engreimiento de Charcas La catástrofe de la plata dará fin a la oligarquía de los azogueros y eso significaba que era un país que nacía aislado del mundo, de un mundo al que, por otra parte, (1) Véase: La creación de la pedagogía nacional, La Paz. 25 había ocasionado. Será por consiguiente un débil estado que tendrá que vivir casi hasta el fin del siglo XIX (por lo menos hasta el cuarto final de ese siglo) de las contribu­ ciones indígenas, lo que significa que será un estado en guerra perpetua con su propia población. Los doctores de Charcas, que fueron los recipientes de la independencia, no pensaban, empero, en nada de esto. Pensaban en las glorias de Potosí, en su esplendor; se sentían como un centro de las cosas, no se convencían por razón alguna de que habían quedado a un lado ni aun cuando los porteños se lo decían en la voz más alta posible por medio de Alvear o de Anchorena o de cuantos habían tratado la cuestión. La vanidad con que Charcas pensó en la independencia, su engolamiento y autoadoración sólo puede explicarse como la patología de una clase superior que no había trabajado jamás, que se había acostumbrado a ser un eje de las cosas porque sí. La plata de Potosí y la servidumbre de los indios enfermaron al país y lo que se podía pensar como su contraparte humana no tenía capacidad de concretarse como poder por parte alguna. V. Proyecto de Santa Cruz Tal infatuación, pues es una infatuación la concien­ cia postergada o creer lo que no es más, se manifiesta bas­ tante bien en el prim er poder político 'boliviano" que existe, con Santa Cruz, una vez que se retiran los colom­ bianos. En la conformación de su mito están la línea de su estirpe, que hablaba por sí misma de una reminiscencia del Imperio de los incas (pues era un Calahumana) en un momento en que, como lo prueba el monarquismo de Bel- grano, eso tenía cierta convocatoria, su pertenencia a la 26 casta clásica de la dominación local y los consiguientes hábitos naturales del mando pero sumados a una buena carrera militar y a un temprano genio administrativo. Pero una cosa es el mito a posteriori de Santa Cruz y otra lo que Santa Cruz pensaba como proyecto de sí mismo para la tierra suya. Aquí lo que se intentaba en lo fundamental era la reconstrucción oligárquica de "la zona clásica de los barullos", como la llamó Moreno, que se había hecho de­ mocrática y plebeísta en las emergencias bárbaras de una guerra que no parecía tener fin. Con un proyecto conser­ vador en lo interno, para suprimir el hábito democrático de las masas, y restaurador en el principio, incluso de las modalidades comerciales del m onopolio español, Santa Cruz toma desde dentro el Perú, dando un proyecto na­ cional a un país que no lo tenía, e intenta hacer lo mismo con las provincias del norte argentino. Hay en esto, sin duda, aunque se ha querido ver en ello un intento de res­ tauración del Imperio de los incas, más bien la restaura­ ción de un eje perdido, la aplicación del centralismo de provincias -C harcas- que habían dejado de ser centrales. Portales y Rosas, cuyos propios proyectos nacionales se parecen en más de un aspecto al del propio Santa Cruz, destruyen esta tendencia fundada en una representación obsoleta de las cosas y por eso, en la derrota de Santa Cruz, hay que ver la imposición del nuevo eje económico, que pasaba por Valparaíso y Buenos Aires sobre el viejo centro de Charcas-Potosí; pero, además, aquí se inicia la política de clausura del país boliviano que no ha de tener conclusión geográfica llana sino con la guerra del Pacífico. Es cierto que Santa Cruz mismo desertó de sus ilusiones proteccionistas y siguió una política proinglesa y librecambista en la segunda fase de su gobierno, en el 27 Protectorado mismo; pero los ingleses, aunque Palmerston y casi todos los personajes de la época tenían un gran res­ peto por este hombre coherente en medio de un carnaval de libertos, no tenían por qué preferir a un gobierno que casi no tenía más que ofrecer que la personalidad misma de su jefe, frente a los nuevos mercados dados por el trigo de Chile y los cueros y cecinas del Río de la Plata. Los chi­ lenos, en la guerra del Pacífico, que se llevó a cabo para compensar los descensos del comercio exterior de Chile con la entrega del guano y el salitre a John North, no hicie­ ron más que proseguir las características de esta imposi­ ción dictada por la nueva manera del comercio del mun­ do, completando el encierro de Bolivia en sus altas montañas, que eran como el símbolo de su encierro histórico. Era el comercio capitalista en forma, imponién­ dose de manera resuelta a una región precapitalista en su conjunto, incapaz del nuevo tiempo. VI. Admiración de Paraguay y Bolivia a sus vencedores Ni el modelo despótico-nacional del Paraguay de los grandes dictadores ni el jamás resuelto sistema de cla­ ses, castas, regiones y modos de producción desarticula­ dos entre sí de Bolivia podían, con guerra de la Triple A- lianza o sin ella, con Yungay y la guerra del Pacífico o sin ellas, avanzar hacia la constitución de países capitalistas modernos ni siquiera en los términos del Chile de enton­ ces, que constituyó en efecto una democracia burguesa dentro de su dominación oligárquica, ni de Argentina, que resolvió los problemas de su unidad nacional bajo la hege­ monía indisputable de Buenos Aires. Uno y otro, por lo demás, eran, para usar términos de nuestros días, verda­ deros satélites privilegiados del Imperio británico. Por eso 28 cuando se piensa en el proteccionismo de Francia o de los López o el de Santa Cruz y el de Belzu, vale la pena recor­ dar siempre que no es tan importante el proteccionismo en abstracto sino qué es lo que protege el proteccionismo. Los razonamientos de ambos países acerca de sus d erro ta s respectivas se limitaron a la admiración a quienes los habían vencido, al intento de repetir sus esquemas de desarrollo pero en condiciones mucho más dificultosas. Es difícil encontrar algo más aparatoso e inservible que las experiencias liberales de Paraguay y Bolivia en las tres primeras décadas de este siglo. En todo caso, Paraguay acabó convertido poco menos que en una hacienda de los Casado y, hasta hoy, un tercio de su territorio (ni siquiera de sus áreas cultivables) es propiedad de empresas ingle­ sas, norteamericanas, argentinas y brasileñas. En Bolivia, a su tum o, durante la era liberal, se llegó incluso a pensar -M ontes m ediante- en formar un solo país con Chile y con el descubrimiento de los grandes yacimientos de estaño, acabó por ser un país en manos de lo que se denominó el superestado minero para referirse a las tres empresas aso­ ciadas a capitales norteamericanos e ingleses. Por qué dos países que habían surgido de un mis­ mo proceso de balcanización, que debieron ser parte de un mismo estado nacional aun en el caso de que América no fuera una, víctimas ambos de la fase expansionista del imperialismo inglés, mutilados y vejados de la misma te­ rrible manera, se lanzaron el uno contra el otro por una cuestión de límites en la que ambas partes, podían em itir argumentos jurídicos ad infinitum, en pos, en secreto, de hidrocarburos que sólo existían como hipótesis dentro de las hipótesis, es algo que demuestra tan sólo el grado de 29 absurdo y enajenación que puede asumir la historia en manos de colectividades atrasadas y estupefactas. En los hechos mismos, Bolivia reclamaba territorios cuya punta llegaba hasta Asunción. Era ello algo tan in­ sostenible que, si en efecto las tropas bolivianas hubieran podido llegar hasta allá, no habrían podido impedirse a sí mismas tomar la capital del país e iniciar su conquista como tal. Es decir, puesto que el objetivo de la guerra era d'aprés Salamanca, "ganar la guerra", el Paraguay hubiera tenido que resultar anexado a Bolivia. El Paraguay a su tum o, en un verdadero desmán bélico, tomó el fortín de Laguna Chuquisaca y no se privó de pasar a degüello a su guarnición. Como era previsible dentro de un examen elemental de las posibilidades logísticas, la guerra se redujo a una ofensiva boliviana que llegó bastante lejos pero sólo para ser batida por los paraguayos, que aquí se movían con comodidad puesto que estaban más próximos a la zona; los paraguayos, por su parte, pasaron entonces también a la ofensiva para llegar hasta las primeras estribaciones de la cordillera de los Andes, donde fueron batidos a su vez. Aquellos que han hablado de ésta como una guerra colonial intentada por las más tristes semicolonias dicen pues algo cruel y verdadero(2). VII. Los objetos falaces Hay una historia interior de las cosas que no siempre se correlaciona bien con la lógica del mundo. Por (2) Véase: Céspedes, El dictador suicida, Librería Juventud, La Paz. 30 ejemplo, se ha querido ver en este duelo en el Chaco un efecto de las contradicciones irt crescendo entre el imperia­ lismo inglés, ya instalado, y el ascendente imperialismo norteamericano en la región. Es cierto que Argentina respaldó a Paraguay con armas y víveres en gran escala y que, en ese momento (que es el que se llama en Argentina la "década infame"), la ocupación inglesa del país es tan extensa que uno de sus vicepresidentes, el señor Roca, llegó a decir que Argentina era de hecho parte del Imperio británico. Es verdad, de otro lado, que el mercado argentino, ya para entonces bastante desarrollado, era una parte más que fundamental en la región para los intereses de la Royal Dutch Shell. Los yacimientos bolivianos esta­ ban en manos de la Standard Oil; después se descubrió, empero, que esta compañía exportaba petróleo a Argenti­ na por un oleoducto clandestino y que la gasolina iba a dar a manos, precisamente, del propio Paraguay, en gue­ rra con Bolivia3. Esta fue, como comprobación, la base de la nacionalización posterior de esos yacimientos (1937), de tal suerte que si la motivación imperialista hubiese sido la determinante se daba el caso de que la Standard estaba en favor del triunfo de sus enemigos. Parece más lógico suponer que la Standard Oil sabía la dimensión de los yacimientos y también su ubicación (lo que explica su fal­ ta de interés en la guerra) y que la Royal Dutch Shell, en cambio, no tenía sino una visión expectaticia del asunto como merodeadora de un triunfo que sobre todo podía afectar a los Casado. Son los Casado y no la Royal Dutch Shell o ésta sólo en término segundo lo que explica el in­ terés desorbitado de Argentina en este pleito. (3) Véase: Carlos Montenegro, Los derechos de Bolivia contra el oro de la Standard. 31 Nadie vivió el resultado de esta locura pura en Bo­ livia sino como una derrota sin atenuantes y era sin duda una derrota sin vuelta en cuanto el objeto de la guerra era, desde el punto de vista de los dirigentes bolivianos, la conquista de Paraguay, o sea a condición de suscribir esos fines metafísicos a cargo de estadistas alentados por im­ pulsos irracionales. Pero no lo es por cuanto ambos países demostraron aquí no otra cosa que su alcance estatal real sobre un territorio vacío, sin obtener ninguno de ellos lo que buscaba o creía buscar. El petróleo no existía en las zo­ nas verosímiles desde el punto estratégico, sino en canti­ dades muy inferiores a las pensadas y, para beneficiarse en grado importante con este producto, Paraguay hubiera tenido que conquistar casi la mitad de un inmenso país. Tal la demencia de los objetivos perseguidos por una parte y por la otra. VIII. Crisis estatal postbélica Es cierto que no toda guerra contiene una crisis so­ cial general. El carácter de tal fenómeno, la crisis nacional general o situación revolucionaria, exige la caducidad de la capacidad de dominación por parte de la clase a la que sirve el estado y a la vez cierta incapacidad coetánea por parte de los oprimidos en cuanto a la construcción de su propio poder, incapacidad siquiera momentánea. Nada de eso sucedió en el Chaco en un lado ni en el otro; la natura­ leza de clase de ambos sistemas estatales se mantuvo in­ tacta, por lo menos en la apariencia o en la hora inmedia­ ta. Por el contrario, la propia manera de racionalizar la guerra por parte de las dos poblaciones era diferente: mientras Paraguay, quizá a causa de su unidad cultural más compacta que hacía un contraste marcado con la 32 manera abigarrada de Bolivia, vivió la guerra como una tensión nacional general (pues, en teoría, estaba en juego la existencia del país como país independiente), en Bolivia no ocurrió tal cosa. Es claro que de ninguna manera debe desdeñarse el papel de la guerra en la formación de los as­ pectos subjetivos de base del estado nacional y de la cons­ trucción de la propia nación. Con todo, nunca como aquí pudo verse tan claro hasta qué punto la sociedad civil bo­ liviana no correspondía ni en su dimensión ni en ningún otro aspecto a su estado político sino de un modo relativo o circunscrito. Al final lo que había de estado nacional en Bolivia era el estado correspondiente al mercado interno generado en tom o al área capitalista minera. En este senti­ do, aunque no deben absolutizarse las cosas, o no era un estado nacional porque no existía todavía la nación en su definición moderna o sólo lo era con relación a las áreas vinculadas al mercado interno. Este razonamiento debe atenuarse, sin embargo, porque eran zonas que habían es­ tado vinculadas de una manera primaria y habían dejado de estarlo; tampoco el país existía como un mero azar sin premisas. Incomunicado, empero, disperso y diverso, vivió la guerra como algo que ocurría en el Chaco, como se tiene la vivencia de una guerra colonial no referente al núcleo de existencia de la colectividad. De cualquier forma, lo que había de estado nacio­ nal, como suele suceder en los países que viven esta fase, se manifestaba sobre todo en el ejército. El propio aparato militar cambia de carácter en cierto sentido al pasar de ser un mero sistema de represión desprendido de la colectivi­ dad a organismo de masas militarizadas. Esto tiene su re­ percusión sobre el mismo aparato estatal que lo convoca a tal masificación: una guerra, en efecto, comporta la 33 hipertrofia, la sobreactuación de la fase represiva del estado que, en la normalidad, no tiene por qué actuar con tal extensión ni intensidad. Para mantener la "paz liberal" había sido suficiente hasta entonces el ejercicio de la retórica montista, que era la ideología de ese estado. Aho­ ra, el aparato ideológico no era suficiente; la burocracia civil (encamada de un modo inmejorable, hasta en lo físico, en Salamanca) había conducido, con sus concep­ ciones geopolíticas imposibles, al desastre puro. Pero, en general, cualquiera que conozca de estas cosas sabe que no se puede apelar de continuo a la fase de emergencia de un estado sin que tal estado se debilite como conjunto. IX. Salam anca Ante la guerra, el estado oligárquico hubo de acudir a su fase más tensa y fundamental que era el ejército. Es así que se inaugura, por la lógica de los hechos que se producían unos a otros, lo que puede designarse como el primer ciclo militar en el poder político boliviano de este siglo. El poder político se concentra en el ejército pero eso no significa que las contradicciones desaparezcan sino que pasan a manifestarse allá donde se ha concentrado el poder. Era ya una prueba del atraso estatal el que no pudiera ratificarse la forma del poder en la emergencia de la guerra; pero el ejército lejos de suprimir a la política se convierte en el escenario de ella, hecho que se reproducirá casi en los mismos términos en el segundo ciclo militar, en la fase termidoriana de la revolución burguesa. Hasta entonces, en efecto, las contradicciones se ha­ bían dado sólo entre un sector u otro de este bloque de poder oligárquico, porque no era un estado de masas; el 34 hecho estatal no contemplaba la participación de la mayoría real. Los gobiernos respondían a un sector o al otro de la gran minería o, en el mejor de los casos, a los grupos de terratenientes ligados a la minería, como Salamanca. Este era el heredero culminante de una cultura mórbida que era resultado de la servidumbre y el aislamiento, de la cultura de la clase superior del país, de gente que no había trabajado nunca por muchas generaciones y desde el principio; una cultura, en fin, provinciana, abigarrada, arrogante y ciega. Era él un hombre brillante en el modo de esa cultura pero, por lo mismo, no era un hombre realista. La realidad era un dato ajeno a su razonamiento y el intento de incorporar el mundo objetivo a un silogismo que no tenía otra premisa que el supuesto del sujeto que lo formulaba, no podía sino volver contra el sujeto mismo para destruirlo. Si eso sirve para algo, hay que decir que amaba sin duda a Bolivia pero no tal como era sino a esta Bolivia en la que él pensaba; identificaba al país con su clase, con la clase que lo había hecho su dirigente y, por lo mismo, lo volvía tan poco viable como su clase. Mientras había paz, el país del sistema aquél podía alimentarse en su forma de poder de los discursos; a la primera convulsión, empero, apelaba, de inmediato a la represión de los campesinos indios y de los mineros del modo más feroz, conforme a una rutina de siglos, porque estaba en la raíz cultural de esta clase la idea del castigo de los indios. Era Salamanca el fruto de los treinta años de la estabilidad liberal y por eso es tan ridículo atribuir a la inestabilidad política, que se piensa como el secreto del atraso boliviano, la derrota del Chaco. Por el contrario, el ejército lo mismo que Salamanca eran las consecuencias de treinta años de una estabilidad viciosa o falsa estabilidad. Un país que no ha resuelto sus 35 problemas de integración nacional, que mantiene a la mayoría de su población en la opresión generalizada, el exilio político y la ignorancia, es un país muy vulnerable y lo es dos veces si, además, se muestra estable dentro de esta situación. La salud, en este caso, debe expresarse como descontento organizado, como inestabilidad. La cultura racista de la oligarquía de este país de in­ dios se exacerbó con la república, recibió un impulso con los éxitos de la política de importación de europeos de la Argentina y se consolidó con la reintegración al mercado mundial a causa de la economía del estaño. No era casual para nada, por tanto, que Arguedas escribiera su libro Pueblo enfermo en ese momento(4) Los liberales, en la apli­ cación de esta mentalidad que desea huir de las cosas, or­ ganizan un ejército con oficiales prusianos al mando de soldados obligados a marchar con el paso del ganso y el compás de bandas exornadas con fanfarrias a la prusiana que nadie sabía para qué servían. La falta de fe en sí mis­ ma de esta clase se advierte de modo sorprendente cuan­ do encomienda a Hans Kundt, un oficial alemán que había organizado el ejército liberal, la conducción de la guerra. La condujo, en efecto, no se sabe si con más desdén hacia los paraguayos, a quienes suponía que iba a vencer en po­ cas semanas, o hacia los bolivianos, a quienes hacía matar con la tranquilidad con la que se contempla el exterminio de las langostas. Pues era un ejército que quiso constituirse con las (4) Ni que dedicara su Historia de Bolivia a Patino, que pagó la edición, en prueba de que esta ideología racista y precapitalista sin vueltas servía a la perfección al poder político generado por la gran minería. 36 mejores gentes del país, si su voluntad era el ser un ejército de casta, su oficialidad por tanto provenía en buen número de ese sector social. Pero el privilegio no crea buenos soldados. "La causa de la ruina de Italia -escribió M aquiavelo- no es otra sino el haber fiado su seguridad durante muchos años a ejércitos mercenarios que a veces prestaron servicios a algunos, y en luchas entre sí parecían valerosos, pero al llegar los extranjeros se mostraron tal cual eran". He aquí que la oligarquía boliviana confiaba en que los mercenarios al mando de la plebe le sacaran las castañas del fuego, al servicio de sus irreales objetivos y de la confirmación de su poder. El comportamiento de los hombres de la clase dominante era el que podía esperarse de una casta sin vitalidad y los soldados inventaron la palabra "emboscado" para designar a esta clase de hombres que usaban su privilegio para no llegar jamás a la verdad del frente. El vórtice de las cosas mismas sacó en cambio a la luz a una generación de oficiales que venían de los sectores medios pobres y a los que se sumaron los oficiales improvisados ad hoc y el vasto cuerpo de suboficiales y clases que compusieron el ejército que libró la guerra como tal. Este doble contenido del ejército no tardó en manifestarse. La destitución de Salamanca en lo que la oligarquía llamó el "corralito" de Villa Montes, o sea, su defenestra­ ción en el campo mismo de la batalla es también la desti­ tución de por lo menos el sector civil de aquel estado; pero estaba a la vez expresando el impulso inconsciente de des­ truir un estado que, en realidad, no desaparecerá como tal sino hacia 1952. El desdén con que tratan los oficiales que actúan en el hecho -B usch, el principal - a Salamanca presidente, está enseñando cómo la guerra había dado fin 37 a las respetabilidades y a la ideología misma del estado oligárquico. A Busch no le importaban los recursos preca­ rios del doctor Salamanca; por el contrario, él, héroe sin discusión de la batalla, los detestaba y es el mismo acto mental, al fin y al cabo, con el que castiga físicamente a Arguedas, otro doctor de la oligarquía, en su propio des­ pacho, siendo ya presidente, en un incidente que se hará famoso en Bolivia. X. El hombre símbolo Llegados a este punto, tenemos que retroceder un poco. Con Salamanca, en realidad cae moralmente un esta­ do que sólo después será dispersado en su materialidad. Por eso se lo llamó "el hombre símbolo". En efecto, cuando Salamanca llegó al poder el país oficial creyó haber encon­ trado (quizá porque sabía que una clase dominante que no produce jefes no merece vivir) algo que ese sector no había producido en mucho tiempo, o sea, un hombre de estado en forma. Era, sin duda, el personaje menos con­ vencional entre todos los de su época: era sobrio en medio de una clase que no lo era; en la apariencia, penetrante como un cuchillo donde el juego era de cáscaras; parecía un representante triste y solemne de la historia misma; sólo su gran sarcasmo general contrapesaba un poco su melancolía. Sin duda este hombre, con el carisma endure­ cido que tenía para esa clase y para el alcance de esa dase, deseó la guerra. No importa con qué argumentos de esta­ do disfrazara el asunto, pero él deseaba la guerra; era un requerimiento que venía desde su psicología y en esto hay una gran diferencia entre la salud que enfrenta la violen­ cia que no puede evitar y la falta de salud que desea una violencia que se puede evitar. Importa poco si la deseó 38 antes o después que sus equivalentes paraguayos y había en este élan algo de misterioso, quizá porque, como Medi- naceli había escrito, era de una raza que agonizaba en un paisaje que no era el suyo. ¿Por qué la deseó? Quizá esto no se podrá probar jamás, para compensar a Bolivia de una historia republicana de frustraciones. Quería regalar a Bolivia una victoria, algo que de­ volviera a este país (a lo que él pensaba como este país, a ese grupo de hombres sensuales y desalentados en su esencia) su fe en sí mismo, lo cual era, en realidad, un eco distante de la guerra del Pacífico. Este Savonarola de la tierra de adentro impuso sus criterios belicistas como un dicktat. No se conocen, quizá con la excepción de Saavedra, que era un hombre mucho más natural, voces sustanciales que se opusieran a esta épica fúnebre a cargo de un lírico muerto antes de su muerte. Por tanto, aunque el proyecto era imposible, tenía con todo la exultación y el atractivo peligroso de cualquier guerra de conquista, y era, por otros conceptos, el único proyecto con cierta grandeza que había podido concebir esta clase agonizante por lo menos desde Santa Cruz, como si el verdadero objeto fuera el reconquistarse a sí misma. Cuando se produce la debacle sin atenuantes, se hace necesario ofrecer explicaciones. Salamanca, de hecho, acusaba a los militares ("no les puedo dar cabeza"), lo cual era incongruente por cuanto el ejército era hijo del mismo poder que había engendrado a Salamanca y compuesto por oficiales de idénticos sangre y pelo de oligarcas. El ejército a su tum o responsabilizaba a Salamanca, y era ello 39 infundado asimismo porque no se podía inculpar en globo al mismo cuyas tesis se habían aceptado de manera tan encendida. Pero lo que se produce en fin de cuentas es la desorientación del poder oligárquico que ya no retomará su coherencia; es aquí donde comienza su decadencia, que no hará sino acentuarse cada vez más y más hasta 1952. Es, por cierto, normal que un ejército salga como el amo de las situaciones después de una guerra por más que haya sido incapaz de cumplir los fines externos que se le asignaron y quizá por ello mismo. Tal vez es la razón por la cual lo inmediato a la guerra fue una sucesión de go­ biernos militares. Pero sería de una gran superficialidad pensar en esto como una linealidad; en realidad, cada go­ bierno militar representó ya una cosa distinta: a veces como saldos impotentes de un pasado irrescatable, gér­ menes a veces de un futuro todavía impenetrable. XI. Despilfarro de Toro La mentalidad de los primeros períodos militares (los de Toro y Busch) es similar en cuanto a que el objeto primero es la inculpación y el castigo de los culpables del fracaso, aunque no se supiera cuáles eran los culpables ni hubiese nadie jamás que pudiera concretar la descripción del fracaso que era, como se ha dicho, un sentimiento antes que nada, un paradigma desesperado e incolocable. Pero es como si la misma falta de captación de las cosas como un todo se revelara una vez como incongruencia y la segunda como tragedia. Los acentos nacionalistas y antioligárquicos venían de las trincheras de una manera tan densa como diluida. Diluida o no, empero, fueron ellos los que obligaron a Toro a nacionalizar el petróleo y a expulsar a la Standard Oil o a crear el primer ministerio 40 de trabajo, que se encomendó además a un obrero. T oro en sí mismo era, con todo, algo así como el despilfarro de una corriente verdadera; si había sido capaz de vivir con frivolidad nada menos que acontecimientos como la retirada de Picuiba, en la que murieron de sed tres mil hombres y que a él no le indujo más que a redactar algunos telegramas ingeniosos, era evidente que era el hombre que no puede ir más lejos, que no sabe cómo ni quiere hacerlo. En realidad, era tan vano que era como una ocasión de aplicar el gracejo de su lugar, con cierto escepticismo que hacía que lo que pudo haber en él de inteligencia no fuera sino algo entregado a los lugares comunes de la corriente imperante. En general, un individuo tan sensual como Toro no podía sino ser un ser sin convicciones y, por eso, incluso cuando acataba las de los demás, las convertía en un bulto, porque no creía en ellas. Busch no era eso, por ninguna razón. XII. Germán Busch Aquí, por el contrario, el patriotismo es la carac­ terística central del individuo; es curioso cómo, por conse­ cuencia, todos los demás acontecimientos de su vida resul­ tan borrados por esta pasión fundamental, original, sostenida y mortal. Al revés de Toro, Busch, hombre sali­ do de la pureza de la tierra, cuya fuerza política no era sino un accesorio de su vitalidad natural, hombre que no debía nada a nadie y cuya titularidad como héroe era el fruto de la verdad de la guerra, era en fin la convicción pura. Pureza de la convicción nacida sin duda de cierta elementalidad intelectual pero también, engendrando aquí ya un prototipo, las convicciones convertidas en peli­ grosidad. Era una sensación de temor físico la que sentían 41 la oligarquía y el conjunto de la rutina del país oficial al mero encuentro con este oficial que pensaba que los culpa­ bles merecían sanción y que sus soldados -portadores de la patria- eran los acreedores de una reivindicación. En su instinto de guerrero acostumbrado a los patrullajes y los cuatrerajes, Busch engendró, por fin, una visión sombríamente patriótica de la política y comenzó a cultivar, con razón certera, una desconfianza esencial que abarcaba tanto a los doctores en general como a sus pro­ pios jefes. El dolor de la patria yacía en su corazón con la profundidad de una pasión total: si ella estaba acorralada, tampoco Busch quería vivir. Toro creía dominar a Busch pero no se daba cuenta de que, entre chiste y chiste, lar­ gando uno que otro aforismo explicativo en las jaranas, es­ taba generando una fuerza que al final el propio autor, Toro, no podía contener ni comprender. Para Busch está claro del todo que la oligarquía debe saldar cuentas con el país. La historia de un país atrasado suele avanzar por la vía de sus héroes elementales. Busch, como es natural, no podía tener una conciencia del proceso que se estaba desa­ tando y con él como uno de sus elementos patéticos. El he­ cho mismo de que fuera un oriental, es decir, nativo de una zona marginal a la comprendida por el mercado inter­ no, y a la vez un oficial del ejército, es decir, de lo único centralizado en un país que no había cumplido la tarea de su centralización, y que, sin embargo, se convirtiera en el gran personaje surgido de la guerra, está ya hablando de ciertos aspectos que no pueden ser pasados por alto. Esto significa en sana lógica que la guerra había creado las ten­ dencias subjetivas para la construcción de la unidad na­ cional y del estado nacional. Cumplíase aquí, por lo 42 demás, lo que es una norma clásica: los elementos subjeti­ vos de la nacionalización preceden siempre a la formula­ ción objetiva de tales tareas. La violencia de los sentimientos nacionalistas de Busch no tenía, empero, nada que ver con su viabilidad. Era una operación comando realizada por sorpresa al esta­ tuto oligárquico, que pudo organizar una respuesta to­ davía con soltura, en primer lugar rodeando y penetrando a la misma dictadura que no tenía otra consistencia que la personalidad del propio Busch, quien era una mezcla de producto superior de la naturaleza y de indefensión inte­ lectual. El dictador murió poco después de un año de estar en el poder. El pueblo consideró que había sido asesinado a secas y descartó desde el principio la hipótesis oficial del suicidio. Es verdad, con todo, que había antecedentes acer­ ca de inclinaciones suicidas en él. En realidad, la conse­ cuencia es la misma: si se suicidó fue porque, en efecto, su dictadura no podía llegar más allá de donde llegó; si se le asesinó es porque todavía tenían sus enemigos la fuerza como para asesinarlo. Aun así, era el primer presidente que moría por causa violenta en el siglo y ello no era un mero azar: Busch mismo había planteado las cosas, en un estilo característico, como una cuestión de vida o muerte. Las luchas políticas estaban asumiendo una profundidad que no iban a abandonar en lo posterior. Nunca se pudo establecer con certeza si se trató de un suicidio o de un asesinato pero era expresivo el que no se permitiera una sucesión "buschista" de Busch. Los propios militares de la corriente oligárquica impidieron que Baldivieso, que era el vicepresidente de Busch, asumiera el poder. 43 XIII. Crisis en el aparato represivo del Estado Oli­ gárquico El estado creado por la gran burguesía minera del estaño después de la revolución federal, a principios de si­ glo, comienza aquí a vivir el hundimiento de su legitima­ ción ideológica. Pues la propia eficacia de la coerción o violencia estatal no es sino la prosecución de la ideología, en el resto de la década de los cuarenta se podrá compro­ bar también la pérdida de eficacia de su aparato represivo. Se está generando la revolución democrático-burguesa de 1952 y la secuela de acontecimientos de disolución de aquel estado es algo por demás aleccionante. Quintanilla (presidente provisional, sucesor de Busch) hizo un interinato inmediato a la muerte de Busch y entregó el poder a Peñaranda, que venció en las elecciones bajo el voto calificado contra el candidato iz­ quierdista Jo s é Antonio Arze. Ambos, Quintanilla y Peñaranda, eran generales de la oligarquía y respondían sin atenuantes a los intereses del bloque de poder de la gran minería y los terratenientes. Con ello, la oligarquía (a la que se llamó "minero-feudal", en la jerga local, de dis­ cutible exactitud) intentó volver a su fase más exitosa y estable, es decir, al ciclo democrá tico-formal que había practicado en las tres primeras décadas del siglo. La mis­ ma democracia formal, que servía para la legitimación efi­ ciente de la gran minería en su fase de ascenso, sirvió aquí como elemento de su disolución; en esto como en todo, el proceso boliviano ratifica ciertos principios de la teoría del estado como aquel que se refiere al doble papel de la de­ mocracia burguesa que funciona primero como asiento de un momento culminante de la superestructura capitalista 44 y después como escenario de su disolución, aunque es ob­ vio que aquí no se está gestando una revolución socialista sino una revolución democrática de corte particular porque el proletariado tendrá en ella ya un papel pro- tagónico. El prim er resultado de la crisis ideológica de la época es la elim inación de los partidos tradicionales y la aparición de los modernos partidos políticos, desde el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y el Par­ tido de la Izquierda Revolucionaria (PIR) hasta el Partido Obrero Revolucionario (POR) y la Falange Socialista Boli­ viana (FSB). Una cuestión importante sin duda es la de indagar por qué el M NR canaliza hacia sí las derivaciones sociales de la decadencia del estado oligárquico y por qué congre­ ga en su seno a las nuevas zonas clasistas que ingresarán en la política, es decir, a los obreros y a los campesinos. Es algo que sólo tiene en principio, una difícil explicación. En realidad, el PIR, con una definición marxista próxima a la III Internacional, disponía del más numeroso cuerpo de in­ telectuales; el POR, la corriente trotskista, se dirigía sin va­ cilaciones, lo mismo que el PIR, hacia la clase obrera, que iba a ser un factor preponderante en el devenir próximo de los hechos, y la propia Falange se presentaba con un pa- thos patriótico fervoroso, muy de la época, por lo menos tan intenso como el del propio MNR. Pero éste, el MNR, era un partido formado por ex combatientes de la guerra y, en consecuencia, podía lograr una fácil comunicación con los jóvenes oficiales nacionalistas, lo cual era más difícil para los partidos marxistas puesto que sus diri­ gentes, los más relevantes al menos, no habían concurrido a la campaña. La Falange, por su parte, tenía un obstáculo dentro de sí misma a partir de postulaciones hispani­ 45 zantes de dudosa viabilidad en un país en el que la pre­ sencia indígena es tan rotunda y en el cual la política tendía sin reparos a convertirse en una política de masas. El MNR, por lo demás, en su núcleo de origen pequeño burgués de la manera más específica, estaba compuesto por jóvenes políticos que de un modo o de otro tenían que ver con la propia casta política a la que trata­ ban de derrocar. En su mayoría hijos de ex-presidentes o de gerentes de empresas quebradas, en fin, toda una gama de parientes pobres de la oligarquía que ya no creían en la propia oligarquía. Desdeñaban a la que en algún grado era su propia clase, quizá porque eran el final postergado de ella. Su propia postergación les hacía ver las cosas con mayor lucidez. Aquí opera, sin duda, un hecho singular. Las clases nuevas, aquí como en cualquier parte, se intro­ ducen en la política, es decir, en el juego del poder, por las puertas que les abre la división de la clase dominante que tiende a dividirse con mayor rapidez y facilidad mientras más atrasada es, precisamente, como clase dominante. Era la ignorancia de la gran burguesía minera la que la in­ ducía a practicar sus modalidades oligárquicas, a tener, siendo un sector capitalista, una ideología precapitalista®. No importa si de manera consciente o inconsciente, el pro­ letariado utilizó a los políticos del MNR para ingresar en la política de Bolivia: el MNR, a su tumo, estaba interesa­ do en organizar a los mineros, el centro proletario, para disponer de un equilibrio (o, como Guevara dijo después, de un garrote) frente a sus aliados, los militares nacionalis­ tas que creían en la patria pero no en las clases, a las que veían como una deformación de la patria. (5) De lo cual es un indicio tan claro el auspicio de Patiño a la obra de Arguedas 46 Es necesario, en síntesis, tener en cuenta los si­ guientes hechos. Por un lado, división del aparato represi­ vo del estado que, en su sector de oficiales jóvenes, deja de responder a la naturaleza de clase del estado. La manera de comunicarse con el descontento civil por parte de estos oficiales radicaba en los ex combatientes civiles, o sea, en el MNR, en lo esencial. Por el otro lado, pulverización de la ideología del estado oligárquico. Las propias consignas, programas, exposiciones y agitaciones de los otros parti­ dos se canalizan en último término hacia aquel que tenía mejor viabilidad para el poder porque en la política las co­ sas aborrecen a la incertidumbre y tienden a capturar el poder o a recibirlo pero no a vacilar entre una cosa y la otra. El mayor acierto táctico del MNR se localiza, sin em­ bargo, en su conexión con el proletariado minero que se precipita a causa de la masacre de Catavi (1942). Fue el único partido que denunció efectivamente el hecho y, por lo tanto, a través de la suma de esas condiciones, está ca­ pacitado para tomar el poder en alianza con los oficiales jóvenes encabezados por el mayor Gualberto Villarroel. XIV. Villarroel y RADEPA Villarroel era también, como Busch, una figura naci­ da de la guerra pero de manera menos fulgurante. La dife­ rencia que hay entre ambos personajes es la que se da en sus propias especialidades militares: es la que hay entre un oficial de artillería, que debe seguir las normas de la guerra regular, y un caudillo militar que, debido a las emergencias de la campaña, se ve obligado a librar una suerte de guerra irregular dentro de la misma guerra regu­ lar. Por tanto, Villarroel, un jefe desconocido, un organiza­ dor paciente de la impaciencia militar, una figura rele­ 47 vante que no se proponía serlo. Si se evalúa el gobierno de Villarroel desde el punto de vista de sus medidas administrativas resulta incom­ prensible el carácter que asumió en él la lucha de clases. En lo concreto, se limitó a imponer cierta modernización tributaria sobre la gran minería y actos casi simbólicos en favor de los campesinos, como la supresión del pongueaje (trabajo gratuito para el terrateniente). Era claro que estaba en disposición de convivir con la gran minería, pues no se le pedía más que admitir la existencia de un poder estatal no dependiente de manera directa de ella, y también con los propios gamonales (la clase de los terratenientes señoriales), pues no se les pedía sino que suprimieran las formas más abyectas de la servidumbre personal sobre los campesinos. Porque no tuvo tiempo o por cualquier razón, había hecho Busch mucho menos y le costó la vida. Ahora Villarroel se presentaba como un buschismo acrecentado. Con todo, la existencia de un estado independiente al mínimo con relación a la gran burguesía y los grandes terratenientes era algo que resultaba inadmisible para la clase dominante. Si hay que caracterizar como algo al régimen de Villarroel, habría que hacerlo como el caso de un bonapartismo en esbozo, ya con ciertas ideas acerca del "deber estatal" o la independencia del estado pero ideas llevadas a la realidad con una gran timidez; por lo demás, en la vacilación entre las tareas nacionales y las democráticas, que estaban en el tapete desde el tiempo de Busch, no había duda de que la preponderancia seguía correspondiendo a las primeras. Los reformadores, en todo caso, no pueden ser moderados porque sus reformas, no importa si moderadas o no, son interpretadas siempre por la clase dominante como un 48 reto total; por tanto, es mejor ir más lejos de dónde se quiera ir porque desde allá se puede retroceder hasta donde se quería llegar. En cambio, el planteamiento de la mera reforma no adquiere sino el contenido de una provocación sin posibilidades. El bloque dominante, a su turno, en particular si es uno con las características del boliviano de aquel tiempo (es decir, uno ya intranquilo, con el sosiego perdido y la lucidez quebrantada tanto como quebrado estaba aquello que pensó como su norma­ lidad), precisamente porque comienza a resquebrajarse está menos dispuesto que nunca a los retrocesos parciales, a la recepción de las reformas o reivindicaciones parciales. Pues bien, dentro de la campaña nacionalista que desmoronó la ideología oligárquica, la cuestión de los pre­ cios del estaño ocupó un lugar considerable. Era lo que los periodistas de La Calle llamaban los "precios de democra- cia"(6) merced á los cuales se obligaba a Bolivia a contri­ buir a la causa de los Aliados y a vender sus minerales a precios por debajo de los prevalescientcs en el mercado mundial. Lo que decían, con eufemismos y directamente, era que la guerra mundial era un enfrentamiento que a Bo­ livia no tenía por qué interesarle como país, lo cual era un razonamiento muy propio de los que habían vivido la guerra del Chaco: el mundo no nos salvará; el mundo, cuando existe en Bolivia, existe contra Bolivia; una nación no tiene amigos, sólo se tiene a sí misma; en la verdad de su destino está sola para siempre. Pero también, de modo más resuelto, radepistas y movimientistas pensaban y decían, sotto voce, que mientras más gringos murieran en (6) Una m orosa d escripción de estos hechos en Céspedes, El presidente colgado, Librería Juventud, La Paz. 49 su magnífica guerra, tanto mejor para Bolivia. Aquí se es­ taba manifestando un rencor secular, muy propio del país; por su propia extracción, Bolivia no podía hacer la misma vivencia de la guerra mundial que el Uruguay, por ejem­ plo; Bolivia, ni en su corazón ni en su carne tenía razón al­ guna para sentirse próxima a lo que se llama la civiliza­ ción occidental. Villarroel, en realidad, vive ya las consecuencias de esta discusión que demostraba dos cosas: primero que en la postulación de las tareas nacionales hay un grado de endocentrismo que es inevitable; segundo, que esa misma autorreferencia, a la vez que da poderío a la consigna, la vuelve impotente en la práctica porque no hay duda que el propio interés nacional, cualquiera que sea el asunto en que se asiente, sólo se resuelve dentro de los conflictos del mundo. Es ya un vaticinio del futuro del nacionalismo boliviano: al tratar de negar al mundo, es decir, al negarse a racionalizar el mundo, lo que ocurrirá es que tendrá que aceptar el mundo no de acuerdo con el razonamiento que logre acerca de él sino como un objeto de la fuerza del mundo. La Calle, es claro, expresaba la desobediencia de intelectuales que hablan cosas semejantes a las del senti­ miento popular; era la guerra la que había formado este tipo de intelectuales de color popular así como el hábito de aceptación de los actos intelectuales por parte del pue­ blo. Lo de los "precios de democracia',(7) fue convertido, por los servicios de inteligencia norteamericanos e ingle­ ses (la cosa ocurría en las vísperas del golpe que daría la (7) A raíz de lo que, en burlas, se llamaron los "contratos inmejorables". Precios más bajos que los del mercado mundial como contribución boliviana a la guerra mundial. 50 presidencia a Villarroel, todavía en el gobierno de Peña­ randa) en un complot proalemán. En las memorias de Braden se comprueba cómo se fraguó esto que se llamó el "putsch" nazi, según el cual el MNR, en complicidad con la embajada alemana, preparaba la toma del poder por el Eje. Lo único que podía tener el MNR en común con los nazis era su xenofobia pero en este caso una xenofobia que comprendía también a los propios alemanes. Pues la intriga aquélla no impidió el golpe que llevó al poder al MNR junto con la RADEPA, vino de inmediato la época del no reconocimiento al gobierno de Villarroel por parte de Estados Unidos. Fue una presión que, combinada con otras aún más canallescas y dentro de los propios países latinoamericanos (como el Comité Guani y la doctrina Rodríguez Larreta de la intervención colectiva, antece­ dentes de la cuarentena contra la Revolución cubana), do­ blegó los volátiles propósitos neutralistas del régimen, di­ fusos propósitos como todos los suyos y demostró que tampoco en este caso Villarroel veía la necesidad de ir muy lejos en el enfrentamiento con el imperialismo. Sus metas, en suma, eran modestas como la humildad misma: se reducían a pedir que el país más pobre del continente no fuera obligado a perder nada menos que varias cente­ nas de millones de dólares (que eran dólares mejores que los actuales) al servicio de una causa que no le importaba. Nadie había hecho nada en el mundo para que esa causa le importara. XV. RADEPA - M N R Confusos, débiles, transigentes, tales actos de con­ tradicción al imperialismo eran de tal índole que se habrían negado si se les preguntaba si querían ser llama­ 51 dos antimperialistas. Tenían, sin embargo, su correlato más profundo en las ideas antioligárquicas que estaban agazapadas tanto en la RADEPA como en el MNR. RADE­ PA significa razón de patria, es decir, para ellos, la causa final, la razón en su justificación última. La patria está por encima de todo lo que se deba hacer y vuelve coherente a lo que se haga. Era como si Busch se hubiera reencarnado en un número más o menos grande de oficíales, ahora con la inclinación de pensar en la salida a las cosas como una solución militar. El primer objetivo era la liquidación del enemigo, si era necesario físicamente; el enemigo era la oligarquía o, como se decía entonces, la antipatria. En ge­ neral, ha de decirse que entre las ideas de la RADEPA pre­ dominaba el concepto de que el MNR no era sino un alia­ do incómodo, un parásito imprescindible sólo en grado relativo dentro del poder de los jóvenes oficiales a quienes correspondía la carga de la historia. Se combinaba en esta logia un cierto recelo, que a veces se hacía desprecio, hacia los políticos civiles con un rencor esencial contra la oligarquía, a la que consideraba culpable de la historia del Chaco, de las pérdidas territo­ riales, de la m uerte de Busch, de las matanzas de obreros y campesinos. La logia misma, como es natural, era ya la forma de organizarse de oficiales que negaban la lógica de autoridad del ejército formal, hecho por demás relevante porque, de algún modo, un ejército se está formando den­ tro del anterior; es obvio que aquí se dan los elementos de la reorganización militar después de 1952, que se verá en su momento. Pero el solo hecho de reconocer un enemigo común no da unidad al aparato del poder y, mientras la RADEPA 52 no intentaba otra cosa que una venganza nacional o la re­ composición de la supremacía de la razón de patria, el MNR, como es obvio, tenía proyectos más concretos en cuanto a instituir un orden estatal de nuevo tipo. Un sec­ tor y el otro son, sin duda, los que forman los embriones de la futura burocracia del estado burgués de 1952 en su forma civil y militar. Ambos llegarán, en su remate, a pun­ tos que jamás habrían imaginado. En todo caso el recelo militar que tenía fuerza por sí mismo y en sí mismo obligó al lado civil a buscar su propio respaldo. El MNR se dio cuenta p ro n to de que su posición dentro del pacto de gobierno era precaria y se apresuró a compensar el poder de RADEPA con la organización del movimiento obrero que, por lo demás, había sido iniciada antes por diversas formas de predecesores sindicales. Lenin dice que al proletariado la conciencia le viene de fuera. Aquí no se puede hablar de conciencia proletaria en rigor pues no estamos sino en los albores políticos de la clase. Pero la propia organización inicial de esta clase le viene de fuera; los sectores pequeñoburgueses, que son portadores de las ideas democrático-burguesas, necesitan, para imponerse sobre la vieja burguesía, del apoyo de la clase obrera. Tenemos entonces por un lado que ¡a burguesía real no tiene una ideología burguesa sino una ideología prebur- guesa; que la pequeña burguesía actúa como una pre- burguesía porque, aunque no es todavía burguesía en lo objetivo, con todo, tiene una conciencia burguesa más ca­ bal que la propia burguesía; a lo último, un proletariado que, para ingresar en la revelación superestructural (que como aparición misma implica un avance de las fuerzas productivas), debe sin embargo, por lo pronto, entregarse al programa pequeñoburgués o prestarse al programa de la pequeña burguesía porque jamás sería posible su 53 integración al sistema político si lo hiciera en guerra con todas las demás clases como conjunto. Ese fue el sentido de la fundación de la FSTMB (Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia), por ejemplo. Fue el MNR el que planteó y obtuvo, de otro lado, la designación de Lechín como subprefecto de Uncía, centro civil de la principa] concentración minera. Lechín, que había sido mi­ nero, aunque por breve tiempo, citó a su despacho al ge­ rente de la empresa (la Patiño Mines), dueña de las minas del distrito. Había en ello conciencia clara de que se estaba desafiando el orden concreto de la zona, el modo de fun­ cionar específico del poder en el distrito; se proponía un vuelco insoportable que la empresa debía rechazar sin ne­ cesidad de consulta alguna a su centro administrativo. Negóse en efecto aquel gerente a cum plir el emplazamien­ to de Lechín, y por el contrario, lo invitó a visitarlo en la gerencia. Todo es muy revelador de la relación estado- empresa. Al rechazar el gerente la invitación aquella, como era previsible sin margen de error, Lechín ordenó su arresto. Esto fue visto como un acto de victoria del estado sobre la empresa, del MNR sobre toda la vieja política, de Lechín sobre todo el sindicalismo anterior. Originará tam­ bién la modalidad del sindicalismo lechinista, nunca muy alejado del estatus del poder pero tampoco tan conexo al poder como para alejarse del movimiento de las masas. Tal incidente, tan secundario en las apariencias, mostraba el nuevo carácter de la relación que el MNR pretendía con las grandes empresas: una relación que hubiera sido nor­ mal para cualquier estado que no fuera éste, dominado por la gran minería durante un siglo. El subprefecto de Uncía estaba demostrando, por primera vez, que era por­ tador de algo más importante que la empresa allá donde las empresas habían demostrado cien veces que eran más 54 poderosas que el país entero. No eran, pues, las medidas de gobierno sino lo que había debajo de ellas como contenido de clase (o sea, como tendencia histórica) lo que preocupaba a la oligarquía y ahora también al propio imperialismo norteamericano. El sistema oligárquico estaba en decadencia pero no tanto como para no hacerse cargo de que la ideología de la RA­ DEPA, con su acento irracionalista pero también irrenun- ciable, y la organización del movimiento obrero, sujeto nuevo aun más temible que la propia violencia del patrio­ tismo militar, organización además propiciada desde el aparato del estado (en lo técnico, el bloque antioligárquico había capturado aquí el aparato del estado; pero el poder del estado o su naturaleza final seguía en manos del bloque oligárquico) hacían una combinación incompatible en absoluto con las modalidades rosqueras (rosca, apelati­ vo boliviano de la oligarquía) de opresión política. Esto es lo que explica que, en lugar de luchar contra las modestas medidas de poder, se lanzara de hecho contra el régimen como tal, es decir, que en una suerte de tour de forcé supre­ mo intentase el exterminio final del bloque RADEPA- MNR. La conciencia de la clase agredida en su dominio es mucho más despierta que la de aquellos que encaman tal agresión. Villarroel ni la RADEPA ni el MNR en ese mo­ mento pensaban en una aniquilación de aquel estado; lo que querían era, en verdad, su modernización. Pero en la historia casi nunca uno sabe de qué es portador. Los rade- pistas tenían, com o es natural, su juramentada voluntad de sacrificio. Esta era su fuerza. Pero la oligarquía tenía el hábito del poder, la costumbre de haber manejado un país 55 desde siempre, la cicatería concreta de gentes que se movían entre algo que conocían: resolvieron matar a Vi- llarroel; hay pruebas de que se tramó su asesinato y el de sus inmediatos. Era una clase demasiado experimentada empero como para matar sin preparar el clima ideológico de prejustificación del hecho. Montó, por eso, una cam­ paña perfecta, quizá la última de su historia. La respuesta de los militares nacionalistas estuvo a tono con el carácter emocionado y patético de su ideología secreta nacida del rencor del Chaco. RADEPA, en reunión solemne y por votación regular seleccionó a una decena de políticos pro­ minentes de la oligarquía, tratando de que apareciera por lo menos uno por región y que tuviera, en cuanto apelli­ dos, rangos y figuraciones, la mayor connotación oligárquica posible y decidió su fusilamiento. Era una in­ versión completa de la historia de Bolivia porque hasta en­ tonces, si cabe decirlo, siempre se había matado al revés, en la dirección opuesta. Incluso en los momentos inmedia­ tos a su muerte, según el testimonio de los ejecutores, los personajes estaban convencidos de que los radepistas no se atreverían. Sus cuerpos quedaron tirados en Chuspipa- ta y Caracollo. Lacónico y terrible, un comunicado in­ formó del asunto a la mañana siguiente: Por Razón de Pa­ tria, hasta el momento han sido fusilados los siguientes... XVI. Caída de Villarroel La izquierda, lo que entonces era la izquierda mar­ xista, entendió mal este proceso. Es obvio que los naciona­ listas colocaban los términos de la lucha política en el cua­ dro de un localismo casi cerril y era explicable, de otro lado, que los marxistas en cambio vivieran con tensión la lucha contra el fascismo en el mundo. Pero el lado del fra- 56 caso eje la historia es tan aleccionante como el de su éxito. Definir a Villarroel como un régimen fascista demostraba una endeblez en el análisis marxista casi desesperante, a un extremo tal que es algo que hoy mismo no se puede plantear ni siquiera como discusión. El tono obsesivo con que se propuso la cuestión, incentivada por los enconos lugareños, fue una de las causas de que el movimiento obrero se convirtiera después en una suerte de coto cerra­ do del nacionalismo, sólo matizado por la presencia de los trotskistas. En todo caso el PIR, por ejemplo, entró en el llamado Frente Antifascista, que se convirtió a la fuerza en uno de los instrumentos políticos de la oligarquía, dando más importancia a las fortuitas veleidades neutralistas de los principios del régimen que a las contradicciones de clase que estaban ocurriendo por debajo de las inofensivas medidas de la administración. Ya aquí, desde luego, se ad­ vertían las grandes dificultades que hay para la subsun- ción de las luchas mundiales en las luchas locales, de la propia teoría frente a los casos específicos de poder. La oligarquía, ahora con el apoyo de estos sectores izquierdistas, no tardó en obtener núcleos de respaldo dentro del propio ejército villarroelista. Militares como Pinto, Arenas, Mercado, que ocupaban los más altos car­ gos dentro del régimen, fueron los que dieron las bases para el derrocamiento del régimen en el que actuaron sec­ tores estudiantiles y populares movidos por el PIR. La oli­ garquía pensó en esta acción como una vindicta definitiva y una restauración total; sólo así se explica el grado mor­ boso hasta lo bárbaro de la conclusión del movimiento subversivo, que fue el colgamiento de Villarroel y sus co­ laboradores en la plaza Murillo. Villarroel, en una actitud que se parece mucho a la que adoptaría después en Chile 57 Allende, no se defendió; esperó a sus victimadores en el Palacio Quemado, negóse a huir, con una suerte de digni­ dad acusatoria que configuró sin duda un acto de grande­ za. Era imposible que un episodio como éste dejara de tener consecuencias porque, además, el país como conjun­ to había puesto en movimiento el esquema de sus clases sociales de una manera que ya la derecha no podía racio­ nalizar. Los mineros, por ejemplo, pretendieron de hecho, avanzar sobre La Paz. Pero las investigaciones que se han hecho después revelan que el acontecimiento tuvo un al­ cance inesperado, que comprendió incluso a los sectores que parecían más ajenos a la política tal como estaba to­ davía planteada. Tal lo que ocurrió, por ejemplo, con los campesinos de la zona de Independencia, en Cochabam­ ba. En el momento mismo del colgamiento de Villarroel estaba realizándose el llamado Congreso Indigenal, que reunió a dirigentes más o menos improvisados de los cam­ pesinos de todo el país, en gran parte para avalar con su concurrencia la supresión del pongueaje. Un dirigente campesino de la zona de Independencia presenció el col­ gamiento de Villarroel. Pertenecía a la misma región en la que tenía sus propiedades el coronel José Mercado, uno de los miembros de la RADEPA que había pasado a formar parte de la conspiración oligárquica contra Villarroel. A pesar de eso, Mercado fue también perseguido por el nue­ vo régimen y se refugió en su hacienda, donde llegó casi al mismo tiempo que el mencionado dirigente campesino. Este, según la reconstrucción que ha hecho Dandler(8), reu­ nió a los caciques del lugar y explicó los hechos de La Paz (8) En una investigación inédita. 58 (empezó diciendo: "Ha muerto nuestro padre"). El resulta­ do fue una rebelión campesina en toda la región y el asesi­ nato de Mercado. Tal el grado que había alcanzado la co­ municación entre las clases, hecho imposible en las etapas históricas anteriores. Se suele situar en 1952 el momento de la destruc­ ción del e s ta d o lla m a d o m in ero-feu d al. Es, en efecto, el momento de su caída concreta. Pero un estado agoniza durante un tiempo más bien prolongado antes de caer y.trata una vez y otra de restablecer los m o m en to s d e su flo­ recimiento. Con el colgamiento de Villarroel se abre el período de una lucha abierta entre un estado en decaden­ cia y el movimiento democrático burgués en ascenso in­ vencible. Con las armas y sin ellas, en todos los escenarios, se da un enfrentamiento destinado a concretar en el esta­ do lo que, en el fondo, había ya ocurrido en la sociedad; después de todo, cuando se habla de las relaciones entre la sociedad civil y el estado político, se habla de la relación entre las clases como verdad, es decir, en sus relaciones productivas y la forma de su manifestación en la política. Desde aquí vemos los hechos como una fatalidad, como un curso incoercible. Pero quizá no lo eran en ese momento. De todas maneras, que el MNR, como cabeza de esta tendencia, pudiera ver las cosas y la política oligárquica no pudiera hacerlo, enseña el primer carácter de un sujeto de poder caduco: el signo de su perdición está en su fracaso en la discriminación objetiva de la si­ tuación, en su enceguecimiento. Por consiguiente, lo que llamamos la lucidez de un movimiento o su beoda no son sino la aplicación de datos del individuo a capacidades que aquí nacen de una determinación material. Nadie es 59 lúcido cuando su soporte clasista no le da los elementos para serlo. La experiencia ha provisto para entonces a los hom­ bre del MNR del conocimiento robusto de tres hechos sim­ ples, inconmovibles. Ellos sabían, por un lado, puesto que habían estado dentro del poder oligárquico (Paz Estensso- ro había sido empleado de la Patino, etc.) que la clase dominante era derrocable, que su poder era vulnerable. Eran demasiado próximos a esta clase como para creer en su superioridad. Sabían, por otra parte, que los militares, ni aún los más robespierrianos tenían la capacidad como para integrar a las nuevas clases de la política, (es decir, que ellas se integrarían, en su caso, contra los militares, pero en una marea revolucionaria que el MNR en su co­ razón no desea). Ni la fracción radepista del ejército ni la oligárquica tenían la posibilidad de pronóstico de la si­ tuación revolucionaria que, sin embargo, se preparaba a la vista. Sabían, por ejemplo, esto es lo capital, que el nuevo personaje central era la clase obrera. Esto es importante. No era un conocimiento de la clase obrera por la vía del marxismo sino la práctica política; es decir, la conocían no desde el punto de vista obrero sino desde el punto de vista del proyecto burgués que contenían; co

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