Una Pequeña Historia de la Filosofía - PDF

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Nigel Warburton

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El texto resume brevemente el pensamiento de Sócrates y Platón, incluyendo ejemplos de sus métodos de argumentación y las consecuencias de sus ideas.

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Una pequeña historia de la ilosofía Nigel Warburton Una pequeña historia de la ilosofía Traducción de Aleix Montoto capítulo 1 El hombre que hacía preguntas Sócrates y Platón Hará unos dos mil cuatrocientos años, eje...

Una pequeña historia de la ilosofía Nigel Warburton Una pequeña historia de la ilosofía Traducción de Aleix Montoto capítulo 1 El hombre que hacía preguntas Sócrates y Platón Hará unos dos mil cuatrocientos años, ejecutaron a un hombre en Atenas por hacer demasiadas preguntas. Hubo otros ilóso- fos antes de él, pero fue con Sócrates que la disciplina adquirió entidad. Si la ilosofía tiene un santo patrón, ése es Sócrates. De nariz respingona, gordinlón, desastrado y un poco extraño, Sócrates no encajaba. Aunque era físicamente feo y solía ir sucio, tenía un gran carisma y una mente brillante. Todo el mundo en Atenas estaba de acuerdo en que nunca había habido alguien como él y probablemente no lo volve- ría a haber. Era único. Pero también extremadamente mo- lesto. Se veía a sí mismo como uno de esos moscardones que pican: los tábanos. Son molestos, pero en el fondo no hacen ningún daño. Sin embargo, no todo el mundo en Atenas es- taba de acuerdo. Algunos le adoraban; otros le considera- ban una inluencia peligrosa. 8 Una pequeña historia de la filosofía De joven había sido un valiente soldado y había luchado en las guerras del Peloponeso contra los espartanos y sus aliados. Ya maduro, deambulaba por la plaza del mercado, deteniendo a personas de vez en cuando y haciéndoles pre- guntas incómodas. Ésa era más o menos su única ocupación. Las preguntas que hacía, sin embargo, eran ailadísimas. Pa- recían sencillas; pero no lo eran. Un ejemplo sería la siguiente conversación con Eutide- mo. Sócrates le preguntó si engañar se podía considerar un acto inmoral. Por supuesto que sí, le contestó Eutidemo. Le parecía que era obvio. Pero, le preguntó Sócrates, ¿qué pasa si le robas el cuchillo a un amigo que se encuentra muy de- primido y podría intentar suicidarse? ¿Acaso no es eso un engaño? Por supuesto que lo es. ¿Y hacer eso no es más mo- ral que inmoral? Sí, contestó Eutidemo, quien a estas alturas ya se había hecho un lío. Mediante un inteligente contra- ejemplo, Sócrates le había demostrado que su presunción de que engañar es inmoral no se podía aplicar a todas las situa- ciones. Hasta entonces, Eutidemo no había sido consciente de ello. Una y otra vez, Sócrates les demostraba a las personas que se encontraban en la plaza del mercado que en realidad no sabían lo que creían saber. Un mando militar podía co- menzar una conversación absolutamente convencido de lo que signiicaba «valentía» y, tras veinte minutos en compa- ñía de Sócrates, terminar completamente confundido. La experiencia debía de ser desconcertante. A Sócrates le en- cantaba poner al descubierto los límites de lo que los demás realmente comprendían, así como cuestionar los postulados sobre los que construía su vida. Para él, una conversación en la que todo el mundo terminaba dándose cuenta de lo poco que sabía era un éxito. Mucho mejor que seguir creyendo que comprendías algo cuando en realidad no era así. En aquella época, los atenienses ricos enviaban a sus hi- jos a estudiar con los soistas. Se trataba de unos profesores muy inteligentes que instruían a sus alumnos en el arte de la oratoria y que recibían por ello unos honorarios muy eleva- El hombre que hacía preguntas 9 dos. Sócrates, en cambio, no cobraba por sus servicios. De hecho, aseguraba que no sabía nada así que, ¿cómo iba él a enseñar algo? Esto, sin embargo, no fue óbice para que los alumnos acudieran a él y asistieran a sus conversaciones. Tampoco le hizo demasiado popular entre los soistas. Un día, su amigo Querefonte fue a ver al oráculo de Apo- lo en Delfos. El oráculo era una anciana sabia, una sibila, que contestaba las preguntas que le hacían sus visitantes. Solía ofrecer respuestas en forma de acertijo. «¿Hay alguien más sabio que Sócrates?», le preguntó Querefonte. «No», fue la respuesta. «Nadie es más sabio que Sócrates.» Cuando Querefonte se lo contó a Sócrates, al principio éste no se lo creyó. Le resultó realmente desconcertante. «¿Cómo puedo ser el hombre más sabio de Atenas si sé tan poco?», pensó. Y se pasó años haciéndole preguntas a otros para ver si había alguien más sabio que él. Finalmente, en- tendió lo que había querido decir el oráculo y concluyó que tenía razón. Mucha gente era buena en lo que hacía; los carpinteros eran buenos en la carpintería, y los soldados sa- bían luchar. Pero ninguno de ellos era realmente sabio. No sabían realmente de lo que hablaban. La palabra «ilósofo» proviene de las palabras griegas que signiican «amor por el saber». La tradición ilosóica occidental, objeto de este libro, surgió en la Antigua Grecia y se expandió por vastas regiones del mundo, asimilando en ocasiones ideas procedentes de Oriente. La sabiduría que valora está basada en la discusión, el razonamiento y el cuestionamiento, no en creer algo simplemente porque al- guien importante te ha dicho que es cierto. Para Sócrates, la sabiduría no consistía en saber muchas cosas o en cómo ha- cer algo. Signiicaba comprender la verdadera naturaleza de nuestra existencia, incluidos los límites de lo que podemos conocer. Hoy en día, los ilósofos hacen más o menos lo mismo que Sócrates: cuestionan las cosas y examinan distin- tas razones y evidencias con el in de llegar a responder algu- nas de las preguntas más importantes que nos podemos ha- cer sobre la naturaleza de la realidad y cómo debemos vivir. 10 Una pequeña historia de la filosofía A diferencia de Sócrates, sin embargo, los ilósofos moder- nos disponen de la ventaja de casi dos mil quinientos años de pensamiento ilosóico sobre los que fundamentarse. Este libro examina ideas de algunos de los pensadores clave que conforman esta tradición de pensamiento occidental, una tradición que Sócrates inició. Lo que hacía a Sócrates tan sabio era que no dejaba de formular preguntas y siempre estaba dispuesto a debatir sus ideas. La vida, declaró en una ocasión, sólo merece la pena si uno piensa en lo que está haciendo. Una existencia irre- lexiva es válida para el ganado, pero no para los seres hu- manos. Cosa inusual para un ilósofo, Sócrates se negó a dejar nada escrito. Para él, hablar era mucho mejor que escribir. Las palabras escritas no pueden replicarle a uno; ni tampoco explicarle nada cuando no las entiende. La conversación cara a cara, mantenía él, es mucho mejor. En una conversa- ción podemos tener en cuenta el tipo de persona con el que hablamos y adaptar lo que decimos para comunicar el men- saje. Como Sócrates no dejó nada escrito, básicamente co- nocemos a través de su pupilo estrella, Platón, sus ideas y las cosas sobre las que discutía. Éste escribió una serie de con- versaciones entre Sócrates y las personas a las que pregunta- ba. Son lo que se conoce como Diálogos Platónicos y son grandes obras literarias además de ilosóicas. En cierto modo, Platón fue el Shakespeare de su época. Leyendo estos diálogos, podemos hacernos una idea de cómo era Sócrates; de su inteligencia y de lo exasperante que podía llegar a ser. Aunque en realidad no es tan sencillo, pues no podemos estar siempre seguros de si Platón escribió lo que Sócrates realmente dijo o si puso sus propias ideas en boca de un per- sonaje llamado «Sócrates». Una de las ideas que la mayoría de la gente conside- ra más de Platón que de Sócrates es que el mundo no es para nada como parece. Hay una diferencia signiicativa entre la apariencia y la realidad. La mayoría de nosotros confun- dimos apariencia con realidad. Creemos que las sabemos dife- El hombre que hacía preguntas 11 renciar, pero no es así. Platón creía que sólo los ilósofos comprenden cómo es realmente el mundo. En vez de coniar en sus sentidos, descubren la naturaleza de la realidad gra- cias al pensamiento. Para argumentar esto, Platón describió una caverna en la que hay personas encadenadas de cara a uno de los muros. Ante ellos ven sombras parpadeantes que toman por la rea- lidad. No lo es. Se trata de las sombras que hacen los objetos que hay delante de una hoguera. Estas personas se pasan toda la vida creyendo que las sombras que se proyectan en la pared son el mundo real. Entonces uno de ellos se libera de sus cadenas y se vuelve hacia el fuego. Al principio tiene la mirada borrosa, pero al poco comienza a ver dónde se encuentra. Poco después, consigue salir a trompicones de la cueva y inalmente logra ver el sol. Cuando regresa, nadie cree lo que cuenta sobre el mundo exterior. El hombre que se ha liberado es como un ilósofo. Ve más allá de las apa- riencias. La gente común no tiene mucha idea de lo que es la realidad porque se conforman con mirar lo que tienen de- lante en vez de relexionar profundamente sobre ello. Pero las apariencias engañan. Lo que ven son sombras, no la rea- lidad. Esta historia de la caverna está relacionada con lo que se conoce como la Teoría de las Formas de Platón. El modo más sencillo de comprender esta teoría es mediante un ejem- plo. Pensemos en todos los círculos que hemos visto en nuestra vida. ¿Alguno de ellos era un círculo perfecto? No. Ninguno era absolutamente perfecto. En un círculo perfec- to, cada punto de la circunferencia estaría exactamente a la misma distancia del centro. En la realidad, los círculos no son así. Sin embargo, entendemos perfectamente qué queremos decir cuando utilizamos las palabras «círculo perfecto». En- tonces, ¿qué es un círculo perfecto? Platón diría que la idea de un círculo perfecto es la Forma de un círculo. Si uno quie- re comprender lo que es un círculo, debería pensar en su For- ma, no en lo que uno puede dibujar o experimentar a través del sentido de la vista, pues éstos son imperfectos de uno u 12 Una pequeña historia de la filosofía otro modo. De igual manera, pensaba Platón, si uno quiere comprender lo que es la bondad, necesita concentrarse en la Forma de la bondad, no en ejemplos particulares que uno haya presenciado. Los ilósofos son las personas más ade- cuadas para pensar sobre las Formas de este modo abstrac- to, ya que la gente común se deja llevar por el mundo que perciben sus sentidos. Puesto que a los ilósofos se les da bien pensar sobre la realidad, Platón creía que ellos debían mandar y ostentar todo el poder político. En La República, su obra más céle- bre, describió una sociedad perfecta imaginaria en la que los ilósofos ostentarían la máxima autoridad y recibirían una educación especial; a cambio, sacriicarían sus propios pla- ceres por el bien de los ciudadanos a los que gobernasen. Por debajo de ellos, estarían los soldados que habrían sido en- trenados para defender el país, y bajo éstos se encontrarían los trabajadores. Estos tres grupos, creía Platón, estarían en perfecto equilibrio; un equilibrio que sería como una mente en la que la razón mantuviera las emociones y los deseos a raya. Lamentablemente, este modelo de sociedad era pro- fundamente antidemocrático, pues en él se mantendría a la gente bajo control mediante una combinación de mentiras y fuerza. Platón hubiera prohibido la mayor parte del arte, aduciendo que proporciona falsas representaciones de la realidad. Los pintores pintan apariencias, y éstas represen- tan las Formas de un modo engañoso. Todos los aspectos de la república ideal de Platón estarían estrictamente controla- dos desde arriba. Sería lo que ahora llamaríamos un estado totalitario. Platón creía que dejar votar a la gente era como permitir que los pasajeros gobernaran una nave; mucho me- jor dejar al mando a quienes saben lo que hacen. La Atenas del siglo v no se parecía demasiado a la socie- dad que Platón imaginó en La República. Era algo así como una democracia, si bien únicamente alrededor del diez por ciento de la población podía votar. Las mujeres y los escla- vos, por ejemplo, estaban automáticamente excluidos. Sin embargo, todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, y El hombre que hacía preguntas 13 existía un complejo sistema de lotería para asegurarse de que todo el mundo tenía la posibilidad de inluenciar en las decisiones políticas. Atenas no valoró a Sócrates en la misma medida que lo hizo Platón. Antes al contrario. Muchos atenienses pensa- ban que Sócrates era peligroso y estaba socavando el gobier- no deliberadamente. En el año 399 a. C., cuando Sócrates tenía 70 años, uno de ellos, Meleto, le llevó ante un tribunal. Aseguraba que Sócrates estaba dejando de lado a los dioses atenienses e introduciendo nuevos dioses propios. También sugirió que enseñaba a los jóvenes atenienses a comportarse mal y les animaba a volverse en contra de las autoridades. Eran acusaciones muy serias. Es difícil saber cuán ciertas eran. Puede que Sócrates sí animara a sus alumnos a dejar de seguir la religión del estado, y se sabe que le gustaba bur- larse de la democracia ateniense. Eso concordaría con su carácter. En cualquier caso, lo que sin duda es cierto es que muchos atenienses creyeron los cargos que se le imputaban. Votaron si lo consideraban o no culpable. Poco más de la mitad de los 501 ciudadanos que componían el enorme ju- rado creyeron que sí lo era y lo sentenciaron a muerte. Si hubiera querido, probablemente Sócrates habría podido convencerles para que no lo ejecutaran. En vez de eso, iel a su reputación de tábano, irritó todavía más a los atenienses argumentando que no había hecho nada malo y que, de he- cho, deberían recompensarle con comidas gratuitas para el resto de su vida en vez de castigarle. Esto no sentó demasia- do bien. Lo ejecutaron obligándole a ingerir cicuta, un veneno que paraliza el cuerpo gradualmente. Antes de morir, Sócra- tes se despidió de su mujer y sus tres hijos y luego reunió a sus alumnos a su alrededor. Si hubiera tenido la oportuni- dad de seguir viviendo tranquilamente, sin hacer más pre- guntas difíciles, no la habría aceptado. Prefería morir. Una voz interior le impelía a seguir cuestionándolo todo, y no podía traicionarla. Luego se bebió el veneno. Poco después murió. 14 Una pequeña historia de la filosofía Sócrates sigue vivo en los diálogos de Platón. Este hom- bre difícil, que no dejaba de hacer preguntas y que prefería morir a dejar de pensar en cómo son realmente las cosas, ha sido desde entonces una inspiración para los ilósofos. Sócrates tuvo una gran inluencia sobre quienes le trata- ron. Tras la muerte de su maestro, Platón siguió enseñando de acuerdo a su espíritu. Su discípulo más relevante fue, de lejos, Aristóteles, un pensador muy distinto a ambos. capítulo 2 La verdadera felicidad Aristóteles «Una golondrina no hace verano.» Podrías pensar que se trata de una frase de William Shakespeare o de otro gran poeta. Lo parece. En realidad procede del libro de Aristóte- les Ética a Nicómaco, así llamado porque se lo dedicó a su hijo Nicómaco. Lo que pretendía decir Aristóteles es que se necesita algo más que la llegada de una golondrina –así como algo más que un día cálido– para demostrar que el verano ha llegado. Del mismo modo, unos pocos momentos de placer no constituyen la verdadera felicidad. Para Aristó- teles, la felicidad no es una cuestión de diversión a corto plazo. Curiosamente, consideraba que los niños no podían ser felices. Esto suena algo absurdo. Si los niños no pue- den ser felices, ¿quién puede? Pero revela lo alejada que es- taba su visión de la felicidad de la nuestra. Los niños apenas están comenzando sus vidas, de modo que no han tenido 16 Una pequeña historia de la filosofía todavía una vida plena. La verdadera felicidad, argumenta- ba él, requiere una vida más larga. Aristóteles fue alumno de Platón, y éste lo había sido de Sócrates. Estos tres grandes pensadores forman, pues, una cadena: Sócrates–Platón–Aristóteles. Suele suceder así. Los genios no acostumbran surgir de la nada. La mayoría ha contado con un maestro que le ha inspirado. Aun así, las ideas de estos tres pensadores son muy distintas. No se limi- taron a reproducir lo que les habían enseñado. Cada uno de ellos tenía un punto de vista original. Dicho de un mo- do simple, Sócrates era un gran orador, Platón un escritor soberbio y a Aristóteles le interesaba todo. Sócrates y Pla- tón consideraban el mundo visible un pálido relejo de la verdadera realidad a la que sólo se podía llegar mediante un pensamiento ilosóico abstracto; Aristóteles, en cam- bio, estaba fascinado por los detalles de todo aquello que le rodeaba. Desafortunadamente, casi todos los escritos de Aristóte- les que han sobrevivido son apuntes de clase. Aun así, estas notas han tenido una enorme inluencia en la ilosofía occi- dental, a pesar incluso de que su estilo es con frecuencia algo árido. Ahora bien, Aristóteles no era sólo un ilósofo: tam- bién se sentía fascinado por la zoología, la astronomía, la historia, la política y el teatro. Aristóteles nació en Macedonia el año 384 a. C. Después de estudiar con Platón, viajar y trabajar como tutor de Ale- jandro Magno, fundó su propia academia en Atenas, cono- cida como Liceo. Este centro de aprendizaje fue uno de los más famosos de la Antigüedad, y era algo así como una uni- versidad moderna. Aristóteles enviaba investigadores a dis- tintos lugares y luego éstos regresaban con información nue- va sobre cualquier temática: de la sociedad política a la biología. También fundó una importante biblioteca. En un famoso cuadro renacentista de Rafael, La escuela de Atenas, Platón señala hacia arriba, en dirección al mundo de las For- mas; Aristóteles, en cambio, extiende el brazo hacia el mun- do que tiene delante. La verdadera felicidad 17 A Platón ya le habría parecido bien ilosofar desde un sillón; Aristóteles prefería analizar la realidad que percibi- mos mediante los sentidos. Rechazó la Teoría de las Formas de su maestro, pues creía que el único modo de comprender cualquier categoría general es mediante el estudio de sus ejemplos particulares. Es decir, para comprender lo que es un gato, él pensaba que es necesario ver gatos reales, no pensar de forma abstracta en la Forma del gato. Una cuestión sobre la que Aristóteles relexionó lar- gamente fue «¿Cómo deberíamos vivir?». Tanto Sócrates como Platón habían contestado a esa pregunta antes que él. La necesidad de contestarla es en parte lo que hace que la gente se acerque a la ilosofía. Aristóteles tenía su pro- pia respuesta. La versión sencilla es ésta: en busca de la feli- cidad. ¿Pero qué signiica ir «en busca de la felicidad»? Hoy en día, la mayoría de las personas a las que se les propusiera que fueran en busca de la felicidad pensarían en formas de pasárselo bien. Para ti la felicidad quizá implica vacaciones exóticas, ir a festivales de música o a iestas, o bien pasar algún tiempo con amigos. También puede signiicar repan- tingarte con tu libro favorito, o ir a una galería de arte. Aho- ra bien, aunque ejemplos como éstos podrían constituir los ingredientes de una buena vida, Aristóteles no creía que el mejor modo de vivir fuera ir en busca del placer de esta for- ma. Bajo su punto de vista, cosas como éstas por sí solas, no conformarían una buena vida. La palabra griega que Aristó- teles utilizó es eudaimonia (que en inglés se pronuncia «you- die-moania»,1 pero signiica lo opuesto). Se traduce a veces como «lorecer» o «tener éxito» más que como «felicidad». Es algo más que las sensaciones agradables que puedas ob- tener de comer un helado con sabor a mango o de ver ganar a tu equipo favorito. Eudaimonia no consiste en los momen- tos fugaces de dicha o en cómo te sientes. Es algo más obje- tivo, lo cual puede resultar difícil de entender, pues estamos 1. «Mueres lamentándote» (N. del t). 18 Una pequeña historia de la filosofía acostumbrados a pensar que la felicidad está relacionada con cómo nos sentimos y nada más. Piensa en una lor. Si la riegas, procuras que le dé la sui- ciente luz y la alimentas un poco, crecerá y lorecerá. Si la descuidas, la mantienes a oscuras, permites que los insectos roigan sus hojas y dejas que se seque, se marchitará y mori- rá, o, en el mejor de los casos, tendrá un aspecto lamentable. Los seres humanos también pueden lorecer como plantas, aunque a diferencia de éstas, nosotros tomamos nuestras propias decisiones: decidimos qué queremos hacer y ser. Aristóteles estaba convencido de que existe una naturale- za humana y de que los seres humanos tienen una fun- ción. Hay un modo de vivir que se adecúa más a nosotros. Lo que nos diferencia de otros animales y de todo lo demás es que podemos pensar y razonar sobre lo que debemos ha- cer. De acuerdo con esto, concluyó que la mejor vida para un ser humano es aquélla que utiliza los poderes de la razón. Sorprendentemente, Aristóteles creía que las cosas que desconoces –e incluso acontecimientos posteriores a tu muerte– pueden contribuir a tu eudaimonia. Esto puede pa- recer extraño. Suponiendo que no hay vida después de la muerte, ¿cómo puede afectar a tu felicidad aquello que suce- de cuando ya no estás presente? Bueno, imagina que eres padre y que, en parte, tu felicidad reside en las esperanzas depositadas en el futuro de tu hijo. Si, por desgracia, este hijo cae gravemente enfermo después de tu muerte, tu eudai- monia se verá afectada por ello. Según Aristóteles, tu vida habrá empeorado, a pesar incluso de no estar presente. Esto ejempliica a la perfección su idea de que la felicidad no de- pende únicamente de cómo te sientes. Desde este punto de vista, la felicidad está relacionada con lo que logras en la vida; y esto puede verse afectado por lo que les suceda a quie- nes te importan. Acontecimientos fuera de tu control y co- nocimiento pueden inluir. Que seas feliz o no dependerá en parte de la buena suerte. La pregunta central es: «¿qué podemos hacer para incre- mentar nuestra posibilidad de eudaimonia?». La respuesta La verdadera felicidad 19 de Aristóteles es: «desarrollar el carácter adecuado». Has de sentir las emociones adecuadas en el momento justo y éstas te conducirán a un buen comportamiento. En parte, esto dependerá de cómo has sido educado, pues el mejor modo de desarrollar buenos hábitos es practicarlos desde tempra- na edad. Así pues, la suerte también interviene. Los buenos patrones de conducta son virtudes; los malos son vicios. Piensa en la virtud de la valentía en tiempos de guerra. Puede que un soldado tenga que arriesgar su vida para salvar a unos civiles del ataque de un ejército. A una persona teme- raria no le preocuparía su propia seguridad y no vacilaría en involucrarse en una situación peligrosa, aunque no necesitase hacerlo. Sin embargo, eso no es valentía, sólo imprudencia a la hora de afrontar los riesgos. En el otro extremo, un soldado cobarde no podría vencer su miedo para actuar de un modo adecuado y se quedaría paralizado de terror cuando más se le necesitara. En esta situación, sin embargo, una persona ver- daderamente valiente o audaz sentiría miedo, pero sería ca- paz de sobreponerse y hacer algo. Aristóteles creía que toda virtud se encontraba entre dos extremos. Aquí la valentía está a medio camino entre la temeridad y la cobardía. Esto se sue- le conocer como la doctrina aristotélica de la Aurea Me- diocritas. El interés del planteamiento ético de Aristóteles no es únicamente histórico. Muchos ilósofos modernos piensan que estaba en lo cierto acerca de la importancia de desarro- llar las virtudes, y que su opinión sobre la felicidad era acer- tada e inspiradora. En vez de procurar incrementar nuestro placer en la vida, dicen, deberíamos intentar ser mejores per- sonas y hacer lo correcto. Esto es lo que hace que la vida vaya bien. Según esto, parecería que Aristóteles sólo estaba intere- sado en el desarrollo individual. No es así. Los seres huma- nos son seres políticos, aseguraba. Necesitamos ser capaces de vivir con otras personas y necesitamos un sistema de jus- ticia para controlar el lado oscuro de nuestra naturaleza. La eudaimonia sólo se puede conseguir en sociedad. Vivimos 20 Una pequeña historia de la filosofía juntos, y hemos de encontrar la felicidad interactuando con aquéllos que nos rodean en un estado político ordenado. La brillantez de Aristóteles tuvo un desafortunado efecto secundario. Era tan inteligente, y sus estudios tan concien- zudos, que muchos de los que leyeron su obra pensaron que tenía razón en todo. Esto fue nocivo para el progreso, y no- civo para la tradición ilosóica que Sócrates había iniciado. Durante cientos de años, la mayoría de los eruditos acepta- ron sus opiniones sobre el mundo como una verdad incues- tionable. Les bastaba con poder demostrar que Aristóteles había dicho algo. Esto es lo que a veces se llama «argumento de autoridad», y consiste en creer que algo ha de ser cierto porque una «autoridad» importante así lo ha dicho. ¿Qué crees que sucedería si dejaras caer desde un lugar alto un trozo de madera y otro de un metal pesado del mis- mo peso? ¿Cuál llegaría antes al suelo? Aristóteles pensaba que el objeto hecho del material más pesado, el de metal, caería más rápido. Sin embargo, no es así. Caen a la misma velocidad. Como Aristóteles había declarado que era cierto, durante el periodo medieval prácticamente todo el mundo creía que así debía ser. No se necesitaban más pruebas. En el siglo xvi, Galileo Galilei dejó caer una bola de madera y una bala de cañón desde la torre inclinada de Pisa para compro- barlo. Ambas llegaron al suelo al mismo tiempo. Aristóteles estaba equivocado. Pero habría sido muy fácil demostrarlo mucho antes. Coniar en la autoridad de otro era algo completamente contrario al espíritu de la investigación de Aristóteles. Tam- bién va en contra del espíritu de la ilosofía. Una autoridad no demuestra nada por sí misma. Los métodos de Aristóteles eran la investigación, el estudio y el razonamiento. La iloso- fía crece con el debate, con la posibilidad de estar equivocado, con los puntos de vista contrapuestos, y la exploración de al- ternativas. Afortunadamente, en casi todas las épocas ha habido ilósofos dispuestos a poner en tela de juicio lo que otras personas opinaban. Un ilósofo que intentó pensar críti- camente sobre absolutamente todo fue el escéptico Pirrón. capítulo 3 No sabemos nada Pirrón Nadie sabe nada, y ni siquiera eso es seguro. No deberías coniar en lo que crees cierto. Podrías estar equivocado. Todo puede ser cuestionado, todo puesto en duda. La mejor opción, pues, es mantener una mente abierta. No te fíes de nada y no sufrirás ningún desengaño. Ésta fue la principal enseñanza del escepticismo, una ilosofía que fue popular durante varios cientos de años en la Antigua Grecia y luego en Roma. A diferencia de Platón y Aristóteles, los escépticos más extremos evitaban sostener opiniones irmes sobre nada. El griego Pirrón (365-270 a. C.) fue el escéptico más famoso y probablemente el más extremo de todos los tiem- pos. Su vida fue realmente extraña. Puede que creas saber muchas cosas. Sabes, por ejemplo, que ahora mismo estás leyendo esto. Los escépticos, sin em- bargo, lo pondrían en duda. Piensa en por qué crees que es- 22 Una pequeña historia de la filosofía tás realmente leyendo esto y no sólo imaginando que lo ha- ces. ¿Puedes estar seguro de ello? Parece que estás leyendo; o al menos eso es lo que crees. Sin embargo, puede que estés alucinando o soñando (ésta es una idea que René Descartes desarrollaría unos ochocientos años más tarde: ver el capí- tulo 11). La insistencia de Sócrates en que lo único que sabía era lo poco que sabía también era una posición escéptica. Pero Pirrón la llevó mucho más lejos. Seguramente un poco demasiado lejos. Si hemos de creer los testimonios sobre su vida (aunque quizá también deberíamos mostrarnos escépticos respecto a ellos), Pirrón forjó su carrera sobre la base de no dar nada por sentado. Al igual que Sócrates, no dejó nada escrito. Lo que sabemos de él, pues, procede de lo que otros escribie- ron, en su mayor parte siglos después de su muerte. Uno de ellos, Diógenes Laercio, nos cuenta que Pirrón se convirtió en una celebridad y fue ordenado sumo sacerdote de Elis, ciudad en la que vivía, y que en su honor los ilósofos no te- nían que pagar impuestos. No tenemos manera de compro- bar la veracidad de esto, aunque parece una buena idea. Por lo que sabemos, Pirrón vivió su escepticismo de un modo realmente extraordinario. El tiempo que pasó sobre la Tierra habría sido muy breve si no hubiera tenido amigos que le protegieran. Todo escéptico extremo necesita el apoyo de gente menos escéptica –o muy buena suerte– para sobrevivir. Esto es lo que pensaba él de la vida: no podemos iarnos de nuestros sentidos. A veces nos engañan. Es fácil equivo- carse sobre lo que uno ve en la oscuridad, por ejemplo. Lo que parece un zorro puede que sólo sea un gato. O puedes pensar que alguien te ha llamado, pero en realidad sólo se trataba del viento. Como a menudo nuestros sentidos nos inducen a error, Pirrón decidió no iarse nunca de ellos. No descartaba totalmente la posibilidad de que la información que le ofrecían fuera correcta, pero mantenía la mente abier- ta al respecto. Así, mientras que la mayoría de la gente que se encontra- ra ante un acantilado cortado en vertical consideraría una No sabemos nada 23 estupidez dar un paso adelante, Pirrón no. Como creía que sus sentidos le podían estar engañando, no se iaba de ellos. Ni el tacto del borde del acantilado en los dedos de sus pies, ni la sensación de inclinarse hacia delante, le habrían con- vencido de que estaba a punto de caer. Ni siquiera estaba convencido de que caer pudiera ser perjudicial para su sa- lud. ¿Cómo podía estar seguro de ello? Sus amigos, que pre- sumiblemente no eran todos escépticos, impidieron que tu- viera accidentes, pero si no lo hubieran hecho, Pirrón habría tenido problemas en más de una ocasión. ¿Por qué tener miedo de los perros salvajes si no puedes estar seguro de que te quieran hacer daño? Que ladren, mues- tren los dientes y corran hacia ti no quiere decir que te vayan a morder. Y si lo hacen, eso no signiica necesariamente que te vaya a doler. ¿Por qué preocuparse del tráico cuando cru- zas una carretera? Esos carros no tienen por qué atropellarte. ¿Quién puede saberlo? ¿Y qué importa en realidad si estás vivo o muerto? De algún modo, Pirrón se las arregló para poner en práctica esta ilosofía de indiferencia total y con- quistar todas las emociones humanas y patrones de compor- tamiento habituales y naturales. Al menos ésa es la leyenda. Probablemente, algunas de estas historias sobre él se las inventaron para burlarse de su ilosofía. Pero es improbable que todas sean icticias. Por ejemplo, es famosa la ocasión en la que se mantuvo comple- tamente sereno mientras navegaba bajo una de las peores tormentas jamás presenciadas por nadie. El viento había destrozado las velas y enormes olas azotaban el barco. Todo el mundo estaba aterrorizado. Pirrón, en cambio, ni se in- mutó. Puesto que las apariencias son a menudo engañosas, no podía estar del todo seguro de que fuera a pasarle nada malo. Consiguió permanecer tranquilo mientras los marine- ros más experimentados se dejaban llevar por el pánico. De- mostró así que es posible matenerse indiferente incluso en unas condiciones como ésas. Esta historia parece verosímil. De joven, Pirrón visitó la India. Puede que esto inspirara su inusual estilo de vida. La India tiene una gran tradición 24 Una pequeña historia de la filosofía de maestros espirituales o gurús que se someten a sí mismos a penurias físicas extremas y casi increíbles: gente que es enterrada en vida, que se cuelga pesos de partes sensibles del cuerpo, o que se pasa semanas sin comer en busca de la paz interior. El planteamiento ilosóico de Pirrón se acerca al de un místico. Fueran cuales fueran las técnicas que utilizara para conseguir sus objetivos, lo cierto es que practicaba aque- llo que predicaba. Su imperturbabilidad causaba una gran impresión en quienes le rodeaban. La razón por la que no se ponía nervioso por nada era que, en su opinión, absoluta- mente todo era cuestión de opinión. Si no hay posibilidad de descubrir la verdad, no hay necesidad de inquietarse. Pode- mos distanciarnos entonces de toda creencia irme, pues una creencia irme siempre implica engaño. Si hubieras conocido a Pirrón, probablemente habrías pensado que estaba loco. Y puede que en cierto modo lo estu- viera. Pero sus opinones y su comportamiento eran conse- cuentes. Él habría pensado de ti que tus certezas son simple- mente poco razonables y que se interponen en tu camino hacia la paz interior. Que das por sentadas demasiadas co- sas. Es como si hubieras construido una casa sobre la arena. Los cimientos de tu pensamiento no son tan irmes como te gusta creer y es improbable que te hagan feliz. Pirrón resumió su ilosofía en tres preguntas que todo aquél que quiera ser feliz debería contestar: ¿Cómo son realmente las cosas? ¿Qué actitud debemos adoptar ante ellas? ¿Qué le sucedería a alguien que no adoptara esa actitud? Sus respuestas fueron simples y concisas. En primer lugar, no podemos saber cómo es realmente el mundo; es algo que está más allá de nuestras posibilidades. Nadie conocerá nun- ca la naturaleza última de la realidad. Los seres humanos sim- plemente no pueden acceder a ese conocimiento. Así que olví- date de ello. Esta opinión se opone completamente a la Teoría de las Formas de Platón y a la posibilidad de que los ilósofos No sabemos nada 25 puedan obtener conocimiento de ellas a través del pensamien- to abstracto (ver el capítulo 1). En segundo lugar, y como re- sultado de ello, no deberíamos comprometernos con ningún punto de vista. Puesto que no podemos estar seguros de nada, deberíamos suspender todo juicio y vivir nuestras vidas libre- mente. Todo deseo que sientes sugiere que una cosa te parece mejor que otra. Cuando no consigues aquello que quieres, nace la infelicidad. Sin embargo, en realidad no puedes saber qué es mejor. Así pues, creía Pirrón, para ser feliz primero te has de liberar de los deseos y despreocuparte por cómo salen las cosas. Ésta es la mejor forma de vivir. Reconocer que na- da importa. Así nada afectará tu estado anímico, que será de completa tranquilidad. En tercer lugar, si sigues estas en- señanzas esto es lo que sucederá: al principio enmudecerás, presumiblemente porque no sabrás qué decir acerca de nada. Finalmente, te liberarás de toda preocupación. Eso es lo me- jor que cualquiera puede esperar de la vida. Es casi como una experiencia religiosa. Ésta es la teoría. Pareció funcionar para Pirrón, aunque cuesta imaginar que pueda tener los mismos resultados para la mayoría de la humanidad. Pocos podemos desenvolver- nos con la indiferencia que él recomendaba. Y no todo el mundo tiene la suerte de contar con un equipo de amigos que le salve de sus mayores equivocaciones. De hecho, si todo el mundo siguiera su consejo, no quedaría nadie para proteger a los escépticos pirrónicos de sí mismos y toda la escuela de ilosofía moriría rápidamente tras despeñarse por acantilados, ser atropellados por vehículos en marcha o su- frir el ataque de perros salvajes. El punto débil del planteamiento ilosóico de Pirrón es que, partiendo de la idea de que «no puedes saber nada», concluyó que «debes ignorar tus instintos y sentimientos acerca de lo que es peligroso». Sin embargo, nuestros instin- tos nos salvan de muchos peligros posibles. Puede que no sean del todo iables, pero esto no quiere decir que simple- mente debamos ignorarlos. Supuestamente, incluso Pirrón se apartó cuando un perro intentó morderle: por mucho que 26 Una pequeña historia de la filosofía quisiera, no podía dominar por completo sus reacciones au- tomáticas. Así pues, intentar poner en práctica el escepticis- mo pirrónico parece algo perverso. Y tampoco resulta tan obvio que vivir de este modo proporcione esa paz mental que Pirrón aseguraba. Se puede ser escéptico acerca de su escepticismo. Resulta cuestionable que uno vaya realmente a obtener tranquilidad corriendo todos los riesgos que él corrió. Puede que a él le funcionara, pero nada asegura que a ti te vaya a funcionar. Aunque no estés seguro de que un perro feroz te vaya a morder, tiene sentido no correr el ries- go si hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que sí lo haga. No todos los escépticos en la historia de la ilosofía han sido tan extremos como Pirrón. Hay una gran tradición de escepticismo moderado, de cuestionar suposiciones y exa- minar atentamente nuestras creencias sin necesidad de po- nerlo todo en duda. Este tipo de cuestionamiento escéptico se encuentra en el corazón mismo de la ilosofía. Todos los grandes ilósofos lo han ejercido. Es lo opuesto al dogmatis- mo. Alguien dogmático está convencido de conocer la ver- dad. Los ilósofos en cambio desafían los dogmas. Pregun- tan a los demás en qué se basan sus creencias, cuáles son las pruebas que sustentan sus conclusiones. Esto es lo que Só- crates y Aristóteles hicieron y también es lo que hacen los ilósofos hoy en día. Pero no porque quieran mostrarse difí- ciles. La razón del escepticismo ilosóico moderado es acer- carse más a la verdad, o, al menos, revelar lo poco que sabe- mos o podemos saber. Para ejercer este tipo de escepticismo no hace falta arriesgarse a caer por un acantilado. Pero sí estar dispuesto a hacer preguntas incómodas y pensar críti- camente sobre las respuestas que la gente te dé. Aunque Pirrón predicaba la necesidad de liberarse de toda preocupación, la mayoría no lo conseguimos. Una preo- cupación común es el hecho de que todos moriremos. Otro ilósofo griego, Epicuro, hizo algunas inteligentes sugeren- cias sobre cómo podemos aceptar este hecho. capítulo 4 El sendero del jardín Epicuro Imagina tu funeral. ¿Cómo será? ¿Quién asistirá? ¿Qué di- rán? Necesariamente, lo visualizas todo desde tu propia perspectiva. Es como si observaras la escena desde un lugar concreto, quizá desde las alturas, o sentado entre los asisten- tes. Mucha gente cree que hay una verdadera posibilidad de que después de morir dejemos atrás el cuerpo físico y sobre- vivamos como una especie de espíritu y seamos capaces de ver qué sucede en este mundo. En cambio, aquellos que creemos que la muerte es el inal, tenemos un problema. Cada vez que intentamos imaginar que no estamos presen- tes, tenemos que hacerlo imaginando que sí lo estamos, ob- servando lo que sucede en nuestra ausencia. Tanto si puedes imaginar tu propia muerte como si no, parece algo bastante natural sentir cierta inquietud ante la idea de no existir. ¿A quién no le da miedo su propia muer- 28 Una pequeña historia de la filosofía te? Si hay algo que nos puede provocar desazón, es precisa- mente eso. Parece perfectamente razonable preocuparse por la idea de morir aunque haya de suceder dentro de muchos años. Es instintivo. Muy pocas personas vivas no han pensa- do nunca profundamente al respecto. El ilósofo de la Antigua Grecia Epicuro (341–270 a. C.) sostenía que sentir miedo a la muerte es una pérdida de tiempo y que está basado en una lógica pésima. Es un estado mental a superar. Si uno piensa bien en ello, la muerte no debería provocarle inquietud alguna. Una vez superado el miedo, será capaz de disfrutar mucho más de la vida, lo cual para Epicuro era extremadamente importante. El objetivo de la ilosofía, creía él, es mejorar la vida de uno, ayudarnos a encontrar la felicidad. A algunas personas les parece algo morboso pensar demasiado en la muerte, pero para Epicuro era un modo de vivir con mayor intensidad. Epicuro nació en la isla griega de Samos, en el mar Egeo, si bien la mayor parte de su vida la pasó en Atenas, donde se convirtió en algo así como un ídolo y atrajo a un grupo de estudiantes que vivían con él como en una comuna. El grupo incluía mujeres y esclavos (algo poco común en la Atenas antigua). Esto no le hizo precisamente popular, salvo entre sus seguidores, que prácticamente le adoraban. Esta escuela ilosóica la dirigía desde una casa con jardín que pasó a ser conocida como El Jardín. Al igual que muchos otros ilósofos de la Antigüedad (y algunos modernos como Peter Singer: ver el capítulo 40), Epicuro creía que la ilosofía debía ser práctica. Debería cambiarte la vida. Así pues, para quienes se unieron a él en El Jardín, más que simplemente aprender su ilosofía, lo im- portante era ponerla en práctica. Para Epicuro, la clave de la vida era reconocer que todos buscamos el placer. Es más, evitamos el dolor siempre que podemos. Eso es lo que nos empuja a seguir adelante. Elimi- nar el sufrimiento de nuestras vidas e incrementar la felicidad hará que todo vaya mejor. El mejor modo de vivir, pues, es éste: llevar un estilo de vida muy sencillo, ser amable con la El sendero del jardín 29 gente, y rodearse de amigos. De este modo podrás satisfacer la mayoría de tus deseos y no desearás algo que no puedes obtener. De nada sirve sentir la necesidad imperiosa de poseer una mansión si jamás tendrás el dinero necesario para com- prarte una. No te pases toda la vida trabajando para conse- guir algo que probablemente está más allá de tu alcance. Es mejor vivir de un modo sencillo. Si tus deseos son sencillos, serán fáciles de satisfacer y tendrás el tiempo y la energía para disfrutar de las cosas que importan. Ésta era su receta para la felicidad y, ciertamente, tiene mucho sentido. Esta enseñanza era una forma de terapia. La intención de Epicuro era curar el dolor mental de sus alumnos y sugerir cómo hacer más llevadero el dolor físico mediante la reme- moración de placeres pasados. Consideraba que los placeres son disfrutables en el momento, pero que también lo son cuando los recordamos más adelante, de modo que sus be- neicios pueden ser duraderos. De hecho, cuando estaba a las puertas de la muerte, Epicuro le contó a un amigo en una carta que se distraía de la enfermedad recordando sus con- versaciones pasadas. Todo esto es muy distinto al signiicado que la palabra «epicúreo» tiene hoy en día. De hecho, es casi lo opuesto. Un «epicúreo» es alguien que adora la buena comida y que se entrega al lujo y al placer sensual. Los gustos de Epicuro eran mucho más sencillos de lo que esto sugiere. Él predica- ba la necesidad de ser moderado. Sucumbir a la avaricia de los apetitos no haría sino crear más deseos y al inal provo- caría la angustia mental del deseo no satisfecho. Este tipo de vida debe evitarse. La dieta de Epicuro y sus seguidores con- sistía en pan y agua, no en comidas exóticas. Si uno comien- za a tomar vino caro, pronto querrá beber otro vino todavía más caro y inalmente quedará atrapado en la trampa de desear cosas que no puede conseguir. A pesar de ello, sus enemigos aseguraban que en la comuna de El Jardín los epi- cúreos se pasaban la mayor parte del tiempo comiendo, be- biendo y manteniendo relaciones sexuales entre sí en una orgía sin in. Así es como se inició el signiicado moderno de 30 Una pequeña historia de la filosofía «epicúreo». Si los seguidores de Epicuro realmente hubieran hecho todo eso, habría ido en contra de las enseñanzas de su líder. Lo más probable, pues, es que se tratara de un rumor malicioso. Una cosa a la que Epicuro sí dedicó mucho tiempo fue a escribir. Fue muy prolíico. Al parecer escribió más de tres- cientos libros en rollos de papiro, aunque ninguno ha sobre- vivido. Lo que sabemos de él proviene básicamente de los apuntes de sus seguidores. Éstos se aprendían sus libros de memoria, pero también pusieron sus enseñanzas por escrito. Algunos de sus rollos sobrevivieron en fragmentos, preser- vados por la ceniza volcánica que cayó en Herculano, cerca de Pompeya, cuando el monte Vesubio entró en erupción. Otra importante fuente de información acerca de las ense- ñanzas de Epicuro es el largo poema Sobre la naturaleza de las cosas, del poeta y ilósofo romano Lucrecio. Compuesto más de doscientos años después de la muerte de Epicuro, este poema resume las enseñanzas clave de su escuela. Así pues, volviendo a la pregunta que Epicuro hacía, ¿por qué no deberías temerle a la muerte? Una razón es que no la experimentarás. Tu muerte no será algo que te pase a ti. Cuando suceda tú ya no estarás ahí. El ilósofo del siglo xx Ludwig Wittgenstein se hizo eco de esta idea cuando en su Tractatus Logico-Philosophicus escribió: «La muerte no es un acontecimiento de la vida». Lo que está diciendo con esto es que los acontecimientos son cosas que experimentamos; la muerte, sin embargo, es precisamente la supresión de esa po- sibilidad de experimentar, no algo de lo que seamos conscien- tes y a lo que, de algún modo, podamos sobrevivir. Cuando imaginamos nuestra propia muerte, sugirió Epi- curo, la mayoría de nosotros cometemos el error de pensar que una parte de nosotros todavía sentirá lo que le sucede a nuestro cuerpo muerto. Pero esto no deja de ser un malen- tendido acerca de lo que realmente somos. Estamos encade- nados a nuestros cuerpos, a nuestra carne y a nuestros hue- sos. Epicuro creía que estamos compuestos de átomos (aunque lo que él quería decir con este término se aleja un El sendero del jardín 31 poco de lo que los cientíicos modernos designan con él). Una vez que estos átomos se disgregan con la muerte, deja- mos de ser individuos con conciencia. Incluso si alguien pu- diera volver a unir cuidadosamente todos los trozos más adelante y devolviera a la vida este cuerpo reconstruido, ya no tendría nada que ver conmigo. El nuevo cuerpo viviente no sería como yo, a pesar de tener mi apariencia. No sentiría sus dolores, porque una vez que el cuerpo deja de funcionar nada puede devolverlo a la vida. La cadena de la identidad habría quedado rota. Otra forma en que Epicuro creía que podía curar a sus seguidores del miedo a la muerte era señalando la diferencia entre lo que sentimos respecto al futuro y lo que sentimos respecto al pasado. Nos preocupamos por uno pero no por el otro. Piensa en el tiempo anterior a tu nacimiento. Hubo un tiempo en el que no existías. No sólo las semanas en las que estabas en el útero de tu madre y habrías podido nacer prematuramente, ni el momento previo a tu concepción en el que no eras más que una posibilidad para tus padres, sino los billones de años anteriores a tu existencia. No solemos preocuparnos por todos esos milenios previos a nuestro na- cimiento. ¿Por qué debería nadie preocuparse por todo ese tiempo en que todavía no existía? Y, si no lo hacemos, ¿por qué deberíamos preocuparnos acerca de todos los eones de inexistencia posteriores a nuestro fallecimiento? Nuestro pensamiento es asimétrico. Estamos predispuestos a preocu- parnos más por el tiempo posterior a nuestra muerte que por el anterior a nuestro nacimiento. Epicuro creía que esto era una equivocación. Una vez lo has comprendido, debe- rías comenzar a pensar en el tiempo posterior al fallecimien- to del mismo modo que lo haces respecto al anterior al naci- miento. Así dejará de ser una gran preocupación. A algunas personas les preocupa mucho que puedan ter- minar castigándolas en una vida posterior a la muerte. Epi- curo también desechó esta preocupación. Los dioses no es- tán interesados en su creación, les dijo con convicción a sus seguidores. Existen en otro plano, y no se implican en los 32 Una pequeña historia de la filosofía asuntos de nuestro mundo. Así que no pasa nada. Ésta es la cura: la combinación de estos dos argumentos. Si ha funcio- nado, ahora deberías sentirte mucho más tranquilo sobre tu futura inexistencia. Epicuro resumió toda su ilosofía en su epitaio: «No era, he sido, no soy, no me importa.» Si crees que somos meros seres físicos, compuestos de materia, y que no existe peligro de que nos castiguen des- pués de la muerte, puede que el razonamiento de Epicuro te convenza de por qué no hay que temer a la muerte. Es posi- ble que aun así todavía te preocupe el proceso de morir, algo con frecuencia doloroso y que sin duda sí experimentamos. Esto es cierto aunque no sea razonable inquietarse ante la propia muerte. Recuerda, sin embargo, que Epicuro creía que los buenos recuerdos pueden mitigar el dolor, de mo- do que también tenía una respuesta para eso. Si, por el con- trario, crees que eres un alma dentro de un cuerpo, y que esta alma puede sobrevivir a una muerte corporal, es proba- ble que la cura de Epicuro no te sirva: serás capaz de imagi- nar una existencia incluso después de que tu corazón haya dejado de latir. Los epicúreos no eran los únicos que consideraban la i- losofía una especie de terapia: la mayoría de los ilósofos griegos y romanos lo hacían. Los estoicos, en particular, son famosos por sus lecciones sobre cómo ser psicológicamente fuerte ante acontecimientos desafortunados. capítulo 5 Aprendiendo a despreocuparse Epícteto, Cicerón, Séneca Es mala suerte que comience a llover justo cuando estás a punto de salir de casa. Pero si has de salir, aparte de ponerte un impermeable, coger un paraguas o cancelar tu cita, no hay mucho que puedas hacer al respecto. Por mucho que quieras, no puedes detener la lluvia. ¿Deberías molestarte por ello? ¿O simplemente tomártelo con ilosofía? «Tomár- selo con ilosofía» signiica aceptar lo que no puedes cam- biar. ¿Y qué hay del inevitable proceso de envejecimiento y la brevedad de la vida? ¿Cómo deberías sentirte respecto a esta condición del ser humano? ¿Igual? Cuando la gente dice que se toma con «ilosofía» lo que le sucede, está utilizando la palabra del mismo modo que lo habría hecho un estoico. El término «estoico» proviene de la Stóa poikilé, que era un pórtico pintado en Atenas en el que estos ilósofos se solían encontrar. Uno de los primeros fue 34 Una pequeña historia de la filosofía Zenón de Citio (334–262 a. C.). Los primeros estoicos grie- gos tenían opiniones sobre una amplia gama de problemas ilosóicos relativos a la realidad, la lógica y la ética. Pero se los conocía sobre todo por sus ideas sobre el control mental. Su idea básica es que sólo deberíamos preocuparnos por las cosas que podemos cambiar. No deberíamos inquietarnos por nada más. Al igual que los escépticos, su objetivo era alcanzar la serenidad mental. Incluso ante hechos trágicos, como la muerte de un ser querido, el estoico debía permane- cer impasible. Aunque aquello que suceda no esté bajo nues- tro control, nuestra actitud ante ello sí que lo está. En el corazón mismo del estoicismo se encuentra la idea de que somos responsables de lo que sentimos y pensamos. Podemos elegir cómo reaccionamos ante la buena y la mala suerte. Para algunas personas, las emociones son como el tiempo. Los estoicos, en cambio, consideran que lo que sen- timos en una determinada situación o acontecimiento es de- cisión nuestra. Las emociones no nos suceden. No tene- mos por qué sentirnos tristes cuando no conseguimos lo que queremos; tampoco por qué enfadarnos cuando alguien nos engaña. Creían que las emociones nublan el pensamiento y perjudican el juicio. No sólo deberíamos controlarlas, sino también, en la medida de lo posible, prescindir de ellas. Originariamente, Epícteto (55–135 d. C.), uno de los es- toicos más conocidos, era esclavo. Pasó por muchas penu- rias y sabía lo que era el dolor y el hambre (incluso cojeaba por culpa de una paliza). Cuando declaró que la mente po- día permanecer libre incluso cuando el cuerpo está siendo esclavizado, partía de su propia experiencia. No era una mera teoría abstracta. Sus enseñanzas incluían consejos prácticos sobre cómo soportar el dolor y el sufrimiento. Se reducían a lo siguiente: «Nuestros pensamientos dependen de nosotros». Esta ilosofía inspiró al piloto de combate norteamericano James B. Stockdale, que fue derribado en Vietnam del Norte durante la guerra de Vietnam. Stockdale fue torturado muchas veces y coninado en una celda inco- municada durante cuatro años. Consiguió sobrevivir apli- Aprendiendo a despreocuparse 35 cando lo que recordaba de las enseñanzas de Epícteto de un curso al que había asistido en la universidad. Mientras des- cendía con su paracaídas sobre territorio enemigo, decidió que, por duro que fuera el trato que recibiera, se mantendría imperturbable. Si no podía cambiar la situación, no deja- ría que le afectara. El estoicismo le proporcionó la fuerza para superar un dolor y una soledad que habrían destrozado a la mayoría de las personas. Esta dura ilosofía comenzó en la Antigua Grecia, pero loreció durante el Imperio Romano. Dos importantes escri- tores que ayudaron a divulgar las enseñanzas estoicas fue- ron Marco Tulio Cicerón (106–43 a. C.) y Lucio Anneo Sé- neca (1 a. C.–65 d. C.). La brevedad de la vida y el inevitable envejecimiento eran algunos de los temas que les interesa- ban en particular. Admitían que envejecer es un proceso na- tural, y no intentaban cambiar lo que no se puede cambiar. Al mismo tiempo, sin embargo, creían que había que apro- vechar al máximo nuestro breve tiempo aquí. A Cicerón los días parecían cundirle más que a la mayo- ría: además de ilósofo era abogado y político. En su libro Sobre la vejez identiica los cuatro problemas principales del envejecimiento: cuesta más trabajar, el cuerpo se debilita, el goce de los placeres físicos disminuye y la muerte está cada vez más cerca. El envejecimiento es inevitable pero, tal y como Cicerón sostenía, podemos elegir cómo reaccionamos ante este proceso. Deberíamos admitir que el declive de la vejez no tiene por qué hacer la vida insoportable. En primer lugar, gracias a su experiencia, la efectividad de los ancianos puede ser a menudo mayor y el esfuerzo que necesitan hacer, menor. El cuerpo y la mente no tienen por qué deteriorarse drásticamente si se ejercitan. Y aunque los placeres físicos se disfruten menos, los ancianos pueden dedicarle más tiempo a la amistad y la conversación, cosas en sí mismas muy gra- tiicantes. Finalmente, creía que el alma vivía para siempre, de modo que los ancianos no debían preocuparse por la muerte. La actitud de Cicerón era que deberíamos aceptar el proceso natural del envejecimiento y admitir que la actitud 36 Una pequeña historia de la filosofía que adoptamos respecto a este proceso no tiene por qué ser pesimista. Séneca, otro gran divulgador de las ideas de los estoicos, manifestó una opinión similar cuando escribió acerca de la brevedad de la vida. No se suele oír a nadie quejarse de que la vida es demasiado larga. La mayoría dice que es muy cor- ta. Hay muchas cosas que hacer y muy poco tiempo para hacerlas. En palabras del griego de la Antigüedad Hipócrates: «La vida es corta; el arte, duradero». Los ancianos que ven acercarse la muerte a menudo desearían contar con unos po- cos años más para llevar a cabo lo que realmente querían hacer en la vida. Pero suele ser demasiado tarde y terminan lamentándose por lo que podrían haber sido. En este senti- do la naturaleza es cruel. Justo cuando empezamos a enten- der de qué va la cosa, nos morimos. Séneca no estaba de acuerdo con este punto de vista. Po- lifacético como Cicerón, además de ilósofo, encontró tiem- po para ser autor teatral, político y un exitoso hombre de negocios. Para él, el problema no es lo corta que es nuestra vida, sino lo mal que la mayoría empleamos el tiempo del que disponemos. Una vez más, era nuestra actitud respecto a los aspectos inevitables de la condición humana lo que más le importaba. No deberíamos enojarnos porque la vida sea corta, sino intentar aprovecharla al máximo. Señaló que algunas personas desaprovecharían mil años con la misma facilidad que la vida que tienen. E incluso entonces, proba- blemente todavía se quejarían de que la vida es demasiado corta. En realidad, la vida suele ser suicientemente larga para hacer muchas cosas si tomamos las decisiones correc- tas y no la malgastamos en tareas inútiles. Algunos van de- trás del dinero con tal energía que no tienen tiempo para hacer mucho más; otros caen en la trampa de dedicar todo su tiempo libre a la bebida y el sexo. Séneca creía que si uno espera a la vejez para descubrir esto, será demasiado tarde. Tener el pelo blanco y arrugas no garantiza que un anciano se haya pasado mucho tiempo haciendo cosas que valgan la pena, aunque algunas perso- Aprendiendo a despreocuparse 37 nas actúan erróneamente como si así fuera. Alguien que se hace a la mar y es empujado de un lado a otro por vientos tempestuosos no ha viajado. Sólo ha sido zarandeado. Lo mismo sucede con la vida. Estar fuera de control, pasar de un acontecimiento a otro sin encontrar tiempo para las ex- periencias más valiosas y signiicativas, no tiene nada que ver con vivir de verdad. La parte positiva de vivir bien la vida es que no tienes que preocuparte de tus recuerdos cuando seas mayor. Si pierdes el tiempo, no querrás echar la vista atrás y pensar en cómo has pasado la vida, pues probablemente te resultará dema- siado doloroso darte cuenta de todas las oportunidades que has desperdiciado. Por eso creía Séneca que hay tanta gente preocupada por trivialidades; es un modo de evitar la ver- dad sobre lo que no han conseguido hacer. Él urge a sus lectores a alejarse de la multitud y a no esconderse de sí mis- mos bajo el pretexto de estar demasiado ocupados. Así pues, ¿cómo creía Séneca que deberíamos emplear nuestro tiempo? El ideal estoico es vivir como un recluso, alejado del mundo. El modo más fructífero de vivir, declaró –con perspicacia–, es estudiar ilosofía. Ésta es una forma de estar verdaderamente vivo. Séneca tuvo muchas oportunidades de practicar lo que predicaba. En el año 41, por ejemplo, fue acusado de tener una aventura con la hermana del emperador Calígula. No está claro si efectivamente la tuvo o no, pero el resultado fue que lo exiliaron y pasó en Córcega los siguientes ocho años. Luego su suerte volvió a cambiar y lo llamaron de Roma para que ejerciera de tutor del niño de 12 años que se con- vertiría en el siguiente emperador: Nerón. Más adelante, Séneca sería su asesor político y le escribiría los discursos. Esta relación, sin embargo, terminó muy mal: otro giro de la suerte. Nerón acusó a Séneca de formar parte de un complot para asesinarle. Esta vez, Séneca no tenía escapatoria. Ne- rón le ordenó que se suicidara. Negarse a ello estaba fuera de toda discusión y de todos modos habría conducido a la ejecución. Resistirse habría sido inútil. Finalmente, Séneca 38 Una pequeña historia de la filosofía se quitó la vida y, iel a su estoicismo, se mostró sereno y tranquilo hasta el inal. Una forma de ver las principales enseñanzas de los estoi- cos es como si fueran una especie de psicoterapia; una serie de técnicas psicológicas que harán nuestra vida más tranqui- la. Líbrate de esas problemáticas emociones que nublan tu pensamiento y todo te resultará más sencillo. Lamentable- mente, aunque consigas calmar tus emociones, puede que descubras que has perdido algo importante. El estado de indiferencia por el que abogaban los estoicos puede que re- duzca la infelicidad ante los hechos que no podemos contro- lar. Pero a costa de volvernos fríos, despiadados y quizá in- cluso menos humanos. Si ése es el precio de conseguir la calma, puede que sea demasiado alto. Si bien estuvo inluenciado por la ilosofía de la Antigua Grecia, Agustín, un cristiano cuyas ideas veremos a conti- nuación, no tenía nada de estoico. Era un hombre de pasio- nes fuertes, profundamente preocupado por la maldad que veía en el mundo y que deseaba desesperadamente com- prender a Dios y sus planes para la humanidad. capítulo 6 ¿Quién maneja nuestros hilos? Agustín Agustín (354–430) estaba desesperado por conocer la ver- dad. Como cristiano, creía en Dios. Pero su fe le dejaba con muchas preguntas sin respuesta. ¿Qué quería Dios que hi- ciera? ¿Cómo debería vivir? ¿Qué debía creer? Se pasó la mayor parte de su vida adulta escribiendo sobre estas cues- tiones. Había mucho en juego. Para aquéllos que creen en la posibilidad de pasar la eternidad en el inierno, cometer un error ilosóico puede tener terribles consecuencias. Agustín creía que terminaría ardiendo en azufre para toda la eterni- dad si se equivocaba. Un problema que le atormentaba era por qué Dios permitía la maldad en el mundo. La respuesta que dio es popular aún hoy entre muchos creyentes. En la época medieval, aproximadamente del siglo v al xv, la ilosofía y la religión estaban estrechamente unidas. Los i- lósofos de la Antigua Grecia como Platón y Aristóteles inlu- 40 Una pequeña historia de la filosofía yeron sobre los ilósofos medievales, pero éstos adaptaron sus ideas, aplicándolas a sus propias religiones. Muchos de estos ilósofos eran cristianos, pero también hubo importantes iló- sofos judíos y árabes como Maimónides o Avicena. Agustín, que más adelante sería santiicado, destaca como uno de los mejores. Agustín nació en Tagaste, en el norte de África, en lo que ahora es Argelia pero que entonces todavía formaba parte del Imperio Romano. Su verdadero nombre era Aurelius Augustinus, aunque ahora casi siempre se le conoce como san Agustín o Agustín de Hipona (por la ciudad en la que viviría más adelante). La madre de Agustín era cristiana; su padre, en cambio, seguía una religión local. Tras una juventud y primeros años de adulto salvajes en las cuales tuvo un hijo con una amante, Agustín se convirtió al cristianismo al llegar a la treintena y llegó a ser obispo de Hipona. Es bien conocida la ocasión en que le pidió a Dios que le impidiera seguir sintiendo deseos sexuales, «pero todavía no», pues estaba disfrutando mu- cho de los placeres mundanos. Más adelante escribió muchos libros, entre ellos sus Confesiones, La ciudad de Dios y casi cien más, todos fuertemente inluenciados por la sabiduría de Platón, pero dándole un toque cristiano. La mayoría de los cristianos creen que Dios tiene poderes especiales: él o ella representa el bien supremo, lo sabe todo y puede hacerlo todo. Todo esto forma parte de la deini- ción de «Dios». No sería Dios si no tuviera estas cualidades. En muchas otras religiones, se le describe de un modo simi- lar, pero Agustín sólo estaba interesado en una perspectiva cristiana. Aun así, todo aquél que crea en este Dios no tiene más remedio que admitir que hay mucho sufrimiento en el mun- do. Eso sería muy difícil de negar. En parte se debe a males naturales como terremotos o enfermedades. Pero también al mal moral: el que causan los seres humanos. El asesinato y la tortura son dos ejemplos claros de mal moral. Mucho antes de que Agustín escribiera sus libros, el ilósofo griego ¿Quién maneja nuestros hilos? 41 Epicuro (ver el capítulo 4) había admitido que esto suponía un problema. ¿Cómo podía un Dios bueno y todopoderoso permitir el mal? Si no puede impedirlo, es que en realidad no es todopoderoso. Su poder tiene límites. O, si es todopode- roso y no detiene el mal, ¿cómo puede ser realmente bueno? No parece tener sentido. Y es algo que hoy en día todavía desconcierta a mucha gente. Agustín se centró en el mal mo- ral. Era consciente de que la idea de un Dios bueno que sabe que este tipo de mal sucede y no hace nada para impedirlo es difícil de comprender. No estaba satisfecho con la idea de que los caminos del Señor son inescrutables y están más allá de la comprensión humana. Agustín quería respuestas. Imaginemos a un asesino que está a punto de matar a su víctima. Se encuentra sobre ella con un cuchillo ailado. Un acto veraderamente maligno está a punto de tener lugar. Y sabemos que Dios es suicientemente poderoso para impedir- lo. Sólo haría falta una pequeña alteración en las neuronas del cerebro del asesino. O podría hacer que los cuchillos se vol- vieran blandos y de goma cada vez que alguien intentara uti- lizarlos como arma mortal. De este modo rebotarían y nadie saldría herido. Dios debe saber que el asesinato está a punto de tener lugar puesto que lo sabe todo. Nada se le escapa. Y no debe querer que un acto maligno tenga lugar, pues en eso consiste ser sumamente bueno. Y, sin embargo, el asesino mata a su víctima de todos modos. Los cuchillos de acero no se vuelven de goma. No hay relámpagos ni truenos, al asesi- no no se le cae milagrosamente el arma al suelo. Ni tampoco cambia de parecer en el último minuto. ¿Qué sucede enton- ces? Éste es el clásico Problema del Mal, el problema de expli- car por qué Dios permite que pasen cosas así. Es de suponer que, si todo proviene de Dios, el mal también debe provenir de él. En cierto modo, debe querer que suceda. De joven, Agustín había encontrado un medio de evitar creer que Dios permitía el mal. Era maniqueo. El maniqueís- mo era una religión procedente de Persia (hoy en día Irán). Los maniqueos no creían que Dios tuviera un poder supre- mo. Para ellos, en cambio, en el mundo tenía lugar una lu- 42 Una pequeña historia de la filosofía cha interminable entre dos fuerzas iguales: el bien y el mal. Desde su punto de vista, Dios y Satán estaban inmersos en una batalla por el control del mundo. Ambos eran inmensa- mente fuertes, pero ninguno lo suiciente para derrotar al otro. En lugares concretos y en momentos concretos, el mal se imponía a su rival. Pero nunca durante demasiado tiempo. El bien regresaba y vencía al mal una vez más. Esto explica- ría por qué suceden cosas tan terribles. El mal proviene de fuerzas oscuras y el bien de las fuerzas de la luz. Los maniqueos creían que, en las personas, el bien pro- viene del alma y el mal del cuerpo, con todas sus debilida- des, sus deseos y su tendencia a descarriarse. Esto explicaría por qué a veces la gente comete maldades. La cuestión del mal no suponía un auténtico problema para los maniqueos, ya que no aceptaban la idea de que Dios fuera suiciente- mente poderoso para controlar todos los aspectos de la rea- lidad. Si Dios no tenía poder sobre todas las cosas, no podía ser responsable de la existencia del mal, ni podía nadie cul- parle por no impedirlo. Los maniqueos explicaban las accio- nes de un asesino culpando a los poderes de la oscuridad. En un individuo podían ser tan fuertes que las fuerzas de la luz no pudieran derrotarlos. Más adelante, Agustín rechazaría el planteamiento mani- queo. No entendía por qué la lucha entre el bien y el mal te- nía que ser interminable. ¿Por qué no vencía Dios la batalla? ¿No eran las fuerzas del bien más fuertes que las del mal? Aun- que los cristianos aceptaran la existencia de éstas, no podía ser que fuesen tan poderosas como Dios. Por otro lado, si Dios era verdaderamente todopoderoso, tal y como creía Agustín, seguía existiendo el problema del mal. ¿Por qué lo permitía? ¿Por qué había tanto? No existe una explicación sencilla. Agustín le dio muchas vueltas a estos problemas. Finalmente, basó su principal solución en la existencia del libre albedrío: la capacidad humana de escoger qué hacer a continuación; es lo que a menudo se conoce como la Defensa del Libre Albedrío. Y esto es teodicea: el intento de explicar y defender que un Dios bueno permita el sufrimiento. ¿Quién maneja nuestros hilos? 43 Dios nos ha dado libre albedrío. Puedes, por ejemplo, ele- gir si lees o no la siguiente frase. Es elección tuya. Si nadie te obliga a seguir leyendo, eres libre de no hacerlo. Agustín pen- saba que el libre albedrío es bueno. Nos permite actuar mo- ralmente. Podemos decidir ser buenos, lo cual para él signii- caba seguir los mandamientos de Dios, en particular los Diez Mandamientos, así como el mandamiento de Jesús de «ama- rás al prójimo». Sin embargo, una consecuencia del libre al- bedrío es que también podemos decidir hacer el mal. Pode- mos descarriarnos y hacer cosas malas como mentir, robar, hacer daño o incluso matar a alguien. Esto suele suceder cuando las emociones nos nublan la razón. Desarrollamos un fuerte deseo de objetos materiales y dinero. Nos entregamos a la lujuria y nos alejamos de Dios y sus mandamientos. Agus- tín creía que nuestro lado racional debía mantener las pasio- nes bajo control, una opinión que compartía con Platón. A diferencia de los animales, los seres humanos cuentan con el poder de la razón y deben utilizarla. Si Dios nos hubiera pro- gramado para escoger siempre el bien por encima del mal no causaríamos daño alguno, pero tampoco seríamos realmente libres, y no podríamos utilizar la razón para decidir qué hacer. Dios nos podría haber hecho así. Agustín sostenía que era mucho mejor que nos permitiera elegir. De otro modo sería- mos como marionetas y Dios manejaría nuestros hilos para que nos portáramos bien. No tendría sentido pensar en nues- tra conducta puesto que automáticamente escogeríamos siempre la opción del bien. Así pues, Dios es suicientemente poderoso para evitar el mal, pero el hecho de que éste exista no se debe directamen- te a él. El mal moral es el resultado de nuestras decisiones. Y en parte también, creía Agustín, el resultado de las deci- siones de Adán y Eva. Al igual que muchos cristianos de su época, estaba convencido de que las cosas habían ido terri- blemente mal en el Jardín del Edén, tal y como lo describe el primer libro de la Biblia, el Génesis. Cuando Eva y luego Adán comieron del Árbol del Conocimiento, traicionando con ello a Dios, trajeron el pecado al mundo. Este pecado, 44 Una pequeña historia de la filosofía llamado Pecado Original, no fue algo que afectara única- mente a sus vidas. Absolutamente todos los seres humanos siguen pagando el precio. Agustín creía que pasa de genera- ción en generación mediante la reproducción sexual. Incluso en un recién nacido se pueden observar indicios de este pe- cado. El Pecado Original nos predispone a cometer pecados. Para muchos lectores actuales, esta idea de que cargamos con una culpa ancestral y que estamos siendo castigados por las acciones que cometió otra persona resulta algo difícil de aceptar. Parece injusto. Pero la idea de que el mal es el resulta- do de nuestro libre albedrío y de que no se debe directamente a Dios todavía convence a muchos creyentes; les permite creer en un Dios omnisciente, todopoderoso y benévolo. Boecio, uno de los escritores más populares de la Edad Media, creía en este Dios, pero le costaba comprender un aspecto del libre albedrío: la cuestión de cómo puede ser nuestra una decisión si Dios ya sabe cuál será. capítulo 7 La consolación de la ilosofía Boecio Si estuvieras en prisión a la espera de ser ejectutado, ¿pasarías tus últimos días escribiendo un libro de ilosofía? Boecio lo hizo. Y resultó ser el más popular de todos los que escribió. Anicio Manlio Severino Boecio (475–525), ése era su nombre completo, fue uno de los últimos ilósofos romanos. Murió justo veinte años antes de que Roma cayera en ma- nos de los bárbaros (si bien cuando Boecio todavía vivía ya se encontraba en plena decadencia). Al igual que sus colegas Cicerón y Séneca, consideraba la ilosofía una especie de au- toayuda, una forma práctica de mejorar la vida además de una disciplina de pensamiento abstracto. También estable- ció un vínculo con los griegos de la Antigüedad, Platón y Aristóteles, cuya obra tradujo al latín, manteniendo vivas sus ideas en una época en la que se corría el riesgo de que se perdieran para siempre. Como cristiano, su obra fue de gran 46 Una pequeña historia de la filosofía interés para los devotos ilósofos de la Edad Media. Su ilo- sofía, pues, supone un puente entre los pensadores griegos y romanos y la ilosofía cristiana que dominaría Occidente durante siglos después de su muerte. La vida de Boecio fue una mezcla de buena y mala suerte. El rey Teodorico, el godo que gobernaba Roma en aquella época, le concedió el cargo de cónsul. Y, a modo de honor especial, también nombró cónsules a sus hijos (a pesar de que eran demasiado jóvenes para serlo por sus propios mé- ritos). Todo parecía irle bien. Era rico, de buena familia, y le llovían los elogios. Además de cumplir con su trabajo para el gobierno, de algún modo se las arreglaba para encontrar tiempo para sus estudios ilosóicos y era asimismo un prolí- ico escritor y traductor. Disfrutaba de la vida. Pero de re- pente su suerte cambió. Fue acusado de conspirar contra Teodorico y lo enviaron a Rávena, donde fue encarcelado, torturado y inalmente ejecutado mediante una combina- ción de estrangulamiento y una paliza mortal. Siempre man- tuvo que era inocente, pero sus acusadores no le creyeron. Mientras estaba en prisión, y a sabiendas de que iba a morir pronto, Boecio escribió un libro que, tras su muerte, se convertiría en un best seller medieval: La consolación de la ilosofía. Comienza con Boecio en prisión, lamentando su suerte. De repente, se da cuenta de que hay una mujer mi- rándole. La altura de ésta alcanza el cielo. Lleva un vestido rasgado y con una escalera bordada que comienza en el do- bladillo con la letra griega pi y termina con la letra zeta. En una mano sostiene un cetro, en la otra libros. Esta mujer resulta ser la Filosofía. Cuando habla, le dice a Boecio en qué debería creer. Está enojada con él por haberla olvidado, y ha venido a recordarle cómo debería reaccionar ante lo que le ha pasado. El resto del libro lo conforma su conversa- ción acerca de la suerte y Dios. Está escrito parte en prosa y parte en verso. La mujer, la Filosofía, le aconseja. Le dice a Boecio que la suerte siempre cambia, y que no debería sorprenderle. Ésa es precisamente su naturaleza. Es inconstante. La rueda de la Fortuna gira. Unas veces estás en La consolación de la filosofía 47 lo más alto; otras, en el fondo. Un rey acaudalado puede caer en la pobreza en apenas un día. Boecio debería darse cuenta de que así son las cosas. La suerte es azarosa. Que hoy la hayas tenido no quiere decir que también la vayas a tener mañana. Los mortales, explica la Filosofía, son idiotas por dejar que su felicidad dependa de algo tan mutable. La verdadera felicidad sólo puede provenir del interior, de las cosas que los seres humanos pueden controlar, no de algo que la mala suerte puede destruir. Ésta es la posición estoica que hemos visto en el capítulo 5. Cuando hoy en día la gente se describe a sí misma como «ilosóica» en relación a las cosas que le suceden quiere decir que intenta no verse afectada por aque- llo que está fuera de su control, como el clima o quiénes son sus padres. Nada, le dice la Filosofía a Boecio, es terrible en sí mismo. Todo depende de cómo lo vea uno. La felicidad es un estado mental, no del mundo, una idea que Epícteto ha- bría podido reconocer como propia. La Filosofía quiere que Boecio vuelva a ella. Le dice que puede ser verdaderamente feliz a pesar de estar en prisión a la espera de ser ejecutado. Ella curará su alicción. El mensaje es que las riquezas, el poder y el honor no sirven de nada pues- to que tal como llegan, se van. Nadie debería basar su felici- dad en unos cimientos tan frágiles. La felicidad ha de provenir de algo más sólido, algo que no te puedan quitar. En tanto que Boecio creía que seguiría viviendo después de la muerte, buscar la felicidad en triviales cosas mundanas era una equi- vocación. Al in y al cabo, las perdería todas al morir. Entonces, ¿dónde puede Boecio encontrar la verdadera felicidad? La respuesta de la Filosofía es que la encontra- rá en Dios o la bondad (que en realidad son la misma cosa). Boecio era cristiano, pero esto no lo menciona en La conso- lación de la ilosofía. El Dios que describe la Filosofía podría ser el de Platón, la pura Forma de la bondad. Lectores pos- teriores, sin embargo, reconocerían las enseñanzas cristia- nas acerca de la inutilidad del honor y las riquezas y la im- portancia de centrarse en satisfacer a Dios. 48 Una pequeña historia de la filosofía A lo largo del libro, la Filosofía le recuerda a Boecio lo que ya sabe. Esto es algo que, de nuevo, proviene de Platón, puesto que éste creía que el aprendizaje es en realidad una especie de rememoración de ideas que ya teníamos. Nunca aprendemos algo nuevo, sólo refrescamos nuestra memoria. La vida es una lucha constante para conseguir recordar lo que ya sabíamos. Lo que en cierta medida Boecio ya sabía es que estaba equivocado al preocuparse por su pérdida de libertad y de respeto público. Éstas son cosas fuera de su control. Lo que importa es su actitud ante esta situación, y esto es algo que sí puede elegir. Sin embargo, a Boecio también le desconcertaba un pro- blema que preocupa a muchos creyentes. Dios, al ser perfec- to, ha de saber todo lo que ha ocurrido, pero también todo lo que ocurrirá. Esto es lo que queremos decir cuando des- cribimos a Dios como «omnisciente». Así pues, si Dios exis- te, ha de saber quién ganará la próxima Copa del Mundo, así como lo que voy a escribir a continuación. Ha de tener conocimiento previo de todo lo que va a pasar. Lo que él prevé ha de suceder necesariamente. Ahora mismo, pues, Dios ya sabe cómo irá todo. De todo esto se deduce que Dios ya sabe lo que voy a hacer a continuación, incluso si yo mismo no estoy seguro de qué será. En el momento en que voy a tomar una decisión sobre lo que voy a hacer, diferentes futuros posibles parecen abrirse ante mí. Si llego a una bifurcación del camino, puedo ir a la izquierda o a la derecha, o quizá quedarme sentado. Ahora podría dejar de escribir e ir a hacerme un café. O también seguir escribiendo en mi ordenador portátil. Eso parece decisión mía, algo que yo he elegido hacer o no hacer. Nadie me está obligando a hacer una cosa u otra. De igual manera, ahora tú podrías decidir cerrar los ojos si quisieras. ¿Cómo puede eso suceder si Dios ya sabe lo que terminare- mos haciendo? Si Dios sabe con antelación lo que ambos vamos a hacer, las decisiones que tomemos no pueden ser nuestras ¿Elegir es sólo una ilusión? Si Dios lo sabe todo difícilmente puedo te- La consolación de la filosofía 49 ner libre albedrío. Diez minutos antes Dios podría haber es- crito en un trozo de papel, «Nigel seguirá escribiendo». Era cierto, de modo que necesariamente seguiré escribiendo, tan- to si soy consciente de ello como si no. Ahora bien, si Dios puede hacer eso, entonces no he sido yo quien ha elegido qué hacer, aunque tuviera la sensación de que sí. Mi vida ya ha sido planiicada hasta el más mínimo detalle. Y si no pode- mos elegir nuestros actos, ¿qué sentido tiene castigarnos o recompensarnos por ellos? Si no podemos elegir lo que hace- mos, ¿cómo puede Dios decidir si debemos o no ir al cielo? Todo esto resulta desconcertante. Es lo que los ilósofos llaman una paradoja. No parece posible que alguien pueda saber lo que voy a hacer y que, al mismo tiempo, se suponga que tengo libre albedrío. Estas dos ideas parecen contrade- cirse entre sí. Y, sin embargo, ambas son plausibles si crees que Dios es omnisciente. La Filosofía, la mujer de la celda de Boecio, tiene algu- nas respuestas. Sí disponemos de libre albedrío, dice ella. Eso no es una ilusión. Aunque Dios sepa lo que vamos a hacer, nuestras vidas no están predestinadas. O para decirlo de otro modo, el conocimiento de Dios de lo que vamos a hacer es distinto a la predestinación (esto es, la idea de que no tenemos elección acerca de lo que vamos a hacer). Toda- vía podemos elegir lo que vamos a hacer a continuación. El error es pensar en Dios como si fuera un ser humano y con- templara el desarrollo de los acontecimientos de un modo lineal. La Filosofía le explica a Boecio que Dios es atempo- ral; se encuentra fuera del tiempo. Esto signiica que Dios tiene conocimiento de todo en un instante. Ve el pasado, el presente y el futuro a la vez. Los mortales vivimos un acontecimiento detrás de otro, pero no es así como Dios nos ve. La razón por la que éste puede co- nocer el futuro sin anular nuestro libre albedrío y convertir- nos en una especie de máquinas preprogramadas sin poder alguno de decisión es que no nos observa en ningún momen- to temporal determinado. Lo ve todo de golpe y de un modo atemporal. Y no deberías olvidar, le dice la Filosofía a 50 Una pequeña historia de la filosofía Boecio, que Dios juzga a los seres humanos por cómo se comportan y por las elecciones que toman, aunque sepa de antemano lo que van a hacer. Si Dios existe y la Filosofía tiene razón, sabe exactamente cuándo voy a terminar esta frase; sin embargo, todavía de- pende de mi libre albedrío terminar justo aquí. Y tú todavía eres libre de decidir si leer o no el siguiente capítulo, en el que se examinan dos argumentaciones acerca de la existencia de Dios. capítulo 8 La isla perfecta Anselmo y Aquino Todos tenemos una idea de Dios. Podemos comprender qué signiica tanto si creemos en su existencia como si no. Sin duda, ahora estás pensando en tu idea de Dios, lo cual no signiica que realmente exista. Sin embargo, Anselmo (1033–1109), un sacerdote italiano que más adelante se convertiría en arzobispo de Canterbury, aseguraba en su Ar- gumento Ontológico que el hecho mismo de tener una idea de Dios demuestra su existencia. La argumentación de Anselmo, incluida en su libro Pros- logion, comienza con la nada controvertida airmación de que Dios es un ser tal «que nada más grande puede ser con- cebido». Es otra forma de decir que Dios es el ser más gran- de imaginable y que su poder, bondad y conocimiento son superiores. Es imposible imaginar nada más grande, pues esto sería Dios. Es el ser supremo. Esta deinición de Dios no 52 Una pequeña historia de la filosofía parece controvertida: Boecio (ver el capítulo 7) lo deinía de un modo parecido. Por otro lado, podemos concebir sin problemas la idea de Dios. Esto tampoco parece controver- tido. Entonces Anselmo señala que un Dios que sólo existie- ra en nuestras mentes y no en la realidad no sería lo más grande jamás concebido, pues uno que sí existiera en la rea- lidad sería indudablemente más grande. Este Dios podría existir; incluso los ateos lo aceptan. Así pues, concluye An- selmo, Dios debe existir. Se deduce lógicamente de la deini- ción misma. Así pues, según Anselmo podemos estar segu- ros de que Dios existe simplemente por el hecho de que podemos concebir la idea. Se trata de un argumento aprio- rístico, es decir, que no depende de ninguna observación del mundo para alcanzar sus conclusiones. Es un argumento ló- gico que, desde un punto de partida nada controvertido, pa- rece demostrar la existencia de Dios. Anselmo utilizó el ejemplo de un pintor. Éste imagina una escena antes de pintarla. En algún momento, pinta aquello que ha imaginado. Finalmente, la pintura existe tan- to en la imaginación como en la realidad. El de Dios es un caso distinto. Anselmo creía que es lógicamente imposible concebir la idea de Dios sin que éste exista, mientras que no es difícil imaginar que el pintor no llega a pintar aquello que ha imaginado y que inalmente esta pintura exista sólo en su mente y no en el mundo. Dios es el único ser con esta carac- terística: podemos imaginar la inexistencia de cualquier otra cosa sin contradecirnos. Si realmente comprendemos qué es Dios, nos daremos cuenta de que es imposible que no exista. La mayoría de la gente que ha comprendido la «prueba» que Anselmo utiliza para argumentar la existencia de Dios intuye que hay algo sospechoso en el modo en que llega a su conclusión. Hay algo que no está bien. Poca gente llega a creer en Dios basándose meramente en esa idea. Anselmo cita los Salmos y asegura que sólo un idiota negaría la exis- tencia de Dios, pero otro monje de su época, Gaunilo de Marmoutiers, criticó su razonamiento y planteó un experi- mento mental que apoyaba la posición de esos idiotas. La isla perfecta 53 Imaginemos que en algún lugar del océano hay una isla a la que nadie puede llegar. Esta isla posee una increíble rique- za, y está llena de todas las frutas, árboles exóticos y plantas y animales imaginables. No está habitada, lo cual la con- vierte en un lugar todavía más perfecto. De hecho, es la isla más perfecta que nadie pueda imaginar. Si alguien dice que no existe, no hay problema en comprender qué quiere decir con ello. Tiene sentido. Ahora bien, supongamos que te di- jeran que esta isla tiene que existir porque es más perfecta que ninguna otra isla. Tú te has hecho una idea de la isla. Pero no sería la isla más perfecta si sólo existiera en tu men- te, tiene que existir en la realidad. Gaunilo señaló que si alguien utilizara este argumento para intentar persuadirte de que esa isla perfecta existe, pro- bablemente pensarías que se trata de una broma. Una isla perfecta no existe únicamente porque alguien se la imagina. Eso sería absurdo. Para Gaunilo, el argumento con el que Anselmo deiende la existencia de Dios tiene la misma forma que el argumento de la isla más perfecta. Si no crees que la isla más perfecta existe, ¿por qué sí el ser más perfecto ima- ginable? El mismo tipo de argumento puede ser utilizado para imaginar que existen todo tipo de cosas: no sólo la isla más perfecta, sino la montaña más perfecta, el ediicio más perfecto o el bosque más perfecto. Gaunilo creía en Dios, pero el razonamiento de Anselmo sobre su existencia le parecía débil. Anselmo le contestó argumentando que só- lo funcionaba en el caso de Dios y no con las islas porque las otras cosas son sólo las más perfectas de su tipo, mien- tras que Dios lo es entre todas las cosas. Por eso es la única cosa que necesariamente existe: la única que no puede no existir. Doscientos años después, en una breve sección de un lar- go libro titulado Summa Theologica, otro santo italiano, Tomás de Aquino (1225–1274), desarrolló cinco argumen- tos, las Cinco Vías, mediante las cuales pretendía demostrar la existencia de Dios. Estas Cinco Vías son hoy en día mu- cho más conocidas que ninguna otra parte del libro. La se- 54 Una pequeña historia de la filosofía gunda de estas vías es la Vía de la Causa Eiciente, un argu- mento que, como gran parte de la ilosofía de Aquino, está basado en otro que Aristóteles había utilizado mucho antes. Al igual que Anselmo, Aquino quería utilizar la razón para demostrar la existencia de Dios. La Vía de la Causa Eiciente toma como punto de partida la existencia del cosmos, de todo lo que hay. Mira a tu alrededor. ¿De dónde provie- nen todas las cosas? La respuesta sencilla es que todo lo que existe tiene una causa de algún tipo que lo ha originado y lo ha hecho como es. Tomemos una pelota de fútbol. Es pro- ducto de muchas causas: de las personas que la han diseña- do y la han manufacturado, de las causas que han produ- cido sus materiales, etcétera. Pero ¿cuál es la causa de que los materiales existan? ¿Y, a su vez, qué ha causado esas causas? Uno puede retroceder y averiguarlo. Y luego seguir retrocediendo y retrocediendo. Pero ¿hasta dónde llega esa cadena de causas y efectos? Aquino estaba convencido de que no podía haber una interminable serie de efectos y causas anteriores que se re- trotrajeran en el tiempo en una regresión ininita pues, en ese caso, nunca habría habido una primera causa: algo ha- bría causado aquello que piensas que es la primera causa de todo, y esto también habría sido causado por otra cosa, y así hasta el ininito. Aquino, en cambio, pensaba que, por lógi- ca, en algún momento tenía que haber habido algo que no hubiera sido causado y que hubiera dado inicio a esta cade- na de causas y efectos. Esta primera causa, declaró él, tenía que ser Dios. Dios es la causa sin causa de todo lo que existe. Filósofos posteriores pusieron en entredicho esta argu- mentación. Algunos señalaron que incluso si estás de acuer- do con Aquino en que hubo una causa sin causa que lo co- menzó todo, no hay ninguna razón particular para creer que esa causa sin causa fuera Dios. Una primera causa sin causa habría sido extremadamente poderosa, pero no hay nada en este argumento que sugiera que poseyera ninguna de las propiedades que las religiones suelen atribuirle a Dios. Por ejemplo, una causa sin causa tal no necesitaría poseer una La isla perfecta 55 bondad suprema; ni tendría que ser omnisciente. Podría ha- ber sido algo como una oleada de energía más que un Dios personal. Otra posible objeción al razonamiento de Aquino es que no tenemos por qué aceptar su presunción de que no puede haber una ininita regresión de efectos y sus causas. ¿Cómo lo sabemos? Para cada primera causa del cosmos siempre podemos preguntar «¿Y qué causó eso?». Aquino simple- mente supuso que si seguimos haciendo esta pregunta llega- ría un momento en el que la respuesta sería «Nada. Ésta es una causa sin causa». Pero no es tan obvio que esta respues- ta sea más válida que la idea de una ininita regresión de efectos y causas. Los santos Anselmo y Aquino, con sus argumentaciones sobre la existencia de Dios y su dedicación a una forma de vida religiosa, suponen un marcado contraste con Nicolás Maquiavelo, un mundano pensador a quien algunos han comparado con el diablo. capítulo 9 El zorro y el león Nicolás Maquiavelo Imagina que eres el príncipe que gobierna una ciudad-esta- do como Florencia o Nápoles en la Italia del siglo xvi. Tie- nes poder absoluto. Puedes dar una orden y será obedecida. Si quieres meter a alguien en la cárcel porque ha dicho algo en tu contra, o porque sospechas que conspira para asesi- narte, puedes hacerlo. Tienes tropas dispuestas a hacer lo que les mandes. El problema es que estás rodeado por otras ciudades-estado regidas por ambiciosos gobernantes a los que les encantaría conquistar tu territorio. ¿Cómo deberías comportarte? ¿Deberías ser honesto, mantener tus prome- sas, ser siempre amable y pensar lo mejor de la gente? Nicolás Maquiavelo (1469–1527) pensó que eso proba- blemente sería una mala idea, aunque sí deberías parecer ho- nesto y bueno. Según él, hay ocasiones en las que es mejor decir mentiras, romper tus promesas e incluso asesinar a tus 58 Una pequeña historia de la filosofía enemigos. Un príncipe no tiene por qué preocuparse de man- tener su palabra. Para Maquiavelo, un príncipe eicaz tiene que «aprender a no ser bueno». Lo más importate es mante- nerse en el poder, y prácticamente todo aquello que sirva a tal propósito es aceptable. No sorprende, pues, la fama adquiri- da por El príncipe, el libro en el que explica detalladamente todo esto, desde su publicación en 1532. Algunas personas lo consideran un libro malévolo o, en el mejor de los casos, un manual para gánsters; otros piensan que es el retrato más iel de cómo funciona realmente la política. Aunque sólo algunos lo admiten, muchos políticos actuales lo leen (revelando con ello que quizá están poniendo en práctica sus principios). El príncipe no pretendía ser una guía para todo el mun- do, sólo para aquéllos que hubieran llegado al poder recien- temente. Maquiavelo lo escribió mientras vivía en una gran- ja a unos once kilómetros al sur de Florencia. La Italia del siglo xvi era un lugar peligroso. Maquiavelo había nacido y se había criado en Florencia. De joven, fue nombrado diplo- mático y, en sus viajes por Europa, conoció a varios reyes, a un emperador y al Papa. No le causaron gran impresión. El único líder que realmente le marcó fue César Borgia, un hombre despiadado, hijo ilegítimo del papa Alejandro VI, y a quien no le costó nada engañar e incluso asesinar a sus enemigos para hacerse con el control de gran parte de Italia. En opinión de Maquiavelo, Borgia lo había hecho todo bien, pero fue derrotado por la mala suerte. Cayó enfermo justo cuando le atacaron. La mala suerte también jugó un papel importante en la vida de Maquiavelo y fue un tema sobre el que relexionó mucho. Cuando la riquísima familia Medici regresó al poder en Florencia, metieron a Maquiavelo en prisión con el argumen- to de que había formado parte de una conspiración para de- rrocarlos. Maquiavelo sobrevivió a las torturas y fue libera- do. Algunos de sus colegas fueron ejecutados. Como él no había confesado nada, su castigo, en cambio, fue el destierro. No podría regresar a la ciudad que amaba. Había sido expul- sado del mundo de la política. Ahí, en el campo, se pasaba las El zorro y el león 59 tardes imaginando conversaciones con grandes pensadores del pasado. En su imaginación discutían sobre la mejor for- ma de mantener el poder como líder. Seguramente, escribió El príncipe para impresionar a quienes lo ostentaban y conse- guir así un trabajo como asesor político. Eso le habría permi- tido regresar a Florencia y a la excitación y los peligros de la verdadera política. El plan no funcionó. Maquiavelo terminó siendo escritor. Además de El príncipe, escribió otros libros sobre política y fue un autor teatral de éxito: su obra La man- drágora todavía se representa de vez en cuando. ¿Cuáles fueron exactamente los consejos de Maquiavelo y por qué escandalizaron a tantos lectores? Su idea principal era que un príncipe necesita tener lo que él llamó virtù, pala- bra italiana que signiica «hombría» o valor. Pero, ¿qué quie- re decir esto? Maquiavelo creía que el éxito depende en gran medida de la buena suerte. La mitad de lo que nos sucede se debe al azar y la otra mitad a nuestras elecciones. Pero tam- bién creía que puedes aumentar tus probabilidades de éxito si actuas con valentía y rapidez. Que la suerte desempeñe un papel tan importante en nuestras vidas no quiere decir que tengamos que comportarnos como víctimas. Un río puede desbordarse, eso es algo que no podemos impedir, pero si he- mos construido diques y defensas para las inundaciones ten- dremos más oportunidades de sobrevivir. En otras palabras, a un líder que se prepare bien y aproveche las oportunidades probablemente le irá mejor que a otro que no lo haga. Maquiavelo estaba empeñado en que su ilosofía estu- viera arraigada en la realidad. Explica a sus lectores lo que quiere decir mediante una serie de ejemplos de la historia reciente, fundamentalmente protagonizados por personas a las que había conocido. Cuando, por ejemplo, César Borgia descubrió que la familia Orsini estaba planeando derrocar- le, se las arregló para hacerles creer que no sabía nada y en- gañó a sus líderes para que fueran a hablar con él a un lugar llamado Senigallia. Cuando llegaron, los hizo asesinar a to- dos. Maquiavelo aprobó este engaño. Le parecía un buen ejemplo de virtù. 60 Una pequeña historia de la filosofía Cuando Borgia se hizo con el control de la región llama- da Romaña, conió el gobierno a un comandante particular- mente cruel, Remiro de Orco. Éste aterrorizó a la pobla- ción de la Romaña para que le obedeciera. En cuanto la región se apaciguó, Borgia quiso distanciarse de su cruel- dad, así que le hizo asesinar y dejó su cadáver cortado en dos en la plaza del pueblo para que todo el mundo lo viera. Maquiavelo también aprobó este espantoso acto. Con él Borgia había obtenido lo que pretendía, que era mantener a la población de la Romaña de su lado. La gente estaba con- tenta porque de Orco había muerto y, al mismo tiempo, era consciente de que era Borgia quien debía de haber ordenado su asesinato, lo cual les infundía miedo: Si Borgia era capaz de tratar a su propio comandante con esta violencia, ningu- no de ellos estaba a salvo. A ojos de Maquiavelo, pues, Bor- gia había actuado con virtù, exactamente lo que un príncipe sensato debía hacer. Podría parecer que Maquiavelo aprobaba el asesinato. Lo cierto es que efectivamente lo hacía en determinadas cir- cunstancias en las que los resultados lo justiicaban. Aunque ése no era el objetivo de los ejemplos. Lo que intentaba de- mostrar era que el proceder de Borgia (asesinando a sus ene- migos y castigando de forma ejemplar a su propio coman- dante de Orco) funcionaba. Provocaba los efectos deseados e impedía que se derramara más sangre. Mediante un acto rápido y cruel, Borgia se había mantenido en el poder y ha- bía evitado que el pueblo de la Romaña se alzara contra él. Para Maquiavelo, el resultado inal era más importante que los medios utilizados para conseguirlo: Borgia era un buen príncipe porque no había mostrado ningún escrúpulo al ha- cer lo necesario para mantenerse en el poder. Maquiavelo no habría aprobado un asesinato inmotivado, porque sí; los asesinatos que describe no son así. Simplemente creía que actuar con compasión en esas circunstancias habría sido de- sas

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