TEMA 2 - El hombre se conoce conociendo a Dios (1ª parte) PDF
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Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM)
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This document introduces the concept of theological anthropology, exploring how humans understand themselves in relation to God, examining themes such as creation, spirituality, and human existence. The text delves into aspects like the human condition, spiritual dimension, history, and the role of religious beliefs in human understanding.
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TEMA 2 EL HOMBRE SE CONOCE CONOCIENDO A DIOS La antropología teológica es el estudio comprensivo del hombre desde la reflexión de los datos que aporta la revelación divina acerca de las dimensiones que lo relacionan directamente con Dios, principio y fin del mismo. Considera a la persona hu...
TEMA 2 EL HOMBRE SE CONOCE CONOCIENDO A DIOS La antropología teológica es el estudio comprensivo del hombre desde la reflexión de los datos que aporta la revelación divina acerca de las dimensiones que lo relacionan directamente con Dios, principio y fin del mismo. Considera a la persona humana como un bosquejo que tiene que configurarse, en su vida individual y colectiva, según la idea que Dios se ha formado de él. Lo primero que sale al paso en esta consideración es el carácter creatural del ser humano, el cual se manifiesta como sujeto abierto a la mostración y donación de Dios de quien recibe todo cuanto es y tiene. La antropología teológica se esfuerza, además, por obtener una comprensión adecuada de todo cuanto se halla implicado en ella: la dimensión espiritual del hombre, su trascendencia, libertad individual, valor absoluto, mortalidad personal, cumplimiento definitivo. A su vez aborda el hecho de la existencia humana o dimensión biográfica, que comporta aspectos o ingredientes tan fundamentales como la historicidad, la corporalidad, la comunidad de linaje, la alteridad o ínter subjetividad, cuyas expresiones fácticas son la sexualidad y la sociabilidad, la lucha por la vida, los condicionamientos históricos y, sobre todo, la constitución unitaria en su dualidad de alma y cuerpo. De este modo da a conocer al ser humano desde su condición religiosa, que conduce al mismo a la apertura al Misterio de Dios. 1. El hombre ser creado por Dios La afirmación primera de la antropología bíblica reza: el hombre es criatura de Dios. Los documentos yahvista (Gen 2) y sacerdotal (Gen 1) contienen sendos relatos de creación del hombre en los que se glosa esta afirmación fundamental. 1.1. La creación en el relato sacerdotal: Gen 1, 1-2, 4ª La expresión "al principio" no implica necesariamente que el mundo tal y hoy lo vemos haya salido entero de Dios en un momento dado. No hay ningún reparo en admitir una lenta evolución de los seres en su aparición y progreso constante hacia formas cada vez más prefectas. Lo que se afirma es que el comienzo de todo, el arranque inicial está en Dios. Ese momento en que se pasó del no existir nada de lo que vemos al primer existir de las cosas es lo que llamamos "creación", idea que tiene un matiz muy preciso que la distingue de las similares de "producción" o "construcción". Es un hacer absolutamente nuevo y original, un partir de cero, en el que no se presupone nada preexistente, sino es el Hacedor mismo. No hay materia previa, no hay instrumentos, sólo existe la posibilidad pura. Sobre esta posibilidad se vuelca el acto amoroso de Dios que decide sacar a luz este mundo. La evolución subsiguiente también es obra de Dios. Con esta diferencia, en su primer momento todo es creación, en los momentos posteriores es un desarrollo, un despliegue de la creación inicial que también está sustentado y guiado por Dios. La creación se concibe como una arquitectura litúrgica basada en el número 7: ocho obras diferentes distribuidas en dos retablos paralelos: los tres primeros días recogen cuatro obras de “separación” y los tres, “cuatro de ornamentación”. Separar y luego adornar es un modo semítico para evocar la victoria sobre la nada y la irrupción del acto creador de Dios. SEPARACION ORNAMENTACION 1. LUZ-OSCURIDAD 3. VEGETACION 2. AGUAS ARRIBA- ABAJO 4. LUCEROS- ASTROS 5. PECES, AVES, ANIMALES MARÍTIMOS FIRMAMENTO- TIERRA MONSTRUOSOS 6. ANIMALES TERRESTRES, HOMBRES. 3. TIERRA SECA- MOJADA 7. DESCANSÓ- (Culminación de su obra) Destaca: - La grandeza y la omnipotencia de Dios. - La responsabilidad del hombre a colaborar con Dios en la creación. No es un texto científico, sino sapiencial: sobre el sentido del ser y la existencia. Quiere explicar el secreto último de las cosas y aclarar por qué nos encontramos en el interior del mundo. El relato presenta un esquema piramidal, en la cúspide: el hombre. La creación se produce exclusivamente a través de la palabra divina. - En las tres primeras "separaciones" que Dios realiza (vv. 3-9: luz-tinieblas, aguas superiores e inferiores, mares y tierra firme) aparece el verbo "ver": "Vio Dios que era bueno". La palabra creadora y la mirada de Dios han sido los gestos más nobles y eficaces del Creador. Gestos que concede "como herencia" a su criatura más amada: el hombre. Sólo el hombre puede "llamar a las cosas por su nombre y contemplar "su belleza". - Tres obras que "ornamentan" lo creado: de la misma manera que la luz es la primera criatura, el primer ornamento son "las luminarias", las luces cósmicas. Entra la noción del tiempo, tienen la función de medir el tiempo, marcar las fiestas, de definir el calendario... - En la luz que envuelve el cuarto día, penetran ahora todos los seres vivos que crea el quinto día. (vv. 20-25). 1.2. La creación del hombre en el relato sacerdotal: Gen 1, 26-2, 4a1 En este apartado nos ceñimos ahora a la perícopa con la que concluye el poema de la creación dedicada a la creación del hombre (vv. 26ss.). V. 26. La simple lectura del texto nos enfrenta ya con una nota diferencial que rompe la secuencia estereotipada en que se ha ido articulando la relación de las obras creadas. Se trata del inesperado “hagamos”. Dos cosas nos sorprenden aquí: ante todo mientras en el resto del relato (y no menos de siete veces) al “dijo Dios” sucede una orden (“haya”, “hágase” y la constatación de su cumplimiento (“así fue”), lo que se formula ahora no es una orden, sino el anuncio de un propósito, cuya realización se difiere hasta el verso siguiente. El autor ha querido romper el ritmo regular del texto, para así llamar la atención sobre lo que se dispone a narrar seguidamente. El segundo elemento sorpresa lo constituye la forma plural del verbo. La patrística vio en este plural una alusión al misterio de la Trinidad. No es admisible un plural mayestático, inexistente en hebreo y que, de ser aceptable, habría sido utilizado en el resto del poema. Schmidt propone que el relato popular que el sacerdotal (P) está usando se representa al dios principal rodeado de una corte de dioses secundarios; en el Antiguo Testamento abundan los pasajes en los que Yahvé es visualizado de este modo: Gen 3, 22; 11, 7; Sal 82, 1; 89, 6-8; 1Re 22, 19-20; etc. El “hagamos” sería, pues un residuo de la tradición mítica, vestigio del antiguo politeísmo, que P conserva como plural deliberativo, toda vez que le sirve para resaltar la importancia de la obra que Dios va a acometer ahora. No obstante esta interpretación no dejaría de ser anacrónica, porque en el tiempo en que es escrito este texto (siglo IX-VIII a. C) ya son varios los siglos (3-4) que Israel cree en un solo Dios, habiendo abandonado por completo a sus antepasados politeístas. “Hagamos al hombre” (haadam), prosigue el texto. El sustantivo adam significa el ser humano en general, la humanidad, no un personaje singular llamado Adán. 1 RUIZ DE LA PEÑA, J.L., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal Terrae, Santander, 1996, 3ª edición, pp. 40-47 El carácter colectivo del término se manifiesta nítidamente en el verbo en plural (“dominen”) que lo tiene por sujeto, así como en los vv. 27b (“los creó”) y 28 (“los bendijo”…, “les dijo”…). Pero el centro de gravedad de nuestro verso se alcanza con la doble expresión siguiente: “…a nuestra imagen, según nuestra semejanza”. Dios crea al hombre como imagen/semejanza suya. ¿Qué significa esto? Las interpretaciones han oscilado tradicionalmente entre dos extremos: a) O se localiza el ser imagen en cualidades espirituales tales como la racionalidad, la capacidad para lo sobrenatural (el hombre sería “imagen” de Dios en cuanto puede serle “semejante” por la gracia; así ya Ireneo); b) O se remite a cualidades físico-somáticas (la “imagen” divina consiste en el rostro, la figura erguida…) Ninguna de estas dos interpretaciones unilaterales es hoy comúnmente admitida; ante todo porque la antropología veterotestamentaria no conoce una dicotomía entre lo anímico y lo somático; subraya más bien la unidad psicosomática de la condición humana. “El homo, no el ánima o el animus hominis, es imagen de Dios”. Más concretamente, atribuir al ser imagen/semejanza una relación con la situación de agraciamiento sobrenatural se revela inexacto si se considera Gen 9, 6: también el hombre postdiluviano, que forma parte de una humanidad ya pecadora, sigue siendo “imagen de Dios”; tal cualidad, pues, no se pierde por el pecado. En este mismo texto se supone que lo somático –la sangre- pertenece también a la imagen de Dios, que, por tanto, no se circunscribe a dimensiones meramente anímicas o de índole no corpórea. Entre estas dos interpretaciones se abre paso otra, que parte de los antecedentes de la expresión en la historia de las religiones. En las culturas mesopotámicas se encuentra ya la atribución al hombre de ser imagen de Dios. En Egipto, desde el siglo XVI a. C, el faraón es considerado como el retrato viviente de Dios en la tierra. La función de la imagen es re-presentar (hacer presente) lo imaginado. En cuanto imagen de Dios, el hombre ostenta una función representativa: es el visir de Dios en la creación, su alter ego; como tal, le compete una potestad regia sobre el resto de los eres creados, a los que preside y gobierna en nombre y por delegación del creador. Esta interpretación se confirma en el mismo v. 26: “… y dominen en los peces del mar –no es casual que se nombre a éstos en primer lugar; tras ellos están los monstruos marinos, encarnación del caos- en las aves del cielo…” etc. Gen 5, 3 señala cómo Set es “imagen/semejanza” de Adán: éste se encuentra “replicado” en el primogénito, que lo representa y lo prolonga. Gen 9, 1-6 enfatiza igualmente la función señorial del hombre frente al resto de la creación y en cuanto imagen divina. Este señorío del hombre sobre el mundo no es aristocrático, como ocurría en Egipto, donde sólo el rey es imagen de Dios; su sujeto no es un ser humano singular, sino “adam”, la humanidad: todos y cada uno de los hombres, por el hecho de serlo, son “imagen de Dios”. Por ello, dicho señorío se ejercerá sobre lo infrahumano –incluidos los animales-, mas no sobre el hombre mismo. Este queda protegido por un tabú sacro (Gen 9, 5-6) que hace de él una magnitud inviolable; todo atentado a la imagen de Dios será vindicado por el propio Dios. De ahí que el papel del rey israelita no sea el del déspota oriental, dueño de vidas y haciendas que dispone caprichosamente de sus súbditos, sino el de “modelo de humanidad” hermano entre hermanos, defensor de los jurídicamente menos protegidos (Sal 72, 2-4. 12-14). Precisamente por tratarse de una potestad regia y vicaria, el señorío humano sobre la creación incluye la tutela de lo enseñoreado. Al hombre se le hace responsable de la buena marcha de la creación, a la que sirve gobernándola, y a sabiendas de que el verdadero señor es Dios, no él. El régimen vegetariano que se establecerá a continuación (vv. 29-30) rubrica un modelo de relaciones entre el hombre y el resto de los seres vivos no conflictivas, sino pacíficas y armónicas. Otro punto que divide a la exégesis es el curioso binomio “imagen-semejanza”. “Imagen” (tslem) denota una representación plástica; el término suele aplicarse a las imágenes talladas de los dioses: Am 5, 26; 2Re 11, 18; Ez 7, 20; 16, 17. “Semejanza” (demut) designa una imagen abstracta, un parecido menos preciso: Ez 1, 5.22.26.28; 2Re 16.10; Is 40, 18. Del distinto matiz de ambos términos algunos exegetas deducen que demut amortigua a tslem; dado que en las cultura semitas la imagen tiende a identificarse con lo imaginado, incluso a desplazarlo, decir del hombre que es tslem Dios sería una expresión demasiado fuerte; de la tendencia a identificar la representación y lo representado surgió la prohibición de imágenes vigentes en Israel (Ex 20, 4) y, todavía hoy, en el Islam. La expresión se mitiga con el segundo sustantivo. Otros estudiosos, en cambio, no conceden especial relevancia al binomio, destacando que ambos términos son prácticamente sinónimos. Mención aparte merece la interpretación de Barth: la analogía aquí establecida entre Dios y el hombre radica en que éste es el ser capaz de la relación yo-tú. Por eso el v. 27 precisa que, en cuanto imagen de Dios, el ser humano fue creado como hombre y mujer. “El hombre, como Dios, no es solitario… La criatura humana no puede ser verdaderamente humana ante Dios y entre sus semejantes sino siendo hombre con relación a la mujer y mujer con relación al hombre”. “El hombre es para el hombre lo que Dios es para él”, a saber, un tú. “La esencia del ser humano… repite en un ser creado… lo que el Dios único es; no sólo un yo, sino también un tú, y viceversa”. Recapitulemos lo hasta ahora obtenido. El v. 26 no ofrece una definición del hombre; resuelve el enigma-hombre con una descripción de su ser relacional; el ser humano es, primaria y constitutivamente relación a Dios, “imagen de Dios”. Es ésta una relación de dependencia absoluta, puesto que toda imagen recaba su propia consistencia y su razón de ser del original que reproduce. Ahora bien, esta relación de dependencia absoluta no degrada al hombre; todo lo contrario: constituye el fundamento de su dignidad. Efectivamente, Adán es, en tanto que imagen de Dios, señor de la creación, superior al resto de las criaturas, responsable de su gobierno. Si es cierto que depende de Dios, esa dependencia es justamente lo que le libera de cualquier otra: porque depende de Dios, no depende de nadie ni de nada más, ni siquiera de otro hombre; todo lo demás, salvo sus semejantes, depende de él. Pero además la categoría imagen de Dios incluye una relación recíproca: no es sólo el hombre el que con ella queda referido a Dios; es el propio Dios quien, de esta suerte, se autorremite al hombre. Con otras palabras, la expresión manifiesta que Dios es el tú ineludible de Adán, pero también que, a la inversa, Adán es el tú de Dios; éste ha querido reflejarse en aquel como en un espejo. En última instancia, lo que aquí comienza a insinuarse (que el hombre puede ser el rostro desvelado de la gloria de Dios) es la encarnación de Dios en el hombre. Esta antropología de la imagen de Dios está apuntando prolépticamente a la cristología. En suma: situado en la intersección del “arriba” del creador y el “abajo” de la creación, Adán participa, paradójicamente, de la doble condición inferior-superior; siendo “casi como Dios”, su tú, es a la vez solidario de las criaturas, que en él obtienen su capitalidad. Fuera de la Biblia, el hombre hace dioses a su imagen; en la Biblia Dios hace al hombre a su imagen. Como bien dice von Rad, “la fe en Yahvé no ha visto jamás a Dios como antropomorfo; más bien ha visto al hombre como teomorfo”. Difícilmente podría encontrarse una formulación más alta de la dignidad humana; los demás seres vivos son creados “según su especie” (vv. 21.24.25); únicamente el hombre es creado “según la imagen de Dios”. V. 27. Por primera vez y única vez, el sacerdotal abandona el seco prosaísmo de su escritura para redactar un breve poema. En este verso llama la atención, amén de su índole ritmada, la triple repetición del verbo bará. Utilizado con extrema parsimonia en el resto del poema –sólo en el v. 1, que anticipa sintéticamente la teología del entero capítulo, y en el v. 21, donde se utiliza polémicamente contra el caos, otrora personificado en los monstruos marinos-, el autor no duda en reiterarlo aquí. Según Schmidt, el triple bará es la réplica de P, siempre preocupado por la ortodoxia, el “hagamos” del v. 26, con sus reminiscencia míticas; si es cierto que el hombre es imagen de Dios, alguien situado en la vecindad de lo divino, no lo es menos que la imagen de Dios es, pura y simplemente, su criatura. Por lo demás, el v. 27b recoge la tercera relación constitutiva del ser humano: la relación al tú. El hombre se realiza como tal en la bipolaridad sexual de varón y mujer, que el autor se ordenada a la procreación (v. 28), mientras que el yahvista la había visto ordenada a la mutua complementariedad. Pero aquí esta índole social del ser humano no se restringe, como en Gen 2, a la relación hombre-mujer; ya el carácter colectivo del adam del v. 26 sugería esa socialidad, pues sólo la comunidad humana, la humanidad en cuanto tal, y no el individuo aislado, puede ejecutar el encargo divino de llenar la tierra y someterla; sólo como ser comunitario realiza Adán su carácter de imagen de Dios. V. 28. La bendición divina es la condición de posibilidad de la fecundidad (cf. v. 22). Contra la pretensión idolátrica de disponer autónomamente de la vida, Dios, el Viviente por antonomasia, reivindica en exclusiva su potestad sobre ella. Se revalida el encargo de “someter la tierra” y “dominar” a los seres vivos (no se olvide al respecto cuanto se ha dicho más arriba sobre el modo de ejercer este dominio). Vv. 29.30. El régimen vegetariano que Dios instaura para todos los vivientes es símbolo de la paz universal, y volverá a regir en la edad escatológica (Is 11, 6-9; 65, 25; Ez 34, 25). La vida no precisa de la muerte para sostenerse. El dominio conferido al hombre sobre el animal no implica un derecho discrecional de vida o muerte; el régimen carnívoro entrará en la creación no por una ordenación divina, sino de la mano de la humanidad pecadora, con la que Dios, por así decir, condesciende (Gen 9, 1-6), con la limitación ya conocida de la intangibilidad del hombre, y a reserva de que el éschaton recupere el estatuto de la paz paradisíaca para la totalidad de la creación. Un comentario al resto del poema (vv. 31 al 2, 4a) pertenece a la teología de la creación. Baste indicar aquí, ante todo, que la fórmula de aprobación que ha ido rubricando cada una de las obras creadas (“y vio Dios que estaba bien”) reviste ahora el modo superlativo: v. 31 (“y vio Dios… que estaba muy bien”); sólo con el hombre cobra el obrar de Dios su “record” de bondad; ahora todo está excelentemente hecho. Señalemos además (v. 31b) que el último día de la semana creadora, el sábado, es el primer día de la existencia humana. Recién venido al ser, Adán se encuentra no con el agobio del trabajo y la obligación, sino con el gozo del descanso, en el ámbito de la celebración festiva de su relación con Dios. 1.3. El relato Yahvista: Gen 2, 4b-252 A diferencia de la fuente sacerdotal (P), a la que debemos el primer capítulo del Génesis (la única cosmogonía con que cuenta la Biblia), la fuente yahvista (J), bastante más antigua, no contiene propiamente hablando, un relato de creación del mundo, sino del hombre. Como es sabido, en las más viejas culturas los relatos de creación del hombre preceden a los de creación del mundo; antes de indagar en los enigmas del universo, el ser humano se ha sentido fascinado por los interrogantes que asedian a su propia condición. En nuestro caso, el interés del yahvista no versa tanto sobre el origen del mundo cuanto sobre el origen del mal: ¿cómo explicar la existencia del mal en una realidad procedente y dependiente de un Dios bueno? Para responder a esta cuestión, el autor va articular su relato en dos partes bien diferenciadas; la primera (c. 2) nos presenta a los protagonistas del drama que se desarrollará en la segunda (c. 3), y los sitúa en un mundo conscientemente idealizado, en el que todo está en orden y las relaciones recíprocas de sus habitantes discurren en un clima de pacífica familiaridad. En el texto, tal y como ha llegado hasta nosotros, confluyen relatos que preexistieron separadamente en la tradición oral de Israel; habría habido narraciones independientes de la creación del hombre, de la creación de la mujer y del drama del paraíso. Las suturas entre ellas no siempre están bien conseguidas; por ejemplo, la imposición del veto al árbol de la ciencia le es intimada al hombre antes de ser creada la mujer (2, 16-17), pero ésta lo conoce (3, 2); así pues, el “hombre” (haadam) de los vv. 7-17 sería originariamente no un individuo humano del género masculino, sino “el ser humano”, la humanidad. Otro indicio de superposición de relatos: mientras que 2, 9 menciona dos árboles en el centro del jardín, 3, 3 parece conocer sólo uno, el que desencadenará el drama del pecado. De todos modos, la narración de J en su forma actual presenta una unidad de pensamiento que no debe ser ignorada y que subrayan todos los comentaristas. Según von Rad, “Gen 2… no es un amontonamiento de recensiones particulares, sino que pretende ser entendido como un todo que posee un hilo unitario de pensamiento”. Westermann advierte que “la narración está concebida como totalidad”. Así, aunque las perícopas del paraíso (vv. 8-15) y de la creación de la mujer (vv. 18-22) hayan surgido independientemente y, una vez analizadas, parezcan bloques superpuestos a los que se adosa finalmente la narración del c. 3, J consigue para el conjunto una visión unitaria y completa de la creaturidad del hombre. Crear al hombre, en efecto, no es sólo dar vida a un ser humano (v. 7); es también establecer su entorno físico (descripción del paraíso: vv. 8ss.), asignarle una tarea como ser activo (v. 15), recordarle su responsabilidad frente a Dios (vv. 16-17), 2 RUIZ DE LA PEÑA, J.L., Imagen de Dios. Antropología teológica fundamental, Sal Terrae, Santander, 1996, 3ª edición, pp. 27-39 situarlo en un campo de relaciones con los demás seres (vv. 19-20) y, sobre todo, con su tú más próximo, la mujer (vv. 21-24). Sólo entonces el hombre está completo; la obra de su creación finaliza y es celebrada con un himno jubiloso que sirve de epílogo triunfal a todo el relato (v. 23). En resumen, el hombre –piensa el yahvista- es hombre cabal en cuanto ser dotado de vida propia, enraizado en la tierra que de trabajar y cuidar y de la que obtendrá sus medios de subsistencia, abierto obedientemente a la relación de dependencia de Dios, situado ante el resto de los seres vivos como superior y, por último, completado por la relación de igualdad y amor con esa mitad de su yo que es la mujer. En este horizonte de comprensión de lo humano, el paraíso juega un papel esencial: va a ser el quicio sobre el que gire toda la gama de las relaciones interpersonales Dios-hombre, hombre-mujer. De este modo el yahvista consigue ahormar en un cuadro unitario los materiales de diversa procedencia que se dan cita en su relato. Logra también dar razón del complejo fenómeno que el hombre es, recogiendo en una visión integradora la pluralidad de sus dimensiones. La “genial contribución” de J estriba, por tanto, en haber dado cima a este proceso de unificación; más aún, en conducir el relato de la creación del hombre hacia el relato del drama de la caída con naturalidad y fluidez. Es en esta subordinación del c. 2 al c. 3 donde el yahvista ha dejado su más personal impronta; la respuesta al problema que le preocupa está ya disponible: el origen del mal tiene que ver con la responsabilidad personal del ser humano creado por Dios, que, a la vez que procede y depende de su creador, tiene capacidad para afirmarse autónomamente frente a él. Diversos estudiosos ven además en la narración yahvista un relato acuñado por la idea de la alianza, una especie de parábola de los hechos más salientes de la historia de Israel. Como Dios sacó a los hebreos de Egipto para crearse un pueblo (Ex 6, 6-8), crea al hombre sacándolo de la tiera; como Dios conduce a su pueblo del desierto a la tierra que mana lecha y miel (Ex 3, 7-10), conduce al hombre de la adamah o tierra esteparia en que lo había “formado” (2, 7) al jardín de Edén; como Dios da a su pueblo los preceptos del Sinaí (Ex 20, 1), impone al hombre el precepto de no comer del árbol de la ciencia (2, 16-17); como el pueblo prevarica transgrediendo los mandatos sinaíticos (Ex 32, 1ss.), el hombre transgredirá el veto concerniente al árbol (c. 3). Finalmente, al igual que las cosmogonías míticas (especialmente el poema babilonio Enuma Elis) han prestado a la fuente sacerdotal materiales literarios para su versión del origen del mundo (Gen 1), en la narración yahvista se detectan las huellas de otro gran poema, la epopeya de Gilgamés. Todas estas indicaciones sobre la prehistoria y los antecedentes literarios de nuestro texto imponen una conclusión de importancia: la originalidad de J no radica tanto en el nivel de los componentes básicos, cuanto en su remodelación con vistas a la doctrina teológica que se nos quiere transmitir. El hagiógrafo no está motivado por una curiosidad de orden profano o “científico”, sino por una finalidad estrictamente religiosa; al servicio de tal objetivo echa mano de los materiales que le ofrece la cultura de su medio ambiente. Su pretensión no es en absoluto entrar en concurrencia con esa cultura ambiente, elaborando explicaciones alternativas. Quiere, más bien, tender un puente entre la vieja sabiduría popular y su propia visión, que es la visión de un creyente. Por tanto, no es lícito recabar de su texto una información sobre los orígenes de la humanidad como la que elaboran las ciencias de la naturaleza. Hasta aquí, hemos tratado de situar el texto yahvista en el marco de preocupaciones y en el contexto cultural de donde ha surgido. Podemos ahora analizar sus momentos más importantes. Vv. 4b-6. Según se ha adelantado antes, el relato sobrevuela la cuestión de la creación del mundo sin detenerse en ella; no se sentía aún la necesidad de responder desde la fe a la pregunta cosmológica, que será abordad siglos más tarde por el autor de Gen 1. A nuestro propósito interesa solamente notar hasta qué punto la consideración del mundo está orientada aquí antropocéntricamente: la frase del v. 5b (“no había hombre que labrara el suelo”) hace de la tierra algo que sólo con el trabajo humano empieza a cobrar sentido. V. 7. Una vez que el autor nos ha hablado de una tierra a la espera de aquel que ha de darle sentido con su actividad, procede sin más a narrarnos su aparición: “formó Yahvé Dios al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente”. La primera reflexión que nos dicta la lectura del verso – un “locus classicus de la antropología veterotestamentaria”, al decir de Von Rad – es que con él se confirma netamente el carácter unitario de la comprensión hebrea del ser humano. Lo que Dios “forma” del polvo no es el cuerpo, sino “el hombre”. Lo que Dios “insufla” no es el alma, sino el “aliento” (neshamah), vocablo prácticamente sinónimos de nefés. El resultado de esta operación en dos tiempos es el “ser viviente” (nefes hajja). Este modo de describir la acción creadora de Dios viene sugerido por un hecho de experiencia: al término de su vida, el hombre exhala el aliento y se convierte en polvo; luego, en cuanto ser vivo, consta de estos dos elementos, polvo y aliento. La popularidad de esta representación está atestiguada por varios pasajes escriturísticos: “todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento de vida de los humanos asciende hacia arriba (una vez muertos)?” (Qo 3, 20-21); Yahvé “sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo” (Sal 103, 14); “les retiras el soplo y expiran y a su polvo retornan” (Sal 104, 29). Ahora bien, el antropomorfismo de un Dios alfarero, modelando del barro una figura humana y haciéndola vivir al insuflarle el aliento, es tan evidente que hay que preguntarse qué quiere decir J con esta descripción; obviamente, ni él ni los destinatarios de su relato entendían dicha descripción como literalmente válida. Ante todo, es indudable que el yahvista enfatiza deliberadamente la relación nativa que liga al hombre con la tierra: adam es de la adamah (el mismo parentesco etimológico se recoge en latín: homo-humus) Tal relación de origen se trocará, al final de la existencia humana, en una relación de destino: adam torna a la adamah de la que procedía (Gen 3, 19). Y entre esta doble relación, de origen y de destino, la vida del hombre se desplegará en la relación dinámica de su trabajo sobre la adamah (vv. 5. 15). Para el yahvista, por tanto, no ofrece la menor duda el carácter terreno del hombre; éste no está en el mundo como en un medio hostil o extraño a su naturaleza; bien al contrario, está ligado a él por una suerte de parentesco, por una afinidad estrecha y permanente, predicable del comienzo, del desarrollo y del término de su existencia. Por otra parte, esta condición terrena del hombre ilustra su nativa e irreparable caducidad. Habiendo sido formado del barro, su complexión adolece de la misma fragilidad que caracteriza a la humilde vasija quebradiza. Y, lo que es más importante aún, su ser está en la misma relación de dependencia respecto del creador que liga la vasija al alfarero que la modeló. El hombre está en las manos de Dios como el barro en las manos del alfarero; la idea es frecuente en la Biblia, del Antiguo al Nuevo Testamento. Así pues, la imagen del Dios alfarero sintetiza felizmente las dos primeras relaciones constitutivas del ser humano: el debajo de la tierra y el arriba de Dios. Situado entre estos dos polos, el hombre no puede renegar de ninguno de ellos; en cuanto adam de la adamah, debe fidelidad a la condición mundana en la que está arraigado y, a la vez debe acatamiento al Dios de quien depende absolutamente. En el acogimiento de esa dependencia le va la vida; una vida que, por lo demás, encontrará sus medios de subsistencia y de realización personal en la relación dinámica con el entorno terreno. Vv. 8-17. La amplia perícopa del jardín de Edén está redactada con la vista puesta en el c. 3. Nos limitaremos aquí a lo que más interesa a nuestro propósito. El v. 15 (“tomó Yahvé Dios al hombre y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivase y cuidase”) retoma el hilo de la narración donde lo había dejado el v. 7. Si allí se esbozaba ya la relación del hombre a la tierra, su ingrediente base y su solar nativo, ahora se precisa que esa relación es actuada en el trabajo presagiado en el v. 5, donde se nos hablaba de un mundo aún estéril y desnudo, al no contar todavía con el hombre. Al concepto helenista de jardín paradisiaco como lugar de ocio contemplativo (de no-trabajo) sucede el de un “paraíso” que lo es en cuanto espacio de la laboriosidad humana; para el adam de la adamah nada es más natural que una presencia activa en el mundo. El trabajo físico, tan alejado del ideal humanista griego –según el cual ese tipo de actividad correspondería al siervo, al infra-hombre-, es para la antropología bíblica algo sobreentendido, totalmente exento de toda connotación negativa; el hombre no conduciría una vida humana sin el trabajo. Disfrutar de la tierra y trabajarla son cosas complementarias, no opuestas. La oposición surgirá posteriormente (3, 17s.) cuando el pecado perturbe el orden original. Tras la diversa valoración del trabajo en la tradición griega y en la bíblica laten dos modelos antropológicos bien distintos: el que secciona al hombre en dos mitades, la corporal (inferior e inauténtica) y la espiritual (superior, propiamente humana), y el que, no dividiendo al hombre en dos mitades, no tiene motivos para estimar con prevención su contacto directo con la materia. Notemos, en fin, que los dos verbos utilizados en el v. 15, “cultivar-cuidar”, “han de entenderse complementariamente”. Trabajando la tierra, el hombre la cuida, tutela su integridad, cumple el destino para el que ha sido creada por Dios (recuérdese el v. 5). Y viceversa: se tiene cuidad de la tierra en la medida en que se la cultiva, no se la deja estéril y sin fruto. Ya el parentesco de adam con la adamah permite sospechar que, si bien la relación del hombre con el mundo es de superioridad jerárquica (gracias a aquél, éste cobra sentidos, recibe su forma adecuada), tal superioridad ha de estar impregnada de una premura amorosa. La idea de un dominio despótico del hombre sobre la tierra y de un trabajo humano que, en vez de tutelarla, la exprime y esquilma, es totalmente ajena al sentido de nuestro texto. Añádase además que le entero Antiguo Testamento reitera insistentemente que sólo Dios, y no el hombre, es el único señor legítimo del mundo. Interpretar este encargo divino en el sentido de un señorío arbitrario de la humanidad sobre su entorno natural es falsificar tanto el propio encargo como la condición humana misma, que- según se observó más arriba- le debe a la tierra una solidaridad que se remonta a sus orígenes, y le debe a Dios el reconocimiento de la verdadera soberanía sobre todo lo creado. Hay, pues, en nuestro texto una especie de sensibilidad ecológica implícita que se alza como instancia crítica de la hýbris humana en su modo de tratar con la naturaleza. Esta se le confía al hombre; es puesta bajo su tutela como la criatura menor de edad es confiada al tutor, no como una propiedad es entregada al heredero dilapidador. El hombre abusará de la misión recibida cuantas veces separe los dos verbos con que tal misión se formulaba. Si el trabajo humano no es cuidado de lo que s trabaja, tampoco será cumplimiento, sino traición, de la orde divina. La perícopa del paraíso se cierra con la estipulación de otro mandato (vv. 16- 17). Pero éste afecta ahora no ya a la relación hombre-tierra, sino a la otra relación, la que vige entre el hombre y Dios. El mandato toma la forma de una prohibición. A decir verdad, es una prohibición bien modesta: el hombre puede usar de todos los árboles del jardín excepto uno. Pero transgredir esta prohibición significará su muerte. Se ha dicho antes que el ser humano está en las manos de Dios como el barro en las manos del alfarero. De él ha recibido la vida, y sólo la conservará en la obediencia a su voluntad. Se trata pues, de la relación vital por excelencia, en el más estricto sentido del término; únicamente en la comunión con Dios, fuente de la vida, hay vida estable. De otro lado, imponiéndole este precepto, Dios le descubre al hombre su carácter de ser libre, ratifica su índole personal y responsable; Adán está frente a Dios como un sujeto, un dador de respuesta, no como un simple objeto de su voluntad. El hombre es estructuralmente capaz de desobediencia; luego su obediencia es una manifestación de la libertad. La omnipotencia de Dios llega aquí a su culmen; no en el hecho de producir el mundo de la nada, sino en hecho de crear un ser capaz de negar libremente a su creador. Emerge así la peculiar dialéctica de una relación de dependencia no alienante, sino liberadora, tan propia de la mentalidad bíblica. El hombre ha surgido a la existencia como el tú al que Dios e dirige con quien habla y del que espera respuesta. A ninguna otra criatura ha tratado Dios de este modo. El precepto del v. 16, a la vez que subraya la absoluta superioridad de Dios sobre el hombre, entroniza a este por encima del resto de la creación. Que sólo el hombre reciba un precepto de Dios significa, pues, que es inferior a Dios y que es sólo inferior a Dios y superior a todo lo demás. Su superioridad respecto a la tierra estaba ya reconocida en la consigna del trabajo; la perícopa siguiente la confirmará de manera decisiva, haciéndola valer también sobre el resto de los seres vivos. Subrayemos la idea que acabamos de formular: la relación de inferioridad respecto a Dios infiere una relación de superioridad respecto a todo lo demás. A la pregunta planteada en nuestros días sobre si hay alguna forma de dependencia que no sea alienante, o algún tipo de poder que no esclavice, el pensamiento bíblico responde afirmativamente: ni el poder de Dios ni el reconocimiento de la dependencia de Dios son factores opresivos. Yahvé no es Zeus; no es la divinidad caprichosa, despótica y celosa del hombre; es el Dios dador de vida, padre, aliado y amigo del hombre. Adán no es Prometeo; no es el peligroso concurrente de la divinidad, sino su interlocutor, su tú. La relación a Dios es para él la primera, lógica y cronológicamente: durante cierto tiempo, el hombre está solo ante Dios; éste es el único tú con quien puede relacionarse. Lo que significa que Adán está ya constituido en su radical ser persona por esta relación primera y fundante, y que, por tanto, cuando se dirija al resto de la criaturas lo hará ya como tal persona, desde la superioridad de la subjetividad responsable que le ha sido conferida junto con el ser, desde el primer momento de su existencia, por la relación originaria a su creador. Desde esta perspectiva se evidencia también cómo el rechazo de que Marx hace objeto a la idea de creación, so pretexto de que con ella se instauraría una dependencia lesiva de la autonomía del ser humano, pasa de largo ante este singularidad del modo bíblico de comprender a Dios, al hombre y a la relación Dios-hombre, para malentender esta constelación de realidades al modo pagano. Vv. 18-20. “No es bueno que el hombre esté solo”; con esta declaración divina el autor emprende el último tramo de su informe sobre la creación del hombre. Esta, en efecto, todavía no ha concluido. Las dos relaciones –a Dios y al mundo- de las que se nos ha hablado hasta ahora son ciertamente fundamentales, pero no bastan; el hombre solo no está aún completo. En realidad, tampoco es exacto que el hombre esté solo; ya es interlocutor de Dios. Lo que el texto insinúa es que, para ejercer el hecho esta interlocución trascendente, el hombre precisa de un interlocutor inmanente. Para ser efectivamente el tú de Dios, Adán necesita un tú humano, un ser que le sea a la vez semejante y diferente; si fuese sólo semejante, réplica o doble, no sería su complemento; y si fuese sólo diferente, no sería su acompañante. Con este ser el hombre puede ya hacer el ensayo de afirmar al otro Ser, también semejante y diferente, que es el tú divino. Por lo demás, a la antropología bíblica le es extraña una concepción monádica del ser humano; el hombre es carne junto a carne, precisa de la relación interpersonal creada, amén de la relación al tú divino y a su medio natural. Necesita “una ayuda adecuada”. En este punto, y cuando la lógica del relato parecía postular el abordaje de la creación de la mujer, inesperadamente J nos presenta a Dios creando los animales. Los “lleva ante el hombre” para que éste les imponga nombres (vv. 19- 20). Mas, al término de este desfile en el que Adán ha pasado revista a todos los seres vivos y los ha “nombrado”, el saldo es decepcionante: en ellos “no encuentra la ayuda adecuada”. Este primer ensayo para completar al hombre se consuma, pues, con lo que parece un fracaso, una ocasión perdida. ¿Por qué ha dado J al curso de su narración este giro sorprendente? Ante todo, es imposible no ver aquí una polémica contra la homologación de lo humano y lo animal, presente por ejemplo en el poema de Gilgamés, en el que uno de los protagonistas, Enkidu, ha convivido durante mucho tiempo con los animales. El yahvista quiere dejar claro que el hombre no puede encontrar en ellos su complemento, porque los trasciende. La imposición de nombres es en el antiguo Oriente un acto de dominio; nombrando a los animales, el ser humano manifiesta su superioridad cualitativa respecto del resto de los seres vivos. Es esta ruptura de nivel lo que Adán debe constatar por sí mismo para adquirir así conciencia de su singularidad; os animales no acompañan al hombre, lo sirve; él sigue estando solo e incompleto. Así las cosas, tanto más inadmisible han de resultar ciertas prácticas paganas de las que tampoco Israel se libró: la zoolatría (2Re 18, 4; Ex 32, 1-6) es una perversión de la jerarquía natural que J establece; el pecado de bestialidad, frecuente en un pueblo de pastores y contra el que la legislación israelita tuvo que fulminar duros anatemas (Lv 18, 23; Dt 27, 21; Ex 22, 18), es una aberración degradante. La catequesis del yahvista está teniendo en su punto de mira estas dos desviaciones, en las que el pueblo ha incurrido a veces. Ahora queda ya el terreno despeado para que destaque, por un efecto de contraste, la singularidad de la mujer, su no pertenencia al reino animal, constatación insultante en nuestros días, más no superflua en la cultura donde se emplaza nuestro texto. La mujer, como el hombre, dista cualitativamente de la condición animal. Con ella sí que se alcanzará finalmente el objetivo enunciado en el v. 18. V. 21. Dios infunde en el hombre “un profundo sopor”. No se trata de una suerte de anestesia con vista a la operación que tendrá lugar a continuación; en la tradición bíblica, el sueño es espacio de revelación; es también el expediente con el que se subraya la gratuidad de la acción divina y su carácter misterioso. Por eso dicha acción no participa activamente en la creación de la mujer, no puede darse a sí mismo lo que le falta; debe recibirlo como ha recibido su propia existencia, como un puro regalo divino. Podría aún ensayarse otra interpretación, más poética, de este sueño del varón que preludia la aparición de la mujer; ésta está hecha de los sueños del hombre; es, en un sentido riguroso, lo soñado por él. En cualquier caso, siendo el sueño ámbito privilegiado del misterio, el que ahora nos ocupa sugiere ya el misterio insondable e la relación sexual, parábola del misterio insondable de la relación teologal, desde Oseas hasta Pablo, pasando por el Cantar de los Cantares. El texto prosigue; Yahvé extrae una costilla del hombre, pero, antes de cerrar ese costado abierto, “lo rellena con carne”. La acción divina no deja herida ni debe producir sensación de vacío; su lógica apunta a todo lo contrario. Pero de nuevo hay que preguntarse por qué describe J de este modo la creación de la mujer, cuál es la clave significativa que se esconce tras esta descripción, ostensiblemente simbólica. El cuarto evangelio, que comenzaba con una transcripción cristológica de Gen 1 (Jn 1), concluye con otra referencia a la historia bíblica de los orígenes: la apertura del costado de Cristo, el nuevo Adán (Jn 19, 31-36), reproduce y descifra esta primera apertura del costado del hombre. El ser humano logra su consumación en la medida en que se abre y se entrega; alcanza su identidad no cerrándose sobre sí, sino dándose. Para que Adán esté finalmente completo es preciso este abrirse de su ser propio al otro. Y del mismo modo que del costado abierto de Cristo brotó la nueva humanidad (nacida del agua y la sangre, del bautismo y la eucaristía) del costado abierto del primer hombre surgirá “la madre de la humanidad” (Gen 3, 20). Pero acaso esta interpretación de la apertura del costado de Adán rebase el sentido literal y la intención d J. Si es seguro, en cambio, que esta descripción del origen de la mujer está apuntando a subrayar el fenómeno de experiencia de la atracción mutua entre los dos sexo. El hombre tiende hacia la mujer porque percibe en ella algo suyo, porque se sabe y se siente incompleto sin su “mitad”. Vv. 22-23. Dios “lleva a la mujer ante el hombre”. Este no puede encontrarse casualmente con ella; tiene que descubrirla, reconocerla y aceptarla libremente como su tú. Con los animales se ha limitado a nombrarlos, es decir, a comprobar su existencia ya a tomar posesión de ellos como su señor, pero no los ha acogido en su ser; más bien ha percibido la distancia que le separaba de ellos, resonando psicológicamente en la persistente sensación de soledad. A la mujer, en cambio, la saludará con un himno de júbilo y acción de gracias: “esta vez sí…” (la decepción no se repite ahora); “…hueso de mis huesos y carne de mi carne”. La acogida del hombre es tanto más libre cuanto que ha sido precedida por una ponderación y una repulsa de las otras posibilidades (vv. 19-20). El sí que ahora se profiere está autentificado como un sí consciente, porque ha seguido a otros noes conscientes. Pero este sí, a la vez que aprobación de la mujer, es aprobación de la propia humanidad. Reconociendo a ese tú humano, el yo de Adán tiene por sí mismo. La única forma recta de autoafirmación la efectúa el ser humano cuando afirma a su semejante; no puede sr él mismo o, mejor, no puede ser yo, sin asentir al tú. La intraducible etimología del v. 23b (“issah del ish”: “varona” del varón) se corresponde de algún modo con la que figura al comienzo del relato (“adam” de la “adamah”), para certificar el vínculo indisoluble que liga al varón y a la mujer, como liga al hombre ya a la tierra. Por lo demás, que la mujer haya sido sacada del varón como éste ha sido sacado de la tierra, insinúa que ella es más humana que él, es humana desde su mismo origen; el varón es “la tierra” de la mujer. Si ahora contemplamos retrospectivamente la perícopa, comprenderemos mejor el proceso narrativo planeado por J. A diferencia de los animales, la mujer ha de ser percibida por el hombre como don no aleatorio, sino libremente escogido, como su tú. Para ello el hombre tenía que poder rechazar otras alternativas. Acogiendo a la mujer, el hombre acoge y asume su propia humanidad, distinguiéndola de la animalidad. Ahora está finalmente completo; es humano en la comunidad interpersonal, no en la soledad existencial. “Con la creación de la mujer llega a su término la creación del hombre”. V. 24. Comentario aquiescente del autor al canto jubiloso de Adán. Este y la mujer son en verdad “una sola carne”, comunión de ser en dos personas distintas. Tal complementariedad recíproca es tan importante según J que basta para justificar la relación hombre-mujer sin necesidad de apelar a otra finalidad, como podría ser la procreación. V. 25. Con este verso articula J los cc. 2 y 3, preparando el desencadenamiento del drama. “Estaban desnudos sin avergonzarse”; hombre y mujer están frente a frente, mostrándose tales cuales son, abiertamente sin ocultarse nada, en total patencia y mutua disponibilidad. Ese es el estatuto originario de la relación hombre-mujer: la desnudez inocente, ni turbadora ni turbada. A la vista de lo que va a seguir, n puede menos de captarse en este comentario de J una nota de nostálgico pesar por el bien ahora perdido.