Sensibilidad e Inteligencia en el Mundo Vegetal (PDF)
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2015
Stefano Mancuso,Alessandra Viola
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Este libro explora la inteligencia y la sensibilidad de las plantas. Los autores, expertos en neurobiología vegetal, argumentan que las plantas son seres vivos sofisticados capaces de interactuar con su entorno, resolviendo problemas y comunicándose. A través de investigación científica, demuestran que las plantas son mucho más complejas de lo que comúnmente se cree.
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Stefano Mancuso es una de las máximas autoridades mundiales en el campo de la neurobiología vegetal. Profesor asociado en la Universidad de Florencia, dirige el Labor...
Stefano Mancuso es una de las máximas autoridades mundiales en el campo de la neurobiología vegetal. Profesor asociado en la Universidad de Florencia, dirige el Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal y es miembro fundador de la International Society for Plant Signaling & Behavior. Ha publicado diversos Por cortesía del autor libros y más de 250 artículos científicos en revistas internacionales. Alessandra Viola es periodista científica y colabora con numerosos periódicos y revistas. En 2007 recibió de la Fundación Armenise-Harvard una beca de estudio por el mejor artículo científico del año. En 2011 dirigió el Festival della Scienza Live de Génova. Documentalista y guionista de programas de televisión para la RAI, es Por cortesía de la autora doctora en Ciencias de la Comunicación por la Universidad La Sapienza de Roma. Las plantas podrían perfectamente vivir sin nosotros, en cambio nosotros sin ellas nos extinguiríamos en un breve período de tiempo. Es más, en el planeta Tierra existe tan sólo un 0,3% de vida animal frente a un 99,7% de vida vegetal. Y sin embargo expresiones como «vegetar» o «ser un vegetal» indican en casi todas las lenguas unas condiciones de vida reducidas a la mínima expresión. Cuando pensamos en las plantas, nos sentimos tentados a atribuirles dos características: inmovilidad e insensibilidad. Pero investigaciones científicas llevadas a cabo durante los últimos cincuenta años han demostrado que las plantas son sensibles (es decir que están dotadas no sólo de los cinco sentidos que posee la especie humana sino de hasta quince sentidos más), se comunican e intercambian información (entre ellas y con los animales), duermen, memorizan, cuidan de sus hijos, tienen su propia personalidad, toman decisiones e incluso son capaces de manipular a otras especies. ¿Cómo negar pues que también son inteligentes? Su capacidad para resolver los problemas que se les presentan ha sido probada por los estudios más recientes. Este libro se adentra en el fascinante mundo de las plantas desde el rigor científico y al mismo tiempo usando un lenguaje accesible a cualquier lector. Y pone al descubierto lo mucho que les debemos y, más aún, lo mucho que aún nos pueden enseñar. La traducción de este libro ha recibido una ayuda de SEPS- Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche. Via Val d'Aposa 7, 40123 Bologna (Italia), Fax (+39) 051 265983, [email protected], www.seps.it Título de la edición original: Verde brillante. Sensibilità e intelligenza del mondo vegetale Traducción del italiano: David Paradela López Publicado por: Galaxia Gutenberg, S.L. Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª 08037-Barcelona [email protected] www.galaxiagutenberg.com Edición en formato digital: marzo 2015 © Giunti Editore S.p.A., Florencia-Milán, 2013 www.giunti.it © de las ilustraciones: Stefano Mancuso © de la traducción: David Paradela, 2015 © Galaxia Gutenberg, S.L., 2015 Ilustración de portada: © Freshidea – Fotolia © Beboy – Fotolia Conversión a formato digital: Maria Garcia Depósito legal: DL B 3081-2015 ISBN: 978-84-16252-63-3 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, a parte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45) Introducción ¿Son las plantas seres inteligentes? ¿Son capaces de resolver problemas? Se comunican con el entorno que las rodea, con las otras plantas, con los insectos o con los animales superiores ¿O son, por el contrario, organismos pasivos, carentes de sensibilidad y de cualquier tipo de comportamiento individual y social? Para responder a estas preguntas debemos remontarnos hasta la antigua Grecia. Ya entonces, de hecho, interrogantes parecidos a éstos eran objeto de encendidas disputas entre los filósofos, divididos en escuelas de pensamiento contrapuestas, tanto a favor como en contra de la posibilidad de que las plantas tuvieran «alma». ¿En qué se fundaban sus argumentaciones y, sobre todo, por qué varios siglos de descubrimientos científicos no han bastado para dirimir la cuestión? Curiosamente, muchos de los argumentos que hoy en día se presentan son los mismos que se esgrimían hace varios siglos, argumentos que, más que en la ciencia, se apoyan en el sentir común y en numerosos prejuicios que desde hace milenios forman parte de nuestra cultura. Si bien una observación superficial parece sugerir que el mundo vegetal posee un nivel de complejidad decididamente bajo, la idea de que las plantas son organismos sensibles capaces de comunicarse, tener vida social, resolver problemas complejos mediante el uso de refinadas estrategias, de que son, en una palabra, «inteligentes», ha aflorado en distintos momentos a lo largo de los siglos. En diferentes épocas y en contextos culturales heterogéneos, filósofos y científicos (de Platón a Demócrito, de Linneo a Darwin, de Fechner a Bose, por citar sólo unos cuantos de los nombres más conocidos) han expresado su convicción de que las plantas están dotadas de habilidades mucho más refinadas que las que comúnmente se observan. Hasta mediados del siglo pasado, se trataba tan sólo de intuiciones geniales, pero los descubrimientos de los últimos cincuenta años han arrojado luz por fin sobre el asunto, obligándonos a observar el mundo vegetal con nuevos ojos. De ellos hablaremos en el primer capítulo, en el que descubriremos que los motivos aducidos para negar la inteligencia de las plantas se fundamentan, aún hoy, no tanto en datos científicos, sino sobre todo en prejuicios y creencias que habitan desde hace milenios en la cultura humana. No obstante, el momento actual parece el más indicado para se produzca un giro en nuestra manera de pensar: gracias a decenas de experimentos, hemos empezado a ver las plantas como seres capaces de calcular y de elegir, de aprender y de recordar, tanto es así que, entre otras muchas polémicas más o menos razonables, hace algunos años Suiza –primer país en el mundo– reconoció sus derechos con una ley ad hoc. Pero ¿qué son en verdad las plantas y cómo están hechas? El ser humano vive con ellas desde su aparición sobre la Tierra y, sin embargo, no podemos decir que las conozca. No se trata únicamente de un problema científico o cultural: la razón última de esta difícil relación reside en la distinta manera en que humanos y plantas han evolucionado. El ser humano, como cualquier otro animal, posee órganos únicos y es, por lo tanto, un ser indivisible. Las plantas, en cambio, son organismos sésiles (es decir, que no pueden desplazarse), y por eso han evolucionado de manera distinta, construyendo un cuerpo modular, carente de órganos únicos. El motivo de esta «solución» es evidente: un depredador herbívoro que arrancase un órgano cuya función no pudiera llevarse a cabo en ninguna otra parte provocaría al instante la muerte de la planta. Esta diferencia sustancial con respecto al mundo animal es también una de las principales razones que hasta hoy nos han impedido conocer a fondo las plantas y reconocerlas como seres inteligentes. Trataremos de explicar cómo ha ocurrido esto en el segundo capítulo, en el que veremos que todas las plantas son capaces de sobrevivir a depredaciones a gran escala y que son, en definitiva, muy diferentes de los animales: seres divisibles, dotados de numerosos «centros de mando» y con una estructura reticular no muy distinta a la de internet. En un futuro cercano, será cada vez más importante conocer bien las plantas. De ellas ha dependido nuestra existencia sobre la Tierra (sin la fotosíntesis nunca se habría creado el oxígeno que posibilita la vida de los animales del planeta) y de ellas depende aún hoy nuestra supervivencia (se hallan en la base de la cadena trófica), sin contar que ellas son también el origen de las fuentes energéticas (los combustibles fósiles) que desde hace milenios son el sostén de nuestra civilización. Se trata, por lo tanto, de «materias primas» preciosas, fundamentales para la alimentación, la medicina, la energía y los materiales. De ellas depende cada vez más nuestro futuro desarrollo científico y tecnológico. En el tercer capítulo descubriremos que las plantas poseen los mismos cinco sentidos de los que está dotado el ser humano: vista, oído, tacto, gusto y olfato, cada uno de ellos desarrollado a la manera «vegetal», obviamente, pero no por ello menos satisfactoria. Así pues, ¿es lícito pensar que, desde este punto de vista, sean similares a nosotros? Nada más lejos: las plantas son extremadamente más sensibles y, además de nuestros cinco sentidos, poseen por lo menos otros quince. Por ejemplo, sienten y calculan la gravedad, los campos electromagnéticos, la humedad y son capaces de analizar numerosos gradientes químicos. Las similitudes, contrariamente a lo que suele creerse, acaso se acentúan más en el aspecto social. En el cuarto capítulo veremos que gracias a sus sentidos las plantas se orientan en el mundo e interactúan con otros organismos vegetales, con los insectos y con los animales, con los que se comunican mediante moléculas químicas e intercambian información. Las plantas hablan entre ellas, reconocen a sus familiares y dan pruebas de tener caracteres distintos. Al igual que en el reino animal, en el vegetal existen plantas oportunistas y plantas generosas, honestas y falaces, que recompensan a quienes les ayudan y castigan a quienes tratan de lastimarlas. ¿Cómo negar que sean inteligentes? En última instancia, se trata de una cuestión terminológica y depende de la definición de inteligencia que elijamos. En el quinto capítulo veremos que la inteligencia puede interpretarse como la «capacidad para resolver problemas» y nos daremos cuenta de que, si partimos de esta definición, las plantas no sólo son inteligentes, sino incluso brillantes a la hora de adoptar soluciones con las que hacer frente a las dificultades inherentes a su existencia. A modo de ejemplo: las plantas no poseen un cerebro como el nuestro, pero a pesar de ello son capaces de responder de manera adecuada a estímulos externos e internos; por decirlo en términos que pueden parecer extraños aplicados a una planta: son «conscientes» de lo que son y de lo que las rodea. El primero en sugerir, apoyándose en datos científicos ciertos y cuantificables, que las plantas eran organismos mucho más sofisticados de lo que se pensaba fue Charles Darwin. Hoy en día, a casi un siglo y medio de distancia, disponemos de un imponente corpus de investigación que atestigua que las plantas superiores son, en efecto, «inteligentes», es decir, capaces de captar señales procedentes del entorno, de elaborar la información obtenida y de calcular las soluciones más adecuadas para la supervivencia. Pero esto no es todo: las plantas evidencian también lo que se conoce como «inteligencia de enjambre», que les permite comportarse no como un individuo, sino como una multitud y manifestar comportamientos grupales similares a los de una colonia de hormigas, un banco de peces o una bandada de pájaros. En general, las plantas podrían vivir sin nosotros. Nosotros, en cambio, sin ellas nos extinguiríamos en poco tiempo. Y aun así, tanto en nuestra lengua como en casi todas las demás, expresiones como «vegetar» o «ser un vegetal» han pasado a indicar unas condiciones de vida reducidas a su mínima expresión. «¿Quién es aquí el vegetal?» Si las plantas pudieran hablar, quizá ésta sería una de las primeras preguntas que nos harían. I La raíz del problema Al principio fue el verde: un caos de células vegetales. Después Dios creó los animales y, por último, al más insigne entre ellos: el hombre. En la Biblia, como en muchos otros mitos cosmogónicos, el hombre es el fruto supremo de los esfuerzos divinos, el elegido. Aparece casi al final de la Creación, cuando todo está ya dispuesto para él, listo para ser sometido y gobernado por el «amo de todo lo creado». Como sabemos, la obra divina se realiza en un espacio de siete días. Las plantas se crean al tercero, mientras que la más presuntuosa de las criaturas vivas viene al mundo –en último lugar– sólo al sexto. Un orden de llegada que, con las diferencias que se quieran, respalda el actual saber científico, según el cual las primeras células vivientes capaces de realizar la fotosíntesis aparecieron en el planeta hace más de 3.500 millones de años, mientras que del primer Homo sapiens, el llamado «hombre moderno», no se tienen noticias hasta hace doscientos mil años (que en términos evolutivos es como decir hace un rato). El hecho de haber llegado el último no le ha impedido al ser humano sentirse un privilegiado, a pesar de que los actuales conocimientos en materia de evolución hayan redimensionado de forma drástica su rol como «dominador del universo», relegándolo al menos prestigioso papel de «último en llegar». Una posición relativa que no le garantiza a priori ninguna supremacía sobre las demás especies, a pesar de que un buen número de condicionamientos culturales nos muevan a pensar lo contrario. A lo largo de los siglos, multitud de filósofos y científicos han expuesto la idea de que las plantas están provistas de «cerebro» o «alma» y de que incluso los organismos vegetales más simples son capaces de percibir y reaccionar a los estímulos externos. De Platón a Demócrito, de Fechner a Darwin (por citar sólo unos pocos ejemplos), algunas de las mentes más geniales de todos los tiempos se han mostrado favorables a admitir la inteligencia vegetal, atribuyendo en algunos casos a las plantas la capacidad de sentir o, en otros, imaginándolas como hombres con la cabeza bajo tierra: seres vivos, sensibles, inteligentes y dotados de todas las facultades humanas, a excepción de las que les impide esa… curiosa posición. Decenas de grandes pensadores han teorizado y documentado la inteligencia de los vegetales. Y, sin embargo, la convicción de que las plantas son seres menos inteligentes y evolucionados incluso que los invertebrados, y de que en una «escala evolutiva» hipotética e inexistente –aunque bien arraigada en nosotros– figuran apenas un escalafón por encima de los objetos inanimados, resiste en la cultura humana en todas las latitudes y se manifiesta aquí y allá en nuestras actitudes cotidianas. Por muchas que sean las voces que, apoyándose en experimentos y descubrimientos científicos, se muestren a favor de la admisión de la inteligencia vegetal, muchas más son las que se oponen a esta hipótesis. Como si existiera entre ellas un acuerdo tácito, las religiones, la literatura, la filosofía y hasta la ciencia moderna han trabajado codo con codo para divulgar en la cultura occidental la idea de que las plantas son seres dotados de un nivel de vida (de «inteligencia», por el momento, ya ni hablemos) inferior al del resto de especies vivas. LAS PLANTAS Y LAS GRANDES RELIGIONES MONOTEÍSTAS «De cada especie de aves, de ganados y de reptiles vendrán a ti por parejas para que conserven la vida» (Génesis 6,20). Con estas palabras, según el Antiguo Testamento, indicó Dios a Noé qué cosas salvar del diluvio universal para que la vida pudiera perpetuarse en nuestro planeta. Así pues, antes del diluvio, Noé, obedeciendo el sagrado dictamen, cargó en el arca aves, animales y toda criatura que se moviera: seres «puros» y seres «impuros» por parejas, a efectos de garantizar la reproducción de las especies. ¿Y las plantas? No hay mención alguna de ellas. En las Sagradas Escrituras, el mundo vegetal no sólo no se considera igual al animal, sino que ¡ni siquiera se lo considera! Queda abandonado a su suerte, que probablemente consista en quedar aniquilado bajo el diluvio o sobrevivir junto con los objetos inanimados. Las plantas merecen tan poca consideración que no hay ni que preocuparse por ellas. Sin embargo, las contradicciones de este pasaje no tardan en manifestarse. Y la primera se hace patente poco más adelante, en la misma narración. Tras el largo naufragio del arca, cuando ya hace varios días que ha cesado la lluvia, Noé echa a volar una paloma para que le traiga noticias del mundo. ¿Ha emergido alguna porción de tierra? ¿Se halla cerca? ¿Será habitable? La paloma da respuesta a todas esas preguntas al regresar con una rama de olivo en el pico: la planta es la prueba de que la tierra ha emergido y de que sobre ella la vida vuelve a ser posible. Noé, por consiguiente (aunque en ningún momento lo afirme de forma explícita), sabe muy bien que sin plantas no puede haber vida sobre la Tierra. La noticia de la paloma pronto se confirma y poco después el arca encalla en el monte Ararat. El gran patriarca desembarca, hace bajar a los animales y da gracias al Señor. Su misión ha quedado cumplida. Y ¿qué es lo primero que hace Noé, ahora libre? Plantar una viña. Pero ¿de dónde sale esa viña, si no se la menciona en ninguna otra parte de la historia? Evidentemente, antes del diluvio, Noé la habría llevado consigo, consciente de su utilidad, aunque no de su pertenencia a las especies vivas. De este modo, sin que el lector se dé cuenta, la narración de las Sacras Escrituras transmite la idea de que las plantas no son criaturas vivas. A dos de ellas, el olivo y la viña, el Génesis les atribuye el valor del renacimiento y de la vida, pero al mundo vegetal en general no se le reconoce ninguna característica vital. No puede decirse que el cristianismo sea la única religión que niega a las plantas el estatuto de seres vivos. También el islam y otras confesiones religiosas se han negado implícitamente a reconocer su vida, equiparándolas de facto a los objetos inanimados. El arte islámico, por ejemplo, con el fin de respetar la prohibición de representar a Dios o cualquier otra criatura viva, se entrega generosamente a la representación de plantas y flores, de suerte que el estilo floral se ha convertido en poco menos que su seña de identidad, gracias, por supuesto, a la convicción de que los vegetales no son seres vivos: de no ser así, ¡sería imposible representarlos! Lo cierto es que en el Corán no figura ninguna prohibición expresa contra la representación de los animales; la interdicción se encuentra en los hadices –los dichos del profeta Mahoma, base de la interpretación de la ley coránica–, en virtud del hecho de que en el islam no existe más divinidad que Dios, de quien todo procede y a quien todo representa. Lo cual, como es evidente, no vale para las plantas. Sin embargo, no todas las religiones mantienen la misma relación con el mundo vegetal. Los indios de América y varios otros pueblos indígenas les atribuyen un carácter incontestablemente sacro. La relación entre la especie humana y las plantas es ambivalente. El judaísmo, por ejemplo, pese a basarse en el Antiguo Testamento, prohíbe la destrucción gratuita de los árboles y celebra su año nuevo (Tu Bishvat). La ambivalencia reside en el hecho de que, por un lado, el hombre es totalmente consciente de no poder prescindir de las plantas, al mismo tiempo que, por otro, se niega a reconocer la función que a éstas les corresponde en el planeta. Mientras que algunas religiones han sacralizado los vegetales (o mejor, parte de ellos), otras han llegado hasta el punto de odiarlos e incluso demonizarlos. Así ocurrió, por ejemplo, durante la Inquisición, con las plantas supuestamente utilizadas en las pociones de las mujeres acusadas de brujería: junto con las brujas, también el ajo, el perejil y el hinojo fueron sometidos a procesos. Por lo demás, aún hoy las plantas con efectos psicotrópicos gozan de un trato especial: algunas están prohibidas (¿cómo puede prohibirse una planta?, ¿podría prohibirse un animal?), otras están controladas y otras son sagradas y las usan los chamanes en sus ceremonias tribales. EL MUNDO VEGETAL SEGÚN LOS ESCRITORES Y LOS FILÓSOFOS Denostadas o amadas, ignoradas o sacralizadas, las plantas forman parte de nuestra vida y, por consiguiente, del folclore y la literatura. Pero la fantasía de los artistas y los escritores que crean una obra contribuye a la construcción de una visión del mundo. Intentemos, pues, extraer del arte algunos datos acerca de la relación entre el ser humano y el mundo vegetal. Aunque existen importantes excepciones, los escritores se refieren por lo común al mundo vegetal como a un elemento del paisaje, estático e inorgánico, pasivo, como una colina o una cadena montañosa. En filosofía –ya lo hemos apuntado–, los interrogantes acerca de la naturaleza de los organismos vegetales han animado durante siglos las discusiones de las mentes ilustres. Si las plantas estaban dotadas o no de vida (o «alma», como se usaba decir entonces), fue una pregunta que encendió interminables disputas ya varios siglos antes de Cristo. En Grecia, patria de la filosofía occidental, coexistieron durante mucho tiempo dos posiciones opuestas: por un lado, la de Aristóteles de Estagira (384/383 a. C.-322 a. C.), que creía que el mundo vegetal estaba más próximo al inorgánico que al de los seres vivos; por otro, la de Demócrito de Abdera (460 a. C.-360 a. C.) y sus seguidores, que demostraron tener a las plantas en gran consideración, hasta el punto de equipararlas con el ser humano. En sus clasificaciones, Aristóteles dividió a los seres vivos en función de la presencia o ausencia de alma, un concepto que para el filósofo no tiene nada que ver con la espiritualidad; para comprenderlo, debemos remontarnos a la raíz de la palabra «animado», que todavía hoy significa «que tiene la capacidad de moverse». En una de sus obras, escribe: «Dos son las peculiaridades con respecto a las cuales nosotros caracterizamos el alma: el movimiento y el sentido» (De anima, I-II, 403b). Partiendo de esta definición, confirmada por las observaciones que los tiempos permitían, Aristóteles consideró en un principio que las plantas eran seres «inanimados». Poco después, no obstante, tuvo que retractarse. A fin de cuentas, las plantas eran capaces de reproducirse. ¿Cómo sostener que eran seres inanimados? El filósofo optó entonces por una solución distinta y las dotó de un alma de nivel bajo, un alma vegetativa creada expresamente para ellas y que, en la práctica, permitía tan sólo la reproducción. Si bien las plantas no podían considerarse iguales a los objetos inanimados, pues poseían capacidad reproductiva, tampoco había que creer –sentenció Aristóteles– que fueran tan diferentes. El pensamiento aristotélico influenció la cultura occidental durante muchos siglos, sobre todo en determinadas disciplinas científicas, como la botánica, que se vio condicionada por él casi hasta las puertas de la Ilustración. No debe, pues, sorprendernos que durante un largo período de tiempo los filósofos hayan seguido considerando a las plantas como seres «inmóviles», indignos de ulteriores reflexiones. En cualquier caso, desde la Antigüedad hasta nuestros días tampoco han faltado quienes han tributado grandes honores al mundo vegetal. Demócrito, por ejemplo, casi un siglo antes de Aristóteles, describía las plantas de una manera completamente distinta. Su filosofía se basaba en el mecanicismo atomista: todos los objetos, por inmóviles que parezcan, están constituidos de átomos en continuo movimiento intercalados con el vacío. Según esta imagen de la realidad, para el filósofo todo se movía, también las plantas. Es más, sostenía que los árboles podían equipararse a hombres puestos del revés, con la cabeza clavada en el suelo y los pies en alto, imagen que se convertirá en recurrente en distintos momentos a lo largo de los siglos. En la antigua Grecia, pues, la concepción aristotélica y la democritea dieron pie a menudo a una especie de ambivalencia inconsciente según la cual las plantas eran a la vez seres inanimados y organismos inteligentes. A mediados del siglo XVIII esta doble visión seguía viva en la mente y las obras del padre de la botánica sistemática: Linneo. LOS PADRES DE LA BOTÁNICA: LINNEO Y DARWIN Carl Nilsson Linnaeus (1707-1778), más conocido como Carl von Linné, fue un médico, explorador y naturalista que se ocupó, entre otras cosas, de clasificar todas las plantas. De aquí que se lo recuerde también como «el gran clasificador», título que le hace justicia sólo en parte, puesto que su titánica obra de clasificación fue de la mano durante toda la vida de una intensa actividad como investigador. En lo tocante al mundo vegetal, Linneo hizo gala de unas ideas muy personales casi desde buen principio. En un primer momento localizó en los «órganos reproductores» y el «sistema sexual» de las plantas el criterio taxonómico principal sobre el cual urdir su labor clasificadora; curiosamente, esta elección le valió tanto la cátedra universitaria como una condena por «inmoralidad» (que las plantas pudieran tener sexo ya era cosa sabida, pero de aquí a que hubiera que estudiarlo para clasificarlas… La noticia, en su momento, fue motivo de escándalo). Más tarde, el científico se encaprichó con otra teoría innovadora que sólo por azar fue tenida por menos criticable que la primera para la época: sostuvo, con sorprendente determinación y sencillez, que las plantas… duermen. Incluso el título de su Somnus plantarum (El sueño de las plantas), un breve tratado de 1755, deja poco espacio para la cautela que por esos años era común entre los científicos para defender sus teorías ante posibles ataques. A partir de los conocimientos científicos de la época y de sus prolongadas observaciones de la distinta posición que las hojas y ramas adoptan durante la noche, Linneo lo tuvo relativamente fácil para afirmar que las plantas duermen. Por lo demás, todavía faltaban unos siglos para que el sueño fuese reconocido como una función biológica fundamental vinculada a las actividades más evolucionadas del cerebro, de modo que la idea ni siquiera fue rebatida. Hoy en día, la teoría sigue contando con un nutrido número de opositores, y probablemente el propio Linneo, de haber conocido las múltiples funciones del sueño, habría interpretado sus observaciones de manera distinta y habría terminado por negar a las plantas una actividad comparable con la de los animales. De todos modos, eso fue lo que hizo al menos en un caso: el de las plantas insectívoras. Linneo conocía muy bien las plantas que se alimentan de insectos, como por ejemplo la Dionaea muscipula. El científico observó cómo la planta se cerraba para atrapar y, acto seguido, digerir a los insectos, pero la realidad (que la planta se comiera al animal) resultaba tan incompatible con la rígida estructura piramidal de la naturaleza, en la que las plantas quedaban relegadas al escalafón más bajo, que Linneo, al igual que sus coetáneos, se devanó la cabeza por encontrar otras mil posibles explicaciones antes que admitir la pura evidencia. Al margen de la confirmación científica de sus afirmaciones, él mismo propuso en diversas ocasiones que los insectos no morían, sino que permanecían en el interior de la planta por voluntad y conveniencia, que se posaban en ella por casualidad y no porque ésta los hubiera atraído voluntariamente, e incluso que la trampa vegetal se cerraba por azar y que, en cualquier caso, nunca habría sido capaz de retener a un animal. ¡La ambivalencia ante el mundo vegetal todavía estaba bien viva en la mente del gran botánico sueco! Habrá que esperar a Charles Darwin y su tratado sobre las plantas insectívoras de 1875 para que un científico sostenga que existen organismos vegetales que se nutren de animales. Aunque ni siquiera Darwin, con su característica prudencia, llegó al extremo de definirlos como «carnívoros» (como hacemos hoy), pese a estar perfectamente informado de casos como los de algunas supercarnívoras pertenecientes al género Nepenthes, capaces de depredar incluso pequeños animales tales como ratones y otros mamíferos. ¡Y decían de las insectívoras! La prudencia de Darwin no debe escandalizarnos más que la de Galileo y otros científicos de siglos pasados. Precisamente a su «diplomacia» debemos el que poco a poco hayan ido introduciéndose en la conciencia común –y en una comunidad científica por entonces conservadora en extremo– algunas ideas revolucionarias. Pero volvamos un momento a Linneo y preguntémonos: ¿cómo pudo afirmar con tanta osadía que las plantas duermen sin que por ello lo persiguieran o lo desterraran de entre las filas de sus pares? La respuesta es sencilla: durante mucho tiempo se creyó que se trataba de una teoría sin ningún tipo de fundamento y que ni siquiera valía la pena refutarla. Además, ¿a quién podía importarle que las plantas durmiesen o no cuando al sueño no se le asignaba ninguna función específica? Sólo hoy sabemos cuántas y cuán importante son las funciones vitales y cerebrales asociadas a este proceso fisiológico. Por lo demás, hace apenas una década la ciencia moderna aún sostenía que sólo los animales más evolucionados duermen, hasta que el neurocientífico italiano Giulio Tononi lo desmintió en el año 2000 al demostrar que también la mosca del vinagre, uno de los insectos más «simples» que existen, se toma sus bien merecidos descansos. ¿Por qué, pues, no deberían descansar las plantas? Tal vez la única explicación posible sea que esta posibilidad no encaja con la idea que tenemos formada acerca de los vegetales. EL SER HUMANO ES EL SER MÁS EVOLUCIONADO DEL PLANETA. ¿O NO? Lamentablemente, con pocas excepciones o ninguna, la idea del mundo vegetal y de la llamada «pirámide de los seres vivos» que desde hace siglos llevamos en nuestro interior es la que aparece en el Liber de sapiente (Libro de la sabiduría) de Charles de Bovelles (1479-1567), publicado en 1509. La «Pirámide de los seres vivos» de Charles de Bovelles, extraída del Liber de sapiente (1509); nuestra visión del mundo natural todavía es muy parecida. A este propósito, una iluminadora ilustración del volumen vale más que mil palabras: en ella se muestran las especies vivas y no vivas, ordenadas en gradación ascendente. Empieza por las rocas (a las que se asigna el lapidario comentario «est», queriendo decir que una roca existe y punto, sin más atributos), sigue con las plantas («est et vivit», es decir, que la planta existe y está viva, pero nada más) y los animales («sentit», esto es, están dotados de sentidos), hasta llegar al hombre («intelligit», sólo a él le está reservada la facultad del entendimiento). Esta idea de cuño renacentista de que entre los seres vivos existen especies más o menos evolucionadas y dotadas de mayores o menores capacidades vitales sigue en auge en nuestros días. Forma parte de nuestro humus cultural y resulta casi imposible prescindir de ella a pesar de que hayan transcurrido más de ciento cincuenta años desde la publicación, en 1859, de El origen de las especies, la fundamental obra que Charles Darwin nos regaló para que pudiéramos comprender la vida de nuestro planeta. Tanta es su importancia que el gran biólogo Theodosius Dobzhansky escribió: «En biología nada tiene sentido si no es a la luz de la evolución». Las teorías del gran estudioso británico, que fue biólogo, botánico, geólogo y zoólogo, pertenecen hoy en día al patrimonio científico de la humanidad. Sin embargo, la idea de que las plantas son seres pasivos, insensibles y carentes de toda capacidad de comunicación, comportamiento y cálculo –fruto de una imagen de la evolución de todo punto errónea– todavía se halla fuertemente radicada incluso dentro de la comunidad científica. Fue el propio Darwin quien demostró más allá de toda duda razonable que la situación es totalmente otra, pues no existen organismos más o menos evolucionados: desde el punto de vista darwiniano, todos los seres vivos que hoy habitan la tierra se encuentran en el extremo de su rama evolutiva, de lo contrario se habrían extinguido. La cuestión no es baladí, ya que para Darwin encontrarse en el extremo de la cadena evolutiva significa haber demostrado, en el curso de la evolución, una extraordinaria capacidad adaptativa. El genial naturalista tenía muy claro que las plantas son criaturas extremadamente sofisticadas y complejas, con capacidades muy por encima de las que por lo común se les reconocen. Darwin dedicó gran parte de su vida y sus obras al estudio de la botánica (seis libros y unos setenta ensayos), disciplina de la que se valió incluso para ilustrar la teoría de la evolución, gracias a la que goza de fama imperecedera. Con todo, el enorme volumen de las investigaciones de Darwin sobre el mundo vegetal ha permanecido siempre en segundo plano, lo que demuestra una vez más –como si a estas alturas fuera necesario– la escasa consideración de que han gozado siempre las plantas en el ámbito científico. En su libro de 1994, One Hundred and One Botanists, Duane Isely afirma: Sobre Darwin se ha escrito más que sobre cualquier otro biólogo […]. Raramente se lo presenta como botánico […]. Casi todos los darwinistas mencionan, es cierto, el hecho de que escribiera varios volúmenes acerca de sus investigaciones con plantas, pero de paso, como diciendo: «Qué se le va hacer, el gran hombre necesitaba divagar de vez en cuando». Darwin escribe y declara en varias ocasiones que para él las plantas son los seres vivos más extraordinarios que conoce («siempre me ha gustado destacar las plantas dentro del orden de los seres vivos», confiesa en su autobiografía), tesis que retoma y amplía en el fundamental The Power of Movement in Plants, publicado en 1880. Darwin es un científico a la vieja usanza: observa la naturaleza y deduce sus leyes. Pese a no ser un gran experimentador, en este libro ilustra los resultados obtenidos mediante cientos y cientos de experimentos realizados junto a su hijo Francis con el objeto de describir e interpretar los innumerables movimientos de las plantas: multitud de movimientos distintos que en la mayor parte de los casos no se producen en la parte aérea, sino en la raíz, zona que llega a identificar con una especie de «centro de mando». Para el naturalista inglés, el último capítulo de sus obras siempre es el más importante. En él recoge las consideraciones definitivas acerca del argumento tratado, plasmándolas de manera sencilla y accesible a todo el mundo. Un ejemplo admirable lo encontramos en el famoso epílogo de El origen de las especies: Hay grandiosidad en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas, a cuál más bella y maravillosa. En el último y significativo capítulo de su obra sobre el movimiento de las plantas, el estudioso afirma estar claramente convencido de que existe en la raíz algo similar al cerebro de los animales inferiores (afirmación importante sobre la que volveremos, véanse pp. 114-116). Las plantas, ciertamente, poseen miles de ápices radicales, cada uno de los cuales con su propio «centro de cálculo». Lo llamaremos así para que hasta los críticos más malintencionados se den cuenta de que desde Darwin en adelante nadie ha pensado o escrito que en las raíces de las plantas se encuentre un cerebro de verdad –en forma de nuez y semejante al del ser humano– que durante milenios había pasado desapercibido; la hipótesis consiste más bien en pensar que en el ápice radical existe un órgano vegetal análogo, dotado de muchas de las funciones del cerebro animal. Nada de que escandalizarse. Las consecuencias de las afirmaciones de Darwin podían ser enormes, pero el científico se guardó mucho de desarrollarlas en sus libros. Darwin, que escribió The Power of Movement in Plants siendo ya anciano, seguramente era consciente de que las plantas deben ser vistas como organismos inteligentes, pero sabía también que una afirmación como ésa habría provocado un aluvión de críticas contra sus estudios. No olvidemos que ya había tenido problemas para defender la teoría de que el ser humano desciende del simio. Prefirió, pues, dejar a otros, y en especial a su hijo, el deber de desarrollar su tesis. Las ideas y los estudios de Charles influenciaron profundamente a Francis Darwin (1848-1925), que amplió las investigaciones paternas hasta convertirse en uno de los primeros docentes en fisiología vegetal del mundo y escribir el primer tratado en lengua inglesa sobre esta nueva disciplina. A finales del siglo XIX, asociar ambas ideas (la de las plantas y la de la fisiología) todavía tenía algo de paradójico. Sin embargo, Francis, que durante muchos años había estudiado las plantas y su comportamiento junto a su padre, había llegado incluso a convencerse de su inteligencia. El 2 de septiembre de 1908 –siendo ya un estudioso de fama mundial por méritos propios–, con ocasión de la inauguración del congreso anual de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, dejó a un lado las cautelas y declaró que «las plantas son seres inteligentes». Como era natural, su afirmación levantó una gran polvareda, pero Francis se ratificó, aportando nuevas pruebas, en un artículo de treinta páginas publicado en la revista Science ese mismo año. Sus afirmaciones tuvieron un eco extraordinario y el debate saltó a los periódicos de todo el mundo, dividiendo a los estudiosos en dos facciones opuestas. Por un lado, quienes –persuadidos por las pruebas aportadas por Francis Darwin a favor de sus afirmaciones– enseguida se convencieron de la existencia de una inteligencia vegetal; por otro, quienes rechazaban rotundamente esa posibilidad. ¡Igual que en la antigua Grecia! Algunos años antes de que se produjera ese debate, Charles Darwin había mantenido una abultada correspondencia con un botánico de Liguria, injustamente olvidado pese a ser uno de los naturalistas más importantes de su tiempo, al que incluso puede atribuirse el nacimiento de la biología vegetal. Estamos hablando de Federico Delpino (1833-1905), director del Jardín Botánico de Nápoles, un estudioso extraordinario que, gracias a su carteo con Darwin, se había convencido de la inteligencia de los vegetales y se había puesto a investigar sus facultades sobre el terreno, dedicándose durante mucho tiempo de la llamada «mirmecofilia», es decir, la simbiosis que algunas plantas establecen con las hormigas (el término proviene del griego múrmex, «hormiga», y phílos, «amigo»). La página del New York Times con la noticia del anuncio hecho público por Francis Darwin en el congreso anual de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia en 1908: las plantas poseen una forma primordial de inteligencia. Darwin sabía muy bien que muchas plantas producen néctar también fuera de las flores (la mayor parte, obviamente, se produce en la flor con el fin de atraer a los insectos y utilizarlos como difusores de polen durante la polinización) y había observado que dicho néctar, rico en azúcar, atrae a las hormigas. Sin embargo, nunca llegó a estudiar el fenómeno de manera detallada porque estaba convencido de que la producción «extrafloral» (por producirse fuera de la flor) del néctar se debía básicamente a la eliminación de sustancias residuales por parte de la planta. Pero Delpino no estaba de acuerdo con el maestro en este punto. El néctar es una sustancia energética cuya producción supone para la planta un gran esfuerzo. ¿Por qué motivo –se preguntaba el botánico– iba a deshacerse de él? Sin duda, la explicación tenía que ser otra. Partiendo de la observación de las hormigas, Delpino llegó a la conclusión de que las plantas mirmecófilas secretan néctar fuera de la flor precisamente para atraer a estos insectos y servirse de ellos para una sutilísima estrategia defensiva: las hormigas, al estar bien alimentadas, defienden a las plantas de los herbívoros como si fueran auténticos guerreros. ¿Nunca os habéis apoyado en una planta o en un árbol y habéis tenido que alejaros rápidamente debido a los mordiscos de estos pequeños himenópteros? Las hormigas salen de inmediato en defensa de la planta que las hospeda y agreden al potencial depredador, obligándolo a retirarse. Se hace difícil negar que se trata de un comportamiento muy beneficioso para ambas especies. De hecho, según los entomólogos, las hormigas manifiestan un comportamiento inteligente al defender su fuente de sustento. Los botánicos, en cambio, opinaban (y opinan) de forma totalmente distinta y pocos de ellos están dispuestos a sostener que también el comportamiento de la planta es inteligente (y voluntario) y que la secreción del néctar es una estrategia consciente para reclutar a tan insólito ejército de guardaespaldas. LAS PLANTAS: ETERNAS SEGUNDONAS Llegados a este punto, no debe sorprendernos que muchos descubrimientos científicos de primer orden producidos gracias a la experimentación con plantas hayan tenido que esperar varios decenios para verse «confirmados» por investigaciones idénticas realizadas con animales. Algunos descubrimientos relativos a mecanismos fundamentales de la vida han permanecido sustancialmente ignorados o muy infravalorados mientras sólo afectaban al mundo vegetal, pero han adquirido fama repentina en cuando han podido aplicarse también al mundo animal. Pensemos en los experimentos de Gregor Johann Mendel (1822- 1884) con los guisantes: marcaron el inicio de la genética, pero sus conclusiones permanecieron ignoradas durante cuarenta años, hasta que la genética vivió un boom gracias a los primeros experimentos con animales. O fijémonos en el caso, por una vez con final feliz, de Barbara McClintock (1902-1992), premio Nobel en 1983 por el descubrimiento de la transposición del genoma. Antes de que esta estudiosa demostrase lo contrario, se creía que los genomas (es decir, el conjunto genético en su totalidad) eran fijos y no podían variar durante el curso de la vida de un ser vivo. Se trataba de una especie de dogma científico intocable: la «constancia del genoma». En los años cuarenta, la doctora McClintock descubrió que ese principio no era irrevocable y lo demostró con una serie de investigaciones realizadas sobre el maíz. El suyo fue un descubrimiento fundamental, ¿por qué, entonces, no se le concedió el Nobel hasta cuarenta años más tarde? Muy sencillo: porque lo había hecho con plantas, y como las observaciones de McClintock iban contra la «ortodoxia académica», la estudiosa se vio marginada de la comunidad científica durante mucho tiempo. Sin embargo, a principios de los años ochenta, investigaciones análogas realizadas con animales demostraron que la transposición del genoma también se verificaba en otras especies. Fue ese «redescubrimiento», y no sus investigaciones, lo que le valió a McClintock el Premio Nobel y el legítimo reconocimiento de sus méritos. Por supuesto, el de la transposición del genoma no es un caso único. La lista es larga: del descubrimiento de la célula (realizada por primera vez con plantas) a la de la interferencia de ARN, por el que Andrew Fire y Craig C. Mello recibieron el Nobel en 2006. Este último consistió, básicamente, en el «redescubrimiento» en un tipo de gusano (Caenorhabditis elegans) de las investigaciones que Richard Jorgensen había llevado a cabo veinte años antes con las petunias. Resultado: nadie conoce los estudios sobre las petunias, pero un estudio análogo realizado con un humildísimo gusano (pero que no deja de ser un animal) equivale al Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Podríamos seguir dando ejemplos, pero la moraleja es siempre la misma: el mundo vegetal siempre queda en segundo plano, incluso dentro de la academia. Sin embargo, los investigadores a menudo se sirven de plantas debido a las semejanzas entre su fisiología y la de los animales, pero también porque los experimentos realizados con estos organismos suscitan menos problemas éticos. Aunque ¿estamos seguros de que las implicaciones éticas son menores? Esperamos que la lectura del presente libro sirva para insinuar alguna duda al respecto. Cuando por fin se elimine la absurda sumisión del mundo vegetal al animal, las plantas podrán ser estudiadas por sus diferencias con los animales y no por su parecido, lo que redundará en resultados más útiles. Se abrirán así nuevos y fascinantes horizontes para la investigación. Aunque en este punto es lícito preguntarse: ¿qué investigador brillante se dedicaría a las plantas en lugar de a los animales, sabiendo que con ello se verá privado de la mayor parte de los reconocimientos científicos? Como ya hemos visto, este resultado es el habitual en nuestra cultura. La escala de valores que suele aplicarse, tanto en la vida como en la ciencia, relega a las plantas al último escalafón de los seres vivos. Con ello, todo un reino, el vegetal, se ve subestimado aun a pesar de que de él dependen nuestra supervivencia en el planeta y nuestro futuro. Sobre el sueño de las plantas, asunto que recibirá un tratamiento más extenso en el quinto capítulo, véanse: ARISTÓTELES, «Acerca del sueño y de la vigilia», «Acerca de los ensueños» y «Acerca de la adivinación por los sueños», en Acerca de la generación y la corrupción. Tratados breves de historia natural, ed. Ernesto La Croce y Alberto Bernabé, Madrid, Gredos, 1998. J. RAY, Historia plantarum, species hactenus editas aliasque insuper multas noviter inventas & descriptas complectens, Londres, Mariae Clark, 1686-1704. J. J. D’ORTOUS DE MAIRAN, Observation botanique. Histoire de l’Académie Royale des Sciences, París, 1729. Para profundizar en el tema del sueño de la Drosophila melanogaster, véase: P. J. SHAW, et al., «Correlates of Sleep and Waking in Drosophila melanogaster», Science, vol. 287, n.º 5459, 2000: pp. 1834- 1837. El artículo también puede consultarse en la página web de la revista Science: http://www.sciencemag.org/content/287/5459/1834.full; doi: 10.1126/science.287. 5459.1834. Para la historia de la idea de que las plantas pueden compararse a hombres del revés, véase: L. REPICI, Uomini capovolti. Le piante nel pensiero dei Greci, Bari, Laterza, 2000. La idea de que las plantas eran seres básicamente inmóviles o movidos por movimientos involuntarios quedó desterrada gracias a la obra de C. y F. Darwin, The Power of Movement in Plants, Londres, John Murray, 1880. El libro, auténtica piedra miliar de la neurobiología vegetal, fue reeditado en 2009 por Cambridge University Press. El discurso del hijo de Darwin puede leerse en la revista Science: F. DARWIN, «The Address of the President of the British Association for the Advancement of Science», Science, 18 de septiembre de 1908, pp. 353-362. II La planta, esa desconocida El ser humano vive junto a las plantas desde hace unos doscientos mil años, es decir, desde su aparición sobre la Tierra. Doscientos mil años. Parece suficiente tiempo para conocer a alguien. Y, sin embargo, para nosotros no ha sido suficiente: no sólo sabemos muy poco aún sobre el mundo vegetal, sino que seguimos otorgando a las plantas la misma consideración que les tenían los primeros Homo sapiens. Esta afirmación, aparentemente indemostrable, quedará más clara con un sencillo ejemplo. Tratemos de fijarnos en un animal – pongamos un gato– y describir sus características. ¿Qué podemos decir del gato? Por ejemplo, que es inteligente, astuto, afectuoso, sociable, oportunista, ágil, rápido y a saber cuántas cosas más. Ahora fijémonos en una planta –pongamos una encina– y describamos también sus características. ¿Qué podemos decir de la encina? Que es alta, umbrosa, nudosa, perfumada… ¿Y qué más? En el mejor de los casos, podremos añadir unas cuantas características estéticas y alguna apreciación acerca de su utilidad. En cualquier caso, no le asignaremos ningún atributo que aluda a su «dimensión social», mientras que en el caso del gato hemos dicho que es sociable (aunque también el adjetivo «individualista» habría servido para expresar un tipo de relación con el entorno). A un vegetal no le atribuiremos ningún tipo de inteligencia –mientras que al gato se la reconocemos sin dificultad alguna– ¡y mucho menos se nos pasará por la cabeza decir que la encina es afectuosa! Sin embargo, hay algo que no encaja. ¿Cómo es posible que un ser vivo, estúpido, sin actitudes sociales e incapaz de mantener relaciones con el entorno haya sobrevivido y haya evolucionado? Si de veras las plantas presentaran un comportamiento tan defectuoso, la selección natural habría debido descartarlas hace ya tiempo. Más allá de cualquier prueba a la inversa, la ciencia ha demostrado desde hace decenios que las plantas están dotadas de sensibilidad, que tejen relaciones sociales complejas y que pueden comunicarse entre ellas y con los animales. De todo ello hablaremos en los capítulos siguientes. ¿Por qué, entonces, el reino vegetal sigue siendo para el ser humano sólo una materia prima, un recurso alimentario o un adorno? ¿Qué nos impide ir más allá de esta primera valoración superficial de las formas de vida que lo pueblan? EUGLENA CONTRA PARAMECIO: UN DUELO EN IGUALDAD DE CONDICIONES Además de los que hemos visto en el primer capítulo, existen otros dos factores culturales que influyen en nuestra percepción del mundo vegetal: uno de tipo evolutivo y otro de orden temporal. Tratemos de analizar el primero (el factor evolutivo) empezando por la definición del término «evolución». ¿Qué entendemos por esta palabra? Por «evolución» entendemos un proceso lento y continuado de adaptación al entorno durante el cual los organismos vivos seleccionan las características más aptas para su supervivencia. Durante este proceso, cada especie adquiere o pierde caracteres y capacidades en función del tipo de hábitat en el que vive. El proceso tiene lugar a lo largo de un período de tiempo prolongado, pero puede provocar cambios macroscópicos entre las formas primigenias y terminales del organismo. La evolución ha tenido un papel fundamental en la diferenciación de animales y plantas, y hoy es parte del problema que nos impide conocer a fondo el reino vegetal. Para entenderlo mejor, demos un salto atrás en el tiempo. Entre los primeros organismos unicelulares que aparecieron en el planeta, se encontraban –como es sabido– las algas. Se trataba, pues, de seres vivos de tipo vegetal. Fueron ellas las que, a través de la fotosíntesis, crearon el oxígeno que hizo posible la difusión de la vida sobre la Tierra. Entonces, al igual que hoy, las células vegetales y animales no eran tan distintas entre sí como cabría pensar. Es cierto que las células vegetales son más complejas porque, en comparación con las animales, poseen un orgánulo extra –el cloroplasto– en el que tiene lugar la fotosíntesis y una pared celular que rodea toda la célula, haciéndola mucho más robusta que una célula animal. Pero exceptuando estas dos diferencias, vegetales y animales son muy similares. Así pues, si tuviéramos que compararlas, debería ser evidente que entre una célula vegetal y una animal la primera es más sofisticada. Entonces, ¿cómo se explica el hecho de que cuando comparamos un organismo unicelular vegetal y uno, digamos, «animal», el segundo se considera más complejo, más evolucionado, en una palabra, mejor? Estructura comparada del paramecio y la de la euglena: ambos organismos son muy similares, pero la segunda posee un ojo primigenio (fotorreceptor) que le permite percibir la luz. Comparemos dos seres unicelulares, uno animal y uno vegetal: el paramecio y la euglena. Al considerar al paramecio como animal nos tomamos una pequeña licencia, puesto que hoy en día, junto con sus colegas los protozoos, se lo clasifica en un reino aparte, el de los protistas. Sin embargo, hasta hace pocos años, se lo consideraba un animal a todos los efectos, aun cuando en definitiva, por ser un protozoo –el propio nombre lo indica–, fuese un protoanimal (el término «protozoo» deriva del griego prótos, «primero», y zóon, «animal»). El paramecio es un minúsculo organismo unicelular cuyo cuerpo está cubierto de cilios que hacen las veces de remos, lo que le permite nadar y desplazarse por el agua. Si lo observamos al microscopio, no podemos por menos de sentirnos fascinados ante sus elegantes evoluciones y movimientos, bajo los que se adivina un comportamiento refinado. Ciertamente, se trata de todo un campeón entre los seres vivos: pese a estar compuesto por una única célula, su actividad es asombrosa. Nos viene a la mente Herbert Spencer Jennings (1868-1947), que en su libro Behavior of Lower Organisms (publicado en 1906), al hablar de otro animal unicelular como la ameba, se preguntaba: «¿Qué pensaríamos de la ameba si tuviese el tamaño de una ballena? ¿Sostendríamos aún con certeza que su comportamiento no debe considerarse producto de la voluntad o la inteligencia?». Al otro lado del cuadrilátero, otra maravilla de la creación, una minúscula alga unicelular: la euglena. Hoy en día, se la incluye también en el reino de los protistas, pero sin duda es de naturaleza vegetal. Al ser organismos muy simples, su observación y el descubrimiento de sus extraordinarias capacidades será útil para atacar la base misma de los prejuicios que tradicionalmente acompañan nuestro modo de ver el mundo vegetal. ¿Qué tienen en común estos seres unicelulares y en qué se diferencian? ¿Es cierto que los animales poseen de forma inherente una inteligencia, aunque sea mínima, y las plantas no? Tratemos de hacernos una idea a partir del paramecio. Para ser tan pequeño, este ser está dotado de unas habilidades formidables: por ejemplo, es capaz de identificar la comida y de desplazarse para llegar a ella. Por supuesto, también la euglena necesita energía para vivir. Por regla general, satisface sus necesidades energéticas mediante la fotosíntesis, como todos los vegetales, pero cuando hay poca luz se transforma en un depredador y se comporta como un animal. Es capaz de identificar la comida y puede moverse para obtenerla (así es: es un vegetal, pero ¡se mueve! Esta alga microscópica puede nadar con la ayuda de unos finísimos flagelos). Obviamente, tanto el paramecio como la euglena pueden reproducirse. Cuando los vemos moverse en el agua no parece que haya muchas diferencias. Pero atención: a través del cuerpo del paramecio circulan unas señales eléctricas que transmiten información de una parte a otra de su única célula, de aquí que también sea conocido como swimming neuron, neurona que nada. Una definición que parece muy adecuada para el paramecio. Pero por el cuerpo unicelular de la euglena circulan impulsos eléctricos del mismo tipo. Una vez más, van a la par. Así pues, ¿el paramecio y la euglena son capaces de hacer las mismas cosas? ¿Es posible que este duelo entre animal y planta termine en empate? En absoluto, pero el desenlace es muy distinto del que podría esperarse. Uno de ellos se guarda un as en la manga, pero no es el paramecio, sino la euglena, que posee un don sorprendente que la erige en vencedora del combate: sabe realizar la fotosíntesis. Es más: para fotosintetizar mejor, ha desarrollado incluso un rudimentario sentido de la vista que le permite interceptar las frecuencias luminosas con el fin de situarse en el lugar donde pueda recibir mejor la luz. Pero si la euglena puede hacer todo lo que hace el paramecio y, además, ve y puede producir energía transformando la luz del sol, ¿por qué nunca nadie se ha referido a ella como «neurona que nada» o de otro modo que subraye sus excepcionales capacidades? La respuesta es difícil. No existe una explicación racional para el hecho de que una prueba científica sólida como es la mayor capacidad de las células vegetales con respecto a las animales no haya sido, en general, tenida en consideración alguna. HACE QUINIENTOS MILLONES DE AÑOS Volvamos al obstáculo de tipo evolutivo del que hablábamos al principio del capítulo y demos un salto atrás en el tiempo de unos quinientos millones de años. Fue entonces cuando se produjo la diferenciación entre plantas y animales y los primeros organismos tomaron dos caminos distintos que, simplificando un poco, podríamos resumir así: las plantas optaron por un estilo de vida sedentario, y los animales por uno de tipo nómada. Dicho sea entre paréntesis, resulta sugerente pensar que esa misma elección a favor de una vida sedentaria fue lo que condujo al nacimiento de las primeras grandes civilizaciones en la historia de la humanidad. Las plantas, pues, se encontraron enseguida ante la necesidad de obtener de la tierra, el aire y el sol todo cuanto necesitaban para vivir; los animales, en cambio, tuvieron que alimentarse por fuerza de otros animales o de plantas, desarrollando así múltiples formas de locomoción (carrera, vuelo, nado, etc.). Por eso a las primeras se las define como «autótrofas» (del griego autós, «por sí mismo», y trophé, «comida»), es decir autosuficientes, pues no dependen de otros seres vivos para su supervivencia, y de los segundos se dice que son «heterótrofos» (del griego éteros, «otro»), ya que no son autosuficientes. Generación tras generación, esa elección originaria ha conllevado otras diferencias fundamentales entre los reinos animal y vegetal, hasta el punto de que hoy pueden considerarse como el yin y el yang, el blanco y el negro del ecosistema. Las plantas son sedentarias y los animales, móviles, los animales son agresivos y las plantas, pasivas, los animales son veloces y las plantas, lentas. Podríamos crear decenas de pares antinómicos como éstos, pero al final el resultado siempre sería el mismo: durante los últimos quinientos años, el mundo vegetal y el animal han evolucionado de modo distinto. Esa elección primigenia (el hecho de desarrollarse como seres sedentarios o móviles) ha resultado con el tiempo en una diferenciación extraordinaria en el cuerpo y el modo de vivir: los animales han optado por defenderse, alimentarse y reproducirse con el movimiento (o con la fuga). Las plantas han optado por hacer lo mismo permaneciendo estáticas, lo que las ha obligado a buscar soluciones de todo punto originales, por lo menos desde nuestro punto de vista (que, no lo olvidemos, es el de los animales). LA PLANTA ES UNA COLONIA Para empezar, por el hecho de ser inmóviles y, por consiguiente, estar sujetas a la depredación de los animales, las plantas han desarrollado una suerte de «resistencia pasiva» a los ataques externos. Su cuerpo está construido a partir de una estructura modular, en la que cada parte es importante, pero ninguna del todo indispensable. Esta estructura implica una ventaja fundamental con respecto al reino animal, sobre todo si pensamos en el número de herbívoros presentes en el planeta y la esencial imposibilidad de escapar a sus voraces apetitos. La principal ventaja de tener un organismo modular –por poner un ejemplo– consiste en que, para las plantas, que se las coman no significa un gran problema. ¿Qué animal puede decir lo mismo? Como veremos, la fisiología vegetal se basa en principios distintos que la animal. Mientras que los animales han evolucionado concentrando casi todas las funciones vitales importantes en unos pocos órganos –el cerebro, los pulmones, el estómago, etc.–, las plantas han tenido en cuenta a los depredadores y han evitado agrupar sus capacidades en unas pocas zonas neurálgicas. Es como quien, teniendo muchas probabilidades de que le roben, evita guardar todo el dinero en un mismo sitio y lo reparte entre varios escondrijos con la idea de minimizar las pérdidas en caso de hurto, o como quien diversifica sus inversiones para relativizar el riesgo. En resumen: lo que podríamos llamar una decisión sabia. En las plantas, las funciones no van ligadas a los órganos. Esto significa que los vegetales respiran sin tener pulmones, se alimentan sin tener boca ni estómago, se mantienen erguidas sin tener esqueleto y, como veremos enseguida, son capaces de tomar decisiones sin tener cerebro. Gracias a esta fisiología tan particular, pueden escindirse porciones amplias de la planta sin poner en peligro su supervivencia: algunas plantas pueden ser depredadas hasta el 90 o 95 por ciento y después volver a crecer de manera normal a partir del pequeño núcleo superviviente. Un rebaño que pace puede devorar un prado entero, y éste a los pocos días se habrá regenerado por completo. Para observar este fenómeno, ni siquiera hace falta ser un herbívoro: si alguna vez habéis intentado cortar una hiedra u otro tipo de enredadera, o si habéis podado el césped de un jardín, ya sabéis de qué estamos hablando. Como son organismos sedentarios (o mejor dicho, sésiles), las plantas han escogido como estrategia evolutiva la de componerse de partes divisibles para resistir mejor a los depredadores. Los animales, por el contrario, como basan sus estrategias defensivas en el movimiento, nunca han desarrollado capacidades regenerativas, o sólo en unos pocos casos. Es verdad que la cola de las lagartijas puede regenerarse, pero no ocurre lo mismo con las patas o la cabeza, que una vez cortadas no vuelven a crecer. Cuando una planta sufre una extirpación, por regla general no sólo sobrevive, sino que a veces incluso sale beneficiada. Pensemos en el efecto vigorizador de las podas. Esta característica depende de su estructura, que es muy distinta a la nuestra. Una planta se constituye de módulos repetidos: las ramas, el tallo, las hojas o las raíces son combinaciones de módulos más simples, unidos unos a otros de manera sustancialmente independiente, como las piezas de un Lego. De acuerdo, el típico geranio de la terraza no da esa impresión: parece un único ser vivo. Pero si le arrancáis un trozo y lo replantáis –si lo propagáis por esquejes, como diría un jardinero–, el trozo de geranio arrancado echará raíces y dará lugar a una nueva planta, mientras que si a un elefante le arrancamos una pata, ni se regenerará un organismo entero ni la extremidad podrá seguir viviendo al margen del cuerpo. No por nada nos referimos a nosotros mismos como «individuos»; el término proviene del latín y se compone de los formantes in (que en este caso significa «no») y dividuus («divisible»). Nuestro cuerpo, efectivamente, es indivisible: si nos cortan por la mitad, las dos mitades no pueden vivir de forma independiente, sino que se mueren. Si por el contrario cortamos una planta por la mitad, ambas partes pueden seguir viviendo de forma autónoma. El motivo es muy sencillo: ¡una planta no es un individuo! La manera más adecuada de pensar en un árbol, un cactus o un arbusto consiste no en compararlos con un ser humano o cualquier otro animal, sino en imaginarlos como una colonia. Un árbol, pues, se parece mucho más a una colonia de abejas o de hormigas que a un animal tomado por separado. A pesar de su antigüedad, también en este aspecto las plantas demuestran ser excepcionalmente modernas. Uno de los conceptos clave en que se asientan muchas de las tecnologías surgidas con la aparición de internet y basadas en las conexiones de grupos (como las redes sociales) es precisamente el de las llamadas «propiedades emergentes», típicas de los superorganismos o las inteligencias de enjambre. Se trata de aquellas propiedades que las entidades individuales desarrollan sólo en virtud del funcionamiento unitario del conjunto: ninguno de sus componentes las posee de forma autónoma, como ocurre con las abejas o las hormigas, que uniéndose en colonias desarrollan una inteligencia colectiva muy superior a la de las partes individuales que las constituyen. Pero del comportamiento de las plantas hablaremos con mayor detenimiento en el capítulo dedicado a la inteligencia vegetal (véanse pp. 107- 136). UN PROBLEMA TEMPORAL Volvamos ahora a los motivos que nos impiden reconocer a las plantas por lo que son, es decir, organismos sociales, tan sofisticados y evolucionados como nosotros. Otro aspecto que no nos permite percibir su compleja realidad es de naturaleza temporal. Todo el mundo sabe que la media de vida de los seres vivos varía de forma notable de especie a especie: el ser humano vive unos ochenta años; la abeja, menos de dos meses; la tortuga gigante, más de cien años. Más allá de su heterogénea esperanza de vida, los animales también tienen ritmos vitales diferentes: algunos caen en letargo, otros se mueven y se reproducen mucho más rápidamente que nosotros, otros de forma mucho más lenta. A primera vista, no debería ser muy difícil admitir la existencia de escalas temporales distintas a la nuestra. Sin embargo, no es así. Cuando el curso de los acontecimientos da pie a una escala temporal tan lenta que nuestros ojos no pueden percibirla, dicha escala deja de tener sentido. Para que este concepto quede más claro, podemos decir –aunque los adjetivos no tengan aquí valor absoluto– que nosotros somos «rápidos», mientras que las plantas son «lentas». Es más: ¡lentísimas! La diferencia de velocidad entre nosotros y ellas es tal que incluso comporta ciertas distorsiones perceptivas. Algo así como un trompe l’oeil, una ilusión óptica, sólo que a escala temporal. Sabemos, por ejemplo, que las plantas se mueven para captar la luz, alejarse de un peligro o buscar puntos de apoyo (en el caso de las trepadoras); desde hace varias décadas, las técnicas fotográficas y cinematográficas modernas nos permiten reconstruir el movimiento vegetal, del que ya hablaba Darwin, y restituirle su justo valor. Hoy en día, basta una búsqueda rápida en internet para encontrar el vídeo de una flor que se abre o de un brote que crece. Sin embargo, para nuestra percepción, las plantas siguen estando «quietas». El visionado de estas grabaciones nos deja atónitos, ya que nos demuestra la existencia de movimientos en la planta, pero no logra hacer mella, aunque sea sólo un poco, en nuestra profunda convicción, en gran parte instintiva, de que estas criaturas se hallan más próximas al reino mineral que a la vida animal. Nuestros sentidos no son capaces de percibir ese movimiento, y por eso actuamos como si las plantas fuesen objetos inanimados. Poco importa la certeza de que crecen y, por lo tanto, se mueven: para nosotros siguen siendo seres inmóviles, ya que su movimiento escapa a nuestros ojos y, por consiguiente, a nuestra comprensión más profunda. Pero ¿qué sentido tiene esta negación? En la sociedad hipertecnológica en que vivimos, son muchas las cosas de las que no poseemos un conocimiento directo (sensible), pero cuyas propiedades no nos atrevemos a poner en duda. Muy poca gente sabe cómo funciona un televisor, un teléfono o un ordenador, pero a nadie se le pasaría por la cabeza menospreciar sus características técnicas por el mero hecho de no tener una experiencia sensible de su funcionamiento. Nuestro conocimiento de la estructura del universo o de la composición de la materia está mediatizado por una serie de instrumentos terriblemente complejos. Pero ¿a quién se le ocurriría negar la complejidad de la estructura atómica, por alejada que esté de nuestra percepción sensible? En ello, por supuesto, la educación desempeña un papel de la máxima importancia. ¿Por qué, entonces, no ocurre lo mismo con las plantas? Nuestra hipótesis es osada, pero no parece inverosímil: ¿y si una especie de «bloqueo psicológico» nos hubiese impedido a lo largo del tiempo adoptar algún tipo de mediación cultural destinada a mitigar ese comportamiento instintivo? Trataremos de explicarnos mejor. Nuestra relación con las plantas es de dependencia absoluta, primordial, y recuerda un poco a lo que les ocurre a los niños con sus padres. Durante la fase de crecimiento, sobre todo en la adolescencia, el niño atraviesa una fase de negación absoluta de su dependencia de las figuras paternas, negación que le permite emanciparse y adquirir autonomía psicológica. Mutatis mutandis, no hay que excluir que en nuestra relación con las plantas intervenga un mecanismo similar. A nadie le gusta depender de otros. La dependencia implica siempre una posición de debilidad y vulnerabilidad que por lo común no resulta agradable. Odiamos aquello de lo que dependemos, porque no nos deja sentirnos libres del todo. En el caso de las plantas, dependemos de ellas hasta tal punto que hacemos lo que sea preciso por olvidarlo. Quizá no nos gusta recordar que nuestra propia supervivencia está ligada al mundo vegetal porque eso nos hace sentir débiles. ¡Menudos dominadores del mundo! Esta idea es en buena medida una provocación, por supuesto, pero resulta útil a efectos de clarificar la relación de fuerzas que se da entre nosotros y el reino vegetal. NOSOTROS SIN ELLAS: UNA VIDA IMPOSIBLE Si mañana las plantas desaparecieran de la Tierra, la vida humana duraría unas pocas semanas, acaso unos meses, no más. En muy poco tiempo, las formas animales de vida superior desaparecerían del planeta. Si por el contrario fuésemos nosotros quienes desapareciéramos, las plantas volverían a apropiarse de todo el territorio que le hemos arrebatado a la naturaleza y, en poco más de un siglo, todos los signos de nuestra milenaria civilización quedarían cubiertos de verde. Esto debería bastar para darnos la medida de la distinta importancia relativa, en términos biológicos, de las plantas y los humanos. Usando otra metáfora, podríamos decir que en el terreno de la biología nos encontramos todavía en un período definible como aristotélico-ptolemaico. Antes de la revolución copernicana, se creía que la Tierra ocupaba el centro del universo y que todos los cuerpos celestes giraban a su alrededor: una visión totalmente antropocéntrica que, no sin trabajos, Galileo logró subvertir y que ha tardado años en desaparecer del todo de nuestro sentido común. Podría decirse que la biología se halla más o menos en una situación precopernicana. Impera la idea de que el hombre es el ser vivo más importante que existe y que todo gira en torno a él: él se ha impuesto sobre las cosas y es, por lo tanto, el dominus de la naturaleza. Una idea fascinante y tranquilizadora… ¡pero idealizada! El ser humano no ocupa ni mucho menos una posición tan privilegiada. El reino vegetal representa el 99,5 por ciento de la biomasa del planeta. Es decir, que del cien por cien del peso de todos los seres vivos de la Tierra, entre un 99,5 y un 99,9 por ciento, dependiendo de los cálculos, corresponde a las plantas. O por decirlo a la inversa: de todos los seres vivos, los animales –incluidos los seres humanos– representan sólo una parte despreciable (un mísero 0,1 o 0,5 por ciento). A pesar del ahínco que el ser humano ha puesto en la desforestación, las plantas son aún las reinas indiscutibles del mundo viviente. ¡Y menos mal! Esta relación es el único motivo por el que todavía es posible la vida sobre la Tierra. Como es sabido, las plantas se hallan en la base de la cadena trófica: todo lo que comemos (incluidos la carne y el pescado) es vegetal o se alimenta de vegetales para convertirse en lo que es. Podría parecer que el ser humano recurre a una amplia variedad de vegetales para su alimentación, pero tampoco esto es cierto. Las plantas de las que obtenemos la mayor parte de nuestras calorías son principalmente seis: la caña de azúcar, el maíz, el arroz, el trigo, la patata, la soja y unas pocas más conforman la base de la alimentación de casi el total de la humanidad en todas las latitudes. Son las llamadas «plantas alimentarias», unos seres vivos muy especiales. Cultivar una planta es como criar un animal. ¿Alguna vez os habéis preguntado por qué la dieta carnívora humana se basa casi por entero en el buey, el pollo y el cerdo? ¿Por qué ninguna cultura basa su alimentación en la carne de león, de ñu, de lobo, de oso o de serpiente? Se trata de animales perfectamente comestibles, del mismo modo que lo son las vacas y los pollos. ¿Entonces? Obviamente, porque los animales domésticos son más fáciles de criar. Podemos comernos un oso, pero no es fácil criarlo. Del mismo modo, es probable que no todas las plantas se presten al cultivo intensivo. Las especies vegetales comestibles son muy numerosas, pero la mayor parte de ellas no pueden cultivarse a escala industrial porque su evolución no lo permite. Son especies selváticas, al igual que los tigres y los osos. En cambio, el perro ha evolucionado como especie a partir del lobo porque en un momento dado descubrió que vivir en simbiosis con el ser humano le resultaba más cómodo y fácil que luchar por la supervivencia. Así, durante el curso de la evolución, se creó una colaboración satisfactoria para ambas partes: el ser humano alimenta y cuida al perro y, a cambio, recibe de éste protección y compañía. Algunos animales, e incluso algunas plantas, han adoptado una estrategia evolutiva similar: gracias a que dan de comer al hombre, quedan protegidas de los insectos, se alimentan bien y, sobre todo, se propagan hasta los rincones más inhóspitos de la Tierra. Pero el ámbito alimentario es sólo el primero y más intuitivo de los eslabones que conforman nuestra dependencia de las plantas. Como es obvio, otro es el oxígeno. Todo el mundo sabe que el oxígeno que respiramos proviene de las plantas y que nuestra supervivencia depende del oxígeno presente en el aire. En cambio, no todo el mundo sabe que gran parte de la energía que utilizamos es de origen vegetal y que si los seres humanos disponemos de energía desde hace milenios, debemos agradecérselo a las plantas. Detengámonos aquí un instante: en un principio, gran parte de los recursos energéticos disponibles en la Tierra se hallaban concentrados en el interior de las plantas, gracias a la transformación de la energía solar en energía química. Este milagroso proceso, que conocemos con el nombre de fotosíntesis, transforma los rayos luminosos y el dióxido de carbono presente en la atmósfera en azúcares, es decir, en moléculas con alto contenido energético (como bien sabe todo aquel que renuncia a ellas para seguir una dieta baja en calorías). Ésta es la primera y fundamental fase en la que, por medio de sucesivas transformaciones, se genera la energía que consumimos, sea cual sea la forma en que se presente (de la madera al carbón, del petróleo a los demás combustibles fósiles). «La planta –escribía a principios del siglo pasado el botánico ruso Kliment Timiriázev (1843-1920)– es el eslabón que une la Tierra con el Sol», y, de hecho, casi todo lo que el ser humano ha usado como fuente de energía desde el principio de los tiempos proviene de ella. Los combustibles fósiles (carbón, hidrocarburos, aceites, gas, etc.) no son más que la acumulación subterránea de energía solar que, a lo largo de varios períodos geológicos, los organismos vegetales han introducido directamente en la biosfera mediante la fotosíntesis. Nada que ver con los minerales, como algunos se empeñan en definirlos: se trata de auténticos depósitos orgánicos. Como vemos, nuestra dependencia del reino vegetal incluye, además del aire y la comida, otro elemento fundamental: la energía. Con esto debería bastar para «idolatrar» todo lo que es verde. Y eso no es todo: pensemos en la medicina. Casi todos los fármacos se obtienen a partir de moléculas producidas por las plantas o sintetizadas por el hombre mediante la imitación de la química vegetal. En todas las culturas del globo, tanto en Oriente como en Occidente, de los países más avanzados a aquéllos en vías de desarrollo, las plantas constituyen un elemento fundamental e imprescindible en medicina. Su efecto benéfico en el ser humano no se restringe tan sólo al uso farmacológico de muchas de las moléculas que producen, sino que puede constatarse a través de los efectos positivos que la presencia del verde tiene sobre nuestro bienestar psicofísico en las más diversas condiciones ambientales. Si bien los beneficios que los vegetales nos brindan mediante la producción de oxígeno, la absorción de dióxido de carbono y sustancias contaminantes y la moderación del clima son conocidos desde hace tiempo, su capacidad para influir sobre otras facetas de nuestro bienestar no se ha convertido en objeto de estudio hasta época reciente. Los resultados han sido sorprendentes y han puesto de manifiesto por primera vez el vínculo entre la presencia de las plantas y la disminución del estrés, el aumento de la atención y la mayor rapidez de curación de las enfermedades. La mera imagen de una planta transmite calma y relajación, como demuestran las mediciones de los parámetros fisiológicos. Los enfermos que se hallan convalecientes en habitaciones con vistas a vegetación recurren menos a los analgésicos y son dados de alta en períodos de tiempo más breves que los pacientes cuyas ventanas dan a edificios o terrenos baldíos. No otro es el motivo (básicamente económico) por el que muchos de los nuevos hospitales que se construyen en el norte de Europa reservan un espacio para la vegetación (a veces una planta entera) en el que los pacientes puedan pasar el tiempo. Durante los últimos años, el estudio de los efectos que tiene la presencia de las plantas sobre niños y jóvenes ha sido objeto de especial atención desde múltiples puntos de vista, y los resultados de las primeras investigaciones son, cuando menos, significativos. Un estudio llevado a cabo en una universidad estadounidense, por ejemplo, se basa en el resultado de una serie de pruebas que los estudiantes debían realizar en sus habitaciones. Los resultados de dichas pruebas, para las que se requería cierto grado de concentración, fueron inequívocamente mejores en aquellos estudiantes que ocupaban habitaciones con vistas a zonas verdes; en cambio, los resultados obtenidos por quienes sólo podían ver espacios construidos fueron menos satisfactorios. Más que en los estudiantes universitarios, la mejora en la capacidad de atención se nota sobre todo en los alumnos de educación básica, tal y como demuestran algunos experimentos realizados en un colegio de Florencia. Además, en las calles flanqueadas por árboles se producen menos incidentes, y en los barrios ricos con abundantes zonas verdes se registran menos suicidios y menos delitos con violencia. No cabe duda: las plantas influyen de forma positiva en nuestro estado de ánimo y nuestra concentración, en el aprendizaje y en el bienestar en general. El motivo de estos efectos benéficos sobre el ser humano, sobre los que todavía no se sabe mucho, quizá deba buscarse atrás en el tiempo y acaso esté relacionado con el hecho de saber de forma inconsciente que sin las plantas nuestra especie no podría vivir. La calma que nos embarga en su compañía es quizá el eco de una conciencia ancestral que nos dice que en ellas residen todo lo que necesitamos y todas nuestras posibilidades de supervivencia. Hoy como antaño. Un estudio interesante basado en la hipótesis de la desaparición repentina del ser humano es el de Alan Weisman, que se divirtió imaginando el comportamiento de las demás especies tras la extinción de los humanos: A. WEISMAN, The World Without Us, Nueva York, Thomas Dunne Books, 2007 (http://www.worldwithoutus.com). La obra ha sido traducida al castellano con el título El mundo sin nosotros (trad. de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Debate, 2007). Los estudios comprehensivos acerca de los beneficiosos efectos de las plantas sobre el estrés, la rehabilitación, la atención y otros varios parámetros psicofísicos todavía son poco numerosos. Véanse de todos modos los siguientes artículos: N. DUNNET y M. QASIM, «Perceived Benefits to Human Well-being of Urban Gardens», HortTechnology, n.º 10 (2000), pp. 40-45. M. K. HONEYMAN, «Vegetation and Stress: a Comparison Study of Varying Amounts of Vegetation in Countryside and Urban Scenes», en The Role of Horticulture in Human Well-Being and Social Development: A National Symposium, Portland, Timber Press, 1992, pp. 143-145. C. M. TENNESSEN y B. CAMPRICH, «Views to Nature: Effects on Attention», Journal of Environmental Psychology, n.º 15 (1995), pp. 77-23. R. S. ULRICH, «View through a Window May Influence Recovery from Surgery», Science, vol. 224, n.º 4647 (1984), pp. 420-421. S. MANCUSO, S. RIZZITELLI y E. AZZARELLO, «Influence of Green Vegetation on Children’s Capacity of Attention: A Case Study in Florence, Italy», Advances in Horticultural Science, n.º 20 (2006), pp. 220-223. III Los sentidos de las plantas Una cosa es cierta: las plantas no tienen ojos ni nariz ni orejas. Así pues, ¿cómo cabe pensar que posean vista, olfato, oído e incluso gusto y tacto? Todo parece indicar lo contrario: nuestra cultura, nuestros sentidos e incluso el resultado de la simple observación. Según lo que nos es dado pensar, las plantas vegetan. En otras palabras: permanecen inmóviles, hacen la fotosíntesis, de vez en cuando producen un brote, florecen o pierden una hoja, y poco más. En nuestra lengua, la palabra «vegetal», cuando no se refiere a una planta, adquiere una connotación ofensiva: «ser un vegetal», o mejor dicho «quedarse como un vegetal», significa haber perdido todas las facultades sensoriales y motrices de que estamos dotados y, en definitiva, ser poseedor tan sólo de la vida. Igual que las plantas. ¿O no? Como hemos visto en el primer capítulo, la idea de que el mundo vegetal se compone de seres vivos carentes de sensibilidad ha llegado intacta hasta nosotros desde la antigua Grecia y ha pasado incólume no sólo por el Renacimiento –que elaboró la famosa «pirámide de los seres vivos», en la que las plantas existen, pero ni sienten ni piensan (véase p. 16)–, sino también por el cedazo de la Ilustración y la revolución científica, que en teoría deberían haber puesto de relieve lo absurdo de ese modelo. Tratad de imaginar que os quedáis «confinados» a la inmovilidad, o mejor, que la habéis elegido como estrategia evolutiva más conveniente, pues tal –como hemos visto– es el caso de las plantas. ¿No creéis que en semejantes condiciones sería todavía más importante ver, oler, oír y en general explorar sensorialmente el entorno, dado que no podéis hacerlo desplazándoos por él? Los sentidos son un instrumento indispensable para la vida, la reproducción, el crecimiento y la defensa, y precisamente por ese motivo al mundo vegetal nunca se le ha cruzado por la imaginación prescindir de ellos. Las plantas, como veremos, poseen los mismos cinco sentidos que los humanos. Y no sólo: además tienen otros quince. Evidentemente, estos sentidos suplementarios se han desarrollado según la naturaleza vegetal y no la humana, pero ello no disminuye en absoluto su grado de fiabilidad. LA VISTA Para entender si los vegetales ven, y de qué manera, lo primero que hay que hacer es definir qué entendemos cuando hablamos de vista. Las plantas, como sabemos, no tienen ojos, pero ¿estamos seguros de que sin ojos es imposible ver? Hojeemos rápidamente cualquier diccionario y eliminemos todas las definiciones del sustantivo «vista» que hagan referencia a los ojos (dado que en nuestro caso no pueden aplicarse) y veamos qué nos queda. Según el diccionario de la Real Academia Española, es el «sentido corporal con que se perciben los objetos mediante la acción de la luz»; según el Diccionario del español actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, la vista es el «sentido corporal por el que se perciben los objetos mediante la acción de la luz», y, según el Diccionario general de la lengua española Vox, el «sentido corporal que permite ver las cosas materiales». ¿Y bien? Puede ser que las plantas carezcan de ojos y, por consiguiente, de vista en su acepción clásica, pero si hablamos de «acción de la luz», «percepción de los objetos» y «cosas materiales», está claro que la cosa cambia: según estas afirmaciones, no sólo los vegetales se hallan en plena posesión de este sentido, sino que además lo han desarrollado de manera notable. Las plantas, de hecho, son capaces de interceptar la luz, de usarla y de reconocer tanto su cantidad como su calidad, y si han potenciado tanto esta capacidad es por el evidente motivo de que la luz es el alimento principal de su dieta energética, basada en la fotosíntesis. La búsqueda de la luz es la actividad que más influye sobre la vida y el comportamiento estratégico de las plantas: gozar de acceso a una gran fuente de luz significa –por establecer un paralelismo con la condición humana– riqueza para la planta. Por el contrario, si se encuentra a la sombra, significa pobreza. Como en las sociedades humanas, también en la vegetal la mayor parte de las energías diurnas se dedican a obtener sustento. En el caso de las plantas, esto implica competir continuamente entre ellas por hacerse con la luz y explotarla. Ejemplo de fototropismo o crecimiento de una planta en dirección a la fuente luminosa. Veremos enseguida que esta riqueza o pobreza de medios influye sobre las posibilidades de desarrollo, el comportamiento, las facultades y las posibilidades de aprendizaje del vegetal de manera no muy distinta a como ocurre entre los seres humanos. Cualquiera que haya observado una planta, en casa o al aire libre, se habrá percatado de que ésta modifica su posición creciendo en dirección a la luz y moviendo las hojas para recibirla de manera óptima. Este movimiento, relativamente rápido, se denomina «fototropismo» (del griego phós, «luz», y trépestai, «moverse»). No hay que sorprenderse: para un organismo vegetal, recibir la luz de manera adecuada representa un problema que debe resolverse con la mayor rapidez y eficiencia posibles. Por eso cuando dos plantas viven una junto a la otra –por ejemplo en un bosque o en un jarrón– puede ocurrir que compitan, ya que la más alta hace sombra con sus hojas a la más baja; esta dinámica que hace que las plantas crezcan más rápidamente en altura con el fin de superar a su rival se llama «evitación de sombra». Se trata de un nombre insólito, ya que nadie pensaría que los vegetales poseen instinto para evitar nada y, sin embargo, lo que se produce entre ambas plantas es una auténtica lucha por la conquista de la luz. El fenómeno de la llamada «evitación de sombra» es tan macroscópico que ya se conocía perfectamente en la antigua Grecia. Sin embargo, pese a ser conocido desde hace milenios, el significado último de este comportamiento tan típico de las plantas sigue ignorado o directamente subestimado. ¿De qué estamos hablando, a fin de cuentas? Nada más y nada menos que de una auténtica y genuina expresión de inteligencia que denota un cálculo de riesgos y una previsión de beneficios, una realidad que debería haber sido evidente desde hace siglos si tan sólo nos hubiéramos molestado en observar a las plantas con una mirada libre de prejuicios. Pensémoslo: durante la maniobra de evitación, la planta empieza a crecer muy rápidamente con el objeto de superar en altura a su rival y recibir más luz. No obstante, este crecimiento tan apresurado e intenso tiene para ella un costo energético altísimo, tan elevado que si no lograra alcanzar su objetivo, el esfuerzo incluso podría ser fatal. La planta invierte energía y materiales en una operación muy costosa y de resultado incierto. Resumiendo: se comporta como un emprendedor que hace una inversión para el futuro. Un comportamiento como el que acabamos de describir demuestra sobre todo que la planta es capaz de hacer previsiones y de invertir recursos de un modo tal que den frutos en el futuro, es decir, que nos encontramos ante un ejemplo típico de conducta inteligente. Pero volvamos a los sentidos: ¿cómo percibe la luz? En el interior de la planta, se encuentran una serie de moléculas que actúan como fotorreceptores (receptores de luz) y que son capaces de recibir y transmitir información relativa a la dirección de la que provienen los rayos lumínicos y a la calidad de éstos. La planta no sólo distingue la luz de la sombra, sino que es capaz de reconocer la calidad de la luz en función de la longitud de onda de sus rayos. La luz incide sobre distintos tipos de fotorreceptores de nombre exótico –fitocromos, criptocromos y fitotropinas–, los cuales absorben la longitud de onda del rojo, el rojo lejano, el azul y el ultravioleta, que son las más importantes para la planta, ya que regulan muchos aspectos de su desarrollo, desde la germinación a la floración, pasando por el crecimiento. Pero ¿dónde se encuentran estos fotorreceptores? En el caso del ser humano, los ojos se hallan en la parte anterior de la cabeza, una posición estratégica desde el punto de vista evolutivo, ya que es una posición elevada (lo que permite una mejor perspectiva y un campo visual más amplio), cercana al cerebro (el único que tenemos) y protegida de los ataques externos (la cabeza es la parte del cuerpo que más protegemos, pues en ella se concentran cuatro de nuestros cinco órganos de los sentidos y el cerebro). En las plantas, como hemos visto, las cosas son distintas. Los organismos vegetales han evolucionado de tal modo que evitan concentrar sus funciones en una única zona del cuerpo, defendiéndose así del riesgo de que el mordisco de un herbívoro pueda convertirse en una tragedia para la planta. En el mundo vegetal, todas las facultades están presentes como quien dice en todas partes, sin que ninguna de ellas sea de veras indispensable. En virtud de esta estructura general, también los receptores de luz se hallan disponibles en grandes cantidades. La mayor parte se encuentran en las hojas, que son los órganos principales para la realización de la fotosíntesis, pero no sólo ahí. Incluso las partes más jóvenes del tallo, los zarcillos, los brotes, los ápices vegetativos e incluso la estela (lo que generalmente llamamos «el verde» y que resulta poco apto para quemar) son ricos en fotorreceptores. Es como si toda la planta estuviera cubierta de minúsculos ojos. Incluso las raíces son increíblemente fotosensibles, sólo que a éstas, al contrario de lo que ocurre con las hojas, no les gusta la luz; de hecho, mientras que las hojas tienden a crecer en dirección a la fuente luminosa, como en agradecimiento de su presencia y manifestando lo que se conoce como «fototropismo positivo», las raíces se comportan de la manera inversa, como si padecieran una especie de fotofobia (miedo a la luz, del griego phós, «luz», y phobía, «miedo») que las impele a alejarse rápidamente de cualquier tipo de fuente luminosa, comportamiento que se conoce como «fototropismo negativo». Vale la pena mencionar una costumbre que demuestra, una vez más, cómo el escaso conocimiento de las plantas puede llevar incluso a tergiversar la interpretación de algunos resultados experimentales. Podría parecer que todo el mundo sabe que las raíces crecen en el suelo, y por lo tanto en la oscuridad. Sin embargo, no es así: no todo el mundo lo sabe. Da la impresión, por ejemplo, de que este dato nunca haya entrado en los modernos laboratorios donde se estudian las plantas. En biología molecular (tal es el nombre de la nueva disciplina científica que poco a poco ha desplazado a voces tan dignas como «botánica» o «fisiología vegetal»), los experimentos casi siempre se realizan con plantas- modelo (la especie más conocida es la Arabidopsis thaliana, toda una estrella en los laboratorios actuales) que se no se cultivan con tierra, sino con una base de gel u otros soportes transparentes que contienen todas las sustancias nutritivas necesarias para que se produzca un crecimiento correcto. Este tipo de sustratos permiten estudiar con mucha comodidad el comportamiento de las plantas, tanto por su transparencia como porque gracias a ellos es posible seleccionar los nutrientes que se le administran a la planta. Su contribución a la investigación ha sido de gran importancia, de no ser por el pequeño problema que antes apuntábamos. Durante estos experimentos, las raíces casi siempre están expuestas a la luz, es decir, a unas condiciones del todo antinaturales y que provocan estrés en la planta. Las raíces cultivadas en estos geles tienden a crecer de forma rápida y a moverse mucho, en el intento – irremediablemente condenado al fracaso– de escapar de la fuente luminosa que las molesta. Y, sin embargo, este crecimiento tan acelerado suele atribuirse al bienestar de la planta, que si crece más –dicen– será porque se encuentra a gusto. Nada más lejos: la raíz crece antes porque trata de escapar; bastaría con un poco de sentido común para darse cuenta de que las raíces de las plantas deben estar a oscuras y no a plena luz como las hojas. ¡Y lo llaman bienestar! Pero las raíces no son las únicas que buscan la oscuridad. Hay un momento determinado del año en el que también la parte aérea de algunas plantas «cierra los ojos». Nos referimos al otoño, es decir, el momento en el que muchos árboles, los llamados caducifolios, pierden las hojas. Pero si la mayor parte de los receptores luminosos presentes en la planta se concentran en las hojas, ¿qué ocurre cuando el árbol las pierde? Pues exactamente lo mismo que cuando un animal cierra los ojos: que se dispone a descansar. Las plantas caducifolias o deciduas son típicas de los climas marcados por los inviernos fríos. En las regiones tropicales y subtropicales, donde el clima cálido y la radiación constante del sol favorecen una actividad ininterrumpida, no hay plantas de hoja caduca, sólo de hoja de perenne. En cambio, en las regiones con climas templados o continentales, la alternancia entre veranos cálidos e inviernos fríos influye en el comportamiento de las plantas del mismo modo que en el de los animales. Como sabemos, en las zonas donde los inviernos son muy rigurosos, algunos animales hibernan para sobrevivir al frío y a la escasez de alimento. Dormir es una manera muy eficaz de superar el difícil período invernal, tan eficaz que el mundo vegetal ha adoptado la misma estrategia. Así pues, con la llegada de los primeros fríos, las plantas de hoja caduca pierden las hojas, es decir, la parte más delicada y expuesta al frío, que durante el inverno correrían el riesgo de congelarse, y entran en estado de letargo. En el ámbito vegetal, este sueño periódico que protege al organismo ante una situación climática difícil se llama «reposo vegetativo», pero su principio es el mismo que el de la hibernación en el caso de los animales. La planta ralentiza su ciclo vegetativo, «cierra los ojos» y duerme durante todo el invierno para después, en primavera, retomar su funcionamiento habitual con la formación de yemas y nuevas hojas que le hacen «abrir los ojos». Al hablar de vista y de ojos, no podemos dejar de citar a Gottlieb Haberlandt (1854-1945), cuyas teorías desconcertaron a la comunidad científica a mediados del pasado siglo. El gran botánico austríaco, pese a no disponer de pruebas experimentales, lanzó la hipótesis de que las células epidérmicas de las plantas funcionaban como si fueran lentes con las que el vegetal podía hacerse una idea bastante clara no sólo de la luz, sino también de las formas. Haberlandt afirmó que las plantas podían servirse de las células de la epidermis del mismo modo que nosotros nos servimos de la córnea y el cristalino, y que por lo tanto eran capaces de reconstruir las imágenes provenientes del exterior. EL OLFATO Las fascinantes teorías de Gottlieb Haberlandt nunca han podido ser confirmadas por la vía experimental, por lo que podemos seguir albergando dudas acerca de que los vegetales –pese a ser fotosensibles y estar dotados del sentido de la vista– sean realmente capaces de distinguir los contornos de los objetos. Sin embargo, si pasamos al sentido del olfato, podemos dejar a un lado todas las reservas y admitir que tienen una «nariz» muy refinada. Naturalmente no estamos hablando de órganos sensibles similares a los nuestros: las plantas poseen una sensibilidad difusa, y mientras que nosotros nos servimos tan sólo de la nariz, ellas pueden utilizar todo el organismo. Para percibir un olor, los humanos aspiramos el aire con la nariz y lo hacemos pasar por el canal olfativo, revestido de unos receptores químicos que capturan las moléculas presentes en el aire y producen una señal nerviosa que transporta el olor/información hasta el cerebro.