Lección 1: Aproximación al Concepto de Derecho PDF

Summary

Esta lección proporciona una aproximación al concepto de Derecho, diferenciándolo de otros sistemas normativos como la religión y la moral. Se discute la naturaleza del Derecho y la necesidad de diferenciarlo de otros conjuntos de normas. Se plantea el problema de definir el Derecho, argumentando que su contenido no es lo que lo define.

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# Lección 1: APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE DERECHO ## 1. Derecho y fuerza En una aproximación muy elemental cabe decir que el Derecho es un conjunto de normas que regulan la conducta humana. El Derecho no puede regular ni lo imposible ni lo necesario, sino sólo aquello que las personas pueden o no h...

# Lección 1: APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE DERECHO ## 1. Derecho y fuerza En una aproximación muy elemental cabe decir que el Derecho es un conjunto de normas que regulan la conducta humana. El Derecho no puede regular ni lo imposible ni lo necesario, sino sólo aquello que las personas pueden o no hacer, esto es, su conducta libre (en un sentido meramente fáctico de libertad). Sin embargo, es bastante obvio que la conducta humana no se rige sólo por normas jurídicas, sino que responde a los más variados estímulos y razones; religión, moral, costumbres sociales, reglas de cortesía o simples modas representan otras tantas esferas de normatividad, más o menos perfiladas y entrelazadas entre sí, que también pretenden y de hecho consiguen muchas veces con mayor eficacia que el Derecho regular nuestro comportamiento. Por eso, tal vez el problema central, o desde luego el primer problema, de una teoría del Derecho consiste en diferenciar las normas jurídicas de las normas religiosas, morales, sociales, etc.; ello es indispensable, por ejemplo, para saber qué derechos y deberes jurídicos tenemos y, por tanto, para justificar o criticar las decisiones de las autoridades a propósito de los mismos. Éste es el problema de la definición del Derecho. El problema encontraría una fácil respuesta si resultase que las distintas esferas de normatividad se ocupasen de cosas también distintas, si tuviesen objetos de regulación diferentes. Algunos autores han tratado de explorar este camino, pero lamentablemente parecen haber fracasado: el contenido prescriptivo de muchas normas a veces es idéntico en todos los ámbitos de normatividad; así, el Derecho prohíbe matar, pero también lo hace la religión o la moral; algunas religiones prohíben la bigamia o imponen el deber de asistir a ciertos oficios o actos rituales, pero también lo hace o puede hacerlo el Derecho; son las reglas de la etiqueta las que regulan en general la forma de vestir, pero eventualmente también puede hacerlo el Derecho. Cabe apreciar además que las normas emigran o se trasladan de un sistema a otro, en el sentido de que normas que en tiempos pasados fueron jurídicas se «degradan» luego a la esfera de las costumbres sociales, o a la inversa. Un solo ejemplo: la conducta blasfema (decir palabras injuriosas contra Dios o los santos) siempre ha sido comprensiblemente un pecado en el orden religioso, pero en otro tiempo tampoco dejó de ser un grave delito; más tarde se convirtió en un delito leve, luego en una falta y finalmente hoy es una incorrección social cuyo reproche o desaprobación es más o menos intenso en función de las circunstancias del caso. Sea como fuere, la conclusión parece clara: no existen materias jurídicas y no jurídicas en general, el contenido de las normas (aquello que regulan) no nos informa sobre su naturaleza. Así que si no podemos identificar el Derecho por aquello que manda, prohíbe o permite, una posible respuesta consiste en atender a cómo lo hace, a la técnica que utiliza o al modo de presentarse sus normas, Lo que viene a sugerirse entonces es que las normas jurídicas, con independencia de lo que regulen, presentan algún rasgo o característica estructural distintiva. Se inicia así una gigantesca empresa dirigida a identificar ese rasgo, tarea en verdad nada fácil, pues, por definición, ha de satisfacer una doble condición para realizar el propósito que persigue: debe ser un rasgo que se encuentre en todas las normas jurídicas, pero sólo en ellas. Los candidatos son varios y, aunque serán examinados en las Lecciones sobre la norma jurídica, conviene siquiera enunciar algunos de ellos: las normas jurídicas son prescripciones negativas o prohibiciones, mientras que las normas morales tienen un carácter positivo o de mandato; las normas jurídicas son heterónomas, mientras que las morales son autónomas; la estructura de la norma jurídica responde a un esquema hipotético o condicional («si X, debes Y»), frente a la naturaleza categórica de las normas morales; el cumplimiento de una norma jurídica aparece siempre garantizado por la coacción, lo que no ocurre en las demás esferas de normatividad, etcétera. Tampoco este camino ha resultado del todo convincente. Aunque algunos de los criterios mencionados puedan parecer más fecundos que otros, no terminan de satisfacer la condición requerida: o bien resulta que no se hallan presentes en todas las normas que se nos presentan como jurídicas, o bien aparecen en normas que adscribimos a otros órdenes de normatividad. De manera que la teoría del Derecho contemporánea ha ensayado otra estrategia distinta, cuyo punto de partida consiste en renunciar a una definición del Derecho que descanse en el concepto de norma jurídica aisladamente considerada; la norma puede presentar cualquier estructura o contenido y es imposible encontrar un rasgo común a todas ellas. Con ello, el problema de la juridicidad de la norma parece en principio venir resuelto de una manera sencilla: una norma es jurídica cuando pertenece a un ordenamiento jurídico o, como suele decirse, cuando es válida con arreglo a lo establecido en un sistema jurídico. Pero se advierte fácilmente que al cerrar este problema hemos abierto otro no menor, que es determinar en qué consiste un ordenamiento jurídico. Antes de intentar una respuesta directa, conviene, no obstante, una pequeña digresión. Acabamos de decir que uno de los posibles rasgos distintivos del Derecho es el carácter sancionador de sus normas, y si lo hemos abandonado, ha sido por dos razones: primero porque, como se verá, no parece que todas las normas jurídicas aparezcan garantizadas por una sanción; y segundo, porque resulta que también existen sanciones en el orden religioso, moral y social. Sin embargo, y aquí está el inicio de la respuesta que pospusimos, parece que las sanciones jurídicas presentan una característica peculiar, que es su vinculación al uso de la fuerza. Veamos cómo pueden operar las sanciones. El universo de las religiones es muy variado y plural, por lo que no admite un tratamiento unitario. No obstante, si nos fijamos en aquella que nos resulta más familiar y que institucionalmente representa la Iglesia católica, es fácil constatar la existencia de sanciones. Luego volveremos sobre el Derecho canónico entendido como sistema, pero baste decir ahora que la estructura de las normas que componen ese Derecho -no difiere sustancialmente aunque sí presente sus peculiaridades- de las normas de cualquier otro ordenamiento. Por ejemplo, el canon 1364 consagra una típica norma penal: «El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latae sententiae...» y, a su vez, el 1331 define en qué consiste la pena de excomunión. Este tipo de preceptos, como digo, podría formar parte de cualquier Derecho secular de base confesional y son, sin ningún género de dudas, disposiciones sancionadoras. Pero, desde la perspectiva actual, den dónde reside la diferencia? Básicamente, en la desconexión entre la sanción y el uso de la fuerza; son sanciones o penas cuya ejecución no está (hoy) en condiciones de recurrir al uso de la fuerza, dado que forman parte de un sistema normativo que no tiene por objeto la organización de la fuerza. Tampoco la moral admite un tratamiento unitario. De moral se habla en varios sentidos y sobre esto hemos de volver, pero aquí procede referirse a la llamada moral racional o esclarecida por contraposición a la moral social o mayoritaria, esto es, a aquella que asume un individuo a partir del dictamen de su conciencia autónoma. En otras palabras, nos referimos a una regla de comportamiento que con independencia de que coincida o difiera de lo que manda el Estado o piensan los demás miembros de la sociedad la persona considera como un deber al que ha de ajustar su comportamiento. Por ejemplo, aceptemos que la norma que dice «se deben cumplir las promesas» pertenece a esta esfera de la moralidad. También este género de normas pueden incumplirse y generar una peculiar sanción: si quien incumple lo prometido es un agente moral, como mínimo deberá sentir remordimiento de conciencia o arrepentimiento y seguramente, en la medida en que el comportamiento trascienda, un cierto reproche por parte de la comunidad. Aquí las diferencias son aún más claras que en las sanciones religiosas; las sanciones morales entendida la moral en los términos expuestos son internas o de conciencia y, desde luego, nada tienen que ver con el empleo de la fuerza o la coacción. Por último, a medio camino entre esta moral racional y el Derecho encontramos un amplísimo universo de normas que suele denominarse moral social, costumbres, reglas del trato social, etc. No todas estas normas tienen el mismo carácter; algunas vienen a coincidir en su contenido con reglas jurídicas o con reglas morales en sentido estricto; así, la que prohíbe matar o la que impone cumplir las promesas parece que son normas generalmente aceptadas en nuestras sociedades, con independencia de que además cuenten con el respaldo del Derecho o del dictamen autónomo de numerosos individuos. Otras, en cambio, parecen propias o características de la esfera social; por ejemplo, saludar a un conocido que encontramos en la calle, dar los buenos días al entrar en el aula, observar cierta compostura en la mesa, etc. El incumplimiento de estas normas da lugar asimismo a sanciones o reacciones críticas por parte de la colectividad: el reproche social, la marginación del grupo, etc., medidas que en principio no llevan aparejado el uso de la fuerza. Reitero que las esferas de normatividad que venimos comentando -en especial la religiosa y la social-- no es que no recurran a la fuerza por alguna imposibilidad ontológica relativa al carácter de sus normas; pueden hacerlo y de hecho así ha sido en la historia. Pero no estamos clasificando normas sino sanciones: las sanciones religiosas (excomunión, entredicho), morales (remordimiento de conciencia) y sociales (reacciones críticas en sus múltiples modalidades) que hoy conocemos se caracterizan porque no consisten en el uso de la fuerza, no pueden ser impuestas mediante la coacción física ni, en fin, forman parte de un sistema que regule la fuerza. Éste parece ser un criterio relevante para distinguir dentro del universo de las sanciones y, con ello, del universo de las normas; el inclumplimiento de toda regla puede decirse que genera una consecuencia, pero sólo algunas de esas consecuencias están relacionadas con la fuerza. Cabe decir entonces que una sanción es jurídica cuando su imposición (pagar una multa, ir a la cárcel, satisfacer una indemnización) puede hacerse efectiva mediante el uso de la fuerza; y cabe decir también que el Derecho es un sistema normativo que se caracteriza porque estipula en qué casos y condiciones resulta procedente el uso de la fuerza. Desde luego, pueden ensayarse otras muchas definiciones del Derecho, pero aquí se ha escogido esta bastante sencilla (aunque sin duda requiere varias matizaciones): el Derecho es un sistema de fuerza, un sistema cuya singularidad consiste en poder asegurar el cumplimiento de sus normas mediante la fuerza, precisamente porque él mismo es expresión de una fuerza cuyo uso regula. Ésta es una explicación positivista del Derecho en la que, en realidad, se mezclan distintas perspectivas a propósito de las relaciones entre el Derecho, el poder y la fuerza que conviene aclarar mínimamente. De una parte, en efecto, cabe decir que el poder detentador de la fuerza representa el fundamento del Derecho en el sentido de que sus normas son creadas por quien ostenta el poder, el Estado en el mundo moderno; como dijo Bodino, la soberanía es el poder absoluto y perpetuo de una república y consiste en dar y casar la ley: producir y anular Derecho constituye así el primer rasgo del poder, de quien pretende monopolizar el uso de la fuerza. He aquí, pues, una visión genética de las relaciones entre Derecho y fuerza: es el poder que detenta la fuerza quien crea el Derecho. Una segunda perspectiva es la que enfoca las relaciones entre Derecho y fuerza en términos instrumentales: una norma es jurídica no tanto porque haya sido producida por el poder, sino porque cuenta con su respaldo en forma de uso de la fuerza; lo propio de las normas jurídicas, aquello que las distingue de otras normas, es la posibilidad de recurrir a la coacción. Por eso, esta perspectiva puede llamarse coactivista y es, en líneas generales, la que hemos desarrollado en las páginas precedentes en nuestra aproximación a la sanción jurídica. .. Finalmente, la perspectiva más depurada es la que inaugura Kelsen y siguen realistas como Olivecrona o Ross, para quienes la fuerza no es el fundamento ni el instrumento del Derecho, sino su objeto. El Derecho y sus normas (al menos sus normas geniunas) no es que estén garantizados por la fuerza, es que directamente regulan la fuerza, regulan los supuestos y condiciones en que la fuerza puede ser usada; como dice el autor últimamente citado, el Derecho «es un cuerpo integrado de reglas que determinan las condiciones bajo las cuales debe ejercerse la fuerza física contra una persona [...] es el conjunto de reglas para el establecimiento y funcionamiento del aparato de fuerza del Estado». En el fondo, Derecho y fuerza son dos caras de una misma moneda. Bien entendidas, creo que las tres perspectivas comentadas no son incompatibles, sino complementarias, aunque resulte más clarificadora la última de ellas. Cabe decir, en efecto, que algunas normas que regulan la vida social necesitan de la fuerza para garantizar su cumplimiento (que esto deba ser así es cuestión distinta), pero dado que la fuerza es un atributo de ese Leviatán que llamamos poder (y en el mundo moderno un monopolio del Estado), resulta que sólo el poder se halla en condiciones de garantizar la efectividad del Derecho y, por tanto, de crearlo, o de respaldar el que puedan crear otros. Y, a su vez, dado que el poder se expresa exclusivamente a través del Derecho, éste se convierte en la forma del poder, en el modo de organizar su fuerza. Por tanto, el Derecho es un sistema normativo que se diferencia de otros sistemas porque sus normas (algunas de sus normas) tienen por objeto la regulación de la fuerza. ## 2. Derecho y banda de malhechores: analogías y diferencias Hemos presentado una visión del Derecho premeditadamente descarnada a fin de subrayar la importancia de una viejísima objeción, que seguidamente comentamos. Si en resumidas cuentas el Derecho es sólo fuerza, den qué se diferencia una norma jurídica de la orden de un ladrón?, ¿cómo distinguir la poco amable carta de la Inspección de Hacienda reclamando el pago de un impuesto y amenazando por cierto con una sanción, de la orden de un bandido que nos exige «la bolsa o la vida»?, ¿cómo distinguir la pena de muerte legalmente ejecutada de un vulgar homicidio o asesinato? Adviértase que, si no introducimos alguna consideración suplementaria a nuestra definición del Derecho en términos de fuerza, las situaciones descritas son del to do análogas: en el primer caso, «haces X o sufrirás la consecuencia Y», «pagas el impuesto o serás sancionado recurriendo incluso al uso de la fuerza», «me entregas el dinero o haré uso de la violencia»; en el segundo caso, el acto de fuerza es idéntico, matar a una persona. Me parece que para responder a esta objeción se han seguido dos grandes caminos (y, si se quiere, un tercero que pretende ser la convergencia de los anteriores) que pudiéramos llamar el argumento de la justicia y el argumento de la institucionalización. El primero resulta bien sencillo de exponer y, por lo demás, bastante atractivo: lo que diferencia a la fuerza del Derecho de la fuerza del malhechor es que la primera se pone al servicio de la justicia y la segunda no. Por eso, pudo decir san Agustín que «desterrada la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes piraterías? Y las mismas piraterías ¿qué son sino pequeños reinos?»; y añadir santo Tomás que «por consiguiente, toda ley humana tendrá carácter de ley en la medida en que se derive de la ley de la naturaleza; y si se aparta un punto de la ley natural, ya nó será ley, sino corrupción de la ley». Ciertamente, los iusnaturalistas de todas las épocas, empezando por los citados, han formulado múltiples matizaciones a esta afirmación, de manera que, en general, sólo la ley absoluta y radicalmente injusta se consideraba como corrupción de la ley, como una «no ley». Pero esto no interesa aquí. Lo que interesa es una conclusión fundamental de la posición iusnaturalista comentada: el Derecho es sin duda fuerza, pero fuerza justa; y si deja de ser justa se convierte en un latrocinio. La diferencia entre la norma jurídica y la orden del bandido es, pues, la justicia de la primera. De la doctrina del Derecho natural nos ocupamos en otra lección, pero baste decir ahora que añadir la justicia a la fuerza, lejos de simplificar, complica aún más la comprensión del Derecho, y ello al menos por dos razones. Primero, porque con carácter preliminar nos obliga a dilucidar qué es la justicia y cómo se alcanza, y ésta es una cuestión sobre la que la historia del pensamiento dista de ofrecer resultados concluyentes; es más, muchos piensan que no existe nada parecido a una justicia objetiva, universal y cognoscible. Y segundo, porque si acordásemos considerar a la justicia como un rasgo esencial del Derecho, tendríamos que buscar otro nombre para las leyes y los sistemas jurídicos inicuos que tanto han proliferado a lo largo de la historia y que siguen proliferando en el presente. El argumento de la institucionalización resulta tal vez menos rotundo, pero más prometedor. Una de las características del Derecho y de la fuerza jurídica es que se hallan institucionalizados. En pocas palabras, esto significa que en todo sistema, junto a las normas que imponen obligaciones o que confieren derechos a los ciudadanos (normas primarias), existe un conjunto más o menos complejo de normas (secundarias) que desempeñan, entre otras, estas funciones: proporcionar criterios para poder identificar las normas primarias pertenecientes al sistema; designar y organizar a los sujetos competentes para producir normas; instituir órganos encargados de aplicar esas normas a situaciones particulares; diseñar procedimientos para hacerlas efectivas, incluso mediante la fuerza, etc. Cabe decir entonces que un sistema jurídico es un sistema en el que, además de normas, hay instituciones como legisladores, jueces, policía, etc., un entramado institucional del que carecería la banda de ladrones. Más específicamente, en relación con las sanciones y el uso de la fuerza, la institucionalización supone que la fuerza no se aplica de forma espontánea, irregular e indiscriminada, sino que aparecen tasados los casos o situaciones en que procede hacer uso de la fuerza, así como la cantidad y calidad de la fuerza que procede aplicar; y que se determina también con bastante detalle quién y a través de qué procedimientos puede ordenar y ejecutar el empleo de la fuerza. Con ello, como dice Bobbio, se promueve la certeza, la proporcionalidad y la imparcialidad: sabemos cuándo se aplicará la fuerza, en qué medida y por quién (por un tercero imparcial, el juez). Nada de esto, en efecto, parece ocurrir con el malhechor que nos amenaza con un «la bolsa o la vida». Por eso, aunque los bandidos ejerzan un poder de facto e impongan su «ley» en un cierto territorio, su fuerza será cualitativamente distinta a la del Derecho, no ya por la justicia o ausencia de justicia de sus decisiones, sino por su falta de institucionalización en el sentido señalado. Por otra parte, éste es un criterio que ayuda muy poderosamente para mejor distinguir las sanciones jurídicas de las morales y sociales. Antes, y por motivos expositivos, comenzamos sugiriendo que la diferencia estribaba en el uso de la fuerza, pero seguramente la cuestión puede esclarecerse mejor a la luz de este criterio de la institucionalización. La esfera moral, tal y como antes fue entendida, no ofrece problema alguno: la sanción moral no sólo se sitúa al margen de la fuerza, sino que además tiene un carácter interno o de conciencia; a diferencia de la sanción jurídica, que es siempre externa. Mayores problemas plantean las sanciones sociales: éstas no sólo se presentan como externas o procedentes del grupo, sino que además en ciertos contextos pueden llegar a ser muy eficaces y consistir incluso en el uso de la fuerza (como sucede con el linchamiento). En este último caso, la única diferencia con la sanción jurídica residiría precisamente en la falta de institucionalización: si no existen aquellas reglas secundarias de las que se habló, no es posible saber con certeza cuándo se empleará la fuerza, ni por quién, ni en qué medida. Así, pues, parece que el rasgo definitorio del Derecho reside no ya en la simple fuerza, sino en su institucionalización. Sin embargo, el problema que presenta este criterio es que resulta poco concluyente o, mejor dicho, que deja zonas de penumbra en las que resulta dudoso si procede o no hablar de un orden jurídico. Esto sucede tanto con los bandidos como con la esfera de normatividad social. Por lo que se refiere a los primeros, cabe la posibilidad de que alcancen un cierto grado de organización, que se establezcan jerarquías entre unos que mandan y otros que ejecutan lo mandado, que se doten incluso de un rudimentario código de conducta y hasta que designen de entre ellos a algunos encargados de juzgar y reprimir las desviaciones, sin olvidar tampoco el establecimiento de un cierto régimen fiscal; cabe incluso que los malhechores actúen con la disciplina de un ejército o que simplemente sean un ejército. Algunas organizaciones revolucionarias o terroristas (el calificativo depende de quién lo emplee) se encuentran en una situación como la descrita. Decir que el suyo nó es un orden jurídico -cuando a veces puede llegar a ofrecer mayor certeza o seguridad que el que brinda el propio Estado parece poco realista. Los sistemas que se desarrollan en conflicto o competencia se muestran siempre como excluyentes o negadores de la existencia misma de su contrario (vieja herencia de la idea de soberanía), pero más bien parece que en estos casos coexisten dos sistemas jurídicos. Sea como fuere, carecemos de un criterio claro para decidir a partir de qué grado de institucionalización y de regulación de la fuerza una organización de bandidos se convierte en un sistema jurídico. Algo semejante sucede cuando tratan de fijarse las fronteras entre la normatividad social y la normatividad jurídica. Todo parece indicar que en las sociedades primitivas se carecía de un modelo medianamente desarrollado de esas normas secundarias que expresan la institucionalización del Derecho: no existían órganos permanentes de producción jurídica, sino que las normas se creaban más bien de forma espontánea y por la propia colectividad (costumbres); tampoco se contaba con órganos que de manera exclusiva aplicasen las normas jurídicas (y la fuerza), sino que esa tarea se encomendaba a árbitros elegidos por las partes, o simplemente se atribuía un derecho de venganza en favor del ofendido o de su familia. En definitiva, eran sistemas no institucionalizados o con una institucionalización rudimentaria. Poco importa que proceda o no calificarlos como órdenes jurídicos. Lo que interesa destacar es que a partir del criterio de la institucionalización no es posible determinar cuándo un sistema primitivo se transforma en un sistema jurídico complejo. ## 3. Algunas dificultades Nuestra inicial identificación del Derecho a partir de la peculiar naturaleza que presentan sus sanciones nos condujo a concebir el sistema jurídico en términos de fuerza. Pero, a su vez, la conveniencia de distinguir el Derecho de la fuerza desnuda que puede encarnar la orden del bandido nos ha invitado a introducir un segundo elemento, que es la institucionalización. Cabe entonces proponer la siguiente definición: el Derecho es un sistema normativo que, entre otras cosas, regula el uso de la fuerza mediante el establecimiento de órganos que determinan los supuestos y condiciones en que la misma puede ser empleada, así como otros que deciden la aplicación de las normas a los casos particulares, pudiendo disponer eventualmente la aplicación de medidas coactivas recurriendo a la organización de fuerza que el propio sistema instituye. (Con algunas modificaciones, ésta es la definición que propuso Nino.) Asimismo, se ha insistido en la enorme dificultad, o en la imposibilidad, de concebir la génesis de un sistema jurídico en términos de «todo o nada», como un suceso de acto único a partir de una nítida distinción entre situaciones de Derecho y de no Derecho. Tanto si consideramos la cuestión desde una perspectiva evolutiva o de transformación de un sistema primitivo en un sistema jurídico complejo, como si pensamos en un cambio revolucionario por el que una «banda de malhechores>> termina por imponer un nuevo orden jurídico, parece cuestión convencional decidir el día y la hora en que «nace» un sistema jurídico. El motivo de tal dificultad es que el conjunto de condiciones que suelen agruparse bajo la etiqueta de la institucionalización presentan un carácter gradual: un sistema puede haber desarrollado alguna especialización en la producción jurídica, pero carecer de órganos de aplicación; o, a la inversa, tener una incipiente organización judicial, pero carecer de una delimitación clara de los sujetos competentes para promulgar normas, etcétera. Ahora procede dar sucinta noticia de tres dificultades. La dos primeras obedecen a una misma comprobación: los juristas denominan Derecho a ciertos sistemas normativos que no parecen poder encuadrarse fácilmente en la definición propuesta; de un lado, el Derecho canónico o de la Iglesia católica se muestra como un sistema institucionalizado hasta la máxima sofisticación, pero carece de fuerza; de otro, el Derecho Internacional Público se muestra, al contrario, como un sistema de máxima fuerza, pero carente de institucionalización. La tercera dificultad tiene que ver con un argumento que antes quedó anunciado, a saber: la posibilidad de construir el concepto de Derecho enlazando los dos caminos o argumentos que ya han sido comentados, el de la justicia y el de la institucionalización. La idea sería, en síntesis, que el Derecho se configura como un sistema de fuerza organizada, pero acompañado necesariamente por una pretensión de justicia o corrección. Por lo que se refiere al Derecho canónico, desde tiempos remotos se viene discutiendo si, en primer lugar, la Iglesia debe tener un Derecho y, en segundo término, si puede tenerlo. No nos interesa aquí el primer aspecto, aunque no está de más recordar que entre los cristianos siempre ha existido una corriente «espiritualista» contraria no sólo a la presencia de un Derecho en la Iglesia, sino también muy crítica con la poderosa organización institucional que tradicionalmente ha caracterizado al catolicismo; para ellos la Ecclesia caritatis resulta incompatible con la Ecclesia iuris. En relación con el segundo aspecto, conviene precisar ante todo que históricamente el Derecho canónico ha sido un Derecho como cualquier otro en la medida en que la propia organización eclesiástica dispusiera de un aparato de fuerza, o en la medida en que pudiera recurrir a la fuerza del Estado. Este último era el caso del conocido Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio, que en España desarrolló su actividad hasta el siglo xix. Desde luego, hoy las cosas no son así y el Derecho canónico ya no regula ni organiza más «fuerza» que la espiritual, Sin embargo, conviene advertir que éste es un sistema normativo que presenta todos los demás ingredientes caracterizadores de un sistema jurídico y que lo hace además con un alto grado de complejidad y elaboración: dispone de normas primarias o de conducta, de un sistema de penas aplicables como reacción frente al incumplimiento de las anteriores, de órganos centralizados de producción jurídica, de un sistema jurisdiccional semejante al de los Estados, en suma, su institucionalización resulta incuestionable. Lo que sí es cierto es que el Derecho canónico no descansa en ningún aparato de fuerza ni, por tanto, las penas que prevén sus normas pueden ser hechas valer mediante ese procedimiento. La fuerza es aquí sustituida por una presión psicológica o espiritual -que puede ser tan eficaz como la de una pena estatal cuyo fundamento es la previa aceptación o adhesión del destinatario al sistema normativo de la Iglesia. Para quien la excomunión representa la privación de un bien tan valioso como pueda ser la libertad o la propiedad, no cabe duda de que viene a desempeñar la misma función que es propia de las sanciones o penas para cuya ejecución el Derecho secular recurre a la fuerza. En esto reside, pues, una segunda diferencia: la aceptación de cada súbdito parece constituir un elemento esencial o necesario de la eficacia de la norma y de la sanción canónicas, lo que en verdad no ocurre con las normas y sanciones de los sistemas jurídicos seculares. En cualquier caso, aclarado este punto, el debate sobre la juridicidad del Derecho canónico pierde sus tintes ontologistas y se convierte en una cuestión convencional: no hay inconveniente en seguir hablando de Derecho porque efectivamente el canónico presenta numerosos elementos caracterizadores de un sistema jurídico (normas, jueces, legisladores), aunque, eso sí, advirtiendo de esas peculiaridades que ciertamente no son de poca importancia. Si el problema de la juridicidad del Derecho canónico ha preocupado desde antiguo, no menor ni mucho más reciente es el debate sobre el Derecho Internacional Público. También aquí prescindimos de dar cuenta de las distintas y numerosas teorías formuladas, limitándonos a contrastar las peculiaridades que presenta este sistema normativo desde la perspectiva de la definición del Derecho que se ha propuesto. De entrada, hay que señalar que en las relaciones entre los Estados el empleo de la fuerza representa una constante histórica (la guerra) y que precisa-mente el Derecho Internacional nació como un intento de regular y limitar el uso de la fuerza; de hecho, es significativo que la obra que para muchos inaugura el Derecho Internacional se titule De iure belli ac pacis (Grocio, 1625). De manera que, a diferencia de lo que veíamos en el Derecho canónico, lo que falta aquí no es la fuerza o la violencia; en la conocida tradición hobbesiana más bien sucedía todo lo contrario, que los Estados vivían en una especie de estado de naturaleza y de guerra de todos frente a todos. Por así decirlo, la comunidad de los Estados vendría a ser como una comunidad de malhechores donde reinaría la ley del más fuerte. En consecuencia, la vinculación con la fuerza que predicábamos como un rasgo cualificador de ciertos sistemas normativos que llamamos jurídicos queda perfectamente satisfecha por el Derecho Internacional. El problema que éste ha presentado históricamente y que, en parte, sigue presentando consiste en su muy rudimentaria institucionalización, lo que le aproxima a los sistemas primitivos. Veamos: ha sido típico del Derecho Internacional que sus normas no hayan sido creadas por ningún órgano especializado, sino que deriven de la costumbre y, sobre todo, de los pactos o acuerdos entre los Estados; no existe ningún legislador internacional equiparable a los legisladores nacionales. Asimismo, es característico que las normas de comportamiento así producidas no aparezcan protegidas por un sistema variado y proporcional de sanciones, pues prácticamente éstas se han limitado a un uso de la fuerza no precisado ni en su cantidad ni en su calidad. Y finalmente, sobre todo, el llamado orden internacional ha carecido también de órganos especializados para la aplicación de esas normas y para la eventual adopción de las medidas coactivas; de manera que, al igual que en los sistemas primitivos, ha predominado un modelo de autotutela, donde es el propio ofendido quien decide sobre la infracción de la norma y sobre sus consecuencias; esto es, no ha sido posible hablar de una auténtica jurisdicción internacional basada en el modelo de heterotutela, que caracteriza a los sistemas jurídicos complejos y evolucionados. Sin embargo, hay que advertir que el Derecho Internacional Público se encuentra en un proceso de transformación que ya hoy obligaría a revisar o matizar la caracterización que acaba de hacerse. No procede iniciar ahora un análisis pormenorizado, pero hay que decir que, en líneas generales, ese proceso se encamina precisamente hacia la institucionalización: la codificación del Derecho Internacional, el desarrollo de organizaciones internacionales con capacidad normativa, la aparición costosa, sin duda de jurisdicciones incluso en la esfera penal, etc., son todos ellos síntomas de que lo que fue en su día un sistema primitivo se aproxima cada día más a un sistema normativo plenamente jurídico o parangonable con lo que son los Derechos internos que conocemos. En consecuencia, y llamando también la atención sobre sus peculiaridades, no parece existir obstáculo en hablar del Derecho Internacional Público como de un verdadero Derecho. Las dificultades examinadas nos han obligado a perfilar el concepto de sistema jurídico en relación con otros sistemas normativos cercanos: el sistema de una moral institucionalizada en el caso del Derecho canónico, y el sistema primitivo o no suficientemente evolucionado en el caso del Derecho Internacional. La tercera dificultad que anunciamos tiene que ver con otra distinción entre sistemas normativos, en este caso entre el sistema jurídico y el orden que pueda establecerse por parte de una banda de malhechores. Cabe recordar en este sentido cuanto se dijo sobre el argumento de la justicia y el argumento de la institucionalización, y también nuestra opinión de que en último término no existe una frontera nítida entre el código impuesto por una banda de malhechores bien organizada y un sistema jurídico estatal. Pues bien, esta tercera dificultad ha merecido últimamente una nueva respuesta que parece gozar de predicamento y que en lo sustancial parece intentar una combinación del argumento (iusnaturalista) de la justicia y del argumento (positivista) de la institucionalización. Básicamente, la idea es ésta: sin duda, el sistema jurídico representa un sistema de fuerza organizada, pero es también algo más, es un sistema que incorpora una pretensión de justicia o corrección, que precisamente permite diferenciarlo del orden normativo que pueda hecer valer una banda de malhechores. No resulta del todo claro saber en qué consiste dicha pretensión, entre otras cosas porque los distintos autores que la invocan se refieren a cosas no del todo coincidentes. Sí hay acuerdo en una cosa: la pretensión de justicia no equivale a la justicia sin más y, por tanto, un sistema jurídico no deja de serlo porque sus normas sean injustas (las muertes y los saqueos de los dominados siguen siendo posibles, dice Alexy; el esclavismo no es incompatible con la pretensión de corrección y, por tanto, con la existencia del Derecho, viene a sostener Soper). Pero entonces, ¿cuál es el contenido de la pretensión de justicia? Seguramente, se trata de una mezcla de elementos objetivos y de actitudes subjetivas; la pretensión de corrección descansa de entrada en un mínimo entramado institucional que cuente por ejemplo con reglas generales y más o menos seguras, pero parece descansar también en una actitud de sinceridad y buena fe por parte de los gobernantes (Soper), en una especie de convencimiento subjetivo que se expresa públicamente por el legislador y por los demás operadores jurídicos en el sentido de que lo que hacen es correcto. Este enfoque suscita importantes problemas conceptuales acerca de lo que es el Derecho, que no serán abordados ahora. Con todo, por lo que aquí interesa, la exigencia de una pretensión de corrección parece ser tan modesta que su presencia no puede excluirse en cualquier grupo de malhechores medianamente organizado y que actúe con cierta regularidad; y, desde luego, en modo alguno puede excluirse en las sociedades o agrupaciones terroristas o revolucionarias. Por tanto, la distinción entre el orden normativo de estas últimas y un sistema jurídico estatal sigue resultando una distinción débil e imprecisa, aunque añadamos al elemento institucional la comentada pretensión de justicia o corrección. ## 4. La existencia del Derecho Hay tres preguntas en torno al Derecho que se hallan íntimamente relacionadas: la primera, qué es el Derecho, ha intentado obtener un principio de respuesta en los epígrafes precedentes. La segunda es la relativa a la identificación de un sistema jurídico: dado que se constata la existencia de una pluralidad de sistemas, es importante poder distinguir entre unos y otros, entre otras razones por una muy poderosa, y es que la validez de una norma se determina nó por sus cualidades intrínsecas, sino por su pertenencia a un cierto sistema. Por motivos sistemáticos, de esta cuestión nos ocuparemos en una lección posterior. La tercera pregunta gira en torno a la existencia de un sistema jurídico y, por la brevedad de la respuesta, bien puede formularse ahora. Partiendo de la definición propuesta del Derecho como sistema normativo que descansa y regula el uso de la fuerza mediante el establecimiento de órganos de producción y aplicación de normas o, más sencillamente, como un sistema de fuerza organizada, el interrogante planteado parece venir resuelto: un sistema existe simplemente cuando es eficaz, cuando logra obtener el respeto hacia sus normas de comportamiento, ya sea gracias a la adhesión de sus destinatarios, ya merced al uso de la fuerza. Ciertamente, aunque esto pueda parecer claro, cabe albergar dudas acerca de la existencia de un concreto sistema jurídico, y ello porque, como veremos, el de eficacia es un concepto gradual: en hipótesis podría pensarse en un sistema absolutamente eficaz cuyas normas fuesen cumplidas siempre por sus destinatarios, unas veces por convencimiento y otras por fuerza, pero en la práctica las cosas no son así y todos los sistemas presentan un cierto grado de incumplimiento o de frustración de sus expectativas. Decidir entonces cuál es el umbral mínimo de eficacia que se requiere para afirmar que un sistema jurídico existe es cuestión que siempre se puede discutir, El nacimiento del Derecho no debe concebirse como un acto único, sino más bien como un proceso. # Lección 2: DERECHO Y SOCIEDAD ## 1. El Derecho como fenómeno humano y social Es muy frecuente que los Manuales de Teoría o de Introducción al Derecho comiencen sus páginas llamando la atención del se supone que inexperto lector sobre la omnipresencia del Derecho en los más insospechados ámbitos de la vida humana, sobre la dimensión jurídica que presentan muchos actos cotidianos. La llamada de atención nó es del todo superflua porque por lo general nó somos conscientes o pasamos por alto que numerosos comportamientos que realizamos todos los días son en realidad actos jurídicos o con trascendencia para el Derecho: viajar en autobús implica realizar un contrato de transporte, solicitar la matrícula en la Facultad equivale a poner en marcha un procedimiento administrativo, asistir a misa o reunirse con los correligionarios políticos significa ejercer un derecho fundamental, y así sucesivamente. Parece, pues, que «el Derecho, como el aire, está en todas partes» (Nino). Sin embargo, con esta sencilla constatación nó sólo se pretende decir que el Derecho

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