Los Asquerosos - Novela de Santiago Lorenzo PDF

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Santiago Lorenzo

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This novel, Los Asquerosos by Santiago Lorenzo, tells the story of Manuel, a young man navigating life in rural Spain. The plot unfolds as a quiet thriller, with Manuel struggling to find his place and purpose in a difficult society. Manuel's perseverance and resilience under challenging circumstances are highlighted in the narrative.

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Manuel acuchilla a un policía antidisturbios que quería pegarle. Huye. Se esconde en una aldea abandonada. Sobrevive de libros Austral, vegetales de los alrededores, una pequeña compra en el Lidl que le envía su tío. Y se da cuenta de que cuanto menos tiene, menos necesita. Un thriller estático, un...

Manuel acuchilla a un policía antidisturbios que quería pegarle. Huye. Se esconde en una aldea abandonada. Sobrevive de libros Austral, vegetales de los alrededores, una pequeña compra en el Lidl que le envía su tío. Y se da cuenta de que cuanto menos tiene, menos necesita. Un thriller estático, una versión de Robinson Crusoe ambientada en la España vacía, una redefinición del concepto «austeridad». Una historia que nos hace plantearnos si los únicos sanos son los que saben que esta sociedad está enferma. Santiago Lorenzo ha escrito su novela más rabiosamente política, lírica y hermosa. www.lectulandia.com - Página 2 Santiago Lorenzo Los asquerosos ePub r1.0 Titivillus 15.07.2019 www.lectulandia.com - Página 3 Santiago Lorenzo, 2018 Ilustración de cubierta: Guim Tió Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 www.lectulandia.com - Página 4 Índice de contenido Cubierta Los asquerosos 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 www.lectulandia.com - Página 5 19 20 21 22 23 24 25 26 27 Sobre el autor www.lectulandia.com - Página 6 1 Nació en Madrid en 1991. Su padre era uno que le daba igual a todo el mundo. Su madre, que lo mismo, era la hermana de mi exmujer, a la que no veo desde hace ya ni sé. No tenía más tíos que yo. Impresionaba verle, con once años, buscando trabajo en Internet. Ni se lo iban a dar ni él lo iba a pedir, por su edad. Pero desde crío, Manuel ya estaba indagando sobre cómo sería verse a sí mismo metido en el mundo. Manuel es nombre falso. Pero es que no debo dar el verdadero. Era uno de esos críos a los que ahora llaman «niños de la llave». Sus padres, por trabajo o relaciones, nunca estaban en casa. Manuel llevaba la llave de su domicilio colgada al cuello porque no tenía a nadie que se ocupara de él a la salida del colegio. Se supone que esta es situación carencial y penosa. Muchos, en su tesitura de desasistencia, se tirarían con los años por la autolesión, el juego de rol insano, el ostión en moto, la anorexia o el romanticismo salido de rosca. No fue el caso de Manuel. Él alineó los pros y los contras de la incuria de la que era objeto y luego reflexionó. Para él, la falta de atenciones era una clara tajada de suerte. Agradecía con fuerza la incomparecencia paterna, porque así no tenía que aguantar bobadas. Encontraba en la casa vacía un espacio de control, un rancho con él de mayoral, y a edad bien temprana. Le daban pena los niños «sin» llave, a quienes a cambio de una merienda puesta en la mesa les escamoteaban la ocasión de estar solos dándole vueltas a sus asuntos y a los que negaban la oportunidad de ensayar mañas por cuenta propia. Él, en su independencia sobrevenida, aprendió pronto a hacer tortilla francesa, a forrarse los libros con papel de regalo y a atajar una mancha de grasa en la ropa con una pizca de harina. www.lectulandia.com - Página 7 Un día arregló el empalme del enchufe de una lámpara. Mantuvo en secreto la reparación porque sabía que papá y mamá le iban a reprender por haber andado metiendo los dedos en trastos de corriente. En casa, la lámpara se había arreglado sola, que a veces estos chismes no hay quien los entienda. Empezó a callarse las cosas que le salían bien. Se aficionó a los aparatos. Adoptó el destornillador que utilizó para el remiendo como amuleto no mágico, sino útil, pero que también le daba suerte. Era una herramienta de tamaño mediano, con un mango amarillo semitransparente de una luminosidad irresistible. Manuel era un pequeño manitas que luego fue creciendo. Cuando sí se cruzaba con los padres condescendía con ellos, intentaba entender sus meteduras de pata, pasaba por alto sus pequeñas ridiculeces. Si los veía desanimados los alentaba, procuraba confortarlos cuando volvían a casa, se quitaba de en medio cuando los veía del todo decaídos. Resumiendo, y hablando en plata: sus padres le daban pena. A los demás, no nos andemos con dengues, pues también bastante. Quedó chico de tamaño, como yo. A los 157 centímetros se le detuvo el ascensor. Era listo. Un psiquiatra que lo hubiera examinado con sus test habría dictaminado un cociente intelectual hermoso. No hubo caso. Cuando Manuel demostró una inteligencia superior fue cuando se negó a realizar las pruebas de medición, que para qué quería él tasar algo que iba a usar igual de todas todas. Si alguna vez habló de su cociente fue inventándoselo y amputándolo aposta para hacerse el bobo, uso de lo que alguna vez extrajo buen partido. Estaba dotado para aprender sin herramientas sofisticadas, solo con instrumentos corrientes y fijándose mucho. Estudiaba inglés oyendo la radio, sin cursos ni academias. Avanzó en la autoescuela mirando al conductor del autobús. Se adiestraba con las máquinas destripando las que rescataba de los contenedores. Ansioso por saber cosas y por hacerlas, a ojo abierto y mano alerta, se metía no sé si a examinar mecanismos, a hojear libros, a mirar por la ventana, labores así. La cosa era tener cabeza y dedos en órbita. Me acuerdo del día en el que estábamos con eso típico de que qué pedirías al genio de la lámpara si se te apareciera. Yo, que nunca he sido de mucha originalidad, me pedí poder volar o ser invisible. Él salió con que no le interesaba ninguno de estos dos deseos. Que volar ya se podía, con el Google Maps. Y que invisible ya se sentía, porque no se notaba notado. Me contestó que él pediría no tener que dormir. Que le jodía y www.lectulandia.com - Página 8 le rejodía estar a sus cosas y que se le empezaran a cerrar los ojos en lo mejor, sin que pudiera hacer nada contra el sueño. Que él elegiría librarse de esa esclavitud, y pasar la vida despierto, de pie y dado a sus solitarias fascinaciones. Era de curiosidad excitable. En la tesitura imaginaria de que un tribunal avieso le hubiera sentenciado a morir fusilado, Manuel se habría llevado el consiguiente disgusto, no diré que no. Pero un vertebrado como este, por otro lado, sí se habría sentido positivamente estimulado ante la expectativa de comparecer ante una experiencia incontrovertiblemente novedosa, y cuyas ocasiones de probar no son abundantes. Puntilloso para todo, era el único pavo que he conocido que cuando citaba una película en un mail se tomaba la molestia de escribir el título en cursiva. De ahí en adelante, y en materia de rigores, todo para arriba. Vivía ávido de tratar con gente. Aseguraba que no podría establecerse en una ciudad en la que no fuera capaz de comprender a la perfección todas y cada una de las palabras que leyera u oyera, para no perderse nada. Por lo mismo, no podría habitar en una capital más pequeña que Madrid, la repleta de masas. Decía que si un día quisiera mudarse, no le quedaría más opción que avecindar en Buenos Aires o en el D.F. Le ocurría, sin embargo, algo muy dramático y muy lamentable. Era muy duro que un tío con su predisposición a asomarse a la calle y a sus pobladores con las mejores intenciones tuviera tanta dificultad para echarse amigos. Por esa vertiente de sintonización con el prójimo, Manuel era zote perdido. Él tenía muchas ganas de ir por ahí, de salir en compañía y de andar por Madrid haciendo un poco el gamba, engarzadito en un grupo de amigachos majos, con mañanas de conversación, tardes de callejeo y noches de vasos. Pero no se le lograba, para tortura suya. Así como hay personas que se desviven por acopiar dinero y en cambio tropiezan, y marran, o pillan solo a medias, o fracasan a enteras, así Manuel se quedaba a dos velas en lo del amiguerío. No acoplaba bien, acaso por el chorro excesivo de ansias que tenía de acoplar. Le daba vergüenza que se le notaran los deseos de compincheo, y se los frustraban las angustias derivadas del que si me arrimo o que si me despego. La gente le detectaba la sobreabundancia de anhelo, famoso antídoto, y mucho candidato a compadre fugaba discretamente. Para el que no le conociera, Manuel era un pesado. Y ninguno de los recién conocidos le conocía, como la propia expresión indica, implícita ella, no hay más que explicar. Yo salí con él varios viernes (con mis treinta años rebasando los www.lectulandia.com - Página 9 suyos, vaya dos) y se quedaba mirando con admiración y envidia a los corros, a los pelotones y a las congas. Nunca pescó demasiado. Iba con mal anzuelo. Huelga decir que los tientos de aproximación arrojaban aún peores resúmenes cuando tenían a las chicas por objeto. En esta página trabucaba con mayor frecuencia y peor ridículo, cómo no. A veces parecía imbécil. Tuvo alguna novia, no obstante, en romances sin recorrido que habitualmente no liquidaba él, y cuyos adioses le dejaban postrado en la dolencia durante semanas. Un desastre. www.lectulandia.com - Página 10 2 Apegado a los cables, a las ruedecitas y a los botones, estudió una FP y una Ingeniería. Se licenció en 2013. Para entonces, Manuel ya llevaba tres años buscando trabajo. Esta vez, en serio y como adulto. Sentía la urgente necesidad de abandonar la casa paterna y a sus habitantes naturales. Pero desde el mismo momento en el que empezó a mirar, con títulos oficiales o sin ellos, Manuel se encontró puesto de pie en una paramera de desempleo sobrecogedora. Operaba a su contra una situación económica de crisis dilatada y pringosa, con los niveles de paro disparados hasta el cielo. Una tesitura incuestionablemente adversa que parecía una broma de cámara oculta en la que todo el equipo de realización se hubiera muerto al tiempo, y en la que no hubiera quedado nadie para cortar y decir que todo era de coña, y que ya podía seguir cada quien con su vida normal. Y la guasa, marchando sola, embrollándose en malentendidos cada vez menos sostenibles. De hecho, el primer curro (vigilante de bultos en un vivero) no le salió hasta que hubo acabado de estudiar. Le duró lo que el verano. Luego se metió en otro (dependiente en una hiperpapelería) que le duró lo que la Navidad. Hubo más, donde el menos breve fue el de mozo de refuerzo suplente (el titular jamás compareció) en un almacén de áridos en Leganés. Así, a trompicones, pasó dos años. Haciendo lo que fuera con tal de no dejar espacios vacíos entre períodos de ocupación, desempeñando tareas siempre de tísico rendimiento en pasta y nunca relacionadas con sus expectativas vocacionales. Y con escatimado personal en nómina, con lo que la labor se acumulaba sola. En fin, la historia de Manuel no resultaba nada original en aquellos tiempos, con ejércitos de hombres y mujeres meando aprisa para que no les pillaran en esas si les llamaban por teléfono para un empleo. www.lectulandia.com - Página 11 Echaba horas como si las llevara en una bolsa inagotable. Durante ese bienio apenas pudo pensar más que en los mandados que le encomendaban capataces, jefes de cuadrilla y encargados de área. Su flujo físico y mental se iba en esto, arrinconando a los intervalos de metro y autobús la lectura, el inglés de la radio, la actualización de lo suyo con las ingenieradas y las cien cosas en las que siempre estaba concentrado, que nada tenían que ver con sus trabajos eventuales. Tuvo que renunciar a ellas. Con gran perjuicio de ánimo, porque Manuel era activo por naturaleza. Impulso que no regía a la hora de trasladar fardos de Sótano 2 a Planta Primera-Ala B. Esto le costaba sobremanera. Lo que eran sus vocaciones, sus intereses, sus aficiones y sus amenos ensimismamientos, esos hubo de abandonarlos o relegarlos a franjas horarias pintorescas, mangando horas al sueño hasta que se le apareciera el genio de la lámpara con la dispensa. Los empleitos de circunstancias, para su mal, lo tenían abducido. Como consuelo, miraba lo cobrado. Apenas lo tocaba, por tenerlo destinado a reunir las mesnadas de monedas con las que pirarse de casa. No dejaba de buscar, por si un día podía vislumbrar mejores remuneraciones, horarios o correspondencias con su especialidad. Creo, de todas formas, que cuando Manuel escudriñaba entre posibles opciones laborales, iba menos atento a las condiciones de salario y libranzas que al hecho de que en la empresa contratante hubiera compañeros en nómina. Tíos y tías con los que alternar, con los que trazar planes, con los que salir por ahí después de la jornada. En lo que iba pillando, sin embargo, ni una cosa ni la otra. Así vagaba por el mundo cuando, en junio de 2015, recaló en un combo en el que operaba algo de personal en plantilla. Y que de algún modo muy remoto, y solo metiéndose en el espíritu connaturalmente positivo de Manuel, guardaba alguna relación con su formación en lo ingenieril. Era una pequeña empresa auxiliar, adscrita a una compañía de telefonía gorda. Trabajaban allí un coordinador y veintidós teleoperadores (de ingenieril, nada). Atendían reclamaciones de clientes sobre móviles e Internet. En un principio pintaba bien. A las dos semanas, en cambio, Manuel empezó a sospechar con disgusto qué era lo que estaban haciendo en realidad. Los teleoperadores, él mismo, recibían las quejas de los abonados, que siempre eran de índole económica y por cobros a favor de la compañía matriz: doble facturación injustificada, www.lectulandia.com - Página 12 cargos arbitrarios, tarificación subvertida, consumo no efectuado, impuestos sacados de la manga. Los empleados debían derivar las llamadas a una instancia superior para su solución. Manuel notó que muchos clientes volvían a llamar al día siguiente, y al siguiente, porque su problema seguía sin resolverse. Presintió que las reclamaciones se desoían aposta, y así hasta que el demandante se cansara. Que era bien pronto, en un alto porcentaje de protestas. Muchas personas ni se daban cuenta del sablazo, porque no tenían costumbre de mirar sus extractos (con lo cual, ni apelaban). Otras lo dejaban estar, por timidez, porque les sobrepasaba exigir, porque preferían perder el dinero antes que seguir dedicando las mañanas a su queja, porque será que es que esto va así. Ahí estaba el beneficio. Solo se restituía el cobro indebido al que insistiera equis veces. Los empleados manejaban teléfonos defectuosos, cuyos frecuentes fallos de conexión incineraban la paciencia del más pintado. El coordinador, disimulando. La tropa de base, redirigiendo llamadas una vez tras otra, y dando explicaciones que ni ellos entendían. Con estas premisas, el ambiente humano era penoso. Un día se corrió la noticia de que iban a largar a uno de los empleados. Llegó un momento en el que lo sabían todos menos él. Fue su cumpleaños. Los teleoperadores y el jefe, todos ellos unos asquerosos, le cantaron en pleno «Es un muchacho excelente», y se reían tapándose la boca. Lo echaron. (También a otros dos más, muy cantarines. La cara que debían de llevar). Este era el clima. Como para pergeñar duraderas amistades. Se pagaba con un billete rosa al mes, uno solo. Quien viniera pretendiendo más céntimos iba a la calle, como el del cumpleaños. La paga era de verdad menuda. Pero Manuel hizo cuentas. Tenía 4.000 euros tras dos años de ahorrar prácticamente todo lo ingresado. Y un empleo en el que se propuso aguantar a pesar de la atmósfera reinante. Se compró un ordenador y un cochecito de quinta mano, que le sajaron una cuarta parte del caudal, y en julio de 2015 se lanzó por fin a vivir por su cuenta. Se fue al área decrépita de Centro, el distrito populoso, al olor del tremolar de la capital y de su núcleo nervioso. La zona era la adecuada para entremezclarse con personas de día y de noche. Alquiló un piso, así lo llamaba él en su optimismo militante. Era un camarote interior en un antiguo bloque de oficinas, reconvertidas en vivienditas de las dimensiones de un despacho, sin mucha reforma y a buen seguro con los permisos en el aire. Él se pudo pagar una con retrete y lavabo. www.lectulandia.com - Página 13 El edificio, por dentro y por fuera, no resultaba muy disímil del que acogía su puesto de trabajo. Hoy sigue en pie a mitad de la calle Montera, vía cuya cierta conflictividad repercutió siempre en la asequibilidad de los alquileres. El casero era propietario de todo el inmueble. Aunque no llegué a tratarle, y por lo que me contaba Manuel, debía de ser uno de estos tíos raros a los que parece que les huele mal un pie y el otro no. Pero era ante todo un vivales y un gorrón. Un rácano clínico. Se decía que pasó un fin de semana de marzo en un hotel y pidió rebaja en la factura porque en la madrugada del domingo se adelantó la hora. Era lo que se llama un cacas, un tacaño y un gañotero. Un asqueroso. No tenía mucho sentido solicitarle la reparación de un radiador o la reposición de un grifo. Daba como para sospechar que el casero estaba haciendo cosas raras con su industria. No se le veía interés por firmar papeles, y se negó a domiciliaciones. Todo se pagaba en mano, a billete limpio y por adelantado. Manuel quedó en mandarle una fotocopia de su carné de identidad, por guardar las apariencias de formalidad y por esa pintoresca intención, tan suya, de querer hacer las cosas bien. Al final poco menos que tuvo que insistir en que se lo aceptara. Pero se lo acabó entregando. En materia de regularización, en la España de 2015, lo habitacional no era muy pulcro. En era de arrasamiento, y a efectos psicoeconómicos, el patio parecía un Monopoly al que hubiera que jugar con dados planos, unidades monetarias diferentes y calles todas del mismo color. Y mientras tanto, contrariado por las irregularidades, pretendiendo un poco de licitud, ahí iba Manuel, ofreciendo su carné por cosa de actuar rectamente. A mí nunca me ha ido muy allá en materia de trabajo ni de dineros. Soy licenciado en Psicología, rama Industrial. Me he dedicado mal que bien al tema de los recursos humanos. Por aquel tiempo me retorcía de risa amarga al pensar que los míos no me daban para vivir con medio garbo. La tesitura laboral, penosa, también me tocaba a mí. Pasaba períodos de paro, y la separación de mi mujer y la manutención de los dos hijos que tengo me habían dejado esquilmadito (dinero bien empleado, no digo que no. Me quité a los tres de encima). A pesar de mis socavones, quise ayudar. Manuel no aceptó mi modesta propuesta de limosna para mejorar sus condiciones de retribución o morada (y menos mal, qué coño, que no sé para qué ofrezco lo que no tengo). No la rechazó por gallardía ni mandangas, sino porque consideraba ineludible solventar sus aprietos propios. Pechaba con su empleo y con su madriguera porque sabía que aún no tenía cogida la medida de su valía propia. Y porque www.lectulandia.com - Página 14 acataba que tendría que padecer mientras el sofá social siguiera con los resortes tirando a descuajados. El momento de degradación generalizada no daba pie a grande optimismo. Ese lo ponía él, que vigilaba las rejas a ver cuál de ellas se abría. Manuel se instaló en el cuchitril de la calle Montera con las cuatro pertenencias de las que era propietario. El vecindario, huraño era. Sería que la estrechez de los cubículos encogía las almas. A las dos semanas de estadía no había cruzado palabra con nadie. Los pasillos calados de puertas, carriles crudos, tampoco daban para más intimaciones. Y mucho menos tratándose de un parco como este, por mucho que las estuviera deseando. www.lectulandia.com - Página 15 3 Fue en la tarde de su segundo viernes como ciudadano emancipado. Manuel se disponía a salir de su contenedor-vivienda. Llevaba tiempo buscando una tienda en la que comprar una churrera clásica, con su boquilla de estrella, su émbolo y sus dos asas a los lados. Al fin había dado con una ferretería del Paseo de Delicias en la que las vendían. Para allá que se iba. Hacía de llover, fenómeno que en el verano madrileño nunca es suave. Agarró su paraguas de tres euros para no tener que desembolsar otros tres si al final rompía. Salió de su chiscón. Bajó la escalera a pie, como en él era costumbre. Llegó al portal. Sintió más ruido en la calle de lo que era habitual, y más tenso. Entreabrió la puerta de madera de salida para mirar qué se cocía. Vio carreras cuesta abajo, en dirección a Sol. Eran los restos de una manifestación, que se alargaba y se contraía en su fase de disolución a manos de los cuerpos de policía. La protesta se prolongaba a base de desórdenes, como siempre desde que la autoridad se propuso mantener el orden en este tipo de actos. De pronto, la puerta se le vino encima. Le impactó en una ceja. Un tío grandón de unos treinta años la había golpeado desde fuera. Luego la empujó fuertemente con el hombro. Accedió al portal arrastrando en el embate al arrendatario. Vestía de paisano, y traía una porra extensible en la mano derecha y un portaplacas colgante de los antidisturbios al cuello. Si había salido de su casa de secreta, ya se había dejado de disimulos. La reivindicación no era en el portal, no suele serlo. Allí no había nada que dispersar. Pero el agente cerró tras de sí. Dio por hecho que Manuel, que nunca llegó a saber qué se demandaba en la protesta, era un manifestante que buscaba cobijo. Le susurró el pareado «chavalito, callandito» con rabia indisimulada, y aludió ofensiva y amenazadoramente a su corta estatura. www.lectulandia.com - Página 16 La intimidad del portal acendró los ánimos del policía. Lanzó a Manuel contra el mural de buzones y cargó de impulso el brazo armado para trazar trayectoria coincidente con el hombro del atrapado. Le iba a pegar porque sí. O porque le recordaba a alguien, o por convicción moral, o por celo profesional. Por lo que fuera. El individuo llevaba la expresión de peligrosote de quien luego no sabe rellenar un formulario en una ventanilla. Manuel, que en momentos de sobresalto solía verse invadido por complicado léxico, se figuró en su cabeza las retorcidas oraciones «¿A santo de qué me irrumpe este?» y «¿A fuer de qué me prorrumpe?». Un camuflado le iba a partir por la mitad por el delito flagrante de estar saliendo de su portal para comprar una churrera. Entrevió cómo iba a acabar el episodio si no tomaba medidas. No con un garrotazo encima, sino con una alquitranosa conciencia de que el estado de derecho iba a posar su afán de desderecho sobre él. Dudaba de que si admitía el porrazo y luego se iba a la ferretería de Delicias como si nada, pudiera sobrellevar la carga de haber entrado en la rueda sin radios del despropósito. Quería comerle el espacio un servidor público retribuido mensualmente para defendérselo. Por la diferencia de volúmenes, el policía lo podía fulminar. Pero acometiendo contra el más sucinto, el funcionario milite se había equivocado de medio a medio. Manuel se iba a defender de una agresión injustificada perpetrada a manos de un oponente que jugaba con demasiada ventaja. Empuñaba dentro del bolsillo su destornillador amuleto. Lo llevaba siempre encima desde el día de la lámpara recompuesta. Lo sacó a resorte y embistió a punta de herramienta sobre el cuello desnudo de su inminente atacante. Le acertó. El policía soltó la porra y se llevó las manos al pescuezo. De un respingo acelerado, Manuel retomó la vertical y cruzó el portal sin conocer el alcance de su punción. No sabía si la herida infligida era grave o leve, superficial o mortal de necesidad. En el destornillador había sangre, eso sí. Había atinado, pero sin que pudiera confirmar nada sobre el efecto del acero sobre la salud del antidisturbios. En julio de 2015 había entrado en vigor un nuevo Corpus jurídico que redefinía las relaciones de los ciudadanos con las fuerzas de seguridad. Sobre el papel sonaba a música, pero la nueva ley dictaba sanciones esquilmadoras y penas de prisión engordecidas solo por mor de un simple vocablo, una sencilla fotografía, una diferencia de pareceres o un leve contacto físico entre dedos. www.lectulandia.com - Página 17 En la práctica, el texto convertía a los policías en jueces armados cuyo mero testimonio gozaba de rango de prueba. Lo que les hacía poco menos que intocables, como si el gobierno promulgador lisonjeara a la fuerza pública para ver de transformarla en su guardia pretoriana. Había más motivo para evitar a la policía en 2015 que a los quinquis en los setenta, a los que por edad tuve ocasión de tratar. Los chirleros de robar 100 pesetas solo iban a dejarle a uno un bolsillo aligerado, pero ningún requerimiento penitenciario ni sanciones onerosamente agigantadas. El suceso del portal quedaría adscrito al ámbito del atentado contra agente de la autoridad. Si por una palabra, un gesto o un toque en un brazo ya le embargaban a uno las cuentas y lo arrojaban a mazmorras sin mucho más atestado, qué decir de una agresión a sangre, por muy fundamentada que esta fuera. Según el desgarro causado, y en virtud de la nueva letra, el delito tardaría entre 15 y 20 años en prescribir. En concepto de multa, le iban a quitar a Manuel los chines que había recabado en dos años, el coche de saldo y todo duro que fabricara hasta que se muriera. Por haberse defendido. Podía alegar eso, legítima defensa, concepto jurídico que salía en las películas. En las cinematografías deben de imperar cosmos judiciales específicos para ellas. No hay certeza de que rijan aquí y ahora. Ahí quedó el antidisturbios, doliéndose contra los buzones como si le atribulara no recibir una carta largamente esperada pero que nunca llegaba. Manuel ganó la salida de dos brincos. Antes de agarrar el pomo de la puerta, vio un objeto en el que nunca había reparado antes. Lo miró con un trozo de ojo, un casquete del globo ocular que enfocó al trasto según empezaba a irse. Era una cámara de seguridad que se reía de él desde una esquina superior del portal. Allí estaba, fijada a muro, con sus cuarenta y cinco grados de inclinación a diedro para abarcar todo el espacio sin perder detalle. El objetivo lo había tenido enfilado como a un insecto en un documental. Pero justo antes de cruzar el umbral, su sentido de conservación le instó a zafarse de las otras cámaras, las callejeras, que la policía empezaría a examinar dentro de media hora. Tuvo la inspiración de abrir el paraguas antes de abandonar el portal. Y luego ya sí, salió. Se iba tapando la cabeza con el paraguas abierto, bajándolo hasta dar con el cráneo en las varillas. Las carreras seguían por la calle, y el cacharro le protegía doblemente: porque le ocultaba la cara y porque su atrezo pluvial de transeúnte ordinario, inmerso de pronto en el follón (nadie sale a correr ante las porras con un paraguas desplegado) le hacía refractario a la atención de la policía. www.lectulandia.com - Página 18 Caminó en dirección norte, a paso refrenado, como peatón de bulto. Se mezcló entre la gente, que algo taparían los cuerpos ante los objetivos de las cámaras, y las personas le hacían de biombo móvil entre que corrían hacia un lado audaces o hacia otro precavidos, según la ubicación de los uniformados. Cubría también su chupa verde con el nailon del paraguas, sin conseguirlo del todo. Le preocupaba menos la parte de las piernas, porque de pantalones llevaba el que todos, el universal vaquero azul. Andaba mirando al suelo y tapándose el rostro con la mano libre, como si le dolieran las muelas o como si le estuvieran disgustando los desórdenes. Subió hasta Gran Vía, buscando muchedumbre. Allí tomó un taxi, donde más lío de coches encontró y donde se haría más complicado el seguimiento visual del vehículo. Se vino hacia mi casa. No dio al taxista mi dirección, sino la de una calle que queda a quinientos metros de mi domicilio (vivo en Las Musas y él pidió Torre Arias). Llegando a destino, hizo como que se liaba con la chupa y se la puso al revés, con el forro gris para afuera, en un intento de cobrar otro aspecto. No quedaba raro, con la ropa tan extraña que se ve. Pagó. De nuevo, empezó a abrir el paraguas todavía dentro del habitáculo. No estaba de más, porque la lluvia ya caía. Se bajó. Cubrió a pie el medio kilómetro que tenía hasta mi casa. En mi barrio apenas hay cámaras de calle. Pero por si acaso, mantuvo la cabeza metida bajo la bóveda paragüera, como la yema de un huevo bajo su cáscara. De camino, y en previsión de geolocalizaciones delatoras, Manuel extrajo la tarjeta SIM de su móvil y la echó por una alcantarilla. Luego mandó el teléfono al fondo de un contenedor, por quebrar cualquier conexión que pudiera haber entre su móvil y su rastro. Deseó con ganas que el camión de la basura pasara pronto y que en cosa de horas el aparato estuviera humeando en un vertedero municipal. Le trituraba pensar que ninguna de estas precauciones tenía sentido, si ya había protagonizado su película en la cámara del portal. Del portal del belén que se había organizado dentro. Sin móvil con que anunciarse, Manuel me tocó al portero automático. En un principio no abrí, no abro nunca. Así que achicharró el timbre, que ya sabía de mis costumbres. Al final intuí que algo grave pasaba. Venía hecho una puta caca. Traía blanca hasta la sombra. www.lectulandia.com - Página 19 4 Me tomó de una manga sin pronunciar palabra y me metió en la habitación más recóndita de mi piso de divorciado. Allí, frente a una pila de ropa recién planchada, me contó todo lo que había pasado. Lo peor era lo de la cámara de seguridad, un cachivache amenazante como una pistola de rayos apuntándolo a él y apuntándolo todo. La policía intuiría que el espadachín vivía en el edificio. Iría directa a preguntar al casero si sabía quién era el tío del destornillador que salía en el filme. Este diría que lo tenía en nómina. A Manuel le había costado trabajo que el arrendador aceptara la fotocopia de su carné, por darle rigor papelero a su estadía. Error de los gordos. Ahora nos asustaba pensar que cuando el retén fuera a interrogar al casero, este sacara de sus archivos el carné del inquilino. Tenían su cara en el disco de la cámara. Este mínimo de pesquisa les daría el nombre. Cualquier operación que conllevara identificación y que Manuel realizara lo mandaría directamente al barranco. Tendrían ya su cara en comisaría, así que debía tapársela. Era capital que no viera a nadie y que nadie le viera a él, como medida cautelar primordial y decisiva. No debía cruzar palabra con conocido ni con desconocido, ningún animal con partida de nacimiento podía mirarle ni oírle. Otra cosa significaba empezar a rodar por la pendiente del desastre y acabar jodiéndola. Supongo que ambos consideramos la idea de que Manuel se entregara. Yo, desde luego, sí, vistos los adversos precedentes desde los que comenzaba la partida. Pero ni él ni yo la expusimos. En época de garantías legales movedizas, caprichosas y atenidas a intereses de parte, el presentarse en la corte a contar la verdad habría sido un gesto de ingenuidad desorejada. Había que buscar otras rutas. www.lectulandia.com - Página 20 No teníamos a quién recurrir. No me venían nombres de gente a la que pedir ayuda, que nunca he sido de mucho trato con nadie. En eso nos parecíamos mucho tío y sobrino. Pronto nos dimos cuenta de que aunque hubiéramos dispuesto de una lista cumplida de amigos a los que pedir merced, nunca la habríamos usado. No podíamos hacer partícipe a nadie de algo que nos veíamos obligados a llevar en el secreto más absoluto. Con estas negras premisas empezamos a trazar planes, más alumbrados por las novelas leídas que por otra luminaria. Algunas de las precauciones que tomamos no tenían mucho sentido. Pero todas nos parecieron pocas, necesarias e incuestionables. Lo menos desaconsejable era salir de Madrid a todo gas. Poner tierra por medio hasta que las cosas se aclararan, confiando en el autoengaño de que a veces los sucesos se deslavan ellos solos. Manuel debía salir de la ciudad en la que ya se estaría escudriñando, tirar para donde fuera, encontrar algún agujero y quedarse allí. Y pirarse además esa misma noche, enseguida. Para ganar tiempo y porque la falta de luz, si se trataba de esconder su estampa y su matrícula, jugaba a su favor. Compusimos un índice de recursos (económicos, logísticos, locomotrices) con los que recontar los pocos socorros que teníamos de cara. Manuel llevaba encima 23 euros, el carné de identidad, el de conducir, la tarjeta sanitaria, la del banco, unos kleenex y su destornillador. Que lavamos con agua y alcohol porque tenía la punta marrón. En materia de pasta yo estaba pasándolas canutas, como ya he dicho. Pero algo podría donarle. Muy poco, en fin. Cantidades de vergüenza. Manuel contaba con lo que reservaba para estrenar su independencia recién abortada. Lo tenía en una cuenta corriente que abrió tras conseguir su primer empleo, en 2013. La había domiciliado en casa de sus padres, porque por entonces no veía nada claro que algún día lograra vivir en otro lugar. Eso nos ahorraba huellas. Debíamos retirar las cuatro perras, porque el dinero aquel nos iba a hacer muchísima falta. Yo me encargaría del reintegro, y ya me pensaría la forma de hacérselo llegar. No en efectivo, porque él no podría ni entrar en una tienda, sino convertido en bienes de consumo. Manuel me entregó su tarjeta y su clave. El límite de extracción en el cajero era de 400 euros. En siete visitas, prudentemente espaciadas en el tiempo, dejaría el fondo a cero. No era rico, Manuel. Se imponía también cancelar la cuenta, para eliminar cualquier rastro suyo en el mundo. Disponiendo de la contraseña, que él me anotó, su banco sí permitía la rescisión telemática. La haría yo desde mi casa. www.lectulandia.com - Página 21 Manuel estaba sin teléfono. Cacharro imprescindible, porque iba a ser su cable con el mundo conmigo de médium. En circunstancias normales, yo habría abierto por Internet una línea de móvil. Pero la tarjeta habría tardado un par de días en llegar por correo, tiempo del que no disponíamos. Aún eran las siete de la tarde. Dejé a Manuel en casa y me fui corriendo a una tienda de telefonía. Allí me di de alta, a mi nombre y con cargo a mi cuenta. Me asignaron un número nuevo y un terminal con tarjeta. La tarjeta sería para Manuel. El terminal, para nadie. Tenía yo en casa dos móviles de los viejos, de los tontos. Se me habían quedado por los cajones, con sus cables, por no saber dónde tirarlos sin contaminar un barrio entero. El rastreo por geolocalización de este tipo de aparato antiguo era más complicado que con los de fabricación posterior. Puse los dos a cargar. Uno sería para Manuel. Inserté en este la tarjeta nueva y estrené el PIN. Él no llamaría jamás a nadie. Ni siquiera a mi. Se trataba de que su número no quedara grabado en ningún terminal. Siempre le llamaría yo, desde el segundo teléfono tonto, también de ubicación difícil. Para comunicarme con él, a cada nuevo contacto, sacaría de mi móvil habitual mi tarjeta y la introduciría en el viejo. En ninguna de las dos líneas aparecía su nombre. Hablaríamos todos los días a las cuatro de la tarde. El problema principal era dónde y cómo recargar el teléfono que se llevaba Manuel, si él no debía cruzarse con nadie. Le estaban vetados el bar, la biblioteca, el centro social y la estación de autobuses. Le estaba prohibido cualquier lugar con presencia humana, que era como decir que tenía restringido el acceso a paredes con enchufes. Yo nunca he aprendido a conducir, y de coches no sé nada. Pero Manuel me puso al día de novedades sobre electricidades y automociones. Había algún recurso del que podríamos valernos. Aunque de mala manera, porque no eran más que apaños temporales y remiendos perentorios que no ayudaban gran cosa. Durante cierto tiempo, y según gastara más o menos gasolina en carretera, Manuel podía tirar del mechero del coche para cargar el móvil. Todavía conservaba yo el adaptador para encendedor, que no sabía ni para qué era. En tanto que dispusiera de combustible con el que arrancar el vehículo para que la batería no se descargara sola, Manuel tendría teléfono. Incluso podía aguantar algún tiempo más, mientras la pila del automóvil no se muriera por inactividad. Pero la gasolina se acabaría agotando, y la batería se desvanecería sin más trámite. Rechazábamos de plano la ocurrencia de repostar, delante del mundo, www.lectulandia.com - Página 22 dando pistas. Obligados a escatimar chicha, procuraríamos ser muy breves en las charlas. Manuel mantendría el teléfono apagado mientras no habláramos. El problema de cargarlo quedaba en el aire. Apuros similares había más, conformando una verdadera exhibición de escuadrilla acrobática. Nos percatamos de otro peligro adyacente. Podía ocurrir que alguno de los conocidos de Manuel denunciara su desaparición. No serían muchos, dada su inhabilidad para trabar relaciones. Pero con que hubiera uno solo que diera la voz, bastaría para bordar un buen aprieto. La denuncia de la extraña ausencia sería un encomiable acto de buena voluntad por parte de quien la cursara. Pero a su vez, la peor faena que podría endilgarnos, cuando el quiñón tirara de los denunciantes para ver si el tío al que buscaban era el que salía en la película de la cámara de seguridad del edificio de la calle Montera. Las pistas que podían dar los conocidos sobre el aspecto de Manuel, sus costumbres y relaciones con terceros, eran un peligro, por decisivas para encontrarlo y capturarlo. La policía acabaría tocando a mi puerta, que todos sabían de los lazos que nos unían. No quería ponerme en el riesgo de que por mi culpa lo acabaran ubicando. Porque solo yo sabría dónde paraba a cada momento y no cuento con bases para confiar en mi opacidad en un interrogatorio. Y eso que se supone que soy psicólogo. Había que atajar estas sendas. De los adláteres de Manuel se deseaba que su querencia, afición o cercanía fueran lo suficientemente flojas como para que no avisaran de su evaporación. Sin decírselo a lo burro, para que no se deprimiera más todavía, debíamos agarrarnos a la idea de que las relaciones humanas establecidas por Manuel eran de hilo fláccido, qué cosa sombría. Pero alguien habría que se alarmara y se fuera a comisaría a contarlo. Empezamos a hacer la lista de los posibles. Quedó breve. Pedí a Manuel los teléfonos de sus allegados más proclives a preocuparse por el prójimo. Los llamaría para contarles que él había ingresado en un centro de rehabilitación para toxicómanos porque ya no podía más. Estas son las noticias que corren bien, y más si al interfecto no le pega nada andar a lo que se le achaca. Cómo le iba a pegar a este, si no lo había probado en su puta vida. Pudiera ser que me pusieran peros, con que si no le habían notado nada raro. Alegaría entonces que quizá por eso se había entregado a las sustancias. Porque sus amigos no se habían fijado suficientemente en él. Les informaría de que era muy importante que lo cuidaran cuando saliera, pero que por ahora el equipo de psiquiatría había prohibido a Manuel que contestara al teléfono. No haría falta rogarles que pasaran la exclusiva. www.lectulandia.com - Página 23 Sería muy raro que mi excuñada y el consorte, sus padres, se interesaran por él. Pero si un día les daba por ahí, les contaría que Manuel había pillado una beca de ampliación de estudios, o algo así. Que estaría ahora por Austria o por un sitio de esos, y que era difícil contactarle. Nunca anduvieron muy al tanto de lo que hacía el hijo, así que lo más seguro era que no le llamaran. Si lo hicieran, yaciendo la tarjeta telefónica del chaval en el vientre de un atún atlántico, alcantarilla mediante, no obtendrían respuesta. No los veía insistiendo, la verdad. Y si a pesar de todo la policía iba a escrutarlos, que la mandaran para Innsbruck. La madre me llamó un día. Pero eso fue muchísimo tiempo después. Manuel se daba de cabezazos al recordar que había aportado sus datos en la empresa guarra de los teléfonos al firmar el contrato. Ahora acechaba el peligro de que el coordinador de la oficina de los telemareos le echara en falta y denunciara su absentismo. Que acudiera a la autoridad y que, una cosa tras otra, levantara la liebre de la desaparición en la policía. Lo mismo ocurría con el casero. Cabía la eventualidad, demasiado bonita como para ser verdad, de que la policía no quisiera darse cuenta de que el menda de la película quizá viviera en el bloque de la calle Montera. En ese caso, no irían al casero a indagar. Pero también podía pasar que el propietario se chivara en comisaría de que un deudor escapado le debía pasta. Necesitábamos convencernos de que no iba a ser así. De que a la primera sospecha de impago el casero descerrajaría el chiscón, encontraría dentro el ordenador recién estrenado y los 200 euros que Manuel se había dejado, se quedaría con la máquina y el dinero, se daría por retribuido por los pocos días que el inquilino había ejercido de tal y alquilaría enseguida el chamizo a alguien necesitado de techo. Y a otra cosa. Esperanzas muy improbables, en ambos casos. Pero no nos quedaba más remedio que confiar en la rugiente demanda de empleo y vivienda, con legión de candidatos de recambio, para que ni empleador ni arrendador se molestaran en denunciar al desaparecido y en poner a la policía tras la pista. Nada nos aseguraba que fuéramos a tener esa suerte. Le corté el pelo al uno para cambiarle de aspecto. Manuel había llegado a mi casa con lo puesto. Tuve que prestarle ropa de la mía. Es extraño y violento donarle a un sobrino unos calzoncillos tuyos. Había alguno no demasiado usado. Le saqué también un pantalón, unas camisas, un chaquetón y unas botas de media caña. Prendas de soso formalote que no le cuadraban por estilo, aunque sí por talla. Manuel iría a la carrera vestido de serio. Si le www.lectulandia.com - Página 24 paraba la policía daría impresión, por la vía de la confección, de hombre asentado y de orden. Pasadas las doce, preparamos un petate con objetos y complementos que supusimos útiles para la fuga: un saco de dormir, una navaja, las cerillas, el cepillo de dientes. Parecíamos scouts planeando una noche al raso. Pero había que salir por patas y sería penoso que al día siguiente, o al siguiente, llegara la hora de dormir y hubiera que hacerlo con las manos metidas en las ingles por no haber planificado un poco. Vaciamos mi nevera y mi despensa. Con la comida y el resto de los efectos llenamos un bolsón de rafia azul de Ikea. Le entregué los cincuenta y dos euros que tenía en casa. Gastarlos implicaba tratar con ser humano. Así que solo podría dar cuenta de ellos en el caso de que una emergencia de gran magnitud hiciera compensable entregarse antes que sufrir sus efectos. Bajamos a la calle, con la intención de que Manuel llegara hasta su coche y saliera pitando de Madrid. Lo tenía aparcado al principio de la Avenida de Arcentales, porque en el centro no le cabía. Es decir, que lo tenía estacionado a dos kilómetros de mi calle. Nos fuimos a la parada de Julián Camarillo a coger un taxi, sin telefonear, para no dejar huella ninguna mientras el del destornillador siguiera a mi vera. Embarcamos. Manuel hizo el trayecto simulando un catarro de verano que no quería contagiarnos, tapándose la cara con un kleenex para que el taxista no se la viera por el retrovisor. Llegamos hasta su automóvil. Su matrícula podía dar la pista de su paradero, y eso suponía un riesgo evidente. Pero no tenía más remedio que escapar en él, porque no había otro. Solo quedaba confiar en la oscuridad de la noche y en la miopía policial. A las tres de la mañana, Manuel y yo nos abrazamos ante su cochecito de ocasión. Mira que le apreté fuerte, pero siempre he pensado que le tenía que haber apretado mucho más fuerte todavía. Que quizá era la última vez que podía permitirme ese lujo. www.lectulandia.com - Página 25 5 La suerte estaba echada y no había otra que salir arreando: ARREA jacta est. Tiró hacia el norte, inducido por lo que tenía oído sobre grandes bolsas de despoblación y aldeas abandonadas en la submeseta septentrional, la cabecera del Duero y la Serranía Celtibérica. Marchaba a velocidad muy moderada para evitar estridencias. Se apartó en cuanto pudo de las vías principales, tomando las de dos humildes carriles. Tras un par de horas o tres de conducir a oscuras comenzó a clarear. La luz mostraba páramos progresivamente más terrosos y más pelados. Manuel iba sudado, escudriñando con la nariz las pedanías donde menos ruido viera y menos luces oyera. A las siete de la mañana, muy fatigado, indeciso entre el avante o las anclas, se metió con el coche por una vereda hacia cuyo final entrevió arboleda. Bajo la fronda se detuvo. Cedió al cansancio antes de que su cerebro empezara él solo a fabricar lisergias por falta de sueño. Lo último en lo que reparó antes de caer dormido fue en que el móvil le daba cobertura. Por lo pronto, la comunicación conmigo quedaba a salvo, y eso ya era mucho. Despertó antes del mediodía con una tranquilidad que solo duró un segundo. El que tardaron en aparecer el hambre, el destemple, la desorientación y el filme de todo lo que había pasado ayer. Salió del coche. A cien metros escasos vio los tejados de una aldea que intuyó vacía. Hasta allá fue a comprobarlo, a pie, sin ruido, agachadito de cabeza por si asomaba alguien. Si el sitio daba garantías de que nadie iba a comparecer, pasaría allí unas horas. Comería algo, y dormiría tumbado, no sentado, sin estar oliendo a ambientador de coche. No se equivocaba. El pueblo era un vestigio desasistido y sin un alma, uno más de los cientos y cientos de ellos que hoy permanecen abandonados en España. Seis calles y seis callejones conformaban el villorrio. No daré su www.lectulandia.com - Página 26 nombre verdadero, como siempre quiso Manuel. Lo llamaré por ejemplo Zarzahuriel, figuradamente, según denominación inventada y arbitraria. Aún faltaba mucho para que yo lo visitara. Por el estado de las construcciones, Zarzahuriel debía de llevar definitivamente deshabitado veinte o veinticinco años, con sus cuarenta o cincuenta previos de paralizante languidez. En vida, la aldea no mereció iglesia, sino solo ermita somera de navecita sin accidentes, campana sin espadaña y dintel sin alegrías. Siete u ocho manzanas albergaban unas veinte casas. Un décimo de ellas, hundidas de techumbre. Otro, hundidas de lienzo. Otro, hundidas del todo. Dos de cada tres edificaciones (planta baja, una o ninguna altura, sobrado) se mantenían en pie de milagro. Cuatro o cinco de ellas parecían haber asistido a la última vida interior, por su estado de conservación, y mostraban sus enfoscados no muy desconchados, sus carpinterías medio enteras y sus contraventanas y sus barrotes de metal solo en parte despintados. Todas mantenían sus postigos atrancados, pero ninguna parecía del todo inaccesible. Entre estas más o menos erectas había dos pegadas. Ambas se organizaban en torno a un nivel a calle y un primer piso, más desván bajo cubierta. La una presentaba un aspecto hasta actualizado (actualizado hacía lustros). Era una construcción de fachada azulada, balcón frontero y marcos de aluminio plateado. Conservaba las bajantes en su sitio, y lucía una cerradura con el brillo del bombín no demasiado apagado, como si fuera el último acero que otrora llegó al pueblo. A Manuel le pareció habitada, aunque cerrada por ahora. Deshabitada pero no del todo. Pensó que mejor no tentarla. La descartó, no fuera a aparecer alguien esa noche y tuviera que salir por una ventana. La paredaña presentaba peor conservación (actualizada hacía décadas, en vez de hacía lustros). Era un edifico de revoco crudo y vanos enmarcados en cemento. Se dejaba penetrar mucho mejor. Conservaba una puerta de madera moldurada pintada de verde, con una cadena sin candar por todo cierre, anudada entre un agujero de la jamba de apertura y otro abierto en el tablero de la propia puerta. Se notaba que no albergaba objetos de valor a proteger. Se notaba que nadie vendría a defenderlos. Se notaba que nadie vendría a nada. Retiró la cadena y entró. Por lo que me contó entonces, por lo que pude yo ver tiempo después, el aspecto de la casa era lo que un piernas cogido de la calle habría calificado de «nada rústico». En efecto, de la supuesta compostura tradicional no quedaba apenas nada. En su vestidura y en su www.lectulandia.com - Página 27 aditamento, la vivienda era del tiempo en el que los moradores de los pueblos, a mediados del XX, quisieron hacer que sus interiores se parecieran a los de las ciudades (bastante menos agrios de usar). Quien fuera, había esquinado lo folk en pos de un poco de comodidad tras siglos de aspereza habitacional, y había dado entrada a su poco de plástico, a su cachillo de baquelita y a sus metritos de formica, de melamina y de acero inoxidable, con su sintasol y su terrazo en el piso y su zócalo de pared jaspeado para que los respaldos de las sillas no dañaran el enlucido. La anticuada modernización hubo de proporcionar a sus últimos residentes la fascinante sensación, tuvo que serlo, de que asistían al primer cambio profundo de ambiente visual doméstico en cuatro o cinco siglos de ruralidad. Apenas quedaba nada dentro. Solo los avíos despreciados que nadie había querido salvar. Así las cosas, la vivienda exhibía una precariedad sobrecogedora. El colmo, en el salón de la planta baja, era una estantería apañada con dos tablones, dos nada más, no es exageración, uno corto y otro largo. El largo iba de pie. El corto, clavado en perpendicular al largo, a media altura. Una hache incompleta puesta de pie, apoyada en las dos paredes contiguas de una esquina. Y así se sujetaba el mueble. Había algunos enseres menos indignos. Eran los comprados en ciudad, los de la actualización última, los del remedo de la comodidad anticuada. Un armario colgadero de cocina pendía del tabique del salón. Perforaban la formica azul de sus puertas sus tiradores de aluminio, de línea aerodinámica, exhalando contrastes con la adinámica aldea. Dentro había, como siempre, una horquilla y un mechero sin gas. Nadie había querido acarrear uno de esos armatostes con un minibar en el centro, cajones debajo, y estanterías para libros arriba y a los lados, fabricados en aglomerado y forrados de lámina sintética imitando madera. Un mueblorro que tenía todo el mundo hacia 1965 y que cuando se dejó de fabricar seguía sin hacerse con una denominación concreta para la historia de la ebanistería. «Mueble mural», lo llamaban difusamente algunos. Junto al salón se situaba la cocina, baldosín blanco y loseta amarilla, encimera de obra y fregadero de piedra artificial de una sola pieza. Allí seguía la mesa, también de formica, demasiado grasienta como para llevársela a la casa nueva. En una esquina renegrida, bajo una pirámide de chapa, se debió de hacer fuego durante años. Era una chimenea abierta, asistida por un par de trébedes, unas pinzas de tijera y un recogedor para cenizas acopiando costra por ahí. www.lectulandia.com - Página 28 El cuarto de baño olía a estancamiento tras décadas de malearse solo, con sus azulejos verdes hasta media altura y sus sanitarios de cuando la Transición. Sin nada más. Manuel subió al piso superior por la escalera de cemento. Dio a un dormitorio en el que yacía una cama alta y estrecha como un cenotafio. Su colchón de muelles acusaba por el centro la presión del culo de los años. Lo cubría una colcha de ganchillo tupido, tejida para pasar entretenidas las tardes. Como en la planta baja, había más salas y salitas, variadas y de uso indefinido. Siempre habitadas por bolsas vacías del Pryca, el hipermercado que murió con el siglo pasado. Por una escalera de mano, de fiero hierro, se subía al sobrado. Era un desván de caída a dos aguas, donde solo bajo el caballete podía uno caminar erguido (Manuel, de corta alzada, podía permitirse más recorrido). En cada vertiente se abría un ventano en mansarda de un palmo de diagonal. Desde uno se veía el patio trasero propio, y gran parte del de la casa aledaña. Desde el otro, se dominaba la calle desde la que se entraba a la vivienda. En la estancia, Manuel no encontró nada más. Las listas del techo, las del solado, las tejas gruñendo. Así, hasta que reparó en un bulto arrumbado en un esquinazo con goteras. Apartó el plástico transparente que lo cubría, ya traslúcido de polvo y agüilla, y se dio de narices con una posesión que no había merecido hueco en el camión de la mudanza definitiva, ese aprecio le hacían. Eran cien libros encuadernados en rústica, qué gracia mala a cuenta de lo agreste del entorno. Por lo que Manuel me contó, se trataba de volúmenes de la editorial Austral, los de colores según género (verdes para ensayo, azules para novela, grises para los clásicos, etc.). Yacían alineados sobre el suelo, con la humedad de la gotera lamiéndoles los pies. No tenían pinta de ser comprados. Desde luego, la psicodecorativa de la casa no proclamaba hábitos de lectura muy asentados en los antiguos moradores. Serían el premio indeseado que les tocó en un concurso de la radio, o el fardo de celulosa que les vendió un trapero, o la especie en la que se les pagó, en última instancia y a falta de líquido, un producto o servicio, y que hubieron de aceptar a regañadientes a falta de mejor recompensa. O lo que salió de un contenedor caído de un mercancías, o lo que se robó alguien del tráiler de un camión. Lo claro era que el dueño, los libros ni los abrió, porque no presentaban ni puta la mácula. www.lectulandia.com - Página 29 Tras la primera inspección, Manuel volvió abajo. Notó en la pituitaria la pastilla de polvo y edad que se queda tras respirar entre vejedades. Abrió aquellas ventanas y aquellos contrafuertes cuyos herrajes no se empecinaron en permanecer cerrados. Salió al patio que había visto desde el sobrado. Era un recinto de tierra baldía, de veinte por veinte pasos y con cancela a la calle trasera. Lo acotaba un murete de sillarejo, aumentado en altura hasta los dos metros y medio por un vallado de jardín del siglo pasado, a base de malla metálica y cañizo. En una esquina del cuadrado se mantenía en pie un cobertizo de techo de uralita donde Manuel podría esconder el coche. Por allí menudeaban ladrillos viejos en pila, estacas de madera, varas de plástico, ferralla, algunas herramientas jorobadas y un muestrario de trastos que Manuel no supo denominar («una especie de cubo, una especie de lona, una especie de cosa»). A un lado resistía un triste tendedero. La vegetación que pervivía, a calvas, era toda de mala hierba. Con una excepción. A modo de dosel, sobre la puerta que comunicaba casa y terreno, crecía una parra de dos guías. Sus uvas aún estaban ácidas. Manuel comprobó que la cancela trasera no tenía candado, y que se abría con la mano. Volvió a por el coche y lo escondió en el cobertizo. El depósito de gasolina estaba en la reserva. Lo cual incidía directamente en nuestra conectividad. Que su móvil ahora, a los efectos, funcionaba a base de fuel como si fuera un tractor. Tomó el bolsón de rafia azul y volvió a la casa. Al entrar notó que los vanos abiertos y la ventilación a chorro habían transformado el entorno: el campo extramuros, tras un rato de invasión, había metido dentro un aire limpio como el de un laboratorio. Un aire que lavaba, porque parecía mojar sin humedad y que traía el sabor dulce de lo que es nuevo. Por supuesto, la casa no disponía de agua corriente ni de luz eléctrica. Se dirigió a la cocina. Sacó del bolsón amigo un cartón de leche y un café de sobre. Pretendió encender la lumbre a base de quemar inmundicias recogidas por el suelo. No lo logró. Se preparó el café en frío. Lo tomó pensando que, por verlo por la parte buena, en el campo no se cruzaría con ratas grises, cucarachas ni piojos. Bichos vinculados a las concentraciones humanas y que le ponían los pelos de punta. A las cuatro le llamé. Me contó todo lo que acabo de referir, como haría siempre a partir de entonces. Subió al sobrado, eligió un libro de Austral y se lo echó al bolsillo. Bajó de nuevo y se sentó a leerlo en el suelo del salón, al cobijo del mueblazo mural. Al caer la noche se tendió en la alta cama del primer piso. La colcha de ganchillo, tan vieja, daba un poco de asco. Cuando www.lectulandia.com - Página 30 de madrugada arreció el fresco, sin embargo, Manuel se agarró a ella como si la acabara de estrenar. Pasó los dos días siguientes examinando el entorno, comiendo las provisiones que se llevó en el bolsón y, sobre todo, rastreando señas humanas que evitar. Yo siempre le preguntaba lo mismo: que si se había topado con alguien, o con los indicios de su amenaza. Nada. Nadie. A medida que Manuel me confirmaba que había caído en medio de la deshabitación galopante de la que hablaban los sociólogos y los periodistas, yo le insistía en que permaneciera allí, a seguro. Dentro de que no estaba a buen recaudo en ningún sitio, la aldea hueca parecía refugio menos boñiga que cualquier otro. Le argumenté que si en verano no había gente en el pueblo, entonces no la habría nunca. Se le notaba dudar a través del teléfono, expresando sus ganas de seguir camino. Pero él me veía muy asustado, porque había razones para ello, y al final triunfó el buen seso. Al tercer día se decidió a pasar allí un cuarto, con la vista puesta en un quinto y sin descartar un sexto que enlazar con un séptimo. Le quedaban víveres para llegar a un octavo y móvil para otro ciclo como este, siendo optimistas. Después de eso, si no solucionábamos los problemas de pertrechos y batería ya nos podíamos ir a cardar ingles. Que los abastos y la energía no iban a caer del cielo. Yo llevaba tres días con pánico a abrir la prensa. Un terror al que debería acabar haciendo frente porque necesitaba noticias para saber a qué atenernos. Al fin vencí el miedo y encendí el ordenador. La protesta se había saldado con un balance de cuatro policías aquejados de lesiones leves. Era un alivio, en cierto modo. Más abajo, sin embargo, se informaba de que un quinto agente había resultado herido de gravedad. A tenor de la redacción del texto, los daños eran muy considerables. Manuel estaba nadando en una bañera de brea. Preferí no contarle lo que acababa de leer. El que él lo supiera no ayudaba en nada a su tapadura. La perjudicaba, de hecho, en un momento en el que los dos debíamos mantener la cabeza en su sitio. Que a saber qué sitio era ese. www.lectulandia.com - Página 31 6 De la vida en despoblado, Manuel sabía lo mismo que de remendar telarañas: nada. De solucionar problemas cotidianos, sin embargo, sabía mucho. Salía ganando. A las afueras de Zarzahuriel había una fuente. Como él me contó, echaba una soguita de líquido por un tubo de latón. Me pareció muy raro que siguiera surtiendo en aldea vacía. Pero buscando y preguntando me encontré con que hay caños de los que no mana el agua desviada al efecto para su traída. Sino la que corre bajo sí, porque están erigidos en el curso natural de la vena hídrica (habitualmente subterránea). Podían haber taponado la fuente tras la marcha del último habitante de Zarzahuriel, pero el agua habría seguido fluyendo por la misma vía de igual forma (acaso creando problemas de anegación). Así que nadie se había tomado la molestia de ir a cortarla. El caudal no era mucho, de a dos litros por minuto, pero a Manuel le sobraba tiempo para que el chorrito le llenara una botella que se llevó de Madrid. Decía que el agua era tan rica que se le notaba la excelencia al tacto de la mano puesta bajo el pitorro. Se aseaba allí mismo, como si fuera su pila callejera, y entonces la prueba del contacto con la piel ganaba campo de ensayo. Salió a por leña desde el primer o el segundo día. El tiempo del verano era templado, pero siempre había algo que calentar en la lumbre. Vació del todo el bolsón de rafia con el que salió zumbando de mi casa y comenzó por dirigirse a una de las manchas de bosque que rodeaban Zarzahuriel, siempre evitando pistas de la red viaria y caminos marcados. Iba riéndose, porque lo de coger leña por la foresta le sonaba a cuentos infantiles de mucha moraleja. Leí en Internet que por la zona crecían fresnos, sobre todo, robles y algo de pino, que se debió de explotar mientras hubo quién. Encontró bastante www.lectulandia.com - Página 32 madera por el suelo, la que nadie recogió tras años de desgajarse por el peso de la nieve, el viento soplando y la muerte natural. Esta leña delgada fue el calostro de su calor. Reseca, pesaba poco, y se podía cortar con el pie pisándola y haciendo palanca. Más adelante empezó a llevarse tronchos de más entidad, más sustanciosos pero no tan abundantes a ras de suelo. Estos había que trocearlos. El que la chimenea de la cocina fuera abierta no obligaba a seccionar las ramas gruesas en pedazos demasiado chicos, lo que ahorraba cortes. Pero había que tajarlos, de todas formas. Manuel contaba con una sierra careada y con un hachita de dos palmos de asta que encontró en el patio, sepultados en una artesa llena de clavería roñosa. El pobre armamento era una promesa de sufrimiento para brazo y riñones. Manuel se puso como un cafre, no obstante. No tenía otra cosa que hacer. Cuando paraba, cada quince o veinte minutos, echaba el bofe. Pero a su vez, sentía que le cogía una satisfacción que debía de ser prima de la del deportista que se desgasta aposta la fibra por afición tonificante. Pasar horas sudando los mangos le ponía contento. «Me están saliendo tetas», dijo. Tuvo también que hacer de fumista. Al principio, de cuclillas ante la chimenea, luchaba con las llamas. No por extinguirlas, como se dice siempre que salen en los telediarios, sino por provocarlas. Las hojas secas, los palos delgados, los cachos de corteza, le ardían bien. Pero la lumbre se le apagaba cuando pretendía hacerla con madera de más calibre. Amontonaba ramas gruesas, les pegaba la cerilla al lomo, parecían obedecer a sus ruegos por arder con fuego denso y luego se arrepentían. Manuel ensayó, cómo no. Como hizo siempre en su vida urbana. Probó a la luz de sus anotaciones y sus diagramas. Así hasta que, con mucha tos por medio, entendió que debía ir de menos a más, del papel al leño, pasando por el yerbajo, la varita, la estaquilla y el palitroque de diámetro creciente, hasta el grosor que quisiera. Aventaba el mejunje a soplidos y con un calendario de 1981 que encontró en el cajón que fue de los cubiertos, y se iba haciendo con la hoguera. Fuegología y Chimenéutica estudiaba con provecho. Era capital cerrar el postigo de la ventana de la cocina si Manuel prendía la lumbre por la noche. Si pasaba alguien, que no viera luz. Al humo de la chimenea, en cambio, no le supimos colgar máscara. Pero desde lejos, en cuanto rebasaba la altura de los árboles que lo tapaban, ya se había diluido. La perspectiva se pondría de nuestro lado. Al menos, mientras nadie entrara en Zarzahuriel. Para manejarse en casa, sin toma de corriente, a Manuel no le quedó más remedio que encomendarse a la luz del sol y a la del entendimiento. A partir www.lectulandia.com - Página 33 del crepúsculo iba por la casa a oscuras, desarrollando sensores en los dedos de las manos y de los pies, a tientas, prudente la tibia y exploradora la uña. Las escaleras que llevaban al piso superior eran quince (seis + tres + seis). Manuel las subía contándolas, entre el negro de la tiniebla, y nunca tropezó. Se iba defendiendo en el Zarzahuriel cicatero de recursos. Eso tocaba. Qué otra opción tenía. Pero persistían dos problemas que me hacían dormir muy mal. La alimentación de Manuel y la de su móvil. La comida que se llevó se iba agotando, y había que reponerla. Manuel conservaba intactos los euros con los que salió de Madrid. Pero no se iba a acercar a comercio, bar ni gasolinera donde pudieran identificarle. Con lo que los billetes le valdrían como marcapáginas, como mucho. Por las mismas razones, no tenía sentido que le hiciera llegar el dinero que yo ya había empezado a extraer de su tímida cuenta corriente, a base de visitas al cajero. Y a ver cómo, además. Había que convertir el fondito en raciones consumibles. Solo así era útil. Muy útil sobre todo para mí, que si hubiera que haber echado mano de mi fortuna para dar de comer al sobrino, eclipse total de pan. Fue durante una madrugada de desvelos cuando se me ocurrió cómo proveerle de víveres. Había un Lidl en da lo mismo qué ciudad, a da lo mismo cuántos kilómetros de Zarzahuriel. Yo haría pedidos regulares por Internet, desde mi ordenador. Encargaría mensualmente un listado de productos convenidos con el oculto. Pagaría las remesas telemáticamente, con cargo a mi cuenta. Los envíos serían a Zarzahuriel, en el reparto ordinario, a la calle tal y a mi nombre. Me levanté de la cama e investigué en la página del híper. Toda la gestión del encargo se hacía mediante la máquina. Pero esperé a la mañana y llamé al Lidl en cuestión de viva voz porque había un par de indicaciones que debía apuntarles. Y sin las cuales, el riesgo se multiplicaba sin necesidad. Les informé de mi intención de hacer pedidos periódicos. Avisé de que habitualmente no estaría en la casa de destino, porque solo iba los domingos, cuando no había reparto. Pero les propuse con fingida empatía que dejaran las bolsas en la puerta el sábado por la tarde, que en el pueblo no había quién que fuera a mangarme la lata de anchoas. Los bultos, por otro lado, ya estaban pagados mediante tarjeta de crédito, así que todos contentos. De esta forma, y si el sábado por la tarde Manuel se metía en casa bien metido, el repartidor no tendría por qué verle. Porque no podía verle nadie. www.lectulandia.com - Página 34 Todo rastro que dejé remitía a mí, ciudadano del montón que no tuvo ningún encuentro agrio con ningún policía en ningún portal. Manejé un poco la conversación para que no sonara raro el hecho de que empezara a contarles que en mi familia éramos cinco. No quería levantar extrañeza en nadie que se pusiera a considerar para qué quería tanta comida un hombre solo que únicamente acudía a Zarzahuriel los festivos. De paso, haciéndome el amistoso y el cercano, dejé dicho que uno de mis hijos se quedaba a veces en el pueblo durante la semana, porque estaba preparando oposiciones y se retiraba allí a estudiar. Que no les extrañara si un miércoles veían humo en la chimenea. El del Lidl estaba hasta los huevos de que le contara mi vida. Jamás pasaron por allí más que a dejar el pedido, el día convenido. Pero yo estaba determinado a abortar toda sombra de suspicacia y a dar todas las explicaciones posibles, las que me pidieran y las que no. Todo remilgo con la gestión del tapamiento me parecía poco. El palo que te pegaban por el porte, Cristo. Fui ingresando en mi cuenta el líquido que iba retirando de la de Manuel en mis visitas al cajero. Sin ese dinero, ahorrado por él durante dos años, poco Lidl le podía haber mandado. Listamos una primera compra. Era la segunda que realizaba su destinatario en cuanto que individuo emancipado, porque en la casa libre de la calle Montera solo le alcanzó la estadía para hacer una. Nos quedó una cesta estándar, con lo habitual entre la gente de su edad, de productos variados para comer bien y de todo y con algún capricho deslizado entre un bote y un paquete. Sin nevera, y a compra mensual, el consumo de carne y pescado frescos se vería restringido a la semana posterior a la recepción. Vencidos los tiempos de vigencia, a comer otra cosa. Quizá el frío del campo, llegando el otoño, prolongara un poco los plazos de caducidad. Con el pan tendría que joderse. El alimento cotidiano de la Biblia solo podría tomarlo reciente durante los primeros días tras el pedido, y duro o durísimo al final. El de molde aguantaría algo más. Pero en general, al bendito trigo cocido habría de renunciar. No nos olvidamos de los géneros de aseo: jabón, gel, champú, alcohol. Una esponja. Ni de los de limpieza: lavavajillas, estropajos, detergente, bayetas. Una escoba. El Lidl contaba con su sección de inventariables, bienes de no comer, con su poco de ferretería, su algo de textil, su tanto de papelería y su cuanto de www.lectulandia.com - Página 35 menaje. Incluimos una serie de artículos sin los que la vida se habría hecho muy difícil: una sartén, un cazo con tapa, varios platos, hondos y llanos, cubiertos. Un cubo y un barreño de plástico, una linternita de bolsillo con su pila, unos alicates. Una toalla, dos sábanas, papel, un lápiz y un boli. Maquinillas de afeitar, a usar sin espejo. Una garrafa de agua de cinco litros, para usar el envase como cántaro y no tener que ir tanto a la fuente. Listé la compra, la tramité y aboné lo que me cobraron. Ese sábado, Manuel se encerró en casa por la tarde. A las cinco llegó una furgoneta con los suministros. Lo dejó todo a la puerta y se fue. Sin más incidencia. Así sería cada mes. Me lo imagino esa noche de sábado cenando en condiciones, en vez de metiéndose comistrajos, y se me pone una sonrisa en la cara que parece una curva longaniza en todo el medio de un plato. Me sentaba de maravilla verme a mí, nada menos que a mí, arreglando problemas. Toma Recursos Humanos. Todo gracias a Manuel. El hipermercado estaba surtidito. Pero había objetos y productos imprescindibles que la compañía no trabajaba. Había que pensar la forma de remitirle paracetamol, hilo y aguja, una piedra de afilar para el hacha. Era un problema, porque se trataba de mercancías muy necesarias. Pero yo no quería más proveedores. Concertar mensualmente con el Lidl ya me parecía mucho exponernos. No debíamos arriesgarnos más. Cuanta menos gente se acercara a Zarzahuriel, mejor. www.lectulandia.com - Página 36 7 Al lunes siguiente se acabó del todo la gasolina del coche, la que nos proveía de teléfono. A partir de entonces dependíamos de lo que la vieja batería del anciano automóvil quisiera durar antes de exhalar su último suspiro por falta de uso. Sin sopa, no iría más allá de una semana. El sustento del móvil era ahora lo más urgente. El teléfono era la única conexión de Manuel con el exterior, la línea en la que me exponía sus contingencias y a través de la que tramábamos soluciones. Y el hilo gracias al cual no nos echábamos tanto de menos, qué coño. Antes de cada llamada diaria teníamos hechas sendas listas de temas a tratar, para dispararlos sin pausas y no desperdiciar segundos de energía. A finales de julio, durante el período de gracia que nos concedía la batería del coche antes de morir, Manuel me contó algo que me sonó a cachondeo. La noche de su fuga, más muerto que vivo, apagó los faros del vehículo en cuanto empezó a clarear. La luz de la mañana le ayudó a espabilarse, rendido de sueño. Por lo mismo, agradeció los destellos que emitían las bombillas de las señales viarias de precaución. Iban cebadas por paneles solares, colocados en lo alto y de tamaños variados según la dimensión de los carteles. Las últimas que recordaba haber visto antes de parar no estaban de Zarzahuriel a una distancia inasumible a pie. Creía poder encontrarlas, rehaciendo el camino. La noche anterior se había ido en su busca. Con su destornillador. No tenía nada claro que la tecnología se le fuera a poner de cara. Albergaba dudas sobre la idoneidad de la fuente para la recarga de móviles, pero para allá se fue a examinar los cables. La oscuridad era necesaria para proceder al desensamblado de los componentes y a su sospechoso transporte a pata sin ser visto (también www.lectulandia.com - Página 37 ayudaba la ausencia de tráfico). Pero en julio aún tardaba en anochecer, y amanecía pronto. El verano solo entregaba seis horas de noche cerrada. Por las distancias que recordaba, a la operación no le quitaba nadie sus diez kilómetros de ida y sus diez de vuelta, campo a través para evitar la carretera y tropezando por la negrura. Cinco horas de travesías bidireccionales le dejaban solo una para trabajar. Emprendió ruta. «¡Voy por las sombras hacia la luz!», iba diciendo el bobo. A los ocho o nueve kilómetros ya se topó con un panel. Pero iba adscrito a cámaras de tráfico. No era cosa de que le grabaran desatornillando el equipamiento ministerial. Que ya había protagonizado una película en su portal de la calle Montera y por lo pronto no quería más cine. No muy lejos encontró una señal que le gustó. A la luz enmascarada de su linterna nueva, y atento a cualquier ruido de motor, se colocó ante ella. Incorporaba un panel de 25 × 15 portables centímetros. Iba fijado a 2,5 metros de altura, sobre un poste con tres planchas: la del ciervo brincando de perfil, esa azul con el rótulo «80» en blanco, y una más pequeña con la inscripción 2 KMS. Tanto material le ayudó a trepar, colocando los pies en la vuelta de la chapa. Cuando lo imaginé ascendiendo por una señal de carretera para montarse algo parecido a una instalación eléctrica en la casa allanada, empecé a entender que Manuel veía indicios de cierta seguridad en Zarzahuriel. Que tenía intención de seguir allí. Por mí, cualquier opción que lo apartara de exponerse era válida. Una vez arriba, aflojó las sujeciones con su herramienta amuleto y los alicates del Lidl. Extrajo luego sus cinco tesoritos: el panel solar, la caja de registro con su regulador de corriente y las tres baterías adjuntas. Yo de esto no tenía ni puta idea, aunque ahora parezca que controlo. Pero tuve que aprender porque solo con aquello no teníamos el problema zanjado. Hacía falta un cacharro. Se llamaba inversor de corriente («o convertidor fotovoltaico», me dijo Manuel). Y eso había que comprarlo, en un comercio del que él me dio el nombre y la dirección. Y, sin más remedio, mandárselo después a Zarzahuriel. No cabía otra. No me gustaba nada la idea. Pero era la ocasión de hacerle llegar los productos que no podía adquirir en el Lidl. Sobre todo, es que no había más tutía si no nos queríamos quedar sin comunicación. Sin más alternativa, accedí. Habría de ser el único envío, el definitivo. Rescaté la lista de los artículos que no encontraría nunca en nuestro híper de referencia. A sabiendas de que solo teníamos un disparo, aprovechamos para añadir en el paquete una www.lectulandia.com - Página 38 cafetera italiana, para dejarnos de tanto Nescafé. Un candado con su llave, para poder asegurar la cadena de la entrada. Otro, para la cancela trasera del patio, no fuera a entrar un extraño y dedujera presencia de hombre. Dos tubos de pegamento para atrapar ratones, el que no se evapora, que alguno le había aparecido rondando la caja de cartón donde guardaba la charcutería. Si el sistema del panel había comido luz durante el día, seguía suministrando corriente durante las horas sin sol (no iban a dejarlo sin funcionar por las noches, cuando más falta hacía). Eso abría muchas posibilidades a su tenencia. Adjunté en el paquete un ladrón, cinta aislante, unos metros de cable y dos lámparas LED de pinza. Que el tal inversor de corriente era para recargar el móvil. Pero a ver por qué renunciar a un poco de luz eléctrica para leer los Austral por las noches. Me di cuenta a tiempo de que la expedición no podía ser mediante Correos, con un cartero local que rula cotidiano por la zona y que pregunta por este vecino o por aquel. La jugada debía ser como con el Lidl, que estaban ubicados en ciudad grande y que tenían que buscar el pueblo de destino con un GPS. En fin, que acudí a una oficina de SEUR de Madrid, donde no tuve que identificarme. Que se arreglaran ellos con la delegación territorial. Mandarían a un repartidor de la capital provincial, a la que se volvería contra entrega, y que jamás regresaría por Zarzahuriel ni por la comarca (poca mensajería se demanda en las áreas deprimidas). Solicité que lo dejaran a la puerta en destino, a un nombre que me inventé pero con mi apellido (para que no me tomaran por un flipado que se enviaba cosas a sí mismo). Saqué a relucir a otro de mis supuestos hijos, esos con los que me iba en familia a Zarzahuriel. Este era senderista. Podía ser, por tanto, que no le hallaran en el domicilio a la hora de la entrega, porque andaría por el robledal abstraído en el panteísmo. Pero que el empleado echara un garabato de recibido y listo, bajo mi responsabilidad directa. Pagué todo al contado y allí mismo. Advertí a Manuel de que desapareciera al día siguiente, que sería el de la recepción. En el transcurso de esta conversación, su móvil dejó de respirar. Pasé dos jornadas angustiosas sin noticias suyas, sin saber si estaba manipulando cables con éxito o con fracaso, y preguntándome si acaso ya habría caído la garra de la justicia sobre él. Le seguía llamando a cada rato, en la esperanza de que finalmente el terminal hubiera almorzado sol y el usuario pudiera responderme. www.lectulandia.com - Página 39 Así ocurrió. El paquete había llegado correctamente y sin encontronazos. Qué bien nos quedaba todo cuando actuábamos en comandita, desde que él tuvo uso de razón y a lo largo de los años. Aliviados, Manuel y yo juramos no levantar más liebres con nuevos envíos. Que aquí las liebres éramos nosotros. Prefirió no emplazar el panel en el tejado, por no llamar la atención del típico helicóptero cabrón al que quizá un día le diera por sobrevolar la comarca. Metió la placa en el sobrado, asomando apenas por el ventano orientado al sur. Tiró cable hasta la planta baja, con escala en la alcoba por si una noche quería leer en la cama. El abandono de décadas de la vivienda facilitó el calado de orificios para pasar el cobre. Al ponerse el sol, Manuel encendía su lámpara y hacía su poco de vida nocturna. Debía acordarse de cerrar antes los contrafuertes de las ventanas, para que la luz no fuera visible desde el exterior. Había vanos que los habían perdido, o que nunca los tuvieron. Pero el habitante se fabricó unos nuevos con el cartón de la caja de seis briks de leche del Lidl. Los fijaba con la cinta aislante que tuvimos la inspiración de incluir en el paquete de SEUR. www.lectulandia.com - Página 40 8 La madriguera en la que Manuel plantó pica no era así como muy atractiva. Pero él tendía a ver acogedor el alrededor en el que cayera. Propendía a la conformidad con el entorno, sin importarle sus notas escópicas o ambientales. Eso que se ahorraba en decoración, atrezo y luminotecnia. Funcionaba de cámara para adentro, por lo que el aspecto del plato le era de relevancia muy relativa. La vetusta casa nueva ofrecía además algo insólito para él: sitio. Qué de metros, cuadrados y cúbicos. Manuel corría a veces por el pasillo, solo para ver cómo era hacerlo bajo techo propio. Siempre había una estancia más de lo que recordaba, en su recuento mental de habitaciones. Vivir varado en Zarzahuriel debía de tener sus débitos, sus incomodidades y sus sevicias. Pero mejor aquello que estar donde los teleoperadores, trabajando a favor de que a un ciudadano comunitario le sorbieran el dinero por la vía de la fraudulencia descarnada. Mejor aquello que estar en su pieza de la calle Montera, desechando la idea de meter en casa alfombras demasiado gruesas para no tener que ir dando con la cabeza en el techo. Y como recordaba Montera, recordaba su portal, mucho antes que la cajita en la que moraba. Recordaba su cámara de vídeo, mucho antes que sus apliques. Recordaba el poco de rojo que punteó el cuello del antidisturbios, mucho antes que nada. Qué bien se estaría sin esas sombras paseándose por las cercanías. Preferir no pensarlo, optar por no. Para ahuyentar malos presagios, se arremangaba y se entregaba al trajín acondicionador. Así, a la par que se calmaba, hacía por restar hostilidad al hábitat en el que quizá pasaría algún tiempo. Barrió los suelos y las paredes, que echaban el telón de su mugre de años. Previó que alguien viera su coche a través de la verja, quién sabe. Le enguarró los cristales y le rayó someramente www.lectulandia.com - Página 41 la pintura para que pareciera abandonado. Recolocó tejas sueltas, dragó el canalón. Subido a la cubierta, evitando resbalar, cayó en la cuenta de que si un día tenía un percance en el desierto Zarzahuriel (fractura de muñeca, quemadura de tercer grado, intoxicación por excesiva pureza del aire), más le valía tener el móvil cerca. Lo usaría para llamar por vez primera. No hacerlo significaría la muerte, como la de la jirafa caída sobre un costado, imposibilitada para levantarse por sus propios medios cuando ha sido derribada. Y luego, ya lo mandarían a la cárcel. Pero vivo, al menos. Debía permanecer pegado a su móvil como un reo a su pulsera. A mediados de agosto, a la vera de la ermita, Manuel reparó en un árbol. Así se manifestaba su escaso apego a la entrañable poética campestre. Para él no había robles, fresnos o encinas, y mucho menos cantuesos o escaramujos, términos de raigambre terruñera que parece que hay que pronunciar con voz de mula. Para Manuel había árboles, arbustos, hierba de esa amarilla, hierba de esa de la otra. La lírica agreste no le interesaba nada, como al crío que dibuja un avión no le interesa ni la aeronáutica, ni la química del papel, ni la física del bolígrafo ni la filosofía de la estética. Nunca me habló de la dimensión ecosófica, ni geórgica ni telúrica de su estancia. Se limitaba a estanciar. Sí supo ver, sin embargo, que del ejemplar con el que acababa de toparse a la sombra del templo colgaban ciruelas. Con mi ayuda dedujo, agrónomo él, que aquello era un ciruelo. Estaban bien ricas, y durante un mes dispuso de fruta gratis. Luego le siguieron las uvas de la parra, que para entonces ya estaban negras y dulces como bombones. A Manuel, que conocía sus limitaciones, le parecía una fantasmada pretender alimentarse de los frutos del campo. Le sonaba a anuncio de mermeladas muy caseras. Todo este convoluto de lo verde le pillaba así como apartado. Ahora bien, lo que veía tragable se lo comía a bocados. Lo mismo le pasaba con la idea de cultivar algo para sacar jamada. Le olía a niñería, a alarde agro-pop y a revista de tendencias. Tenía el microfundio de la casa, su cancha de terreno anexo. Pero de nada le valía, porque poseía aún menos destrezas hortícolas que semillas para soterrar. Era capaz de alinear el amperio y el ohmio para sacar chispas de una tableta solar. Ahora bien, lo del surco y la lechuga asomando la gaita, pues no lo situaba. Cavó un hoyo en el suelo del patio, sin embargo, y depositó en él los víveres del Lidl. Que se mantenían frescos por lo húmedo del terreno y el www.lectulandia.com - Página 42 respiro térmico de la noche. De algún modo, sacaba su sustento de la tierra dadivosa. Salchichas de sembrado y espetec de bancal. En el segundo envío mensual le metí de sorpresa una sierra nueva, de arco, que en el Lidl lanzaron una Semana del Bricolaje o no sé qué chichigangas. La producción de leña aumentó considerablemente, parece ser. Le cogí además un pijama, unas licras y un forro polar para cuando llegara el frío, que se fue medio desnudo. Opté por prendas de señora, porque las de caballero estaban a precios que no. Eran de talla corta, menos mal que Manuel era pequeño. El escatimar forzoso me recordaba que debía encontrar algo remunerado para eludir estas penurias. A cuenta de las compras mensuales, el dinero de Manuel iría sufriendo sucesivas amputaciones que no por pequeñas metían menos miedo al futuro. Yo ese verano tampoco obtuve ingresos reseñables. No tenía un puto duro, apenas para mí, con lo que el panorama era inquietante a medio y largo plazo. Tenía que hacerme con algo para él. Tarea de complicación robusta, inviable en realidad a poco que se considerara. Que es que las ocupaciones pagadas para fugados por acometida con arma blanca que no pueden dar número de cuenta, domicilio, filiación ni foto tamaño carné, no son de mucho surgir. No sabía cómo hacerlo. Pero siempre estaba dándole vueltas e indagando, como si yo acabara de salir de la facultad. Tanto o más que eso, me torturaba pensar que Manuel se consumía solo, con las ganas de personas que tuvo siempre. En ese segundo pedido del que hablaba incluí sin que me lo solicitara mucha golosina, en la infundada expectativa de que el azúcar le dispararía el espíritu y el ánimo para aguantar su solitaria separanza. En contraataque, me alentaba saber que él se consolaba a su vez dedicándose a sus ocupaciones. Desde crío, Manuel se entretenía con un simple lápiz, incluso dibujando con él. Antes de usarlo para pintar habría echado el resto en fabricarle un estuche, en ensayar un afilado de mina en paletina (de canto, fina; de plano, gruesa), en pensarle un sitio para que pernoctara, en ponerle un nombre propio con el que dirigirse a él en sus retiradas conversaciones. Allí en Zarzahuriel podía levantarse a la hora que quisiera. Privilegio del que parco uso hizo. Porque según se despertaba despegaba la nuca del chaquetón que usaba como almohada de un solo y bravo brinco, ciego por ponerse a hacer sus cosas. www.lectulandia.com - Página 43 El panel solar le tenía entretenido. Se dedicaba a redirigirlo y a toquetearlo para que le produjera con mejor provecho. Puso orden en el patio. Clasificó por materiales el galimatías de despojos, y ya vería qué uso les daba. Se imponía comprobar la demografía de la región, para estar al tanto de por dónde podría venir el puto aledaño que le descubriera. Sin hacerse ampollas en los pies, era capaz de cubrir en una jornada una distancia de veinticinco kilómetros. Lo que fijaba su radio de exploración en doce o trece (doblados por el regreso). En sucesivas expediciones, soslayando siempre las veredas delimitadas, vislumbró a lo lejos en varias ocasiones algún grupo de casas y casitas que otrora debieron de conformar pueblo. No palpó mucha vida, desde luego. Sin arriesgarse a entrar en ellos para comprobarlo, coligió un ámbito desnudo de ciudadanía, en el que todos los núcleos circundantes estaban tan faltos de personal como el suyo. Lo de la Laponia española era verdad. Luego se volvía a Zarzahuriel, más apaciguado y menos inseguro de su guarida. Lo que empezó siendo un ojeo preventivo se convirtió pronto en una cosa de ameno esparcimiento. La ida primero y la vuelta después le gustaban, mirando el agro por arriba y por abajo. Desmintió para sí eso de que en el campo es todo igual. Qué va. Le pasaba al campo lo que a cualquier ciudad. Que enseguida sacaba a la cara un rincón reconocible. Que si el árbol tumoroso, que si la peña verde de liquen, que si la rama a la que uno se puede subir, que si la rama de la que uno no se puede bajar. Que si el bosque que parece un parque, porque a la sombra de sus copas nace la hierba. La tajadura esa, con las piedras rojas, el zarzal que a la altura de septiembre había resultado ser expendeduría de moras. La cresta de la aglomeración de arbustos, en la que se metió un día y de la que salió hecho un pentagrama de rayones (un pentagrama después de usado). Apenas nunca lo había intentado antes, pero en Zarzahuriel comenzó a coser. En principio, para remozar la ropa desgarrada. Más adelante, por afición útil. Había jubilado un calcetín por su agujero en el talón. Con sus retales se fabricó un bolsillo de pegote que fijó a la camisa, y en el que se guardaba unos cacahuetes o una fruta para comérselos cuando salía de paseo. También le llegó para una trabilla ancha. La cosió al pantalón para llevar el hacha de la leña a modo de espadín. Una gran gilipollez, pero que a Manuel le hacía mucha risa. Después de cada comida, fregaba los cacharros en la pila de terrazo, con el agua calentada en la chimenea para que el jabón hiciera espuma. Luego se www.lectulandia.com - Página 44 iba a aclarar la vajilla y el menaje a la fuente. Allí también lavaba la ropa, como una viuda de antaño. Leía los libros de Austral. Preferiblemente, a la sombra de la parra, donde registraba a piel abierta una extraña y perfecta anuencia para el agrado del mamífero humano. Tenía letra para rato, y de temática variada. Le conté eso de que, en la colección que había heredado, el color de las tapas clasificaba los volúmenes por géneros. Amó a los señores que pensaron esto, con sus semaforitos cromáticamente ordenados para poner cómodas las cosas. Se sentía a gusto acompañado gratamente por la ideación de unos tíos amables, prestos a que el lector no se extraviase, como los maestros delicados. Se metió a escribir obras de teatro, supongo que a rebujo de la lectura. Creo que eran pestilentes, porque ni hoy, tras mil resúmenes que me dio, me queda claro de qué iban. Seguramente eran involuntarios remedos de lo que leía en los Austral, pero hechos de puta pena. A él le entusiasmaba ponerse. Hizo muchos sudokus. No que los resolvió, que no tenía. Sino que los hizo, que los fabricó, que se los compuso él. Cuando acababa de gestarlos ya estaban hechos, claro. De menor majestad era aquello de matar moscas con una goma elástica (la que sacó de un manojo de puerros, a los que amarraba). Cuando el impacto era perpendicular, no de barrido, el bicho parecía botar hacia afuera, permanecer medio segundo en el vacío y precipitarse luego hacia el suelo, con ritmo y parábola muy parecidos a los de los aviones derribados en las películas de guerra. Apuntaba el número de volátiles derribados y se esforzaba por batir récords. Era como un videojuego de fulminar bichitos, pero con recompensa real (casa sin insectos), no la cojonada esa del Congratulations! Que te dan en la tableta. La coliflor echa un olor a pedo horroroso cuando se la hierve. La peste se elimina si se toma la precaución de añadirle un chorro largo de vinagre antes de ponerla al fuego. Manuel eludía este paso adrede, para atraer moscas y tener más para jugar. Le resultaba grato planificar la eliminación de la basura. La orgánica iba al patio, bien desmenuzada por si pasaba alguien, se asomaba a la malla de rombos y veía delatores restos frescos. Era gustoso saber que no solo no estaba ensuciando sino que además estaba nutriendo la tierra. El papel de los cartonajes en los que venían los víveres iba al santo fuego. Los tarros de cristal siempre hacían falta. Los reconvertía en vasos, recipientes para abluciones o frascos para guardar cositas. Las bolsas de plástico del Lidl daban más problema. Las iba almacenando para quemarlas en días de lluvia, www.lectulandia.com - Página 45 cuando el agua y el viento diluyeran los tufos y los humos de la combustión y no denotaran su presencia. Pero siempre había más de las que se acordaría de incinerar. Se acumulaban por ahí, matrimoniando con esas del Pryca que ya había por toda la casa cuando llegó. Empezó a salir a por leña por las noches. Alegaba que era una forma de prevenir encontronazos. Pero yo creo que le gustaba esta excursión nocturna, más allá de que la prudencia prefiriera la oscuridad. Para entonces, con nuevo instrumental, ya aserraba ramas bajas del tronco, más anchas y de más cundir. Alguna cogió de varios metros, que transportaba pelada de ramas superfluas. Menos mal que en el trayecto no se cruzaba con nadie, porque tenía que dar miedo entrever a lo lejos a un penitente debajo de un madero, a la luz lunera. Llenaba el tiempo. Alguna mañana, sin embargo, sí despertaba con el vértigo del trigal de horas por delante, todas de relleno incierto, de a ver qué hago yo con estos hectolitros de minutos. Era sorprendente, en cambio, que fueran estas las jornadas que acababan indefectiblemente con él rendido, en plena tarea, con los párpados cayéndosele pero sin ninguna gana de irse a la cama, empalmado como estaba con la reparación de una cañería empachada o probando la reflectancia de la superficie interior de las bolsas de patatas fritas para aumentar la eficacia de su panel solar. Los días que amanecían con miedo al vacío acababan siendo los más abarrotados de diligencias. El otoño llegó de plano. Las seis de la tarde parecían lo que son las diez en poblado. Las ocho eran como la noche pura, y a la una de la mañana daba la impresión de que ya nunca volvería la aurora. Las cuatro del alba no aguantaban comparación con nada. Hacía frío a mayores. Manuel debía mantener cerradas las puertas de las estancias que no usara, para acotar la zona cálida y que el calor no se escurriera. Pero para entonces, Manuel ya dominaba la materia fogatológica. Tomaba el capitulito del Austral que no le había gustado, lo hacía pelota y lo albardaba con un buruño de otoñales hojas secas. Enjaulaba la albóndiga entre varillas, cubría la masa con estacas de más diámetro y copaba con troncos ya de respeto, con la expresión atenta de morro para afuera de quien organiza un bodegón de figuras al que llamará nacimiento. Luego encendía. Le gustaba mucho manipular los palos quemaderos con las pinzas de tijera, dentro del hogar, para colocarlos donde y como mejor ardieran. «El fuego es el futbolín del solitario», decía. Al parecer, era muy entretenido. www.lectulandia.com - Página 46 Observó con asombro que la hoguera hacía aumentar la temperatura de la alcoba, en el piso superior, pero no otras estancias. Descubrió en el dormitorio una rejilla con cierre, embutida en la caja de obra que subía de la cocina hacia el tejado y que en principio tomó por columna estructural. Por dentro iba el tiro metálico de la chimenea. La ventanita estaba abierta, y el calor del tubo se expandía por el cuarto cediendo generoso su aliento. Listos, estos de la aldea. También notó que la piedra caliza con la que estaba levantado el paramento de la casa hacía por mantenerla caliente. Caldear la planta baja (y algo la de arriba, por el conducto del tiro) implicaba la combustión de una importante cantidad de leña. Pero lo de la acumulación de madera tenía ya a Manuel felizmente obsesionado. Era una afición íntima, para adentro, como las buenas. Él recogía los palos, los transportaba y los partía con avaricia (avaricia sin víctimas, que a ver de dónde las iba a sacar). El acarreo y el aserrado le absorbían, porque le excitaban el espíritu, y se encontraba con que siempre tenía más árbol del que precisaba. Creó la Federación de Leñadores de Zarzahuriel, y se reservó humildemente el rango de vocal del Consejo por no acaparar cargos. Al principio almacenaba la madera en el coche. Pero se le quedó chico y empezó a meterla en casa. Había rimeritos por todos sitios, exhibiendo sus calibres, aromatizando tenuemente el aire, pidiendo cerilla. Le gustaba la calefacción que la actividad física regala. «Cortar la leña me ahorra quemarla», decía. El remedio se comía al problema antes de que surgiera. Por la mañana, por contraste, le espabilaba a lo bestia lavarse la cara en la fuente, a agua helada. El primer envite de líquido dolía, pero luego ya no podía parar de echársela por encima. Por la noche, y cuando el cielo la ofrecía, le serenaba meterse nieve por el culo. Que le daba que iba bien para no sabía qué aspectos de su salud, sin más criterio médico que «porque sí». Luego, con luna o sin ella, se marchaba a por leña a culo fresco, cantando alegre a media voz. Entre el velo de los copos debía de parecer el Yeti, una sombra caminando a cielo raso. Tenía que dar pánico. Una noche, oscurota ella, se puso a llover (a veces llovía tanto que olía a sardinas). Manuel salió a descolgar las sábanas que había tendido en el patio para que se le secaran. El viento levantó racha y el lienzo se le puso sobre la cabeza. Le preocupaba pensar que pasara alguien y asomara por la valla de malla. No porque le fuera a ver un paisano que diera la voz de alarma. Sino porque el viandante saliera espantado ante la visión. Porque el hombre pasara su vida con el pelo encanecido por el terror y jurando en los programas de la tele que los fantasmas sí existen. www.lectulandia.com - Página 47 Para lo que no estaba ya el tiempo era para hacer en la fuente el aseo de cuerpo entero. Manuel me solicitó para el envío mensual un caldero, o una olla, o un recipiente metálico un poco amplio, para calentar agua y lavarse en casa. En el Lidl solo le encontré una paellera, que daba para doce raciones pero que no era de fondo muy holgado. A Manuel no le importó, asombrado ante la rapidez con la que un fuego medianamente nutrido ponía a hervir los cinco litros de agua de su capacidad. En tres envites breves calentaba la necesaria. La llevaba al cuarto de baño y allí, en la bañera, la mezclaba con agua fría. Yo lo ve

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